¡Oh mi fino, mi melado duque de la Mermelada!
¿Dónde están tus caimanes en el lejano aduar del Pongo,
y la sombra azul y redonda de tus baobabs africanos,
y tus quince mujeres olorosas a selva y a fango?
Ya no comerás el suculento asado de niño,
ni el mono familiar, a la siesta, te matará los piojos,
ni tu ojo dulce rastreará el paso de la jirafa afeminada
a través del silencio plano y caliente de las sabanas.
Se acabaron tus noches con su suelta cabellera de fogatas
y su gotear soñoliento y perenne de tamboriles,
en cuyo fondo te ibas hundiendo como en un lodo tibio
hasta llegar a las márgenes últimas de tu gran bisabuelo.
Ahora, en el molde vistoso de tu casaca francesa,
pasas azucarado de saludos como un cortesano cualquiera,
a despecho de tus pies que desde sus botas ducales
te gritan: —Babilongo, súbete por las cornisas del palacio—.
¡Qué gentil va mi duque con la madama de Cafóle,
todo afelpado y pulcro en la onda azul de los violines,
conteniendo las manos que desde sus guantes de aristócrata
le gritan: —Babilongo, derríbala sobre ese canapé de rosa!—.
Desde las márgenes últimas de tu gran bisabuelo,
a través del silencio plano y caliente de las sabanas,
¿por qué lloran tus caimanes en el lejano aduar del Pongo,
¡oh mi fino, mi melado duque de la Mermelada!?
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