Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El zorro

[Cuento largo - Texto completo.]

D. H. Lawrence

Habitualmente se conocía a las dos muchachas por sus apellidos: Banford y March. Habían arrendado juntas la granja con la intención de llevarla ellas mismas: iban a criar pollos, ganarse la vida con aves de corral, añadiendo a esto la crianza de una vaca y el engorde de un par de terneros. Desafortunadamente, las cosas no les fueron bien. Banford era una delicada mujercita que llevaba gafas, delgada y frágil. Era, sin embargo, la inversionista principal, ya que March tenía muy poco dinero. El padre de Banford era un hombre de negocios de Islington que dio a su hija lo necesario para comenzar por el bien de su salud, porque la quería y porque no parecía que fuera a casarse. March era más robusta. Había estudiado carpintería y ebanistería en los cursos nocturnos de Islington. Ella sería el hombre de la granja. Al principio, además, tuvieron al viejo abuelo de Banford viviendo con ellas. Había sido granjero. Por desgracia, el anciano murió al año de instalarse en Bailey Farm, y las dos muchachas se quedaron solas.

Ninguna de las dos era joven: ambas rondaban la treintena. Pero no eran, ciertamente, unas viejas. Se lanzaron llenas de energía a la empresa. Poseían numerosas gallinas, leghorn blancos y negros, plymouths y wyandottes, algunos patos, y dos terneras que pacían en el campo. Una de las terneras, desafortunadamente, se negó en redondo a permanecer encerrada en los límites de Bailey Farm. No importó cuánto afirmara y aumentara March la altura de los cercados; la ternera se las ingeniaba para burlarlos e irse a los bosques, o para irrumpir en los pastos vecinos, obligando así a Banford y a March a perseguirla con más precipitación que éxito. Al final, desesperadas, se vieron obligadas a venderla. Después, justo cuando la otra vaca esperaba su primer ternero, murió el viejo, y las muchachas, preocupadas ante el ya próximo evento, también la vendieron, limitando sus atenciones a las gallinas y a los patos.

A pesar del pequeño disgusto, fue un alivio librarse del ganado. A fin de cuentas, la vida no se había hecho únicamente para esclavizarse. Las dos muchachas estaban de acuerdo sobre ese punto. Las aves ya constituían suficiente faena. March había instalado su banco de carpintero en un extremo del cobertizo abierto. Allí trabajaba, haciendo gallineros, puertas y otros accesorios. Las aves se alojaban en la construcción más vasta, que había servido como establo y granero en otros tiempos. Tenían una bonita casa y podían sentirse más que satisfechas. De hecho, parecían estar bastante bien. Pero las muchachas estaban disgustadas por su tendencia a sufrir extrañas enfermedades, por el carácter tan exigente de su estilo de vida, y por la negativa, la obstinada negativa de las aves a poner huevos.

March realizaba la mayor parte del trabajo al aire libre. Cuando iba de acá para allá, con sus polainas y sus calzones de montar, su casaca de cinturón y su amplio sombrero, parecía casi un grácil y desenvuelto mozo, pues sus hombros eran cuadrados y sus movimientos fáciles y confiados, matizados con algo de indiferencia o ironía. Su rostro, sin embargo, nada tenía de masculino. Los mechones de su cabellera abundante y oscura le caían cada vez que se inclinaba, sus ojos eran grandes, traviesos y oscuros al mirar de nuevo hacia arriba con expresión extrañada, sorprendida, tímida y burlona a la vez. También su boca se plegaba, como por efecto del dolor o de la ironía. Había algo raro e inexplicable en ella. Permanecía balanceándose sobre una de sus caderas, mirando a las gallinas rascar la tierra fangosa del descuidado corral, y llamando a su gallina blanca favorita, que se acercaba al oír su nombre. Había en sus ojos grandes y oscuros un resplandor casi satírico cuando miraba a aquella grey de patas rematadas por tres dedos que rebuscaba en la tierra, y la misma sátira ligera y peligrosa podía advertirse en su voz cuando hablaba a su privilegiada Patty, que picaba la bota de su dueña a modo de amistosa demostración.

Las aves no se desarrollaban bien en Bailey Farm, a pesar de todo lo que por ellas hacía March. Cuando les daba alimento caliente, por la mañana, de acuerdo con lo prescrito, se las veía luego pesadas y somnolientas durante horas. Esperaba verlas quietas en sus perchas mientras se cumplía el lento proceso de la digestión. Y sabía muy bien que deberían atarearse en rascar la tierra acá y allá en busca de otros alimentos, condición necesaria para que el resultado fuese bueno. Así que decidió darles sus raciones calientes por la noche, a fin de que durmieran mientras la digerían. Así lo hizo, pero no hubo ninguna diferencia.

Las condiciones impuestas por la guerra no fueron, por lo demás, favorables para la avicultura. Los piensos eran escasos y malos; y al sancionarse la ley que alteraba la hora con el fin de reducir el consumo de energía, las gallinas rehusaron obstinadamente irse a la cama a la hora habitual, es decir, a eso de las nueve durante el verano. Eso era, en realidad, bastante tarde, puesto que no había paz en la casa mientras no se hallaran encerradas y dormidas. Correteaban alegremente por allí sin siquiera dirigir una mirada al gallinero hasta las diez o más tarde aún. Tanto Banford como March no creían en vivir tan solo para el trabajo. Hubiesen querido leer o dar vueltas en bicicleta al atardecer, o quizá a March le hubiese agradado dibujar curvilíneos cisnes en porcelana, sobre fondo verde, o fabricar pantallas para el fuego empleando complicadas técnicas de ebanistería, pues era persona sujeta a extraños caprichos y de tendencia a la insatisfacción. Lo peor de todo era verse privada de todo ello por culpa de las estúpidas gallinas.

Un inconveniente superaba a todos los demás. Bailey Farm era una pequeña propiedad con un granero antiguo de madera y una casa provista de altillos y tejados bajos, separada del linde del bosque por una extensión de campo labrado. Desde el principio de la guerra, el demonio era el zorro. Se llevaba a las gallinas ante las mismas narices de March y Banford. Esta última miraba sobresaltada, con los ojos muy abiertos tras las gafas, cuando un nuevo graznido y el consiguiente concierto de cacareos tenía lugar ante ella. ¡Demasiado tarde! Otra leghorn blanca se había perdido. Era desalentador.

Hicieron cuanto pudieron para poner remedio a la situación. Al permitirse la caza del zorro, montaron guardia armadas de sus escopetas, las dos, a las horas de mayor riesgo. Pero no tuvo ningún efecto. El zorro era demasiado listo para ellas. De modo que pasó un año, y otro, durante los cuales vivieron de sus pérdidas, como decía Banford. Alquilaron la casa un verano y se instalaron en un vagón de ferrocarril que había sido depositado como una especie de casa supletoria en un ángulo de la posesión. Esto las divertía, además de beneficiarlas económicamente. Pese a todo, las perspectivas resultaban adversas.

Aunque normalmente eran grandes amigas, pues Banford, si bien nerviosa y delicada, tenía un alma cálida y generosa, y March, más allá de sus ausencias y rarezas, tenía una extraña magnanimidad, el prolongado aislamiento tendía a hacerlas un poco irritables en el trato mutuo, y también a cansarse la una de la otra. March realizaba las cuatro quintas partes del trabajo y, aunque no le importaba, parecía no haber alivio en perspectiva. Al pensar en ello, a veces sus ojos relampagueaban curiosamente. Banford, por su parte, al sentirse más crispada que nunca de los nervios, se descorazonaba, y March se veía obligada a hablarle con dureza. Parecían estar perdiendo la fe, perdiendo las esperanzas a medida que pasaban los meses. Allí solas en la finca, al lado del bosque, con el amplio campo extendiéndose, cóncavo y monótono, hasta las redondas White Horse Hills, allá lejos, parecía que les sería preciso vivir para siempre contando tan solo con ellas mismas. No había nada que las sustentara: ninguna esperanza.

El zorro llegaba a exasperarlas. En cuanto soltaban las gallinas, muy temprano en las mañanas de verano, tenían que empuñar sus armas y mantener la guardia; y luego otra vez, en cuanto el atardecer apuntaba, era preciso montar la vigilancia. Era muy astuto. Se arrastraba por la espesa hierba, de tal modo que era tan difícil de localizar como una serpiente. Parecía burlarlas deliberadamente. Una o dos veces March pudo ver la punta blanca de su rabo, o su sombra rojiza en la hierba alta, e hizo fuego contra él. Pero no consiguió nada.

Cierta tarde March estaba de pie, con la espalda vuelta hacia poniente, su escopeta bajo el brazo, el pelo recogido dentro del sombrero. Estaba vigilando y cavilando a la vez. Era esa una constante de su carácter. Sus ojos eran penetrantes y observadores, pero su consciencia interior no prestaba atención a lo que veían sus ojos. Estaba siempre recayendo en ese raro estado de encantamiento, apretando la boca. Ella misma ignoraba si estaba allí, real y conscientemente presente, o no.

Los árboles de los lindes del bosque eran de un verde bastante oscuro aun a plena luz, pues ya era finales de agosto. Más allá, los troncos y las ramas de los pinos, desnudos y cobrizos, brillaban en el aire. Cerca de ella, la hierba salvaje, con sus fulgurosos tallos largos y pardos, brillaba llena de luz. Las gallinas rondaban alrededor y los patos nadaban aún en el estanque, debajo de los pinos. March miraba todo sin ver nada en particular. Oyó a Banford hablar con las aves a cierta distancia, sin oírla realmente. ¿En qué pensaba? Solo el cielo lo sabía. Su consciencia estaba, así como se encontraba, bloqueada.

Bajó los ojos y de pronto vio al zorro. Estaba mirándola. Tenía el hocico bajado y los ojos mirando hacia arriba. Se encontraron con los suyos. El animal la reconoció. Estaba atónita. Supo que el zorro la conocía. La miró fijamente y el corazón pareció detenérsele. El zorro la conocía y no se amilanaba.

Luchó, recuperó confusamente el dominio de sí misma y lo vio salir corriendo, alejarse con lentos brincos sorteando las ramas caídas; brincos pausados e insolentes. Le echó una ojeada por encima del hombro y se alejó suavemente. Vio su cola enhiesta como una pluma, y sus blancas nalgas centelleando; y se marchó, callado y ligero como el aire.

Se llevó la escopeta al hombro, pero incluso entonces frunció la boca, sabiendo que carecía de sentido disparar. De modo que prefirió seguirlo despacio, en la dirección que él había tomado, con cuidado y sin variar de paso. Esperaba encontrarlo. En su interior se había propuesto darle caza. Qué haría al verle de nuevo fue algo que no se detuvo a considerar. Pero estaba decidida a encontrarlo. Anduvo, pues, abstraída por el límite del bosque, con los ojos oscuros muy abiertos y vívidos, y un desvaído rubor en las mejillas. No pensaba en nada. Iba de acá para allá con un extraño automatismo.

Finalmente advirtió que Banford la llamaba. Hizo un esfuerzo por prestar atención, se volvió y contestó con un grito. Después se encaminó hacia la casa. El sol comenzaba a ponerse y las gallinas se dirigían al corral. Las vio, blancas u oscuras, reuniéndose para entrar en el granero. Las miraba maravillada, sin verlas realmente. Automáticamente supo que era preciso cerrar la puerta.

Entró en la vivienda para la cena que Banford había colocado sobre la mesa. Banford charlaba alegremente. March parecía escucharla a su manera, distante y masculina. De vez en cuando dejaba caer alguna observación; pero todo el tiempo estaba como bajo un hechizo. Tan pronto como terminaron la cena, se puso en pie y salió de nuevo sin explicar para qué.

Cogió de nuevo el arma y fue en busca del zorro. Había posado sus ojos sobre ella y su mirada inteligente parecía haber entrado en su cerebro. No pensaba tanto en él, sino que estaba poseída por él. Recordó su oscuro ojo, taimado e insolente, mirando en el interior de ella, reconociéndola. Sintió que él dominaba su espíritu de forma invisible. Conocía su modo de bajar la cabeza mientras miraba hacia arriba; conocía su hocico, el dorado pardusco y el gris blanquecino. Y de nuevo le vio mirarla por encima de su hombro, como si la invitara, desdeñoso y astuto. De modo que fue a recorrer, con destellos en sus grandes ojos azorados y con el arma bajo el brazo, el límite del bosque. Mientras tanto había caído la noche, y una amplia luna se levantaba sobre los pinos. Otra vez la llamaba Banford.

Así que entró en la casa, en silencio y con la mente absorta. Examinó la escopeta y la limpió, cavilando abstraída al sentarse ante la lámpara. Luego volvió a salir, bajo la gran luna, para ver si todo estaba en orden. Cuando vio las oscuras copas de los pinos recortarse contra el cielo rojo, su corazón volvió a palpitar por el zorro. El zorro. Quería seguirle, armada con su escopeta.

Pasaron unos días antes de que mencionara el asunto a Banford. Una noche dijo de pronto:

—El zorro estuvo a un paso de mí el sábado por la noche.

—¿Dónde? —dijo Banford abriendo mucho los ojos detrás de sus gafas.

—Cuando me detuve junto al estanque.

—¿Le disparaste? —preguntó Banford.

—No, no lo hice.

—¿Por qué no?

—Bueno, supongo que me sorprendió.

Era el mismo tono lento y lacónico que March había tenido siempre. Banford contempló por unos momentos a su amiga.

—¿Lo viste? —exclamó.

—¡Oh, sí! Estaba mirándome, con completa frialdad.

—¡Vaya con su descaro! —gritó Banford—. No nos teme, Nellie.

—Oh, no —dijo March.

—Lástima que no le disparaste —dijo Banford.

—Sí, una lástima. Lo he estado buscando desde entonces. Pero no creo que vuelva a acercarse tanto.

—No creo que lo haga —dijo Banford.

Y procedió a olvidar el incidente, exceptuando que se sentía más indignada que nunca por la insolencia del ladrón de gallinas. March no sabía que inconscientemente pensaba en el zorro; pero si caía en sus raros ensueños, cuando estaba medio ida y a la vez se daba cuenta de lo que había ocurrido ante sus ojos, entonces era el zorro quien en cierto modo dominaba su inconsciente, poseyendo la mitad inerte de sus cavilaciones. Fue así durante semanas y meses. No importaba que estuviese trepando a los manzanos para coger sus frutas, o sacudiendo el último de los ciruelos, o que hubiera estado cavando una zanja en el estanque de los patos, o limpiando el granero; apenas terminaba su labor, o cuando se incorporaba para apartar de su frente los negros mechones mientras esbozaba aquel gesto tan suyo con la boca, demasiado anticuado para su edad, enseguida acudía a su mente el viejo hechizo del zorro, tal como lo viera en los ojos del animal cuando este la miró. Era como si pudiese olerle en aquellos momentos. Y siempre ocurría en los momentos más inesperados, cuando se iba a dormir por la noche, o justo al verter agua en la tetera para preparar una taza de té: allí estaba, el zorro, apareciéndosele como por encanto.

Así pasaron los meses. Todavía lo buscaba inconscientemente cada vez que se dirigía al bosque. Se había transformado en una fijación de su espíritu, en un estado permanentemente establecido, no continuo, pero siempre recurrente. Ignoraba qué pensaba o sentía: solo aquel estado volvía a ella, con la misma nitidez que cuando lo miró.

Siguieron pasando los meses, llegaron los oscuros atardeceres y el pesado y umbrío noviembre, cuando March recorría la tierra con botas altas, hundiendo los pies en el fango hasta los tobillos, cuando la noche comenzaba a caer a las cuatro y el día nunca clareaba del todo. Ambas mujeres temían aquella época del año; temían la casi continua penumbra que las envolvía en la desoladora granja junto al bosque. Banford sentía un pavor físico. Le atemorizaban los vagabundos, que alguien pudiera rondar por los alrededores. March no estaba tan asustada, como inquieta y turbada. Todo su cuerpo quedaba a merced de la aflicción y la melancolía.

Normalmente las dos muchachas tomaban el té en la sala. March encendía el fuego al anochecer, y lo alimentaba con los leños que había cortado y aserrado durante el día. Quedaba por delante la larga noche, tenebrosa, húmeda, negra, solitaria y casi opresiva en el interior; la noche lúgubre. March prefería no hablar; pero Banford no podía estarse quieta. Escuchar simplemente el viento entre los pinos de allá fuera, o el gotear del agua, ya era demasiado para ella.

Una tarde las muchachas habían terminado ya de lavar las tazas de té en la cocina, y March se había puesto sus zapatillas de estar por casa para sentarse a hacer ganchillo, tarea que realizaba muy lentamente y de cuando en cuando. Así que se encerró en el silencio. Banford contemplaba el rojo fuego, el cual, siendo de madera, requería atención constante. Tenía miedo de comenzar a leer demasiado temprano, porque sus ojos no soportarían ninguna tensión. Permaneció pues con la vista fija en el fuego, escuchando los sonidos lejanos: el sonido del ganado mugiendo, del viento sordo, húmedo y pesado, del traqueteo del tren nocturno en las pequeñas vías cercanas. Estaba casi fascinada por el rojizo resplandor del fuego.

De pronto ambas se sobresaltaron y levantaron la cabeza. Escucharon pasos. Sin duda se trataba de pasos. Banford se encogió por obra del miedo. March se detuvo a escuchar. Se acercó rápidamente hasta la puerta que llevaba a la cocina. Al mismo tiempo oyeron los pasos dirigiéndose hacia la puerta trasera. Esperaron un momento. La puerta se abrió lentamente. Banford dio un fuerte grito. Una voz de hombre dijo suavemente:

—¡Hola!

March retrocedió y cogió un arma de un rincón.

—¿Qué quiere? —preguntó con voz aguda.

De nuevo, la voz suave y algo vibrante del hombre dijo:

—¡Hola! ¿Ocurre algo?

—¡Voy a disparar! —exclamó March—. ¿Qué quiere?

—¿Por qué? ¿Ocurre algo? ¿Qué sucede? —dijo la voz suave, asombrada y algo asustada. Y un joven soldado, con su pesada mochila a la espalda, penetró en la tenue luz.

—¡Vaya! —dijo—. ¿Quién vive aquí, entonces?

—Nosotras —repuso March—. ¿Qué quiere usted?

—¡Oh! —exclamó el soldado con acento melodioso y asombrado—. ¿No vive aquí William Grenfel?

—No, ya sabe usted que no.

—¿Que yo lo sé? Pues no, mire usted. Vivía aquí, porque él era mi abuelo y yo mismo vivía aquí hace cinco años. ¿Qué ha sido de él?

El hombre —o mejor dicho el joven, puesto que no tendría más de veinte años— avanzó, y se detuvo en el umbral de la puerta interior. March, que sufría el influjo de su voz extraña, suave y bien modulada, le contemplaba maravillada. Tenía un rostro rojizo y redondeado, con el cabello rubio bastante largo pegado a la frente sudorosa. Sus ojos eran azules, muy brillantes y agudos. En sus mejillas, en la piel joven y rojiza, le crecían unos pelillos delicados y claros, como vello, pero algo más afilados. Le otorgaban una apariencia brillante. Teniendo todavía su pesada bolsa a la espalda, se paró, estirando la cabeza hacia delante. El sombrero lo llevaba flácido en una mano. Miró con atención a las dos muchachas, particularmente a March, quien permanecía de pie, pálida, con los ojos dilatados, vestida con su chaqueta con cinturón y sus polainas, el pelo envuelto en un gran moño detrás de su cabeza. Todavía tenía el arma en la mano. Detrás de ella, Banford, agarrada a los brazos del sofá, parecía encogerse mientras escondía a medias la cabeza.

—Creía que mi abuelo aún habitaba esta casa. Me pregunto si habrá muerto.

—Hace tres años que vivimos aquí —dijo Banford, quien comenzaba a recobrarse al ver algo infantil en la redonda cabeza de largos y sudorosos cabellos.

—¡Tres años! ¡No puede ser! ¿Y no sabéis quién ocupaba esta casa antes que vosotras?

—Solo sé que era un anciano y que vivía solo.

—¡Ay! ¡Ese era él! ¿Y qué le sucedió?

—Murió. Solo sé que murió.

—¡Ah, entonces está muerto!

El muchacho volvió a mirarlas sin cambiar el color o la expresión. Si tenía alguna expresión, aparte de un ligero toque de asombro, era de intensa curiosidad por las dos mujeres; una curiosidad aguda, impersonal, la de aquella joven cabeza redonda.

Mas, para March, aquel chico era el zorro. Fuera por el efecto causado por aquella cabeza que se tendía hacia delante, o por el brillo de los pelillos blanquecinos sobre los pómulos encarnados, o por el fulgor de sus ojos penetrantes, no podría saberse; pero para ella el chico era el zorro, y era incapaz de verlo bajo otro ángulo.

—¿Cómo es que no sabía si su abuelo estaba vivo o muerto? —preguntó Banford, recuperando su natural franqueza.

—Ah, eso —respondió el muchacho respirando suavemente—. Me incorporé a filas en Canadá y no supe nada de nadie durante tres o cuatro años. Emigré a Canadá.

—¿Y ahora acaba de venir de Francia?

—Bueno, de Salónica en realidad.

Se produjo una pausa sin que nadie supiese qué decir.

—De modo que ahora no tiene donde ir —dijo Banford de manera poco convincente.

—Conozco a algunas personas en la aldea. De todos modos, puedo ir al Cisne.

—Vino en el tren, supongo. ¿Quiere sentarse un poco?

—Bien, no me importaría.

Dejó escapar un ligero quejido cuando se quitó de encima la mochila. Banford miró a March.

—Baja la escopeta. Haremos un poco de té.

—Sí —dijo el chico—. Ya hemos visto bastantes rifles.

Se sentó, bastante cansado, en el asiento y se inclinó hacia delante.

March recuperó su presencia de ánimo y se dirigió a la cocina. Allí escuchó la suave voz del visitante que decía con acento reflexivo:

—Y pensar que a mi regreso iba a encontrarme con esto.

No parecía triste en absoluto, solo bastante interesado y sorprendido.

—¡Y qué diferencia hay! —continuó, mirando alrededor de la habitación.

—Es diferente, ¿no es así? —preguntó Banford.

—Sí, ya lo creo.

Sus ojos eran casi anormalmente claros y relucientes, aunque se trataba del brillo de una rebosante salud.

March estaba ocupada en la cocina preparando otra comida. Eran alrededor de las siete de la tarde. Durante todo el tiempo, mientras seguía con la tarea, no dejaba de prestar atención al joven, no tanto escuchando lo que decía, como sintiendo el suave fluir de su voz. Arrugó gradualmente la boca y la fue apretando hasta que parecía que se la hubiese cosido, en su esfuerzo por preservar el predominio de su voluntad. Pero sus grandes ojos se dilataban y refulgían muy a su pesar. Perdió el control de sí misma. Con rapidez y torpeza preparó la comida, cortando grandes rebanadas de pan y margarina, pues no había mantequilla en la casa. Pensó un poco, pasando revista a lo que tenían, con el fin de agregarlo a la bandeja. Solo había pan, margarina y compota, y la despensa estaba vacía. Incapaz de imaginar nada que pudiera añadir, pasó a la sala con la bandeja en las manos.

No deseaba llamar la atención. Sobre todo no quería que el muchacho la mirase; pero cuando entró, y se afanó en poner la mesa justo detrás del visitante, este abandonó su postura semitumbada para volverse y mirarla por encima de su hombro. March palideció y se sintió débil.

El chico la observó mientras ella se inclinaba sobre la mesa, miró sus delgadas y bien formadas piernas, su chaqueta con un cinturón que le caía hasta los muslos, el moño de moreno cabello, y su curiosidad, vivaz y muy alerta, volvió a fijarse en ella.

La lámpara estaba cubierta por una pantalla verde oscuro, de manera que la luz era arrojada hacia abajo. La mitad superior de la habitación se hallaba en penumbra. El rostro de él se movía, brillante, por debajo de la luz, mientras que March se mantenía lejos y en la penumbra.

March se volvió, aunque siguió mirando hacia un costado, bajando y subiendo sus oscuras pestañas. Su boca deshizo su cerrada expresión al decir a Banford:

—¿Quieres servirlo tú?

Y volvió a la cocina.

—¿Prefiere tomar su té ahí sentado —preguntó Banford al visitante—, o prefiere venir a la mesa?

—En realidad —repuso él— me encuentro muy bien y cómodo aquí. Lo tomaré aquí, si no le importa.

—No hay más que pan y compota —dijo Banford, y colocó la bandeja sobre un taburete cercano al muchacho. Se sentía muy feliz sirviéndole, pues le gustaba la compañía. Y ahora ya no le temía más de lo que pudiera temer a su propio hermano menor. Era todo un chiquillo.

—Nellie —la llamó—. Te he servido también a ti una taza.

March apareció en el umbral, cogió su taza y tomó asiento en una esquina, tan lejos de la luz como le fue posible. Le temblaban un poco las rodillas. Como no tenía una falda que las cubriera, y como se veía forzada a sentarse exponiéndolas de forma llamativa, sufría. Se fue encogiendo y encogiendo, tratando de pasar desapercibida; pero el chico, recostado a sus anchas en el sofá bajo, la contemplaba echándole largas, firmes y penetrantes ojeadas, hasta que March sintió deseos de desaparecer. Sin embargo, sostuvo su taza en la mano, bebió su té, frunció la boca y mantuvo la mirada apartada. Su deseo de tornarse invisible era tan poderoso que llegó a desconcertar al muchacho: le pareció que no le sería posible verla con nitidez. Parecía una sombra dentro de otra sombra. Y sus ojos no dejaban de volver a ella, investigadores, sin tregua, fijando inconscientemente su atención.

Entretanto hablaba en tono suave y desenvuelto con Banford, a quien nada gustaba tanto como los chismes y quien, como un pájaro, estaba repleta de impertinente interés. El muchacho comió mucho, con rapidez y voracidad, al punto que March hubo de cortar más rebanadas de pan y margarina, por cuyo basto sabor Banford pidió disculpas al visitante.

—Bueno —dijo bruscamente March—, si no hay mantequilla para untar el pan, no es cuestión de andarse con delicadezas. No la hay y es suficiente con decirlo.

De nuevo el muchacho la contempló, riéndose con una súbita y rápida carcajada, mostrando los dientes y arrugando la nariz.

—Claro que sí —respondió con tono suave y cordial.

Resultó ser de Cornualles de nacimiento y formación. A los doce años había ido a Bailey Farm con su abuelo, con quien nunca había conseguido llevarse muy bien. De modo que se marchó a Canadá y trabajó en el oeste. Ahora estaba allí, y esa era toda su historia.

Se mostró muy curioso respecto a las dos mujeres, y quería saber en detalle qué hacían. Sus preguntas eran las propias de un joven granjero: certeras, prácticas y un poco socarronas. Le divirtió mucho la actitud que ambas adoptaban ante las pérdidas y en especial sus puntos de vista sobre las terneras y las aves.

—Oh, bien —terció March— lo que sucede es que no creemos que se deba vivir exclusivamente para el trabajo.

—¿No? —Y de nuevo una risa fácil iluminó su rostro. Seguía con los ojos puestos en la oscura mujer del rincón.

—¿Y qué harán el día que hayan consumido todo su capital? —preguntó.

—No lo sé —repuso March lacónicamente—. Emplearnos como braceros, supongo.

—Pero no hay demanda para mujeres peones, ahora que ha terminado la guerra —observó él.

—Bueno, ya veremos. Aún podemos mantenernos un poco más —repuso March con quejosa indiferencia, a medias triste e irónica.

—Se necesitaría un hombre aquí —dijo el muchacho suavemente.

Banford comenzó a reírse.

—Cuidado con lo que dice —le advirtió—. Nos consideramos muy eficientes.

—Oh —dijo March con voz suave y plañidera—, me temo que no es cuestión de ser o no eficaces. Quien se dedique a la granja ha de vivir para ella desde la mañana hasta la noche, al punto de que uno termina embruteciéndose.

—Ya veo —asintió el chico—. No están dispuestas a meterse de lleno en el asunto.

—No lo estamos —repuso March—. Y lo sabemos.

—Queremos contar con algo de tiempo para nosotras —añadió Banford.

El joven se arrellanó en el sofá, con el rostro tenso por la risa. Se reía en silencio pero a sus anchas. El sereno desdén de las mujeres obraba en él como las cosquillas.

—De acuerdo —terminó por decir—. Pero entonces ¿para qué se metieron en esto?

—Bueno —dijo March—, entonces teníamos mejor opinión sobre la naturaleza de las aves que la que tenemos ahora.

—De la naturaleza en general, me temo —apuntó Banford—. No me hablen de la naturaleza.

De nuevo la expresión del muchacho se distendió en una risa extremadamente franca.

—No tienen una gran opinión sobre el ganado y las aves, ¿no es cierto? —exclamó.

—Qué va —contestó March—. Sumamente negativa.

El muchacho rió de nuevo.

—Ni de las aves ni de las terneras —dijo Banford—, ni tampoco de las cabras ni del tiempo.

El visitante, encantado, rompió a reír con sonoras carcajadas. También ellas comenzaron a reír, March ladeando la cabeza y torciendo la boca con gesto divertido.

—Bueno —agregó Banford—, no nos importa, ¿verdad que no, Nellie?

El muchacho parecía muy contento. Había bebido y comido hasta saciarse. Banford comenzó a hacerle preguntas. Se llamaba Henry Grenfel. No, no le llamaban nunca Harry, sino Henry. Siguió contestando con amable simplicidad, de manera grave y encantadora. March, que no se mezclaba en la conversación, le dirigía prolongadas y tenaces miradas desde su rincón, mientras él, sentado en el sillón, con sus manos agarrando sus propias rodillas y su cabeza bajo la lámpara con expresión franca y despierta, se volvía hacia Banford. March terminó por sentirse casi apaciguada. Lo identificaba con el zorro: allí estaba, de cuerpo entero. Ya no tendría que perseguirlo nunca más. En la sombra de su rincón se dejó penetrar por una paz cálida y relajada, parecida al sueño, aceptando el hechizo que ejercía sobre ella. Pero deseaba permanecer oculta. Solo se sentía apaciguada cuando el visitante la olvidaba para hablar con Banford. Escondida en las sombras de su esquina, no necesitaba dividirse más, tratando de conservar dos planos de conciencia. Podía, finalmente, perderse dentro del olor del zorro.

Pues el muchacho, sentado frente al fuego con su uniforme, despedía un débil pero inconfundible olor que llenaba la habitación, indefinible pero semejante al de un animal salvaje. March no trató ya de apartarse de él: estaba quieta y callada en su rincón como una pasiva criatura en su madriguera.

La charla terminó por decaer. El joven aflojó las manos que sujetaban sus rodillas, se serenó un poco y echó un vistazo alrededor. De nuevo sintió la presencia de la silenciosa y casi invisible mujer del rincón.

—Bueno —dijo con desgana—, creo que será mejor que me marche o encontraré a todo el mundo acostado cuando llegue al «Cisne».

—Me temo que los encontrará en cama de todas las maneras —repuso Banford—. Están todos ellos con gripe.

—¿Qué me dice? —exclamó el chico. Reflexionó un poco—. Bueno, ya encontraré un lugar en alguna parte.

—Pienso que tal vez pudiera quedarse aquí. Solo que… —balbució Banford.

Henry se volvió hacia ella para observarla, llevando la cabeza hacia delante.

—¿Sí? —preguntó.

—Bueno, la decencia, supongo. —Estaba un poco confundida.

—No sería nada impropio, me parece —dijo él en tono afectuoso y sorprendido.

—No por nuestra parte —replicó Banford.

—Ni por la mía —completó Henry con grave ingenuidad—. Después de todo, este es mi hogar, en cierto modo.

Banford sonrió.

—Es lo que tendrán que aceptar en la aldea —dijo.

—Entiendo —repuso el muchacho. Y miró alternativamente a las dos mujeres.

—¿Qué dices tú, Nellie? —preguntó Banford.

—No me importa —le contestó March con su particular tono—. Poco me importa la gente de la aldea, de todos modos.

—Claro —afirmó el muchacho rápidamente aunque con suavidad—. ¿Por qué habría de importarle? Quiero decir, ¿qué podrían comentar?

—No es eso —dijo March con lacónica y quejosa expresión—. Siempre encontrarán algo que decir; pero a mí me resulta indiferente lo que puedan decir. Podemos cuidar de nosotras mismas.

—Desde luego que sí —confirmó Henry.

—Bueno, entonces quédese si quiere —dijo Banford—. La habitación de invitados está preparada.

El rostro del visitante irradió placer.

—Si están seguras de que no las molestaré demasiado —dijo con la moderada cortesía que le caracterizaba.

—Oh, no —exclamaron ambas a un tiempo—. No es molestia alguna.

Henry las miró, sonriente y encantado, pasando la mirada de una a otra.

—Es estupendo no tener que salir de nuevo, ¿verdad? —exclamó en tono agradecido.

—Supongo que sí —concedió Banford.

March salió para recoger la habitación. Banford estaba tan satisfecha y solícita como si su propio hermano hubiese vuelto de Francia. Sentía casi la misma satisfacción al ocuparse de él, prepararle el baño y todo lo demás. Su natural temperamento cordial y bondadoso tenía ahora una válvula de escape. Y el chico se regocijaba con sus fraternales atenciones. Le intrigaba un poco que también March trabajara silenciosamente para él. Era tan extrañamente silenciosa y borrosa… Le parecía que en realidad no la había visto. Pensó que acaso no la reconociera si se la cruzaba en la carretera.

Aquella noche March soñó vívidamente. Soñó que escuchaba una canción afuera, sin poder entender de qué trataba, una canción que deambulaba por la casa, por los campos y por la oscuridad. La emocionaba tanto que sentía necesidad de llorar. Salía al exterior y de pronto comprendía que era el zorro el que cantaba. Se le veía amarillo y muy brillante, como el maíz. Se acercó a él pero el zorro huyó y dejó de cantar. Parecía estar cerca; quería tocarlo. Tendió la mano, pero de repente el animal le mordió la muñeca y, en el mismo instante en que ella retrocedía, el zorro, dando media vuelta para alejarse, le pasó la cola por el rostro; parecía que estuviese ardiendo, pues chamuscó su boca causándole un intenso dolor. El dolor la despertó y permaneció temblorosa, como si en realidad la hubiesen quemado.

Por la mañana, sin embargo, apenas si lo recordaba como una reminiscencia remota. Se levantó y estuvo ocupada preparando la casa y atendiendo a las gallinas. Banford corrió a la aldea en su bicicleta, en busca de alimentos. Era un alma hospitalaria. Pero, ¡ay!, en el año 1918 era poca la comida que se podía adquirir. El muchacho bajó las escaleras en mangas de camisa. Era joven y lozano, pero andaba con la cabeza echada hacia delante de manera que sus hombros parecían elevarse y curvarse como si sufriera de una ligera deformación en la espina dorsal. Debía de tratarse tan solo de una postura habitual en él, pues era joven y vigoroso. Se aseó y salió afuera mientras las mujeres preparaban el desayuno.

Vio y examinó todo. Su curiosidad era espontánea e insaciable. Comparaba el estado de las cosas con lo que él recordaba de antes, y registraba en su cabeza todos los cambios sucedidos desde entonces. Observó las gallinas y los patos a fin de apreciar en qué condiciones se hallaban; notó el vuelo de las palomas sobre su cabeza: eran muy numerosas; vio las escasas manzanas en lo alto de los árboles, allí donde March no alcanzaba a cogerlas; se fijó en la bomba de agua que las chicas habían pedido prestada, presumiblemente para vaciar el tanque de agua potable que se hallaba en el lado norte de la casa.

—Es un gracioso lugar aunque bastante destartalado —dijo a las chicas mientras se sentaba a desayunar.

Sus ojos eran grandes e infantiles, y capaces de fijarse en las cosas. No dijo casi nada, pero comió mucho. March mantenía la cabeza apartada. Ella tampoco pudo prestarle mucha atención a primera hora de la mañana, aunque algo del traje caqui del visitante le recordaba el resplandor del zorro con el que soñara la noche anterior.

Durante el día, las dos mujeres se ocuparon de sus labores habituales. Por la mañana, Henry se ocupó de las armas, mató un conejo y un pato silvestre que volaba alto, por encima de los bosques. Aumentó así en buena medida las provisiones de la desierta despensa. Sus anfitrionas pensaron que ya se había ganado el hospedaje. Sin embargo, él nada dijo de marcharse. Por la tarde se dirigió al poblado. Volvió a la hora del té. Tenía la misma expresión de alerta en su cara redonda. Colgó su sombrero en la percha con un leve contoneo de su cuerpo. Estaba pensando en algo.

—Bueno —dijo a las chicas sentándose a la mesa—. ¿Qué quieren que haga?

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Banford.

—¿Dónde podría encontrar un lugar en la aldea para quedarme? —inquirió él a su vez.

—No lo sé —replicó Banford—. ¿Dónde ha pensado quedarse?

—Bueno —vaciló—, en el Cisne están todos con esa gripe, y en El arado y el surco se alojan los soldados que recogen el heno para el ejército, además de en las casas particulares. Ya hay diez hombres y un cabo hospedados en el pueblo, según me han dicho. No sé dónde podré conseguir una cama.

Dejó que ellas decidiesen. Se le veía bastante tranquilo al respecto. March se sentó con los codos sobre la mesa y las manos sosteniendo su barbilla, mirándole distraída. De pronto Henry elevó sus ojos azules y, sin premeditación, miró directamente a los ojos de March. Estaba asustado, al igual que ella. Los dos retrocedieron un poco. March advirtió la misma chispa taimada y divertida que salía de sus ojos mientras apartaba la cabeza; penetró en su alma como si aquel brillo hubiese salido de los oscuros ojos del zorro. Frunció la boca como si sintiera algún dolor o se encontrase dormida.

—Bueno, pues no lo sé —estaba diciendo Banford. Parecía renuente, como si la asustase que alguien le impusiera una decisión. Miró a March pero, con su visión débil y borrosa, apenas vio la habitual expresión semiabstraída en el rostro de su amiga.

—¿Por qué no hablas, Nellie? —preguntó.

Pero March se limitaba a abrir mucho los ojos sin pronunciar palabra, y el muchacho, entretanto, como fascinado, la observaba sin apartar de ella los ojos.

—Vamos, di algo —insistió Banford. Y March volvió ligeramente la cabeza hacia un lado, como si recuperara la conciencia o al menos tratara de hacerlo.

—¿Qué quieres que diga? —preguntó mecánicamente.

—Di qué piensas —urgió Banford.

—A mí me da igual.

Y de nuevo hubo un silencio. Parecía haber un punto de luz en los ojos de Henry, penetrante como una aguja.

—Lo mismo pienso yo —dijo Banford—. Puede quedarse aquí si así lo desea.

Una sonrisa parecida a una taimada llamita se dibujó en el rostro del chico, súbita e involuntariamente. Se apresuró a bajar la cabeza para ocultarla y permaneció así, con la cabeza gacha y el rostro oculto.

—Puede quedarse aquí si quiere. Tal vez le agrade, Henry —terminó diciendo Banford.

Sin embargo, el interpelado no contestó nada, permaneció con la cabeza inclinada. Entonces la levantó. Estaba iluminada por una luz curiosa, exultante, y sus ojos estaban extrañamente claros al mirar a March. Ella volvió a desviar la cabeza, esbozando con la boca un gesto parecido al del dolor, con la conciencia debilitada. Banford empezaba a estar un poco perpleja. Observó el firme y diáfano mirar de los ojos del joven al observar a March, con la invisible sonrisa reluciendo en su cara. No sabía por qué pensaba que el visitante sonreía, pues ninguno de sus rasgos se movió. Lo parecía solo en el fulgor, casi en el brillo de los finos pelos de su cara.

Henry miró a Banford modificando su mirada.

—Estoy seguro —dijo con su habitual tono de voz suave y cortés— de que son enormemente bondadosas. Demasiado buenas. Pero creo también que no desean ser molestadas.

—Corta un poco más de pan, Nellie —dijo Banford algo incómoda; y agregó—: No es molestia, si quiere quedarse. Será como tener en casa a mi propio hermano por unos días. Es un muchacho como usted.

—Eso es enormemente generoso por su parte —repitió el muchacho—. Me gustaría muchísimo quedarme, si están seguras de que no seré ninguna molestia.

—No, por supuesto que no es molestia. Ya le he dicho que es un placer contar con alguien en la casa aparte de nosotras —insistió Banford con cordialidad.

—¿Y la señorita March? —preguntó él con su voz suave, mirándola.

—Oh, está bien en lo que a mí respecta —contestó March con vaguedad.

El rostro de Henry estaba radiante, y casi se restregó las manos de placer.

—Muy bien, entonces —dijo—; me encantará quedarme a condición de que me permitan pagar mi alojamiento, y ayudar con el trabajo.

—No es preciso que hable de pagar el alojamiento —contestó Banford.

Pasaron un par de días y el joven seguía en la granja. Banford se mostraba encantada con él. Era sumamente solícito y hablaba con propiedad, aunque no era dado a decir mucho sobre su persona; prefiría escuchar lo que ella tenía que expresar, y reír con su característica expresión vivaz y algo burlona. Ayudaba diestramente en el trabajo, aunque no demasiado. Le gustaba salir solo, llevando la escopeta en las manos, ver y vigilar. Su penetrante curiosidad era insaciable y se sentía más libre cuando se encontraba completamente solo, semioculto, observando.

Particularmente vigilaba a March. Mostraba una extraña personalidad para él. Su cuerpo, como el de un grácil muchacho, le interesaba. Sus ojos negros despertaban algo en su alma y le inspiraban cierta exaltación cuando los contemplaba, una exaltación que temía mostrar, sutil y secreta. Y luego, su peculiar e ingeniosa forma de hablar le hacía reír inconteniblemente. Sentía que debía ir más lejos; no podía evitar ese impulso. Pero se propuso no pensar en ella demasiado y se dirigió al límite del bosque con la escopeta.

Anochecía cuando volvió a casa y, con el anochecer, apareció la fina lluvia de finales de noviembre. Vio la lumbre por la ventana de la sala, una luz saltarina en medio de la oscuridad del edificio. Y pensó para sí que no estaría mal contar con aquel lugar. Entonces le invadió aquel sagaz pensamiento: ¿por qué no casarse con March? Permaneció quieto durante un momento en medio del campo, sin soltar al conejo muerto que colgaba de su mano, atraído por ese pensamiento. Su mente aguardaba sorprendida —parecía que calculase— y, al fin, sonrió curiosamente para sí mismo, asintiendo. ¿Por qué no? ¿Por qué no, en realidad? Era una buena idea. ¿Y qué si era algo ridícula? ¿Qué importaba? ¿Qué importancia tenía que ella fuese mayor que él? Ninguna. Al pensar en sus sorprendidos y vulnerables ojos negros se sonrió con sutileza. En realidad él era mayor que ella. Era su dueño.

Apenas admitió sus intenciones, incluso a sí mismo. Las mantuvo secretas hasta para él. Todo era de momento demasiado incierto. Sería preciso ver cómo se desarrollaban las cosas.

Sí, tendría que ver cómo iban las cosas. Si no se andaba con cuidado, ella simplemente se burlaría de la proposición. Bien sabía él, astuto y sutil como era, que si iba a ella diciéndole abiertamente: «Señorita March, la quiero y desearía casarme con usted», su inevitable respuesta sería: «Váyase, no quiero saber de sus payasadas». Esa era su actitud hacia los hombres y sus «payasadas». Si no era cuidadoso, se volvería hacia él con su salvajismo y su sardónico sentido del ridículo, y le echaría de la granja y de su propia mente, para siempre. Debía aproximarse con cuidado. Tenía que atraparla como se hace con un ciervo o una perdiz cuando uno sale a cazar. No es bueno ir por el bosque diciendo a los ciervos: «Por favor, caed ante mis balas». No. Es una lenta y sutil batalla. Cuando realmente se sale a cazar un venado uno ha de concentrarse, meterse dentro de uno mismo y avanzar sigilosamente, antes del alba, a través de la montaña. No es tanto lo que se hace, cuando uno va cazar, como lo que se siente. Se ha de ser astuto y sutil, hallarse fatal y completamente listo. Es como si fuese obra del destino: tu propio destino supera y determina el destino del ciervo que estás cazando. Al principio, aun antes de tener a la vista a tu presa, se desarrolla una rara batalla, parecida a un acto hipnótico. Tu propia alma, como un cazador, brota fuera del cuerpo para unirse al alma del ciervo, antes de que se haya visto ciervo alguno. Y el alma del ciervo lucha por escapar. Antes de que el ciervo olfatee siquiera a quien va a matarle, ya es así. Es una batalla de voluntades, imperceptible y profunda, que se desarrolla en lo invisible. Y es una batalla que no se termina hasta que la bala vuelve a casa. Cuando realmente estás tras la buena pista, y la tienes realmente a tiro, entonces no apuntas como lo haces al disparar a una botella. Es tu propia voluntad la que transporta la bala hasta el corazón de tu presa. El vuelo del proyectil hasta su blanco es la pura proyección de tu propio destino sobre el destino del ciervo. Golpea como un supremo deseo, un supremo acto de voluntad, no como un truco de la inteligencia.

En espíritu Henry era un cazador, no un granjero, y tampoco un soldado inamovible en su regimiento; y en su calidad de joven cazador deseaba transformar a March en su presa y hacerla su esposa. Así que se concentró finalmente en sí mismo y pareció retraerse hasta lograr una especie de invisibilidad. No estaba muy seguro de cómo habría de proseguir; March era arisca como una liebre. Decidió, pues, seguir guardando la apariencia de un simpático joven que se alojaba por una quincena en la casa.

Había estado serrando unos leños para encender la chimenea al caer la tarde. Se hizo de noche muy temprano. Reinaba todavía una neblina fría y cruda. Apenas era posible ver nada. Un montón de leños serrados descansaban encima de un caballete. March salió para llevarlos al interior de la casa, o al cobertizo, cuando él estaba ocupado serrando el último. Estaba trabajando en mangas de camisa y no la oyó acercarse. La muchacha iba de mala gana, como si le diese vergüenza. La vio agacharse sobre los troncos y dejó de serrar. Un fuego parecido al relámpago recorrió los nervios de sus piernas.

—¿March? —dijo con su voz tranquila y juvenil.

Ella le miró sin dejar de apilar los leños.

—¿Sí?

Henry la miró en medio de la penumbra. No podía verla con mucha nitidez.

—Quería preguntarle algo.

—¿Ah, sí? ¿De qué se trata? —dijo ella. El terror alteraba su voz otra vez; pero sabía dominarse.

—Bueno —su voz parecía escaparse suave y sutilmente, penetrando los nervios de la muchacha—, ¿a que no adivina qué quiero decirle?

March se incorporó, colocó las manos en sus caderas y se quedó mirándole confusa, sin responder. El muchacho ardió otra vez con súbito vigor.

—Bueno —dijo, y su voz era tan suave que parecía una ligera caricia, como el leve roce de la pata de un gato, como una sensación más que como un sonido—, quería pedirle que se casara conmigo.

March, más que oírle, le sintió. Trataba en vano de volver la cabeza hacia otro lado. Una gran tranquilidad pareció apoderarse de ella. Permaneció en silencio, con la cabeza ligeramente ladeada. Él parecía inclinarse hacia ella, sonriendo invisiblemente. A ella le pareció que unas chispas menudas le salían de los ojos.

Entonces, abruptamente, dijo:

—No intente ninguna de sus payasadas conmigo.

Un estremecimiento sacudió los nervios del chico. Había fallado. Esperó un poco hasta recuperarse. Luego, poniendo toda su peculiar dulzura en la voz, como si estuviese acariciándola imperceptiblemente, dijo:

—¿Por qué? No es una payasada ¡No es una payasada! Lo he dicho con convicción. ¿Por qué no me cree?

Sonaba ofendido; y su voz ejercía un extraño poder sobre ella; la hacía sentir floja, relajada. Luchó interiormente para reunir valor. Por un momento se creyó perdida, perdida, perdida. La palabra parecía mecerse dentro de ella, como si estuviese agonizando. De pronto, volvió a hablar.

—No sabe de qué está hablando —dijo con un breve y fugaz deje de desdén—. ¡Qué absurdo! Soy lo suficientemente mayor para ser su madre.

—Sí sé de qué hablo. Lo sé, se lo aseguro —insistió el muchacho, como si su voz brotara de su sangre—. Sé perfectamente de qué hablo. No es tan mayor como para ser mi madre. Eso no es cierto. ¿Y qué importaría si así fuera? Podemos casarnos, sea cual sea nuestra edad. ¿Qué significa la edad? ¿Qué me importa a mí la edad? ¿Y qué puede importarle a usted? La edad no significa nada.

Una especie de desvanecimiento se apoderó de March cuando él terminó de hablar. Se había expresado con rapidez, como es frecuente en la gente de Cornualles, y su voz parecía resonar en ella, en alguna parte donde ella estaba indefensa contra él. «¡La edad no significa nada!» La suave y cargada insistencia de la frase la hizo vacilar en medio de la oscuridad. No pudo responder.

Una gran agitación trepó como fuego por los miembros del chico. Sentía que había ganado.

—Quiero casarme con usted, ya lo ve. ¿Por qué no? —Siguió insistiendo, con suavidad y presteza. Esperaba que ella respondiera. En la oscuridad se la veía casi fosforescente. Sus párpados estaban caídos, su rostro un poco apartado e inconsciente. Parecía estar en su poder. Pero él esperó, vigilante. Todavía no se atrevía a tocarla.

—Entonces dígalo —exclamó—. Diga que se casará conmigo. ¡Dígalo, dígalo! —insistía él con suavidad.

—¿Qué? —preguntó ella débilmente y desde la distancia, como quien sufre.

La voz de él era ahora increíblemente cercana y suave. Se acercó mucho a ella.

—Diga que sí.

—¡Oh, no puedo! —gimió indefensa, articulando a medias las palabras, semiinconsciente y sujeta al dolor, como alguien que agoniza—. ¿Cómo podría?

—Sí puede —dijo él con suavidad, posando dulcemente la mano sobre su hombro mientras ella permanecía inmóvil, con la cabeza apartada y gacha, a punto de desfallecer—. Sí puede, claro que puede. ¿Por qué dice que no? Sí puede. Sí puede.

Y con enorme dulzura, se inclinó hacia delante y tocó apenas su cuello con la boca y la barbilla.

—¡Pare! —gritó ella, con acento apagado y casi histérico, apartándose y enfrentándose a él—. ¿Qué intenta hacer?

Pero le faltaba el aliento. Parecía que la hubiesen matado.

—Intento decirle lo que ha oído —persistió él, tierna y cruelmente—. Quiero que se case conmigo. ¡Quiero que se case conmigo! Ahora lo sabe, ¿no es así? ¿Lo sabe ahora? ¿Lo sabe? ¿Lo sabe?

—¿El qué?

—Lo sabe.

—Sí, sé lo que dice.

—Y sabe que lo digo de veras, ¿no es así?

—Sé lo que dice.

—¿Me cree? —preguntó él.

Permaneció callada unos momentos. Luego frunció los labios.

—No sé lo que creo —dijo.

—¿Estáis ahí fuera? —se oyó la voz de Banford llamándoles desde la casa.

—Sí —repuso él—, estamos cargando leños para llevarlos dentro.

—Pensé que os habíais perdido —dijo Banford desconsoladamente—. Apresuraos, vamos, venid a tomar el té. La tetera está hirviendo.

Henry se inclinó de inmediato para recoger una buena cantidad de leños con sus brazos y cargarlos hasta la cocina, donde se apilaban en una esquina. March también ayudó, cargándolos en sus brazos y apoyándolos contra el pecho, como si fuesen un pesado bebé. Era ya de noche y hacía frío.

Una vez dentro todos los leños, ambos se limpiaron ruidosamente las botas en el limpiabarros situado en el exterior, y luego en el felpudo. March cerró la puerta y se quitó su viejo sombrero de fieltro; su sombrero de granjera. Su pelo moreno, espeso y rebelde quedó libre, su rostro estaba lívido y tenso. Echó vagamente hacia atrás su cabello y se lavó las manos. Banford entró presurosa en la cocina en penumbra para sacar del horno los pastelillos que guardaba allí para que no se enfriaran.

—¿Qué diablos hacíais ahí fuera todo ese tiempo? —le preguntó con impaciencia—. Pensé que no entraríais nunca. Y hace ya mucho que dejasteis de serrar. ¿Qué estabais haciendo ahí fuera?

—Tuvimos que tapar el agujero del corral para evitar que se metieran por allí las ratas —repuso Henry.

—Vamos, si os vi parados junto al cobertizo. Podía distinguir las mangas de su camisa —dijo con acento retador.

—Sí, estaba limpiando el serrín.

Pasaron a la sala para merendar. March se mantenía muda. Su rostro se veía pálido, tenso y distraído. El muchacho, que siempre tenía la misma tez encarnada y el mismo aspecto contenido de quien guarda sus cosas para sí, se dirigió a la mesa en mangas de camisa como si se hallara en su propia casa. Se inclinaba sobre el plato al comer.

—¿No tiene frío así —preguntó Banford con encono—, en mangas de camisa?

Henry la miró, con la barbilla cerca del plato, y con los ojos muy claros, cristalinos y firmes.

—No, no tengo frío —contestó con su habitual cortesía—. Hace mucho más calor aquí que ahí fuera, ¿sabe?

—Así lo espero —dijo Banford, sintiéndose irritada con él. Tenía una extraña y serena seguridad, y una mirada brillante que le ponían nerviosa aquella noche. Él la estaba observando.

—Aunque a lo mejor —dijo despacio y cortésmente— le disgusta que me siente a tomar el té sin ponerme la chaqueta. Lo había olvidado.

—Oh, no me importa —dijo Banford, aunque en realidad no era así.

—¿Quiere que vaya a ponérmela?

Los oscuros ojos de March se volvieron lentamente hacia él.

—No, no se moleste —dijo con su raro y vibrante tono de voz—. Si se encuentra bien tal como está, quédese así.

Había hablado con cierta ruda autoridad.

—Sí —repuso él—. Me encuentro muy bien así, pero no quisiera ser descortés.

—Es algo que en general se considera de mala educación —dijo Banford—. Pero a nosotras no nos importa.

—Vaya con la buena educación —exclamó March—. ¿Quién considera eso de mala educación?

—Tú misma, Nellie, lo considerarías así si lo hiciera otra persona —replicó Banford refrenándose un poco tras sus gafas y sintiendo cómo se atragantaba un poco con el pastelillo.

Pero March se había refugiado de nuevo en su vaga indiferencia. Mascaba la comida como si hubiese olvidado que comía. El muchacho miraba a una y a otra con ojos brillantes e indagadores.

Banford se sentía ofendida. A pesar de sus buenos modales y de su bien modulada voz, el chico le parecía un insolente. No quería mirarlo. No quería encontrarse sus ojos claros y alertas; no quería encontrarse el extraño fulgor de su cara, ni sus mejillas sembradas de pelillos delicados; ni su rubicunda piel tan mortecina y que, sin embargo, parecía arder con un curioso calor vital. Sentía ligeras náuseas al contemplarle: el efecto de su presencia física era demasiado penetrante, demasiado cálido.

Después del té la tarde transcurrió tranquila. El muchacho rara vez iba a la aldea; tenía por costumbre leer. Era en realidad, y a su manera, un ávido lector: una vez que comenzaba uno quedaba absorto en su lectura. Sin embargo, le costaba empezar. También solía salir a vagar por el campo muy a menudo, o a bordear los setos por la noche, solo, rondando por ahí con un raro instinto nocturno, y escuchando los sonidos de la naturaleza.

Aquella noche, empero, cogió un tomo del capitán Mayne Reid del estante donde Banford tenía sus libros, y se sentó, con las rodillas separadas, para enfrascarse en la historia. Su pelo castaño era largo y, peinado hacia los lados, se amontonaba en su cabeza como un espeso sombrero. Seguía en mangas de camisa, inclinándose hacia adelante bajo la luz de la lámpara, con las rodillas muy separadas, el libro en la mano y toda su figura absorta en la muy extenuante tarea de leer, dando a la sala de Banford el vago aspecto de un camarote. Aquello molestaba a la muchacha, pues en el suelo de la sala tenía una alfombra turca roja con el borde oscuro, la chimenea estaba adornada con bonitas baldosas verdes y el piano permanecía abierto con las últimas notas de baile en el atril. Banford tocaba bastante bien. En las paredes colgaban los cisnes y los nenúfares pintados por March. Además, con los leños ardiendo agradablemente con llama temblorosa, corridas las espesas cortinas, cerradas todas las puertas, y con los pinos silbando y zarandeándose fuera con el viento, el lugar resultaba acogedor, refinado y agradable. Le molestaba aquel crudo muchachote de largas piernas, enfundadas en pantalones caquis y cuyas rodillas se proyectaban hacia fuera, vestido con una camisa de soldado abotonada sobre sus muñecas rojas y gruesas. De cuando en cuando pasaba página y echaba esporádicas ojeadas al fuego, o iba hasta él para acomodar los leños. Luego se sumergía de nuevo en el intenso y aislado asunto de la lectura.

March, en un extremo de la mesa, hacía ganchillo, aunque interrumpía a menudo la labor. Su boca estaba torcida de una manera singular, como cuando soñó que la quemaba el rabo del zorro, y su magnífico pelo, moreno y rebelde, le caía en mechones sobre la frente. Sin embargo, todo su cuerpo se adivinaba ausente, como si ella misma se encontrara a muchas millas de allí. En una suerte de letargo, parecía estar escuchando al zorro cantar con el viento alrededor de la casa, cantar dulce y salvajemente, como una especie de demente. Con sus manos rojas pero bonitas, March tejía lentamente el algodón blanco, muy despacio y bastante torpemente.

Banford también trataba de leer sentada en su silla baja, pero se sentía inquieta en medio de aquellos dos. No dejaba de moverse y de mirar en torno suyo, escuchaba el viento o dirigía secretas miradas de uno a otro de sus compañeros. March, sentada sobre una silla recta, con las piernas cruzadas y envueltas en sus pantalones de montar y cosiendo despacio, laboriosamente, constituía asimismo una dura prueba para Banford.

—Dios mío —dijo—. Mis ojos no están finos esta noche. —Y oprimió con sus dedos sus párpados cerrados.

Henry la miró con su clara y radiante expresión, pero nada dijo.

—¿Te molestan, Jill? —le preguntó March con tono ausente.

El muchacho siguió leyendo y Banford no tuvo más remedio que seguir con su libro. Le resultaba imposible quedarse quieta. Tras un rato se volvió hacia March, y una pequeña sonrisa extraña, algo maliciosa, apareció en su rostro delgado.

—Un penique por ellos, Nellie —dijo de pronto.

March miró alrededor con sus grandes y sorprendidos ojos negros, y palideció como si fuese presa del pánico. Había estado escuchando al zorro cantar con tal ternura, con tal ternura mientras vagaba en torno a la casa…

—¿Qué dices? —preguntó con vaguedad.

—Te ofrezco un penique por lo que piensas —repitió Banford sarcásticamente—. O dos, si tus pensamientos son tan profundos como parecen.

El muchacho las observaba con sus brillantes ojos claros desde debajo de la lámpara.

—¿Por qué? —preguntó March—. ¿Es que quieres malgastar tu dinero?

—Pensé que valdría la pena.

—No pensaba en nada, solo en el modo en que sopla el viento.

—Vaya, querida —replicó Banford—, yo también soy capaz de engendrar pensamientos tan originales como ese. Creo que esta vez sí que he malgastado mi dinero.

—Bueno, no tienes que pagarme —repuso March.

El muchacho rió de repente. Las dos mujeres lo miraron: March parecía bastante sorprendida, como si no supiese que estaba allí.

—¿De veras pagan alguna vez? —preguntó.

—Oh, sí —replicó Banford—. Siempre lo hacemos. En invierno tengo a veces que pagar un chelín a March al cabo de una semana, aunque me cuesta mucho menos en verano.

—¿Realmente pagan por conocer sus pensamientos? —inquirió él riendo.

—Sí, cuando hemos agotado por completo cualquier otro entretenimiento.

El muchacho rió rápidamente, arrugando su nariz como un cachorro y animado con una intensa jovialidad. Los ojos le relucían.

—Es la primera vez que oigo semejante cosa.

—Me parece que la oirá con bastante frecuencia si permanece en Bailey Farm durante el invierno —dijo Banford en tono de lamentación.

—¿Tan hartas están? —preguntó.

—Tan aburridas —dijo Banford.

—Vaya —dijo gravemente— Pero ¿por qué se aburren de esa manera?

—¿Quién no se aburriría?

—Siento oírle decir eso —repuso él con gravedad.

—Debe hacerlo si pensaba pasar aquí unos alegres días.

Henry contempló a Banford larga y seriamente.

—Bueno —dijo con su expresión a la vez juvenil y grave—, es lo suficientemente alegre para mí.

—Me alegra oírlo —dijo Banford.

La muchacha volvió a su libro. En su cabello delgado y frágil se veían ya muchos mechones grises, a pesar de que aún no había llegado a la treintena. El chico no siguió leyendo, sino que volvió sus ojos hacia March, quien seguía sentada abriendo mucho los ojos y frunciendo la boca, cosiendo laboriosamente. Tenía una piel cálida, pálida y fina, y una nariz delicada. Su boca fruncida le daba aspecto de mal genio, aunque se contradecía con el curioso arquear de sus cejas oscuras y la amplitud de sus ojos: una asustada mirada de vaguedad y de asombro. Escuchaba de nuevo al zorro, que parecía haberse perdido muy lejos en la noche.

Por debajo de la luz de la lámpara el muchacho elevaba el rostro hacia ella, observándola en silencio con sus ojos redondos, muy claros y atentos. Banford, mordiéndose las uñas con irritación, lo observaba por debajo de sus cabellos. Estaba sentado perfectamente inmóvil, con su cara rubicunda inclinada hacia arriba bajo la luz, en el límite de la penumbra, y observando con una intensidad perfectamente abstracta. March levantó de pronto sus grandes ojos negros de la labor, y lo vio. Se sobresaltó, y soltó una pequeña exclamación.

—¡Ahí está! —exclamó involuntariamente, como si algo terrible la hubiese sobresaltado.

Banford, sorprendida, paseó la vista en torno irguiéndose en la silla.

—¿Qué te sucede, Nellie? —preguntó.

Pero March, con el semblante invadido por un delicado tinte encarnado, miraba hacia la puerta.

—Nada, nada —dijo enfadada—. ¿Acaso no puede una hablar?

—Sí, a condición de hacerlo razonablemente —repuso Banford—. ¿Qué has querido decir?

—No lo sé —exclamó March con impertinencia.

—Oh, Nellie, espero que no te estés volviendo nerviosa y excitable. Creo que no podría soportar nada más. ¿A quién te referías, a Henry? —preguntó asustada la pobre Banford.

—Sí, supongo que sí —replicó March secamente. Nunca confesaría lo del zorro.

—Oh, Dios mío, mis nervios ya no soportan nada más esta noche —gimió Banford.

A las nueve en punto March llevó a la sala una bandeja con pan, queso y té. Henry había confesado que le gustaría tomar una taza. Banford bebió un vaso de leche y comió un pedazo de pan. Al poco dijo:

—Me voy a la cama, Nellie. Estoy muy nerviosa esta noche. ¿Vienes?

—Sí, en cuanto me lleve la bandeja.

—No te retrases, entonces —le pidió Banford, inquieta—. Buenas noches, Henry. ¿Se cuidará de dejar el fuego apagado antes de retirarse?

—Sí, señorita Banford, me cuidaré de que todo quede en orden —respondió con voz tranquila.

March estaba encendiendo la vela para dirigirse a la cocina. Banford tomó la suya y subió las escaleras. Cuando March volvió a acercarse al fuego, dijo a Henry:

—Supongo que podemos confiar en usted para que cuide del fuego y de todo lo demás.

Estaba ante él con una mano en la cadera, una rodilla algo doblada y la cabeza tímidamente apartada, como si no pudiera mirar al muchacho. Él tenía la cabeza levantada, observándola.

—Venga a sentarse aquí un minuto —le dijo suavemente.

—No, me voy. Jill me estará esperando y se pondrá nerviosa si tardo.

—¿Qué fue lo que la sobresaltó tanto hace un rato? —preguntó el muchacho.

—¿Cuándo me he sobresaltado? —repuso ella, mirándolo.

—Bueno, hace solo un momento; cuando lanzó aquella exclamación.

—¡Oh! —dijo ella—. ¡Aquello! Pensé que usted era el zorro.

Y su rostro mostró una enigmática sonrisa algo irónica.

—¿El zorro? ¿Qué zorro? —preguntó con delicadeza.

—Cierta noche, el verano pasado, cuando estaba fuera con la escopeta, vi al zorro entre la hierba, muy cerca de mis pies, mirándome fijamente. No lo sé. Supongo que me causó cierta impresión.

Apartó la cabeza de nuevo y, tímidamente, dejó colgando uno de sus pies.

—¿Le disparó?

—No. Me sobresaltó mucho mirándome como lo hizo, y deteniéndose luego para echarme una ojeada por encima del hombro con una sonrisa en la cara.

—¡Una sonrisa en la cara! —repitió Henry, riendo a su vez—. ¿De modo que la asustó?

—No, no me asustó. Me causó impresión, eso es todo.

—Y pensó que yo era el zorro, ¿no es así? —Se rió, con la misma risa rápida y extraña en el rostro, frunciendo la nariz como un cachorro.

—Sí, por un instante. Quizá estaba en mi cabeza sin yo saberlo.

—A lo mejor piensa que he venido a robarles las gallinas o algo así —dijo el chico con la misma risa juvenil.

Pero ella se limitó a mirarlo con ojos dilatados, oscuros y vacíos.

—Es la primera vez que me toman por un zorro —dijo Henry—. ¿No quiere sentarse un momento? —Su voz era muy insinuante y engatusadora.

—No —replicó March—, Jill me espera.

Pero aun así no se fue, sino que permaneció en la misma posición, con un pie casi en el aire y el rostro vuelto a un lado, justo fuera del círculo de luz.

—¿Aún sigue negándose a contestar a mi pregunta? —dijo él, bajando la voz todavía más.

—No sé a qué pregunta se refiere.

—Sí lo sabe. Por supuesto que lo sabe. Hablo de mi propuesta de matrimonio.

—No, no contestaré a esa pregunta —repuso ella rotundamente.

—¿No lo hará? —La curiosa risa juvenil asomó de nuevo al rostro del chico—. ¿Es porque me parezco al zorro? ¿Es esa la razón? —Todavía reía.

Ella se volvió y le dirigió una larga y lenta mirada.

—No dejaría que eso la pusiese contra mí —dijo él—. Deje que baje la intensidad de la lámpara, y venga a sentarse un momento.

Puso su mano rojiza bajo el resplandor de la lámpara, y la luz se tornó de pronto muy tenue. March permaneció donde estaba, en la penumbra, inmóvil. Henry se puso silenciosamente en pie, sobre sus largas piernas. Y ahora su voz era extraordinariamente suave y sugestiva, casi inaudible.

—Se quedará un momento —dijo—. Solo un momento.

Y puso la mano sobre el hombro de ella. March apartó aún más el rostro

—Estoy seguro de que en realidad no piensa que soy como el zorro —susurró, con la misma suavidad y con un indicio de risa en su tono, como una leve burla—. ¿Verdad?

La atrajo cariñosamente hacia él y le besó con suavidad el cuello. March se estremeció; quiso apartarse, temblorosa, pero el fuerte brazo juvenil la sostenía. Volvió a besarla con delicadeza, de nuevo en el cuello, pues su rostro seguía apartado.

—¿Quiere contestar a mi pregunta? ¿Lo hará ahora? —murmuraba con voz suave y persistente. Trataba de atraerla más para besarla en el rostro. Y consiguió besarle la mejilla con dulzura, muy cerca de la oreja.

En ese momento se oyó la voz de Banford llamando nerviosamente, bastante enfadada.

—¡Es Jill! —exclamó March sobresaltándose e irguiendo el cuerpo.

Y mientras lo hacía, rápido como el relámpago, él la besó en la boca rozándola con un rápido beso. Parecía quemársele hasta la última de sus fibras. Dejó escapar un pequeño grito.

—Lo hará, ¿no es así? ¿Lo hará? —insistió suavemente.

—¡Nellie! ¡Nellie! ¿Por qué te quedas ahí tanto tiempo? —gritó Banford desde la oscuridad.

Pero Henry la estrechó con rapidez, murmurando con incontenible dulzura e insistencia:

—Aceptará, ¿no es así? ¡Diga que sí! ¡Diga que sí!

March, que sentía como si el fuego le recorriera el cuerpo y la abrasara, como si no fuera capaz de evitarlo susurró:

—¡Sí! ¡Sí! ¡Cualquier cosa! ¡Todo lo que quieras! ¡Solo déjame ir! ¡Déjame ir! Jill me está llamando.

—Ya sabes que lo has prometido —dijo él de forma insidiosa.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo sé!

Su voz subió súbitamente de volumen hasta transformarse en un agudo chillido.

—Está bien, Jill, ya subo.

Sorprendido, la dejó ir, y ella se dirigió directamente hacia las escaleras.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, después de que él hubo observado el lugar, calculado lo que había por allí y concluido que era posible vivir con bastante holgura en la granja, dijo a Banford:

—¿Sabe una cosa, señorita Banford?

—¿Qué? —preguntó la buena de Banford, siempre nerviosa.

Henry miró a March, que untaba con mermelada una loncha de pan.

—¿Puedo contarlo? —le preguntó Henry.

March lo miró, y un intenso rubor le cubrió el rostro.

—Sí, si te refieres solo a Jill. Espero que no lo vayas contando por todo el pueblo, eso es todo. —Y tragó el pan con dificultad.

—¿Qué sucede? —dijo Banford, mirando a ambos con los ojos muy abiertos, cansados y algo irritados. Era una cosita delgada y frágil, y su pelo, delicado y fino, estaba peinado de manera que le cayera dulcemente junto a la agotada cara de desvaídos rasgos pardos y grises.

—¿Qué piensas que es? —dijo él, sonriendo como quien posee un gran secreto.

—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Banford.

—¿No puedes adivinarlo? —insistió él, mirándola con ojos relucientes y sin dejar de sonreír, satisfecho de sí mismo.

—Estoy segura de que no. Más aún: ni siquiera voy a intentarlo.

—Nellie y yo vamos a casarnos.

Banford depositó el cuchillo que sostenía entre sus finos y delicados dedos como si nunca más fuese a cogerlo para comer. Los miró con ojos vacíos y enrojecidos.

—¿Que vais a qué?

—Vamos a casarnos, ¿no es así, Nellie? —dijo, volviéndose hacia March.

—Tú lo has dicho, de todos modos —repuso March lacónicamente. Pero de nuevo se ruborizó con un doloroso rubor. Tampoco ella podía seguir comiendo.

Banford la miró como un pájaro que acaba de ser alcanzado, un pobre pajarillo enfermo. Miró hacia ella con toda su maltratada alma en los ojos, hacia la avergonzada March.

—¡Nunca! —exclamó desesperada.

—Pues es la pura verdad —dijo el radiante y encantado joven.

Banford apartó el rostro, como si la visión de la comida en la mesa le causara náuseas. Permaneció así unos momentos, como si se encontrase indispuesta. Luego, agarrando con una mano el borde de la mesa, se puso en pie.

—No puedo creerlo, Nellie —exclamó—. Es absolutamente imposible.

Su voz, inquieta y quejumbrosa, contenía un hilo de ardiente enojo y desesperación.

—¿Por qué? ¿Por qué no ibas a creerlo? —preguntó el chico, con toda su suave y aterciopelada impertinencia.

Banford le contempló con ojos a la vez abiertos y vagos, como si Henry fuese alguna criatura de museo.

—Oh —repuso con languidez—, porque no puede ser tan tonta. No puede perder la dignidad hasta ese punto.

Su voz era fría y quejosa, a la deriva.

—¿En qué sentido perdería la dignidad? —preguntó el muchacho.

Banford le miró con incierta fijeza desde detrás de sus anteojos.

—Si es que no la ha perdido ya —dijo.

Henry se puso muy rojo, bermellón, ante la pesada mirada que se posaba en él.

—No sé a qué te refieres —dijo.

—Tal vez no. No me esperaba que así fuese —repuso Banford con aquel tono extraviado y levemente distante que daba a sus palabras un aire todavía más insultante.

Henry se sentó con rigidez en su silla. Sus ojos azules ardían en su rostro carmesí. Fruncía el ceño con maligna expresión.

—Estoy segura de que no sabe adónde se está dejando arrastrar —continuó diciendo Banford con su tono insultante, derivativo y quejumbroso.

—¿Qué tiene esto que ver contigo, de todos modos? —preguntó él, malhumorado.

—Más de lo que tiene que ver contigo mismo, probablemente —replicó Banford, lastimera y ponzoñosa.

—¿De veras? Pues yo no alcanzo a percibirlo en absoluto —lanzó el muchacho.

—No, no podrías —repuso Banford vagamente.

—Sea como fuere —dijo March echándose el pelo hacia atrás y poniéndose de pie toscamente—, no merece la pena discutir.

Tomó los restos del pan y la tetera, encaminándose a la cocina.

Banford dejó que sus dedos vagaran por su frente y a lo largo de su cabello. Estaba desconcertada. Enseguida se volvió y subió rápidamente las escaleras.

Henry permaneció en su silla rígido y malhumorado, con el rostro y los ojos enardecidos. March iba y venía recogiendo la mesa. Henry estaba callado, paralizado por la ira. No le prestaba ninguna atención. March había recuperado su compostura y también su tez lisa, tersa y cremosa, aunque su boca todavía estaba torcida. Cada vez que llegaba hasta la mesa para recoger algo, miraba al muchacho con ojos grandes y curiosos, con más curiosidad que otra cosa. ¡Un chico tan alto, rubicundo y malhumorado…! Eso era lo que le definía. Parecía tan lejos de ella como si su encendido semblante fuese un rojo utensilio de chimenea en una casa más allá de los campos, y ella lo observaba con tanta objetividad como lejanía.

Por fin Henry se incorporó y salió al campo con la escopeta. Solo volvió a la hora de la comida, con el demonio impreso aún en el rostro, aunque desplegando excelentes modales. Nadie dijo nada en particular: cada uno de ellos se sentó en la esquina de un agudo triángulo, obstinadamente lejanos. Por la tarde Henry volvió a salir enseguida, siempre con el arma bajo el brazo. Regresó al caer la noche, llevando un conejo y una paloma. Permaneció en la casa toda la velada, pero apenas abrió la boca. Tenía un genio del demonio, pues sentía que le habían insultado.

Los ojos de Banford estaban irritados; se veía que había llorado. Pero sus modales eran más distantes y desdeñosos que nunca. Su modo de mover la cabeza cuando Henry hablaba, como si se tratase de un vagabundo o de un intruso de baja estofa, hacía que los zarcos ojos del muchacho casi se tornasen negros de furia. Su expresión malhumorada fue en aumento. Sin embargo, en ningún momento olvidó su tono cortés al hablar.

March parecía florecer en aquella atmósfera. Sentada entre ambos antagonistas, dejaba que una sonrisilla traviesa asomara a su cara, como si la situación le divirtiera. Hasta podía advertirse una suerte de complacencia en su laborioso ganchillo de aquella noche.

Desde la cama, Henry pudo oír a las dos mujeres hablando y discutiendo en su habitación. Se sentó en la cama y azuzó el oído para oír lo que decían; pero no llegó a distinguir nada porque la distancia era excesiva. Sí llegó a captar el goteo suave y quejoso de la voz de Banford, y el timbre más grave de la de March.

La noche era serena y fría. Grandes estrellas titilaban en el cielo, más allá de la cadena formada por las copas de los pinos. Henry escuchaba y escuchaba. En la distancia, oyó el aullido de un zorro y a los perros de las granjas vecinas ladrando como respuesta. Pero no era eso lo que quería escuchar. Quería escuchar lo que las dos mujeres estaban diciendo.

Saltó sigilosamente de la cama y fue hasta la puerta. No llegaba a distinguir las palabras. Cuidadosamente, comenzó a levantar el cerrojo de su puerta. Después de no poco tiempo la abrió. Fue de puntillas por el corredor. Las viejas tablas de roble estaban frías bajo sus pies y crujían absurdamente. Avanzó sigilosamente subiendo el solitario escalón y pegándose al muro, hasta que llegó ante la puerta de las muchachas. Allí contuvo la respiración para escuchar. Banford era la que hablaba:

—No, simplemente no podría tolerarlo. Al mes estaría muerta, que bien podría ser precisamente lo que él persigue, por supuesto. Esa sería precisamente su jugada, verme en el cementerio. No, Nellie. Si vas a cometer el disparate de casarte con él, no podrás quedarte aquí. No podría, no podría vivir en la misma casa que él. ¡Ah! El simple olor de sus ropas me enferma. Y su cara rojiza me inspira malestar. Ni siquiera puedo comer si él está a la mesa. Fui una tonta al permitirle que se quedara en la casa. Una no debería ceder nunca al impulso de realizar buenas acciones: terminan siempre por golpearte en la cara como un bumeran.

—Bueno, ya solo le quedan dos días aquí —dijo.

—Sí, a Dios gracias. Y una vez que se haya marchado no volverá nunca a poner los pies en esta casa. Me siento muy mal al tenerle aquí. Sé muy bien que solo piensa en lo que podrá obtener de ti. Sé que eso es lo único que quiere. No es más que un fracasado a quien no le gusta el trabajo y que piensa que puede vivir a costa nuestra. Pero no vivirá de mí. Si tú eres tan tonta, ese es asunto tuyo. La señora Burges le conoció muy bien cuando estuvo aquí, y el anciano nunca logró que hiciera ningún trabajo duro. En cuanto podía se largaba a pasear con la escopeta, exactamente como hoy. ¡Siempre con el arma! ¡Cómo lo odio! No sabes lo que haces, Nellie, de veras que no. Si te casas con él le servirás de juguete. Se marchará y te dejará colgada. Sé que lo hará. Se irá si no puede obtener Bailey Farm por medio de nosotras; y no la obtendrá mientras yo viva. Mientras yo viva no volverá a poner los pies en la granja. Bien sé qué sucedería. Pronto se sentiría dueño de ambas, tal como ahora se cree tu amo.

—Pero no lo es —dijo Nellie.

—De todos modos, así lo cree. Y eso es lo que persigue: instalarse y ser el amo y señor de este lugar. ¡Imagínate! ¿Para eso habríamos venido aquí juntas, para ser mandadas e intimidadas por un odioso mozo de cara encarnada, un asqueroso peón? Ah, cómo nos equivocamos al dejar que se quedase. Nunca debimos rebajarnos a eso. He peleado tanto con la gente de por aquí para que no me arrastraran a su nivel. No, aquí no va a instalarse. Y ya verás cómo, cuando comprenda que no logrará su propósito, volverá a escaparse a Canadá o a cualquier otro lugar, como si nunca te hubiese conocido. Y aquí te quedarás tú, absolutamente arruinada y haciendo el ridículo. Sé que ya nunca gozaré de paz en mi alma.

—Le diremos que no puede quedarse aquí. Le diremos eso —dijo March.

—Oh, no te molestes, yo misma se lo diré, y también otras cosas antes de que se marche. No va a salirse con la suya mientras a mí me queden fuerzas para hablar. Ah, Nellie, te despreciará, te despreciará como la alimaña que es, si le dejas hacer. Por mi parte, no confío en él más de lo que lo haría en un ladrón. Es bajo, mezquino y prepotente, y también un egoísta de cabo a rabo, tan frío como el hielo. Todo cuanto quiere es aprovecharse de ti. Y cuando ya no le sirvas para nada… entonces te compadeceré.

—No creo que sea tan malo como todo eso —dijo March.

—No, porque se ha preocupado por ocultártelo. Pero ya lo verás si le tratas lo suficiente. Oh, Nellie, no puedo soportar pensarlo.

—No sufrirás, querida Jill.

—¡Dime que no! ¡Dime que no! Ya no conoceré un momento de paz mientras viva, ni un solo momento de felicidad. No, Nellie… —Y Banford se echó a llorar amargamente.

El muchacho podía oír desde fuera el sonido apagado del llanto de la mujer, y también la voz suave, profunda y tierna de March, que la consolaba con maravillosa solicitud y ternura.

Los ojos de Henry estaban tan abiertos, tan redondos, que parecía capaz de ver la noche en toda su amplitud, y sus oídos parecían querer brincar fuera de su cabeza. Estaba rígido de frío. Volvió cautelosamente a su cama, pero sentía como si se le desprendiera la parte superior de la cabeza. No podía dormir. No podía estarse quieto. Se levantó, se vistió sigilosamente y se deslizó de nuevo hasta el rellano. Las dos mujeres permanecían en silencio. Descendió con suavidad por las escaleras y fue hasta la cocina.

Allí se puso las botas y el abrigo y cogió la escopeta. No pensaba irse de la granja. No, únicamente cogió el arma. Con tanta suavidad como le fue posible, abrió el cerrojo de la puerta y salió a la helada noche de diciembre. El aire estaba inmóvil; las estrellas brillaban; los pinos parecían erizarse sonoramente contra el cielo. Se alejó furtivamente bordeando la valla, buscando algo contra lo que disparar. Al mismo tiempo recordó que no debía disparar y asustar a las mujeres.

Siguió, pues, a lo largo de la pared de árboles y, atravesando los viejos y altos álamos, se internó en el bosque. Allí bordeó la valla, escudriñando a través de la oscuridad con ojos dilatados que parecían capaces de volverse negros y ver plenamente en las sombras, como los ojos de un gato. Un búho graznaba lenta y tristemente desde un enorme roble. Avanzaba cautamente con su escopeta, escuchando, escuchando y observando.

Al detenerse bajo los robles que crecían al borde del bosque oyó a los perros de una cabaña cercana, arriba en la colina, ladrando súbitamente alarmados, y a los perros de las otras granjas, que despertaban para contestar a los primeros. Y de pronto pensó que Inglaterra se había vuelto estrecha y pequeña; sintió que el paisaje se contraía incluso en la oscuridad, y que había demasiados perros poblando la noche, levantando una especie de pared sonora, como la red de setos ingleses que conformaban el panorama. Pensó que el zorro no tenía ni una sola posibilidad. Pues sin duda era el zorro quien había causado aquel alboroto.

¿Por qué no ir en su busca, ahora que lo pensaba? Era indudable que no tardaría en merodear por los alrededores. Caminó colina abajo, hasta donde la granja yacía oscura entre unos pocos pinos. Se agazapó en un ángulo del largo cobertizo, entre espesas sombras. Sabía que el zorro se acercaría por allí. Debía de tratarse del último de su especie, en aquella zona de Inglaterra repleta de fuertes voces y ladridos, tan llena de pequeñas casitas.

Permaneció largo tiempo con los ojos fijos en el abierto portalón donde un pequeño resplandor parecía descender procedente de las estrellas o del horizonte, quién sabe. Estaba sentado sobre un leño en un oscuro rincón, con el arma sobre sus rodillas. Un chasquido salió de entre los pinos. De pronto una gallina se cayó de su percha provocando un gigantesco revuelo y cacareo. Aquello le sobresaltó y se levantó vigilante, pensando que quizá se tratase de una rata; sintió que no era nada importante. De modo que volvió a sentarse con la escopeta sobre las rodillas y las manos entre su ropa para guarecerlas del frío. Su ojos no se apartaban del pálido portalón abierto. Ni siquiera pestañeaba. Sentía que podía oler el hedor caliente, pesado y enfermizo de las gallinas en el aire helado.

De pronto, una sombra. Una sombra deslizándose por el portalón. Concentró toda su visión en un solo punto y vio la sombra del zorro, al zorro que cruzaba la puerta arrastrándose sobre su vientre. Allí estaba, arrastrándose como una serpiente. El muchacho se llevó la escopeta al hombro sonriendo. Sabía perfectamente qué iba a suceder. Sabía que el zorro iría a husmear hasta la puerta del gallinero cerrada con tablas. Sabía que se tumbaría allí por un rato, olfateando a las aves encerradas. Y luego comenzaría otra vez, acechando bajo los bordes del viejo cobertizo, esperando el momento de entrar.

La puerta estaba en lo alto de un ligero declive. Con gran cautela, suave como una sombra, el zorro sorteó la inclinación deslizándose y se agazapó con el hocico pegado a las tablas. Y en ese mismo instante se escuchó el tremendo tronar de un arma, reverberando entre los viejos edificios como si la noche entera se hubiese desplomado. El muchacho observaba con gran atención. Vio incluso el blanco vientre del zorro mientras el animal movía las patas al morir. Entonces salió de su escondite.

Se armó un enorme alboroto. Las gallinas cacareaban y correteaban por todos lados; los patos graznaban sin parar; el potro soltaba coces salvajemente. Pero allí tenía al zorro, debatiéndose en sus últimos estremecimientos. El chico se inclinó sobre él y percibió su peculiar olor a zorro.

Se oyó una ventana abriéndose en el piso superior, y luego la voz de March:

—¿Quién va?

—Soy yo —repuso Henry—. Acabo de matar al zorro.

—¡Dios mío! Casi nos matas del susto.

—¿Sí? Lo siento muchísimo.

—¿Por qué te levantaste?

—Le oí rondar por aquí.

—¿Y le has matado?

—Sí. Está allí.

Plantado en medio del patio, el muchacho levantó el cuerpo aún caliente del zorro.

—Puedes verlo, ¿verdad? Espera un minuto.

Extrajo su linterna del bolsillo y, tras encenderla, la dirigió hacia el cuerpo del zorro. Lo tenía cogido del rabo. En medio de la penumbra, March solo pudo ver la pelambre rojiza, el vientre blanco, la parte inferior, también blanca, de su prominente barbilla y las extrañas pezuñas que colgaban. No sabía qué decir.

—Es bonito —dijo Henry—. Te servirá para hacerte una bonita piel.

—No me verás llevando una piel de zorro.

—¡Oh! —dijo Henry. Y apagó su linterna.

—Bien, pues ahora ya puedes volver a entrar y meterte en la cama —dijo March.

—Probablemente lo haga. ¿Qué hora es?

—¿Qué hora es, Jill? —oyó decir a March.

Era la una menos cuarto.

Aquella noche March tuvo otro sueño. Soñó que Banford estaba muerta y que ella, March, lloraba desconsoladamente. Luego tuvo que colocar a Banford dentro del ataúd. El ataúd era la tosca caja de madera donde guardaban los troncos de madera en la cocina, al lado del fuego. Aquel era el ataúd, y no había otro, y March se torturaba mientras buscaba nerviosa y confundida algo para revestir la caja, algo con que hacerla más delicada, algo con que cubrir a su pobre y querida compañera. No podía dejarla allí, vestida tan solo con su ligero camisón blanco en aquella horrible caja. Así que buscó y buscó, cogiendo una prenda tras otra, tirándolas a un lado desesperada por sus frustrados intentos. Y en medio de su desolación, la única cosa que encontró que pudiera servir para sus fines era una piel de zorro. Sabía que no estaba bien, que aquello no era lo que Jill merecía, pero fue todo lo que pudo encontrar. Así que dobló la piel de zorro, apoyó sobre ella la cabeza de su querida Jill y la volvió del revés colocándola sobre el cadáver, de forma que parecía formar un fiero y rojizo manto; y lloró y lloró hasta despertarse, y se encontró con que las lágrimas le recorrían el rostro.

Lo primero que hicieron por la mañana ella y Banford fue bajar a ver al zorro. Henry lo había colgado en el cobertizo de las patas traseras, con su triste rabo colgándole hacia atrás. Era un magnífico macho en la flor de la vida, con un espléndido y opulento pelaje invernal de un precioso color rojo dorado que se tornaba gris al acercarse al vientre, y una vez allí enteramente blanco. Su cola era espesa y larga y en ella se alternaban el negro y el gris, salvo en la punta inmaculada.

—¡Pobre animal! —exclamó Banford—. Si no hubiese sido un desdichado ladrón, habría sentido lástima por él.

March no dijo nada, pero permaneció allí con un pie torcido a un lado, con una cadera más alta que la otra y con unos ojos grandes y negros en su cara pálida como la cera, mirando al animal que colgaba muerto boca abajo. Su vientre era blanco y delicado, tan blanco y delicado como la nieve. Pasó la mano suavemente sobre él. Su reluciente rabo negro era magnífico y poblado: daban ganas de acariciarlo. Pasó la mano por él y se estremeció. Una y otra vez hundía los dedos en la espesura de aquella cola deslizándolos de un lado a otro. ¡Qué cola tan espléndida! ¡Tan bella! ¡Tan opulenta y elástica! ¡Y estaba muerto! Torció los labios y en sus ojos apareció una expresión vacía. Tomó entonces la cabeza del animal entre sus manos.

Henry daba vueltas por el lugar, así que Banford se marchó de allí con aspecto deliberadamente desdeñoso. March permaneció en el mismo sitio, desconcertada, con la cabeza del zorro entre sus manos. Divagaba y divagaba y divagaba al contemplar el morro fino y alargado. Por alguna razón le recordaba una cuchara o una espátula. Sintió que no podría comprenderlo. La bestia era algo extraño para ella, incomprensible, fuera de su alcance. Tenía unas preciosas patillas plateadas, como hebras de hielo; y orejas puntiagudas con pelo en el interior. ¡Pero aquel hocico largo y esbelto en forma de cuchara…! ¡Y los maravillosos dientes blancos justo debajo…! Eran para lanzarse hacia delante y morder a fondo, muy a fondo, el cuerpo de su presa; para morderla y morderla.

—Es una belleza, ¿no te parece? —preguntó Henry, que permanecía a su lado.

—Oh, sí, un maravilloso zorro. Me pregunto cuántas gallinas tiene en su haber.

—Una buena cantidad. ¿Crees que es el mismo que viste el verano pasado?

—Yo diría que es muy probable —contestó.

El muchacho la miró, pero el rostro de ella no le dijo nada. En parte era tan tímida y virginal, y en parte tan imponente, tan adusta y con tan mal genio… Lo que decía le parecía a él tan diferente de lo que expresaban sus misteriosos, grandes y oscuros ojos…

—¿Vas a quitarle la piel? —preguntó ella.

—Sí, cuando haya desayunado y dispuesto una tabla para clavarlo con estacas.

—¡Dios mío, qué olor tan fuerte tiene! ¡Uf! Costará sacármelo de las manos. No sé por qué he sido tan tonta como para tocarlo. —Y se miró la mano derecha con la que había acariciado el vientre y el rabo del animal, y por la que corría una línea de sangre proveniente de algún secreto lugar de la piel del zorro.

—¿Has visto cómo se asustan los pollos al olerle? —preguntó él.

—Sí, ya lo creo.

—Ten cuidado o se irán contigo algunas de sus pulgas.

—Oh, las pulgas… —contestó ella con indiferencia.

Más tarde, aquel mismo día, March vio la piel del zorro tendida y clavada con estacas sobre una tabla, como si estuviera crucificada. Le inspiró un sentimiento de inquietud.

El chico estaba enfadado. Iba de acá para allá con la boca cerrada, como si se hubiese tragado una parte de la barbilla. Sin embargo, sus modales eran afables y corteses. Nada dijo de sus intenciones. Y no molestó a March.

Aquella tarde se sentaron en el comedor. Banford no quería verle más en la sala. Había un grueso tronco en la chimenea y cada uno estaba ocupado en sus cosas: Banford tenía cartas que escribir, March cosía un vestido y Henry reparaba el mecanismo de un pequeño aparato.

Banford se detenía de vez en cuando para mirar en torno suyo y descansar los ojos. El chico tenía gacha la cabeza, con el rostro oculto tras su trabajo.

—A ver —dijo Banford—. ¿En qué tren vas a marcharte, Henry?

El chico la miró fijamente.

—En el de la mañana. El tren de la mañana —dijo.

—¿Cuál de ellos, el de las ocho y diez o el de las once y veinte?

—El de las once y veinte, supongo.

—Eso es pasado mañana, ¿verdad?

—Sí, pasado mañana.

—¡Hum! —murmuró Banford, y volvió a sus cartas. Pero mientras pasaba la lengua por el sobre, le preguntó:

—¿Y qué planes has hecho para el futuro, si se puede saber?

—¿Planes? —respondió el muchacho. Su cara estaba muy encendida y airada.

—Me refiero a ti y a Nellie, si es que os proponéis seguir adelante con el asunto. ¿Cuándo crees que se celebrará la boda?

Hablaba en tono burlón.

—¡Oh, la boda! —exclamó—. No lo sé.

—¿No sabes nada? —dijo Banford—. ¿Quieres decir que vas a marcharte el viernes y dejarás las cosas como están?

—Bueno, ¿por qué no? Siempre podemos escribirnos.

—Desde luego. Pero me interesaría saberlo, por la granja. Si Nellie va a casarse de repente, tendré que ponerme a buscar otro socio.

—¿No podría quedarse aquí si se casara? —preguntó él. Sabía perfectamente qué venía a continuación.

—Oh, no —contestó Banford—. Este no es lugar para un matrimonio. No hay bastante trabajo para un hombre, en primer lugar. Y no se gana gran cosa. Es inútil que penséis en quedaros aquí una vez casados. Completamente inútil.

—Sí, pero yo no estaba pensando en quedarme aquí.

—Bueno, pues eso es precisamente lo que deseo saber. ¿Qué será de Nellie, entonces? ¿Cuánto tiempo se quedará conmigo?

Los dos antagonistas se midieron con la mirada.

—Eso no puedo saberlo —repuso él.

—¡Oh, vamos! —exclamó Banford con petulancia—. Debes de tener alguna idea de lo que te propones, ya que pides a una mujer que se case contigo. A menos, claro, que todo sea una broma.

—¿Por qué habría de ser una broma? Me vuelvo a Canadá.

—¿Y la llevarás contigo?

—Por supuesto.

—¿Has oído, Nellie? —dijo Banford.

March, que no había levantado la cabeza de su labor, miró hacia arriba con un agudo rubor en el rostro y una rara sonrisa burlona en sus ojos y en su boca torcida.

—Es la primera vez que oigo decir que me voy a Canadá —dijo.

—Bueno, alguna vez tenía que ser la primera, ¿no te parece? —dijo el muchacho.

—Sí, supongo sí —dijo despreocupadamente, y continuó con su costura.

—Estás dispuesta a irte a Canadá, Nellie, ¿verdad? —preguntó Banford.

March volvió a levantar la vista. Había bajado los hombros, y la mano que sostenía la aguja fue a descansar con indolencia sobre su regazo.

—Depende enteramente de cómo iré —dijo—. No creo que me guste viajar metida en un alojamiento de tercera clase, como la mujer de un soldado. Me temo que no estoy acostumbrada a cosas así.

El muchacho la contemplaba con ojos brillantes.

—¿Preferirías quedarte aquí y que fuese yo primero? —preguntó.

—Lo preferiría, si esa es la única opción.

—Eso es, sin duda, lo más sensato. No fijéis por ahora ninguna fecha ni hagáis planes demasiado concretos —dijo Banford—. Debes poder decidir libremente si irás o no una vez que él haya vuelto y te tenga reservado un lugar. Cualquier otra cosa sería una locura. Una locura.

—¿No crees —dijo Henry— que deberíamos casarnos antes de marcharme y luego irnos juntos, o separados, según lo aconsejen las circunstancias?

—Creo que la idea no podría ser peor —dijo Banford.

Pero el muchacho miraba a March.

—¿Y tú qué opinas? —le preguntó.

March dejó que sus ojos se extraviasen vagamente en el espacio.

—No lo sé —repuso—. Tendré que pensarlo.

—¿Por qué? —dijo el chico atinadamente.

—¿Por qué? —March repitió la pregunta con deje burlón y le miró sonriendo a pesar de que su cara se había sonrosado de nuevo—. Yo diría que sobran las razones.

El muchacho la miró en silencio. Parecía habérsele escapado. Había formado equipo con Banford en contra suya. De nuevo se veía en su semblante la peculiar sonrisa burlona. Se burlaría estoicamente de cualquier cosa que él dijera, o de la vida que pudiera ofrecerle.

—Desde luego —dijo—, no quiero presionarte para que hagas algo que no deseas hacer.

—¡Desde luego que no! —exclamó indignada Banford.

A la hora de acostarse, Banford dijo lastimeramente a March:

—¿Querrás subirme la bolsa de agua caliente, Nellie?

—Sí, claro —contesó March, con la expresión de servicial desgana que tan a menudo mostraba al dirigirse a su querida pero imprevisible Jill.

Las dos mujeres subieron las escaleras. Pasado un rato, March dijo desde arriba:

—Buenas noches, Henry. No volveré a bajar. Te encargarás del fuego y de las lámparas, ¿no es así?

Al día siguiente Henry anduvo de acá para allá con el ceño fruncido y con su dura e inescrutable cara de cachorro. No dejaba de cavilar. Hubiese deseado que March se casara con él y volver juntos a Canadá. Había estado seguro de que sería así. Por qué quería irse con ella era algo que ni él mismo hubiese podido aclarar; pero quería irse con ella. Había puesto su deseo en ella y albergaba la furia propia de los jóvenes cuando ven frustrados sus deseos. ¡Frustrados! Era tal la cólera que sentía, que no sabía qué hacer consigo mismo. Pero se controló. Incluso entonces las cosas podrían dar un giro inesperado. Ella podría mostrarse de acuerdo con él. Desde luego que sí. Era asunto de ella decidirlo.

Las cosas se tornaron de nuevo tensas hacia el atardecer. Banford y él se habían evitado el uno al otro durante todo el día. De hecho, Banford se dirigió al pueblo en el tren de las once y veinte. Era día de mercado. Volvió en el de las cuatro y veinticinco. Henry la vio cuando caía ya la noche, pequeña y vestida con su abrigo azul marino y un sombrero escocés de lana azul oscuro, cruzando el primer prado que había desde la estación. El muchacho estaba de pie bajo uno de los perales, con las hojas muertas rodeándole los pies. Vio a la pequeña figura avanzando con tenacidad por el duro terreno invernal. Iba cargada de paquetes y avanzaba despacio, frágil como era, aunque con aquella determinación demoníaca que tanto detestaba. Permaneció escondido bajo el peral, vigilando cada paso que daba. Si la mirada hubiese podido afectarla, entonces Banford habría sentido una bola de hierro sujeta a cada uno de sus tobillos a medida que avanzaba. «Eres una cosilla repugnante, eso es lo que eres», decía en voz baja desde la distancia. «Eres una cosilla repugnante. Espero que pagues todo el daño que me has causado sin motivo. Así lo espero, cosilla repugnante. Espero que pagues por ello. Y así ha de ser si los deseos sirven de algo, repugnante e insignificante criatura.»

Subía por la cuesta penosamente. Pero aunque ella se hubiese deslizado a cada paso hacia el mismo infierno, él no habría acudido a ayudarla con los paquetes. ¡Ah, allí iba March, dando grandes zancadas, con sus pantalones de montar y su corta túnica! Descendía por la pendiente a buen paso, y hasta corría a veces, animada por el enorme deseo de ir al rescate de la pequeña Banford. El chico la miró con furia en el corazón. Había que verla saltando una zanja, corriendo y corriendo como si se incendiara una casa solo para alcanzar a aquel pequeño objeto que se arrastraba allá abajo. Al verla, Banford se detuvo a esperarla. Y March llegó y cargó con todos los paquetes a excepción de un ramo de crisantemos amarillos. Eso era lo que llevaba aún Banford. ¡Crisantemos amarillos!

«Sí, tienes buen aspecto, ¿verdad?», se dijo suavemente en medio del aire del crepúsculo. «Se te ve bien, entreteniéndote por el camino con un ramo de flores. Te las haría comer con la merienda ya que tanto las estrechas contra el pecho. Y te las daría otra vez para desayunar. Te daría flores; nada más que flores.»

Siguió con la vista los progresos de las dos mujeres. Podía escuchar sus voces: March siempre franca, regañándola con ternura, y Banford murmurando algo vagamente. Evidentemente eran buenas amigas. No pudo entender qué decían hasta que llegaron a la valla de la propiedad que ambas debían trepar. Entonces vio a March sorteando virilmente las barras con todos los paquetes en sus brazos, y en medio del aire inmóvil oyó decir a Banford con inquietud:

—¿Por qué no me dejas ayudarte con los paquetes?

Había un raro y lastimero acento en su voz. Le respondió entonces March, vigorosa y temeraria:

—Puedo arreglármelas. No te preocupes por mí. Llevas todo lo que puedes si quieres recuperar el aliento.

—Sí, todo eso está muy bien —dijo Banford fastidiosamente—. Dices que no me preocupe por ti y luego te sientes constantemente herida porque nadie piensa en ti.

—¿Cuándo me he sentido herida? —preguntó March.

—Siempre. Siempre te sientes herida. Ahora mismo te sientes herida porque no quiero que ese chico venga a vivir a la granja.

—No me siento herida en absoluto —dijo March.

—Sé que lo estás. Cuando se haya marchado te enfurruñarás por ello. Sé que lo harás.

—¿Así lo crees? Ya veremos.

—Sí, desafortunadamente lo veremos. No puedo comprender cómo puedes venderte a tan bajo precio. No puedo imaginar cómo puedes rebajarte así.

—Yo no me he rebajado —repuso March.

—No sé cómo lo llamas, entonces. Dejar que un chiquillo como este te aborde con tanto descaro e impudicia haciéndote parecer estúpida. No sé qué piensas de ti misma. ¿Qué respeto crees que te va a tener más adelante? Te aseguro que no quisiera estar en tus zapatos si llegas a casarte con él.

—Claro que no querrías. Mis zapatos son demasiado grandes para ti, por no hablar de lo poco elegantes que te parecerían —dijo March con un sarcasmo que apenas fue apreciado.

—En realidad pensé que tenías demasiado orgullo, te lo aseguro. Una mujer debe hacerse respetar, en especial con un chico como ese. ¡Qué desvergonzado! Hasta en el modo como se nos impuso desde el principio.

—Fuimos nosotras las que le invitamos a quedarse —dijo March.

—No hasta que casi nos obligó a ello. Y además es tan arrogante y seguro de sí mismo. Palabra que no puedo resistirlo. Simplemente no soy capaz de imaginar cómo puedes dejar que te trate de esa manera.

—No le dejo tratarme de ninguna manera. Y no te preocupes: nadie me rebajará nunca. Ni siquiera tú.

Mostraba un tierno desafío, y una cierta fogosidad en la voz.

—Ya sabía yo que al final todo recaería sobre mí —exclamó Banford con amargura—. Siempre ocurre lo mismo. Creo que solo lo haces para molestarme.

Siguieron subiendo en silencio por la empinada cuesta cubierta de hierba hasta llegar a la cresta y pasar junto a los arbustos. Del otro lado, el chico las seguía en la oscuridad, a cierta distancia. De vez en cuando, a través del viejo e inmenso seto de espinos que crecía entre los árboles, veía las dos siluetas oscuras subiendo por la colina. Al llegar a la cima de la cuesta vio la casa, oscura a la luz del crepúsculo, con su gigantesco y viejo peral recostado sobre uno de los altillos, y una lucecita amarillenta que parpadeaba en la pequeña ventana lateral de la cocina. Oyó el chasquido del cerrojo y vio abrirse la puerta de la cocina, dando paso a la luz, mientras las dos mujeres penetraban en el interior. Ya estaban en casa.

¡De modo que eso era lo que pensaban de él! Era muy propio de él escuchar conversaciones, así que no se sorprendía de lo que pudiera oír. Todo cuanto los demás pudieran decir sobre él le impresionaba poco. Solo estaba un poco sorprendido por la forma en que se hablaban la una a la otra. Banford le causaba un ácido rechazo. En cambio, se sintió atraído por March una vez más. Irresistiblemente atraído. Sintió que había un vínculo secreto, un hilo misterioso entre él y ella, algo muy especial que hacía desaparecer a todos los demás y que hacía que ambos se poseyeran secretamente entre sí.

De nuevo deseó que ella llegara a ser suya. Esperaba, con la sangre súbitamente inflamada, que March aceptase muy pronto ser su esposa, muy probablemente al llegar la Navidad. Y ya no estaba tan lejos. Quería, pasara lo que pasase después, arrebatarla ante la necesidad de una boda urgente y su consumación. Ya arreglarían a su tiempo las demás cosas. Lo que quería era que sucediera tal y como él lo planeaba. Esperaba que aquella noche March se quedase un poco más con él, después de que Banford se hubiera acostado. Deseaba poder tocar su delicada y cremosa mejilla, su rostro extraño y temeroso. Deseaba poder mirar dentro de sus dilatados y asustados ojos negros, desde muy cerca. Deseaba incluso posar su mano sobre el pecho de ella, y sentir sus dulces senos bajo la túnica. Su corazón latía profunda y poderosamente al pensar en ello. Deseaba ardientemente llevarlo a cabo. Quería palpar sus dulces pechos bajo la túnica. Siempre llevaba su parda chaqueta de lino abotonada hasta la garganta. Se le antojaba como un peligroso secreto, como si los suaves pechos de la mujer tuvieran que estar así abotonados, como en un uniforme. Le parecía, además, que serían mucho más suaves, más tiernos, más encantadores y adorables encerrados tras aquella túnica que los pechos de Banford con sus blusas sueltas y sus vestidos de gasa. Se dijo que Banford debía de tener unos pequeños pechos de acero. A pesar de toda su fragilidad, de su temperamento nervioso y de su refinamiento, debía de tener unos pechos de acero diminutos. Pero March, bajo su áspera y rígida túnica de trabajador, los tendría blancos y delicados: blancos y nunca vistos. Así se dijo a sí mismo; y su sangre ardió.

Al entrar para la merienda se llevó una sorpresa. Apareció en la puerta interior con su rostro encarnado y lozano y sus azules ojos brillantes, echando la cabeza hacia delante según entraba como era normal en él, y deteniéndose vacilante ante la puerta para observar el cuarto, minuciosamente y con cautela, antes de penetrar en él. Llevaba una chaqueta de manga larga. Su rostro ilustraba perfectamente la idea de lo que vive al aire libre y entra en un lugar cerrado, como las fresas que se llevan a la mesa. Durante el segundo que duró su pausa en el umbral vio, de una sola ojeada, a las dos mujeres sentadas a la mesa, una a cada extremo. Las miró con agudeza. Para su sorpresa, March estaba ataviada con un largo vestido de crepé de seda verde pálido. Quedó boquiabierta ante la sorpresa. Si le hubiese aparecido de pronto un bigote a la muchacha, no se había sorprendido más.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿De modo que ahora llevas vestidos?

March levantó la vista. Su semblante se había vuelto de un intenso color rosa y, torciendo la boca a modo de sonrisa, dijo:

—Naturalmente. ¿Qué otra cosa esperabas que llevase si no es un vestido?

—El uniforme de una granjera, por supuesto —dijo.

—Oh —dijo March con acento indiferente—. Eso es tan solo para el sucio y apestoso trabajo de granja.

—¿No es ese, entonces, el atuendo que más te conviene?

—No, no dentro de la casa —contestó.

A pesar de su tono, estaba muy ruborizada cuando le sirvió el té. Henry tomó asiento a la mesa sin poder quitarle los ojos de encima. Su vestido era una túnica de crepé verde y azulada de lo más sencillo, con una línea dorada entretejida en torno al cuello y las mangas, que le llegaban hasta el codo. Su corte era sencillo, y el escote redondo dejaba apreciar su suave y blanca garganta. Sus brazos ya los conocía, fuertes y musculosos, pues la había visto a menudo con las mangas recogidas. Pero no dejaba de mirarla por entero, de arriba abajo.

Banford, desde el otro extremo de la mesa, no decía una palabra, jugueteando con la sardina en su plato. Henry había olvidado su existencia. Simplemente miraba a March mientras daba grandes mordiscos a su pan con margarina, olvidando incluso beberse el té.

—¡Nunca había visto operarse una transformación tan grande! —murmuró sin dejar de mascar.

—¡Dios mío! —exclamó March ruborizándose todavía más—. ¡Cualquiera diría que tengo monos en la cara!

Se puso rápidamente en pie y se acercó al fuego sosteniendo la tetera. Y mientras se agachaba junto a la chimenea, el chico la contempló con más intensidad que nunca. A través del crepé, sus formas de mujer parecían más delicadas y femeninas. Y cuando se incorporó para volver a la mesa, miró sus piernas moverse con gracilidad bajo la corta falda. Llevaba puestas unas medias de seda negra y unos pequeños zapatos de cuero con dos pequeños broches dorados.

Era otra persona. Algo completamente diferente. Al verla siempre con sus rígidos pantalones de montar, tan amplios en las caderas, abotonados a la altura de la rodilla, tan fuertes como una armadura, con sus polainas marrones y sus gruesos zapatos, no se le había ocurrido que March poseía unas piernas y unos pies de mujer. Solo ahora lo percibía. Tenía unas suaves piernas de mujer bajo la falda, y era accesible. Henry se sonrojó hasta la raíz del cabello, hundió la nariz en su taza de té y se lo bebió haciendo un pequeño ruido que hizo que Banford se avergonzara: de pronto, extrañamente, se sintió un hombre, no un muchacho, un hombre cargado con todo el grave peso de las responsabilidades. Una curiosa y grave quietud se apoderó de su alma. Sintió a aquel hombre, sereno, con todo el peso del destino sobre él.

Así vestida, se la veía delicada y accesible. Aquel pensamiento se apoderó de Henry en forma de perenne responsabilidad.

—¡Por el amor de Dios, que alguien diga algo! —exclamó nerviosa Banford—. Esto parece un funeral.

El muchacho la miró pero ella no pudo hacer frente a sus ojos.

—¡Un funeral! —dijo March con la sonrisa torcida—. Vaya, eso destruye mi sueño.

Había pensado súbitamente en Banford, metida en la caja de madera a modo de ataúd.

—¿Por qué? ¿Acaso has estado soñando con una boda? —preguntó sarcásticamente Banford.

—Debe de haber sido eso, sí —dijo March.

—¿La boda de quién? —inquirió el chico.

—No lo recuerdo —contestó March.

Se mostraba tímida y un poco violenta aquella noche, a pesar del hecho de que, llevando un vestido, sus movimientos eran mucho más comedidos que cuando usaba su uniforme. Se sentía como si le hubiesen quitado su envoltorio habitual y quedara expuesta a las miradas. Casi creía resultar indecente.

Hablaron con desgana de la partida de Henry al día siguiente, discutiendo los asuntos más elementales. Pero de lo que sucedía dentro de sus cabezas nadie dijo nada. Se mostraron más bien tranquilos y cordiales a lo largo de la velada. Banford no tenía prácticamente nada que decir, si bien, en su interior, parecía tranquila; hasta benevolente tal vez.

A las nueve en punto vino March con la bandeja del inevitable té y con un trozo de carne fría que Banford se había ingeniado para conseguir. Era la última cena, y Banford no deseaba ser desagradable. El muchacho le inspiraba ahora un poco de lástima y sentía que debía mostrarse lo más simpática posible.

Él ansiaba que se fuese de una vez a la cama. Normalmente era la primera en hacerlo. Pero aquella noche se sentó en su silla, bajo la lámpara, echando algún que otro vistazo al libro y contemplando el fuego. Un profundo silencio reinaba en la habitación. Fue March quien lo rompió, diciendo en un tono bastante bajo:

—¿Qué hora es, Jill?

—Las diez y cinco —repuso Banford mirando su muñeca.

Y después, nada. El chico había levantado la vista del libro que sostenía entre sus rodillas. Su cara ancha y felina mostraba su expresión obstinada, y sus ojos estaban al acecho.

—¿Qué te parece si nos vamos a la cama? —dijo por último March.

—Cuando tú quieras —respondió Banford.

—Muy bien, pues. Te llenaré la bolsa de agua caliente.

Así lo hizo, y cuando la bolsa estuvo lista encendió una vela y, alumbrándose con ella, subió las escaleras. Banford permanecía en su asiento, escuchando con atención. March volvió a bajar.

—Ya la tienes —dijo—. ¿Vas a subir?

—En un minuto —contestó Banford.

Pero el tiempo pasaba sin que se moviera de su sillón.

Henry, cuyos ojos relucían como los de un gato mientras observaba por debajo de sus cejas, y cuya cara parecía más ancha, abotargada y gatuna por obra de su inalterable obstinación, se puso en pie con el fin de jugar él también alguna carta.

—Creo que saldré a ver si encuentro a la hembra del zorro —dijo—. Podría andar arrastrándose por ahí. ¿No quieres venir conmigo, Nellie, a ver si vemos algo?

—¿Yo? —exclamó March mirándole con el rostro sobresaltado y perplejo.

—Sí. Vamos —dijo Henry.

Era extraordinario observar cuán suave, cálida y sugestiva podía llegar a hacerse su voz; cuán cercana. Su mero sonido hizo hervir la sangre de Banford.

—Ven un minuto —insistió, contemplando el semblante erguido e inseguro de Nellie.

La muchacha se puso en pie atraída por aquel rostro juvenil y rubicundo que la miraba.

—¡Supongo que no vas a salir a estas horas, Nellie! —exclamó Banford.

—Sí, solo un minuto —dijo Henry dirigiéndose a ella, hablándole con un extraño y agudo gruñido en la voz.

March miraba alternativamente a uno y a otro, presa de una vaga confusión. Banford se puso en pie dispuesta a entablar batalla.

—Es ridículo. Hace un frío terrible. Cogerás una pulmonía con ese vestido tan fino. ¡Y con esos zapatos! No vas a hacer semejante cosa.

Se produjo una pausa momentánea. Banford se irguió como un pequeño gallo de pelea, enfrentándose a March y al muchacho.

—Oh, no creo que debas preocuparte —dijo él—. Un rato bajo las estrellas no puede hacer mal a nadie. Traeré la manta que está en el sofá del comedor. Vendrás conmigo, Nellie.

Su voz estaba cargada de tanta ira, furia y desdén al dirigirse a Banford, y tan cargada de ternura y orgullosa autoridad al dirigirse a March, que esta repuso:

—Sí. Voy contigo.

Y se volvió con él hacia la puerta.

Banford, de pie en medio de la habitación, rompió de pronto en un largo gemido con grandes espasmos. Se cubría el rostro con sus manos frágiles, y sus delgados hombros se agitaban al ritmo de un llanto agónico. March se volvió a mirarla desde la puerta.

—¡Jill! —gritó con expresión frenética, como alguien que se despierta de pronto. Parecía que iba a correr junto a su querida amiga.

Pero el chico agarró a March por el brazo, de modo que no podía moverse. Ignoraba por qué era incapaz de moverse. Era como en un sueño, cuando el corazón se acelera y el cuerpo permanece inerte.

—No importa —dijo el chico con suavidad—. Deja que llore. Tarde o temprano tenía que sucederle. Y las lágrimas aliviarán sus sentimientos. Le hará bien.

De modo que, lentamente, hizo pasar a March por el umbral, aunque la última mirada de esta fue para la pobre figura diminuta que permanecía de pie en medio de la habitación, con la cara cubierta y los hombros delgados sacudiéndose en un amargo llanto.

En el comedor, Henry cogió la manta y dijo:

—Envuélvete con esto.

Ella obedeció. Llegaron a la puerta de la cocina, él sosteniéndola del brazo con suave firmeza sin que March se diese cuenta. Al ver fuera la noche quiso retroceder.

—He de volver junto a Jill —dijo—. ¡Debo hacerlo! Oh, sí, he de volver a su lado.

Su tono parecía terminante. El chico aflojó su mano y March dio media vuelta para entrar de nuevo. Pero él volvió a aferrarle el brazo obligándola a detenerse.

—¡Espera un momento! —dijo—. Espera un momento. Irás. Pero aún no.

—¡Déjame ir! ¡Déjame ir! —gritó March—. Mi lugar está junto a Jill. ¡Pobrecilla! Se le está rompiendo el corazón.

—Sí —dijo el chico con amargura—. Y el tuyo también; y el mío.

—¿Tu corazón?

Henry aún la retenía sin dejarla ir.

—¿Acaso no es tan bueno como el de Jill? ¿O piensas que no es así?

—¿Tu corazón? —repitió ella, incrédula.

—¡Sí, el mío! ¡El mío! ¿Piensas que no tengo corazón?

Y agarró su mano con fuerza y la apretó contra el costado izquierdo de su pecho.

—Aquí está mi corazón, por si no crees en él —añadió.

Fue el asombro lo que hizo atender a March. Sintió entonces el fuerte, pesado y hondo latir de su corazón, terrible, como algo proveniente del más allá. Era algo proveniente del más allá, sí, algo espantoso que venía de fuera y la llamaba por señas. Y las señales la paralizaron. Golpeaban en lo más íntimo de su propia alma y la dejaban indefensa. Se olvidó de Jill. Ya no podía pensar en ella. ¡Aquella terrible señal proveniente del exterior!

El muchacho le pasó el brazo por la cintura.

—Ven conmigo —le dijo con dulzura—. Ven y digámonos lo que debemos decirnos.

Y llevándola hacia fuera, cerró la puerta tras de sí. Ella le acompañó misteriosamente por el sendero del jardín. ¡Así que él tenía un corazón palpitante! ¡Y la rodeaba con el brazo por encima de la manta! Estaba demasiado confusa para pensar quién era él, o qué era.

La llevó hasta un oscuro rincón del cobertizo donde había una caja de herramientas baja y alargada con tapa.

—Nos sentaremos aquí un momento —dijo Henry.

Y obediente, March se sentó a su lado.

—Dame la mano —dijo el chico.

Le tendió las dos manos y él las estrechó entre las suyas. Era joven y eso le hacía temblar.

—Te casarás conmigo. Te casarás conmigo antes de que me marche, ¿verdad? —le suplicó.

—¿No te parece que somos un buen par de locos? —dijo March.

Henry la había hecho sentar en una esquina para que no pudiese mirar afuera y ver así la ventana iluminada de la casa, más allá de la oscuridad del camino y del jardín.

Trataba de tenerla enteramente para él, dentro del cobertizo.

—¿En qué sentido somos un par de locos? —preguntó—. Si vienes conmigo a Canadá, cuento con un trabajo y un buen sueldo esperándome, y es un bonito lugar, cerca de las montañas. ¿Por qué no habrías de casarte conmigo? ¿Por qué no hemos de casarnos? Quisiera tenerte allí conmigo. Deseo sentir que tengo a alguien allí, detrás de mí, para siempre.

—Encontrarías fácilmente a cualquier otra, mucho mejor que yo —repuso ella.

—Sí, a lo mejor podría hallar otra chica fácilmente. Sé que podría. Pero nadie que yo quisiera realmente. Nunca he conocido a nadie a quien quisiera realmente. Ya ves que pienso en mi vida entera. Si me caso, quiero sentir que será para siempre. Las demás chicas… bueno, son solamente eso, chicas, buenas para dar un paseo con ellas de vez en cuando; buenas para jugar un poco con ellas. Pero cuando pienso en mi vida, sentiría mucho tener que casarme con alguna de ellas. Lo sentiría realmente.

—Quieres decir que no serían buenas esposas para ti.

—Sí, eso es lo que quiero decir. Pero no significa que ellas no quisieran cumplir con su deber hacia mí. No sé lo que quiero decir. Solo que cuando pienso en mi vida y en ti, sé que ambas cosas van unidas.

—¿Y si no fuera así? —preguntó March con su peculiar deje sarcástico.

—Bueno, creo que sería así.

Permanecieron sentados y silenciosos durante un rato. Henry estrechaba las manos de ella, pero no iba más allá. Desde que había comprendido que ella era una mujer verdadera, vulnerable y accesible, cierta gravedad se había apoderado de su alma. No deseaba hacer el amor con ella. Retrocedía ante la idea casi con temor. Era una mujer, vulnerable, finalmente accesible para él, y vacilaba ante lo que se mostraba ante él casi con pavor. Se trataba de una especie de oscuridad dentro de la que sabía que iba a penetrar finalmente, pero en la que de momento no quería ni siquiera pensar. Ella era la mujer, y él era responsable de la extraña vulnerabilidad que súbitamente había descubierto en ella.

—No —dijo ella por fin—. Soy una estúpida. Sé que soy una estúpida.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Por continuar con este asunto.

—¿Te refieres a mí?

—No, me refiero a mí misma. Me estoy comportando como una tonta. Y de las grandes.

—¿Por qué? ¿Porque no quieres casarte conmigo?

—Bueno, en realidad ignoro aún si estoy en contra de esa idea. Precisamente es eso. No lo sé.

Henry la miró en la oscuridad, perplejo. No podía comprender nada de lo que ella decía.

—¿Acaso no sabes si te gusta estar aquí sentada, a mi lado, en este momento, o no? —preguntó.

—No. No lo sé. De veras. Ignoro si preferiría encontrarme en alguna otra parte, o si me gusta estar aquí contigo. De veras que lo ignoro.

—¿Desearías estar ahora con la señorita Banford? ¿Hubieses preferido irte a la cama con ella? —le preguntó él desafiándola.

Esperó un largo rato antes de responder.

—No —dijo al fin—. No deseo eso.

—¿Y piensas que vas a pasar toda tu vida junto a ella, hasta que tu cabello se vuelva blanco y seas ya vieja?

—No —repuso ella sin demasiada vacilación—. No puedo imaginarme a Jill y a mí viejas y juntas.

—¿Y no crees que, cuando yo sea un hombre viejo y tú seas una anciana, podríamos seguir todavía juntos, como lo estamos ahora?

—Bueno, no como lo estamos ahora —repuso March—. Pero soy capaz de imaginar… No, no lo soy. No soy capaz de imaginarte viejo. Además, ¡eso es terrible!

—¿Qué es terrible? ¿Ser un anciano?

—Por supuesto que sí.

—No cuando llega el momento —dijo él—. Pero no ha llegado todavía. Solo sabemos que lo hará. Y cuando lo haga, me gustaría pensar que tú también estarás allí.

—Algo así como dos viejos pensionistas —dijo ella con sequedad.

Su especial humor, no demasiado ingenioso, siempre sorprendía a Henry. Nunca estaba seguro de qué quería decir ella. Probablemente, tampoco ella lo sabía a ciencia cierta.

—No —dijo sintiéndose herido.

—No sé por qué insistes sobre la vejez —dijo ella—. No tengo noventa años.

—¿Alguien ha dicho alguna vez que los tuvieras? —preguntó ofendido.

Estuvieron en silencio un rato. El silencio de cada uno corría por senderos diferentes.

—No quiero que te burles de mí —dijo al fin Henry.

—¿No quieres? —dijo March enigmáticamente.

—No, porque en estos precisos momentos estoy hablando en serio. Y cuando hablo en serio creo que no se me debe tomar a la ligera.

—Quieres decir que nadie ha de reírse de ti.

—Sí, eso es lo que quiero decir. Y también significa que a mí, personalmente, no me gusta tampoco reírme de ello. Cuando me da por ser serio, así han de tratarse las cosas. No quiero que nadie se ría de lo que digo.

March permaneció en silencio un instante. Luego dijo con voz vaga y casi doliente:

—Yo no me río de ti.

Una cálida oleada brotó del corazón del chico.

—Tú me crees, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, te creo —contestó, con algo de su antigua y cansada indiferencia, como si aceptara ceder porque estaba fatigada. Pero al muchacho no le importó eso. Su corazón ardía clamoroso.

—¿Así que aceptas casarte conmigo antes de que me marche? ¿Para las Navidades, tal vez?

—Sí, acepto.

—¡Bien! —exclamó él—. Esto pone punto final al asunto.

Permaneció silencioso, casi inconsciente, con su sangre ardiendo en todas sus venas, como fuego extendiéndose por todas sus ramificaciones. Se limitó a estrechar sus manos contra el pecho, sin tener plena conciencia de ello. Cuando su arranque pasional comenzó a desvanecerse, pareció que despertara de nuevo al mundo.

—¿Qué te parece si entramos? —dijo como si acabara de darse cuenta de que hacía frío.

March se puso en pie sin decir nada.

—Bésame antes de volver, ahora que has aceptado.

La besó dulcemente en la boca, con un beso juvenil y temeroso. Le hizo sentirse muy joven y también asustada, y confusa, y cansada, muy cansada, como si necesitara tumbarse y dormir.

Entraron en la casa. En la sala, allí, acurrucada junto al fuego como una pequeña y extraña bruja, estaba Banford. Al oírlos, miró alrededor con los ojos enrojecidos, pero no se levantó. Henrry pensó que ofrecía un espectáculo aterrador y poco natural encogida allí, mirándolos. Pensó también que su mirada era maligna, y cruzó los dedos.

Banford percibió el rostro rubicundo y radiante del joven. Parecía extrañamente alto, brillante y amenazador. Y March tenía una delicada expresión en el rostro. Hubiese querido esconder su cara, tender una pantalla delante de ella e impedir que se la viera.

—Por fin habéis vuelto —dijo con un tono desagradable.

—Sí, hemos vuelto —contestó Henry.

—Habéis estado el tiempo suficiente para hacer cualquier cosa —dijo Banford.

—Sí, así es. Hemos llegado a un acuerdo. Nos casaremos lo antes posible.

—Ah, os habéis puesto de acuerdo, ¿verdad? Bueno, espero que no lleguéis a arrepentiros.

—Eso espero yo también —asintió el chico.

—¿Te irás a la cama ahora, Nellie? —preguntó Banford.

—Sí, ahora voy.

—Pues entonces ven, por el amor de Dios.

March miró a Henry. La estaba mirando a su vez, con los ojos muy brillantes; a ella y a Banford. March lo miró anhelante. Hubiese preferido quedarse con él. Desearía que la boda ya se hubiese celebrado y que todo hubiera acabado. ¡De pronto se sentía tan a gusto con él! Se sentía extrañamente segura y en paz en su presencia. Si solo pudiese dormir en su cama y no con Jill. Ahora Jill le inspiraba miedo. En su borroso y tierno estado emocional era una tortura tener que subir con Jill y dormir a su lado. Quería que Henry la salvara. De nuevo lo miró.

Y él, observándolo todo con sus ojos escrutadores, adivinó algo de lo que ella sentía. Le intrigaba y le afligía que ella tuviera que irse con Banford.

—No olvidaré lo que me has prometido —dijo escrutando el fondo de sus ojos, de tal modo que pareció apoderarse de toda ella con su extraña y brillante mirada.

Ella le sonrió débil y dulcemente. Se sentía segura de nuevo, a salvo si estaba a su lado.

Pero a pesar de todas las precauciones del muchacho, sus sentimientos sufrieron un retroceso. La mañana en que debía dejar la granja pidió a March que lo acompañara hasta la aldea del mercado, a unas seis millas de la granja, donde fueron al registro y apuntaron sus nombres como los de dos personas que iban a casarse. Él regresaría en Navidad, y la boda tendría lugar entonces. Al llegar la primavera, pensaba hallarse en condiciones de volver a Canadá llevándose a March con él, ahora que la guerra había terminado. Aunque era muy joven, había logrado ahorrar un poco de dinero.

—Nunca se puede estar sin algo de dinero que le respalde a uno en caso de necesidad, siempre que se pueda —decía.

Y así llegó el momento. March fue a despedirlo al tren que salía rumbo al oeste. El campamento de Henry estaba situado en las praderas de Salisbury. Y con sus enormes ojos negros lo vio alejarse, y pareció que todo cuanto existía realmente en la vida se alejaba, a medida que el tren se alejaba con el rostro rojizo, lozano y regordete, que parecía tan ancho a la altura de los carrillos y que nunca parecía cambiar de expresión, a menos que una nube de ira se posara sobre su frente, o sus ojos brillantes enfocaran algo, que era precisamente lo que sucedía en aquellos momentos. Se asomaba a la ventanilla del vagón mientras el tren salía del apeadero, diciéndole adiós y mirándola. Pero su expresión no variaba. No había en ella ninguna emoción. Solo sus ojos se tensaron volviendo su mirada inmóvil y decidida, como un gato que atisba algo de pronto y le clava los ojos. Así, los ojos del chico se mantuvieron fijos mientras el tren se iba alejando, y March se quedó sola, sintiéndose completamente desamparada. Privada de su presencia concreta, le parecía no tener ya nada de él, nada de nadie, o de nada. Solo su rostro estaba grabado en su mente: las mejillas carnosas, encarnadas e inalterables, su nariz recta y estrecha y los dos ojos más arriba, fijos en ella. Todo cuanto podía recordar era el modo en que de pronto arrugaba la nariz para reírse, como hace un cachorro que gruñe al jugar. Pero de él, de él mismo y de lo que era, no sabía nada. Nada suyo le quedaba cuando se fue.

Pasados nueve días desde que Henry la dejara, el muchacho recibió una carta. Decía así:

 

Querido Henry:

He estado otra vez dándole vueltas en mi cabeza a todo este asunto nuestro, y me parece imposible. Ahora que no estás aquí, veo qué tonta he sido. Cuando estabas, me impedías ver las cosas como son realmente. Me haces ver las cosas de una manera irreal, y no sé qué extrañas cosas más. Pero al verme de nuevo a solas con Jill, vuelvo a recuperar mis sentidos, y me doy cuenta de que me he estado comportando como una necia, y de lo injustamente que te estoy tratando. Sería injusto que yo siguiera con este asunto cuando no puedo decirte con el corazón que realmente te amo. Sé que la gente dice muchas tonterías y cosas absurdas sobre el amor, y yo no quiero hacer tal cosa. Quiero atenerme a los hechos y actuar de una manera sensata. Eso es precisamente lo que me parece no estar haciendo. No sé sobre qué fundamentos podría casarme contigo. Sé que no estoy perdidamente enamorada de ti, como pensaba estarlo de otros muchachos cuando era una jovencita alocada. Eres para mí un completo desconocido, y me parece que siempre seguirás siéndolo. ¿En qué podría basarme para casarme contigo? Cuando pienso en Jill, sé que ella es diez veces más real para mí. La conozco y la quiero muchísimo, y me odiaría a mí misma si alguna vez la dañara en lo más mínimo. Tenemos una vida juntas. Aunque bien sé que esto no podrá durar para siempre, sigue siendo una vida mientras así sea. Quizá dure tanto como nosotras mismas. ¿Quién sabe cuánto tiempo nos queda por vivir? Ella es una cosilla pequeña y delicada. Nadie como yo sabe cuán delicada es. Y en cuanto a mí, siento que un día podría caer en un pozo profundo. Pero a ti no puedo incluirte en todo esto. Cuando pienso en lo que he vivido y en todo lo que he hecho contigo, temo haber actuado como una loca. Debería apenarme constatar con qué rapidez mi mente vuelve a su cauce normal; pero eso es lo que, al parecer, me está sucediendo. Eres para mí un completo desconocido, y muy diferente a aquello a que estoy habituada; no creo compartir nada contigo. Y en cuanto al amor, la misma palabra me parece imposible. Sé qué significa el amor, incluso en el caso de mi relación con Jill, y sé que en lo que atañe a nuestro asunto resulta completamente imposible. Luego está lo de ir a Canadá. Estoy segura de que estaba loca cuando te prometí semejante cosa; tanto que me asusta pensar que he sido capaz de prometer algo así. Creo que podría haber hecho algo realmente estúpido sin ser responsable de ello; y concluir mis días en un asilo para locos. Acaso pienses que eso es precisamente a lo que estoy destinada, después de cómo me he comportado, pero no es para mí un pensamiento agradable. Gracias a Dios que Jill está aquí, porque me permite sentirme sana de nuevo. De no ser así, ignoro qué podría llegar a hacer, tal vez una noche sufriera un accidente con el arma. Quiero a Jill, y ella me hace sentirme otra vez a salvo y en mis cabales, con toda su amorosa ira en contra mía, enseñándome hasta qué punto me he comportado como una tonta. En fin, lo que quiero decirte es lo siguiente: ¿Dejarás que olvidemos todo el asunto? No puedo casarme contigo y no haré una cosa semejante si me parece una equivocación. Todo ha sido un gigantesco error. Me he puesto en ridículo a mí misma y solo me queda pedirte que me perdones y que por favor te olvides de todo y que por favor no me prestes más atención. Tu piel de zorro está casi lista y parece muy bonita. Te la enviaré por correo tan pronto como me confirmes que la dirección a la que envío esta carta es todavía la correcta, y si aceptas mis disculpas por la terrible y loca manera en que me he comportado contigo. Dejemos las cosas como están.

Jill te envía sus mejores recuerdos. Su padre y su madre se quedarán con nosotras hasta pasadas las Navidades.

Afectuosamente,

 

Ellen March

 

El chico leyó la carta en el campamento mientras ponía en orden su mochila. Apretó los dientes y por un momento se puso casi pálido. Sus ojos se ribetearon de amarillo por el furor. No dijo nada, ni vio ni sintió nada más que una fría cólera completamente irracional. ¡Frustrado! ¡Otra vez frustrado! ¡Frustrado! Quería tener a aquella mujer. Se había formado el férreo propósito de conseguirla: era su destino, su suerte y su recompensa. Era su cielo y su infierno en la tierra, y nunca tendría otros en parte alguna de este mundo. Ciego de rabia y presa de la locura pasó la mañana. De no ser porque en su mente, acechando e intrigando, se forjaba una estrategia que llevaba a la solución, habría cometido algún acto descabellado. En lo más profundo de su ser sentía la necesidad de rugir, aullar, hacer rechinar sus dientes, romper cosas. Pero era demasiado inteligente. Sabía que por encima de él estaba la sociedad y que debía emplear su astucia. Así que, con los dientes apretados, la nariz ligeramente levantada como una sanguinaria criatura y los ojos mirando fijamente, desempeñó las tareas que le correspondían aquella mañana, ebrio de ira y de impotencia. En su mente solo había una persona: Banford. No prestó atención alguna a todas las explicaciones de March; ninguna. Una espina hería su mente: Banford. En su mente, en su alma, en todo su ser, una espina le hería hasta la locura. Tenía que quitársela. Tenía que arrancarse la espina de Banford y arrojarla lejos de su vida, así le costara la vida.

Con aquella idea fija en la cabeza, solicitó veinticuatro horas de permiso. Sabía que no le correspondían. Su lucidez alcanzaba un grado de intensidad sobrenatural. Sabía a quién debía dirigirse: al capitán. Pero ¿cómo podría llegar él hasta el capitán? En aquel inmenso campamento de tiendas y cabañas de madera no tenía la menor idea de dónde se encontraba su capitán.

Fue entonces a la cantina de oficiales. Allí estaba el capitán, de pie, charlando con otros tres oficiales. Henry se cuadró en el umbral.

—¿Podría hablar con el capitán Berryman?

El capitán era también de Cornualles.

—¿Qué desea usted? —preguntó el capitán.

—¿Puedo hablarle, mi capitán?

—¿Qué desea? —repitió el capitán sin dejar el grupo de oficiales.

Henry contempló a su superior durante un minuto sin pronunciar palabra.

—¿Me rechazará usted, señor? —preguntó al fin con expresión grave.

—Depende de qué se trate.

—¿Puede usted concederme un permiso de veinticuatro horas?

—No, y no le corresponde a usted solicitarlo.

—Lo sé. Pero me veo en la obligación de hacerlo.

—Ya tiene mi respuesta.

—No me despache, mi capitán.

Había algo extraño en aquel muchacho que seguía inmóvil en el mismo lugar. El capitán de Cornualles sintió enseguida aquella extrañeza, de modo que le echó un vistazo interesado.

—¿Por qué? ¿Qué sucede? —preguntó curioso.

—Tengo un problema con respecto a algo, mi capitán. Debo ir a Blewbury —respondió el chico.

—¿A Blewbury, eh? ¿Algún lío de faldas?

—Sí, se trata de una mujer, mi capitán.

El muchacho, mientras estaba allí de pie con la cabeza algo inclinada hacia delante, se puso de pronto terriblemente lívido, o amarillo, y sus labios parecían emitar dolor. El capitán lo vio y también palideció un poco. Se volvió hacia él.

—Vaya entonces —dijo—. Pero, por el amor de Dios, no vaya a crear problemas de ninguna clase.

—No lo haré, mi capitán, gracias.

Se marchó de allí. El capitán, algo alterado, pidió cerveza y una ginebra. Henry se las arregló para alquilar una bicicleta. Eran las doce cuando abandonó el campamento. Tenía ante sí sesenta millas de caminos y atajos fangosos por recorrer, pero se puso en camino sin pensar siquiera en la comida.

En la granja, March estaba atareada con algo que tenía entre manos desde hacía tiempo atrás. Un grupo de abetos escoceses se levantaba al final del abierto cobertizo, sobre una pequeña loma por donde corría la cerca en medio de dos de los arbustos. El más alejado de aquellos árboles estaba muerto. Se había secado durante el verano y permanecía allí con todas sus marchitas y pardas agujas al aire. Estaba completamente muerto. Así que March había resuelto aprovecharlo, aunque no les estaba permitido derribar ningún árbol de la finca. Haría un fuego espléndido en aquellos días de escasez de combustible.

Ya había estado asestando unos cuantos hachazos furtivos al tronco durante una o dos semanas, cortando no más de cinco minutos cada vez, muy abajo, cerca del terreno, para que nadie pudiera advertirlo. No había probado la sierra porque suponía una faena durísima para llevarla a cabo sola. Ahora el pino mostraba una gran hendidura en su base, sostenido como por un solo nervio y a punto de caer. Pero no lo hacía.

Era ya tarde en aquel húmedo día de diciembre, con la neblina helada arrastrándose fuera del bosque y por encima de las hondonadas, y la oscuridad esperando para caer desde lo alto. Había una mancha amarilla y clara por donde se iba desvaneciendo el sol por detrás de los bosques bajos de la distancia. March cogió el hacha y se dirigió hacia el árbol. El sordo chasquido de los golpes sonaba bastante inefectivo alrededor de la finca asolada por el frío. Banford salió de la casa envuelta en su grueso abrigo pero sin ningún sombrero en la cabeza, de manera que su fino pelo abombado se revolvía en el viento implacable que resonaba en los pinos y en el bosque.

—Lo que me da miedo —dijo Banford— es que caiga sobre el cobertizo y tengamos el trabajo suplementario de repararlo.

—Oh, no lo creo —repuso March incorporándose y pasándose el antebrazo por su caldeada frente. Estaba muy colorada, con los ojos muy abiertos y extraños, y su labio superior levantado sobre sus dos blancas palas, dando un curioso aspecto parecido al de un conejo.

Un hombrecillo viejo y corpulento, con un abrigo negro y un bombín, se acercaba hacia ellas caminado a pequeños pasos por el jardín. Tenía la cara sonrosada, una barba blanca y unos pequeños ojos azul pálido. No era muy viejo. Sus movimientos eran más bien nerviosos y andaba a pasitos muy cortos.

—¿Qué piensa usted, padre? —dijo Banford—. ¿Cree que podría golpear el cobertizo en la caída?

—¿El cobertizo? No —dijo el hombre—. No podría darle. Yo diría que lo que peligra es la cerca.

—La cerca no importa —exclamó March con su voz aguda.

—¡Como siempre, estoy equivocada! —dijo Banford apartándose el pelo revuelto de los ojos.

El árbol se quedó donde estaba sostenido solo por una pequeña porción de tronco, inclinándose y crujiendo con el viento. Había crecido a la orilla de una pequeña zanja seca entre los dos prados. En lo alto del montículo se extendía una cerca que corría hasta los arbustos de arriba de la colina. En la esquina del campo se agrupaban varios árboles, cerca del cobertizo y de la puerta que llevaba al jardín. En esa puerta, horizontalmente y a través de los prados, iba a desembocar el accidentado sendero que venía de la carretera. Allí se arrastraba otra cerca destartalada, en la que unos palos largos y partidos se unían a unos postes cortos, gruesos y bastante apartados entre sí.

Las tres personas estaban de pie detrás del árbol, en la esquina del cobertizo, justo por encima de la puerta del jardín. La casa, con su porche y sus dos altillos, se erguía bonita en el pequeño jardín de césped que atravesaba el terreno. Una mujer menuda y de aspecto robusto, con un chal pequeño de lana roja sobre los hombros, había ido a detenerse junto al porche.

—¿No lo habéis derribado aún? —gritó con una vocecilla estridente.

—Lo estamos pensando —repuso su esposo.

Su tono para con las dos muchachas era siempre un poco burlón y satírico. March no quiso seguir dando golpes con el hacha mientras estuviese allí. Y en lo que a aquel hombre se refiere, no habría levantado un palillo de dientes del suelo si hubiese podido evitarlo, quejándose, como su hija, de sufrir reumatismo en uno de sus hombros. Así pues, los tres se quedaron en silencio por un momento, en la esquina al lado del cobertizo y en medio del frío atardecer.

Escucharon el lejano cerrojo de una verja y estiraron el cuello para mirar. A lo lejos, en el verde acceso horizontal, una figura volvía a subirse en una bicicleta, dando bandazos de acá para allá entre la hierba, acercándose.

—¡Pero si es uno de nuestros chicos! ¡Es Jack! —dijo el hombre.

—No puede ser —repuso Banford.

March levantó la cabeza para ver mejor. Solo ella reconoció al hombre vestido de caqui. Su rostro se encendió, pero nada dijo.

—No, creo que no es Jack —dijo el viejo, mirando fijamente con sus redondos ojillos azulados bajo sus blancas pestañas.

Un momento más tarde la bicicleta apareció dando bandazos y el conductor se apeó junto a la puerta. Era Henry, con la cara húmeda y rojiza moteada de barro. Parecía haberse revolcado por el fango.

—¡Oh, es Henry! —exclamó Banford un poco asustada.

—¿Qué? —murmuró el viejo. Tenía una manera de hablar espesa y rápida, como un murmullo, y estaba ligeramente sordo—. ¿Quién? ¿De quién se trata? ¿Quién dices que es? ¿Aquel muchacho joven? ¿El chico de Nellie? ¡Oh! —Y la sonrisa satírica asomó a su rostro sonrosado y de blancas pestañas.

Henry, tras apartar el cabello mojado de su frente febril, los había visto, y había escuchado las palabras de aquel hombrecillo. Su cara juvenil parecía encenderse en la fría noche.

—¡Así que estáis todos aquí! —exclamó dejando escapar su repentina risa de cachorro. Tanto era su calor y el cansancio de su larga carrera en bicicleta que apenas sabía dónde se encontraba. Apoyó la bicicleta contra la cerca y subió hasta la esquina de la loma sin entrar dentro de la finca.

—Bueno, he de decir que no te esperábamos —dijo Banford secamente.

—No, supongo que no —repuso el chico mirando a March.

March se mantuvo alejada, aflojando el cuerpo, con la rodilla un poco doblada y dejando descansar sobre el suelo la cabeza del hacha. Sus ojos estaban abiertos aunque carentes de expresión, y su labio superior trepaba por encima de sus dientes con esa peculiar expresión de conejo desvalido y fascinado. Nada más ver la brillante cara roja del chico había perdido las fuerzas. Estaba tan indefensa como si la hubiesen maniatado, desde que vislumbrara aquella cabeza que se tendía hacia delante.

—Bueno, ¿quién es? ¿Quién es este mozo? —preguntó el sonriente y satírico viejo con su voz susurrante.

—El señor Granfel, de quien ya nos ha oído hablar, padre —dijo Banford fríamente.

—Te he oído contar algo, me parece. En realidad, prácticamente no te he oído hablar de otra cosa —murmuró el hombre con su peculiar sonrisilla burlona—. ¿Cómo se encuentra? —agregó, extendiendo de pronto la mano en dirección a Henry.

El chico la estrechó igualmente sorprendido. Los dos quedaron un poco apartados.

—Ha venido en bicicleta desde Salisbury Plain, ¿verdad? —preguntó el padre de Banford.

—Sí.

—¡Vaya! Un largo paseo. ¿Cuánto tiempo le ha llevado? Bastante, ¿no? Varias horas, diría yo.

—Unas cuatro horas.

—¡Cuatro! Sí, es lo que yo hubiese hecho. ¿Cuándo regresará, entonces?

—Tengo permiso hasta mañana por la tarde.

—¿Hasta mañana por la noche, eh? Sí. ¡Hum! Me parece que las chicas no le esperaban, ¿no es así?

El hombre volvió sus pequeños y redondos ojos azul pálido, con sus pestañas blancas, en dirección a las chicas, adoptando enseguida su mirada burlona. También Henry se volvió hacia ellas. Se sentía un poco violento. Miró a March, quien se mantenía apartada a cierta distancia, como si estuviera averiguando el paradero del ganado. Su mano estaba en el mango del hacha, cuya cabeza descansaba tranquila sobre el suelo.

—¿Qué estabas haciendo? —preguntó el muchacho con su voz suave y cortés—. ¿Estabas cortando ese árbol?

March, como en un trance, parecía no escucharle.

—Sí —intervino Banford—. Hace más de una semana que estamos en ello.

—¡Oh, de modo que lo habéis hecho todo vosotras solas!

—Nellie se ha encargado de todo. Yo no hice nada —admitió Banford.

—¡Realmente debes de haber trabajado muy duro! —exclamó Henry dirigiéndose directamente a March en un tono curiosamente amable.

Ella no contestó, sino que permaneció con el rostro un poco apartado, mirando hacia los bosques lejanos y altos como si estuviese en trance.

—¡Nellie! —gritó agudamente Banford—. ¿Puedes responder?

—¿Quién, yo? —preguntó March sobresaltándose y mirando alternativamente a ambos—. ¿Alguien me hablaba?

—¡Soñando! —murmuró el viejo ocultándose un poco para sonreír—. Debe de estar enamorada, ¿eh?, para soñar a la luz del día.

—¿Me decías algo? —preguntó March mirando al muchacho desde una extraña distancia, con los ojos abiertos y dubitativos, y el rostro delicadamente sonrosado.

—Decía que has debido de trabajar muy duro con ese árbol —replicó él cortésmente.

—¡Oh, eso! He ido poco a poco. Pensaba que a estas alturas ya habría caído.

—Doy gracias de que no se haya caído por la noche —dijo Banford—. Nos hubiésemos muerto del susto.

—¿Me permites que termine de cortarlo? —preguntó el muchacho.

March inclinó hacia él el mango del hacha.

—Si quieres…

—Sí, si tú estás de acuerdo.

—Oh, estoy deseando que se vaya al suelo de una vez por todas, eso es todo —replicó March.

—¿En qué dirección se caerá? —inquirió Banford—. No irá a dar sobre el cobertizo, ¿verdad?

—No, no caerá sobre el cobertizo —dijo el muchacho—. Yo diría que va a caer por allí. Sí, casi seguro. Aunque podría girar y tocar el cercado.

—¡Tocar el cercado! —exclamó el viejo—. ¿Cómo va a tocar el cercado si está inclinado hacia ese ángulo? Hazlo hacia más allá del cobertizo y no tocará el cercado.

—Sí —dijo Henry—, supongo que no lo tocará. Tiene espacio suficiente para caer limpiamente, y supongo que así será.

—¿No irá a desplomarse hacia atrás, sobre todos nosotros? —preguntó el hombre sarcásticamente.

—No, no lo hará —dijo el muchacho quitándose su abrigo corto y su chaqueta—. ¡Patos! ¡Patos! ¡Retroceded!

Una fila de cuatro patos de motas pardas, encabezada por uno de color marrón y verde, se alejaba del prado superior colina abajo, deslizándose como embarcaciones en una mar gruesa, apresurándose hacia el cercado y hacia el pequeño grupo de personas, y graznando tan animadamente como si trajeran noticias de la Invencible Armada Española.

—¡Estúpidos animales! ¡Qué tontos! —exclamó Banford adelantándose hacia ellos para desviarlos. Pero acudieron presurosos junto a ella, abriendo sus picos verdosos y amarillos, y graznando como si estuvieran demasiado nerviosos para decir algo.

—No hay comida. Aquí no hay nada. Tendréis que esperar un poco —les dijo Banford—. Marchaos. Marchaos. Id al corral.

No quisieron irse, de modo que Banford sorteó el cercado para mostrarles el camino al corral. De nuevo comenzaron a moverse en fila, moviendo sus pequeñas colas como si fuesen minúsculas góndolas y pasando bajo la barra del portón. Banford permaneció en lo alto de la loma, un poco por encima del cercado, mirando hacia los otros tres.

Henry la miró, y se encontró con sus ojos extraños, débiles, de redonda pupila, que le contemplaban fijamente tras las gafas. El muchacho estaba completamente quieto. Elevó la vista hacia lo alto del árbol inclinado. Y al mirar al cielo, como el cazador que sigue el vuelo de un ave, pensó para sí: «Si el árbol cae precisamente en esa dirección, y al hacerlo gira un poquito sobre sí mismo, entonces la rama la golpeará justo donde está, allí, en la cima de la loma».

La miró de nuevo. Se estaba quitando otra vez el pelo de la frente con su peculiar ademán. En su corazón él había decidido que Banford debía morir. Una fuerza estática y formidable hervía en su interior, y también un poder que sentía únicamente suyo. Si cambiaba la dirección aunque fuese solamente un pelo, perdería ese poder.

—Cuidado, señorita Banford —dijo, y su corazón se detuvo por completo, con el único y terrible deseo de que ella no se moviese.

—¿Quién, yo? ¿Que tenga cuidado? —exclamó Banford con el tono sarcástico de su padre en la voz—. Vaya, ¿crees que podrías darme con el hacha?

—No, pero el árbol sí podría golpearte —repuso él con sobriedad.

Pero le parecía que el tono de su voz insinuaba una falsa solicitud con la que intentaba que ella se moviese porque él quería que así fuera.

—Eso es absolutamente imposible —dijo.

Henry la oyó. Pero conservó su helada inmovilidad a fin de no perder su dominio.

—No tanto. Siempre existe alguna posibilidad. Sería mejor que fueses hasta allí.

—Bien, de acuerdo. Veamos cómo cortan los árboles los campeones canadienses —le retó.

—Allá voy, pues —dijo él cogiendo el hacha, mirando en torno para ver si todo estaba despejado.

Se produjo un momento de puro suspense, inmóvil, donde el mundo pareció haberse detenido. Luego, repentinamente, el cuerpo del chico pareció resplandecer, gigantesco y temible, y dio dos golpes veloces y sucesivos, y el árbol quedó separado por completo de su raíz, volviéndose lentamente, girando extrañamente en el aire y precipitándose contra el suelo como una repentina oscuridad. Nadie, salvo él mismo, vio qué sucedía. Nadie escuchó el raro gritito que dejó escapar Banford mientras el oscuro extremo de la rama se abatía sobre ella. Nadie vio cómo se agachaba un poco y recibía el golpe en la nuca. Nadie la vio salir despedida hacia fuera y caer, como un bulto que se contraía espasmódicamente, al pie del cercado. Nadie salvo Henry. Miraba con ojos intensos y resplandecientes, como si observase a un pato salvaje sobre el que acabara de disparar. ¿Estaba muerta o solamente herida? ¡Muerta!

Inmediatamente, el muchacho lanzó un fuerte grito. March dejó escapar un salvaje chillido que atravesó el atardecer hasta muy lejos de allí. Y del padre de Banford brotó un extraño bramido.

El muchacho saltó la valla y corrió hasta ella. La parte posterior del cuello y la cabeza eran una masa ensangrentada y horrenda. Le dio la vuelta. El cuerpo se agitaba con pequeños estertores: estaba muerta realmente. Lo supo en su alma y en su sangre. La secreta necesidad de su vida se había saciado. Era él quien viviría. La espina había sido arrancada de sus entrañas. La depositó en el suelo suavemente. Estaba muerta.

Henry se puso en pie. March estaba petrificada, absolutamente inmóvil. Su rostro estaba lívido como el de una muerta; sus grandes ojos parecían dos estanques sombríos. El viejo intentaba saltar torpemente el cercado.

—Me parece que el golpe la ha matado —dijo Henry.

El hombre dejaba escapar unos curiosos sonidos, como un gorgoteo, mientras trataba de sortear la valla.

—¡¿Qué?! —gritó March, sobresaltándose como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

—Me temo que sí —repitió Henry.

March corrió hacia el lugar. El chico se inclinó sobre el cercado antes de que ella llegase.

—¿Qué quieres decir con que la ha matado? —preguntó con voz aguda.

—Me temo que así es —repuso él con dulzura.

March se puso más pálida aún, aterrada. Los dos estaban frente a frente. Los negros ojos de ella contemplaban al muchacho con un último gesto de resistencia. Y enseguida, con agónica impotencia, empezó a lloriquear, a llorar a la manera escalofriante de un niño que no desea echarse a llorar pero que es golpeado por dentro, dejando escapar ese primer estremecimiento que no es todavía llanto, seco y aterrador.

Henry había vencido. March permanecía quieta y desamparada, estremeciéndose en secos sollozos y con la boca temblando con rápidos espasmos. Y entonces, al igual que un niño, empezó a llorar con estrépito, vencida por las lágrimas, con un llanto ciego y dolorosamente agónico. Se dejó caer sobre la hierba y permaneció allí sentada, con las dos manos sobre el pecho y el rostro levantado, llorando ciega y convulsivamente. Henry se quedó de pie junto a ella, mirándola, mudo, pálido, hieráticamente. No se movió, ni dejó de mirarla. Y en medio de toda la tortura de la escena, de la tortura de su propio corazón y de sus entrañas, estaba contento: había vencido.

Pasado un buen rato se inclinó sobre ella y le cogió las manos.

—No llores —le dijo suavemente—. No llores.

Ella levantó la vista hacia él con las lágrimas recorriéndole el rostro, con una expresión sin sentido, de sumisión y desamparo. Le miraba como si estuviese ciega, levantando hacia él la cabeza. Ya nunca volvería a dejarle. Henry la había ganado para sí. Él lo sabía y estaba feliz, pues la quería tener para toda la vida. Su vida la necesitaba. Y ahora la había conquistado para sí. Esa conquista era lo que su vida necesitaba.

Pero, si bien se la había ganado, aún no la tenía del todo. Se casaron en Navidad tal y como él lo había planeado, y de nuevo obtuvo un permiso, por diez días. Fueron a Cornualles, a su pueblo, junto al mar. Comprendió que hubiese sido muy duro para March permanecer en la granja.

Pero aunque ella le perteneciera, y a pesar de que vivía a su sombra como si no pudiese estar lejos de él, March no era feliz. No quería dejar a Henry y, sin embargo, tampoco a su lado se sentía libre. Todo cuanto la rodeaba parecía observarla, parecía ejercer presión sobre su ánimo. Henry la había vencido, la tenía consigo y ella era su esposa. Ella le pertenecía y lo sabía. Pero no era dichosa. Y él seguía frustrado. Se percató de que, a pesar de estar casado con ella y de poseerla, aparentemente, de todas las maneras posibles, y a pesar de que ella quería realmente que la poseyese, lo quería, no quería nada más, Henry no había triunfado del todo.

Faltaba algo. El alma de March, en lugar de henchirse de vida nueva, parecía decaer, sangrar como si sufriera un gran daño. Se sentaba durante largo rato con sus manos estrechando las de él, mirando el mar en la lejanía. En sus ojos oscuros y vacíos había una especie de herida, y su rostro se veía algo enfermizo. Si Henry se dirigía a ella, era frecuente que se volviera hacia él con una sonrisa desvaída, la extraña y temblorosa sonrisa de una mujer para la que ha muerto una antigua manera de amar, y que no puede adaptarse a la nueva. Todavía pensaba que tenía que hacer algo, esforzarse ella misma a seguir algún rumbo. Pero no hallaba qué hacer, ni rumbo alguno por el cual esforzarse. No le era posible aceptar del todo el ahogo que le imponía su nuevo amor. Si realmente estaba enamorada, debía emplearse, de algún modo, en el amor. Sentía la tediosa necesidad de nuestros días de emplearse en el amor. Pero sabía que, en realidad, no debía emplearse más en asuntos de amor. Nunca sentiría un amor que quisiera dirigirse hacia Henry por sí mismo. No, él no le dejaría dirigir su amor hacia él. Tenía que ser pasiva, asentir, sumergirse bajo la superficie del amor. Tenía que ser como las algas marinas que viera en el agua desde la cubierta del buque, y que oscilaban, de forma delicada y para siempre, bajo la superficie, con todos sus delicados filamentos expuestos tiernamente al vaivén de las corrientes, sensibles, enormemente sensibles y receptivas bajo el mar umbrío, y nunca, nunca salir a mirar a la superficie mientras viviesen. Nunca. Ellas nunca se erguirían para mirar hacia arriba hasta el momento de su muerte, solo entonces, como limpios cadáveres flotando en la superficie. Pero en vida siempre estaban sumergidas; siempre bajo las olas. Bajo las olas deberían tener poderosas raíces, más fuertes que el hierro; deberían ser tenaces y peligrosas en su suave mecerse bajo las aguas. Bajo el agua deberían ser más vigorosas, más indestructibles que los resistentes robles en la tierra. Pero era siempre bajo las aguas, siempre bajo las aguas. Y ella, siendo una mujer, tendría que ser así.

Había estado tan acostumbrada precisamente a lo contrario… Había tenido que desplegar todo su esfuerzo para el amor y para la vida misma, y suya había sido toda la responsabilidad. Día tras día había sido la responsable frente al nuevo día y el nuevo año, y también frente a su amada Jill, responsable de velar por su salud, su felicidad, su bienestar. Lo cierto era que, dentro de su pequeño ámbito, se había sentido responsable del bienestar del mundo. Y ese había sido su mejor estimulante: la suprema idea de que, dentro de su propia y diminuta esfera, era la responsable del bienestar del mundo.

Y había fracasado. Sabía que, dentro incluso de su pequeño radio de acción, había fracasado. Había fracasado en satisfacer su propio sentimiento de responsabilidad. ¡Era tan difícil! ¡Parecía tan fácil y sublime en un principio! Y cuanto más lo intentaba, más difícil se le hacía. Le había parecido tan sencillo hacer feliz a la única criatura que amaba… Y luego, a mayor empeño, mayor fracaso. Era terrible. Había consumido toda su vida tratando de alcanzar algo, intentándolo, y lo que buscaba alcanzar había parecido estar tan cerca… hasta que alcanzó su límite. Y entonces comprobó que seguía hallándose fuera de su alcance.

Siempre más allá de su alcance, vagamente, incomprensiblemente más allá; y al final no le quedaba nada. La vida que había perseguido, la felicidad que había perseguido, el bienestar que había perseguido se habían ido esfumando, haciéndose irreales a medida que ella tendía más la mano hacia ellos. Quería tener alguna meta, una finalidad; pero no había ninguna. Siempre, siempre aquel espantoso esfuerzo por alcanzar algo, luchando por algo que siempre estaba más allá. Incluida la felicidad de Jill. Se alegraba de que hubiese muerto. Ahora sabía que nunca hubiese podido hacerla dichosa. Habría estado siempre preocupándose, cada vez más y más delgada; más y más débil. Sus dolores se habían ido intensificando en lugar de remitir. Habría sido así para siempre. Se alegraba de que hubiese muerto.

Y si Jill se hubiese casado, habría ocurrido exactamente lo mismo. La mujer, esforzándose y esforzándose por hacer feliz al hombre, esforzándose hasta sus propios límites por lograr el bienestar de su mundo. Y encontrándose siempre con el fracaso. Pequeños, estúpidos éxitos menores en lo relativo al dinero y a la ambición. Pero en aquello en lo que deseaba realmente triunfar, en el angustiante esfuerzo por hacer feliz y satisfacer a una persona amada, en eso la derrota era casi catastrófica. Se quiere hacer dichoso al amado, y su felicidad parece alcanzable. Si solo hubiese hecho esto, aquello o lo otro. Y se hace esto, aquello y lo otro con buena fe, y cada vez el fracaso es un poco más descorazonador. Puedes emplearte fieramente, luchar y sacrificarte hasta el final, y las cosas irán de mal en peor, de mal en peor en lo que atañe a la felicidad. El terrible error de la felicidad.

Pobre March. Con su buena voluntad y su deseo de ser responsable se había esforzado tanto hasta que la vida entera y todo lo demás le parecieron apenas un abismo al final del cual no había nada. Cuanto más se esforzaba por alcanzar la flor fatal de la felicidad, que se estremece azulada y cálida en una grieta justo al alcance de la mano, más horriblemente percibía el terrible y horrendo precipicio que se extendía a sus pies y en el cual se zambullía sin remedio, como en un pozo sin fondo, si trataba de seguir avanzando hacia esa flor. Recogía una flor después de otra, pero nunca era «la flor». La flor, en sí misma, su cáliz, es un horrible abismo; es el fondo del pozo.

Esa es la historia de la búsqueda de la felicidad, ya sea la propia o la de algún otro la que se desea conseguir. Se termina, y se termina siempre en la horrible toma de conciencia del vacío sin fondo en el cual se cae inevitablemente cuando se intenta continuar la búsqueda.

¿Y las mujeres? ¿Qué meta puede perseguir una mujer excepto la felicidad? Únicamente la felicidad, para ella y para el resto del mundo. Tan solo eso. Y así, asume la responsabilidad y se pone en camino hacia su meta. Puede verla allí, a los pies del arco iris, o un poco más allá, en la azulada distancia. No demasiado lejos; no demasiado.

Pero el fin del arco iris es un abismo sin fondo en el que cualquiera puede caer para siempre sin haber alcanzado su destino, y la distancia azul es una sima capaz de devorarte a ti y a todos tus esfuerzos, sin dejar de estar aún más vacío. A ti y a todos tus esfuerzos. ¡Así es la ilusión de la alcanzable felicidad!

Pobre March. Se había puesto tan maravillosamente en camino hacia la azulada meta. Y cuanto más lejos y más lejos había ido, tanto más terrible se había vuelto la comprensión del vacío. La agonía; la locura por fin.

Se alegraba de que todo hubiese terminado. Se alegraba de poder sentarse en la orilla y mirar hacia el oeste, por encima del mar, sabiendo que el enorme esfuerzo había acabado. Ya nunca más se esforzaría en buscar el amor y la felicidad. Jill estaba muerta y a salvo. Pobre Jill. Debía de ser dulce estar muerta.

En lo que a ella se refería, la muerte no era su destino. Tendría que dejar su destino en manos del muchacho. Otra vez el muchacho… Él quería más que eso. Quería una nueva conexión, quería que ella se le entregara por entero y sin defensas, que se hundiese y se ahogase dentro de él. Y ella, ella en cambio pretendía solo quedarse quieta, como una mujer en el último mojón; y observar. Quería ver, saber, comprender. Quería estar sola, con él a su lado.

¿Y él? Él no deseaba que March siguiese observando, que siguiese viendo, entendiendo. Quería velar el espíritu de su mujer como velan los orientales el rostro de sus mujeres. Quería que ella se dedicara a él, y que olvidase su espíritu de independencia. Quería quitarle toda necesidad de esforzarse, todo cuanto ella creía su raison d’être. Quería someterla, vencerla, hacer desaparecer en ella, ciegamente, su conciencia tenaz. Quería arrebatarle su propia conciencia y transformarla tan solo en su mujer. Nada más que su mujer.

Y ella estaba tan cansada, tan cansada, como un niño que desea echarse a dormir pero lucha contra el sueño como si este fuera la muerte. Parecía abrir desmesuradamente los ojos en el obstinado esfuerzo por permanecer despierta. Lograría mantenerse despierta. Lograría saber. Lograría entender, juzgar y decidir. Lograría sostener las riendas de su vida entre sus propias manos. Lograría ser por fin una mujer independiente. Pero estaba tan cansada, tan cansada de todo… Y el sueño parecía hallarse cercano. Parecía haber, en el muchacho, un extraño reposo.

Allí, sentada en un nicho de los altos y salvajes acantilados del oeste de Cornualles, mirando por encima del mar del oeste, extendió su mirada más y más allá. A lo lejos hacia el oeste, Canadá, América. Lograría ver, lograría conocer aquello que se extendía ante ella. El muchacho, sentado a su lado, mirando a las gaviotas con el ceño fruncido y una tensa insatisfacción en sus ojos, la quería dormida, en paz con él. La quería en paz, dormida dentro de él. Y allí estaba, muriéndose por obra de su tensa vigilia. Ella no dormiría. No, nunca dormiría. Algunas veces, Henry pensaba con amargura que tendría que haberla abandonado, que nunca debió haber matado a Banford, que hubiese sido preferible dejar que se matasen entre ellas.

Pero eso no era más que impaciencia; y él lo sabía. Esperaba con ansia el momento de zarpar hacia el oeste. Lo atormentaba el ansia de dejar Inglaterra, de marchar al oeste y llevarse a March con él. ¡Abandonar aquella costa! Creía que al cruzar el océano, al dejar aquella Inglaterra que él tanto odiaba, pues de alguna forma parecía haberle clavado un puñal envenenado, March podría dormir. Cerraría por fin los ojos y se abandonaría a él.

Y entonces la tendría, y tendría por fin su propia vida. Le irritaba pensar que nunca había tenido una vida propia. Nunca la tendría si ella no cedía y se abandonaba a él. Tendría entonces su propia vida de hombre, de varón, y ella tendría la suya como mujer y como hembra. No existiría aquella horrible tensión. Ella no sería un hombre nunca más, una mujer independiente con las responsabilidades de un hombre. No, tendría que entregarle la responsabilidad de su propia alma. Sabía que así debía ser y se mostraba firme frente a ella, esperando su capitulación.

—Te sentirás mejor una vez hayamos atravesado el mar y lleguemos a Canadá, allá a lo lejos —le dijo cuando ambos se sentaron entre las rocas del acantilado.

March miró hacia el horizonte marino como si no fuera real. Luego se volvió para mirar a Henry, con los ojos tensos y extraños de un niño que lucha contra el sueño.

—¿De veras?

—Sí —contestó él serenamente.

Y los párpados de la muchacha comenzaron a cerrarse muy lentamente, como si el sueño pesara sobre ellos. Pero volvió a abrirlos con un esfuerzo para decir:

—Sí, tal vez. No puedo saberlo. No soy capaz de imaginar cómo será aquello.

—¡Si pudiéramos marcharnos pronto! —dijo él con voz doliente.

*FIN*


“The Fox”,
Hutchinson’s Story Magazine, 1920


Más Cuentos de D. H. Lawrence