Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El tirano enfermo

[Cuento - Texto completo.]

Dino Buzzati

A la hora de siempre, es decir, a las siete menos cuarto de la tarde, en la zona edificable que se encuentra entre la calle Marocco y la calle Casserdoni, el lulú Leo vio llegar al mastín Tronk, al que el profesor, su amo, llevaba atado de la correa.

El enorme animal tenía las orejas levantadas, como siempre, y escrutaba el reducidísimo horizonte de aquel prado sucio rodeado de casas. Era el rey del lugar, el tirano. Sin embargo, el viejo lulú, lleno de resentimiento, enseguida notó que no era el Tronk de otras veces, ni el de hacía un mes, ni siquiera el perro formidable que había visto tres o cuatro días antes.

Era algo imperceptible; quizá el modo de apoyar las patas, o un velo en la mirada, o la curvatura del lomo, o la opacidad del pelo, o más bien una sombra —¡esa sombra gris que es la más terrible de las señales!— que se extendía desde sus ojos hasta el belfo.

Desde luego nadie, ni siquiera el profesor, se había dado cuenta de esos detalles insignificantes. ¿Insignificantes? El viejo lulú, que había sufrido muchas penalidades en su perra vida, comprendió enseguida, y tuvo un pálpito de pérfida alegría. “Ah, por fin”, pensó. “¿Por fin?”. Sí, el mastín ya no le daba miedo.

 

 

Se encontraban en uno de esos espacios vacíos, abiertos por los bombardeos aéreos de la última guerra, en las afueras, entre tiendas, depósitos, barracones y almacenes (a poca distancia, no obstante, se alzaban los soberbios edificios de las grandes empresas inmobiliarias, a setenta u ochenta metros por encima del obrero del gas que estaba arreglando una tubería averiada, y del violinista cansado que tocaba entre las mesas del Caffè Birreria Esperia, allí, debajo de los soportales, en la esquina). Demolidos los restos de pared que habían sobrevivido, lo único que recordaba las casas que había antes eran, aquí y allá, restos de suelo cubierto de baldosas, huellas de una portería, o de una cocina en la planta baja, o quizá de un dormitorio de una casa popular (donde en tiempos, por la noche, palpitaron esperanzas y sueños y tal vez nació un niño. De donde, en las mañanas de abril y a pesar de la sombra oscura del patio, se alzaba el canto ingenuo y apasionado de una muchacha; y donde por la noche, bajo una lámpara rojiza, hubo gente que se odió o se quiso). Por lo demás, el espacio había quedado despejado, y enseguida, gracias a la conmovedora bondad de la naturaleza, siempre dispuesta a sonreír en cuanto le dejamos un poco de sitio, se había cubierto de verdor, hierbas, plantitas silvestres, matojos, como en esos bienaventurados valles lejanos con los que soñamos. Incluso se habían formado prados, con sus florecillas y todo, donde uno podía tumbarse con los brazos cruzados bajo la cabeza para mirar las nubes pasar, libres y blancas, sobre la prepotencia de los hombres.

Pero no hay nada que la ciudad odie tanto como las plantas, la respiración de los árboles y las flores. Con un ensañamiento brutal, habían arrojado allí montones de escombros, basura, residuos obscenos, fétidas putrefacciones orgánicas, heces grasientas. Y el trozo de campo había amarilleado muy pronto, transformándose en un muladar infecto, donde, pese a todo, las plantitas y las hierbas seguían luchando, elevando verticalmente sus tallos entre la inmundicia, hacia el sol y la vida.

Nada más ver al otro perro, el mastín se detuvo a observarlo. Y enseguida se dio cuenta de que algo había cambiado. El lulú le miraba de una forma diferente, ya no lo hacía de la forma habitual, tímida, respetuosa y timorata. Incluso le pareció ver un brillo burlón en sus pupilas.

Cálida noche de verano. Una tenue calima, iluminada por el sol del atardecer, yacía aún entre las torres de hormigón y cristal habitadas por el hombre. Todo parecía cansado e indolente, los impúdicos automóviles americanos de color lagarto, los escaparates de las tiendas de electrodomésticos, tan optimistas por lo general, la energética rubia sonriente de la valla publicitaria del dentífrico Klamm (que usado a diario podría transformar nuestra existencia en un paraíso, ¿no es verdad, Mr. MacIntosh, director general de publicidad y relaciones públicas?).

 

 

El profesor vio inmediatamente cómo se formaba en el lomo de su perro una mancha alargada y oscura, señal de que el animal estaba alterándose y erizaba el pelo.

En ese preciso momento, sin mediar provocación alguna, el lulú ejecutó taimadamente su venganza y, rápidamente, mordió al mastín en la pata posterior derecha.

Tronk dio un respingo a causa del dolor, pero durante una fracción de segundo se quedó indeciso, limitándose a mover la pata para sacudirse a su enemigo. De pronto, recuperó su antiguo ímpetu salvaje. La correa se soltó bruscamente de la mano del profesor.

Detrás de Leo, otro pequeño bastardo algo parecido a un sabueso y por lo general tímido y medroso, se lanzó a morder al mastín. Durante un instante se vio cómo hundía los dientes en el costado del tetrarca. Así, se formó una maraña aulladora que se revolcaba en el polvo.

—¡Tronk! ¡Ven aquí, Tronk! —llamó el profesor, aturdido, tanteando con la mano derecha sobre aquel frenético combate para tratar de recuperar la correa de su perro. Pero sin la decisión necesaria, asustado por el furor de la lucha.

Fue muy breve. Ellos solos se soltaron. Leo, gimiendo, se apartó de pronto de Tronk y su compañero no tardó en hacer lo mismo, retrocediendo con el cuello ensangrentado. El mastín se sentó, jadeando a un ritmo impresionante, la lengua colgando, vencido por el agotamiento físico.

—Tronk, Tronk —suplicó el profesor. E intentaba sujetarlo por el collar.

Sin que nadie lo viera, de pronto se acercó por detrás, suelto y solo, Panzer, el perro lobo del garaje cercano, el bandido a quien Tronk con su sola presencia había mantenido a raya hasta esa misma tarde. Él también venía, en cierto modo, a vengarse. Porque Tronk nunca le había provocado ni le había hecho daño; pero su simple presencia había sido un ultraje diario difícil de olvidar. Le había visto pasar demasiadas veces por delante de la entrada del garaje, ligero, y mirar adentro con cara de pocos amigos como diciendo: “¿No habrá por casualidad aquí alguien con ganas de pelea?”.

El profesor se dio cuenta demasiado tarde.

—¡Eh! —gritó—. ¡Llamad a este lobo! ¡Eh, los del garaje!

El lobo, con el pelo negro y erizado, tenía un aspecto horrible. Comparado con él, esta vez el mastín parecía encogido.

Antes de que Tronk pudiera verlo con el rabillo del ojo, el lobo, sacando los dientes, se lanzó directamente sobre él, y en un instante el mastín rodó entre los escombros y la basura con el otro enganchado salvajemente a su nuca.

El profesor sabía que cuando dos perros entablan una pelea a muerte es casi imposible separarlos. Desconfiando de sus propias fuerzas, echó a correr para avisar y pedir ayuda.

Mientras tanto el lulú y el sabueso se envalentonaron y se lanzaron también a la matanza del tirano, que llevaba las de perder.

Tronk tuvo una última reacción. Con una furiosa contorsión consiguió hincar los dientes en el hocico del lobo. Pero de pronto cedió. El otro, retrocediendo a tirones, se soltó y empezó a arrastrarlo de espaldas sin dejar de agarrarlo por la nuca.

Al oír aquellos furiosos gañidos, la gente comenzó a asomarse a las ventanas; mientras, el profesor, superado por los acontecimientos, seguía gritando en la zona del garaje.

Luego, de pronto, se hizo el silencio. Por un lado, el mastín se levantaba penosamente, con la lengua fuera y en los ojos la humillación incrédula del emperador derribado violentamente del trono y pisoteado en el fango. Por otro, el lobo, el lulú y el falso sabueso retrocedían sobrecogidos.

¿Qué era lo que les había hecho alejarse cuando ya estaban saboreando la sangre y la victoria? ¿Por qué se retiraban? ¿Acaso volvían a temer al mastín? No, no era el mastín Tronk lo que les daba miedo, sino una cosa informe y nueva que se había formado dentro de él y que se expandía lentamente a su alrededor como un halo infecto.

Los tres habían intuido que a Tronk le había pasado algo y que ya no había motivo para temerle. Creían que estaban mordiendo a un perro vivo, pero el olor insólito del pelo, o del aliento, y la sangre de sabor repelente, les había hecho retroceder. Porque los animales, mejor aún que los médicos más ilustres, perciben, al menor síntoma, la llegada de la presencia maldita, del contagio que no tiene remedio. Y el luchador estaba marcado, ya no pertenecía a la vida, desde alguna recóndita profundidad de su cuerpo comenzaba a propagarse la disolución de las células.

 

 

Los enemigos han huido. Ahora está solo. Mientras tanto, límpidos y puros, en la majestad del crepúsculo, se elevan de la tierra los murallones acristalados de los nuevos edificios, y el sol poniente los hace resplandecer y vibrar como un desafío sobre el fondo violeta de la noche que irrumpe por el lado contrario. Proclaman la terca esperanza de quienes, destruidos por la fatiga y el polvo, dicen: “Sí, mañana, mañana”, ¡de quienes son el motor de este mundo atribulado, los abanderados!

Mas para el sátrapa, el señor, el titán, el coracero, el rey, el mastodonte, el cíclope, el sansón, ya no existen las torres de aluminio y malaquita, ni el cuatrimotor con destino a Aiderabad que sobrevuela retumbando el cielo urbano, ni existe la música triunfal del crepúsculo que penetra hasta los oscuros patios, los fosos ignominiosos de las cárceles, las letrinas sofocantes incrustadas de amoníaco.

El tiene la mirada fija en ese oasis raquítico y lo devora con ella. La sangre, que había empezado a gotear de una herida del cuello, se ha detenido, coagulándose. Pero hace frío, un frío atroz. Además se ha echado la niebla, ya no consigue ver bien. Qué raro, niebla en pleno verano. Ver. Ver por lo menos un trozo de eso que los hombres suelen llamar vegetación: la vegetación de su reino, las hierbas, las cañas, los míseros matojos (los bosques, las selvas inmensas, las espesuras de robles y abetos antiguos).

El profesor ha vuelto y se consuela al ver que el perro lobo y los otros dos bribones se alejan asustados. “Menudo es mi Tronk”, piensa con orgullo. “¡Para vencerle a él hace falta mucho más!”. Luego lo ve allí sentado, aparentemente tranquilo y noble.

Hace solo cuatro años era un cachorrillo que miraba amablemente a su alrededor, entonces aún estaba todo por llegar, seguro de que conquistaría el mundo.

Y lo ha conquistado. ¡Miradle ahora, grande y grueso, al perrazo con pecho de toro y boca de bárbaro dios azteca, mirad al inspector general, al coronel de coraceros, a su majestad! Tiene frío y tirita.

—¡Tronk, Tronk! —le llama el profesor.

Por primera vez el perro no responde. Su corazón aún late y se estremece. Pálido, con esa terrible palidez que se apodera de los perros, de los que se piensa equivocadamente que nunca pueden empalidecer, mira hacia abajo, en dirección a la selva virgen, por la que avanzan hacia él, lúgubres, los rinocerontes de la noche.

*FIN*


“Il tiranno malato”,
Corriere della Sera, 1955


Más Cuentos de Dino Buzzati