Elurofobia
[Cuento - Texto completo.]
Fredric BrownHasta donde podía recordar, Hilary Morgan había sufrido elurofobia; es decir, miedo mórbido al felis domestica, el gato común o doméstico.
Era, como cualquier fobia, un asunto totalmente incontrolable por su mente consciente. Podía decirse y se decía a sí mismo, del mismo modo que lo hacían sus preocupados amigos, que no tenía ningún motivo para temer a un minino inocuo. Por supuesto, los gatos podían arañar, y a veces lo hacían, pero en modo alguno eran tan potencialmente peligrosos como los perros. Incluso un perro pequeño, aunque juguetón, puede arrancar bastante dolorosamente un trozo considerable de epidermis, y un perro grande puede resultar mortal. ¿Gatos? Bah. Hilary adoraba a los perros y temía a los gatos, a todos los gatos.
Si por la calle veía un gato a veinte metros de distancia, se encogía y cruzaba, sin tener en cuenta las señales de tráfico con tal de eludirlo. Si no tenía forma de evitarlo, daba media vuelta y desandaba lo caminado. Ninguno de sus amigos tenía gato; jamás aceptaba la primera invitación a casa de un nuevo conocido sin hacer cuidadosas preguntas hasta cerciorarse de que el amigo potencial no poseía un animal de denominación felina. Siempre utilizaba ese circunloquio u otro parecido porque hasta la palabra «gato» o cualquier otra que comenzara con esa sílaba le repelía. Nunca iba al mejor club nocturno de Albany -donde vivía- porque se llamaba Gatamaran Club y palidecía y temblaba cuando cualquier persona del despacho de la MacReady Noil Company -donde trabajaba- hacía un comentario gatuno. Evitaba y nunca hacía amistad con personas que se llamaran Tom o Félix; temía a las uñas de gato y a las garrapatas; nunca comía garrapiñadas ni gateaux. Jamás leía gacetas, no usaba gafas, no tocaba la gaita, no era galante ni salía a galopar.
Al margen de esta fobia y los diversos inconvenientes y molestias que le provocaba, vivía y amaba con toda normalidad. Sobre todo, amaba; en la treintena, aún era soltero pero no tenía nada de célibe; a decir verdad, uno podría decir todo lo contrario, si es que la palabra «célibe» tiene un contrario. Amaba a las mujeres, afortunadamente les resultaba muy atractivo y tenía montones de… pero esa era una palabra que jamás había podido pensar en relación con sus amores. Allí residiría la locura.
Por lo tanto, uno podría decir que Hilary Morgan, a pesar de las inhibiciones e irritaciones provocadas por su elurofobia, era un hombre muy dichoso. Y probablemente hubiera seguido siéndolo si durante su trigésimo quinto año de vida no hubiesen ocurrido dos cosas.
Se enamoró real y temerariamente de la mujer más atractiva que había conocido.
Un tío acomodado murió y le dejó un legado de cincuenta mil dólares.
Podría haber sobrevivido a cualquiera de estas cosas aparentemente maravillosas, pero la combinación se convirtió en su ruina. Desde luego, propuso a su amada el matrimonio en esas circunstancias y fue aceptado, no por la herencia sino porque ella también lo amaba plenamente; no hubo regateo por parte de su amada en el sentido de hacerlo esperar hasta el paso por el altar. Si su amada tenía algún defecto, se trataba de una pequeña manía. Pero era la mejor de todas las manías, ninfomanía, y a Hilary no le molestaba en lo más mínimo. Uno podría decir que él tenía un toque de satiriasis, y qué mejor cura -«tratamiento» sería una palabra más adecuada- existe que una para la otra, su complemento.
Sí, Hilary Morgan era muy dichoso con su amor y con su herencia. Pero la combinación resultó fatal. Su futura esposa lo quería entero, tanto mental como físicamente, y lo convenció de que debía consagrar parte de la herencia -tanto como fuera necesario; ella comentó que seguramente solo serian unos pocos miles de dólares- a los servicios de un psiquiatra que lo curaría para siempre de la elurofobia.
Escogió un buen psiquiatra. En una docena de sesiones, este puso al descubierto el pasado de Hilary hasta la edad de tres años; en aquel momento su temor a los gatos había sido aún más intenso que en el presente.
Los recuerdos conscientes de Hilary no lo llevaron más atrás. Lo único que su mente consciente sabía, y de oídas, sobre sus experiencias anteriores a la edad de tres años era que su madre había muerto durante el parto y que una serie de niñeras lo habían atendido desde el momento en que nació hasta que su padre se volvió a casar, cuando él tenía poco menos de tres años.
Con el propósito de atravesar la barrera del recuerdo consciente, el psiquiatra recurrió a la hipnosis para producir el fenómeno común de la regresión, la reversión de la mente y la memoria para que el sujeto pueda revivir y relatar sus experiencias en un pasado olvidado por su mente consciente.
Bajo la más profunda de las hipnosis, llevó la memoria de Hilary hasta la edad de dos años y medio. En ese momento su padre había llevado a casa un gatito para él, se lo ofreció y dijo:
«Para ti, hijo. ¿Lo ves? ¡Un gatito!»
En aquel entonces Hilary gritó… y ahora sus gritos también retumbaban en la consulta del psiquiatra. Este lo despertó de inmediato, le explicó lo ocurrido, puso fin a la sesión de ese día y le dijo a Hilary que se estaban acercando, que tal vez durante la próxima sesión quedaría explicitado el trauma que lo había llevado a gritar al ver a un gatito a una edad tan temprana.
Durante la sesión siguiente, el psiquiatra volvió a someterlo a hipnosis profunda y lo hizo retroceder en la memoria aún más. Cuando Hilary, en su mente y en su memoria, se encontraba a la edad de dos años, revivió y relató otro episodio y -a medida que el recuerdo lo dominaba- volvió a gritar.
En esta ocasión el psiquiatra le hizo volver del trance aun con más rapidez y sonrió. Dijo:
-Al fin hemos descubierto la experiencia traumática que lo ha llevado a temer a los gatos y ya no les tendrá miedo nunca más. Cuando tenía dos años, tuvo una niñera que resultó ser peligrosamente psicótica. Una mañana, molesta porque usted lloraba en el parque, se volvió homicida, cogió un cuchillo de la cocina y lo atacó. Intentó matarlo. Afortunadamente su padre estaba en el cuarto contiguo, oyó sus gritos mientras ella se acercaba a usted con el cuchillo y logró llegar a tiempo para sujetarla y salvarle la vida. La internaron en un centro para locos peligrosos.
-¿Pero eso qué tiene que ver con mi temor a… bueno, al animal al que le tengo miedo?
-El apodo de la niñera era Minina. Cuando seis meses después su padre le ofreció un gato y lo llamó «gatito», su mente lo asoció con la experiencia espantosamente traumática con una mujer homicida llamada Minina y gritó. Ahora que ha revivido el recuerdo y sabe la verdad sobre lo ocurrido ya no le tendrá miedo a los gatos. Está libre de la elurofobia. Se lo demostraré ahora mismo. A la espera del éxito, pedí a mi secretaria que trajera un gato, su gato, a la consulta. Lo dejé en su cesta y fuera de la vista mientras usted cruzaba la sala de espera. Ahora le pediré que lo traiga… y usted no le temerá. Reconocerá que se trata de un animal hermoso y probablemente querrá acariciarlo.
Cogió el teléfono de su escritorio e intercambió unas palabras con su secretaria.
-Doctor, espero realmente que esté en lo cierto -dijo Hilary con sinceridad-. En ese caso, parece que mi mente llevó a cabo una transferencia absurda… si es correcto decirlo así. Quizás «asociación» sea más exacta. De todos modos, parece que nunca debí tener miedo a los gatos. En lugar de ello, debí temer a…
Se abrió la puerta y la hermosa secretaria del psiquiatra la atravesó con un gato en los brazos. Hilary Morgan se volvió, la vio… y gritó.
No por el gato.
Posteriormente podría haber sido curado de ginefobia, el temor mórbido a las mujeres, por catarsis, si la galopante brusquedad con que se enteró de la verdadera categoría de su fobia no le hubiera regalado graciosamente una catatonia catabólica y después una catalepsia tan profunda que duró hasta que, después de descansar durante corto tiempo sobre un gabán, fue enterrado en una catacumba del cercano Gatwick.
FIN