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El verdugo de su esposa

[Cuento - Texto completo.]

María de Zayas

A los últimos dejos del estribillo se levantó la hermosa Nise de su asiento, y haciendo una cortés reverencia, se pasó al del desengaño, y con mucho donaire y despejo dijo:

—Por decreto de la hermosa y discreta Lisis, me toca esta noche el tercero desengaño. Y aunque pudiera esta audiencia cerrarse con los referidos, pues son bastantes para que las damas de estos tiempos estemos prevenidas, con el ejemplo de las pasadas, a guardarnos de no caer en las desdichas que ellas cayeron, por dejarse vender de los engaños disfrazados en amor de los hombres, por que no me tengáis por alguna de las engañadas, que si mi corto entendimiento me ayuda, espero no serlo; aunque mi desengaño no sea de tanta erudición como los referidos, ocupo este lugar, advirtiendo que, supuesto que la hermosa Lisis manda que sean casos verdaderos los que se digan, si acaso pareciere que los desengaños aquí referidos, y los que faltan, los habéis oído en otras partes, será haberle contado quien, como yo y las demás desengañadoras, lo supo por mayor, mas no con las circunstancias que aquí van hermoseados, y no sacados de una parte a otra, como hubo algún lego o envidioso que lo dijo de la primera parte de nuestro sarao. Diferente cosa es novelar sólo con la inventiva un caso que ni fue, ni pudo ser, y ése no sirve de desengaño, sino de entretenimiento, a contar un caso verdadero, que no sólo sirva de entretener, sino de avisar. Y como nuestra intención no es de sólo divertir, sino de aconsejar a las mujeres que miren por su opinión y teman con tantas libertades como el día de hoy profesan, no les suceda lo que a las que han oído y oirán les ha sucedido, y también por defenderlas, que han dado los hombres en una opinión, por no decir flaqueza, en ser contra ellas, hablando y escribiendo como si en todo tiempo no hubiera habido de todo, buenas mujeres y buenos hombres, y, al contrario, malas y malos, que se verá un libro y se oirá una comedia y no hallarán en él ni en ella una mujer inocente, ni un hombre falso. Toda la carga de las culpas es al sexo femenil, como si no fuese mayor la del hombre, supuesto que ellos quieren ser la perfección de la naturaleza. Luego, mayor delito será el que hiciese el perfecto que el imperfecto; más pesada es la necedad del discreto que del necio; y así, es bien se sepa que, como hay mujeres livianas, hay hombres mudables, y como interesadas, engañosos, y como libres, crueles, y si se mira bien, la culpa de las mujeres la causan los hombres. Caballero que solicitas la doncella, déjala, no la inquietes, y verás cómo ella, aunque no sea más de por vergüenza y recato, no te buscará a ti. Y el que busca y desasosiega la casada, no lo haga, y verá cómo, cuando no la obligue la honestidad, el respeto y temor de su marido, la hará que no te solicite ni busque. Y el que inquieta a la viuda, no lo haga, que no será ella tan atrevida que aventure su recato, ni te busque, ni pretenda. Y si las buscas y las solicitas y las haces caer, ya con ruegos, ya con regalos, ya con dádivas, no digas mal de ellas, pues tú tuviste la culpa de que ellas caigan en ella. Esto es en cuanto a las mujeres de honor; que las que tratan de vivir con libertad, ¿qué quieres sacar de ellas sino lo que pretendes, que es entretenerte y ella quitarte tus dineros, que para eso te admite? Y pues ya lo sabes, ¿para qué las culpas que hacen su hacienda y destruyen la tuya, y luego te quejas que te engañan?, que vosotros os queréis engañar. La causa yo la diré. Encuentras una mujer en la calle; dícesle cuatro palabras: óyelas sin averiguar si tú las dices de veras o burlando; píntasete honrada y que no la ve el sol; créeslo, necio; convídasla con tu posada; acepta, va a ella. Pues le gozas ignorante, ¿por qué de una mujer que se te rindió luego, crees que en apartándose de ti no hará lo mismo con otro? Y si piensas diferente, tú eres el que te engañas, que ella, con su misma facilidad, te avisa. ¿Pues para qué te quejas de ella ni la ultrajas?, que ella hace su oficio. Si te ruega y busca, no la admitas, que su misma deshonestidad te avisa que no eres tú el primero. Y si te agradó, la sigues, no te quejes de nadie, pues sabes que cada uno ha de hacer como quien es. ¿Ves cómo no tienen la culpa las mujeres, sino los hombres, en quien ha de estar la cordura, el buen lenguaje, la modestia y el entendimiento, y no se hallarán ya estas virtudes, sino todo al contrario? ¡Ay, qué de buenas hubiera si los hombres las dejaran! Mas ellos hablan, y ellas escuchan, y de mentiras bien alhajadas, ¿quién no se deja vencer? Y más si, convertida la pretensión en tema, se las está diciendo a todas horas. Esto baste, y pluviera a Dios bastara para enmienda. Y porque se vea que, si Camila perdió con su esposo por callar las pretensiones de don Juan, en el engaño que ahora diré no le sirvió a otra dama para asegurar su crédito con su marido avisarle de las pretensiones de otro don Juan, aunque el cielo abonó su causa. Y con estas prevenciones dichas, prosigo de esta suerte:

En la ciudad de Palermo, en el reino de Sicilia, hubo en tiempos pasados dos caballeros nobles, ricos, galanes, discretos y, sobre todo, para que fuesen estas gracias de naturaleza y fortuna más lucidas, eran hijos de españoles, que habiendo sus padres pasado a aquel reino a ejercer cargos que su rey les encomendó, se casaron y avecindaron allí, como sucede cada día a los españoles que allá pasan. Eran, sobre lo dicho, don Juan y don Pedro (que éstos son sus propios nombres) tan grandes amigos, por haberse desde niños criado juntos, mediante el amistad de los padres, que en diciendo «los dos amigos», ya se conocía que eran don Pedro y don Juan. Juntos paseaban, de una misma forma vestían, y en no estando don Pedro en su casa, le hallaban en la de don Juan, y si faltaba éste de la suya, era seguro que estaría en la de don Pedro, porque un instante no se hallaban divididos, aunque vivían en casas distintas, todo lo más del tiempo estaban juntos.

Sucedió, pues, en medio de este extremo de amistad, tratar a don Pedro un casamiento con una rica y principal señora de la ciudad, con tanto extremo de hermosura, que ninguno la nombraba que no fuese con el aplauso de la bella Roseleta, que éste era su nombre. Efectuóse el casamiento, porque fuese esta señora como bella desgraciada, que por la mayor parte se apetece lo mismo que viene a ser cuchillo de nuestras vidas. Y aunque don Juan se halló a las bodas de su amigo, que se celebraron con mucha fiesta y aparato, no debió de mirar la belleza, gracia y donaire de Roseleta, y si la miró, fue como a mujer de su amigo, freno que si le durara el tenerle, fuera tenido por verdadero.

Ya casado don Pedro, y en su casa su esposa, don Juan, como acordó, no por temor de sí, que hasta entonces no había ni aun imaginado cupiera en él la menor ofensa de don Pedro, sino por excusar murmuraciones (que esto es lo que ha de mirar la verdadera amistad), considerando no parecería bien asistir tanto como solía a la casa de don Pedro, excusaba cuanto podía ir a ella; y como don Pedro, tan recién casado y con tan linda dama, enamorado como amante y cuidadoso como marido, asistiendo a su esposa, no podía ir tan a menudo como antes a la casa de su amigo, y él no venía sino de tarde en tarde a la suya, sentíalo ternísimamente, y con este sentimiento, la vez que veía a don Juan, le daba sentidas quejas, diciéndole que si entendiera que por casarse le había de perder, aunque los méritos de su esposa eran tantos, lo hubieran excusado; y con esto le rogaba mudase de propósito, acudiendo a su casa de la misma suerte que antes, que él estaba cierto que Roseleta tendría con él el mismo gusto que conocía que él tenía. Con palabras cuerdas y afables se excusó don Juan muchas veces de la petición de su amigo; mas, viendo era imposible el reportarle, hubo de conceder en darle gusto, entrando en casa de don Pedro con la familiaridad que antes, comiendo y cenando los más días con él y su esposa, la cual, viendo lo mucho que su marido amaba a don Juan, le recibía con un honesto agrado.

Ya he dicho que don Juan no había mirado a la bella Roseleta, aunque se halló a sus bodas. Y aquí se conoce que una cosa es mirar y otra ver. Viola don Juan en estas ocasiones, y admiró en ella una tan sin igual belleza, que sin querer llevaba y atraía la vista de cuantos la miraban, y juzgó a don Pedro por el hombre más dichoso del mundo. De aquí le nació una envidia de no haber él merecido tal prenda, no faltando en él partes para haberla alcanzado, y de todo esto enamorarse de todo punto de la mujer de su amigo, tan loco y perdido, que aunque se quería retener de mirarla y desearla, no le era posible, que en llegando a mirar una mujer humana con asomos de divinidad, quedaba otra vez perdido; pues que si contemplaba debajo de una honesta gravedad tal donaire y gracia, mezclado con un divino entendimiento, no sólo aventuraba a perder sus honrados designios, mas la misma vida. De suerte estaba don Juan que, por más que lo intentaba, no podía enfrenar con el freno de la razón el desenfrenado caballo de su voluntad.

Con grandes desasosiegos se hallaba el triste caballero, y en viéndose a solas, él mismo se reprendía, diciendo: «¿Qué es esto, traidor don Juan? ¿Qué viles pensamientos son éstos? ¿Qué enemigo mortal de mi amigo don Pedro los tuviera? ¿O de quién supieras tú que intentaba el agravio de tu amigo que no le hicieras pedazos? ¿Pues qué dirá de ti el mundo, si llegase a saberlo, sino, o que no eres de sangre noble, o has perdido el juicio? ¡Oh, amigo don Pedro, y qué engañado vives en el amor que tienes a este desleal amigo, que ha dado lugar a tan viles y infames pensamientos! Mejor fuera decírtelo, para que tomaras venganza de tan desleal y traidor amigo. ¡Ay, Roseleta, nunca mis desdichados ojos vieran tu más que celestial hermosura, acompañada de tan innumerables gracias! ¡Oh, si nacieras fea! ¡Oh, si no fueras mujer de don Pedro! No, no me ha de vencer tu hermosura; viva el honor de mi amigo, y muera yo, pues fui tan liviano, que he tenido tan ruines deseos.»

Con este propósito se determinaba a no amar a Roseleta. Mas, ¿qué servía? Que, en volviéndola a ver, toda su fortaleza daba en tierra, y rindiendo con ella sus potencias, lo ponía todo a los pies de Roseleta. Con estos combates andaba tan triste y divertido, que si comía, se le olvidaba el bocado desde la mano a la boca, y si le hablaban, parecía que no entendía o respondía a despropósito. Notaba don Pedro la tristeza de su amigo; a solas, y delante de su esposa, le preguntaba la causa de su tristeza; mas él se excusaba con decir que él mismo la ignoraba.

Muchos días pasó don Juan con estas imaginaciones, ya perdiéndose, y ya volviéndose a cobrar; hasta que, rendido a ellas, cayó en la cama de una peligrosa enfermedad, en que llegó muy al cabo, asistiéndole don Pedro y visitándole algunas veces Roseleta. En fin, ya con salud, y volviendo a la casa de su amigo como antes, resuelto, aunque aventurase cuanto había y el honor, que era lo más, a decir a Roseleta su amor en hallando ocasión. Y vínole a propósito que un día, comiendo con don Pedro y su esposa, estando tan triste y divertido como siempre, le dijo don Pedro:

—Cierto, amigo don Juan, que puedo estar verdaderamente quejoso y agraviado de vuestra amistad, pues no se compadece tenerla los dos desde nuestra primera edad, como todos saben, y que me celéis la causa de vuestra tristeza, haciéndome sospechar muchas cosas de ella que agravian vuestra calidad y la mía. Porque ¿qué cosa os puede obligar a estar, como os veo y he visto, en términos de perder la vida, que no se pueda comunicar conmigo, aunque fuera contra vuestro honor? Por Dios os pido que me saquéis de esta confusión.

Que viendo don Juan que de callar podía imaginar alguna cosa, y también por empezar a poner la primera piedra en el cimiento de su pretensión, le dijo:

—Cierto, amigo don Pedro, que el haberme recatado de haberos dicho mi pena, ni ha sido falta de voluntad, ni menos el tener por sospechosa vuestra amistad, sino de vergüenza de que ninguno sepa de mí mi flaqueza, que es bien grande el que yo me haya rendido a un pensamiento que me cueste lo que veis y habéis visto. Y así, para sacaros de este cuidado, con licencia de vuestra esposa, os la diré. Sabed que desde que vi la hermosura de Angeliana, una dama de esta ciudad a quien pienso que conocéis, estoy de la manera que veis, porque es tanta su severidad y desvío para conmigo, que aunque he procurado que sepa mi pasión, no la ha querido oír, ni recibir papel ni recado de mi parte, y esto me trae tan triste y desesperado, que si no es quitarme la vida, no me queda otra cosa. Ésta es la ocasión, y no otra ninguna; ved si hacía bien en callarla, pues es vileza que el corazón de un hombre se rinda a una mujer con tanto extremo que le ponga en el que yo me veo.

No era así como don Juan decía, que a esta ocasión había ya gozado a Angeliana con palabra de esposo, si bien desde que vio a Roseleta se le había entibiado la voluntad. Consolaban don Pedro y su esposa a don Juan, lastimados de su pena, aconsejándole que pues Angeliana era de la calidad que todos sabían, y no tenía padres, que la pidiese por esposa a sus deudos, que todos estimarían tenerle por tal. A esto respondió don Juan que era lo cierto lo que le aconsejaban; mas que, aunque la quería ternísimamente, que no tenía voluntad de casarse hasta que entrase en más edad.

De esta manera pasó más de dos meses, sin tener lugar de declarar a Roseleta su amor si no era con los ojos y ansiosos suspiros, que ella no atendía, ni creía que fuesen sino por Angeliana. Hasta que un día, estando comiendo con Roseleta y don Pedro, le vino a buscar un caballero con quien había de averiguar unas cuentas, y porque no entrase dentro, donde estaban comiendo él y su esposa con don Juan, se levantó de la mesa y salió fuera; que viendo don Juan tan buena ocasión, no la quiso perder. Como su amorosa voluntad estaba ya resuelta y determinada, temblándole la voz y con un suspiro que parecía rendir entre él el alma, le dijo:

—¡Ay, hermosa Roseleta, y qué desdichado y dichoso fue el día en que te conocí y vi tu alzada hermosura; dichoso, por haber gozado mis ojos de tu celestial vista, y desdichado en contemplarte ajena, pues quedé privado del bien de merecerte! No es Angeliana la causa de mi tristeza, sino tú, hermosa señora, que eres el ángel en que idolatra mi voluntad. No te digo esto por que me des remedio, que morir por ti es mi apetecida vida, y amando pienso llegar al fin de ella, sino para que si me ves triste, tú eres la causa, y no Angeliana, que así me favorecieras tú como ella me favorece, y por ti no la estimo.

Más pudiera decir don Juan, y aun piense que se alargara a más su atrevimiento, porque Roseleta estaba fuera de su sentido de enojo, si a este tiempo no entrara don Pedro, y estorbó que don Juan fuera más atrevido, y Roseleta se cobrara de su turbación, para que llevara la respuesta como merecía su atrevimiento. Acabóse la comida, y Roseleta se retiró, rabiando de cólera, y don Pedro y su amigo se salieron a pasear, don Juan bien contento por haber declarado su amor a la dama. Muchos días pasaron que no pudo don Juan tornar a decir más palabras a la dama, porque ella se recataba tanto y huía de no darle más atrevimiento, que ya le pesaba de haberle tenido, por no perder su vista; porque Roseleta, muchas veces, por no salir a comer con don Juan, fingía repentinos accidentes, y otras que no podía excusar, no alzaba los ojos a mirarle.

Y un día que ya todos tres habían acabado de comer y estaban sobre mesa platicando, no habiendo podido Roseleta excusar el no hallarse presente, don Pedro preguntó a don Juan cómo le iba con los amores de Angeliana.

—Muy mal —dijo don Juan—, pues porque los días pasados tuve lugar de intimarle mi pasión y los desvelos que me cuesta su hermosura, se me ha negado de suerte que apenas se deja ver, y si la veo, es con un ceño con que me quita la vida, a cuyos enfados le he hecho unos versos que, si gustáis, os los quiero leer.

—Mucho gusto me haréis —dijo don Pedro.

Aunque a Roseleta le pesó, como quien ya sabía a quien dirigía don Juan todas aquellas cosas, y si no fuera por su esposo, se levantara y se fuera. Y sacando don Juan el papel, leyó que decía así:

Si es imposible vivir,
amado dueño, sin vos,
que pida al tiempo que vuele,
no será muy grande error.

La gloria que tengo en veros,
de que al amor gracias doy,
en faltando vos, es pena,
porque vos mi gloria sois.

Si sin el sol no vivimos,
y vos, mi bien, sois el sol,
fuerza es que sin vos no viva;
mirad vuestra obligación.

No por interés que tiene
el sol de nuestro favor
acude a darnos la vida;
ésta es sabida cuestión.

Sabe que necesitamos,
así el Cielo lo ordenó,
de que dé aliento a la vida
con su luz y su calor.

Pues si el sol hace este efecto,
y sin vos muriendo estoy,
no por vos, sino por mí,
dad remedio a mi pasión.

Fáltame la confianza,
mis méritos pocos son;
así como yo sé amaros,
supiera si amado soy.

A estos ojos que os adoran
no les cercenéis, por Dios,
el bien que en veros reciben,
que es darles mortal dolor.

No soy mío, bella ingrata,
vuestro soy. Si ingrata sois,
muy presto veréis mi vida
perdida por tal rigor.

¿Quién podrá, si os escondéis,
sufrir el estar sin vos?
Ojos, llorad, pues sois nubes,
y se os ha escondido el sol.

Si en otro oriente salís
y yo me quedo sin vos,
noche seré de Noruega,
pues vuestra luz me faltó.

En teniéndote ausente,
muerto soy,
la vida se me acaba,
¡ay, qué rigor!

Alabó don Pedro el romance. Y no me espanto, que era tan apasionado de las cosas de don Juan, su amigo, que aunque fuera peor, le parecería bien. Mas su esposa, que desde que le empezó a decir estaba reprimiendo la cólera, porque vio al blanco que tiraba, y con ella dejaba y tomaba su rostro mil alejandrinas rosas, con semblante risueño y altivo, le dijo:

—Cierto, señor don Juan, que ya vuestro amor deja de serlo, y toca en locura o temeridad. Si conocéis que esa dama no gusta de que la améis, o por su honestidad, o porque no se agrada de vuestras pretensiones, porque no le están bien a su honor, que es lo más cierto, pues no porque una mujer sepa que un hombre la ama, si es en menoscabo de su opinión, está obligada a amarle, ya os pudiérades cansar de querer vencer un imposible; sino que los hombres empiezan amando, y acaban venciendo, y salen despreciando. Porque en viendo que una mujer se les resiste, ya no por amarla, sino por vencerla, trocando el amor en tema, perseveran para vengarse de los desprecios que le ha hecho, y quieren que una mujer, aunque no quiera, los quiera, y no sé qué ley hay que si la tal es cuerda y tiene honra, se aborrezca a sí por querer a otro, y más si sabe que el tal amor no es para darle honor, sino para quitársele. Si no os quiere, dejalda, y amad a otra, que os amará y os costará menos cuidados, y os excusaréis de riesgos. Que de mí digo, que si entendiera que había en ningún hombre atrevimiento para poner en mí el pensamiento, que es pensamiento a mirarme con ojos de quitarme la opinión, si diciéndoselo a mi esposo no le quitara la vida, lo hiciera yo por mis manos.

No sintió bien don Juan de la reprensión que Roseleta le dio, porque con ella le amenazaba. Mas don Pedro rió mucho el enojo de su esposa por volver por Angeliana, y llevando a don Juan consigo, se salió de casa muy descontento don Juan del desdén de su dama. Mas no por eso se apartó de su pretensión; antes, mientras más imposible la miraba, más se perdía, y se determinó a no dejar de amar y porfiar hasta vencer o morir. Y con esta bien desleal intención para lo que debía a la verdadera amistad de su amigo, y así, sin temer ponerse al riesgo que Roseleta le había intimado, la escribió en diferentes ocasiones cuatro papeles, que hizo que llegasen a sus manos por cautela y con apoyo de una criada; mas de ninguno tuvo respuesta, ni aun pudo saber de la tercera, que con engaño se los daba, si los había leído. Hasta que al quinto, Roseleta, después de haber reñido a la criada su atrevimiento, le envió a decir con ella misma que se quitase de tal locura, porque si pasaba adelante su infame pretensión, se lo diría a su esposo.

No temió don Juan el amenaza de la dama, por parecerle imposible que ninguna mujer tuviese atrevimiento de dar parte a su marido de caso semejante, por lo que podría perder con él, supuesto que le advertía del daño a que estaba puesta, y de la quietud que debe tener un casado, en razón de la confianza que es justo tener y le despertaba a celoso, enfermedad en el casado muy peligrosa, y así, pensó que no lo haría, aunque lo proponía, pues era más porque se excusase de molestarla, y con esto le envió el sexto papel, que decía así:

¡Qué poco siente mis penas
tu corazón de diamante;
qué ingrata miras mi amor,
poco te obligan mis males!

Un volcán tengo en el pecho;
pero como el tuyo es Alpe
huye el fuego de la nieve,
y en mí muere como nace.

¡Quién pensara que mi amor,
en guerras tan desiguales,
como es mi fuego y tu hielo,
no hubiera muerto cobarde!

¿Quién le ve escapar rendido
de ingratitudes tan grandes,
que piense que ha de volver
otra vez a aventurarse?

Si no soy yo, bella ingrata,
que soy quien su fuerza sabe,
y conozco que si huye,
es para más animarse.

No porque jamás se aparta
de quererte y adorarte,
que antes faltará la vida
que en mí aquesta fe me falte.

Temblando a tus ojos llego,
que amor tiene tretas tales:
en las burlas, atrevido;
temeroso en las verdades.

Quien ama, cobarde estima;
que el mismo amor al amante
el atrevimiento acorta
y la soberbia deshace.

Cuando te hablo en mi pecho,
mil cosas digo a tu imagen,
que, a escucharlas, bella ingrata,
fuerza es que las estimases.

Triste estoy, mil penas siento,
todas de tu rigor nacen,
aunque digas que mi amor
intenta temeridades.

Pónesme pena de muerte;
mas ¡qué importa que me mates!,
pues morir a causa tuya
muerte es que pueda envidiarse.

Es tanto lo que te quiero,
que amaré lo que tú ames;
estimaré lo que estimas,
sólo porque tú lo mandes.

Alguna secreta causa,
que el alma profeta sabe
(que en adivinar desdichas
no hay sabio que más alcance),

señora mía, me obliga
amargamente a quejarme;
quiera el Cielo que ella mienta,
quiera el amor que me engañe.

Si mi pena no te obliga,
bien sabes tú lo que haces;
no merezco más favor,
pues no te animas a darle.

Sabe Dios, si como Él sólo
se obliga de voluntades,
te obligaras de la mía,
conociendo lo que vale.

Que aunque cruel me maltratas,
tú vinieras a obligarte
de la vida que aborreces,
y acabaran tus crueldades.

¡Ay de mí!, ¿cómo diré
mi amor? Mas mi lengua calle;
que si no le has de pagar,
más justo será ignorarle.

Fue tan grande el enojo que Roseleta recibió con este último papel, que sin mirar riesgos, ni temer peligros, con una crueldad de basilisco, tomando éste y los demás que tenía guardados, se fue a su marido, y poniéndoselos todos en las manos le dijo:

—Para que veáis el amigo que tenéis y de quien os fiáis y traéis a vuestra casa: vuestro amigo don Juan trata de quitaros la honra, solicitando, con las muestras que en él habéis visto, vuestra mujer. Y advertid que la Angeliana por quien publica desvelos soy yo, y a mí es a quien dirige todas sus palabras y versos; que si le dije el otro día lo que delante de vos pasó, fue por reñirle sus atrevimientos. Y ni esto, ni amenazarle que os lo diría, me ha servido de nada, pues se ha atrevido a escribirme tan descaradamente como en ellos veréis. Ahora, ved qué remedio se ha de poner, porque yo no hallo otro sino quitarle la vida. Yo he cumplido con lo que me toca; ahora cumplid con lo que os conviene a vos.

En el discurso de este desengaño veréis, señoras, cómo a las que nacieron desgraciadas nada les quita de que no lo sean hasta el fin; pues si Camila murió por no haber notificado a su esposo las pretensiones de don Juan, Roseleta, por avisar al suyo de los atrevimientos y desvelos de su amante, no está fuera de padecer lo mismo, porque en la estimación de los hombres el mismo lugar tiene la que habla como la que calla. Dios nos libre si dan en desacreditarnos, que por una medida pasan todas.

Cómo quedaría don Pedro oyendo a Roseleta no hay lengua que lo diga: júzguelo el que lo oye, pues, sobre el agravio, se le ofrecía ser su mayor amigo quien se le hacía. Leyó los papeles, y volviólos a repasar. Ya la cólera no le daba lugar a aguardar tiempo para su venganza, y ya el amor que a don Juan tenía le atajaba el tomarla. Mas al fin, ya resuelto a que tal agravio no quedase sin castigo, se resolvió a dársele de modo que no se supiese por la ciudad, por que no quedase su honor en opiniones. Y así, le mandó a Roseleta que respondiese a don Juan un papel muy tierno, disculpándose de su ingratitud y dándole a entender que estaba arrepentida del desdén que hasta allí le había mostrado, y que para darle más seguras satisfacciones, le aguardaba otro día en la noche, en su quinta, que él muy bien sabía, porque su marido iba otro día fuera de Palermo a un negocio donde había de estar dos días, y que no entrase por la puerta de la quinta, sino por un portillo que estaba en la huerta, por excusar que no le viesen los labradores que en la quinta había; que en la misma huerta le aguardaba sola con aquella criada que era testigo de sus pensamientos. Finalmente, el papel le notó don Pedro, y le escribió Roseleta, y le llevó la criada, ignorando que era ordenado por su señor, sino creyendo que Roseleta, ya vencida de don Juan, le respondía. Recibió el papel el enamorado mozo, haciendo y diciendo mil locuras de gozo, satisfaciendo a la mensajera su cuidado, y enviando a decir a su señora que sería obedecida, la despidió. ¡Oh ceguedad de amante que no advirtió el peligro, ni admiró la liviandad de Roseleta al primer favor, sobre tanta crueldad, darle lugar para hablarla, antes alabando su dicha, y dando gracias al amor, porque tras tantas penas le había dado tal gloria!

Llegó la mañana del aplazado día, y don Pedro, con dos criados, apercibido su camino, se partió, hallándose don Juan presente, que de falso se ofreció a ir con él; mas don Pedro, no aceptando, salió de Palermo por diferente puerta de la que iba a la quinta, y luego, torciendo el camino él y sus criados, se ocultaron en ella, como la quinta no estaba más de tres millas de la ciudad, que es una legua española. En acabando de comer, Roseleta se entró en su coche con la criada tercera de los amores; a vista del mismo don Juan, que no se descuidaba, partió camino de la quinta, y entreteniéndose por el campo hasta que fue de noche, dio la vuelta por otra parte y se volvió a su casa, admirada la criada de lo que veía. Poco antes de anochecer, subió don Juan en un caballo, y solo, caminó hacia la quinta, con tanto contento de ir a verse con la más que hermosa Roseleta, que no llevaba pensamiento de azar ninguno, y al salir de la ciudad tocaron al Avemaría, que oyéndolo don Juan, aunque divertido en sus amorosos cuidados, pudo más la devoción, y parando adonde oyó la campana, se puso a rezar, pidiendo a la Virgen María, nuestra purísima Señora, que no mirando la ofensa que iba a hacerle, le librase de peligro y le alcanzase perdón de su precioso Hijo. Y acabada su devota oración, siguió su camino.

Úsase en toda Italia ajusticiar los delincuentes en la misma parte que cometen el delito, y aquel mismo día habían, una milla de la ciudad, ahorcado tres hombres, a un lado del camino por donde don Juan iba, porque habían allí muerto unos caminantes por robarlos. Y como por allá, y aun en muchas partes de España, los dejan en la horca, estos tres que digo se estaban en ella. Al llegar don Juan casi enfrente del funesto madero, oyó una voz que dijo: «¡Don Juan!», que como se oyó nombrar, miró a todas partes, y no viendo persona ninguna, porque aunque ya había cerrado la noche hacía luna, aunque algo turbia, pasó adelante, pareciéndole que se había engañado; y a pocos más pasos oyó otra vez la misma voz, que volvió a decir: «¡Don Juan!» Volvió, espantado, a todas partes, y no viendo persona ninguna, santiguándose, volvió a seguir su camino; y llegando ya enfrente de la horca, oyó tercera vez la misma voz, que le dijo: «¡Ah, don Juan!» A este último acento, y ya casi enfadado de la burla que hacían de él, se llegó a la horca, y viendo los tres hombres en ella, con ánimo increíble, les dijo:

—¿Llámame alguno de vosotros?

—Sí, don Juan —respondió el que parecía más mozo—. Yo te llamo.

—¿Pues qué es lo que me quieres? —le respondió don Juan—. ¿Quieres que te haga algún bien, o que te haga decir algunas misas?

—No —respondió el hombre—, que por ahora no las he menester. Para lo que te llamo es para que me quites de aquí.

—¿Pues estás vivo? —dijo don Juan.

—Pues si no lo estuviera —replicó el hombre—, ¿qué necesidad tenía de pedirte que me quitases?

—¿Cuándo te ahorcaron? —dijo don Juan.

—Hoy —replicó el hombre.

—¿Pues cómo has podido vivir hasta ahora?

—¿Hay para Dios imposible que lo sea? Cuando quiere librar una vida, y aun enterrado lo puede hacer, como sea su voluntad.

—¿Pues cómo lo haremos —dijo don Juan—, que no hay con qué subir allá arriba, y si corto la soga, podrás caer y hacerte daño?

—Vuelve las ancas del caballo, y como con la espada cortes la soga, yo me quedaré después de pies en él.

Hízolo así el admirado caballero, y como cortó la soga, se quedó el hombre sentado en las ancas del caballo. Hecho esto, volvieron a su camino, pareciéndole a don Juan siglos lo que se había detenido: tanto deseo tenía de llegar donde esperaba gozar toda su gloria en brazos de Roseleta. Y yendo por él, le dijo:

—Dime ahora: ¿cómo ha sido esto, que habiéndote ahorcado estés vivo?

—Yo estaba inocente del delito que me levantaron; confesé de miedo del tormento. Y así, fue Dios servido de guardarme la vida.

—La cosa más rara y milagrosa que se ha visto es ésta.

—Sí es —dijo el hombre—; mas ya ha sucedido en otros, como se ve en el milagro de Santo Domingo de la Calzada, en España, que hasta hoy se guardan las memorias en el gallo y la gallina que resucitaron para crédito de que el mozo que habían ahorcado quince días había estaba vivo; que Dios, como padre de misericordias, acude con ellas a quien le ha menester, como ha hecho a mí, y aun a ti, pues quiso traerte por esta parte a tiempo que me pudieses socorrer y fueses la mano por donde se cumpliese la voluntad divina.

—Bendito sea —dijo don Juan—, que lo ordenó así; que cuando no fuera mi venida para el gusto que espero gozar de ella, por haberte socorrido a tal tiempo, la doy y por bien empleada y te prometo, como caballero, no desampararte mientras viviere, por que la necesidad no te obligue a hacer por donde te veas otra vez en tan desventurado lugar como te has visto.

—Yo te beso, señor, la mano —dijo el hombre—, y doy gracias al Cielo que te encaminó por esta parte.

Al fin, tratando en esto y en otras cosas, descubrieron la quinta, que estaba en medio de una deleitosa arboleda, por haber en aquella tierra muy hermosos jardines, y la quinta le tenía de los mejores de cuantas por aquel prado había. Y a tiro de arco de ella, dijo don Juan al hombre, bajándose del caballo, y él de la misma suerte:

—Quédate aquí con este caballo y aguárdame, que yo voy a un negocio preciso, que es el que me sacó esta noche de mi casa, que presto daré la vuelta, para que nos volvamos a la ciudad, o te avisaré de lo que has de hacer.

—No, don Juan —replicó el hombre—, no andas acertado en eso que me mandas; que en ese negocio a que vas, que te importa tanto, yo lo tengo de hacer y tú eres el que te has de quedar aquí con el caballo.

Rióse don Juan de voluntad, y respondióle:

—¿Pues sabes tú lo que vengo a hacer, o cómo la puedes tú suplir la falta que yo haré?

—Esa es la gracia —respondió—; que sé a lo que vienes, y he de hacer lo que tú vienes a hacer.

—Acaba —dijo don Juan—, que estás porfiando en vano y perdemos tiempo.

—Ya yo lo veo —dijo el ahorcado— que perdemos, no sólo tiempo, mas palabras, y tú eres el porfiado. Toma el caballo, que esto ha de ser, que yo he de ir, y tú te has de quedar.

—Cansado eres, y a saber esto, no te hubiera traído conmigo, que si supieses los ratos de gusto que me quitas en detenerme, no me pagarías descortés el beneficio que esta noche te he hecho.

—No sabes bien cómo te le pago —dijo el hombre— y los gustos que te estorbo. Y para que no nos cansemos, que quieras, que no quieras, he de ir yo adonde tú vas, y más que no has de quedar aquí donde estamos, que el caballo le has de atar a aquel árbol que está allí desviado, y tú te has de subir en otro apartado de él, que no puedas ser visto. Y ten atención a lo que vieres y oyeres; entonces conocerás a cuál de los dos importa más el ir: tú o yo.

Embelesado estaba don Juan oyéndole con mil asustadas palpitaciones que el corazón le daba, que le hacía temblar todo el cuerpo sin poder aquietarle, aunque se aprovechaba de todo su valor y ánimo, pareciéndole todos prodigios los que veía. Y sin replicar más, tomó su caballo, y atándole al árbol que el hombre le había señalado, se subió en otro no muy lejos de él, aguardando a ver en qué paraba la porfía de aquel hombre, el cual, en viéndole puesto en parte segura, caminó a la quinta. Y de lo que más se maravilló don Juan fue de ver que no encaminó a la puerta; antes, dando vuelta por junto a las tapias, se fue a un portillo que en la huerta había, que era por donde él estaba avisado que había de entrar, porque no fuese visto de la gente que en la quinta había, acordándose muy bien que él no le había dicho por la parte que había de entrar.

Llegó el ahorcado al portillo, y apenas saltó por él, que era como de algo menos que un estado de un hombre, cuando don Pedro y sus criados, que estaban en centinela, pareciéndoles ser don Juan, a una disparando las pistolas, le derribaron en tierra, y luego que le vieron tendido, fueron sobre él, y dándole muchas puñaladas, le cogieron y echaron en un pozo, echando sobre él cantidad de piedras que tenían apercibidas.

Sin sentido quedó don Juan, oyendo desde el sitio en que estaba el ruido de las bocas de fuego, sin poder imaginar qué fuese, y no hacía sino santiguarse. Y más le creció el admiración cuando, de allí a un cuarto de hora, vio abrir las puertas de la quinta y salir por ella tres hombres a caballo, que, como llegaron a emparejar con el de don Juan y los sintió, relinchó. A lo que uno de los tres dijo:

—El caballo del señor; no subirá más en él.

Y parecióle en la voz y en el talle a su amigo don Pedro.

—¡Válgame el cielo! —que esto decía el espantado caballero—, ¿qué es lo que me ha sucedido y sucede? ¡Don Pedro y sus criados en la quinta! ¡No dejarme ir aquel hombre que quité de la horca! ¡Oír ruido de pistolas! ¡Decir don Pedro que no subiré más en el caballo! ¡No sé qué sienta!

Y diciendo esto, como los perdió de vista y que habían tomado el camino de la ciudad, se bajó del árbol, y queriendo ir hacia la quinta, llegó el hombre todo bañado en sangre y mojado, dando con su venida a don Juan nuevas admiraciones, que le dijo:

—Pídote por Dios que me desates tantas dudas y saques del cuidado en que estoy con las cosas que esta noche me han sucedido. Que, o pienso que sueño, o que estoy encantado.

—No sueñas, ni estás encantado —respondió él—, que te tengo de decir: ¿No viste a don Pedro, tu amigo, y a sus criados? ¿No oíste lo que dijeron? ¿Pues tan ignorante eres que no sacas de eso lo que puede ser? Vesme cómo vengo, pues todas estas heridas me han dado, creyendo ser tú, y luego me echaron en un pozo, y muchas piedras sobre mí. Y aún pienso que don Pedro no quedó vengado de tu traición y falsa amistad, de que Roseleta, su mujer, le dio cuenta, poniéndole en la mano tus papeles, y por orden suya te escribió ella para que, viniendo aquí, su marido te diese el castigo que merecen tus atrevimientos. Y mira lo que los cristianos pecadores debemos a la Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, que con venir, como venías, a ofender a su precioso Hijo y a Ella, se obligó de aquella Avemaría que le rezaste, cuando, saliendo de la ciudad, tocaron a la oración, y de una misa que todos los sábados le haces decir en tu capilla, donde tienes tu entierro y el de tus padres, y le pidió a su precioso Hijo te librase de este peligro que tú mismo ibas a buscar; y su Divina Majestad, por su voluntad (quizá para que siendo este caso tan prodigioso y de admiración, tú y los demás que lo supieren sean con más veras devotos de su Madre), me mandó viniese de la manera que has visto, para que tomando a los ojos de don Pedro y sus criados tu forma, lleven creído que te dejan muerto y sepultado en aquel pozo, y tú tengas lugar de arrepentirte y enmendarte. Ya te he librado y dicho lo que tan admirado te tiene. Quédate con Dios, y mira lo que haces, y que tienes alma, y que esta noche has estado cerca de perderla con la vida. Que yo me voy adonde estaba cuando Dios me mandó que viniera a librarte; que yo muerto estoy, que no vivo, y acuérdate de mí para hacerme algún bien.

Y diciendo esto, dejando a don Juan más confuso y asombrado que hasta allí, se le desapareció de delante. Que es lo cierto que, a no valerse de todo su ánimo, cayera allí sin sentido. Mas haciéndose mil veces la cruz en su frente, y dando muchas gracias a Dios y a su bendita Madre, desató su caballo, y subiendo en él, tomó el camino de la ciudad, con nuevos pensamientos, bien diferentes de los que hasta allí había tenido; que como llegó enfrente de la horca, miró hacia allá y vio en ella los tres hombres como antes estaban.

Entróse en la ciudad, encomendándolos a Dios, y llegando a su casa se acostó, sin hablar a ninguno de sus criados, que estaban admirados de su tardanza, por ser ya pasada de medianoche, la cual pasó, hasta que fue de día, con mucha inquietud; que, como vio la luz, se vistió y se fue a casa de su amigo don Pedro, que estaba durmiendo con su mujer, contento de haberse vengado, y de modo que nadie sabría qué se había hecho don Juan; que como entró en la calle, y los criados de don Pedro que se habían hallado a su muerte le viesen, más admirados que don Juan había estado la noche antes, fueron a don Pedro, y despertándole le dijeron:

—¡Señor, la mayor maravilla que ha sucedido en el mundo!

—¿Y qué es? —replicó don Pedro.

—Que don Juan está vivo y viene acá —respondieron ellos.

—¿Estáis en vuestro juicio —dijo don Pedro—, o le habéis perdido? ¿Cómo puede don Juan venir, ni estar vivo? Pues cuando no muriera de las heridas que le dimos, era imposible salir del pozo, con las piedras que le echamos encima.

—En mi juicio estoy, que no le he perdido, y digo que viene sano y bueno —dijo el uno de ellos—, y vesle que sube por la escalera.

—Y ¡vive Dios! —dijo el otro—, que está ya en la antesala, y que no las tengo todas conmigo, esté vivo o muerto.

Cuando esto se acabó de decir, ya don Juan estaba en la cuadra, dejándolos a todos como los que han visto visiones, y más a don Pedro, que no podía creer sino que era cuerpo fantástico. Pues entrando don Juan, se echó a los pies de don Pedro, pidiéndole perdón de los agravios que no había cometido, aunque los había intentado, y a Roseleta de sus atrevidas y locas pretensiones, contando sin que faltase nada de lo que le había pasado, dejando a todos tan confusos, que apenas acertaban a responderle. Y hecho esto, despidiéndose de todos, haciendo primero quitar los cuerpos de los ahorcados de la horca, y haciéndoles un honroso entierro, mandándoles decir muchas misas, se fue a un convento de religiosos carmelitas descalzos, y se entró de fraile, tomando el hábito de aquella purísima Señora que le había librado de tan manifiesto peligro.

Bien pensaréis, señores, que estos prodigiosos sucesos serían causa para que don Pedro estimase y quisiese más a su esposa, conociendo cuán honesta y honrada era, pues no sólo había defendido su honor de las persuasiones de don Juan, sino avisándole de ellas para que pusiese remedio y se vengase. Pues no fue así, que con los crueles y endurecidos corazones de los hombres no valen ni las buenas obras ni las malas; que de la misma suerte, como no sea a su gusto, estiman lo uno que lo otro, pues en ellos no es durable la voluntad, y por esto se cansan hasta de las propias mujeres, que si no las arrojan de sí, como las que no son, no es porque las aman, sino por su opinión. Así le sucedió a don Pedro, que, o fuese que se cansó de la belleza de Roseleta (por tenerla por plato ordinario, y quisiera mudar, y ver diferente cara), o por hallarse corrido de lo que le había sucedido con don Juan, viendo que se había divulgado por la ciudad, que no se hablaba en otra cosa; y como el vulgo es novelero, y no todos bien entendidos, cada uno daba su parecer. Unos, si don Pedro había satisfecho su honor con lo que había hecho, pues aunque se suponía no haber tenido efecto la culpa, para el honor del casado, sólo el amago basta, sin que dé el golpe. Otros, poniéndolo en la honestidad de Roseleta, diciendo si había sido o no; y juzgando si la movió diferentes accidentes que la honestidad a avisar a su marido de las pretensiones de don Juan, y a esto anteponían el entrar tan de ordinario en su casa. Otros decían que había andado atrevida en dar parte a su marido de esas cosas, pudiendo ella atajarlas. Otros, que no cumplía con la ley de honrada si no lo hiciera. De manera que en todas partes se hablaba y había corrillos sobre el caso, señalando a don Pedro con el dedo. «Éste —decían— es el que tornó a matar el ahorcado.» Otros respondían: «Buen lance echó; bien desagraviado quedó.» Todo esto traía a don Pedro avergonzado, y con tal descontento, que sin mirar cómo el Cielo había sido autor de la defensa de don Juan, y que él estaba ya puesto al amparo de la misma que se le había dado para que él no ejecutase su venganza, se lo vino a pagar todo su inocente esposa, aborreciéndola de modo que ante sus ojos era un monstruo y una bestia fiera.

Opúsose a la hermosa y desdichada dama para que lo fuese de todo punto, si ya no bastaba verse aborrecida de su esposo, Angeliana, aquella dama que al principio dije que don Juan amaba cuando se enamoró de Roseleta, y que la había gozado con palabra de esposo, que como supo el suceso, rabiosa de haber perdido a don Juan por causa de Roseleta, se quiso vengar de entrambos: de la dama, quitándole su marido, y de don Juan, agraviándole con su amigo. Era libre y había errado, causa para que algunas se den más a la libertad; que esto habían de mirar los hombres cuando desasosiegan a las doncellas, que va sobre ellos el enseñarlas a ser malas. Poníase en las partes más ocasionadas para que don Pedro la viese, y aunque no era tan hermosa como Roseleta, los ademanes libres, con otras señas que con lascivos ojos le hacía, como ya él aborrecía a su esposa, le atrajeron de suerte que vino a conseguir su intento, de modo que don Pedro se enamoró de ella, entrando en su casa, no como recatado amante, sino con más libertad que si fuera su marido; porque, como amor nuevo, le asistía más, faltando en su casa, no sólo al regalo y agasajo de su esposa, sino también al sustento de su familia, no bastándole su hacienda y la de su mujer para que Angeliana destruyese; que siempre para las cosas del diablo sobra, y para las de Dios falta.

Vino a ser tan pública esta amistad, que la ciudad la murmuraba, y Roseleta no la ignoraba, por donde, impaciente, se quejaba, viniendo a tener entre ella y don Pedro los disgustos acostumbrados que sobre tales casos hay entre casados. Y por esto, y ver que se disminuía su hacienda, no gozando ella de ella, se determinó a escribir un papel a Angeliana, amenazándola, si no se apartaba de la amistad de su marido, le haría quitar la vida. Este papel dio Angeliana a don Pedro con grandes sentimientos y lágrimas, y para dañarlo más, le dijo que ella sabía por muy cierto que don Juan había gozado a Roseleta; que el dalle los papeles y cuenta de las pretensiones que tenía fue celosa por vengarse de él, porque se quería casar con ella, y que aquellos papeles eran de los primeros que don Juan le había escrito; que los que después se escribían el uno al otro, llenos de amores y caricias, como ella había visto algunos, por habérselos quitado a don Juan, que de ésos no le había dado parte. Finalmente, la traidora Angeliana lo dispuso de modo, pidiéndole la vengase de los atrevimientos de su esposa y de haber sido causa de que ella no lo fuese de don Juan, que don Pedro, dándole crédito, se lo prometió. Y para ejecutarlo, porque no le diesen a él ni a Angeliana la culpa, se concertaron los dos en lo que habían de hacer, y fue que don Pedro se retiró de industria de no ir en casa de su dama y asistir con más puntualidad y cuidado a la suya y al regalo de Roseleta, con que la pobre señora, sosegados sus celos, empezó a tener más gusto que hasta allí, viendo que su marido se había aquietado y quitádose de la ocasión de Angeliana.

Mas de dos meses aguardó el falso don Pedro la ocasión que deseaba, no viendo a su dama sino con gran cautela y recato. En este tiempo, Roseleta cayó mala de achaque de un mal o aprieto de garganta, de que fue necesario sangrarla, como se hizo. Y esa misma noche el ingrato y cruel marido, después de recogida la familia, viendo que Roseleta dormía, le quitó la venda de la sangría, y le destapó la vena, por donde se desangró, hasta que rindió la hermosa vida a la fiera y rigurosa muerte. Y como vio que ya había ejecutado el golpe y que estaba muerta, dando grandes voces, llamando criados y criadas que trajesen luz, alborotó la casa y vecindad, y entrado con luz, que él de propósito había muerto cuando hizo el buen hecho, hallaron la hermosa dama muerta, que como se había desangrado, estaba la más bella cosa que los ojos humanos habían visto.

Llorábala toda su familia, y también la ciudad lamentaba tal desgracia, ayudando a todos el cruel don Pedro, que dando gritos y llorando lágrimas falsas, hacía y decía tales extremos, que en muchos acreditaba sentimientos, mas en otros cautela.

—¿Adónde te has ido, decía, amada esposa mía? ¿Cómo has dejado el triste cuerpo de tu don Pedro sin alma? ¡Presto seguirá tras ti la de este despreciado hombre! ¡Ay, ángel mío!, ¿cómo viviré sin ti? ¿Quién alegrará mis ojos, faltándoles la hermosura de mi querida y amada Roseleta?

Arrojábase sobre ella, besábale las manos, no quería que nadie le consolase, que él se estaba consolado. Enterraron a Roseleta con general sentimiento de todos, y esa misma noche vino Angeliana a consolar a don Pedro, y hízolo tan bien, que se quedó en casa, porque no se volviese a desconsolar, con que empezaron todos a conocer que él la había muerto; mas como no se podía averiguar, paró sólo en murmurarlo, y más cuando dentro de tres meses se casó con Angeliana, con quien vivió en paz, aunque no seguros del castigo de Dios, que si no se les dio en esta vida, no les reservaría de él en la otra. Buscó don Pedro a don Juan, ya profeso para matarle; mas no lo permitió Dios, que la que le había guardado una vez, le guardó siempre, porque con licencia de sus mayores se pasó a más estrecha vida, donde acabó en paz.

Vean ahora las damas de estos tiempos si con el ejemplo de las de los pasados se hallan con ánimo para fiarse de los hombres, aunque sean maridos, y no desengañarse de que el que más dice amarlas, las aborrece, y el que más las alaba, más las vende; y el que más muestra estimarlas, más las desprecia; y que el que más perdido se muestra por ellas, al fin las da muerte; y que para las mujeres todos son unos. Y esto se ve en que si es honrada, es aborrecida porque lo es; y si es libre, cansa; si es honesta, es melindrosa; si atrevida, deshonesta; ni les agradan sus trajes ni sus costumbres, como se ve en Roseleta y Camila, que ninguna acertó, ni la una callando, ni la otra hablando. Pues, señoras, desengañémonos; volvamos por nuestra opinión; mueran los hombres en nuestras memorias, pues más obligadas que a ellas estamos a nosotras mismas.

Con mucho desenfado, desahogo y donaire dio fin la hermosa Nise su desengaño, dando a las damas, con su bien entendido documento, que temer y advertir lo que era justo que todas miren. Libre vivía Nise de amor, que aunque era hermosa y deseada de muchos para merecerla por esposa, jamás había rendido a ninguno su libre voluntad, y por eso con menos embarazo que Lisarda había hablado. Y como vieron que ya había dado fin, empezaron las damas y caballeros a dar sus pareceres sobre el desengaño dicho, alegando si don Pedro fue fácil en creer lo que Angeliana le dijo contra el decoro de su esposa, pues debía conocer que, siendo su amiga y estando rabiosa del papel que había recibido, lo cierto es que no podía hablar bien de ella. Los caballeros le disculpaban, alegando que un marido no está obligado, si quiere ser honrado, a averiguar nada, pues cuando con los cuerdos quedase sin culpa, los ignorantes no le disculparían, y cuando quisiera disimular por ser caso secreto lo que Angeliana le decía, le bastaba pensar que ella lo sabía, y más afirmando haber visto papeles diferentes de los que a él le habían dado. Y cuando estuviera muy cierto de la inocencia de Roseleta, ya parecía que Angeliana la ponía en duda aunque mintiese, y dejaba oscurecido su honor. Las damas decían lo contrario, afirmando que no por la honra la había muerto, pues, qué más deshonrado y oscurecido quería ver su honor, que con haberse casado con mujer ajada de don Juan y después gozada de él; sino que por quedar desembarazado para casarse con la culpada, había muerto la sin culpa; que lo que más se podían admirar era de que hubiese Dios librado a don Juan por tan cauteloso modo y permitido que padeciese Roseleta. A lo cual Lisis respondió que en eso no había que sentir más de que a Dios no se le puede preguntar por qué hace esos milagros, supuesto que sus secretos son incomprensibles, y así, a unos libra y a otros deja padecer; que a ella le parecía, con el corto caudal de su ingenio, que a Roseleta le había dado Dios el cielo padeciendo aquel martirio, porque la debió de hallar en tiempo de merecerle, y que a don Juan le guardó hasta que le mereciese con la penitencia, y que tuviese más larga vida y tantos desengaños para enmendarla. Con que sujetándose todos a su parecer, dieron lugar a la linda doña Isabel y a los demás músicos, que estaban aguardando silencio, para que cantasen este romance:

A pesar de la fortuna
que su vista me quitó,
sin ser Aurora en mis brazos,
ayer Febo amaneció,

Vertiendo risa en las flores
con su divino esplendor,
dando perlas a las fuentes,
lustre, ser y admiración.

¿Quién vio, entre celajes rojos,
salir gobernando el sol
los flamígeros caballos
que descompuso Faetón?

¿Quién vio decretar a Jove
el castigo que se dio
al mozo mal entendido
que por soberbio cayó?

¿Y quién vio al sabio Mercurio
adormecer al pastor
que velaba con cien ojos
a la desdichada Io?

¿Quién vio sujetando a Marte,
con su extremado valor,
las belicosas escuadras
de quien es dueño y señor?

¿Quién le vio rendir a Venus
la soberbia condición,
animoso entre soldados,
tierno tratando de amor?

¿Quién vio conquistando al mundo
aquel magno emperador
que alcanzó en el tanto monta,
glorias, título y blasón?

¿Quién vio vencer imposibles
aquel mozo que abrasó
por castigar su flaqueza
su brazo con tal valor?

Así, selvas a mis ojos
un bello sol ofreció,
y de haberle visto selvas
mi dicha alabando estoy.

Envídieme la fortuna,
si oriente soy de tal sol,
siendo diamante que alcanzo
a sus rayos más valor.

Mas ¡ay! que tal favor
en sueños la fortuna me ofreció;
porque nunca mi amor,
si no es durmiendo, aquesto mereció.

*FIN*


Desengaños amorosos, 1647


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