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El traidor contra su sangre

[Cuento - Texto completo.]

María de Zayas

En tanto que duró la música, que todos escucharon con gran gusto, oyendo en este romance trovados los últimos versos de uno que hizo aquel príncipe del Parnaso, Lope de Vega Carpio, cuya memoria no morirá mientras el mundo no tuviere fin, habían trocado asientos doña Luisa y doña Francisca, su hermana, que era a quien le tocaba el último desengaño de esta segunda noche, no muy segura de salir victoriosa, como las demás; pero viendo era fuerza, se alentó; encomendándose a la ventura, empezó de esta suerte:

—Que los hombres siempre llevan la mira a engañar a las mujeres, no me persuado a creerlo; que algunos habrá que con la primera intención, o aficionados a la hermosura, o rendidos al agrado, o engolosinados de la comodidad, amen, téngolo por certísimo; que se cansan presto, y cansados, o se entibian, o aborrecen y olvidan, es seguro. Mas que hay muchos que engañan, ¿quién lo puede dudar? Pues todas las veces que yo dijere que deseo una cosa, teniéndola, engaño; que lo que poseo no lo puedo desear. ¿Pues cómo el casado, teniendo a su mujer, busca otra? No es respuesta el decir: «Harálo porque es más hermosa, más graciosa o más agradable». Porque le responderé: «Cuando amaste ésa, ¿no la hallaste con todas esas gracias? ¿Sí? Pues mírala siempre con ellas, y será siempre una, y no engañes a otra diciendo que la quieres amar y servir. No amas ni sirves a la que tienes en casa, ¿y lo harás a la que buscas fuera?» Y lo mismo es el galán con la dama. Y de estos engaños que ellos hacen, las mujeres dan la causa, pues los creen. Y así, no [me] maravillo que los hombres las condenen.

No quieren los hombres confesar que engañan, que eso fuera preciarse de un mal oficio; antes, publicando buen trato, culpan a las mujeres de que no le tienen bueno. Y si los apuran, dicen: ¿para qué se dejan ellas engañar? Y tienen razón, que hay mujer que es como el ladrón obstinado, que aunque ve que están ahorcando al compañero, está él hurtando. Ven a las otras lamentarse de engañadas y mal pagadas, y sin tomar escarmiento, se engañan ellas mismas. ¿Por qué yo me he de engañar de cuatro mentiras bien afectadas que me dice el otro, asegurándome que se guardó para mí intacto y puro, sin tener otras ciento, a quien dice otro tanto, y luego me engañó? Bueno está el engaño. Anda, boba, que tú te engañaste; que a los hombres no se les ha de creer si no es cuando dicen: Domine, non sum dignus.

Aficionóse un galán, por las nuevas que había oído, de una dama, o lo fingía (que era lo más seguro). Trató de verla, y ella no lo consintió. Dio en escribirla, y ella, por lo galante, le respondía de lo cendrado, de lo cariñoso, de lo retórico. Y él siempre hacía sus fuerzas por verla. Mas ella lo excusó hasta que el tal hubo de hacer una jornada. Partió con su deseo, prometiéndola correspondencia, porque él amaba, según decía, el alma y no el cuerpo. A dos leguas no se le acordó más del tal amor. Mas ella, que, cuerda, conocía el achaque, no había caminado una, cuando ya le tenía olvidado; porque a la treta armar la contratreta, que de cosario a cosario no hay que temer.

Esto es, señoras mías, no dejarse engañar; y mientras no lo hiciéredes así, os hallaréis a cada paso en las desdichas en que hoy se hallan todas las que tratan de estos misterios, más dolorosos que gozosos. Lo que siento mal de los hombres es el decir mal de ellas, porque si son buenas, no cumplen con las leyes divinas y humanas en culpar al que no tiene culpa; y si son malas, ¿qué es menester decir más mal que el que ellas mismas dicen de sí con sus malas obras? Y con esto ellos mostrarán su nobleza, y ellas su civilidad. Mas ya me parece que no habrá en eso enmienda, y así, tratemos de salir con nuestra intención, que es probar que hay y ha habido muchas buenas, y que han padecido y padecen en la crueldad de los hombres, sin culpa; y dejemos lo demás, porque tengo por sin duda que están ya tan obstinados los ánimos de los hombres contra las mujeres, que ha de ser trabajo sin fruto, porque como no encuentran con las buenas, no se quieren persuadir que las hay, y ésa es su mayor ignorancia, que si las que hallan cada paso y a cada ocasión en las calles, por los prados y ríos, de noche y de día, pidiendo y recibiendo, y muchas dando su opinión a precio del vicio, fueran buenas, no las hallaran. Y crean que esto es lo cierto, y conociendo en la libertad de su trato lo que son, no se quejen, sino vayan con advertimiento que la que busca es, para en pasando aquello que halla, buscará otro tanto, y en dando en buscar, lo irán a buscar a los infiernos, cuando no le hallen en el mundo. Y de las que buscan a todos no esperen sacar más agravios, si lo son; porque yo tengo por seguro que el mayor es el que les hicieren en las bolsas, que los demás no lo son, pues saben que aquél es su oficio. Con esto he dicho lo que siento, y lo diré en mi desengaño en razón de la crueldad de los hombres y inocencia de muchas mujeres que han padecido sin culpa.

No ha mucho más de veinte y seis años que en una ciudad, de las nobles y populosas del Andalucía, que a lo que he podido alcanzar es la insigne de Jaén, vivía un caballero de los nobles y ricos de ella, cuyo nombre es don Pedro, hombre soberbio y de condición cruel. A éste le dio Dios (no sé si para sus desdichas) un hijo y una hija. Y digo que no sé si fue ventura o desgracia el tenerlos, porque cuando los trabajos no se sienten, no son trabajos, que el mal no es mal cuando no se estima por mal; que hay corazones tan duros o tan ignorantes, que de la misma suerte reciben el trabajo que el gusto, y si bien dicen que es valor, yo le tengo por crueldad.

El hijo tenía por nombre don Alonso, y la hija doña Mencía; hermosa es fuerza que lo sea, porque había de ser desgraciada; de más que parece que compadece más la desdicha en la hermosa que en la fea virtuosa; era fuerza siendo noble, amada; ella misma con la afabilidad y noble condición se lo granjearía, deseada y apetecida. ¿Qué mujer rica de naturaleza y fortuna no lo es? Pues parece que por lo admirable de ver juntas en una mujer nobleza, hermosura, riqueza y virtud, no sólo admira, mas es imán que se lleva tras sí las voluntades; y teníalas doña Mencía tan granjeadas, que no sólo en su misma tierra, mas en las apartadas y cercanas tenía su fama jurisdicción, por la cual había muchos que la deseaban por esposa, y se la habían pedido a su padre; mas él, deseoso de que toda la hacienda la gozase don Alonso, teniendo intento de que doña Mencía fuese religiosa, la negaba a todos cuantos le trataban de merecerla dueño.

A quien más apretó el deseo o el amor de doña Mencía fue a un caballero natural de la ciudad de Granada, que asistía en la de Jaén algunos años había, por haberse venido sus padres a vivir a ella, trayéndole muy pequeño. La causa se ignora; sólo se sabía que era abastecido de riqueza, en tanta suma, que siendo su padre de los más poderosos de la ciudad, cualquiera de los caballeros de ella, cuando en don Enrique no hubiera las partes de gala, bizarría y noble condición, por sólo la hacienda tuviera a suerte emparentar con él, y la tenían por muy buena en tenerle por amigo, porque hallaban en su liberalidad muchos desahogos para algunas ocasiones de necesidad, y don Pedro y su hijo la profesaban con él, aunque, como la soberbia de don Pedro predominaba en él más que su nobleza, no hacía dentro de sí mismo la estimación que a don Enrique se le debía, efecto de [[no]] desearle como los demás, para emparentar con él, y esto nacía de saber no sé qué mancha en la sangre de don Enrique, que don Pedro no ignoraba, que a la cuenta era haber sido sus abuelos labradores; falta que, supuesto que se cubría con ser cristianos viejos, y con tanta máquina de hacienda, no fuera mucho disimularla.

Enamorado de la hermosura y contento con la buena fama de doña Mencía, se atrevió don Enrique a pedírsela a su padre y hermano por esposa, que habiéndole respondido que doña Mencía quería ser monja, se halló defraudado de merecerla y desesperado por amarla. Mas como los amantes siempre viven de esperanzas, no la perdió del todo don Enrique, pareciéndole que si llegase a alcanzar lugar en la voluntad de la dama, importaba poco no tener la de su padre; pues, a todo riesgo, como ella quisiese ser su esposa, todo el daño podía resultar en sacarla de su poder, aunque no le diesen dote con ella, pues tenía bastantes bienes para no sentir la falta de que doña Mencía no los tuviese más que los de su belleza y virtud. Y con este pensamiento, se determinó a servir a doña Mencía y granjearla la voluntad, hasta conseguir su deseo y salir con su intención, y para esto granjeó la voluntad de un criado de doña Mencía, que la acompañaba ordinariamente cuando salía fuera, aunque era pocas veces, por la condición escrupulosa de su padre y hermano, los cuales ya la hubieran encerrado en un convento, temerosos de que ella no se casase, viendo que no trataban de casarla, a no haber visto en doña Mencía poca voluntad a tal estado, y aguardaban a que viéndose encerrada y no muy querida de los dos, la obligase el aprieto de sus condiciones a elegir el estado que ellos deseaban darle. Y si bien don Enrique no ignoraba que doña Mencía tenía otros pretensores que, con el mismo intento que él, la solicitaban, fiado en su gentileza y riqueza, y en el ayuda que el criado que había atraído a sí con dádivas le prometía, dio principio a su pretensión con este papel:

«Mi atrevimiento es grande mas no mayor que vuestra hermosura, que con ésa no hay comparación, sino sólo mi amor. Forzado de él, os he pedido a vuestro padre por esposa; mas he sido tan desgraciado, que no le he merecido este bien, diciéndome que os tiene para religiosa. Viéndome morir sin vos me ha parecido que si vuestra voluntad me admite, importa poco que me falte la suya, pues no me hizo el Cielo tan pobre que tenga necesidad de su hacienda. Si acaso por esto desea poneros en el eterno cautiverio de la religión, quitando al mundo el sol de vuestra hermosura, y a mí la dicha de merecerla, mi intento es que seáis mi dueño, aunque sea a disgusto suyo. Ya os he dicho cuanto os puedo decir, y si os pareciere atrevimiento, tomad un espejo y mirad vuestra belleza, y me perdonaréis. Suplícoos, señora mía, por ser ingrata conmigo, no seáis cruel con vos, ni aguardéis a que vuestro padre, quitándoos la libertad, me quite a mí la vida.»

No se descuidó el mensajero en dar el papel a su señora, la cual, habiéndole leído, y considerando cuán tiranamente su padre y hermano, por desposeerla de la hacienda, la querían privar de la libertad, desesperada con la pasión y persuadida del criado, que puso todas las fuerzas en su astucia, diciéndole lo que ganaba en ser esposa de don Enrique, su riqueza y partes, aconsejándola no dejase perder la ventura que le ofrecía el Cielo, diciéndole que si no se casaba así, no esperase serlo de mano de su padre, porque él sabía muy bien su intención, que era quitarla de ocasión en que la hacienda, que toda la quería para su hermano, se desmembrase, y otras cosas a este modo. Pareciéndole a doña Mencía que el yerro de casarse sin gusto de su padre con el tiempo se doraría, agradada de las partes de don Enrique, a quien había visto muchas veces y tenía particular inclinación, y que había de ser (que es lo más cierto), porque aunque se dice que el sabio es dueño de las estrellas, líbrenos Dios de las que inclinan a desgracias, que aunque más se tema y se aparten de ellas, es necesaria mucha atención para que no ejecuten su poder, se rindió al gusto de su amante, al consejo de su criado y, lo más cierto, a su inclinación, y a pensar de esta suerte, al gusto de su padre por ser tan contrario al suyo. De manera que, hallando el amor entradas bastantes en el pecho tierno de la dama, se apoderó de él, empezando desde aquel mismo punto a amar a don Enrique, y a desearle y admitirle [por] esposo, respondiendo el papel tan a gusto de su amante, que desde ese mismo día se juzgo en posesión del bien que deseaba. Pues viéndose favorecido, empezó a galantear y servir a doña Mencía con paseos, si bien recatados, por no alborotar a su padre y hermano; con regalos y joyas, que mostraban su amor y riqueza; con músicas y versos, en que era, si no muy acertado, por lo menos no los pedía prestados a otros. Todo dispuesto por la orden de Gonzalo (que éste era el nombre del criado tercero) de esta voluntad, hablándose algunas noches, después de recogidos todos, por unas rejas bajas que caían a las espaldas de la casa de doña Mencía, y eran de su misma estancia, que por lo menos paseada aquella calle, la tenía su padre en ella; por donde una noche que doña Mencía le escuchaba, cantó don Enrique, al son de un laúd, estas décimas:

De la memoria, los ojos
se quejan y con razón,
porque ella ni el corazón
no gozan de sus enojos.
A la pena dan despojos
los ojos, pues en no ver
con eterno padecer
están; pero la memoria
gozando el bien, está en la gloria,
porque llega a poseer.

Vieron los ojos el bien;
mas la memoria ligera
se le usurpó de manera
que hace que sin él estén.
Ellos vieron y no ven,
ella no vio y el bien tiene,
ella, cuando el bien no viene,
en sí le goza, y los ojos
gozan lágrimas y enojos
hasta que el ver los despene.

La tabla, que al huésped llama,
le aposenta y fuera queda,
son los ojos, sin que pueda
amor reparar su llama.
Es la memoria la cama
en que vos, señora, estáis;
mas si a los ojos no dais
parte del bien, que sois vos,
yo os juro, mi bien, por Dios,
de que un esclavo perdáis.

No hay cosa que satisfaga
al mal que sin veros tienen,
y si los dejáis que penen,
no les dais segura paga.
No permitáis los deshaga
su continuo padecer,
pues supieron escoger
tan divino dueño en vos,
pagad, señora a los dos
lo bien que os saben querer.

Vuestro valor sin segundo
celoso, mi bien, me tiene,
temiendo que habrá quien pene
por vos como yo en el mundo.
Los celos que tengo fundo,
señora, en vuestro valor,
porque, si yo os tuve amor
el día que os llegué a ver,
cualquiera os podrá querer
que os llegue a ver en rigor.

De justicia, amor pudiera
pretender esta victoria;
mas haga misericordia
lo que justicia pudiera.
De que hallaréis quien os quiera,
yo no lo puedo dudar;
pero quien os pueda amar,
dulce dueño, más que yo,
no le hay en el mundo, no,
ni se ha de poder hallar.

Deidad sois, en quien mis ojos
adoran de Dios el ser,
pues que se ve su poder
en tan divinos despojos.
A vuestras plantas, de hinojos,
os ofrezco cuanto soy,
por esclavo vuestro estoy,
en el rostro, señalado;
el alma que ya os he dado
dos mil veces os la doy.

Causó la música (aunque sin ostentación de voces ni instrumentos, más de la que alcanzó del Cielo el que la daba), por novedad, admiración en la vecindad y qué temer a su padre de doña Mencía, que su hermano no estaba en casa, que, como mozo, se recogía tarde, ocupado en sus juegos y galanteos; mas por la primera vez no hizo extremo ninguno, considerando, en medio de su sospechoso recelo, que podía ocasionarla alguna dama de las que había en la vecindad, viendo que su hija parecía vivir descuidada de galanteos y amores. En fin, pasó por esta vez en su duda, porque aunque doña Mencía estaba junto a la reja, no la abrió, oyendo que su padre no dormía; antes muy paso se acostó, y no negoció mal en hacerlo, porque, desde que don Enrique empezó a cantar, estaba don Alonso en la calle, que venía a acostarse; mas como en ninguna ventana de su casa vio gente, aunque enfadado, entrándose en ella, no se dio por entendido de su enfado.

Vínose a eslabonar de suerte la voluntad de don Enrique y doña Mencía, que ayudados de los consejos y solicitudes de Gonzalo, y de una doncella suya, a quien doña Mencía dio parte de su amor, que por la misma reja que se hablaban, delante de los criados se dieron fe y palabra de esposos, con que don Enrique se juzgó dichoso y doña Mencía segura de que su padre la hiciese fuerza para que tomase el estado que deseaba. Si bien, temiendo la dama la ira de su padre, pidió a su amante que por entonces no se hiciese novedad ninguna, hasta ver si su padre mudaba de intención, que se lo concedió bien contra su voluntad, porque como amaba, quisiera verse en la posesión de su amada prenda, siendo imposible por la condición dicha de su padre y hermano, si no era sacándola de su casa: tanta era la custodia con que la tenían. Y aunque causaba algún escándalo, en los vecinos de la misma calle, verlos hablar de noche por la reja, no se atrevían estorbarlo por la soberbia que en padre y hijo conocían, disculpando en parte a la dama por la vida tan estrecha en que la tenían, que apenas salía, sino a misa, y eso acompañándola su padre o su hermano.

Cuando don Enrique se enamoró de doña Mencía, tenía una dama, casada, mas libre y desenvuelta. Y como el verdadero amor no permite en el pecho donde se aposenta compañía, al punto que amó a doña Mencía para hacerla su esposa, se olvidó del de Clavela; en tanto extremo, que ni verla, ni aun pasar por su calle fue posible acabarlo con él. Clavela, sentida del desprecio y de la falta que le hacían las dádivas y regalos de don Enrique, dio en inquirir y saber la causa, sospechando que nuevos empleos le apartaban de ella, y encomendando el averiguarlo a la solicitud de una criada, no le fue dificultoso, porque siguiéndole de día y de noche, vino a saber cómo hablaba con doña Mencía todas las más noches por aquella reja. Y conociendo las partes de la dama, bien conoció que era casamiento, porque por otra vía no se podía entender que caminase aquel amor, y se resolvió a estorbarlo, aunque pusiese a peligro su vida y la de los dos amantes. ¿Qué no intentará una mujer libre y celosa? Pues como tal buscó a don Enrique, viendo que él no la buscaba a ella. Y sobre muchos disgustos que sobre el caso tuvieron, viendo que ni con lágrimas ni ruegos, ni menos con amenazas, le podía volver a su amistad, se determinó a llevarlo por camino más violento, pues aunque don Enrique se lo negó, como ella estaba bien cierta de la verdad, no tuvo atención a más que a vengarse, y la desdicha le dio modo para hacerlo.

Tenía esta dama amistad con unas señoras, madre y hija, de la ciudad, de lo bueno y calificado de ella, aunque en su modo de vida no se portaban con la atención competente a su sangre, porque recibían visitas con gran desdoro de su opinión, en cuya casa entraba familiarmente don Alonso, y aun ellas visitaban algunas veces a su hermana, porque, aunque, por su modo de vida, las más principales de la ciudad se negaban a su casa, no les podían impedir venir a las suyas. En esta casa había visto don Alonso a Clavela, y aun no le había parecido mal, sino que se le había ofrecido por muy suyo, dijo a las dichas señoras la hablasen de su parte.

No ignoraba Clavela ser don Alonso hermano de doña Mencía, y si bien a los principios, creyendo don Enrique volvería a su amistad, se había negado a su pretensión, ya desvalida de todo punto de don Enrique, admitió a don Alonso, no tanto por estar aficionada a él, cuanto por entablar su venganza. Veíase, por causa de su marido, con don Alonso en casa de sus amigas, y un día que todas juntas estaban con don Alonso en conversación, le dijo Clavela que por qué no casaba a su hermana, que si aguardaba a que ella se casase sin su gusto, ni el de su padre.

—No hará Mencía tal —dijo don Alonso—, porque, demás de que su virtud y obediencia la asistían siempre, era muy niña, y aún no había llegado a la imaginación esos deseos, que, a ser de más edad, ya estuviera en religión.

—¡Qué bueno es eso —respondió Clavela— para lo que sé! Bien dicen que el postrero que lo sabe es el ofendido. Pues advierta, don Alonso, que, si no está casada, ya anda en eso. Y dígolo así, porque no es de creer que una dama de la calidad y partes de la señora doña Mencía se atreviera contra su opinión, y la de su padre y hermano, a hablar todas las noches por una reja con don Enrique, si no fuera para casarse.

—Mira lo que dices, Clavela —dijo don Alonso—; que si son celos de don Enrique, porque entra algunas veces en mi casa, bien puedes tenerlos y dármelos a mí, con saber que aún no estás olvidada de esa voluntad; mas no que pongas dolo en el honor de mi hermana, porque desde mi cuarto al suyo hay mucho, y juraré que las veces que don Enrique entra a buscarme a mí, ni ve a mi hermana, ni ella está en tan poca custodia que le vea a él, porque es mi padre quien la vela.

Rióse Clavela y las demás, que ya todas estaban puestas en hacer este mal a doña Mencía, y dijo:

—Ni son celos, ni a mí me importa nada don Enrique, que no es sino sentimiento de que se hable mal en la vecindad y otras partes contra el honor de esta señora. Las músicas, los paseos, el hablar de noche es tan público, que antes dicen que don Alonso y su padre se dan por desentendidos, por casarla sin dote con un hombre tan poderoso como don Enrique. Esto lo saben muy bien estas señoras, y es muy buen modo de tener yo celos, supuesto que si se toma mi voto, le daré ahora, aconsejando que sería mejor casarlos, que no dar motivo a murmuraciones.

La ira de don Alonso con esto que oyó fue tan grande, que apenas acertó a responder, y ciego de enojo, tanto de la liviandad de su hermana, como del atrevimiento de don Enrique, sin poder disimular su pasión, ni las mal aconsejadas mujeres reportarle en ella, pues ellas no pretendían sino incitarle a ella, se despidió y fue a su casa, y apartando a su padre, le dio cuenta de lo que pasaba, y después de varios acuerdos, se determinaron a disimular hasta vengarse, teniendo por afrenta que la sangre de don Enrique se mezclase con la suya.

Mas de un mes se pasó sin tratarse de nada en razón de la venganza, porque como don Pedro era hombre mayor, no quiso hallarse a los riesgos de ella. Y así, habiendo venido la flota donde le traían cantidad de dineros, diciendo que quería hallarse al despacho de ellos en las aduanas de Sevilla, se partió de Jaén, llevando consigo a Gonzalo y otros dos criados que había en casa, no quedándole a don Alonso más que un paje que le acompañaba en este tiempo.

Disimuladamente se había don Alonso enterado del galanteo de su hermana, y vístola por sus ojos hablar con don Enrique, que si bien no se aseguraba mucho de las amenazas que Clavela le había hecho, amaba tanto a doña Mencía, que sin temer riesgos ni peligros, continuaba el verla, pareciéndole que, cuando Clavela intentase hacer algún mal, todo podía parar en sacar la cara y decir que era doña Mencía su mujer, y aun a no impedírselo ella, temerosa de la ira de su padre, ya lo hubiera hecho. En teniendo cartas don Alonso de que su padre había llegado a Sevilla, al punto dio orden de lo que entre ellos había quedado dispuesto.

Mal segura se hallaba doña Mencía y temerosa por ver a su hermano andar muy desabrido con ella, y no queriendo ya aguardar a algún lance peligroso, un día, acabando de comer, viendo a su hermano que se había ido a su cuarto, se entró en aquella cuadra por donde hablaba con don Enrique, cuya reja caía a las espaldas de la casa, que era donde ella se tocaba, por estar detrás de la [[cuadra]] en que tenía su cama, y se puso a escribir un papel a su esposo, pidiéndole se viese aquella noche con ella para disponer sus cosas; que, acabando de escribirla, don Alonso, que no se descuidaba y había estado acechando lo que hacía, habiendo enviado al paje de propósito fuera, y dejando encerradas en su mismo cuarto dos doncellas y una criada de cocina que había, amenazándolas con la muerte si chistaban, entró en el aposento de su hermana tan paso, que sin poder prevenir guardar el papel, la cogió cerrándole; y como se le quitó y le leyó, aunque la triste dama quiso disculparse, no bastó ninguna cosa que en abono suyo intentase decir.

Salióse don Alonso fuera, y cerrándola con llave, se salió a la puerta de la calle, donde se estuvo hasta que vio pasar un clérigo, al cual llamó, diciendo entrase a confesar una mujer que estaba en grande peligro de muerte. Hízolo así el sacerdote, y entrando dentro y don Alonso con él, harto espantado de no ver en toda la casa persona. Llegaron al retrete y abriendo don Alonso la puerta, le dijo que entrase y confesase aquella mujer que estaba allí, porque al punto había de morir. Asustóse el sacerdote y díjole que por qué causa quería hacer crueldad semejante.

—Padre —respondió don Alonso—, eso no le toca a vuestra merced, ni a mí el darle cuenta, porque la tengo de matar. Confesarla es lo que le piden, y si no lo quiere hacer, váyase con Dios, que sin confesar la mataré.

Viendo, pues, el clérigo la determinación de don Alonso, entró y confesó a doña Mencía, la cual, con muchas lágrimas lo hizo, deteniendo al clérigo, por entretener algún poco más la vida, como le contó el mismo después. Acabada de confesar la dama, el sacerdote salió, y con palabras muy cuerdas y cristianas quiso reducir a don Alonso, diciéndole que mirase que aquella señora no debía aquella muerte, por cuanto su delito no pasaba a ofensa, supuesto que no era más de deseo de casarse, sin haber habido agravio ninguno de por medio; que temiese la ofensa de Dios y su castigo.

—Bien estoy con eso, padre —respondió el airado mozo—. Yo sé lo que tengo de hacer, y nunca dé consejos a quien no se los pide. Lo que yo le pido es que en estos ocho días no diga a nadie esto que aquí ha visto; porque si lo contrario hace, le he de hacer menudas piezas.

Temió tanto el clérigo, que, no dudando estaba tan en peligro como la dama, habiéndoselo prometido, no vio la hora de verse fuera de aquella casa; y aun después no acababa de asegurarse estaba en salvo, por lo cual no se atrevió a dar cuenta del caso, hasta que estuvo público.

Ido el sacerdote, don Alonso tornó a entrar donde estaba la desdichada dama, y dándola tantas puñaladas cuantas bastaron a privarla de la vida, se salió, y cerrando el retrete, se dejó la llave en la misma puerta, y luego aguardando a que viniese el paje, le dio el papel de doña Mencía, y le mandó se le llevase a don Enrique, diciéndole que dijese que se le había dado su señora, y que luego le fuese a buscar en casa de aquellas señoras donde solía ir, y que le aguardase allí hasta que él fuese. Con esto, cerrando la puerta de la calle, se fue en casa de un amigo, que debía de ser de las mismas mañas que él, a quien pidió le acompañase aquella noche en un caso que se le había ofrecido, y hallando en él el ayuda que buscaba, se estuvo en la misma casa del amigo, retirado hasta que fuese hora de ir a él. Dio el papel de doña Mencía a don Enrique el paje, y habiéndole respondido de palabra dijese a su señora haría lo que le mandaba, se fue donde su amo le había dicho le esperase.

Mucho extrañó don Enrique el llevarle el paje de don Alonso, porque de que se había ido Gonzalo a Sevilla, doña Mencía no le escribía sino con una criada, y a no conocer la letra de la dama, casi le pusiera en confusión de algún engaño; mas pensó que alguna gran novedad debía de haber, pues le escribía con diferente mensajero, y no veía la hora de ir a saberla; que como vio que habían dado las once, que era en la que la dama le hablaba, por ser en la que su casa estaba sosegada, solo, porque siempre iba así, aunque apercibido de armas bastantes, se fue a la calle de su dama, y llegando a la reja, la vio cerrada, porque don Alonso la había dejado así, y haciendo la seña por donde se entendían, como vio que ni a una vez, ni a dos, ni a tres salía, se llegó a la reja y paso tocó en ella, y apenas puso en ella la mano, cuando las puertas se abrieron con grandísimo estruendo, y alborotado con él, miró por ver que en el pequeño retrete había gran claridad, no de hachas ni bujías, sino una luz que sólo alumbraba en la parte de adentro, sin que tocase a la de afuera. Y más admirado que antes, miró a ver de qué salía la luz, y vio al resplandor de ella a la hermosa dama tendida en el estrado, mal compuesta, bañada en sangre, que con estar muerta desde mediodía, corría entonces de las heridas, como si se las acabaran de dar, y junto a ella un lago del sangriento humor.

A vista tan lastimosa, quedó don Enrique casi sin pulsos; que a su parecer juzgó que ya el alma se le apartaba del cuerpo, sin tener valor para apartarse, ni allegarse, porque todo el cuerpo le temblaba como si tuviera un gran accidente de cuartana. Y más fue cuando oyó que de donde estaba el sangriento cadáver salía una voz muy débil y delicada, que le dijo:

—Ya, esposo, no tienes que buscarme en este mundo, porque ha más de nueve horas que estoy fuera de él, porque aquí no está más de este triste cuerpo, sin alma, de la suerte que le miras. Por tu causa me han muerto; mas no quiero que tú mueras por la mía, que quiero me debas esta fineza. Y así, te aviso que te pongas en salvo y mires por tu vida, que estás en muy grande peligro, y quédate a Dios para siempre.

Y acabando de decir esto, se tornaron las puertas de las ventanas a cerrar con el mismo ruido que cuando se abrieron.

Quedó de lo que había oído, sobre lo que había visto, tal don Enrique, casi tan difunto como su mal lograda esposa, faltándole de todo punto el ánimo y el valor, y no es maravilla, pues por una parte el dolor, y por otra el temor, le dejaron poco menos que mortal; tanto, que ni moverse de allí, ni aun alentarle era posible. Ya cuando esto sucedió, don Alonso y su amigo estaban en la calle, aunque ni sintieron el ruido, ni vieron abrir la ventana; mas seguros de que era don Enrique, pensando, como le veían parado, que estaba aguardando que le abriesen, el uno por la una parte, y el otro por la otra, le vinieron cercando, y cogido en medio, sin poder el pobre caballero defenderse, con la turbación que tenía, aunque vio acometerse, ni se pudo aprovechar de una pistola que traía, ni meter mano a la espada; de dos estocadas que a un tiempo le dieron, le tendieron en el suelo, y, caído, le dieron veinte y dos puñaladas, y dejándole casi muerto, se pusieron en fuga, porque a las voces que dio pidiendo confesión, empezó a salir gente y sacar luces. En fin, huyeron; don Alonso se fue en casa de las ya dichas, y el amigo, a un convento. La gente que se juntó llegaron a don Enrique, y le hallaron sin sentido, y estando trazando el llevarle a su casa, porque de todos era bien conocido, llegó la justicia, y haciendo su oficio, no pudieron averiguar más de que a las voces que aquel caballero había dado pidiendo confesión, habían salido y halládole en el estado que le veían. Mirándole y revolviéndole, conocieron que no estaba muerto. En fin, le llevaron a su casa, dando con su vista la pena a sus padres, que era razón tener quien no tenía otro, y llamando quien le tomase la sangre, le desnudaron y pusieron en la cama, donde estuvo así hasta la mañana, que volvió en sí, permitiéndolo Dios para que se supiese el lastimoso fin de doña Mencía; porque aunque la justicia, habiendo llamado a las puertas de don Pedro, y no respondiendo nadie, admirados de ver tanto silencio como en la casa había, quisieron romper las puertas, mas lo suspendieron hasta que don Enrique, si volvía, diese su declaración; porque como don Pedro era tan principal y poderoso, todos le guardaban en la ciudad su debido respeto.

Vuelto en sí don Enrique, y dádole una sustancia, cobrando algo del ánimo perdido, pidió que juntamente le llamasen el confesor y al Corregidor, y venidos delante del que le había de confesar, contó al Corregidor lo que aquella noche le había sucedido, pidiendo se fuese a casa de don Pedro, y rompiendo, si no abrían, la puerta, viesen si había sido verdad o alguna ilusión fantástica; si bien por aquel papel que de su esposa había recibido y las heridas que le habían dado, lo tenía por verdad. Y luego, mientras el Corregidor fue a averiguar el caso, admirado de lo que contaba el herido, se confesó y recibió el Santísimo, porque los cirujanos le hallaban muy de peligro.

El Corregidor y sus ministros fueron a casa de don Pedro, y llamando, mas como no respondiese nadie, derribaron la puerta, y entrando, no hallaron a nadie, y yendo de una sala en otra, hasta llegar al retrete, que como he dicho estaba la llave en la puerta, y abriendo, hallaron a la hermosa y desdichada doña Mencía de la misma suerte que decía don Enrique haberla visto: las heridas y sangre que de ellas corría, como si entonces se acabaran de dar. Junto a ella estaba un bufetillo, con recado de escribir, y en unos pliegos de papel que había encima, estaba escrito: «Yo la quité la vida, porque no mezclara mi noble sangre con la de un villano. —Don Alonso.»

Visto esto, anduvieron toda la casa, por ver si había alguna gente, y en un aposento, el último de otro cuarto que estaba enfrente del que acababan de mirar y donde estaba la difunta dama, oyeron dar gritos, y abriendo con la llave que asimismo estaba en la cerradura, hallaron las dos doncellas y la criada de doña Mencía, de quien no pudieron saber más de que don Alonso, el día antes, habiéndolas llamado, las había encerrado allí, amenazándolas que, si daban voces, las había de matar. Diose orden de depositar el cuerpo de doña Mencía en la parroquia, hasta que se determinase otra cosa, y haciendo la justicia sus embargos, como de oficio le tocaba, llamaron a don Alonso a pregones, avisando a Sevilla para que prendiesen a don Pedro; mas él, probando la cuartada, presto le dieron por libre, y tomando por excusa no ver la parte en que había sucedido el fracaso de su amada hija, se quedó a vivir en Sevilla.

Divulgóse por la ciudad el suceso, y así, acudió el clérigo que había confesado a doña Mencía a contar lo que le había sucedido. Don Enrique llegó muy al cabo; mas Dios, por intercesión de su Madre Santísima, a quien prometió, si le daba vida, ser religioso, se la otorgó, y así lo hizo, que se entró fraile en un convento del seráfico padre san Francisco, y con mucha parte de su hacienda labró el convento, que era pobre, y una capilla con una aseada bóveda, donde pasó el cuerpo de su esposa, habiendo muchos testigos que se hallaron a verle pasar, que, con haber pasado un año que duró la obra, estaban las heridas corriendo sangre como el mismo día que la mataron, y ella tan hermosa, que parecía no haber tenido jurisdicción la muerte en su hermosura.

Don Alonso, habiendo estado ocho días él y su paje escondidos en casa de aquellas damas, con Clavela, al cabo de ellos, como estaba bien proveído de joyas y dineros, que antes de salir de su casa había tomado, dejando el paje durmiendo, se partió una noche la vuelta de Sevilla, para despedirse de su padre y caminar a Barcelona, donde tenía determinación embarcarse para pasar a Italia. El paje, cuando despertó y supo que su amo le había dejado, se salió del encierro, contando por la ciudad cómo su amo había estado en aquella casa ocho días, y cómo los había oído hablar de la muerte de su señora y heridas de don Enrique, por lo cual las tales damas estuvieron presas y a pique de darlas tormento; mas donde hay dineros, todo se negocia bien. El amigo de don Alonso, como contra él no había indicio ninguno, por estar el secreto entre los dos, en viendo sosegados estos alborotos, se paseó.

Don Alonso estuvo con su padre en Sevilla solos dos días, porque como sabía que estaba llamado a pregones y sentenciado en ausencia a cortar la cabeza, no paró allí más; antes se partió para Barcelona donde se embarcó, y con próspero viaje llegó a la ciudad de Nápoles, donde asentó plaza de soldado, por no dar qué decir de que estaba allí sin ocupación ninguna, y socorrido largamente de su padre, pasaba una vida ociosa jugando y visitando damas. Ayudóle a darse tanto al vicio tomar amistad con un jenízaro, hijo de español y napolitana, hombre perdido y vicioso, tanto de glotonerías como en lo demás. Y como don Alonso tenía dineros, hallábase bien con él, ganándole la voluntad con lisonjas. Este era «clérigo salvaje», y, porque no se extrañe este nombre, digo que hay en Italia unos hombres que, sin letras ni órdenes, tienen renta por la Iglesia, sólo con andar vestidos de clérigos, y llámanlos «prevetes salvajes», y así lo era Marco Antonio (que éste era su nombre).

En teniendo aviso don Pedro de que su hijo estaba en Nápoles y tenía asentada plaza, le diligenció muchas cartas de favor, por las cuales el excelentísimo señor conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, que era virrey en aquel reino, le dio una bandera, con lo cual estaba don Alonso tan contento y olvidado de la justicia divina y de la inocente sangre de su hermana, que había derramado tan sin causa, como se ha visto, que dio en enamorarse, cosa que hasta entonces no había hecho: aunque había tenido amistad con Clavela, más había sido apetito que amor, y aun en esta ocasión lo pudiera excusar.

Estaba en la ciudad un caballero entretenido, como hay en ella muchos, cuyo nombre es don Fernando de Añasco, español y caballero de calidad, y que había sido capitán de infantería. Éste tuvo un hijo que casó allí con una señora de prendas, aunque no muy rica, y dejándola cinco hijas, murió; que, visto por don Fernando que la nuera y nietas estaban necesitadas, las trujo a su casa. Las dos mayores se entraron religiosas en el convento de la Concepción, de la misma ciudad, porque, estando velando juntas una noche, cayó entre las dos un rayo, y no las hizo mal, y ellas, asombradas de esto, no quisieron estar más en el siglo. Las otras dos casaron por su hermosura, sin dote, con dos capitanes.

Quedó la menor, y más hermosa, llamada doña Ana, y tan niña, que apenas llegaba a quince años. Mas como su madre y abuelo habían gastado tanto con las dos monjas, no tenían qué darla, ni aun para traerla, sino con un moderado aseo, y con todo eso, salía tanto su belleza, que ninguna de la ciudad (con haber muchas) no la igualaba, y ella pasaba a todas; mas no le había llegado su ventura como a sus hermanas, porque la estaba aguardando su desventura.

Viola don Alonso y enamoróse de ella, y, enamorado, dio en galantearla con las tretas que todos los hombres galantean, o, por mejor decir, engañan; que este arancel todos le saben de memoria. ¡Ay de aquellas que los creen! ¡Y ay de doña Ana, que se dejó ver de don Alonso, que se fue para ella amante, sino el hado fatal que le ocasionó su desgracia! Noble, honesta, recogida y hermosa era doña Ana. Mas ¿qué le sirvió, si nació desgraciada? Hacíale, como dicen, rostro, lo uno, porque ya sabía quién era y su rico mayorazgo después de la vida de su padre; lo otro, porque, cuanto al talle, bien merecía ser querido, y quiso probar la suerte, por ver si acertaba, como sus hermanas, mas no porque se alargase más en los favores que le hacía, que a dejarse ver en la ventana y oír con gusto alguna música que le daba, que en esto aún con más extremos se adelantan en Italia que en otras partes, porque son todos muy inclinados a ella.

Diole una don Alonso, una noche, cantando él mismo a una vihuela este romance, tomando por asunto no haber ido doña Ana a un jardín, por llover mucho, donde habían de ir a holgarse su madre y hermanas con otras amigas, que, como don Alonso estaba enamorado, siempre andaba inquiriendo las salidas de la dama, por mostrar su cuidado en ellas, y esto se lo había dicho un criado de su casa. En fin, el romance era este:

Llorad, ojos, pues las nubes
han hecho conjuración
por quitar que no gocéis
los rayos de vuestro sol.

Si para los desdichados
hasta la muerte faltó,
¿cómo queréis ver la vida,
pues tan desdichados sois?

Esclavos sois de buen dueño;
no os quejaréis, que no os dio
todo cuanto pudo daros
la fortuna de favor.

Sólo con este consuelo
vivo alegre en mi pasión;
que es gloria por tal belleza
pasar penas y dolor.

Detened, nubes, el agua,
pues con mis ojos les doy
bastante censo a los ríos,
que ya por mí mares son.

Y tú, Anarda de mi vida,
no te dé agua el temor;
más agua vierten mis ojos,
y con más justa razón,

En el fuego que me abraso,
como la fragua es amor;
con agua nunca se apaga,
antes crece su ardor.

Muerto de mis propias penas,
y en ellas penando estoy;
que es purgatorio tu ausencia;
tu vista, gloria mayor.

En el infierno, las almas
penan, que los cuerpos no;
aquí penan alma y cuerpo
juntos por una razón.

¿Cuándo en la gloria de verte
se acabará mi dolor?
¿Y cuándo he de verte mía,
que es el premio de mi amor?

Ya la esperanza me alienta,
ya me desmaya el temor,
ya fío en tu cortesía,
y ya temo tu rigor.

Mas en mirando estas nubes
me falta todo el valor,
que hasta las nubes persiguen
los que desdichados son.

Sal a alumbrarme, sol,
que se me anega el alma de dolor.

Con estos y otros engaños (que así los quiero llamar) andaba don Alonso solicitando la tierna y descuidada corderilla, hasta cogerla para llevarla al matadero, no acordándose de que había traído al mismo a la hermosa doña Mencía, su hermana, y se le pasaron, en solicitudes amorosas, muchos días, que, como con ellas no granjeaba más favores de los ya dichos, andaba desesperado, de lo cual su amigo Marco Antonio había estado ignorante, hasta ya a los últimos días, que viéndole melancólico y desesperado, le dijo:

—Cierto, don Alonso, que aunque pudiera quejarme de vuestra amistad, no teniéndola por muy segura, pues encubrís de mí vuestra pasión amorosa, dando lugar a que la sepa de otra parte y no de vuestra boca, no me quiero sentir agraviado de ello, antes compadecido de vuestra pena, me quiero ofrecer para el remedio de ella; que tengo por seguro no habrá en todo el reino de Nápoles quien mejor que yo os dé la prenda que deseáis. Mas he de menester saber qué intento es el vuestro en este galanteo de doña Ana de Añasco; porque si la pretendéis menos que para esposa, os certifico que perdéis tiempo, porque en doña Ana hay más partes de las que admiráis en su hermosura, pues demás de ser muy virtuosa y honesta, en calidad no os debe nada, porque su padre tuvo el hábito de Santiago por claro timbre de su nobleza. No es ella rica, que la fortuna hace esos desaciertos: a quien no las merece, da muchas prosperidades, negándoselas a los que con justa causa debían darse. De modo que, si la amáis para dama, os aconsejo os apartéis de esa locura, porque no sacaréis de ella, al cabo de muchos, más que habéis sacado hasta hoy. Y si la deseáis esposa, que lo cierto es que os merece tal, dejadme a mí el cargo, que antes de seis días la tendréis en vuestro poder.

—No me tengáis, amigo Marco Antonio —respondió don Alonso—, por tan ignorante, que había de pretender a doña Ana para menos que mi esposa; que no ignoro que de otra suerte no he de ser admitido. Y si bien pudiera retirarme de este pensamiento la poca hacienda que tiene, que de todo estoy bien informado, no reparo en eso, aunque la condición avarienta de mi padre me pudiera dar temor, pues yo tengo bienes, gracias al Cielo, para los dos, y mi padre no tiene otro hijo sino a mí. Su hermosura y nobleza, junto con su virtud, es lo que yo en doña Ana estimo. Y así, perdiendo el enojo de no haberos dado parte de este amor desde el principio, os suplico, pues aseguráis que tenéis poder para ello, que me hagáis dueño de tal belleza, que con eso me juzgaré dichosísimo.

Prometióselo Marco Antonio, y tomando la mano en ello, lo supo negociar tan bien, dándole a entender a don Fernando lo que granjeaba en tener por yerno a don Alonso, contándole cuán gran caballero y rico era don Alonso, que antes de un mes estaba desposado con doña Ana, tan contenta ella y su madre y abuelo con el venturoso acierto, que les parecía tenían toda la ventura del mundo por suya.

Había poco que don Pedro había enviado a su hijo letras de cantidad, con que él puso su casa, que fue en la misma de don Fernando, eligiendo don Alonso para sí un cuarto enfrente del suyo, que no tenía más división que un corredor. Sacó galas a doña Ana, con que lucía más su hermosura, mostrando don Alonso el primer año en su alegría su acierto. A los nueve meses le dio el cielo un hijo, que llamaron como a su abuelo paterno, don Pedro, el cual, doña Ana, muy madre, quiso criar a sus pechos. Bien quisiera don Alonso que no supiera su padre que se había casado, temeroso de lo mal que lo había de recibir, y por no perder el socorro que todos los más ordinarios le enviaba; mas como nunca falta quien por meterse en duelos ajenos, haga más mal que bien, se lo escribieron a su padre, el cual, como lo supo, loco de enojo, le escribió una carta muy pesada, diciéndole en ella que ni se nombrase su hijo, ni le tuviese por padre, pues cuando entendió que le diera por nuera una gran señora de aquel reino, que engrandeciera su casa de calidad y riqueza, añadiendo renta a su renta, se había casado con una pobre mujer, que antes servía de afrenta a su linaje que de honor, y que si le tuviera presente, hiciera de él lo que él había hecho de su hermana; mas pues estaba tan contento con su bella esposa, que sin comer se podría pasar, o que lo ganase como quisiese, que no le pensaba enviar un maravedí, antes pensaba dar tan buen cabo de su hacienda, que cuando él muriese no hallase ni aun sombra de ella; que más quería jugarla a las pintas, que no que la gozase la señora doña Ana de Añasco.

Mucho sintió don Alonso el enojo de su padre, y fue de modo que bastó a templarle el amor, de suerte que lo que hasta allí no le había sucedido, que era arrepentirse de haberse casado, en un instante le llegó el arrepentimiento, y se le empezó a sentir en el desagrado con que trataba a su esposa. No sabía doña Ana la causa de ver tal novedad en su esposo, y lloraba sus despegos bien lastimosamente; mas al fin lo supo, porque vencido don Alonso de sus importunaciones, le enseñó la carta de su padre; pues como se quitó la máscara y vio que ya doña Ana lo sabía, lo que antes eran despegos se convirtió en aborrecimiento. Le daba a cada paso en la cara con su pobreza, y más fue cuando, gastado el dinero que tenía, empezó a dar tras las galas de su esposa, vendiendo unas para el sustento y jugando otras. Vino a tal estado la miseria, que despidiendo las criadas, se humilló a servir su casa, si tal vez la criada de su madre la excusaba con acudir a servirla, y lo peor de todo era que muchos días no comiera, si no la socorrieran su madre y abuelo.

Con estas cosas se remató don Alonso, de suerte que no había cosa más aborrecida de él que la hermosa dama, y de aborrecerla nació el desear verse sin ella, creyendo que así tornaría a la amistad y gracia de su padre, y luego con los buenos consejos de su amigo Marco Antonio, se resolvió a salir de todo de una vez, y concertando los dos cómo había de ser, lo dilataron hasta la partida del excelentísimo señor conde de Lemos, que ya se trataba su vuelta a España, quedando en su lugar, hasta que de Sicilia viniese el señor duque de Osuna, el señor don Francisco de Castro, conde de Castro y duque de Taurisano. ¡Ah, mozo mal aconsejado, y cómo la sangre de tu hermana clama contra ti y, no harto de ella, quieres verter la de tu inocente esposa!

Llegóse el plazo, y más apriesa el que ha de ser más desgraciado, y como la embarcación había de ser de noche, fue don Alonso a su casa con su amigo, y díjole a doña Ana, que acababa de dormir a su niño y le había echado en la cama, que viniese y vería embarcar al virrey, que antes que el niño despertase se volverían. Parecióle a doña Ana que era nuevo favor, en medio de tantos disgustos como con ella tenía, y así, cerrando la puerta del cuarto, y echándose la llave en la manga, para cuando volviese no desasosegar a su madre ni abuelo, llegó a su cuarto, diciéndoles dejasen la puerta de la calle abierta, porque iba con don Alonso y Marco Antonio a ver embarcar al virrey, [y] se fue con ellos.

Acabado doña Ana de salir, le dijo la criada a su madre:

—¿Por qué, señora, deja vuestra señoría ir a mi señora doña Ana de noche fuera, no usándose en esta tierra salir así las señoras?

A lo que respondió:

—Amiga con su marido va. ¿Ahí qué hay que temer que nadie lo murmure?

Con esto, habiéndose recogido, se acostaron, bien inocentes y descuidados del mal que había de suceder.

Llegó doña Ana a la marina, acompañada de sus dos enemigos, y habiendo estado en ella hasta las diez, embarcado ya el virrey y partidas las galeras, aunque no todas, que algunas quedaban para la demás gente, ya que se quería volver a su casa con muy grandísimo cuidado de su niño, les rogó, a ella y a don Alonso, Marco Antonio llegasen a su posada a tomar un refresco, que aunque lo excusaron, doña Ana con su cuidado y don Alonso con su falsedad, como después se supo de él y Marco Antonio, lo hubo de aceptar. En fin, fueron, y llegando a ella, abriéndoles la puerta una criada de Marco Antonio, ya mujer mayor, se entraron a un jardinico, donde estaba puesta la mesa, y en ella una empanada y otras cosas. Sentáronse a ella, y repartiendo Marco Antonio, dio al ama su parte, y le dijo pusiese allí lo que era menester y se fuese a su aposento, y cenase y se acostase, que él cerraría la puerta y se llevaría la llave, para que cuando volviese de acompañar aquellos señores, pudiese entrar a acostarse.

Hecho como él lo ordenó, y recogida el ama, estando la descuidada doña Ana comiendo de la empanada, fingiendo don Alonso levantarse por algo que le faltaba, se llegó por detrás, y con un cuchillón grande que él traía apercibido, y aquel día había hecho amolar, le dio en la garganta tan cruel golpe, que le derribó la cabeza sobre la misma mesa.

Hecho el sacrificio, la echaron en un pozo que había en el mismo jardín, y el cuchillo con ella, y tomando la cabeza, se salieron, y cerrando la puerta, echaron la llave por debajo. Se fueron a la marina, y en una cueva que estaba en ella, haciendo un hoyo, la metieron, y al punto se embarcaron en una galera que iba apriesa, en seguimiento del virrey. (Vayan, que la justicia de Dios va tras ellos.)

Como pasó la media noche, el niño que doña Ana había dejado dormido, despertó, que ya tenía un año, y como se halló sin el abrigo y cariño de su madre, empezó a llorar, a cuyo llanto despertó su abuela; mas, no pudiéndose persuadir que su madre no estaba ya con él, juzgando que el sueño la tenía rendida, decía entre sí: «¡Válgame Dios, tan dormida está doña Ana, que no siente llorar su hijo!» Calló el niño un rato, con lo que la buena señora se volvió a dormir, y cuando empezó a amanecer, despertó bien alborotada a los gritos que el niño daba, y levantándose, se vistió y salió a ver qué era la causa de estar su nieto tan sin sosiego. Mas como llamando muy recio, no le respondieron, casi sospechando el mal sucedido, llamando a don Fernando y a un criado, abrieron la puerta y entraron, que como no hallasen más que el angelito sólo, no sintiendo bien del caso, la señora tomó el nieto, y llamando una vecina, que le diese de mamar, le aquietó y adormeció. En tanto, se vistió don Fernando, saliendo fuera para hacer diligencia por saber de don Alonso; mas todos decían no haberle visto.

En tanto que esto pasaba en casa de doña Ana, en la de Marco Antonio había otra tragedia, y fue que el ama se levantó, y como fuese adonde su amo dormía, mas aunque no le halló, no hizo novedad de ello, porque otras veces se quedaba fuera; mas hízola cuando salió al jardín y vio la mesa puesta, toda llena de sangre, y también la silla en que se había sentado aquella mujer, que si bien conocía a don Alonso, por ser amigo de su amo, no sabía que fuese casado, ni conocía a su esposa, y no bien contenta de ver tales señales, quitó la mesa, y saliendo fuera halló la llave. En fin, tomó un caldero, y empezó a entrarle en el pozo para sacar agua para regar la casa. Aún no había entrado la mitad de la soga, cuando el caldero se detuvo en el mal logrado cuerpo, que se había quedado atravesado en lo angosto del pozo y no había llegado al agua. Porfiando, pues, para que entrase, y siendo imposible, sacóle fuera y encendió un candil, y le ató en la soga, y como le bajó, miró qué era lo que no dejaba pasar el caldero; bien medrosa vio el bulto, que aunque le pareció de persona, no pudo apercibir quién fuese. Con grandísimo susto, soltó la soga y fue corriendo a la calle, dando descompasados gritos, a los cuales acudió la vecindad y la gente que pasaba, y buscando quien bajase abajo, sacaron el triste cuerpo sin cabeza.

Tenía vestido un faldellín francés con su justillo de damasco verde, con pasamanos de plata, que como era verano, no había salido con otro arreo, y un rebociño negro que llevaba cubierto, unas medias de seda nacarada, con el zapatillo negro que apenas era de seis puntos. Conoció el ama, por los vestidos, era la mujer que había visto cenar con su amo y don Alonso, mas no supo decir quién era. Avisaron a la justicia, que, venida, prendieron a la ama hasta hallar más noticia del caso, y secrestando los bienes de Marco Antonio, que no debían de ser muchos, llevaron el cuerpo a la plaza de Palacio, para ver si había alguno que le conociese, habiendo mirado primero en el pozo si estaba la cabeza, mas no hallaron más del cuchillo.

Llegados con el cuerpo de doña Ana a la dicha plaza, y poniéndole en medio de ella, en unas andas, acudieron todos los soldados a ver el cuerpo, y entre los demás, don Fernando de Añasco, que al punto conoció a su nieta, y dando una gran voz dijo:

—¡Ay, hija mía, y cómo ha mucho días que me decía el corazón este desastrado suceso, y no le quería creer!

Hízolo llevar a su casa, donde no hay que decir cómo le recibiría su madre. Los oyentes lo juzguen, que yo no me atrevo a contarlo. Fuese a pedir justicia el virrey, el cual, lastimado de sus lágrimas, despachó tras las galeras en un barcón grande, una escuadra de soldados, y por cabo al sargento don Antonio de Lerma, con cartas pidiendo al marqués de Santa Cruz, como general de las galeras, los reos, si bien esto no pudo ser tan breve que no pasaron cinco o seis días, en los cuales se hicieron diligencias buscando la cabeza de doña Ana, mas no pareció. Al fin, dieron al cuerpo, sin ella, sepultura, dejando en su abuelo, madre y hermanas gran dolor de su muerte, y aun en cuantos la conocían.

Partidos los soldados, y con ellos un sobrino de don Fernando, por priesa que dieron en la navegación, no alcanzaron las galeras hasta Génova, donde, cuando llegaron, había sucedido un caso en que se vio que ya Dios, ofendido y cansado de aguardar tan enormes delitos, como don Alonso cometía, para que pagase con su sangre culpada la inocente que había derramado en las muertes de su hermana y esposa; y fue que, habiendo dado fondo las galeras en el puerto, salieron de ellas todos o los más que iban embarcados, por descansar en tierra de las fatigas de la mar, sabiendo que habían de estar allí tres o cuatro días, y con los demás, don Alonso y su mal amigo Marco Antonio. Llegaron a comprar unas medias de seda en casa de un mercader, y habiéndoles sacado el dicho una caja en que había muchos pares de todas colores, para que escogiesen, don Alonso, persuadido del demonio, o que Dios lo permitió así, escondió unas azules y el amigo otras leonadas, que como el mercader las echó menos, apellidándolos ladrones, llamando amigos y criados, asió de ellos, sacándoselas a vista de todos, y no contento con esto, llamó la justicia, que los llevó a la cárcel, haciéndoles causa de ladrones. Y si bien don Alonso y Marco Antonio se defendieran y no se dejaran prender, no llevaban armas, que en Génova no las trae ninguno, ni dejan pasar a nadie en la puerta con ellas, y así, habían dejado las suyas donde las dejaban los demás, sin valerles el ser soldados. Y así, los llevaron a la cárcel, donde estaban cuando llegaron los que iban por ellos, y dando las cartas al marqués de Santa Cruz, mandó se buscasen y los entregasen a quien venía por ellos, que siendo buscados en la cárcel, los sacaron y entregaron, y volvieron con ellos a Nápoles, y apenas les tomaron la confesión, cuando dijeron lo que sabían y más de lo que les preguntaron, diciendo don Alonso que ya era tiempo de pagar con la vida, no sólo la muerte de su esposa, mas también la de su hermana, y que así había permitido Dios que hiciese en Génova aquel delito, para que pagase lo uno y lo otro; mas que no le perdonase Dios si él tuviera ánimo para matar a doña Ana, si Marco Antonio, su amigo, no le persuadiera a ello, diciéndole que con eso quitaría el enojo a su padre, y que él le había dado el modo y dispuesto el caso. Y que haberse dejado vencer de su consejo era permisión divina, para que pagase por lo uno y lo otro. Dijo más, que había más de dos meses que, apenas se dormía, cuando le parecía ver a su hermana que le amenazaba con un cuchillo.

Sentenciáronle a degollar, y a Marco Antonio, ahorcar, y otro día salieron a morir. Iba don Alonso, cuando salió, ya tan desmayado, que casi no se podía tener en la mula, y fue fuerza que se pusiese cerca quien le tuviese. Y viéndole así Marco Antonio, dando una voz grande, le dijo:

—¿Qué es esto, señor don Alonso: tuvisteis ánimo para matar, y no le tenéis para morir?

A lo que respondió don Alonso:

—¡Ay, Marco Antonio, y como que si supiera qué era morir, no matara!

En llegando el cadalso, pidió por merced a la justicia se suspendiese la ejecución de su muerte por un poco de tiempo, y diciendo dónde estaba la cabeza de doña Ana enterrada, suplicó que fuesen por ella, como se hizo, sacándola tan fresca y hermosa como si no hubiera seis meses que estaba debajo de tierra. Lleváronsela, y tomándola en la mano, llorando, dijo:

—Ya, doña Ana, pago con una vida culpada la que te quité sin culpa. No te puedo dar más satisfacción de la que te doy.

Y diciendo esto, se quedó desmayado, en que se conoció que no la quería mal, sino que los despegos de su padre y consejos de Marco Antonio fueron causa de que la quitase la vida. En fin, don Alonso satisfizo con una muerte dos muertes, y con una vida dos vidas. Murió también Marco Antonio tan desahogadamente (si se puede decir de quien moría ahorcado), que como estaba en la plaza y no entendió qué había pedido don Alonso, cuando mandó ir por la cabeza de doña Ana, preguntó que a qué se aguardaba, y diciéndoselo, respondió:

—Buen despacho tiene mi amigo. Ya no falta sino que envíe también por la de su hermana a Jaén. Acabemos, señores, que no tengo condición para aguardar, y hasta morir quiero que sea sin dilación.

Fueron estas nuevas a Sevilla, a su padre, y cuando llegaron las cartas, estaba jugando con otros amigos, y acabando de leerlas, tomó los naipes, y barajándolos, dio cartas a los demás, y las tomó para sí; y poniéndose muy despacio a brujulearlas, dijo:

—Más quiero tener un hijo degollado que mal casado.

Y se volvió a jugar, como si tales nuevas no hubiera tenido. Mas Dios, que no se sirve de soberbios, le envió el castigo de su crueldad, pues antes de un mes, una mañana, entrando los criados a darle de vestir, le hallaron en la cama muerto, dejando una muy gruesa hacienda, ¿a quién sino al nieto cuya madre tanto aborreció? Que, como los criados le vieron muerto, dando cuenta a la justicia, que puso la hacienda en administración, sabiendo cómo tenía aquel nieto, se avisó la muerte de don Pedro a don Fernando, y, sabida, él, su nuera con el niño, dejando a Italia, se vinieron a Sevilla, donde hoy, a lo que entiendo, vive, y será don Pedro Portocarrero y Añasco, de algunos veinte y ocho años. Caso tan verdadero es éste, que hay muchos que le vieron, de la suerte que le he contado.

Acabando doña Francisca su desengaño, no se moralizó sobre él, por ser muy tarde. Sonó la música, y levantándose Lisis, lo hicieron así los demás. Y pasándose todos a otra sala, tan bien aderezada como la que desocuparon, se sentaron a las mesas, que estaban puestas con ricos y ostentosos aparadores, donde fueron servidos de una suntuosa y sazonada cena. Porque como otro día, después de referir los dos desengaños que faltaban, se había de celebrar el desposorio de Lisis y don Diego, de industria, por si faltaba lugar, les hizo esta noche la bien entendida Lisis el banquete, como quien sabía que otro día no habría tiempo.

Mientras duró la cena, las damas y caballeros tuvieron sobre su opinión diversas y sabias disputas. Si bien los caballeros, o rendidos a la verdad, o agradecidos a la cortesía, dieron el voto por las damas, confesando haber habido y haber muchas mujeres buenas, y que han padecido y padecen inocentes en la crueldad de los engaños de los hombres. Y que la opinión común y vulgar, por lega y descortés, no era justo guardarla los que son nobles, honorosos y bien entendidos, pues no lo es, ni lo puede ser, el que no hace estimación de las mujeres.

Viendo que era hora de irse a reposar, la hermosa doña Isabel dio fin a la fiesta de la segunda noche cantando sola este romance:

Parece, amor, que me has dado
a beber algún hechizo,
con que de mi libertad
vencedor triunfante has sido.

¿En que te ofendió, tirano,
la paz en que mis sentidos
jamás sujetos a penas,
sin prisiones han vivido?

Apenas ya me conozco;
diferente soy que he sido;
por los imposibles muero,
y a ellos me sacrifico.

Deseando estoy el día,
y cuando el día ha venido,
a solo aguardar la noche
esos deseos aplico.

Ya de los gustos me canso,
ya por las penas suspiro,
porque pienso que en penar
nuevos méritos consigo.

No vivo con esperanza,
cuando a temores me rindo;
que es muy cierto en el amor
ser cobarde como niño.

Ajenas prendas me quitan
con deseos el juicio,
y antes de tener el bien,
le lloro ya por perdido.

Mares de lágrimas vierto,
y sin saber cómo ha sido
me veo vivir sin alma,
que es otro nuevo prodigio.

No he visto lo que idolatro,
y rendimientos publico,
que es deidad que no se ve
sino por fe en el sentido.

No quise ver lo que adoro,
y adoro lo que no he visto;
porque amar lo que se goza
comodidad la imagino.

Yo me quité la ventura,
y lloro haberla perdido;
mi voluntad es enigma,
mi deseo, un laberinto.

El cautiverio apetezco,
de la libertad me privo,
y negándome a las dichas,
ya por las dichas suspiro.

No conozco lo que amo
y pudo ser conocido,
y de todas mis fuerzas,
ésta la mayor ha sido.

Temí perder, si me viera;
no viéndole, le he perdido,
y si de pérdida estoy,
mejor es no haberle visto.

¡Ay tesoro perdido!,
grande debes de ser, pues ya te estimo.
Mas ¡ay! que si le viera,
también pudiera ser que le perdiera.

Y para no perderle,
cuando se estima el bien, es bien no verle.

Mas, ¡ay de mí! que de una y otra suerte,
el remedio que espero es en la muerte.

*FIN*


Desengaños amorosos, 1647


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