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El tullido fingido

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

Había, no hace todavía mucho tiempo, un tudesco en Treviso llamado Arrigo que, siendo hombre pobre, servía como porteador a sueldo a quien se lo solicitaba y, a pesar de ello, era tenido por todos como hombre de santísima y buena vida. Por lo cual, fuese verdad o no, sucedió al morir él, según afirman los trevisanos, que a la hora de su muerte, todas las campanas de la iglesia mayor de Treviso empezaron a sonar sin que nadie las tocase. Lo que, tenido por milagro, todos decían que este Arrigo era santo; y corriendo toda la gente de la ciudad a la casa en que yacía su cuerpo, lo llevaron como santo a la iglesia mayor. Y llevaron allí cojos, tullidos y ciegos y demás impedidos de cualquiera enfermedad o defecto, como si todos debieran sanar al tocar aquel cuerpo.

En tanto tumulto y movimiento de gente sucedió que a Treviso llegaron tres de nuestros conciudadanos, de los cuales uno se llamaba Stecchi, otro Martellino y el tercero Marchese, hombres que, yendo por las cortes de los señores, divertían a la concurrencia distorsionándose e imitando a cualquiera con muecas extrañas. Los cuales, no habiendo estado nunca allí, se maravillaron de ver correr a todos y, oído el motivo de aquello, sintieron deseos de ir a ver y, dejadas sus cosas en un albergue, dijo Marchese:

-Queremos ir a ver este santo, pero en cuanto a mí, no veo cómo podamos llegar hasta él, porque he oído que la plaza está llena de tudescos y de otra gente armada que el señor de esta tierra, para que no haya alboroto, hace estar allí, y además de esto, la iglesia, por lo que se dice, está tan llena de gente que nadie más puede entrar.

Martellino, entonces, que deseaba ver aquello, dijo:

-Que no se quede por eso, que de llegar hasta el cuerpo santo yo encontraré bien el modo.

Dijo Marchese:

-¿Cómo?

Repuso Martellino:

-Te lo diré: yo me contorsionaré como un tullido y tú por un lado y Stecchi por el otro, como si no pudiese andar, me vendréis sosteniendo, haciendo como que me queréis llevar allí para que el santo me cure: no habrá nadie que, al vernos, no nos haga sitio y nos deje pasar.

A Marchese y a Stecchi les gustó el truco y, sin tardanza, saliendo del albergue, llegados los tres a un lugar solitario, Martellino se retorció las manos de tal manera, los dedos y los brazos y las piernas, y además de ello la boca y los ojos y todo el rostro, que era cosa horrible de ver; no habría habido nadie que lo hubiese visto que no hubiese pensado que estaba paralítico y tullido. Y sujetado de esta manera, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron hacia la iglesia, con aspecto lleno de piedad, pidiendo humildemente y por amor de Dios a todos los que estaban delante de ellos que les hiciesen sitio, lo que fácilmente obtenían; y en breve, respetados por todos y todo el mundo gritando: «¡Haced sitio, haced sitio!», llegaron allí donde estaba el cuerpo de san Arrigo y, por algunos gentileshombres que estaban a su alrededor, fue Martellino prestamente alzado y puesto sobre el cuerpo para que mediante aquello pudiera alcanzar la gracia de la salud.

Martellino, como toda la gente estaba mirando lo que pasaba con él, comenzó, como quien lo sabía hacer muy bien, a fingir que uno de sus dedos se estiraba, y luego la mano, y luego el brazo, y así todo entero llegar a estirarse. Lo que, viéndolo la gente, tan gran ruido en alabanza de san Arrigo hacían que un trueno no habría podido oírse.

Había por acaso un florentino cerca que conocía muy bien a Martellino, pero que por estar así contorsionado cuando fue llevado allí no lo había reconocido. El cual, viéndolo enderezado, lo reconoció y súbitamente empezó a reírse y a decir:

-¡Señor, haz que le duela! ¿Quién no hubiera creído al verlo venir que de verdad fuese un lisiado?

Oyeron estas palabras unos trevisanos que, al instante, le preguntaron:

-¡Cómo! ¿No era este tullido?

A lo que el florentino repuso:

-¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tan derecho como nosotros, pero sabe mejor que nadie, como habéis podido ver, hacer estas burlas de contorsionarse en las posturas que quiere.

Como hubieron oído esto, no necesitaron otra cosa: por la fuerza se abrieron paso y empezaron a gritar:

-¡Coged preso a ese traidor que se burla de Dios y de los santos, que no siendo tullido ha venido aquí para escarnecer a nuestro santo y a nosotros haciéndose el tullido!

Y, diciendo esto, le echaron las manos encima y lo hicieron bajar de donde estaba, y cogiéndolo por los pelos y desgarrándole todos los vestidos empezaron a darle puñetazos y puntapiés, y no se consideraba hombre quien no corría a hacer lo mismo. Martellino gritaba:

-¡Piedad, por Dios!

Y se defendía cuanto podía, pero no le servía de nada: las patadas que le daban se multiplicaban a cada momento. Viendo lo cual, Stecchi y Marchese empezaron a decirse que la cosa se ponía mal; y temiendo por sí mismos, no se atrevían a ayudarlo, gritando junto con los otros que lo matasen, aunque pensando sin embargo cómo podrían arrancarlo de manos del pueblo. Lo hubieran matado con toda certeza si no hubiera habido un expediente que Marchese tomó súbitamente: que, estando allí fuera toda la guardia de la señoría, Marchese, lo antes que pudo se fue al que estaba en representación del corregidor y le dijo:

-¡Piedad, por Dios! Hay aquí algún malvado que me ha quitado la bolsa con sus buenos cien florines de oro; os ruego que lo prendáis para que pueda recuperar lo mío.

Súbitamente, al oír esto, una docena de soldados corrieron a donde el mísero Martellino era trasquilado sin tijeras y, abriéndose paso entre la muchedumbre con las mayores fatigas del mundo, todo apaleado y todo roto se lo quitaron de entre las manos y lo llevaron al palacio del corregidor, adonde, siguiéndole muchos que se sentían escarnecidos por él, y habiendo oído que había sido preso por descuidero, no pareciéndoles hallar más justo título para traerle desgracia, empezaron a decir todos que les había dado el tirón también a sus bolsas. Oyendo todo lo cual, el juez del corregidor, que era un hombre rudo, llevándoselo prestamente aparte lo empezó a interrogar.

Pero Martellino contestaba bromeando, como si nada fuese aquella prisión; por lo que el juez, alterado, haciéndolo atar con la cuerda le hizo dar unos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar lo que decían para después ahorcarlo. Pero luego que se vio con los pies en el suelo, preguntándole el juez si era verdad lo que contra él decían, no valiéndole decir no, dijo:

-Señor mío, estoy presto a confesaros la verdad, pero haced que cada uno de los que me acusan diga dónde y cuándo les he quitado la bolsa, y os diré lo que yo he hecho y lo que no.

Dijo el juez:

-Que me place.

Y haciendo llamar a unos cuantos, uno decía que se la había quitado hace ocho días, el otro que seis, el otro que cuatro, y algunos decían que aquel mismo día. Oyendo lo cual, Martellino dijo:

-Señor mío, todos estos mienten con toda su boca: y de que yo digo la verdad os puedo dar esta prueba, que nunca había estado en esta ciudad y que no estoy en ella sino desde hace poco; y al llegar, por mi desventura, fui a ver a este cuerpo santo, donde me han trasquilado todo cuanto veis; y que esto que digo es cierto os lo puede aclarar el oficial del señor que registró mi entrada, y su libro y también mi posadero. Por lo que, si halláis cierto lo que os digo, no queráis a ejemplo de esos hombres malvados destrozarme y matarme.

Mientras las cosas estaban en estos términos, Marchese y Stecchi, que habían oído que el juez del corregidor procedía contra él sañudamente, y que ya le había dado tortura, temieron mucho, diciéndose:

-Mal nos hemos industriado; le hemos sacado de la sartén para echarlo en el fuego.

Por lo que, moviéndose con toda presteza, buscando a su posadero, le contaron todo lo que les había sucedido; de lo que, riéndose este, los llevó a ver a un Sandro Agolanti que vivía en Treviso y tenía gran influencia con el señor, y contándole todo por su orden, le rogó que con ellos interviniera en las hazañas de Martellino, y así se hizo.

Y los que fueron a buscarlo lo encontraron todavía en camisa delante del juez y todo desmayado y muy temeroso porque el juez no quería oír nada en su descargo, sino que, como por acaso tuviese algún odio contra los florentinos, estaba completamente dispuesto a hacerlo ahorcar y en ninguna manera quería devolverlo al señor, hasta que fue obligado a hacerlo contra su voluntad. Y cuando estuvo ante él, y le hubo dicho todas las cosas por su orden, pidió que como suma gracia le dejase irse porque, hasta que en Florencia no estuviese, siempre le parecería tener la soga al cuello. El señor rió grandemente de semejante aventura y, dándoles un traje por hombre, sobrepasando la esperanza que los tres tenían de salir con bien de tal peligro, sanos y salvos se volvieron a su casa.

FIN


Segunda jornada – Narración primera,
El decamerón, 1353


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