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El viejo del mar

[Cuento - Texto completo.]

Maeve Brennan

Un jueves por la tarde, un viejo vendedor de manzanas llamó a la puerta de nuestra casa en Dublín. Me pareció que tendría unos noventa años. Tenía el pelo blanco y fino, la espalda encorvada, la expresión vaga y humilde, y sostenía el sombrero en una de las manos. La otra mano reposaba sobre el asa de una enorme cesta de manzanas que tenía al lado. Mi madre, que había abierto la puerta al oír su llamada, lo estaba mirando. Yo espié más allá de ella. Tenía nueve años. Lo primero que se me ocurrió preguntarme fue cómo un hombre tan delgado podía cargar con aquella enorme cesta de manzanas, porque no se veía a nadie más por allí, hasta donde llegaban mis ojos, que pudiera echarle una mano. La segunda pregunta fue desde dónde habría venido con su carga. Seguro que los mismos interrogantes consternados le rondaban a mi madre por la mente, pero no tuvo opción de preguntarle nada, porque en cuanto empezó a abrir la puerta él se puso a hablar, describiendo sus manzanas, elogiándolas y diciendo lo baratas que eran. Al cabo de pocas palabras hizo una pausa para tomar aliento, al parecer, y quizá para recuperarse y asegurarse de que la puerta seguía abierta y de que seguíamos escuchándolo, o quizá para asegurarse de que él mismo seguía donde creía estar. Cuando mi madre pudo interrumpirlo sin ser descortés, le dijo apresuradamente que se quedaría con una docena de manzanas para comer y otra docena para cocinar. Trajo dos cuencos grandes de la cocina, los llenó de manzanas y pagó al viejo. Me dejó que cerrase la puerta. Yo lo observé arrastrar los pies por el diminuto pasillo de losetas que llevaba hasta la acera. Cerró la puerta de nuestro jardín cuidadosamente tras de sí y empezó a abrir la de los vecinos, pero enseguida le dije que estaban fuera. Asintió sin mirarme y continuó su camino. Yo corrí a la sala que daba a la fachada. Desde la ventana podía observar su suerte en las otras cuatro casas que le quedaban por visitar. Por la rapidez con que se retiró de cada puerta y por la manera brusca en que cerraba las puertas del jardín tras él, concluí que no había vendido más manzanas.

Corrí a la cocina. Mi madre ya estaba pelando las manzanas para cocinar. Mi tío Matt, hermano de mi madre, estaba junto a la puerta del jardín, fumando un cigarrillo. Mi hermana pequeña, Derry, estaba sentada en una silla e intentaba dar palmadas con las manos por detrás de la espalda.

-Supongo que te has quedado con todas las manzanas que tenía en la cesta -le dijo a mi madre.

-Qué va -dije yo rápidamente-. Le quedaba la mayoría y no ha vendido ninguna más. Seguro que hemos sido los únicos que le han comprado alguna.

-¿Qué te decía yo? -replicó mi madre, sin apartar los ojos de las manzanas-. Que Dios lo ayude, se te rompería el corazón viéndolo allí de pie, con su sombrero viejo en la mano.

-Media docena habría bastado -dijo mi tío amistosamente-. Ahora lo has animado e irá detrás de ti durante el resto de tu vida. ¿No es así, Maeve?

-Como el Viejo del Mar -contesté yo, pero nadie me hizo caso.

-Deberías avergonzarte -le dijo mi madre a mi tío-, siempre pensando mal de todo el mundo. Es la primera vez que lo he visto y me sorprendería mucho que volviera. No le compensará arrastrar una cesta tan grande de puerta en puerta.

Yo estaba pensando en el viejo que se había unido a Simbad el Marino. Estaba pensando en lo vulnerable y frágil que parecía el viejo cuando Simbad se lo encontró por primera vez y cómo, cuando Simbad se lo cargó a la espalda para llevarlo, el viejo se hizo más gordo y más fuerte y aún más fuerte hasta que, cuando ya era demasiado tarde, Simbad empezó a odiarlo. Era una historia que siempre me había fascinado, sobre todo la descripción de las crueles manos del viejo, que parecían garras, y su forma de clavarse en los hombros de Simbad.

El jueves siguiente, el viejo volvió a aparecer en la puerta de nuestra casa, a la misma hora de la tarde. Cuando mi madre abrió la puerta, estaba allí de pie, con el desvencijado sombrero en la mano y los flacos hombros encorvados y la cesta de manzanas a su lado, pero esta vez encima de la cesta había dos bolsas de papel de embalar, llenas de manzanas. Se inclinó dificultosamente, cogió las bolsas y se las ofreció a mi madre, diciendo algo que no pudimos entender. Tuvo que repetirlo dos veces hasta que lo entendimos.

-Una docena de cada -dijo.

Mi madre empezó a hablar, pero cambió de opinión, se dio la vuelta, cogió el dinero, le pagó y cogió las manzanas. Yo me quedé en la puerta mirándolo, esperando captar en sus ojos descoloridos un brillo de la malignidad que había poseído al viejo pecador de la playa de Simbad, pero aquel viejo parecía no tener visión alguna. De nuevo lo observé desde la ventana de la sala, y luego me reuní con mi madre en la cocina.

-No ha ido a las otras casas -anuncié-. Supongo que temía que no le compraran ninguna.

-Supongo -dijo mi madre con desaliento-. Pero yo hoy no quería dos docenas de manzanas. Si acaso me habría quedado media docena. Y no quería decirlo el otro día delante de tu tío Matt, pero es más caro que en McRory’s.

McRory’s era el colmado de la esquina, donde comprábamos.

-Bueno -concluyó mi madre-. Quizá sean mejores manzanas -pero dejó las bolsas sin abrir en la mesa de la cocina.

-Él contaba con nosotras -dije yo.

-Eso lo sé muy bien -contestó mi madre-. Fui tonta el primer día y ahora nunca me libraré de él. Si vuelve el próximo jueves, compraré media docena y ni una más. Tendré preparado el dinero exacto.

Aquella resolución la animó y desparramó las manzanas sobre la mesa.

-Son muy buenas -dijo-. Me pregunto de dónde las saca.

-Me pregunto de dónde viene él -dije yo.

-Ah, pobre viejo cristiano -dijo-. Probablemente hace todo el camino andando.

-A menos que encuentre a alguien que lo lleve.

-¿Con esas manzanas? -repuso ella, sorprendida.

-Parece muy cansado -dije yo, intentando recordar si tenía los dedos como garras.

-¿Cómo no iba a parecer cansado? -dijo mi madre-. Es un hombre muy mayor.

El jueves siguiente ella tenía el dinero preparado en la mano cuando el hombre llamó a la puerta. Apenas le había abierto, ya empezó a hablar.

-Hoy solo quiero media docena de manzanas -le dijo claramente, sonriéndole.

Yo también sonreí, para demostrar que ella no tenía mala intención. El viejo tenía las bolsas preparadas en los brazos, y aunque mi madre es bajita, él parecía aún más bajo. Ella repitió gravemente lo que había dicho y negó con la cabeza ante las bolsas.

-Deme solo media docena -le dijo, y no sé si sonreía, porque yo estaba mirando al viejo, que parecía a punto de llorar. De pronto, mi madre tendió la mano y se quedó con las dos bolsas y se apresuró a alejarse, pidiéndome que cogiera el dinero y le pagara.

-¿Y ahora qué vamos a hacer? -le pregunté cuando se fue.

-Mira, no es que las manzanas me preocupen tanto -dijo ella-. Pero no me gusta sentir que tengo la obligación de comprárselas.

-¿Has visto que siempre lleva la cesta llena, excepto por las manzanas que le compramos?

-Ah, supongo que solo va a las casas seguras -dijo amargamente-, y no se le puede culpar por eso. Solo intenta sobrevivir, como todo el mundo.

Durante unos pocos jueves siguientes no opusimos resistencia, pero yo pude fijarme en que los dedos del viejo no parecían garras en absoluto. Eran cortos y regordetes, con los nudillos muy salientes.

Y una tarde de jueves, unos tres meses después de que le comprásemos las primeras y fatídicas dos docenas, mi madre decidió, después de que todo saliera mal aquel día, que cogería el toro por los cuernos de una vez por todas.

-Miren -dijo-, no pienso comprarle manzanas al viejo hoy. Aunque las necesitáramos, no se las compraría. Aunque tire la puerta abajo, no pienso contestar.

Derry y yo intercambiamos una mirada expectante. Íbamos a fingir que no estábamos. Lo habíamos hecho antes con gente a la que no queríamos abrir y nos encantaba. Nos gustaba quedarnos rígidamente inmóviles, escuchando los vanos golpes en la puerta principal y, sobre todo, disfrutábamos tener a nuestra madre para nosotras durante unos minutos, porque sabíamos que el mínimo crujido que hiciéramos, en cualquier rincón de la casa, nos traicionaría ante los oídos siempre alerta del exterior. Y luego siempre surgía una sensación general de triunfo cuando al fin oíamos cerrarse de nuevo la puerta pequeña del jardín y sabíamos que el enemigo había sido derrotado. Pero esta vez hubo un suspenso adicional con el que no contábamos. Estábamos todas en la cocina cuando se oyó la llamada del anciano. La cocina estaba separada de la puerta principal solo por un corto y estrecho vestíbulo, así que cerramos la puerta de la cocina. Oímos la primera llamada, luego la segunda y la tercera. Al final, el anciano llamó varias veces en rápida sucesión. Derry y yo empezamos a tambalearnos sacudidas por risitas involuntarias y mi madre nos miró con reproche. De todas formas, ella estaba en tensión.

Un ruido familiar, como de rascado, llegó a nuestros oídos, y nos miramos una a otra, horrorizadas.

-Debe de haber entrado de algún modo -dijo mi madre en un temeroso susurro.

Yo abrí gradualmente la puerta de la cocina.

-Ha metido la mano en el buzón -susurré por encima del hombro a las demás.

A mitad de la puerta había una amplia grieta por donde el cartero empujaba las cartas y papeles para que cayeran al suelo del vestíbulo. Por fuera, la hendidura estaba protegida por un alerón de cobre y el viejo lo había levantado e intentaba mirar en el vestíbulo. Sabíamos muy bien que aquel hueco solo permitía una vista muy limitada e indistinta del vestíbulo, pero estábamos irracionalmente asustadas de que hubiera encontrado una apertura hacia la casa. De pronto empezó a gritar por la grieta.

-¡Grita como un loco! -susurró Derry-. Nos matará a todas.

-¿Entiendes lo que está diciendo? -preguntó mi madre, que parecía consternada.

-Dice: “¡Manzanas, manzanas, manzanas!” -respondí.

Derry y yo nos desplomamos en un ataque de risa histérica. Mi madre nos empujó hacia el jardín y salió ella también.

-¿No tienen corazón? -dijo-. ¡Reírse de un hombre desdichado que probablemente nunca gana lo bastante para comer!

-Ahora en realidad no estamos -dije yo-. Porque estamos fuera de casa.

Derry se unió a mí con risitas agudas.

-Si creyera que puede oíros -nos dijo fieramente mi madre-, las mataría a las dos… Bueno, es demasiado tarde para abrir la puerta -dijo-. Ya no podría mirarlo a la cara después de esto. Lo compensaré la semana que viene.

Hubo un repentino silencio, sin llamadas, ni voces.

-Se ha ido -dijo mi madre, en tono de alivio culpable.

En aquel momento, la cabeza alborotada y los ojos ávidos de la vecina de al lado aparecieron por encima del muro que separaba nuestro jardín del suyo.

-¡Señora Brennan! -gritó. Tenía una voz muy potente-. Hay un viejo fuera con manzanas para usted. Dice que lleva media hora llamando a su puerta. Dice que viene regularmente y sabe que usted cuenta con él. Le he dicho que están en el jardín. Ahora volverá. Ahí viene.

Y allí estaba. Empezó a llamar otra vez.

-¡Que Dios me perdone! -exclamó mi madre-. ¡Ese viejo malvado! Sabía que estábamos escondidas de él.

-¿De qué se esconden? -gritó la vecina-. ¿Le deben dinero?

-Oh, no -dijo mi madre indignada-, pero no queremos más manzanas.

-¿Y por qué no le dice que se vaya por donde ha venido?

-Eso voy a hacer ahora mismo.

-Pues regáñele por montar un escándalo y ciérrele la puerta en las narices -aconsejó la vecina con deleite.

Mi madre entró en la cocina, cogió el monedero y se dirigió a la puerta, y Derry y yo la seguimos. El viejo tenía un aspecto lastimoso. Se le había olvidado quitarse el sombrero, los ojos le fulguraban, era difícil decir si de ansiedad o de furia. Tendió las dos bolsas de manzanas a mi madre sin mirarla. Ella abrió el monedero para pagarle y exclamó:

-¡He pagado al del colmado hace una hora y me he quedado sin nada! -le tendió el dinero y le enseñó el monedero vacío-. Esto es lo único que tengo en casa en este momento -dijo.

Él agarró el dinero, lo contó y le dirigió una terrible mirada de desprecio.

Luego levantó su enorme cesta, que estaba, como siempre, llena hasta los bordes, y nos dio la espalda. Esta vez fuimos todas a la ventana de la sala y lo miramos. No cerró la puerta del jardín y se escabulló despacio calle abajo como si no pudiera alejarse de nosotras más deprisa.

-Primero, habrá pensado que nos burlábamos de él -dijo mi madre-, y ahora cree que intentaba regatear. Podía haber entendido que la próxima vez lo compensaría.

Ella, que nunca había intentado regatear con nadie en toda su vida, estaba avergonzada.

-La semana que viene, le abriremos la puerta antes de que llame -dije yo.

 

Pero la semana siguiente no apareció y nunca más volvió a nuestra casa, aunque, llenas de remordimiento, lo esperábamos. Una tarde, el tío Matt vino a vernos y mi madre, para desahogarse, le contó toda la historia.

-Bueno, yo ya te lo advertí -dijo él sonriendo burlón.

-No era tanto por las manzanas, ya sabes -dijo mi madre.

-Ah, no -repuso mi tío-. Preferías que viniera a tu puerta a pedir directamente dinero, como el resto de tus pordioseros.

Mi madre era conocida por su incapacidad de negar comida, ropa o dinero a todo aquel que acudiera a su puerta.

-¿Cuántas veces tengo que decirte que no los llames pordioseros? -le dijo a mi tío, enfadada-. Solo es gente que ha tenido mala suerte y yo no me reiría tanto si fuera tú.

-Bueno, pero te has librado de él -dijo mi tío-. Y tengo que decirte que lo vi paseando por la calle O’Connell la otra mañana, vestido con una ropa que yo no podría permitirme, y sin una sola manzana a la vista. Ese es tu pobre.

-¿Y cómo sabes que era él? -exclamó mi madre, escéptica-. Si nunca lo has visto.

-¿No estaba yo aquí cuando llamó a la puerta por primera vez? Yo estaba en la cocina y tenías la puerta del recibidor abierta de par en par. Claro que lo vi.

-Pero te has inventado todo eso de que lo viste en la calle O’Connell.

-Lo vi y pasé tan cerca de él que podía tocarlo. Iba con su hija casada de Drumcondra.

-¿Y cómo sabes que era su hija casada de Drumcondra, si me permites la pregunta?

-Era imposible confundirse con ella -dijo mi tío con ligereza-. La identifiqué por su forma de llevar el sombrero.

-Esa lengua tuya, Matt -dijo mi madre-. Nunca sé si tengo que creerte o no.

Por mi parte, yo creí cada una de las palabras que dijo mi tío al pie de la letra.

FIN


“The Old Man of the Sea”,
The New Yorker, 1955


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