Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El último de los trovadores

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Sam Galloway ensilló inexorablemente su potro. Se iba del Rancho Altito después de una permanencia de tres meses. No cabe esperar que un invitado pase en sitio alguno más tiempo que ese cuando la minuta se reduce a café, trigo molido y galletas saladas.

Nick Napoleón, el corpulento negro que servía de cocinero, nunca había sabido hacer cosa mejor. Antaño, en ocasión de que Nick mandaba la cocina de Rancho Sauce, Sam no había podido soportar allí una invitación de más de seis semanas.

En el rostro de Sam había una expresión de disgusto, ahondada por el hecho de que sentía auténtica pena, y ligeramente atemperada por la paciente tolerancia del que no espera que le comprenda nadie. En todo caso, inexorable y firme, como dijimos, apretó las cinchas a su caballo, arrolló en el arzón el lazo, colgó de los flancos del animal su chaqueta y su sarape, y se envolvió la brida a la muñeca.

Los Merrydews, propietarios de Rancho Altito, con sus parientes, mujeres, niños, servidores, vasallos, visitantes, dependientes, perros y otros seres que se hallaban presentes, se agrupaban en la galería del edificio principal del rancho, y en los rostros de todos se leían las huellas de la contrariedad y la melancolía. La llegada de Sam Galloway a cualquier ranchería, campamento o cabaña comprendidos entre los ríos Frío y Bravo del Norte, suscitaba el regocijo, pero su partida motivaba tristeza y quebranto.

En el absoluto silencio del ambiente, solo interrumpido por el rumor de las uñas de algún perro buscándose una escurridiza pulga, Sam sujetó tierna y cuidadosamente su guitarra a la silla de su caballo, encima de su chaqueta y su sarape. La guitarra iba, dentro de una saqueta verde. Quien comprenda el significado de aquella guitarra comprenderá a Sam.

Porque Sam Galloway era el último trovador. Todos saben lo que es un trovador o juglar. La enciclopedia afirma que florecieron entre los siglos undécimo y decimotercero de nuestra era. Lo que florecieron o de ellos floreció no está completamente claro. Se puede tener por cierto que no era una espada. Acaso fuera un arco de violines, o un tenedor lleno de spaghetti; o el pañuelo de una dama.

En todo caso Sam Galloway era el último de los trovadores.

Mientras montaba a caballo, una expresión de martirio se pintó en su faz. Pero aquella expresión resultaba hilarante comparada con la del caballo. Aquel animal —compréndalo— conocía a su jinete muy bien y no es inverosímil que ciertos caballos locales a los que el corcel tratara en los pastos se burlaran de él al saber que su amo era un tocador de guitarra y no un fornido y rudo vaquero. No hay héroe para su caballo. Hasta un mozo de sección de almacén sería excusado si se burlara de un trovador.

Ya sé —y ustedes saben— que yo soy uno de ellos. Bien viven en vuestra memoria aquellos de mis cuentos de lo que os acordáis, como también residen en ella ciertas añagazas del juego de naipes, y no sé qué tonada conocida —¿tra-la-ra-la-ra-la-ra?—, y las anécdotas y chanzas que procuráis organizar cuando vais de visita a casa de vuestra opulenta tía Juana.

Sabéis, en todo caso, que omnae personae divisae sunt. A saber: barones, trovadores y trabajadores.

Los barones no sienten inclinación alguna a leer tonterías como la presente, y los trabajadores no tienen tiempo para ello, de modo que usted, que me lee, ha de ser un trovador también, y por lo tanto capaz de comprender a Sam Galloway.

Porque todos los que escribimos, cantamos, representamos o pintamos no somos más que trovadores o juglares. Procuramos, pues, sacar partido de tan pésimo negocio.

El potro, por mucha cara de Dante Alighieri que pusiese, hubo, guiado por la presión de las piernas de Sam, de conducirle, durante dieciséis millas en dirección sudeste. La Naturaleza, por suerte, estaba en una de sus horas más benignas. Legua tras legua de delicados prados de florecillas llenaban de fragancia el terreno de la pradera, suavemente ondulado. El viento del este mitigaba los calores vernales y nubes blancas como vellones de lana llegaban del golfo de Méjico, nublando oportunamente los ardores del sol de abril.

Sam cantaba mientras avanzaba su caballo. En torno a la cabeza de su caballo había colocado algunas ramitas chaparraleras para alejar a los moscones que atormentan a los venados. Y, así coronado, el potro parecía más dantesco que al empezar la marcha, y, de juzgar por su aspecto, bien podía estar pensando en Beatriz.

Tan derechamente como la topografía de la región se lo permitía, Sam se encaminaba al rancho de ovejas del viejo Ellison. En aquellos momentos le parecía muy deseable una visita a un rancho de ovejas. En Rancho Altito había encontrado demasiada gente, ruido, discusiones, disputas y confusión.

No había nunca conferido a Ellison el honor de instalarse en su rancho, pero le constaba que sería bien recibido. El ser trovador constituía su pasaporte dondequiera que se presentaba. Los trabajadores del castillo bajarían el puente levadizo para darle paso y el barón le sentaría a su lado izquierdo en la mesa del festín. Las damas le sonreirían, aplaudiendo sus cantos y narraciones, y los trabajadores aportarían cabezas de jabalí y frascos de vino. Si el barón cabeceaba una o dos veces en su antiguo sillón de roble, no habría que atribuirlo a malicia.

En efecto, el viejo Ellison acogió al trovador con el más lisonjero de los modos. Frecuentemente oía elogios de Sam Galloway en boca de otros rancheros a los que el trovador honrara con sus visitas, mas nunca él había aspirado a tan alta distinción en su humilde baronía.

Digo baronía, porque Ellison era, por su parte, el postrero de los barones. Desde luego, el señor Bulwer-Lytton no vivió el tiempo suficiente para conocerlo, ya que, si no, no hubiese atribuido semejante remoquete a Warwick. En la vida es función del barón proveer de labor y alimentos a los trabajadores y albergue y nutrición a los trovadores.

El viejo Ellison era, sobre viejo, muy arrugado y usaba una corta barba rubia. En su rostro habían dejado señales mil pasadas sonrisas, idas para no volver. Su rancho comprendía una casita de dos habitaciones en medio de un bosque y una extensión de matorrales llenos de bayas silvestres. Todo ello en la parte más solitaria del país. Su personal doméstico comprendía un indiokiowa que le servía de cocinero, cuatro sabuesos, una oveja predilecta y un coyote amaestrado, generalmente encadenado a un poste de la hacienda. Ellison poseía tres mil ovejas que pastaban en dos zonas de terreno que su dueño tenía en arriendo y en muchos millares de acres de tierra no arrendada ni poseída. Tres o cuatro veces al año algún compatriota suyo, o persona que hablara su lenguaje, llegaba hasta su puerta y cambiaba con él algunas ideas y palabras. Y ésos eran días marcados con cifras encarnadas en el calendario de Ellison.

Imagínese, pues, qué vivos colores y qué floreados adornos debían distinguir la fecha en que un trovador, o juglar, o persona que debió florecer entre los siglos once y doce, detuvo su caballo a las puertas de su castillo señorial.

Cuando Ellison vio a Sam, una sonrisa pareció llenar los huecos de todas sus arrugas y desvanecerlas. Salió de la casa, premuroso y un tanto torpe de piernas, para saludarle.

Sam habló jovialmente:

—¡Hola, señor Ellison! Se me ocurrió visitarle y pasar algún tiempo con usted. Me han dicho que las lluvias han favorecido mucho su rancho. Así tendrán buenos pastos los corderos que le nazcan en la primavera.

—¡Vaya, vaya, vaya! —dijo el viejo Ellison—. Me alegro mucho de verlo por aquí, Sam. Nunca creí que se tomara la molestia de visitar un pobre rancho como éste y puede creer que aquí se le acoge con el mejor deseo y voluntad. Apéese. Tengo un saco de avena fresca en la cocina y daremos el pienso a su caballo.

Sam repuso, burlón:

—¿Avena a mi caballo? No, señor. Está gordo como un cerdo y lo debe a que solo come hierba. No le hago galopar lo bastante para mantenerle en la adecuada línea. Le ataré una cuerda larga y le dejaré pastar por las inmediaciones, si usted no tiene inconveniente.

Estoy seguro de que jamás, en el curso del lapso de los siglos undécimo al decimotercero, cumplieron su misión en el mundo barones, trovadores ni trabajadores, como aquella noche lo hicieron sus similares del rancho del viejo Ellison. Las galletas del kiowa eran ligeras y gustosas y su café muy fuerte. En el rostro, curtido por la intemperie, de Ellison, se marcaban las huellas de una sincera hospitalidad y aprecio. Y el trovador se dijo interiormente que había dado con uno de los más gratos lugares que conocía.

La comida era agradable y bien cocinada, el afitrión ponderaba los méritos de su invitado mucho más allá de su valor auténtico, y el ambiente de reposo que el alma sensitiva de Sam anhelaba entonces se unía a lo demás para producirle una satisfacción y una placidez y paz interior que encontrara rara vez cuando andaba por los ranchos.

Después de la deleitosa cena, Sam desanudó las cintas de la saqueta verde que encerraba su guitarra. Y no por vía de remuneración, porque téngase en cuenta que ni Sam Galloway ni los trovadores como él están hechos de la misma fibra que el difunto Tommy Tucker. De cuyo Tommy Tucker todos han leído referencias en los trabajos de la estimada —y aún no debidamente conocida— Madre Gansa. Tommy Tucker cantaba a cambio de que le alimentasen. Los verdaderos trovadores no hacen eso. Primero ingieren el alimento y luego cantan por amor al arte.

El repertorio de Sam Galloway comprendía unos cincuenta cuentos o relatos y treinta o cuarenta divertidas canciones. Mas en eso no terminaban sus capacidades. Mientras fumaba una veintena de cigarrillos era capaz de tratar de todos los temas que se planteasen. Jamás, por ende, se sentaba cuando podía estar tumbado, ni permanecía en pie siéndole dable sentarse.

Me siento muy inclinado a extenderme en la descripción de Sam porque tengo que trazar su retrato con toda la extensión que un despuntado lápiz y un ajado lienzo me lo permiten.

Quisiera que ustedes hubiesen visto a Sam. Era tan bajo, recio e inactivo como sería difícil imaginar a nadie. Vestía una camisa de lana, de color azul de ultramar, sujeta por delante con una especie de cordón de zapatos exageradamente gris, hasta lo perlino. llevaba unas indestructibles ropas de color oscuro, las inevitables botas de tacón alto, recias espuelas mejicanas y un sombrero de paja, mejicano también.

Aquella noche Sam y Ellison sacaron sus sillas de la casa y las colocaron al amparo de árboles y malezas. Encendieron cigarrillos y el trovador pulsó alegremente su guitarra. Muchas de las canciones que entonaba eran singulares aires melancólicos aprendidos, en su mayoría, de los pastores de ovejas y vaqueros mejicanos. Una de aquellas canciones en particular emocionaba y conmovía el alma del anciano barón. Era una canción favorita de los pastores y empezaba:

 

Vuela, vuela, palomita…

 

Sam cantó aquélla muchas noches para contentar al viejo Ellison.

El trovador se quedó largo tiempo en el rancho del viejo. Allí, además de que se le apreciaba, había paz y quietud hasta un punto imposible de encontrar en los ruidosos campamentos de los reyes del ganado vacuno. Ningún auditorio del mundo hubiera dedicado al trabajo del poeta, músico o artista más adoración y aprobación ilimitada que las que el viejo Ellison consagraba a los esfuerzos trovadorescos de Sam. Ningún personaje regio que visitara a un humilde leñador o labriego habría encontrado más lisonjeros agradecimiento y júbilo.

Sam Galloway pasaba las más de sus horas tendido en una hamaca de lona, a la sombra de los árboles. Allí fumaba sus cigarrillos de papel oscuro, leía la tediosa literatura que podía proporcionarle el rancho y procuraba aumentar el repertorio de improvisaciones que tan diestramente extraía de su guitarra. Como esclavo que sirviese a un gran señor, el kiowa llevaba a Sam agua fría del cántaro encarnado colgado bajo el ramaje, así como alimentos cuando Sam los pedía. Y los céfiros de la pradera le abanicaban amorosamente; y los mirlos, por la mañana y al crepúsculo, competían con la lira de Sam sin poder igualarla; y una perfumada dulzura parecía llenar el planeta.

En tanto, el viejo Ellison cabalgaba entre sus ovejas sobre un corcel capaz de sostener la velocidad de una milla a la hora y el kiowa dormía la siesta al extremo de la cocina, bajo el abrasante sol. Pero Sam, en su hamaca, pensaba que residía en un mundo de felicidades, mundo en extremo amable con aquellos seres que cumplen la misión de entretenerle e instruirle. Allí él tenía nutrición y albergue, sin cuidados, esfuerzos ni luchas, más una interminable bienvenida a cargo de un anfitrión cuya delicia ante la decimosexta repetición de un cantar o una anécdota era tan grande como la primera vez que pudo oírla.

¿Existió antiguamente trovador alguno que tan regaladamente viviese en un castillo real? Mientras Sam yacía así, descansando en el pensamiento de las bendiciones que le prodigaba la vida, amarillos gusanos del algodón se deslizaban tímidamente por la explanada; una bandada de codornices azules y blancas desfilaban, en fila de a uno, a veinte varas de distancia; y un pájaro paisano, a la busca de tarántulas, se detenía en la valla del cercado y saludaba a Sam con amplias florituras de su larga cola. En el pasto cercano, como de ochenta acres de extensión, el dantesco potro de Sam engordaba y casi sonreía. Parecía que el trovador hubiese llegado al fin de sus vagabundeos.

El viejo Ellison trabajaba como su propio vaciero. Ello significaba que él mismo surtía a sus campamentos pastoriles con agua, provisiones y la leña que necesitaban sus mozos, sin tener que alquilar los servicios de un vaciero. Eso se hace a menudo en los ranchos pequeños.

Una mañana Ellison partió para el campamento de Encarnación Felipe de la Cruz y Monte Piedras, que era uno de sus pastores, llevándole el suministro semanal de alubias pintas, harina, azúcar y café. Y he aquí que a dos millas, en el camino del antiguo Fuerte Ewing, se dio de manos a boca con un terrible ser llamado Rey Jacobo, que montaba un fiero y caracoleante caballo de Kentucky.

El verdadero nombre de Rey Jacobo era Jacobo Rey, pero la gente volvió la oración por pasiva, pensando que ello sentaba mejor —y además parecía complacer— a su jacobea majestad.

Rey Jacobo era el mayor ganadero existente entre la Plaza del Álamo, en San Antonio, y la taberna de Bill Hopper, en Brownsville. Y a la vez era también el fanfarrón más arrojado y vociferante y el peor hombre que podía conocerse en el sudoeste de Tejas. Para colmo, siempre hacía bueno todo aquello de que se jactaba, y cuanto más alboroto producía más peligroso era. En los cuentos de los periódicos el hombre que resulta verdaderamente peligroso es el sujeto, callado y de buenos modales, que tiene los ojos azules y habla en voz baja; pero no sucede así en la vida real ni en esta historia. Y, si no, que me den a elegir entre atacar a un tipo corpulento, que habla a gritos y monta rudamente a caballo, a acometer a un inofensivo desconocido de ojos azules que se sienta tranquilamente en un rincón. Cualquiera comprobará que donde algo suceda será en el rincón.

Rey Jacobo, como me proponía decir antes, era un individuo fiero, que pesaba doscientas libras, rubio, tostado por el sol, encarnado como una fresa de octubre, y con ojos que parecían dos estrechas líneas horizontales bajo unas breñosas cejas.

El día que empezamos a mencionarle vestía una camisa de franela de color pardo, salvo en lugares donde el sudor había hecho aparecer manchas más oscuras. Cosas del sol de verano. Parecía tener sobre su cuerpo otras prendas, tales como unos calzones de tela fuerte, que se hundían en un par de inmensas botas. Podían añadirse un pañuelo encarnado y varios revólveres, una carabina atravesada en la silla del caballo y algunos millones de cartuchos que brillaban en su cinturón-canana de cuero. Pero la mente solía precindir de tales accesorios, absorta por las alarmantes líneas horizontales que usaba por ojos.

Aquél era el hombre con que el viejo Ellison topó en el camino. Añádase en el haber de la cuenta del barón que tenía sesenta y cinco años, que pesaba noventa y ocho libras, que había oído hablar del historial de Rey Jacobo, que se inclinaba a la vita simplex y que no llevaba arma alguna de fuego ni la hubiera usado, de llevarla. Así, nadie le censurará al saber que las sonrisas que en su rostro suscitaba la presencia de Sam desapareciesen de pronto y se convirtieran llanamente en arrugas.

No era, empero, el género de barón que rehúye el peligro. Frenó —lo que no era empresa difícil— su caballo capaz de andar una milla a la hora y saludó al formidable monarca.

Rey Jacobo se expresó con egregia inmediatividad.

—¿Es usted —inquirió— el viejo que mantiene ovejas en estas inmediaciones? ¿Qué derecho le asiste para hacerlo? ¿Posee alguna tierra en propiedad o en arrendamiento?

Ellison repuso blandamente:

—Como poseer, poseo dos terrenos arrendados al Estado.

Rey Jacobo denegó:

—Nada de eso. Su derecho de arriendo expiró ayer y yo tenía un hombre en la oficina territorial con el encargo de arrendar por mi cuenta en el momento en que el derecho de usted caducase. En el momento presente no tiene usted ni un pie de terreno en Texas. —Y aclaró—: Los días de los ganaderos de ovejas han terminado. Éste es un país de ganado mayor. No queremos la compañía de gente ovejera. Los lugares en que pastan sus ovejas son ahora míos. Voy a poner en torno a estos parajes una valla de alambre que medirá cuarenta millas por sesenta, y si cuando yo lo haga queda alguna oveja en el interior, dela usted por muerta. Le doy una semana para que se traslade de aquí. Si para entonces no se han ido sus ovejas, enviaré a seis hombres con winchesters y con el encargo de hacer ragut de todo su ganado. Si le encuentro a usted, es posible que comparta esa suerte.

Y Rey Jacobo dio, como advertencia, una palmada en la culata de su carabina.

El viejo Ellison cabalgó hacia el campamento de Encarnación. Suspiró muchas veces y las arrugas de su semblante se ahondaron.

Ya había oído rumores de que el viejo orden que hasta entonces prevaleciera se iba a transformar. Podía preverse el final de la libertad de pastos.

Para colmo, otros conflictos se acumulaban sobre los hombros del viejo. Sus rebaños disminuían en vez de aumentar, el precio de la lana decrecía, y hasta Bradshaw, el almacenista de la localidad de Frío, donde Ellison compraba suministros para su rancho, venía instándole para que pagara sus retrasos de seis meses y amenazándolo con cortarle el crédito en caso contrario.

Tan grande y última calamidad se convertía en aplastante cuando las amenazas de Rey Jacobo se unían a ella.

Cuando el viejo regresó al rancho, al atardecer, encontró a Sam Galloway tendido en su hamaca, reclinado en un montón de mantas y sacos de lana y templando la guitarra.

El trovador saludó, amistoso:

—Hola, tío Ben. Hoy vuelve usted temprano. He estado todo el día ensayando unas variantes de fandangos españoles. Ahora mismo acababa. ¿Quiere usted escucharlas?

—Me parece muy bien —dijo el viejo Ellison, sentándose en el umbral de la puerta de la cocina y pasándose la rugosa mano por las hirsutas barbas—. Creo que mientras haya caminos hacia el Este y el Oeste no se encontrará en sitio alguno mejor cantor que tú, Sam.

Sam reflexionó.

—No sé —dijo—. Pero lo cierto es que he hecho esas variaciones. Y creo que puedo manejar cinco cuerdas tan bien como el primero.

Se interrumpió y añadió:

—Hoy parece usted cansado, tío Ben. ¿No se siente bien?

—Algo fatigado solamente, Sam. Si no te pasa a ti lo mismo, lo mejor será que toques esa pieza mexicana que principia: Vuela, vuela, palomita. No sé por qué siempre me consuela oírla después de haber cabalgado en exceso o si algo me preocupa.

Sam repuso:

—Seguramente que lo haré, señor. Tocaré eso para usted tantas veces como usted mande. Quiero advertirle algo antes de que se me olvide, tío Ben; y es que debe usted reprender a Bradshaw. Nos ha enviado últimamente unos jamones inadmisibles. ¿No le parecen demasiado curados?

Un hombre de sesenta y cinco años de edad, que ha vivido continuamente en un rancho de ovejas y que se encuentra asediado por una multiplicación de desastres, no sabe fingir con facilidad. Y un trovador suele tener vista de lince cuando se trata de descubrir el desasosiego o la tristeza ajenas, con tanto más motivo cuanto que ello puede turbar su tranquilidad propia.

Así, al día siguiente, Sam interrogó al viejo, ganoso de saber lo que motivaba su aire de abstracción.

Ellison no fue remiso en hablarle del Rey Jacobo y de sus amenazas y conminaciones. Y las señales de la pálida melancolía y de la roja ruina se hicieron ostensibles en su faz.

El trovador oyó pensativamente semejantes noticias. Conocía por referencias a Rey Jacobo.

Al tercer día del plazo de siete concedido por el autócrata de la región, Ellison condujo su caballejo a Frío, para hacer algunas indispensables adquisiciones. Bradshaw se mostró duro, pero no implacable. Sirvió a Ellison la mitad de su pedido y le abrió un crédito de algún tiempo más. Entre lo adquirido figuraba un excelente jamón, tal como lo codiciaba Sam.

Cuando había recorrido cinco millas desde Frío, de regreso a su rancho, el viejo halló en su camino a Rey Jacobo. Su Majestad no se presentaba nunca sino en forma fiera y amenazadora, pero aquel día las rayas de sus ojos aparecían un tanto más ensanchadas de lo usual.

Habló con voz rezongona.

—Buenos días —dijo—. Tenía deseos de verle. Ayer un vaquero de Sandy me contó que era usted natural del distrito de Jackson, en Mississipi. Quisiera saber si es verdad.

—Allí nací —confirmó Ellison— y allí viví hasta los veintiún años.

Rey Jacobo siguió:

—El mismo hombre me aseguró que cree que usted es pariente de los Reeves, de Jackson.

—Carolina Reeves —repuso el viejo— era hermanastra mía.

—Pues era también mi tía —dijo Rey Jacobo—. Me escapé de casa a los dieciséis años. Y ahora hablemos de cosas que tratamos el otro día. La gente me tiene por un mal hombre, pero solo acierta a medias. En mis tierras hay pasto de sobra para las ovejas de usted, por mucho que aumenten. Tía Carolina solía hacerme empanadas de carne de cordero. Tenga usted sus ovejas aquí y use todos los pastos que se le antoje. ¿Cómo anda de dinero?

El viejo explicó pormenorizadamente sus males, con digna y mesurada sinceridad.

—También solía ponerme alguna cosa extraordinaria para la merienda de la escuela —gruñó Rey Jacobo—. Me refiero a tía Carolina. Ahora voy a Frío. Pasaré por su rancho mañana. Sacaré dos mil dólares del Banco y se los entregaré. Hablaré a Bradshaw para que le abra el crédito que usted necesite. Sepa que en nuestra tierra se dice que los Reeves y los Rey de Jackson tienen que estar tan unidos como una castaña a la cáscara. Y usted es Reeves y yo soy Rey, y mañana le ruego que me espere en su rancho, al ponerse el sol. No se preocupe de nada. Lo que yo sentiría es que viniera sequía y nos agostara los pastos.

El viejo Ellison volvió, feliz, a su rancho. Otra vez la sonrisa borraba sus arrugas. Repentinamente, por obra de la íntima bondad que debe anidar en todos los corazones, y más en los de los allegados, habían acabado por resolverse sus dificultades.

Al llegar a la ranchería no encontró en ella a Galloway. La guitarra pendía de una cuerda sujeta a la rama de un árbol, y gemía armoniosamente cuando la brisa del golfo pulsaba sus cuerdas.

El kiowa procuró explicarse.

—Sam cogió su caballo —dijo— y se fue a Frío. Aseguró que tenía que hacer no sé qué condenada cosa, ¿sabe? Prometió volver a la noche. No hay más.

Cuando asomaban las primeras estrellas el trovador volvió a su puerto de refugio. Tintineaban marcialmente sus espuelas cuando, después de dejar paciendo a su caballo, se acercó al rancho.

El viejo Ellison se sentaba ante la mesa de la cocina y tenía delante el cubilete de lata, lleno de café, que apuraba siempre antes de la hora de la cena.

—Hola, Sam —saludó, complaciente y satisfecho—. Tenía ganas de verte. Cuando no estabas aquí no sé cómo me las arreglaba para no morirme de cansancio en este rancho. Tú lo alegras todo. ¿Has ido a dar serenata a las mozas de Frío?

En aquel momento Ellison dirigió una mirada al rostro de Sam y en el acto comprendió que el trovador había pasado a ser hombre de acción.

Sam empezó a retirarse del cinturón el revólver de seis tiros de Ellison. El viejo lo había dejado en la mesa al salir hacia la villa.

Y aquí hagamos un inciso para indicar que cuando un trovador sustituye la lira por la espada, es seguro que van a surgir complicaciones. No debidas al experto golpe de Athos, ni a la fría pericia de Aramis, ni a la muñeca de hierro de Porthos, sino a la furia gascona, a la ruda y no académica belicosidad del trovador. En resumen, a la espada de D’Artagnan.

Sam manifestó:

—Ya está todo arreglado. Fui al pueblo de Frío solamente para eso.

—¿Para qué?

—Para impedirle que le oprimiera a usted de ese modo. Le encontré en la taberna de Summer. Y me constaba lo que convenía hacer. Le hablé en voz baja unas cuantas palabras. No nos oyó nadie. Entonces tiró del revólver. Fue el primero en hacerlo, como vieron media docena de personas presentes allí. Pero yo empuñé mi arma antes que él. Le apliqué tres dosis, todas en un pulmón. Un platillo de café las hubiera abarcado todas. Así que ya no le molestará a usted más.

Ellison preguntó, mientras sorbía la bebida:

—¿Te refieres a… Rey Jacobo?

—Puede usted apostar a que sí. Me llevaron ante el juez local, y todos los testigos coincidieron en que fue Rey Jacobo el primero en querer sacar un arma. Desde luego, me exigieron una fianza de trescientos dólares para ponerme en libertad provisional, pero en seguida se ofrecieron cuatro o cinco a responder por mí. Ya no le molestará más, tío Ben, se lo repito. Me hubiera gustado que viese lo cerca que estaban uno de otro los agujeros de las balas. ¿No le parece, tío Ben, que sé manejar un disparador lo mismo que una guitarra?

Se produjo un momentáneo silencio en el castillo. Solo se percibía el chirrido en la parrilla de una tajada de venado que el kiowa estaba cocinando.

El viejo Ellison se acarició las barbas con mano trémula.

—Sam —dijo, al cabo—, ¿quieres traer la guitarra y tocar aquello de Vuela, vuela, palomita? Siempre me parece que no hay tonada mejor y más tranquilizadora para quien se siente cansado y abatido.

Y nada más hay que decir, salvo que el título de esta narración es erróneo, porque debí llamarla “El último barón”. Nunca se extinguirán los trovadores y hasta parece natural que de vez en cuando los sones de sus guitarras apaguen los fragores de los picos y los martillos de todos los trabajadores del mundo.

*FIN*


“The Last of the Troubadours”,
Everybody’s Magazine, 1908


Más Cuentos de O. Henry