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El traidor

[Cuento - Texto completo.]

W. Somerset Maugham

Cuando Ashenden fue enviado primera vez a Suiza, encargado de dirigir a un gran número de espías que tenían su base de operaciones en ese país, R. le mostró dos comunicados, para que viese el tipo de informes que se le iba a pedir que obtuviese; le mostró, pues, un montón de documentos mecanografiados, escritos por un hombre a quien se conocía en el servicio secreto como Gustav.

—Es el mejor hombre que tenemos —le dijo—. Su información siempre es completa y detallada. Quiero que se fije en sus informes con la máxima atención. Naturalmente, Gustav es un muchacho muy inteligente, pero no hay motivo para que no podamos tener informes igual de buenos de los demás agentes. Creo que es solamente cuestión de explicar clara y exactamente lo que necesitamos.

Gustav vivía en Basilea, y representaba a una empresa suiza con sucursales en Frankfurt, Mannheim y Colonia, por lo que, por razones de su trabajo podía entrar y salir de Alemania sin ningún riesgo. Viajaba por todo el Rin y recogía datos sobre el movimiento de tropas, la fabricación de municiones, el estado de opinión del país (extremo al que R. concedía una excepcional importancia) y otros asuntos sobre los que los Aliados deseaban información. Sus frecuentes cartas a su esposa iban escritas en una ingeniosa clave y en el mismo momento en que ella las recibía en Basilea las remitía a Ashenden en Ginebra, quien extraía de ellas los datos importantes y los transmitía a su destino adecuado. Cada dos meses, Gustav regresaba a casa y elaboraba uno de los informes que servían como modelo a los otros espías en aquella sección particular del servicio secreto.

Los ingleses que lo empleaban estaban encantados con Gustav y éste tenía razones para estar igualmente encantado con sus patrones. Sus servicios eran tan útiles que no solamente estaba mejor pagado que los demás agentes, sino que, de cuando en cuando, recibía como gratificación extraordinaria una hermosa suma.

Estas condiciones se mantuvieron durante más de un año. De repente, surgió algo que despertó rápidamente las sospechas de R. Era un hombre con un sorprendente sentido de alerta, no tanto mental como de puro instinto, y súbitamente tuvo el presentimiento de que se cocía alguna trampa. No dijo nada concreto a Ashenden (siempre se guardaba para sí sus conjeturas) pero le ordenó que se desplazara a Basilea, mientras Gustav se encontraba en Alemania, y tuviera una conversación con la esposa de Gustav, dejando a criterio de Ashenden establecer el tenor de aquella conversación.

Ashenden llegó a Basilea y dejó su equipaje en la consigna de la estación, pues no sabía aún si habría de quedarse en la ciudad o no. Tomó un tranvía hasta la esquina de la calle en que Gustav vivía y, tras lanzar una rápida mirada para cerciorarse de que nadie lo había seguido, se encaminó a la casa que buscaba. Estaba en un bloque de pisos que daban una impresión de pobreza y decente mediocridad, y Ashenden conjeturó que sus moradores serían oficinistas y pequeños comerciantes. Justo en el interior del portal estaba instalado un zapatero remendón y Ashenden se detuvo allí.

—¿Vive aquí Herr Grabow? —inquirió en su alemán dificultoso.

—Sí, le he visto subir hace unos minutos. Le encontrará usted en casa.

La noticia sorprendió a Ashenden, pues el día anterior había recibido de la esposa de Gustav una carta dirigida desde Mannheim, en la que Gustav le proporcionaba, a través de su código, los números de algunos regimientos que acababan de cruzar el Rin. Ashenden juzgó que no era procedente efectuar al zapatero la pregunta que se le escapaba de la boca, de manera que le dio las gracias y subió al tercer piso, donde ya sabía que vivía Gustav. Tiró de la campanilla y la oyó repicar dentro. En seguida abrió la puerta un hombre vivaracho y bajito, con la cabeza afeitada y con gafas, que calzaba unas zapatillas de fieltro.

—¿Herr Grabow? —preguntó Ashenden.

—Servidor de usted —respondió Gustav.

—¿Puedo pasar?

Gustav estaba de espaldas a la luz y no pudo observar la expresión de su rostro. Advirtió en él una momentánea vacilación y le dio el nombre con el que recibía las cartas de Gustav desde Alemania.

—Pase, pase. Tengo mucho gusto en conocerle.

Gustav le abrió paso a una cargada habitación pequeña, amueblada con muebles de madera maciza de roble, en la que había una gran mesa, cubierta por un tapete de terciopelo verde, y una máquina de escribir. Parecía que Gustav estaba ocupado en aquel momento en redactar uno de sus inmejorables informes. Una mujer zurcía unas medias, sentada delante de la ventana abierta, pero a una indicación de Gustav, se levantó, recogió sus cosas y salió de la habitación. Ashenden sintió que había interrumpido una plácida escena hogareña.

—Siéntese, por favor. ¡Qué suerte he tenido de estar en Basilea! Desde hace mucho tiempo quería conocerle y acabo de volver de Alemania en este mismo momento —señaló con el dedo las hojas de papel colocadas en la máquina de escribir—. Creo que le van a gustar las noticias que traigo. He conseguido alguna información valiosa —sonrió—. Nunca se hacen ascos a una gratificación extraordinaria.

Mostraba una cordialidad extrema, pero aquella amabilidad sonaba falsa a Ashenden. Tras sus gafas, Gustav mantenía sus ojos muy fijos sobre Ashenden y a éste le pareció que ocultaban una señal de nerviosismo.

—Debe haber viajado usted muy rápido para llegar aquí solo unas horas después de enviar su última carta, remitida aquí, después remitida por su esposa y que recibí en Ginebra.

—Es muy posible. Una de las cosas que tenía que contarle es que los alemanes sospechan que la información se está pasando a través de cartas comerciales y por ello han tomado la determinación de retener el correo en la frontera durante cuarenta y ocho horas.

—Ya, ya —dijo Ashenden, amistosamente—. ¿Y por este motivo tomó usted la precaución de fechar su carta cuarenta y ocho horas después de haberla enviado?

—¿Eso hice? Fue una estupidez mía. Debo haber equivocado el día del mes.

Ashenden miró a Gustav con una sonrisa. La explicación era muy débil. Gustav, como hombre de negocios, conocía perfectamente la importancia, en su especial trabajo, de fechar con exactitud. Los circuitos por los que se tenía que transmitir la información desde Alemania hacían muy difícil enviar las noticias con rapidez, y por eso era esencial conocer con precisión la fecha exacta de los días en que habían ocurrido los hechos.

—Permítame ver su pasaporte un momento —dijo Ashenden.

—¿Para qué quiere usted ver mi pasaporte?

—Quiero ver cuándo entró usted en Alemania y cuándo salió.

—¡No se imaginará usted que mis entradas y salidas quedan registradas en mi pasaporte! Yo tengo métodos para cruzar la frontera.

Ashenden sabía mucho de aquello. Sabía que tanto las autoridades alemanas como las suizas guardaban las fronteras con severidad.

—¡Oh! ¿Y por qué no cruza usted la frontera de la manera normal? Usted fue empleado en nuestro servicio precisamente debido a que su puesto en una firma suiza que suministra productos necesarios a Alemania le facilitaba viajar y atravesar la frontera sin despertar ningún recelo. Entiendo que quizá pueda usted pasar la vigilancia alemana con la complicidad de éstos, pero ¿qué ocurre con los guardas suizos?

Gustav asumió una expresión de indignación.

—No comprendo lo que me quiere decir. ¿Insinúa usted que estoy al servicio de los alemanes? Le doy a usted mi palabra de honor… No puedo permitir que mi integridad se ponga en duda.

—No sería usted el único que tomara dinero de las dos partes y no proporcionara información valiosa a ninguna.

—¿Pretende usted que mi información no tiene valor? ¿Por qué entonces me han concedido ustedes más gratificaciones que a ningún otro agente? El coronel ha manifestado repetidamente su gran satisfacción por mis servicios.

Ahora le llegó el turno a Ashenden de mostrarse cordial.

—Vamos, vamos, mi querido amigo, no se excite. No quiere usted mostrarme su pasaporte y no voy a insistir. No creerá usted que no corroboramos los informes de nuestros agentes y que somos tan tontos que no seguimos la pista de sus movimientos. Ni la mejor broma puede repetirse indefinidamente. En tiempo de paz soy escritor humorista y le digo esto desde mi amarga experiencia. —Entonces Ashenden creyó llegado el momento de lanzar su “farol”; conocía algo del excelente pero difícil juego del póquer—. Tenemos información de que no ha estado ahora en Alemania, ni nunca desde que le contratamos para nuestro servicio, sino que ha permanecido tranquilamente, aquí, en Basilea, y que todos sus informes se deben enteramente a su fértil imaginación.

Gustav miró a Ashenden, pero en su rostro solo vio una expresión de tolerancia y buen humor. En sus labios se dibujó lentamente una sonrisa y alzó levemente los hombros.

—¿Creía usted que estaba tan loco como para arriesgar mi vida por cincuenta libras al mes? Amo a mi esposa.

Ashenden se rió.

—Le felicito. No hay nadie que pueda vanagloriarse de haberse burlado de nuestro Servicio Secreto durante más de un año.

—Se me ofrecía la oportunidad de ganar dinero sin ninguna dificultad. Mi compañía dejó de enviarme a Alemania cuando empezó la guerra, pero yo averiguaba lo que podía de los otros viajantes. Mantenía los ojos abiertos en los restaurantes y las cervecerías y leía los periódicos alemanes. Me divertía mucho enviándoles a ustedes los informes y las cartas.

—No lo dudo —repuso Ashenden.

—¿Qué van a hacer ahora?

—Nada. ¿Qué podemos hacer? ¿No imaginará usted que vamos a continuar pagándole un sueldo, no?

—Claro, no puedo esperar eso.

—Por cierto, si no es indiscreción, ¿puedo preguntarle si ha estado usted haciendo el mismo juego con los alemanes?

—¡Oh, no! —exclamó Gustav con vehemencia—. ¿Cómo se le ocurre pensarlo? Mis simpatías están por completo del lado de los Aliados y mi corazón es de la causa aliada.

—Bueno, ¿por qué no? —insistió Ashenden—. Los alemanes tienen todo el dinero del mundo y no hay razón por la que no pueda usted obtener parte. Nosotros le daríamos a usted informaciones de tanto en tanto, por las que los alemanes estarían dispuestos a pagar bien.

Gustav tabaleó con los dedos en la mesa y cogió un papel de los ahora ya inútiles informes.

—Los alemanes son una gente peligrosa para burlarse de ellos.

—Usted es un hombre muy inteligente. Y, después de todo, aunque deje de pagársele su sueldo, siempre puede ganar una gratificación si nos trae datos que puedan sernos útiles. Pero tendrían que ser cosas sustanciosas; de ahora en adelante, solo pagaremos por los resultados.

—Lo meditaré.

Durante uno o dos minutos, Ashenden dejó que Gustav se sumiera en sus reflexiones. Encendió un cigarrillo y observó las nubes de humo que exhalaba deshacerse en el aire. Él también pensaba.

—¿Hay algo en concreto que desee usted saber? —inquirió Gustav bruscamente.

Ashenden sonrió.

—Valdría un par de miles de francos suizos que usted pudiera decirme qué papel desempeña un espía de los alemanes que vive en Lucerna. Es inglés y su nombre es Grantley Caypor.

—He oído el nombre —respondió Gustav, haciendo una pausa—. ¿Cuánto tiempo va a quedarse usted aquí?

—El que sea necesario. Alquilaré una habitación en un hotel y le diré el número. Si tiene algo que comunicarme, me encontrará en mi habitación todas las mañanas a las nueve y todas las noches a las siete.

—No quiero arriesgarme yendo al hotel. Le escribiré.

—Muy bien.

Ashenden se puso en pie para marcharse y Gustav le acompañó hasta la puerta.

—Entonces, ¿nos separamos sin rencores? —preguntó.

—Naturalmente. Sus informes permanecerán en nuestros archivos como modelos a imitar.

Ashenden empleó dos o tres días en conocer Basilea, que no le agradó mucho. Pasó mucho tiempo en las librerías hojeando libros que hubiera merecido la pena leer si la vida fuera mil años más larga. En una ocasión, vio a Gustav en la calle. Al cuarto día, por la mañana, le entregaron una carta mientras se tomaba su café. El sobre llevaba el sello de una firma comercial desconocida para él y en su interior había una hoja de papel mecanografiada. No llevaba dirección ni firma. Ashenden se preguntó si Gustav sería consciente de que una máquina de escribir traicionaba a su dueño de igual modo que la escritura manual. Después de leer dos veces la carta con atención, puso el papel al trasluz para ver si había señales de tinta invisible (no tenía ninguna razón para hacer aquello excepto que el detective de unas novelas lo hacía), después encendió una cerilla, prendió el papel y contempló cómo ardía. Con las manos pulverizó los fragmentos quemados.

Se levantó, porque es preciso decir que le servían el desayuno en la cama, hizo su equipaje y tomó el siguiente tren hacia Berna. Desde allí, podía enviar un telegrama en clave a R. Le comunicaron sus instrucciones verbalmente dos días más tarde, en la habitación de su hotel y a una hora en que no era probable que nadie anduviera por el pasillo, y veinticuatro horas después, dando un rodeo voluntario, arribó a Lucerna.

Después de haber tomado una habitación en un hotel que le habían indicado, Ashenden salió a dar un paseo. Era un bonito día de principios de agosto y el sol brillaba en un cielo despejado. No había estado en Lucerna desde que era un muchacho y recordaba solo vagamente un puente cubierto, un gran león de piedra y una iglesia en la que había permanecido sentado, aburrido pero impresionado, mientras tocaban el órgano. Ahora, deambulando por un sombreado muelle (el lago, en su belleza, parecía tan artificial y poco real como en las fotografías de las tarjetas postales) intentaba, no tanto de encontrar los lugares recorridos en aquel escenario semiolvidado, como de recuperar en su mente algunas imágenes de aquel adolescente tímido y ávido de conocer, impaciente ante la vida, que no veía en aquel presente de su adolescencia sino solo en el futuro de adulto. Pero le parecía que lo más vivido de sus recuerdos no estaba en sí mismo, sino en la multitud. Le parecía recordar el sol, el calor y la gente. El tren estaba atestado igual que el hotel; la gente se apiñaba en los vapores que surcaban el lago y en los paseos y las calles había que abrirse paso entre una masa de domingueros y turistas, gordos, viejos, feos y raros, de ademanes ordinarios. Ahora, en tiempo de guerra, Lucerna estaba tan desierta como debía haberlo estado antes de que el mundo descubriera por fin que Suiza era el país más bello de Europa. La mayoría de los hoteles estaban cerrados, las calles aparecían vacías, los botes de remos para alquilar se enmohecían en la orilla del agua y nadie los tomaba, y en los alrededores del lago solo se veían serios suizos, que tomaban su neutralidad para que les acompañara en su paseo, como un perro tejonero. Ashenden se sentía eufórico por aquella soledad y, sentándose en un banco situado frente al lado, se sumió plenamente en aquella deliciosa sensación. Cierto era que el lago tenía algo de absurdo e irreal, el agua era demasiado azul y las montañas estaban demasiado nevadas, y que aquella belleza, golpeando en la cara, irritaba más que admiraba. Pero, a la vez, se desprendía algo agradable del paisaje/un candor sin artificio, semejante a una de las “Canciones sin palabras” de Mendelssohn, que hacía brotar en Ashenden una sonrisa de complacencia. Lucerna le recordaba flores de cera en fanales de cristal, relojes de cuco y hermosos tejidos de lana berlinesa. Estaba dispuesto a disfrutarlo todo, hasta el buen tiempo. Y se preguntó qué motivo le impedía intentar simultanear su placer con sus deberes y el provecho de su país. Viajaba con un flamante pasaporte nuevo en el bolsillo, con nombre falso, naturalmente, y ello le proporcionaba una agradable sensación de poseer una nueva personalidad. A veces experimentaba un ligero hastío de sí mismo y entonces le divertía ser meramente una criatura de la fácil inventiva de R. La experiencia que acababa de pasar le había divertido y había alcanzado su aguzado sentido del absurdo, mientras que R., en verdad, no le había visto ninguna gracia. Pero sucedía que R. tenía un sentido del humor sardónico, y carecía de disposición para apreciar el aspecto cómico de una broma a su costa. Para poder hacerlo, es preciso que uno sea capaz de verse a sí mismo desde fuera, que sea a la vez espectador y actor de la agradable comedia de la vida. R. era un militar y consideraba insana la introspección, anti-inglesa y antipatriótica.

Ashenden se levantó del banco y anduvo lentamente hacia su hotel. Era un pequeño hotel alemán, de segunda categoría, impecablemente limpio y cuidado, y la habitación gozaba de una hermosa vista. Los muebles eran de pino de color claro y aunque en días fríos y húmedos hubieran resultado deprimentes, en aquel día cálido y soleado eran alegres y confortables. En el vestíbulo había algunas mesas y se sentó a una de ellas y encargó una cerveza. La propietaria estaba intrigada por el motivo que le había llevado a alojarse allí en aquella temporada muerta y a él le agradó satisfacer su curiosidad. Le contó que se había recuperado recientemente de un ataque de fiebres tifoideas y había acudido a Lucerna a recuperar las fuerzas; era empleado del Departamento de Censura y quería también aprovechar para perfeccionar su alemán. Le preguntó si podía recomendarle algún profesor de alemán. La patrona era una suiza rubia y colorada, risueña y charlatana, por lo que Ashenden tuvo la certeza de que repetiría en el ambiente adecuado cuanto le acababa de decir. Ahora le tocó a él hacer preguntas. La patrona se mostraba contradictoria sobre el asunto de la guerra, por razón de la cual, el hotel, que en aquel mes acostumbraba a estar tan lleno que debían buscar habitaciones en el vecindario para alojar a los huéspedes, se encontraba aquel año prácticamente vacío. Algunas personas venían de fuera para probar sus comidas, en pensión, pero solo tenía dos parejas de huéspedes fijos. Una era una pareja de irlandeses mayores que vivían en Velvey y pasaban los veranos en Lucerna, y la otra estaba formada por un inglés y su esposa. Ella era alemana y por este motivo se veían obligados a vivir en un país neutral. Ashenden tuvo cuidado de mostrar curiosidad sobre ellos —aunque en la descripción había reconocido a Grantley Caypor—, pero por su propia iniciativa la mujer le explicó que pasaban casi todo el día haciendo excursiones a pie por las montañas. Herr Caypor era botánico y le interesaba mucho la flora del país. Su esposa era una mujer muy agradable y opinaba que llevaba su situación con mucha delicadeza. Bueno, la guerra no duraría siempre. La hotelera volvió a sus quehaceres y Ashenden subió las escaleras hasta su habitación.

La cena era a las siete y como Ashenden deseaba estar en el comedor antes que los demás para poder observar a su antojo a los huéspedes mientras entraban, bajó en cuanto sonó la campanilla. El comedor era una habitación luminosa y limpia, con los mismos muebles de madera de pino de color claro que había en las habitaciones y con las paredes pintadas de blanco, de las que pendían unas vistas de los famosos lagos suizos. En cada mesita había un jarroncito con un ramo de flores. Todo era limpio y cuidado y presagiaba una mala comida. Ashenden hubiese deseado mejorarla encargando una botella del mejor vino del Rin que pudiera encontrarse en el hotel, pero no se aventuró a atraer la atención sobre sí con extravagancias (en dos o tres mesas vio unas botellas de vino corriente semillenas lo cual le hizo pensar que los otros huéspedes bebían poco), y se contentó con pedir una jarra de cerveza lager. En aquel momento, entraron en el comedor una o dos personas. Eran hombres solos, que tenían algún trabajo en Lucerna, naturalmente suizos, que se sentaron cada uno a su propia mesa y desenrollaron las servilletas que al final del desayuno habían enrollado con todo cuidado. Apoyaron el periódico en la jarra de agua y empezaron a tomar la sopa sorbiendo ruidosamente. Después entró un anciano muy esbelto y alto, con el cabello blanco y un gran bigote también blanco que le caía sobre la boca, acompañado por una anciana menuda vestida de negro con el cabello también blanco. Seguramente se trataba del coronel irlandés y su esposa, de quienes la patrona le había hablado. Ocuparon sus sitios y el coronel vertió un dedo de vino en el vaso de su esposa y otro dedo de vino en el suyo. Aguardaron en silencio a que la robusta moza que hacía de criada les sirviera la comida.

Finalmente, llegaron las personas que Ashenden había estado esperando. Estaba haciendo los mayores esfuerzos para leer un libro en alemán y solo con un intenso ejercicio de dominio de sí mismo se permitió alzar la vista solo un momento cuando entraron. Vio a un hombre de alrededor de cuarenta y cinco años, con el pelo corto y oscuro, algo revuelto, de mediana estatura pero corpulento, con una cara redonda y roja cuidadosamente afeitada. Vestía una camiseta abierta, de cuello ancho, y un traje gris. Andaba delante de su mujer y Ashenden apenas pudo vislumbrar de ésta la figura de una mujer alemana desdibujada y oscura. Grantley Caypor se sentó y empezó a explicar en voz alta a la camarera que habían dado un extensísimo paseo. Habían ascendido una montaña, cuyo nombre no decía nada a Ashenden, pero que provocó en la muchacha exclamaciones de admiración y de sorpresa. Después, Caypor, hablando todavía en un alemán fluido con marcado acento inglés, contó que habían llegado tan tarde que no habían podido subir arriba a asearse y solo se habían enjuagado un poco las manos antes de entrar en el comedor. Tenía una voz sonora y unos ademanes joviales.

—Sírvanos rápido, nos morimos de hambre, y tráiganos cerveza, tres botellas de cerveza. Lieber Gott, ¡qué sed tengo!

Parecía ser un hombre de exuberante vitalidad. Trajo a aquel comedor limpio y tristón un hálito de vida que todos parecieron recibir. Comenzó a hablar a su mujer en inglés y todo lo que decía era escuchado por los demás, pero en ese momento su mujer le interrumpió con una observación hecha en voz baja. Caypor se detuvo y Ashenden sintió que sus ojos se volvían hacia él. La señora Caypor había advertido la presencia de un extraño y había llamado a su marido la atención sobre ello. Ashenden volvió la página del libro que pretendía leer, sintiendo, sin embargo, la mirada de Caypor clavada con fijeza sobre él. Cuando se dirigió de nuevo a su mujer lo hizo en un tono de voz tan bajo que Ashenden no hubiera podido decir en qué idioma hablaba y cuando la doncella les trajo la sopa, Caypor, todavía en voz baja, le hizo una pregunta. Era evidente que se estaba interesando por quién era Ashenden. Éste solo captó de la respuesta de la camarera la palabra länder [en alemán, “país”, en el relato probablemente se refiere a ausländer, “extranjero”].

Uno o dos de los huéspedes habían terminado ya de cenar y salieron del comedor con el palillo entre los dientes. El anciano coronel irlandés y su esposa se levantaron de sus sillas y él se apartó para dejarle a ella pasar. Habían comido sin intercambiar una sola palabra. Ella se encaminó despacio hacia la puerta, pero él se detuvo para decir unas palabras a un suizo, que tenía aspecto de abogado local, y cuando llegó a la puerta esperó allí de pie pacientemente, encogida y con una mirada bovina, a que su marido viniera y le abriera la puerta. Ashenden estuvo seguro de que nunca se había abierto una puerta ella misma y no sabía cómo hacerlo. Un minuto después, el coronel llegó a la puerta con su paso inseguro y la abrió; ella pasó y él la siguió. El leve incidente ofrecía una clave para comprender sus vidas enteras y, a partir de ahí, Ashenden empezó a reconstruir sus historias, circunstancias y caracteres; pero se detuvo súbitamente, no podía permitirse el lujo de la creación, y acabó de cenar.

Cuando salió al vestíbulo vio un perro bull-terrier atado a la pata de una mesa. Al pasar por su lado le acarició el cuello y las orejas mecánicamente. La patrona estaba al pie de las escaleras.

—¿A quién pertenece este bonito animal? —inquirió Ashenden.

—Es de Herr Caypor y se llama Fritzi. Herr Caypor dice que tiene un pedigrí más largo que el del rey de Inglaterra.

Fritzi se restregó contra su pierna y buscó con el morro la palma de su mano. Ashenden subió un momento a su habitación a coger su sombrero y al bajar vio a Caypor hablando con la patrona a la puerta de la entrada. Cuando le vieron se quedaron callados y permanecieron un momento sin saber qué hacer, por lo que Ashenden tuvo la certidumbre de que Caypor había estado interrogando sobre él. Al pasar entre los dos, hacia la calle, vio de reojo a Caypor lanzarle una mirada de recelo. El rostro franco, ancho y jovial mostraba entonces una curiosa expresión de astucia.

Ashenden anduvo caminando hasta que encontró una taberna donde pudo tomar un café al aire libre y pidió que le sirvieran el mejor coñac que tuvieran, para compensarse de la cerveza que su sentido del deber le había urgido a pedir durante la cena. Estaba satisfecho de haberse encontrado al final, cara a cara, con el hombre del que tanto había oído hablar, y de la posibilidad de establecer pronto contacto con él. No es muy difícil entablar conocimiento con alguien que tiene un perro. Pero tampoco tenía prisa, dejaría que las cosas siguieran su curso pues el objetivo que tenía a la vista exigía no dar un paso en falso.

Fue pasando revista a los hechos. Grantley Caypor era inglés, según su pasaporte nacido en Birmingham, y tenía cuarenta y dos años de edad. Su esposa, con la que llevaba casado once años, era alemana de nacimiento y origen, como era de dominio público. En un documento privado que había leído constaban todos los antecedentes de Caypor. Según aquel informe, había comenzado a trabajar en el bufete de un abogado en Birmingham, su ciudad natal y de allí había derivado hacia el periodismo, estableciendo relación con un periódico inglés en El Cairo y con otro en Shanghai. Allí tuvo problemas por intentar obtener dinero con falsedades y fraudes, y fue sentenciado a una breve condena de cárcel. Su rastro se perdió durante los dos años siguientes a su salida de la cárcel, hasta que reapareció en una empresa de armadores de barcos en Marsella. Desde allí, siempre en el negocio de buques, se dirigió a Hamburgo, donde se casó, y después a Londres. En esa ciudad se estableció por su cuenta en el negocio de exportación, pero tras un tiempo fracasó estrepitosamente, se declaró en quiebra y retornó al periodismo. Al estallar la guerra había vuelto de nuevo al negocio de los buques y en agosto de 1914 vivía apaciblemente con su esposa alemana en la localidad de Southampton. A principios del año siguiente comunicó a sus jefes que, debido a la nacionalidad de su mujer, su posición en el país resultaba incómoda. Sus superiores no tenían queja de él y, reconociendo lo cierto de sus manifestaciones, accedieron a su solicitud de ser trasladado a Genova. Permaneció en Genova hasta que Italia entró en la guerra, presentó entonces su renuncia al puesto y, con su documentación en perfecto orden, atravesó la frontera y fijó su residencia en Suiza. Aquellos datos señalaban a un hombre de dudosa honradez e inestable disposición, sin raíces ni posición económica. Pero aquellos hechos carecían de la menor importancia para nadie hasta que se descubrió que Caypor, con seguridad desde el principio de la guerra y quizá mucho antes, estaba al servicio del Departamento de Inteligencia Alemán, con un sueldo de cuarenta libras al mes. Pero aunque peligroso y arriesgado, no hubiera pasado nada si se hubiera contentado con transmitir los datos que podía procurarse en Suiza. Allí no podía hacer mucho daño y hasta era posible utilizarle para hacer llegar al enemigo informes falsos que fuese deseable que tuviera, pues nadie sospechaba que se estaba al comente de todas sus actividades. Sus cartas, que recibía a montones, eran cuidadosamente censuradas; había pocos códigos que los especialistas en estos asuntos no acabaran descifrando y más tarde o más pronto quizá se hubiera podido echar mano a la organización del espionaje alemán que florecía en Inglaterra a través de él. Pero entonces, hizo algo que desvió la atención de R. hacia él y R. no era un hombre para tenerlo de enemigo. Sucedió que Caypor conoció en Zurich a un joven español, llamado Gómez, que había entrado hacía poco en el servicio secreto británico; a causa de su nacionalidad este Gómez no sospechó de él y le dio a entender que trabajaba en el espionaje. Probablemente el español, llevado del humano deseo de darse importancia, no hizo más que hablar con aire de misterio, pero los informes de Caypor hicieron que fuera estrechamente vigilado cuando volvió a Alemania y un día fue capturado cuando echaba al correo una carta en clave, que fue descifrada al instante. Fue juzgado, condenado a muerte y fusilado. Ya era bastante malo perder a un agente eficaz y desinteresado, pero a ello se añadió el cambio necesario de un código hasta entonces sencillo y seguro, desconocido para los adversarios. Aquello no agradó a R., pero éste no era hombre que permitiera que su deseo de venganza obstaculizara el camino de sus principales objetivos, y se le ocurrió que si Caypor estaba traicionando a su país solamente por dinero cabía la posibilidad de inducirle, también por dinero, a traicionar a sus empleadores. El hecho de que hubiera entregado en sus manos a un agente de los Aliados podía parecer a los alemanes una prueba irrefutable de su buena fe e intenciones. Podía resultar muy útil. Pero R. no tenía ni idea sobre qué tipo de hombre era Caypor, que había llevado su vida furtiva y mediocre en la oscuridad y la única fotografía que se poseía de él era la de su pasaporte. Las instrucciones de Ashenden eran, por consiguiente, entablar relación con él y comprobar si había posibilidad de que trabajara honradamente para los británicos. En caso de que existiera tal probabilidad, estaba autorizado a hablar con él y, si sus sugerencias se recibían favorablemente, a efectuarle determinadas propuestas. Era una tarea que precisaba mucho tacto y conocimiento de la naturaleza humana. Si, por el contrario, Ashenden llegaba a la conclusión de que Caypor no podía ser comprado, debía entonces vigilarle e informar sobre todos sus movimientos. La información que había obtenido de Gustav era imprecisa pero importante y en ella había sobre todo un punto que resultaba interesante. Era que el jefe del Departamento de Inteligencia Alemán de Berna empezaba a quejarse de la falta de actividad de Caypor. Éste solicitaba un sueldo más alto y el mayor von P. le había respondido que debía ganárselo. Podía ser que estuviera presionándole para ir a Inglaterra y si se le inducía a cruzar la frontera, la tarea de Ashenden había acabado.

—¿Cómo demonios espera usted que yo le convenza de que meta la cabeza en la boca del lobo? —inquirió Ashenden.

—No será un lobo, sino un pelotón de fusilamiento —respondió R.

—Caypor es muy inteligente.

—Bueno, pues sea usted más inteligente, maldita sea.

Ashenden decidió que no daría ningún paso para entablar contacto con Caypor, sino que dejaría que fuera él quien se le acercara. Si estaba siendo presionado para obtener resultados, era probable que le pareciera interesante entablar conversación con un inglés empleado en el Departamento de Censura. Ashenden estaba preparado con una cantidad de información cuya posesión no podía en absoluto beneficiar a los Imperios Centrales. Con un nombre falso y un pasaporte falso no había que temer que Caypor sospechase que era un agente británico.

No tuvo que esperar mucho. Al día siguiente, se encontraba sentado en la terraza del hotel, tomando una taza de café, medio adormecido tras una sustanciosa comida llamada Mittagessen, cuando los Caypor salieron del comedor. La señora subió hacia las habitaciones y Caypor soltó la cadena del perro. Éste dio unas cuantas vueltas en derredor y por último saltó sobre Ashenden con grandes fiestas y cabriolas.

—¡Ven aquí, Fritzi! —llamó Caypor. Luego se dirigió a Ashenden—: Lo siento, es un perro muy sociable.

—¡Oh, no se preocupe! No me molesta, todo lo contrario.

Caypor se detuvo a la puerta del hotel.

—Es un bull-terrier. No son frecuentes en Europa, ¿verdad? —Mientras hablaba parecía estar tomando las medidas a Ashenden. A continuación se dirigió a la camarera—: Fräulein, un café, por favor. Acaba usted de llegar ¿no?

—Sí, llegué ayer.

—¿En serio? No le vi en el comedor por la noche. ¿Viene usted a pasar una temporada?

—No lo sé. He estado enfermo y he venido aquí a recuperarme.

La camarera se acercó con el café y al ver a Caypor hablando con Ashenden puso el servicio en la mesa de éste. Caypor se rió con cierto embarazo.

—No quiero imponerle mi compañía. No sé por qué la camarera me ha puesto aquí el café.

—Siéntese, por favor —rogó Ashenden.

—Gracias, muy amable. Hace tanto tiempo que vivo en el continente que siempre olvido que mis compatriotas consideran una ofensa que se les hable sin previa presentación. Por cierto, ¿es usted inglés o americano?

—Inglés.

Ashenden era por naturaleza una persona tímida, y en vano había intentado corregir aquel defecto, que a su edad resultaba un poco ridículo, pero en ocasiones como aquélla sabía utilizarlo en su provecho. Volvió a explicar, de manera algo titubeante, todo lo que el día anterior había relatado a la patrona, que estaba convencido había contado a Caypor.

—No podía usted haber elegido sitio mejor que Lucerna. Es un oasis de paz en este mundo enfermo de guerra. Aquí casi se olvida que esa cosa que se llama guerra está sucediendo. Por eso vengo yo. Soy periodista.

—En seguida imaginé que era periodista —aventuró Ashenden con una sonrisa tímida y débil.

Era evidente que la frase “oasis de paz en un mundo enfermo de guerra” no la había oído en una empresa de armadores de buques.

—¿Sabe usted? Estoy casado con una mujer alemana —dijo Caypor con seriedad.

—¿Ah, sí?

—No creo que haya nadie más patriótico que yo. Soy inglés por encima de todo y no me importa decirle que, en mi opinión, el Imperio Británico es el instrumento mayor para el bien que ha conocido el mundo, pero, al estar casado con una alemana, veo con facilidad gran parte del reverso de la medalla. No es preciso que me diga que los alemanes tienen defectos y faltas, pero, francamente, no estoy dispuesto a admitir que sean demonios encarnados. Al inicio de la guerra, mi pobre esposa vivió una época muy dura en Inglaterra y no puedo reprocharla que se haya quejado amargamente. Todo el mundo pensaba que era una espía, lo cual le hará reír cuando la conozca. Es la típica Hausfrau [en alemán, “ama de casa”] alemana, que no se preocupa de nada más que de su casa, su marido y nuestro único hijo, Fritzi. —Caypor acarició al perro—. Sí, Fritzi, tú eres nuestro niño, ¿verdad? Naturalmente, aquello hacía mi posición muy incómoda. Trabajaba para periódicos muy importantes y mis editores no se sentían muy satisfechos. Bueno, para abreviar la historia, pensé que el camino más digno era cortar por lo sano y venir a un país neutral hasta que se despejase la tormenta. Mi esposa y yo nunca hablamos de la guerra, aunque me veo obligado a confesarle que me afecta más a mí, ella es mucho más tolerante que yo y está más inclinada a enfocar este terrible conflicto desde mi punto de vista que yo desde el suyo.

—Es extraño —comentó Ashenden—, pues como norma las mujeres suelen ser mucho más radicales que los hombres.

—Mi esposa es una persona muy poco corriente. Me gustaría presentársela. Por cierto, no sé si sabe usted mi nombre. Me llamo Grantley Caypor.

—Mi nombre es Somerville —devolvió Ashenden.

A continuación, le habló del trabajo que había estado realizando en el Departamento de Censura e imaginó que en los ojos de Caypor se iluminaba un destello de interés. Le dijo que estaba buscando a alguien que le diera lecciones de práctica oral de alemán para poder mejorar su rudimentario conocimiento del idioma. Y, mientras hablaba, una idea relampagueó en su cabeza; miró a Caypor y vio que la misma idea se le había ocurrido a él. Los dos habían pensado en el mismo instante que sería un buen plan que la señora Caypor diese clases de alemán a Ashenden.

—Pregunté a nuestra patrona si podría encontrarme a alguien y me respondió que seguramente sí. Tengo que preguntárselo otra vez. No debería ser muy difícil encontrar a un hombre preparado para darme conversación en alemán durante una hora cada día.

—Yo no tomaría a nadie recomendado por la patrona —dijo Caypor—. Después de todo, usted busca a alguien con un buen acento alemán, del Norte, y aquí solo encontraría usted gente con pronunciación suiza. Le preguntaré a mi esposa si ella conoce a alguien. Mi esposa es una persona muy instruida y puede usted confiar en su recomendación.

—Es muy gentil por su parte.

Ashenden observó durante todo el rato a Caypor a su antojo. Advirtió cómo los pequeños ojos, de un gris verdoso, que la noche anterior no había alcanzado a ver, contradecían la franqueza sonrosada y jovial del rostro. Eran vivaces y rápidos, pero cuando un pensamiento inesperado cruzaba la mente que los gobernaba, quedaban repentinamente inmóviles. No eran ojos que inspiraran confianza. Caypor dejaba esto a su sonrisa alegre y espontánea, a la franqueza de su cara ancha y abierta, a su bonachona obesidad incipiente y a la calidez de su voz sonora y profunda. Ahora hacía todo lo que podía por resultar agradable. Mientras Ashenden hablaba con él, con cierta reserva, pero ganando confianza por sus cordiales y afables maneras, capaces de hacer sentir cómodo a cualquiera, le intrigó tener que recordar que su interlocutor era un vulgar espía. Se esforzó porque en su conversación no se reflejara el pensamiento de que Caypor traicionaba a su país por cuarenta libras al mes. Había conocido a Gómez, el joven español a quien Caypor había traicionado. Era un muchacho de espíritu elevado, con gran afán de aventura, y había emprendido su arriesgado trabajo no por el dinero que ganaba sino por un amor por lo novelesco. Le divertía burlar a los lentos germanos y deseaba tomar parte activa y vivir una aventura de folletín. No era muy agradable recordarle ahora, a tres metros bajo tierra, en el patio de una prisión. Era joven y tenía apostura. Ashenden se preguntó si Caypor habría experimentado algún remordimiento cuando lo entregó para su perdición.

—Supongo que hablará usted algo el alemán —dijo Caypor, interesado en el extranjero.

—¡Oh, sí! Estudié en Alemania y lo hablaba con fluidez, pero ha pasado mucho tiempo y lo he olvidado. Todavía lo leo bastante bien.

—Sí, ya le vi anoche leyendo un libro en alemán.

¡Idiota! Solo hacía un momento acababa de decir que no le había visto la noche anterior en el comedor. Se preguntó si habría reparado en el desliz. ¡Qué difícil era no cometer nunca ninguno! Debía mantener la guardia. Lo que más nervioso le ponía era el no responder adecuadamente a su supuesto nombre de Somerville. Naturalmente, siempre existía la posibilidad de que Caypor hubiera cometido voluntariamente aquel desliz para observar en el rostro de Ashenden si éste lo había advertido. Caypor se levantó.

—Aquí está mi mujer. Todas las tardes vamos a hacer una excursión por las montañas. Podría indicarle algunos itinerarios encantadores. Hasta en esta época hay flores hermosas.

—Me temo que tengo que aguardar a estar un poco más fuerte —repuso Ashenden con un suspiro.

Su rostro era pálido de natural y no daba la impresión de ser tan robusto como en verdad era. La señora Caypor acabó de bajar las escaleras y su marido se unió a ella. Empezaron a bajar por la calle, con Fritzi trotando a su alrededor, y Ashenden vio que Caypor empezó a hablar de inmediato a su mujer, evidentemente contándole los resultados de su conversación con él. Contempló el sol que brillaba sobre el lago; un aliento de brisa suave estremecía las hojas de los árboles; todo invitaba a una siesta. Se levantó, subió a su habitación, se tumbó sobre la cama y se hundió en un reconfortante sueño.

Aquella noche llegó a cenar cuando los Caypor ya acababan. Había vagabundeado melancólicamente por Lucerna, con la esperanza de encontrar un sitio donde le sirvieran un cocktail que le ayudara a soportar la ensalada de patatas que preveía para aquella noche. Cuando la pareja salía del comedor, Caypor se detuvo junto a su mesa y le preguntó si desearía tomar un café con ellos. Ashenden asintió y se reunió con ellos en el vestíbulo. Caypor le presentó allí a su esposa. Ésta inclinó la cabeza rígidamente, pero no respondió con la menor sonrisa al cortés saludo de Ashenden. No costaba ver que mantenía una actitud decididamente hostil. Ello tuvo la virtud de poner a Ashenden de buen humor. Era una mujer corriente, de alrededor de cuarenta años, con una piel rugosa y unas facciones desdibujadas. Llevaba el cabello, amarillento, trenzado alrededor de la cabeza como la reina de Prusia en el retrato con Napoleón. Era de complexión cuadrada, más robusta que gruesa, y maciza. Pero no parecía tonta. Por el contrario, aparentaba ser una mujer de carácter y Ashenden, que había vivido lo bastante en Alemania como para reconocer aquel tipo de mujer, pensó sin duda que, además de ser capaz de llevar la casa, hacer la comida y subir una montaña, podía estar prodigiosamente bien informada. Vestía una blusa blanca que dejaba ver un cuello bronceado y una falda negra, y calzaba unas pesadas botas de montaña. Caypor se dirigió a ella en inglés y, sin abandonar sus maneras joviales, le informó de todo lo que le había contado Ashenden, como si no lo supiera ya. Ella le escuchó gravemente.

—Creo recordar que me dijo usted que entendía el alemán —dijo Caypor, con su ancha cara hecha un mar de sonrisas corteses, pero escrutando con los ojos sin descanso.

—Sí, durante un tiempo estudié en Heidelberg.

—¿De verdad? —exclamó la señora Caypor en inglés, con un interés que borró por un momento la expresión sombría de su cara—. Conozco Heidelberg muy bien. Estuve allí un año en el colegio.

Su inglés era correcto, pero gutural, y el énfasis con que pronunciaba las palabras lo hacía desagradable. Ashenden se extendió en elogios sobre la antigua universidad de la ciudad y sobre la belleza de sus alrededores. Ella le escuchaba desde la perspectiva de su superioridad teutónica, con tolerancia más que con entusiasmo.

—Todo el mundo sabe que el valle del Neckar es uno de los lugares más hermosos del mundo entero —dijo, finalmente.

—No te he dicho, querida —intervino entonces Caypor—, que el señor Somerville está buscando a alguna persona que le dé lecciones de conversación en alemán durante su estancia aquí. Yo le he sugerido que quizá tú conocieras a alguien que pudiera hacerlo.

—No, no conozco a nadie a quien pudiera recomendar con convencimiento —repuso ella—. El acento suizo es horrible sin más consideración. Al señor Somerville solo le perjudicaría la conversación con alguien suizo.

—Si estuviera en su lugar, señor Somerville, intentaría persuadir a mi esposa de darle lecciones ella misma. Si me permite decirlo, es una mujer con una gran educación y muy instruida.

—¡Ach!, Grantley, no tengo tiempo. Tengo mis ocupaciones.

Ashenden vio que se le estaba ofreciendo la oportunidad. La trampa se había tendido y lo único que tenía que hacer era dejarse caer en ella. Se volvió hacia la señora Caypor con un gesto que intentó fuese tímido, reservado y modesto.

—Sería estupendo que usted accediera a darme las clases. Lo consideraría un auténtico privilegio. Naturalmente, no deseo en absoluto interferir en sus tareas. He venido aquí a recuperarme y no tengo nada más que hacer en el mundo, por lo que adaptaría todo mi tiempo a su conveniencia.

Advirtió que una ráfaga de satisfacción pasaba de uno a otro y creyó observar un brillo oscuro en los ojos de la señora Caypor.

—Por supuesto, quedaría la simple cuestión del acuerdo económico. No hay motivo para que mi querida mujer no aumente un poco su dinero de bolsillo. ¿Cree usted que diez francos por hora sería demasiado?

—No —respondió Ashenden—. Me consideraría afortunado de tener a una profesora de primera categoría por ese precio.

—¿Qué opinas entonces, querida? Seguramente puedes disponer de una hora y le harías a este caballero un favor. Aprendería así que los alemanes no son los fanáticos diabólicos que los ingleses piensan que son.

La señora Caypor frunció el ceño con expresión hosca y Ashenden no pudo evitar imaginar con aprensión la conversación diaria de una hora que iba a mantener con ella. Solo el cielo sabía cómo tendría que romperse la cabeza para buscar temas de conversación con aquella inquisitiva y dura mujer. Entonces, ella hizo un visible esfuerzo.

—Estaré encantada de dar lecciones de conversación al señor Somerville.

—Le felicito, señor Somerville —dijo Caypor—. Tiene usted suerte. ¿Cuándo empezarán, mañana a las once?

—Esa hora me va bien, si también le conviene a la señora Caypor.

—Sí, tan buena es una hora como otra —contestó ella.

Ashenden les dejó para que comentaran el feliz desenlace de su diplomacia. Pero cuando a la mañana siguiente, puntualmente a las once, oyó golpear en su puerta (pues habían acordado que las clases se darían en su habitación), la abrió con cierto temblor. Le convenía ser franco, divertidamente indiscreto, pero obviamente cauteloso con una mujer alemana, bastante inteligente e impulsiva. El rostro de la señora Caypor era huraño y hosco. Era evidente que detestaba tener nada que ver con él. Pero se sentaron y ella comenzó, algo perentoriamente, a formularle preguntas sobre sus conocimientos de literatura alemana. Corrigió sus errores con exactitud y cuando le planteó alguna dificultad de construcción de la lengua, se lo explicó con claridad y precisión. Estaba claro que aunque le desagradaba darle lecciones, estaba dispuesta a hacerlo a conciencia. No solo parecía tener aptitudes para la enseñanza, sino también un profundo amor por ella, y a medida que la hora avanzaba, comenzó a hablar con mayor formalidad y rigor. Ahora ya solo recordaba, haciendo un esfuerzo, que estaba ante un brutal inglés. La inconsciente lucha que libraba en su interior no dejó de divertir a Ashenden, y cuando, más tarde, Caypor le preguntó cómo había ido la lección respondió con toda sinceridad que había resultado muy provechosa; la señora Caypor era una excelente profesora y una persona muy interesante.

—Ya se lo dije. Es la mujer más extraordinaria que conozco.

Y Ashenden tuvo la sensación de que Caypor era por primera vez sincero cuando dijo aquello, con sus ademanes risueños y afectuosos.

Uno o dos días después, Ashenden sospechó que la señora Caypor le daba aquellas lecciones solo para favorecer un acercamiento más íntimo de su marido a él, pues se mantenía siempre estrictamente en los temas de literatura, música y pintura. Una vez que, por experimento, llevó la conversación hacia el tema de la guerra, ella le atajó rotundamente.

—Creo que es un tema que es mejor que evitemos, señor Somerville —dijo.

Continuaba dándole las lecciones con la mayor entrega y al final cobraba su dinero, pero cada día acudía con la misma cara hosca y solo con el interés que le despertaba enseñar desaparecía durante algún momento el desagrado instintivo que él le producía. Ashenden empleó, aunque en vano, todas sus argucias. Se mostró congraciador, ingenuo y humilde, agradecido, adulador, sencillo y tímido. Era inútil. Ella continuaba permaneciendo fríamente hostil. Era una fanática y su patriotismo era agresivo. Obsesionada por el convencimiento de la superioridad de todo lo alemán, aborrecía con todas sus fuerzas Inglaterra, pues lo consideraba el país que era principal obstáculo para su difusión. Su ideal era un mundo alemán en que el resto de las naciones, bajo una hegemonía mayor que la de la antigua Roma, disfrutarían de los beneficios de la ciencia alemana, el arte alemán y la cultura alemana. En aquella concepción había una magnífica impudicia que estimulaba el sentido del humor de Ashenden. No estaba loca, había leído mucho, en varios idiomas, y hablaba de los libros que había leído con buen criterio. Tenía un conocimiento de la pintura y la música modernas que impresionó bastante a Ashenden. Una vez fue divertido oírle tocar, antes de la comida, una de las delicadas piezas cortas de Debussy. La tocaba algo desdeñosamente porque era francesa y tan ligera, pero a la vez con una enojada apreciación de su gracia y su alegría. Cuando Ashenden la felicitó, se encogió de hombros.

—La música decadente de una nación decadente —dijo. Y con manos seguras atacó los primeros sonoros acordes de una sonata de Beethoven; pero se detuvo bruscamente—. No puedo tocar. He perdido la práctica. Y ustedes, los ingleses, ¿qué saben de música? ¡No han producido un solo compositor desde Purcel!

—¿Qué opina usted de esta afirmación? —preguntó Ashenden sonriendo a Caypor, que estaba de pie a su lado.

—Confieso que es cierta. Mi esposa me ha enseñado lo poco que conozco de música. Me gustaría que la oyera usted tocar cuando ha practicado —le puso la mano regordeta, con los dedos cuadrados y bastos, sobre el hombro—. Puede hacer vibrar las fibras de su corazón de pura belleza.

—Dummer Kerl —murmuró ella—. ¡No seas tonto! —Ashenden vio que la boca le temblaba por un momento, pero se dominó en seguida—. Ustedes los ingleses, no saben pintar, no saben esculpir, no saben componer música.

—Algunos escribimos a veces hermosos versos —dijo Ashenden con humor, porque no le correspondía sentirse aludido, pero, sin saber cómo, le vinieron a la memoria unos versos que recitó:

 

Hacia dónde navegas ¡oh, bajel imponente!
Con el blanco velamen henchido por el viento,
a través del regazo que te brinda Occidente.

 

—Sí —concedió la señora Caypor, con un extraño gesto—, saben escribir poesía. Me pregunto por qué.

Y, para sorpresa de Ashenden, recitó con su inglés gutural los siguientes dos versos del poema que él había citado.

—Vamos, Grantley, la Mittagessen ya está lista, vamos al comedor.

Salieron, dejando a Ashenden pensativo. Admiraba la bondad, pero no le ofendía lo innoble. Algunas veces, la gente creía que era un hombre sin corazón porque las personas suscitaban más su interés que su aprecio. E incluso en aquéllos por quienes sentía verdadero afecto veía con igual claridad las virtudes que los defectos. Cuando le gustaba alguien no era porque no advirtiese sus defectos, no le importaban sus faltas, sino porque les aceptaba como eran con un tolerante encogimiento de hombros, o bien les atribuía excelencias que no poseían. Y como juzgaba a sus amigos con benevolencia y candor, nunca le decepcionaban y por eso raras veces perdía uno. Era capaz de proseguir su estudio de los Caypor sin prejuicios y sin apasionamiento. La señora Caypor le parecía digna de estudio y, desde luego, la más fácil de comprender de los dos. Era evidente que le detestaba y, aunque estaba obligada a ser educada con él, su antipatía era demasiado intensa para evitar que, de vez en cuando, se le escapara alguna expresión de rudeza. Si hubiera podido hacerlo sin correr riesgos, estaba seguro de que le hubiera matado sin una vacilación. Pero en la presión de la rechoncha mano de él sobre su hombro y en el fugaz temblor de los labios de ella había adivinado que aquella mujer todo entereza y aquel hombre obeso y blando estaban unidos por un profundo y sincero amor. Era conmovedor. Reunió todas las observaciones que había hecho los pasados días y le volvieron a la mente los pequeños detalles que había notado y a los que no había atribuido significación. Pensó que la señora Caypor amaba a su esposo porque ella tenía un carácter más fuerte y le gustaba que dependiera de ella; le amaba por lo que la admiraba y se podía sospechar que, hasta que le encontró, aquella mujer insípida y sosa, sombría y carente de humor no había gozado mucho de la atención de los hombres. Disfrutaba con su calidez y sus ruidosas bromas, y su vitalidad estimulaba su sangre espesa y lenta. Era como un niño grande y travieso, y nunca sería nada más, del que ella se sentía madre. Le había hecho como era, y él era su hombre y ella su mujer, y a pesar de su debilidad de carácter (del que su clara mente siempre era consciente) le amaba. Le amaba, ach, was [en alemán, “¡anda ya!; ¡qué dices!”, pero aquí probablemente quiere decir “como lo oyes”], como Isolda amaba a Tristán. Pero estaba lo del espionaje. Incluso Ashenden, con su gran tolerancia por la fragilidad humana, no podía por menos que considerar que traicionar al país de uno por dinero no era un bonito comportamiento. Por supuesto, ella lo sabía, hasta era posible que él hubiera entrado en el servicio por mediación de ella. Nunca hubiera acometido un trabajo de ese tipo si ella no le hubiera impulsado. Era obvio que le quería y era una mujer íntegra y honesta. ¿Cómo había podido llegar a aconsejar a su marido que asumiera una actitud tan poco honorable? Ashenden se perdió en un laberinto de conjeturas, intentando encajar todas las piezas de sus pensamientos. Grantley Caypor era otra historia. En él había poco que admirar, pero en ese momento, Ashenden no buscaba un objeto de admiración. Sin embargo, había mucho de singular e inesperado en aquel tipo grueso y vulgar. Ashenden observaba con regocijo el modo suave con que intentaba envolverle en sus mentiras. Un par de días después de su primera clase, después de cenar, cuando su mujer había subido ya a su habitación, Caypor se dejó caer pesadamente sobre una silla, a su lado. Su fiel Fritzi se le acercó y le puso su largo hocico, con su morro negro, sobre la rodilla.

—No tiene cerebro —dijo Caypor—, pero sí un corazón de oro. Fíjese en sus ojos claros. ¿Ha visto alguna vez algo tan tonto? Y qué fea cara, ¡pero que encanto tan extraordinario!

—¿Hace mucho tiempo que lo tiene? —inquirió Ashenden.

—Lo cogí en 1914, justo antes de empezar la guerra. A propósito, hablando de guerra, ¿qué opina usted de las noticias de hoy? Excuso decirle que, por supuesto, mi esposa y yo nunca hablamos de la guerra. No puede imaginar qué alivio supone para mí encontrar a un paisano a quien poder abrirle mi corazón.

Ofreció a Ashenden un barato puro suizo y éste lo aceptó haciendo un cruel sacrificio en aras del deber.

—Los alemanes no tienen la menor probabilidad de ganar —siguió Caypor—, ni la más mínima. Desde el momento en que entramos en la guerra, estuve convencido de que perderían.

Su voz era profundamente confidencial y sincera. Ashenden intentó ponerse a tono.

—No haber podido ayudar en ningún trabajo a mi país debido a la nacionalidad de mi esposa es el pesar mayor de mi vida. Intenté alistarme el día que se declaró la guerra, y no me aceptaron a causa de la edad. Pero no me importa decirle que, si la guerra se prolonga mucho más, con mujer o sin mujer, intentaré colaborar en algo. Creo que podría ser de bastante ayuda en el Departamento de Censura por mi conocimiento de los idiomas. Allí es donde trabajaba usted, ¿no?

Aquél era el objetivo al que había estado dirigiéndose desde el principio de la conversación. En respuesta a sus bien planteadas preguntas, Ashenden le proporcionó inmediatamente los datos que ya tenía preparados. Caypor empujó la silla un poco más cerca y bajó la voz.

—Ya comprendo que va a usted a explicarme más de lo que cualquier persona sepa, pero, al fin y al cabo, todos estos suizos son en el fondo germanófilos y no quiero dar a nadie la oportunidad de escucharnos.

Prosiguió con otro tema y contó a Ashenden ciertas cosas que tenían alguna importancia.

—Esto no se lo diría a nadie, pero tengo un par de amigos que ocupan cargos importantes y que saben que pueden confiar en mí.

Aquello animó a Ashenden a ser, deliberadamente, un poco más indiscreto y cuando los dos agentes se separaron, ambos tenían razones para sentirse satisfechos. Ashenden sospechó que la máquina de escribir de Caypor iba a trabajar mucho a la mañana siguiente y que el extremadamente enérgico mayor de Berna recibiría en breve un interesante informe.

Por la tarde, cuando subía las escaleras después de la comida, Ashenden pasó por delante de un cuarto de baño y vio dentro a los Caypor.

—¡Pase! —exclamó Caypor con sus vivos ademanes—. Estamos bañando a nuestro Fritzi.

El bull-terrier se ensuciaba constantemente y el orgullo de los Caypor era tenerlo limpio y blanco. Ashenden entró. La señora Caypor, con las mangas de la blusa subidas y un gran delantal, estaba de pie a un extremo de la bañera, mientras él, con unos pantalones y una camiseta, enjabonaba concienzudamente al animal.

—Tenemos que hacerlo por la noche —explicó Caypor—, porque los Fitzgerald usan este cuarto de baño y se llevarían un verdadero disgusto si supieran que hemos lavado aquí un perro. Por eso esperamos hasta que se van a la cama. ¡Vamos, Fritzi! ¡Enséñale a este caballero qué guapo estás cuando tienes la cara enjabonada!

El pobre animal, abrumado y fastidiado, pero moviendo débilmente la cola, como indicando que, a pesar de todo lo que hacían con él, su bondad innata no mermaba, se hallaba en medio de la bañera, en unos centímetros de agua. Estaba cubierto de espuma y Caypor, mientras iba hablado, lo enjabonaba con sus manos grandes y carnosas.

—¡Oh, qué bonito se pone este perrito cuando está blanco como la nieve! Qué contento va a estar su dueño cuando se pasee con él y todas las perritas le sigan diciendo: “Señor, ¿quién es este aristocrático y bien parecido bull-terrier que se pasea como si fuera el rey de Suiza?”. ¡Espera, espera! Los perros tienen que tener las orejas limpias. No puedes salir a la calle con las orejas sucias, como un descuidado colegial suizo. Noblesse oblige. Ahora, la nariz negra. ¡Así! ¡Uy! ¡Le ha entrado todo el jabón en los ojos y los cierra!

La señora Caypor escuchaba todo aquel farfulleo con una sonrisa indulgente en su ancha y plana cara, y le tendió con gravedad una toalla.

—¡Ahora, a aclararse! ¡Hala!

Caypor sujetó al perro por las patas delanteras y lo hizo chapuzar dos o tres veces. Hubo una lucha, una resistencia y salpicaduras, y Caypor lo alzó finalmente y lo sacó de la bañera.

—Ahora, ve con mamá para que te seque.

La señora Caypor se sentó y, sujetando al perro entre sus robustas piernas, lo frotó hasta que el sudor empezó a caerle por la frente. Fritzi, bastante asustado y sin aliento, pero feliz a pesar de todo, se dejaba hacer con su bondadosa cara estúpida, blanca y reluciente.

—Es de pura raza —dijo Caypor exultante—. Conocemos los nombres de sesenta y cuatro antepasados suyos y todos eran legítimos y de raza.

Ashenden se sintió turbado; se estremeció y continuó hacia su cuarto.

Un domingo, Caypor le dijo que su esposa y él iban a hacer una excursión y pensaban comer en un albergue de las alturas. Le sugirió que, pagando cada uno su parte, les acompañara. Después de tres semanas en Lucerna, Ashenden consideró que su salud ya podía permitirle aventurarse al ejercicio. Salieron temprano. La señora Caypor llevaba sus grandes y pesadas botas, un sombrero tirolés y un bastón, y Caypor, con pantalón corto y medias, tenía un aspecto típicamente inglés. La situación divirtió a Ashenden y se preparó para disfrutar del día. Sin embargo, debía mantener los ojos abiertos; no era inconcebible que los Caypor hubieran descubierto su identidad, y entonces sería mejor que no hubiera precipicios en el camino. La mujer no hubiera vacilado en empujarle y Caypor, a pesar de toda su jovialidad, no era un compañero de fiar. Pero en todo ello no había nada que amargara el goce de Ashenden de aquella mañana dorada. La atmósfera era fragante. Caypor hablaba por los codos, contaba anécdotas y estaba contento y jovial. El sudor le corría por el rostro, ancho y colorado, y se reía de sí mismo por estar demasiado gordo. Para sorpresa de Ashenden, demostró un conocimiento singular de las flores de montaña. En una ocasión, salió del camino para coger una que había visto a alguna distancia y se la ofreció a su mujer, contemplando la flor con ternura.

—¿No es preciosa? —exclamó, y sus ojos grises brillaron por un momento con la candidez de un niño—. Es como un poema de Walter Savage Landor.

—La botánica es la ciencia favorita de mi esposo —explicó la señora Caypor—. Algunas veces me río de él y de su devoción por las flores. A menudo no tenemos dinero para pagar al carnicero y se gasta todo el dinero que lleva en el bolsillo en comprarme un ramo de rosas.

—Qui fleurit sa maison fleurit son coeur [“Quién florece su casa florece su corazón”] —recitó Caypor.

Una o dos veces, a la vuelta de uno de sus paseos, Ashenden había visto a Caypor ofrecer a la señora Fitzgerald un ramillete de flores silvestres, con una cortesía de elefante no del todo exenta de gracia, y lo que acababa de observar añadía significado a aquel bonito gesto. Su pasión por las flores era auténtica y cuando se las ofrecía a la anciana irlandesa, le estaba dando algo que él valoraba mucho. Mostraba una gran delicadeza de sentimientos. A él la botánica siempre le había parecido una ciencia tediosa, pero Caypor conseguía insuflarle vida e interés cuando hablaba de ello prolijamente a medida que caminaban. Debía de haberle dedicado mucho estudio.

—Nunca he escrito un libro —dijo—. Ya hay demasiados libros y si tengo algún deseo de escribir lo satisfago con la redacción, más efímera pero provechosa, de un artículo para un periódico. Pero si me quedo aquí mucho tiempo, casi me estoy decidiendo a escribir un libro sobre las flores silvestres de Suiza. ¡Oh, me gustaría que hubiera estado aquí un poco antes! Estaban maravillosas. Pero uno quiere ser poeta para cantar esto y yo solo soy un pobre periodista.

Era curioso observar cómo era capaz de combinar la emoción verdadera con los hechos ficticios.

Cuando llegaron al albergue, desde el que se dominaba una panorámica de las montañas y el lago, fue de notar el sensual placer con que se vertió en la garganta una botella de cerveza helada. Solo se podía experimentar simpatía por un hombre que extraía tanto placer de las cosas sencillas. Comieron unos deliciosos huevos revueltos y truchas pescadas en el riachuelo cercano. Aquellos paisajes impulsaron incluso a la señora Caypor a una emoción involuntaria. El albergue se hallaba en un encantador enclave rural y tenía la apariencia de un cuadro de un chalet suizo de un libro de viajes de principios de mil ochocientos. La señora Caypor trató a Ashenden con menos hostilidad de la habitual. Cuando llegaron, había estallado en sonoras exclamaciones en alemán alabando la belleza de la vista y, a los postres, quizá ablandada por efecto de la comida y la bebida, sus ojos, llenándose de la magnificencia que tenía delante, se le llenaron de lágrimas. Extendió la mano.

—Es espantoso y me siento avergonzada, pero en este momento, a pesar de esa horrible e injusta guerra, solo siento en mi corazón felicidad y gratitud.

Caypor le cogió la mano y se la apretó, y luego, cosa inusual en él, se dirigió a ella en alemán con palabras amorosas. Resultaba absurdo, pero conmovedor. Ashenden les dejó entregarse a sus emociones, paseó por el césped y se sentó en un banco dispuesto allí para la comodidad del turista. La vista que se abarcaba era espectacular, pero cautivaba. Era como esas piezas de música, triviales y fáciles, que sin embargo en algún momento te producen emoción.

Y mientras descansaba en aquel lugar, Ashenden reflexionó sobre el misterio que encerraba la traición de Grantley Caypor. Si le gustaba la gente rara, había encontrado en él a alguien que se salía completamente de lo normal. Sería estúpido negar que poseía unos rasgos de personalidad atractivos. Su jovialidad no era afectada, era una persona de buen corazón y buenos sentimientos sin pretenderlo, tenía una naturaleza afectuosa, y estaba siempre dispuesto a hacer un favor. Le había contemplado a veces con el anciano coronel irlandés y su esposa, los otros únicos residentes del hotel, le había visto escuchar con paciencia y humor las tediosas historias del anciano sobre la guerra de Egipto y comportarse de manera encantadora con la anciana. Ahora que había llegado a alcanzar alguna familiaridad con Caypor, descubría que le miraba con menos repulsión que curiosidad. No creía que se hubiera convertido en espía solamente por el dinero. Poseía gustos modestos y lo que debía haber ganado con los armadores seguramente bastaba para una administradora tan eficaz como la señora Caypor. Y después de declararse la guerra no escaseaba el trabajo para los hombres que no estaban en edad militar. Podía que fuese uno de esos hombres que gustan de los caminos desviados para alcanzar algún extraño placer burlándose de los otros. Y que se hubiese hecho espía, no por odio hacia el país que lo había encarcelado, ni tampoco por amor al país de su esposa, sino por un oculto deseo de fastidiar a las clases altas que nunca habían reconocido su existencia. También podía impulsarle la vanidad, el sentimiento de que su talento no había recibido el reconocimiento del que era merecedor o, simplemente, una tendencia impía e infame a hacer el mal. También era un estafador. Era cierto que solo se le habían probado dos casos de falsedad, pero si le habían cogido dos veces, parecía lícito suponer que había actuado fraudulentamente más veces sin ser descubierto. ¿Qué pensaría la señora Caypor de todo aquello? Estaban tan unidos que debía saberlo todo. ¿Se avergonzaba, pues no había duda de su rectitud de conciencia, o lo aceptaba, como un defecto inevitable del hombre a quien amaba? ¿Había hecho lo posible por impedirlo o había cerrado los ojos ante algo que no podía evitar?

¡Cuánto más sencilla sería la vida si las personas fueran todas negras o todas blancas, y cuánto más simple sería actuar en relación con ellos! ¿Era Caypor un hombre bueno que amaba la maldad o un hombre malo que amaba la bondad? ¿Y cómo podían estos elementos irreconciliables existir juntos, uno al lado de otro, en armonía, en el mismo corazón? Pues una cosa estaba clara, a Caypor no le perturbaba ningún remordimiento de conciencia. Ejecutaba su despreciable tarea con placer. Era un traidor que se deleitaba en su traición. Aunque Ashenden se había dedicado a estudiar la naturaleza humana, de manera más o menos consciente, durante toda su vida, ahora le parecía que la conocía menos en su mediana edad que cuando era un niño. Naturalmente, R. le hubiera dicho: “¿Por qué demonios malgasta usted su tiempo en semejantes tonterías? Ese hombre es un peligroso espía y su tarea es echarle el lazo a los talones”.

Esto también era bastante cierto. Ashenden había decidido ya que era inútil intentar establecer algún acuerdo con Caypor. Aunque sin duda no sentiría ningún remordimiento en traicionar a sus actuales jefes, en verdad no se podía confiar en él. La influencia de su mujer era demasiado fuerte. Además, a pesar de lo que de vez en cuando le había dicho a Ashenden, en su fuero interno estaba convencido de que los Imperios Centrales debían ganar la guerra y pretendía estar en el bando de los vencedores. Bien, entonces Caypor debía ser cazado por los talones, pero Ashenden no tenía ni idea de cómo iba a realizarlo. Súbitamente, oyó una voz.

—Está usted aquí. Nos preguntábamos dónde se había escondido.

Miró en derredor y vio a los Caypor acercándose a él. Caminaban cogidos de la mano.

—O sea que esto es lo que le ha mantenido tan tranquilo —exclamó Caypor cuando vio la vista—. ¡Qué lugar!

La señora Caypor se apretó las manos.

—Ach Gott, wie schön! —exclamó—. Wie schön1 [“¡Dios mío, qué hermoso! ¡Qué hermoso!”]. Cuando miro ese lago azul y esas montañas nevadas me siento impulsada, como el Fausto de Goethe, a gritar al momento que pasa: ¡detente!

—Esto es mejor que estar en Inglaterra entre las incursiones y las alarmas aéreas, ¿no? —dijo Caypor.

—Desde luego —repuso Ashenden.

—Por cierto, ¿tuvo usted alguna dificultad para salir del país?

—No, ni la más mínima.

—Me han contado que esta temporada están poniendo muchos obstáculos en las fronteras.

—Yo salí sin la menor dificultad. Me imagino que no se preocupan mucho de los ingleses y el examen de los pasaportes era bastante superficial.

Caypor y su esposa cruzaron una mirada fugaz. Ashenden se preguntó qué significaría. Sería curioso que Caypor estuviese sopesando las ventajas y desventajas de un viaje a Inglaterra en el mismo momento en que él también reflexionaba sobre esa posibilidad. Al cabo de poco rato, la señora Caypor dijo que sería mejor que iniciaran el regreso, y pasearon juntos bajo la sombra de los árboles, iniciando el descenso de la montaña.

Ashenden estaba alerta. No podía hacer nada y la inactividad le fastidiaba. Solo podía aguardar con los ojos bien abiertos para aprovechar la oportunidad, que podía presentarse sola. Un par de días más tarde, sucedió un incidente que le convenció de que algo flotaba en el aire. Por la mañana, en el transcurso de su lección, la señora Caypor indicó:

—Mi esposo ha marchado a Ginebra hoy. Tiene que resolver unos negocios allí.

—¡Oh! —exclamó Ashenden—. ¿Va a estar mucho tiempo?

—No, solo dos días.

No todo el mundo puede decir mentiras y Ashenden tuvo la intuición, no hubiera podido decir por qué, de que la señora Caypor le estaba mintiendo. Quizá su actitud no era tan indiferente como sería de esperar al referirse a cosas que no habrían de ser del interés de Ashenden. Le cruzó como un relámpago por la cabeza la idea de que Caypor había sido convocado a Berna para entrevistarse con el temible jefe del Servicio secreto alemán. Más tarde, en cuanto tuvo ocasión, le dijo con aire casual a la camarera:

—Un poco menos de trabajo para usted, Fräulein. He oído que Herr Caypor ha marchado a Berna.

—Sí, pero vuelve mañana.

Aquello no probaba nada, pero era algo sobre lo que lanzarse. Conocía en Lucerna a un suizo que se prestaba de buen grado a hacer trabajos sucios de emergencia. Le citó y le pidió que llevara una carta a Berna. Se podía localizar a Caypor y seguir sus movimientos. Al día siguiente, Caypor apareció de nuevo en el comedor con su mujer, pero apenas saludó con la cabeza a Ashenden y, cuando acabaron, los dos se dirigieron directamente arriba. Parecían preocupados. Caypor, tan animado habitualmente, andaba con los hombros bajos sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Al día siguiente, Ashenden recibió una contestación a su carta: Caypor se había entrevistado con el mayor von P. Podía imaginarse lo que le había dicho el mayor. Ashenden sabía bien lo hiriente que podía ser. Era un hombre duro y brutal, inteligente y sin ningún escrúpulo, acostumbrado a no medir nunca sus palabras. Le habría dicho que estaban hartos de pagar un sueldo a Caypor para que se quedara en Lucerna sin hacer nada y que le había llegado el momento de ir a Inglaterra. ¿Trabajo de espía? Naturalmente, era trabajo de espía, pero en aquel momento lo era al máximo. Había que adivinar al animal por su mandíbula. Ashenden sabía por Gustav que los alemanes querían enviar a alguien a Inglaterra. Lanzó un profundo suspiro. Si Caypor iba, estaría ocupado.

Cuando llegó la señora Caypor para impartir su lección, se veía abatida y desanimada. Parecía fatigada y apretaba los labios con obstinación. Ashenden pensó que los Caypor debían de haber pasado casi toda la noche hablando. Deseó saber qué se habían dicho. ¿Le había urgido ella a marchar o había intentado disuadirle? Volvió a verlos en la comida. Algo ocurría, pues apenas se hablaron el uno al otro, cuando normalmente siempre encontraban muchas cosas de qué hablar. Salieron pronto del comedor, pero cuando Ashenden salió también, vio a Caypor sentado en una silla en el vestíbulo.

—¿Qué hay? —saludó jovialmente, aunque con un esfuerzo patente—. ¿Cómo le va? Yo he estado en Ginebra.

—Eso he oído.

—Venga a tomar el café conmigo. Mi pobre esposa tiene dolor de cabeza. Le he dicho que fuera a tumbarse un rato. —En sus vivos ojos grises había una expresión que Ashenden no pudo descifrar—. La cuestión es que la pobre está muy preocupada porque estoy pensando en irme a Inglaterra.

A Ashenden le dio un vuelco el corazón, pero su rostro permaneció impasible.

—¡Oh! ¿Y se marcha usted para mucho tiempo? Le echaremos de menos.

—Para decirle la verdad, me aburro de no hacer nada. Parece como si la guerra fuera a proseguir durante años y no puedo quedarme aquí parado indefinidamente. Además, no puedo permitírmelo, tengo que ganarme la vida. Tengo una mujer alemana, pero yo soy inglés, pese a quien pese, y debo cumplir con lo mío. Nunca podría volver a mirar a la cara a mis amigos si me quedara aquí, apacible y cómodamente hasta el final de la guerra y no intentara hacer algo para ayudar a mi país. Mi esposa, ya lo sabe, tiene su particular punto de vista alemán y no le oculto que está irritada por ello. Ya sabe cómo son las mujeres.

De repente, Ashenden comprendió lo que había observado en los ojos de Caypor. Miedo. Lo adivinó todo de repente. Caypor no deseaba marchar a Inglaterra, prefería permanecer a salvo en Suiza. Supo ahora con certeza lo que el mayor le había dicho durante su entrevista en Berna. Tenía que ir o perdería su sueldo. ¿Qué le había dicho su mujer cuando le había relatado lo ocurrido? Él con seguridad deseaba que ella le presionara para quedarse, pero era evidente que ella no lo había hecho. Quizá no se había atrevido a descubrirle el terror que le inspiraba el porvenir. Para ella, él siempre había sido alegre y arriesgado, temerario y amante de la aventura. Y ahora, prisionero de sus propias mentiras, no había encontrado el valor para confesarse a sí mismo lo despreciablemente cobarde que era.

—¿Va usted a llevar a su esposa consigo? —inquirió Ashenden.

—No, ella se quedará aquí.

El asunto ya estaba arreglado. La señora Caypor recibiría sus cartas y remitiría la información que contuvieran a Berna.

—He permanecido ausente de Inglaterra tanto tiempo que no sé muy bien cómo hacer para ayudar en los esfuerzos de la guerra. ¿Qué haría usted en mi lugar?

—No lo sé. ¿En qué tipo de trabajo ha pensado?

—Pues bien, se me ha ocurrido que podría desempeñar las mismas tareas que usted desempeñaba. Quizá hubiera alguien en el Departamento de Censura a quien usted pudiera enviar una carta de recomendación para mí.

Solo un milagro impidió que Ashenden descubriera su asombro con un grito inarticulado o un gesto incoherente. Pero no por la petición de Caypor, sino por lo que la había motivado. ¡Qué completo idiota había sido! Le había preocupado la idea de que estaba perdiendo el tiempo en Lucerna, de que no hacía nada efectivo y de que, de hecho, la marcha de Caypor a Inglaterra se debía a su propia falta de inteligencia. No podía apuntarse el triunfo en su haber. Y ahora veía claramente que había sido enviado a Lucerna, había recibido instrucciones sobre cómo presentarse y qué información proporcionar, para que ocurriera exactamente lo que acababa de suceder. ¡Qué cosa tan magnífica sería para el Servicio Secreto alemán introducir a un agente en el Departamento de Censura inglés! Y por una afortunada casualidad allí estaba Grantley Caypor, el hombre indicado para el cometido, en amistosas relaciones con alguien que había trabajado allí. ¡Qué golpe de suerte! El mayor von P. era un hombre culto y con seguridad se estaría frotando las manos, murmurando: “La fortuna ciega a los que quiere perder”. Era una trampa hábilmente urdida por el diabólico R. y el severo mayor de Berna había caído en ella. Ashenden había cumplido su trabajo solo estando sentado y sin hacer nada. Casi se echó a reír al pensar en el idiota en que le había convertido R.

—Mantengo muy buenas relaciones con el jefe de mi departamento. Puedo darle una nota para él si lo desea.

—Eso es justamente lo que necesito.

—Pero, por supuesto, debo ser veraz a los hechos. He de explicar que le he conocido a usted aquí y solo desde hace quince días.

—Por supuesto. Pero dirá lo que pueda en mi favor, ¿no?

—¡Oh! Desde luego.

—Ignoro todavía si podré obtener el visado. Me han dicho que está bastante complicado.

—No veo por qué. A mí, por lo menos, me fastidiaría mucho que me negaran el mío cuando quiera regresar.

—Voy a ir a ver cómo se encuentra mi esposa —dijo Caypor de repente, levantándose—. ¿Cuándo podrá tenerme preparada la carta?

—Cuando lo desee. ¿Piensa usted marchar muy pronto?

—En cuanto sea posible.

Caypor se fue y Ashenden se demoró en el vestíbulo un cuarto de hora para no mostrar señales de tener prisa. Entonces, subió a su habitación y preparó varios comunicados. En uno informaba a R. de que Caypor se dirigía a Inglaterra, en otro impartía instrucciones a Berna de que allá donde Caypor solicitara el visado le fuera concedido sin ningún impedimento; y despachó estas dos cartas al momento. Por la noche, cuando bajó a cenar, entregó a Caypor una cordial carta de recomendación.

A los dos días, Caypor abandonó Lucerna.

Mientras, Ashenden aguardó. Continuaba celebrando su hora diaria de clase con la señora Caypor y, bajo su concienzuda tutela, empezó a hablar alemán con soltura. Conversaban sobre Goethe y Winckelmann, sobre arte, vida y viajes. Fritzi estaba sentado tranquilamente junto a la silla de su ama.

—Echa de menos a su amo —dijo ella, acariciándole las orejas—. Solo se preocupa de verdad por él. A mí me soporta, pero a quien pertenece es a él.

Cada mañana, después de la lección, Ashenden se encaminaba a la agencia Cook para preguntar si había cartas para él. Se había convenido que todas las comunicaciones se dirigieran a la agencia. No podía moverse de allí hasta que recibiera instrucciones, pero confiaba en que R. no le dejaría mucho tiempo ocioso. Mientras tanto, lo único que podía hacer era tener paciencia. Recibió una carta del cónsul en Ginebra en que le informaba de que Caypor había solicitado allí su visado y había salido hacia Francia. Tras leer la carta, Ashenden fue a dar un breve paseo por el lago. A la vuelta vio a la señora Caypor saliendo de la agencia Cook. Sospechó que también tenía la dirección de sus cartas allí. Se acercó a ella.

—¿Ha recibido usted noticias de Herr Caypor? —inquirió.

—No —respondió ella—. Supongo que todavía es pronto para esperarlas.

Se puso a caminar a su lado. Estaba disgustada, pero no ansiosa; sabía lo irregular que era el servicio de correos en aquellos días. Pero al día siguiente, en el transcurso de la clase, notó que su impaciencia había aumentado y quería acabarla. El correo se repartía a las doce, y cinco minutos antes miró el reloj y luego a él. Aunque sabía perfectamente que no iba a llegarle ninguna carta, Ashenden no tuvo valor para mantenerla sobre ascuas.

—¿No cree que ya está bien por hoy? Estoy seguro de que quiere usted bajar a Cook —le dijo.

—Gracias. Es usted muy amable.

Cuando, un poco más tarde, fue a la agencia, la encontró de pie en medio de la oficina. Tenía el rostro descompuesto y se dirigió hacia él ansiosamente.

—Mi esposo me prometió escribirme desde París. Estoy segura de que hay una carta para mí, pero ese estúpido me dice que no hay nada. Son tan descuidados, ¡es un escándalo!

Ashenden no sabía qué decirle. Mientras el empleado comprobaba si había algo para él, ella se acercó de nuevo al mostrador.

—¿Cuándo viene el próximo correo de Francia? —preguntó

—Algunas veces llegan cartas alrededor de las cinco.

—Vendré luego.

Se volvió y caminó hacia la salida con rapidez. Fritzi la siguió con el rabo entre las patas. No había duda, el temor de que algo iba mal se había apoderado de ella. A la mañana siguiente, su aspecto era lamentable. Era evidente que no había cerrado los ojos en toda la noche. A la mitad de la clase se levantó de la silla.

—Le ruego que me disculpe, señor Somerville, pero hoy no puedo continuar la lección. No me encuentro bien.

Antes de que él pudiera decir nada, se había escurrido nerviosamente de la habitación. Aquella misma tarde recibió una nota suya en la que le decía que lamentaba tener que suspender sus lecciones de conversación. No daba razón de por qué. Ya no la vio más. Dejó de bajar a las comidas y aparentemente se pasaba el día en su habitación, excepto cuando salía para ir a Cook por la mañana y por la tarde. Ashenden se la imaginó sentada allí, hora tras hora, con el corazón inundado de terror. ¿Quién no sentiría compasión por ella? A él también el tiempo le caía con pesadez en las manos. Leyó bastante y escribió un poco; alquiló una canoa y recorrió algunas partes del lago en largas sesiones de remo.

Finalmente, una mañana, el empleado de Cook le tendió una carta. Era de R. Parecía una carta comercial, pero entre líneas leyó mucho.

 

Estimado señor:

Las mercancías que, conforme su carta de aviso, envió usted desde Lucerna ya se han recibido. Le quedamos muy agradecidos por la prontitud en ejecutar nuestros encargos.

 

La carta proseguía, rebosante de júbilo. R. estaba exultante. Ashenden sospechó que Caypor había sido arrestado y para entonces había pagado ya el castigo por su crimen. Se estremeció. Recordó una escena espantosa. El alba. Un amanecer gris y frío, con una llovizna cayendo. Un hombre, con los ojos vendados, de pie contra una pared, un oficial muy pálido dando una orden; una descarga y un soldado, muy joven, volviéndose y apoyándose en el fusil para sujetarse, vomitando. El oficial se pone todavía más pálido y él, Ashenden, siente el espanto, a punto de desmayarse. ¡Qué terror habría sentido Caypor! Era terrible ver las lágrimas resbalando por sus rostros. Ashenden se rehizo. Se dirigió al mostrador de venta de billetes y, obediente a las órdenes, compró un pasaje para Ginebra.

Mientras esperaba el cambio, entró la señora Caypor. Se impresionó al verla. Iba desaliñada y abandonada, y unas enormes ojeras le rodeaban los ojos. Estaba mortalmente pálida. Se detuvo ante el mostrador y preguntó al encargado por una carta. El empleado negó con la cabeza.

—Lo siento, madame. Todavía no hay nada.

—Mire, mírelo bien. ¿Está usted seguro? Por favor, vuelva a mirarlo.

El dolor de su voz resultaba desgarrador. El empleado se encogió de hombros, sacó las cartas de la casilla y volvió a repasarlas de una en una.

—No, no hay nada, madame.

Lanzó un profundo grito de desesperación y su rostro se descompuso de angustia.

—¡Oh, Dios, Dios! —gimió.

Se volvió y de sus cansados ojos volvieron a brotar las lágrimas. Permaneció un momento de pie, como un ciego que se mueve a tientas y no sabe qué camino tomar. Entonces ocurrió algo escalofriante. El bull-terrier Fritzi se sentó sobre sus patas traseras e, inclinando la cabeza hacia atrás, emitió un largo y melancólico aullido. La señora Caypor le miró con el terror en el semblante y con los ojos casi desorbitados. La duda, la punzante duda que la había torturado todos aquellos temibles días de espera, dejó de serlo. Comprendió. Se precipitó a ciegas a la calle.

*FIN*


“The Traitor”,
Hearst’s International, 1927


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