Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Emilio en Bruselas

[Cuento - Texto completo.]

Georges Simenon

I

Torrence fue el primero que eructó. Y, en el momento en que Emilio le lanzaba de soslayo una leve mirada chispeante de ironía, su propio estómago manifestó de una manera incongruente la plenitud de su satisfacción.

Entonces, durante algunos instantes, los dos pontífices de la Agencia O se miraron en silencio, y luego, súbitamente, no pudiendo más, soltaron una carcajada.

Unos apacibles consumidores que bebían enormes vasos de cerveza o de café-exprés en la terraza del Metropole se volvieron hacia ellos y nadie sospechó que aquel gigante bonachón alegre y aquel joven pelirrojo tan flaco e insignificante constituyeran el más famoso detective del mundo.

Era en Bruselas en la plaza de Brouckère, donde estaban sentados en una mesa bañada por un claro rayo de sol. Era la primavera. La vida se deslizaba jubilosa por las anchas avenidas de la capital belga en la que vibraba como un aire de fiesta. Se sentían deseos de cantar, de silbar, de dar brincos, de gastar bromas.

Tal era en todo caso el estado de espíritu de Torrence y de Emilio. ¿Se habían impregnado de la densa alegría belga? Pudo creerse por un momento que iban a darse alegres palmadas en la barriga como viajantes de comercio en una comilona.

—¿Y esos mejillones? —preguntó Torrence.

—¿Y esos rollmops? —replicó Emilio.

Habían desembarcado algunos minutos antes de las doce en la estación del Mediodía. Durante todo el camino, Emilio se había regocijado con la idea de comer mejillones y papas fritas en una de las célebres freidurías de la calle des Bouchers. Se precipitaron a ella y Torrence manifestó su reprobación por aquella manera de comer los mejillones con las papas fritas.

—¡Es simplemente innoble! —declaró—. Hábleme de un buen rollmops.

—¿Con papas fritas? —ironizó Emilio.

—Perfectamente; con papas fritas. ¿Quién puede impedirme el comer papas fritas con un rollmops?

¿Cuántas raciones se tragaron así? El caso fue que, cuando salieron, llevaban aquel andar vago de los patos cebados. Muy despacio bajaron hasta la plaza de Brouckère y ahora, luego de haber eructado de concierto, bostezaron a coro.

¡Fue también una idea de Torrence la de ingerirlo con grandes dobles de cerveza!

—¡Qué trabajo! —suspiró Emilio entornando los ojos.

—No llegaremos a terminarlos nunca —replicó Torrence incapaz de conservar su seriedad.

Nunca la célebre Agencia de la Cité Bergère había sido encargada de una misión tan pasmosa.

—En suma —concluyó Emilio—, podríamos muy bien quedarnos en esta terraza desde la mañana hasta la noche tanto tiempo como fuera necesario… Es un medio como cualquier otro para encontrar al hombre de la mancha de hez de vino… A condición de que la casualidad le haga pasar un día por la plaza de Brouckère…

—A menos que —encareció Torrence— sigamos la pista de todos los abrigos de visón… Ya que, dada la clemencia de la estación, hay probabilidades de que escaseen por las calles.

Fue Torrence quien, en la Cité Bergère, había recibido a la buena mujer, un poco corta de piernas, regordeta, de nariz remilgada, vestida con los colores más vivos del arco iris.

—He venido para encargarle una misión muy importante.

—¿De veras? —había dicho Torrence sorprendido.

Porque lo que menos parecía era una clienta de la Agencia O, ya que más bien tenía el aspecto de una criadita aficionada al baile y al cine.

Por otra parte, eso era.

—Soy una camarera al servicio de los señores Frécourt, calle de Berry, 27. Supongo que habrán oído hablar del señor Frécourt… el que se ocupa de cine. Fue él quien colaboró en los diálogos de Corazón triturado.

En su jaula, desde donde seguía la conversación, Emilio se divertía tanto como su jefe Torrence.

—Ha sucedido una catástrofe… Yo me pregunto todavía cómo la señora no me ha puesto en la calle… Pero yo no podía saber, ¿verdad? Que Dieudonné…

—Perdone, señorita… ¿Quién es Dieudonné?

—Un joven… Bueno, un hombre de unos treinta años, muy decente y muy bien vestido, que sabe alternar con las mujeres… Yo lo había encontrado en el Colisée. He de hacerles saber que voy al Colisée a bailar todos los sábados… Dieudonné era un excelente bailarín. Me había dicho que era un hombre de negocios. Tema el acento belga y una gran mancha de hez de vino en la mejilla izquierda. A primera vista, aquella mancha me había chocado, pero pronto me habitué…

—¿No se encontraron ustedes más que en el Colisée?

La joven se sonrojó.

—La señora me ha recomendado que no les mienta… Pues bien, a veces fuimos al lado…

—¿Al lado de qué?

—Del Colisée… Pero nunca por mucho tiempo. Le juro que nunca pasé toda la noche con él… Bailando, hablábamos de cosas… Yo le hablé de mi señora y de su visón… porque este invierno ella se compró un magnifico visón, una ocasión, al parecer… Entonces, Dieudonné me dijo que las pieles debían de sentarme bien y que así, una noche…

—En una palabra, sí comprendo bien; que un sábado usted se puso el visón de su patrona…

—Sí, señor. Con mucho cuidado, se lo aseguro. No iba a ser yo quien lo estropeara.

—¿Y qué ocurrió luego?… Pero, dispense, ¿cómo la llaman a usted?

—Angèle… Angèle Pellepoix… Mi padre es carretero en el Limousin.

—Prosiga, Angèle.

—Dieudonné insistió para que fuéramos al lado. Decía que quería ver el efecto del visón encima de…

—Ya comprendo. No insista.

—Por cierto que fue la primera vez que me desnudé enteramente. Cuando vio que ya no llevaba nada encima, entonces…

Hasta la señorita Berta, la secretaria de la Agencia O, que escuchaba tras la puerta, tenía que hacer esfuerzos para conservar su seriedad.

—Entonces, cogió todas mis ropas revueltas, incluso el visón, y se precipitó escaleras abajo… Al principio creí que era una broma… Tal como estaba, no podía pedir socorro… Por fin, puesto que no volvía, me arrebujé en una sábana y llamé al criado.

Torrence había movido la cabeza de lado a lado.

—Si lo comprendo bien, señorita, usted viene a pedirnos que busquemos a Dieudonné y sobre todo al visón de su patrona. Desgraciadamente, ese es más bien trabajo de la policía que de la Agencia O. Nuestras tarifas son muy elevadas y, por costumbre, no aceptamos el encargarnos más que de los asuntos… ¿cómo decirlo?… serios.

—¡Es muy serio, señor!… Yo pagaré lo que sea. Llevo en mi bolso veinte mil francos. ¿Qué tengo que darle a título de anticipo para los gastos?…

—Dispense. No comprendo muy bien. ¿Nos trae usted veinte mil francos para…?

—Para que vayan a Bruselas inmediatamente… Es el señor Frécourt quien, cuando le he confesado el robo, ha tenido la idea de irse a informar a la estación del Norte… A causa de la mancha del vino, Dieudonné no pasa desapercibido… Me dejó a las diez de la noche… Hay un tren a las doce y diez… Pues bien, un empleado se acordó perfectamente de un hombre con una mancha de hez de vino y una gran maleta parda, que subió en aquel tren con un billete para Bruselas.

—¿Ha sido también el señor Frécourt quien le ha dado esos veinte mil francos para que nos los remita?

—Sí, señor… Parece que, a toda costa, se ha de encontrar el visón. Si una vez allí tienen necesidad de más dinero, se les enviará, pero es indispensable que salgan enseguida.

—Si no le molesta demasiado, señorita Angèle, vuelva a pasar esta tarde y le daré una respuesta.

—Tomarán ustedes el tren hoy mismo, ¿verdad?

Una vez cara a cara con Emilio, Torrence se rascó la cabeza.

—¿Qué me dice de eso? Sin la presencia de esos veinte mil francos que ha dejado sobre mi mesa, juraría que es una desequilibrada que ha visto una película y que se toma por la heroína de una aventura.

—En la dirección indicada viven los señores Frécourt —dijo Emilio, que ya había hojeado sus anuarios. Tienen teléfono… Se podría…

Minutos después, Torrence tenía al otro extremo de la línea a Gastón Frécourt.

—Con mucho gusto, señor… A la hora del aperitivo, en la terraza del Fouquet’s… Sí, sí, yo lo reconoceré, porque he visto bastante a menudo su retrato en los diarios…

Torrence se sintió muy halagado. Emilio y Barbet se encargaron de tomar todos los informes posibles acerca del matrimonio Frécourt así como de la historia del visón.

Con gran sorpresa suya, cuando por la tarde se volvieron a encontrar en la Cité Bergère, tuvieron que confesar que la criadita no había mentido.

Torrence había tomado el aperitivo con Frécourt, un alto mocetón de treinta y cinco años, bien plantado, con monóculo, vestido a la última moda, y que saludaba a todos los parroquianos del Fouquet’s como si fuesen viejos amigos.

Era el tipo exacto del «señor que se ocupa de cine». Lo que hacía en el cine exactamente ya era más vago. Se veía a los Frécourt en todas las presentaciones, los grandes estrenos, en todos los cocteles. Estrechaba manos. Elaboraba planes maravillosos. Una vez, una sola, la casualidad permitió a Gastón Frécourt que colaborara en el diálogo de una película y, aquella vez, se proyectó su nombre en la pantalla con el de los ingenieros de sonido, decoradores, electricistas y otros colaboradores.

Apartamento de cinco habitaciones en la calle de Berry. Dos criadas, Angèle y Germaine, pagadas con irregularidad. Los proveedores todavía lo eran más irregularmente, y el propietario de la casa, nunca.

Aquello era siempre «muy cinematográfico» y a los acreedores se les despedía hasta la semana próxima, cuando la gran película de Frécourt empezaría por fin a rodarse.

En cuanto al visón, Nathalie Frécourt (se llamaba Berthe, pero había adoptado el de Nathalie, nombre más raro) se lo había comprado cuatro meses antes a una primera actriz que estaba en la miseria por la suma de cuarenta mil francos.

—Usted dispensará —objetó Torrence— que le diga francamente lo que pienso. Por un visón de cuarenta mil francos…

—¡Oh! Su valor real es mucho mayor… Ochenta mil, por lo menos…

—No importa. Digo que por un visón, que no estoy seguro de encontrar, se compromete usted a gastos considerables… Cierto que la mancha de hez de vino es un elemento de éxito. Pero Bruselas tiene más de un millón de habitantes. Debe de haber cierto número de hombres que tendrán una mancha de hez de vino en la mejilla… En fin, aunque solo hubiese su Dieudonné, se ha de contar con que la suerte no favorezca su encuentro… ni siquiera sabemos su apellido ni su identidad exacta… No es probable que se pasee por las calles de la capital belga con el abrigo de su señora encima. En fin, un visón se parece a otro visón, como un gato a otro gato… En esas condiciones creo mi deber declinar la proposición que…

Cólera del cineasta.

—Así, pues, una Agencia privada, cuyo objeto confesable es el hacer pesquisas por cuenta de la gente que se ve en apuros…

—Desde el momento en que le digo que no hay una posibilidad sobre mil de encontrar a este tal Dieudonné y…

—¿Quién es juez en este asunto, yo que pago y me comprometo a sufragar todos los gastos ulteriores, o usted que…?

—Si se lo toma así…

—Yo le pido, insisto, que vaya Bruselas con los colaboradores que considere útiles, sin preocuparse de gastos y haciendo todo lo posible para…

—He comprendido bien.

Torrence había comprendido tan bien que se preguntó si toda aquella historia no había sido fraguada con el único objeto de alejarlos de París a él y a su colaborador Emilio.

¿Pero qué razón podía haber para desembarazarse de la Agencia O durante algunos días? No había ningún asunto pendiente…

Por otra parte, Barbet, que se había informado primero en el Colisée, luego en el hotel contiguo y en fin en la estación del Norte, confirmaba la historia de Angèle.

Era bastante difícil suponer que la sirvienta hubiese ella misma puesto en escena, con la complicidad de un hombre con una mancha de hez de vino, la historia del robo del abrigo de piel.

Hasta se habían encontrado las ropas de la criada. El ladrón se había desembarazado de ellas a cien metros de allí abandonándolas simplemente en la acera.

—Me temo, señor Frécourt, que si encontramos el abrigo, le resulte a un precio tal que…

—Eso me concierne a mí, señor Torrence.

—Como usted guste, señor Frécourt.

Y he ahí en qué pasmosas condiciones Torrence y Emilio habían llegado a Bruselas aquel día. Antes de una orgía gastronómica, tuvieron la honradez profesional de realizar, en la estación del Norte, una rápida encuesta.

Contrariamente a lo que esperaban, habían encontrado la pista del hombre de la mancha de hez de vino. El empleado que recogía los billetes a la salida se acordaba de un viajero que respondía a aquella seña y que se había apeado del tren de París dirigiéndose hacia el centro sin tomar un taxi.

—¿Y ahora, jefe? —preguntó Emilio, embadurnado el estómago de mejillones, de papas fritas y sobre todo de una cantidad incalculable de cerveza clara.

—Por mi parte —respondió Torrence—, me iría a echar una buena siesta y no me levantaría hasta a la hora de comer.

—No me hable más de comer, lo suplico… Yo tal como usted me ve, haría de buena gana el voto de vivir del aire del cielo durante una semana. No se olvide de que hemos cobrado veinte mil francos y de un modo u otro tenemos que hacer algo.

—Podríamos empezar por los hoteles. ¿Cuántos hoteles puede haber en Bruselas?

—Algunos centenares… ¿Y por qué no, después de todo?… Si quiere, vamos a dividir la ciudad en sectores. Usted toma el norte y yo tomo el sur… Cita, aquí esta noche para comer…

—Yo creía que no quería comer más hasta que…

Jamás la Agencia O había empezado a hacer pesquisas con tan poca fe en los resultados posibles. Aquella historia de un abrigo de visón cogido a su patrona por una criadita y robado por un amante sin escrúpulos no tenía nada de apasionante.

O, mejor dicho, no hubiera tenido nada de apasionante si… Porque en fin, ¿por qué un cineasta sin empleo y agobiado de deudas dilapidaba una pequeña fortuna con la vaga esperanza de volver a encontrar un abrigo de piel que le saldría carísimo?

Antes de despedirse de Torrence para ponerse a trabajar, Emilio suspiró:

—Creo que hubiera sido mejor que me hubiera dejado en París.

—Barbet está allí.

¡Sí que era inteligente! ¡Barbet, con su cara de perro mal peinado y su silueta de comisario de pueblo, inquiriendo en los ambientes de la gente de cine! ¿Por qué no, Barbet invitado a comer en el Elysée?

—Buena suerte, jefe…

Y Emilio entró en un primer hotel y levantó cortésmente el ala de su sombrero.

—Perdone, señora cajera. ¿No tendría por casualidad, entre sus inquilinos, a un caballero de treinta y cinco años aproximadamente, que lleva en la mejilla izquierda una gran mancha color de hez de vino?

La buena mujer lo miró preguntándose si hablaba en serio.

—¿Por qué quiere usted que mis inquilinos tengan una mancha de vino en la cara? —exclamó con un sabroso acento belga—. ¿Es una broma? Vaya una vez a ver el café antiguo, y verá usted quién tendrá la mancha de vino.

Emilio salió suspirando, borró un nombre de hotel en su libreta y, cien metros más lejos, penetró en otro hotel.

—Perdón, señor, por casualidad…

¡Bah! ¡No quedaba más remedio que continuar pacientemente en espera de que los mejillones o las papas fritas quisieran dejarse digerir!

II

Hacía cuatro días que Torrence y Emilio estaban en Bruselas, y, para ser sinceros, se ha de confesar que aquella estancia en la capital belga no contribuía en modo alguno a aumentar su prestigio.

—Puesto que ese Frécourt se empeña… —refunfuñaba Torrence, que pasaba de una digestión penosa a otra—. No fuimos nosotros quienes insistimos para venir aquí. ¡Al contrario! Sin contar con que no hay razón alguna para que el hombre de la mancha de hez de vino se haya quedado en Bruselas… puede estar en cualquier otro sitio a estas horas… En fin, esta mañana me han indicado un pequeño restaurante únicamente conocido por los aficionados, cerca de la pescadería…

Era inaudita la cantidad de restaurantes maravillosos que la gente se daba el maligno placer de indicarles, la cantidad de platos del país que no podían dejar de probar.

—¿Cuántos hoteles le quedan, jefe?

—Treinta… ¿Y a usted?

—Veintitrés… Después podremos seguir buscando en los cafés.

Siempre, cierta cerveza fuerte que en ellos se vendía tenía algo que ver con la euforia de los dos hombres de la Agencia O. Barbet había telefoneado. Sus informes no aportaban ninguna luz al asunto.

—Vea, jefe… La joven Nathalie Brécourt es legalmente la esposa de su marido… Pero, en el mundo del cine, todos sabían que ella era la querida de Wermster. El marido no puede ignorarlo… Ha sido siguiendo la pista del visón a contrapelo, es decir, remontando hacia su origen, como lo he descubierto. En efecto, fue Elie Wermster quien pagó los cuarenta mil francos del abrigo.

—¿No es el administrador de los «Films Mondia»?

—Exactamente… Ahora, que yo también estoy un poco enterado de cine, y puedo informarle acerca de eso. Antes de dos meses, los «Films Mondia» se verán en la necesidad de declarar su balance… Oiga, jefe, no lo oigo mucho…

La verdad es que Torrence y Emilio, en la estrecha cabina telefónica, se parecían más a Laurel y Hardy después de algunos combinados que a los grandes jefes de la Agencia O.

—Bueno, Barbet… Continúe.

—¿Continuar qué?

—Lo mismo.

Una hora más tarde, seguían recorriendo la serie monótona de los hoteles de todas clases y, a las cinco, Emilio, que había terminado con su lista, se dejó caer con satisfacción en el profundo sillón de un cine de la calle Neuve.

Primero, fue la película lo que le interesó. Luego, los manejos de un caballero que estaba sentado delante de él. Aquel caballero, que era difícil de examinar en la oscuridad y que por el momento no era más que una silueta muy confusa, se obstinaba en deslizar la mano a lo largo de las piernas de su vecina.

Esa vecina, con una obstinación no menos igual, cogía aquella mano y la depositaba encima de las rodillas de su propietario.

Otro se hubiera dado por avisado. No habían transcurrido dos minutos, y el caballero volvió a empezar con más ahinco.

—Haga el favor —murmuró ella, primero.

Luego, al cabo de diez minutos y una docena de asaltos rechazados:

—Si vuelve a empezar, grito…

A Emilio lo regocijaba asistir a aquella escena. ¿Volverá a empezar? ¿No volverá?… ¡Señores, hagan juego! ¡Quedan abiertas las apuestas!

En el mismo instante en que, a pesar de las amenazas más severas, el caballero avanzó una vez más la mano, un beso en primer plano unió a cuatro labios monstruosos en la pantalla, la palabra «fin» apareció y se iluminó la sala.

«Es linda, la señorita. Ha hecho bien, piensa Emilio, en no dejar que se propasara ese… ese…».

Y he ahí que Emilio abre los ojos desmesuradamente. Todo el mundo desfila hacia la salida y, en la fila paralela a la suya, Emilio acaba de percibir…

No cabe duda posible. El indecente caballero que ha estado a punto de promover un escándalo lleva, en la mejilla izquierda, una magnífica mancha color de hez de vino. Además, su traje gris chiné corresponde muy exactamente a la descripción que Angèle dio de la ropa del seductor…

—Dispense, señor…

Están en la calle. Es todavía de día.

—El señor Dieudonné, ¿verdad?

—No lo conozco a usted —replica el otro, desconcertado.

—No obstante, somos antiguos amigos… Si puedo darle un consejo, señor Dieudonné, es el de no tratar de escabullirse… Le aseguro que su interés está en aceptar la pequeña entrevista que deseo tener con usted.

—Usted, ya lo veo, es un parisiense, ¿verdad?

—Está usted en lo cierto… Estoy persuadido de que si quisiera llevarme a su domicilio…

—Entonces, tendremos que ir a tomar el tranvía en la puerta de Namur.

¡Cuántas ideas falsas se pueden hacer sobre la gente! Al escuchar la relación de la apetitosa Angèle, uno se imaginaba a su timante bajo los rasgos de un hombre encantador, de facciones agradables, de palabra florida…

¡Ay! Es un individuo tan vulgar como apolillado, una especie de don Juan de arrabales pobres, con la chaqueta demasiado ceñida, la corbata demasiado encarnada, el pelo empapado de brillantina. ¡Y, por añadidura, tiene un acento increíble!

Debe decirse en descargo suyo, que toma con filosofía su situación, desagradable por lo menos.

—¡Es lástima, de todos modos! —se limita a observar—. Es la hora en que tenía que jugar una partida de cartas con unos amigos bebiendo un vaso de aguardiente.

De la puerta de Namur, el tranvía, que va abarrotado, los lleva a un lejano suburbio y, allí, Dieudonné se dirige a una casa de habitaciones de alquiler que no figuraba ni en la lista de Torrence ni en la de Emilio.

—¡Soy yo! —anuncia, lúgubre, el hombre a la propietaria—. Liske no ha venido, ¿verdad?

—No, señor.

Dieudonné abre la puerta con su llave. Entran en un pequeño alojamiento nuevo que parece que acaba de salir de un bazar. Hay cromos en las paredes, un aparato de T. S. H. y, encima de la mesa, servilletas bordadas cubiertas de una infinidad de bibelots horribles.

—Es más íntimo que en el hotel, ¿no es verdad? Es lo que le decía siempre a Liske… Es menester lo que se necesita y yo prefiero dar cien francos más por mes, pero que sea limpio y que uno tenga la impresión de estar en su casa… ¿De modo que, así como así, usted es de la policía?

—Tal vez haríamos mejor empezando por lo principal… Es posible que si usted me entregara el abrigo de visón que robó…

—¿Aquella mujerzuela ha dicho que yo lo había robado? Ya sabía bien que tenía mala educación. Se había empeñado en que me casara con ella… Yo ya lo estoy desde hace tres años con Liske… ¿No conoce usted a Liske? Esa es una mujer guapa, ¿sabe usted, señor?… Mire…

Y le enseñó un retrato en un marco, el retrato de una flamenca gorda y rosada de veinticinco o treinta años.

—¿Liske estaba con usted en París?

—Claro que sí, señor.

—¿Y de qué vivían los dos?

—¿De qué vivíamos?

Es astuto, vulgarmente astuto. Trata de ganar tiempo. Emilio ya lo ha juzgado. Es un pequeño estafador de pocos vuelos, justo para arrebañar los ahorros de las criadas demasiado crédulas.

—¿Quién tuvo la idea del abrigo?

—Fue Liske.

Pronto se arrepintió de aquel grito del corazón.

—¿Liske, sabiendo que Angèle, su querida, tenía una patrona que poseía un abrigo de visón, tuvo la idea de…?

—Es natural, ¿no es verdad, señor? Las mujeres son unos seres que no piensan más que en los vestidos…

—¿Sabía usted que el abrigo valía más de cincuenta mil francos?

—No me preocupé de ese detalle.

—¿No conocía al señor Frécourt?

—Jamás le fui presentado.

—Trate de ser más preciso.

—Claro que me informé un poco acerca de él… A uno le gusta saber con quién se frecuenta.

—Sobre todo, usted tenía deseos de saber lo que Angèle podía robar por su cuenta en el apartamento de su dueño…

Dieudonné se calla, reprobando, juzgando sin duda que aquel parisiense es un mal educado.

—Usted se dio cuenta solamente de que el visón tenía un valor… Obtuvo que su querida se lo pusiera una noche y no vaciló en hacerle una escandalosa jugarreta… He podido comprobar antes en el cine que esa clase de comedias no le disgustan…

—¡Yo tengo temperamento, señor! Cuando veo a una chica guapa…

—Sin duda su otra amante, Liske, con la que vive hace tres años, lo esperaba no lejos de allí…

—En la estación del Norte… —confiesa Dieudonné, a quien, decididamente, no es fácil sacar los secretos.

La Agencia O no creyó jamás en aquel asunto. No se embarcó en él sino obligada y por fuerza. ¿No tenía razón? ¡Tantos esfuerzos para llegar a aquel timador de pocos vuelos que se cree obligado a sacar una botella del bufete y a ofrecer con gracias vulgares una copa de ginebra a Emilio!

—¡Sí, hombre, sí! Eso hace bien, ¿sabe?…

Un detalle le causa placer a Emilio. Cuando discutió con Torrence, sostuvo que el ladrón había tenido necesidad de una cómplice. Precisaba, en efecto, pasar por la aduana. Un hombre con un abrigo de visón en su equipaje hubiera llamado la atención enseguida.

—Fue, pues, Liske la que pasó la frontera con el abrigo puesto…

—Sí, señor… Por otra parte, no hubiera cabido en mi maleta… Mírela… Ya había dentro mi traje nuevo, el que compré en las Galeries la semana pasada.

—¿Para seducir a Angèle?

Dieudonné ni siquiera comprende la ironía y murmura con satisfacción:

—Es menester lo que se necesita…

—¿Quiere ahora entregarme el abrigo de visón?

—Eso es precisamente lo que no puedo hacer… ¿Acaso no comprende lo que trato de explicarle desde hace una hora?… Liske, sin embargo, era una mujer asombrosa… Me amaba; y eso se lo puedo decir yo… Llegamos aquí, en donde ya habíamos vivido otra vez… El abrigo era un poco largo para ella, porque Liske es más bien gordita que alta. “Voy a recortarlo”, me dice. Y yo, que siempre he sido demasiado bueno, me fui a la Porte de Namur a jugar mi partida… Cuando volví, nada de Liske… Espero… Me voy al restaurante de la esquina, donde comemos; no hay más Liske allí que en la palma de mi mano… Yo…

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —se informa Emilio.

—Tres días… Ahora, usted puede en todo caso pedir mi extradición, como ustedes dicen. ¿Qué es lo que yo hice?… ¿Quién le cogió el abrigo a su dueña?… ¿Quién fue que…?

—¿Qué sabe de Liske?

—Pero, señor, yo…

Se sorprende de pronto.

—¿Lo que yo sé? ¿Lo que yo sé?… Pues bien, una tarde me bebía una copa fuerte en la estación… Ella bebía otra en otra mesa… Le guiñé un ojo… Me respondió de la misma manera… Y fuimos…

—¿Qué más?

—Lo de siempre… Nos juntamos… Ella me gustaba… Yo le gustaba…

—¿Siguió ella con su oficio?

—No tenía oficio propiamente dicho… Le ocurría a veces, que hacía amistad con algún caballero generoso, pero no vaya a creer que…

Aquello era apenas un trabajo para un debutante de la Policía Judicial. Una parejita indecente. Especialidad de los alrededores de las estaciones, donde los clientes son más bobos que en otros sitios. Liske debía distraer con bastante habilidad las carteras y, si era necesario, amenazar a los hombres casados con un escándalo. En cuanto a su amante, el lindo Dieudonné, este corría los bailes frecuentados por criaditas y llegaba a sacar un beneficio.

—¿No la ha vuelto a ver? ¿No tiene noticia alguna de ella?

—Como que hasta se llevó mi alfiler de corbata ornada con un rubí…

Emilio juzgó inútil preguntarle de dónde procedía aquella alhaja de mal gusto.

—Resumo. Desde hace tres días, Liske, de la cual este es el retrato, ha desaparecido con el abrigo de visón… Usted no sabe nada de ella. Supongo que la ha buscado sin poderla encontrar…

—¡Eso es! —suspiró Dieudonné con pesadumbre en el corazón—. Exactamente como usted dice…

 

—¡Bueno! —gruñó Torrence, que acababa de pedir comunicación con París—. Va a darnos la orden de cesar de hacer gastos. Se ha terminado esa vida de sátrapa y no por cierto demasiado pronto porque tengo la sensación de que no soy más que un estómago.

Unos instantes más tarde le explicaba a Gastón Frécourt la situación, y concluía:

—Como usted ve, señor, el asunto sigue el curso más trivial que pueda darse. La querida del ladrón roba a su vez el abrigo… Sí, en rigor, era posible volver a encontrar entre los centenares de millares de habitantes al hombre de la mancha de hez de vino, yo creo que… ¿Cómo dice?

Mirando a su jefe, Emilio comprendió que la cosa no iba bien.

—Evidentemente… Pero si… Ciertamente… Podemos, como usted dice, solicitar la colaboración de la policía belga… Tenemos, en efecto, el retrato de la tal Liske… Pero en Bélgica hay numerosas ciudades, y en cada una de ellas cierto número de casas donde alquilan habitaciones más o menos discretas, sin contar los barrios reservados y los… ¿Cómo dice usted?… Los gastos, señor… Podría decirle que galopan y este abrigo de visón se expone, a tal paso, a costarle más caro que si… ¿Dispense?… Como usted quiera… Yo lo decía porque… Bien… No, no tenemos todavía necesidad de nuevos fondos, pero, en cuanto… ¡Buenas noches, señor!…

Torrence, con los ojos desorbitados, salió de la cabina y, para desahogarse, porque lo necesitaba, pegó un puñetazo en la mesa.

—¡Si llegara a entender algo de todo esto!… ¿Sabe usted lo que acaba de decirme?

—¡Que continúe, pardiez!

—Y ha añadido: «…aunque sus pesquisas tengan que costarme cien mil francos, hago de ello una cuestión de honor…». ¡No veo qué honor se puede poner en un abrigo de visón pagado por el amante de su mujer!… Si no fuese porque no tenemos nada que hacer en París en este momento…

—¿El gran juego, pues?

—¡El gran juego!

¡Nada agradable! Siempre el mismo trabajo de debutante, indigno de los ases de la Agencia O. Conversación de más de una hora, al día siguiente por la mañana con el director de la Seguridad belga. Este pulsó un timbre eléctrico y llamó al jefe de la policía de higiene pública.

Se busca el expediente de Liske, que se llama en realidad Elisabeth Van Overkamp y que nació veinticinco años antes en los suburbios de Amberes.

Solo figuró accidentalmente en los registros de las mujeres de la vida, porque es una astuta que supo siempre salvarse y encontrar entre los caballeros ancianos un fiador.

—¿Será fácil de encontrar? —pregunta Torrence en tanto que Emilio ha vuelto a recobrar su aire humilde de empleado modesto.

—Ello dependerá de… Enviaremos, por si acaso, su retrato a todas las policías… Esta noche empezará a publicarse en los diarios…

—¿No cree usted que se podría también visitar a las revendedoras de vestidos y a los peleteros? Es posible que para procurarse dinero…

—No es mala idea, esa, ¿sabe usted?

Y he ahí a toda la policía belga en movimiento, porque un cineasta con monóculo instalado en una terraza de los Champs-Elysées se obstina en recuperar un visón que ni siquiera ha pagado y del que haría mejor no haciendo hablar mucho.

¡En fin!

—Si puedo darle una idea —dice el jefe de la Policía de Higiene Pública— es la de buscar por el lado de Amberes… Esa mujer ha debido ser bastante prudente para irse de Bruselas. Después de Bruselas, Amberes es la ciudad en la que tiene más probabilidades de ocultarse… Sin contar con que, si quiere vender el abrigo de visón…

¡Ah! Frécourt lo ha querido… Peor para él y para su dinero… Torrence y Emilio, en un suntuoso vagón salón, se dirigen a Amberes y se alojan en el mejor hotel de la ciudad.

—Sobre todo, nada de mejillones —dice Emilio—. Pero me han hablado de una especialidad de anguilles au vert

—¡Porquerías!… —replica Torrence—. Las anguilas se parecen a las serpientes… Pero me han indicado una casa donde hacen los rognons au madère de un modo que…

No comerán ni mejillones, ni riñones, ni anguilas. Apenas acaban de lavarse un poco y de bajar al salón del hotel cuando el portero se precipita.

—El jefe de Policía de Bruselas pide que lo telefoneen enseguida.

Al alto funcionario belga no le disgusta mostrar a los franceses los puntos que calzan en su país.

—Ya se encontró a su Liske —anunció con voz suave.

—Dispense… ¿Está en Bruselas?… El abrigo…

—No es precisamente eso… Ya verán; hay métodos administrativos que a veces tienen cosas buenas… En caso de desaparición… Pero ustedes saben eso como yo… Las estaciones, los aeródromos y los puertos… Se hubiera podido suprimir de la lista a los aeródromos dado la calidad de la gente que… ¡Diga!

—Lo escucho…

—Pues bien, no… El inspector encargado de interrogar al personal del aeródromo de Evere me acaba de telefonear. Al día siguiente del robo cometido en perjuicio de su amante, si se puede llamar robo a lo que dado que… En una palabra… El día siguiente por la mañana, Liske se embarcó en Evere en el avión que hace el servicio regular de Ámsterdam…

—¿Y el abrigo?

—El inspector se informó. El empleado que se ocupó de ella se fijó en el abrigo de visón que llevaba. Hasta le hizo la reflexión de que la estación estaba muy avanzada para llevar aún abrigo de pieles.

Emilio fue a desplomarse en una de las profundas butacas del salón. ¡Aquello ya no le interesaba! ¡Aquello se convertía en una lata!

—Diga, jefe, ¿qué hacemos?

—Acabo de llamar por teléfono a París.

París era aquel individuo del monóculo que… No estaba en su casa, sino en el Fouquet’s. Es de creer que la gente de cine no puede trabajar más que en un restaurante de lujo.

—¿Ámsterdam? Pero veamos; si es evidente, mi querido amigo… Tome el avión usted también… ¿Qué dice?… ¿Que tiene un tren esta misma tarde? Pues tome el tren… Haga lo que tenga que hacer… Si necesita dinero, mañana le remitiré un giro redactado en florines…

Emilio, que había cogido el segundo auricular, hizo signo a Torrence de que se callara. Oyó, en efecto, al otro extremo de la línea, una segunda voz, más apagada. Adivinó:

—Ofrézcale…

Era fácil de comprender que había una segunda persona en la cabina telefónica del Fouquet’s. Esa otra persona, ¿era Elie Wermster, el amante de Nathalie Frécourt? ¡Probablemente sí! Solo él podía procurar los fondos para tal empresa, puesto que Frécourt no había pagado todavía el último recibo del alquiler de su casa y cada día recibía la visita de un alguacil…

—Ofrézcale… veinte… treinta… no sé…

—Déjeme hacer.

Habían puesto la mano encima del auricular, pero el sonido pasaba de todos modos.

—¡Oiga, mi querido amigo!

Torrence hubiera podido responder que no era amigo de aquel caballero. ¿Pero, para qué?

—¿Me oye usted?… Puedo decirle desde ahora que, además de sus gastos y de sus honorarios habituales, habrá una prima de quince mil francos.

—¡Crápula! —refunfuñó Emilio.

—De modo que Ámsterdam, ¿no es eso? Alójense en el Carlton… Una persona que está junto a mi en este momento y que conoce muy bien Ámsterdam me dice que estarán allí a las mil maravillas.

¿Es que se habían conjurado para hacerles correr hasta el fin del mundo en la búsqueda de un visón fantasma?

—Pero ¿por qué, pardiez?… ¿Por qué? —voceó el bueno de Torrence, cuyos enfados eran terribles—. Si alguna vez me doy cuenta de que esos buenos mozos se han burlado de mí…

—Démonos prisa, jefe… Parece que hay un coche-restaurante en el tren, lo cual nos pondrá de acuerdo acerca de nuestro menú: bocadillos de la reina, ternera con guisantes, queso, helado y fruta… ¡Segundo servicio! ¡Al tren, señores viajeros!…

III

Aún aquel día, a las ocho de la mañana, Torrence y Emilio hubieran dado todo lo del mundo para desentenderse de aquel estúpido asunto y regresar a París. Ámsterdam, no obstante, les ofreció, cuando se despertaron, su aspecto más sonriente, y un sol delicioso realzaba el delicado color rosa de sus edificios. Al pie de sus ventanas, unas barcazas, impelidas por perchas, se dirigían lentamente al mercado de las flores y era un espectáculo encantador el de aquella multicolor floración que se deslizaba por los canales.

—¿Vamos a ver al jefe de Policía? —suspiró Emilio.

—No podemos hacer otra cosa.

Como en Bruselas, fueron muy bien recibidos por un funcionario flemático que se empeñó en demostrarles, pulsando incontables botones y utilizando media docena de teléfonos que embarazaban su mesa, que la policía neerlandesa podía soportar la comparación con la Sûreté de París.

—¿Dicen que esa Liske llegó de Bruselas en avión?… Desde el campo de aviación es imposible venir a la ciudad sin tomar un taxi… A esa dama, pues, se la vio… Por consiguiente…

Primera llamada telefónica.

Después de la cual el jefe de policía no dejó de sorprender al mismo Emilio por su perspicacia.

—Ustedes afirman que el abrigo fue robado en París… De París llegó a Bruselas, poco importa por qué vía… De Bruselas, helo aquí en Ámsterdam… No es probable que la mujer decida pasar el resto de su vida en nuestra capital, donde la Policía es particularmente severa con las personas de su especie… Por otra parte, es raro que los malhechores prosigan su ruta hacia el norte… Yo supongo, señores, que ustedes comprenden por qué… A medida que se avanza hacia el norte, la población es menos densa y como los extranjeros, a los que nada atrae, son más escasos, se les localiza pronto… Pues si esa dama vino a Holanda cuando podía abrigar la esperanza de pasar desapercibida en la multitud bruselense, hay probabilidades de que fuese para embarcarse… ¿Me permiten ustedes?

Segunda llamada telefónica. Cuando vuelve a colgar, el jefe está satisfecho y se acaricia las mejillas, que son del mismo color rosado que los ladrillos de su país.

—El Astoria, que viene de Hamburgo y se dirige a la América del Sur, hace escala esta noche, precisamente a las once, en Rotterdam…

Hace ya algún rato que Torrence trata en vano de tomar la palabra, pero el funcionario está tan contento de sí mismo, que cada vez le impone silencio con un gesto de la mano. Torrence, no obstante, acaba de decir:

—Todo eso sería muy bonito y yo seguiría con gusto su razonamiento si se tratara de un robo importante… Pero no olvide que no se trata más que de un abrigo de visón… Todo lo más llegará a revenderse por unos treinta mil francos… No veo que eso valga la pena para huir a América del Sur y para…

Emilio, súbitamente, le tira de la manga, y Torrence se pregunta por qué. Torrence se sorprende aún más cuando ve a su colaborador que se dirige hacia la puerta.

—¿Me permite usted, jefe? Tengo que hacer algo urgente en el hotel… Allí me encontrará.

Y, saltando a un tranvía, Emilio repite la frase de Torrence, que ha despertado en él todo un mundo de ideas:

«No creo que eso valga la pena para huir a América del Sur y para…».

¿Es una casualidad? En el momento en que entra en el Carlton, tiene la impresión de que un viajero recién llegado, inclinado en el mostrador de recepción, pronuncia el nombre de Torrence. No se preocupa. Tiene prisa por telefonear a París. Llega a obtener la prioridad y unos minutos más tarde Bartet está al otro extremo de la linea.

—He intentado ya telefonearle tres veces —le dice Barbet—. ¿Recibió usted mi telegrama?

—Todavía no… Oiga, Barbet. Quisiera saber con urgencia si alguno de nuestros pájaros se ha ido de París…

—¿Y usted no ha recibido verdaderamente mi telegrama?… Entonces, eso sí que es tener vista o yo no entiendo nada. Le hacía saber, precisamente, que nuestro Elie Wermster, ¿sabe usted?, el amante de la dama, salió anoche en un coche grande… imposible seguirlo en taxi, y mucho menos con el cacharro de la Agencia O.

—¿Y los otros dos?

—Siguen en la calle de Berry. Me imagino que no saben todavía que su amigo emprendió el vuelo. ¿Qué debo hacer ahora?

—Nada… Esperar.

En el momento en que Emilio sale de la cabina alguien se le acerca, alguien cuyas facciones corresponden bastante bien al nombre de Elie Wermster y cuyo acento es frecuente en el mundo del cine.

—Creo que es usted el empleado de la Agencia O…

—Sí, señor Wermster.

—¿Me conoce usted?

—Adivino… ¿Así, pues, salió usted anoche de París en auto para venir a nuestro encuentro en Ámsterdam?… ¿No está demasiado fatigado?

—No mucho… Quisiera ver enseguida a su jefe.

—El señor Torrence está en este momento con el jefe de Policía.

La contrariedad se refleja en las facciones del señor Wermster.

—¡Dios mío! ¡Qué enojoso es eso!… Yo esperaba llegar a tiempo… Con esa tonta historia vamos a remover a toda la policía del mundo, como si se tratara de un caso sensacional…

—Precisamente eso es lo que le repetimos desde el principio a su excelente amigo Frécourt.

—Frécourt es un tonto.

—¿De veras?

—Ayer, después de la llamada telefónica, medité. Creo que ahí entra el señor Torrence.

Era, en efecto, Torrence, que se detuvo, desconcertado, ante el cineasta.

—El señor Elie Wermster —anuncia Emilio—. El señor Wermster ha viajado en auto toda la noche para venir a decirnos que, habiendo reflexionado, es exagerado hacer tanto ruido alrededor de ese asunto… O me equivoco mucho, o el señor Wermster va a pedirnos que tengamos la bondad de tomar el primer tren que salga para París.

Mejor que eso aún. El judío saca el reloj de su bolsillo.

—Dentro de una hora, tienen ustedes un avión… Es menos fastidioso que el ferrocarril… Naturalmente, ustedes lo pondrán en la nota de gastos…

—Es lamentable… —suspira Torrence.

—¿Por qué?

—El jefe de Policía, que es un hombre encantador, acaba justamente de invitarme a comer esta noche. He aceptado. Sería muy incorrecto, ahora, sobre todo cuando nada nos llama a París, que le fallara y…

—Perdone. Hay algo que los llama.

—¿Ah?

—Sí, hombre… Tengo justamente que encargarles una misión importante. Llevo en mi equipaje documentos que cogí por error y que es absolutamente necesario entregar antes de esta noche al señor Frécourt… Son papeles de negocio, ¿comprende? Voy a darle esos documentos y usted tomará el avión que…

—Desgraciadamente, es imposible, querido señor…

La impaciencia se marca en las facciones de Wermster, que hasta llega a dar golpes con el pie.

—Señores, me parece que se olvidan que están aquí por nuestra cuenta y que ya les hemos hecho un considerable anticipo.

—Es exacto… Usted insistió mucho para que nos decidiéramos a salir de París y a lanzarnos tras la pista del abrigo de visón.

—Pues bien, ahora yo les pido que vuelvan a París, y me parece que estoy en mi derecho…

No es la delicadeza lo que agobia al hombre del cine, y añade con graciosa insistencia:

—En suma, ustedes son aquí empleados míos. Yo tengo el derecho de darles órdenes.

—¡Ay!, no, señor Wermster… Y digo ¡ay!, por usted… Hasta añado que las órdenes somos nosotros quienes se las vamos a dar por mediación de la policía neerlandesa…

—No comprendo…

¿Acaso Torrence, que habla así, ha hecho los mismos razonamientos que Emilio y los dos hombres, sin haber cambiado palabra alguna, han llegado a la misma conclusión?

—Perfectamente, señor Wermster… Nos parece sospechoso, a mi colaborador y a mí, que se insista tanto en lanzarnos sobre la pista de un abrigo de visón y luego se adopte una insistencia mayor aún, que linda con la grosería, para enviarnos a París…

—Ustedes perdonen, señores… Las palabras, sin duda, han ido más lejos que mi pensamiento… La costumbre de los grandes negocios, ¿comprenden? Les ofrezco todas mis excusas si los he molestado. Está bien entendido que la cantidad de veinte mil francos que recibieron se doblará y que…

—Permita… tengo que telefonear…

Torrence desaparece en una de las cabinas. El señor Wermster se desconcierta bajo la mirada suavemente irónica de Emilio, que chupa su cigarrillo no encendido.

—¿Tal vez podría usted hablar a su jefe?

Y, diciendo eso con una mirada significativa, el judío ha sacado su cartera con un gesto más significativo aún.

—Figúrese usted que yo no tengo ninguna influencia sobre el señor Torrence… Está ocupado en este momento telefoneando a la policía neerlandesa. Le pide a esta que tenga la bondad de preocuparse por usted… El señor Torrence cree que sería muy instructivo saber lo que tan bruscamente lo ha hecho venir a Holanda, sobre todo con un equipaje importante…

—Mis pasaportes están en regla, sépalo, y, si es preciso, haré intervenir a personalidades…

—… de guardarropía —soltó Emilio, que tenía esos arranques de travesura—. Y bien, jefe…

—Dentro de algunos minutos llegará un comisario para interrogar al señor Wermster y examinar sus documentos…

—¿Saben ustedes, señores, cómo se llama lo que están haciendo?… Un abuso de confianza… Y no felicito a la Agencia O. Ustedes están a mi servicio… Soy yo quien paga… Y en esas condiciones, tenía el derecho de esperar que por su parte…

 

—Y bien, señor comisario…

Emilio y Torrence no se sienten muy ufanos. Hace cerca de una hora que el comisario de policía subió al apartamento del señor Wermster, en el Carlton, en su compañía.

—Sus papeles están en regla… Raramente he visto un pasaporte tan en regla como el suyo. Imagínese que ese señor tiene visados valederos, aún recientes, por lo tanto, para media docena de países, comprendidos los Estados Unidos y la República de Panamá…

—¿Y su equipaje?

—Si presenta una queja se nos fastidiará sin duda, porque hemos cometido, en cierto modo, un abuso de autoridad. Su equipaje no contiene más que trajes, que salen todos de los mejores sastres de Londres y de París, ropa blanca de seda con sus iniciales y algunos bibelots de valor cuyas facturas posee… En una palabra, que no podemos hacer nada contra él… Señores, solo puedo recomendarles una extremada prudencia…

Emilio y Torrence, que se quedan solos en el salón, se miran un poco como se miraban en la terraza del Metropole, en Bruselas, pero ya tienen ganas de soltar la carcajada a la manera de los antiguos augures.

IV

–No, cantinero, nada de whisky. Puesto que estamos en Holanda, quiero beber alcohol holandés.

—Entonces, ginebra, señores… ¿Con un poco de limón?

Solo después de la segunda copa, ¡la verdad es que son pequeñas!, Emilio comienza:

—Anoche el señor Elie Wermster se encontraba en la cabina telefónica del Fouquet’s, en los Champs-Elysées, acompañado de su amigo Frécourt. Ignoraba todavía que el visón había sido robado por una tal Liske y, verosímilmente, que ella se lo había llevado a Holanda. Sígame bien, jefe. Nosotros le comunicamos esa noticia… Le proponemos abandonar el asunto para dejar de hacer gastos. Ahora bien, en ese momento, Frécourt insiste… Quiere absolutamente que partamos por las vías más rápidas a Ámsterdam. ¿Por qué una o dos horas más tarde cambia de opinión, cierra sus maletas y toma su coche para venir aquí a ordenarnos que volvamos a París? Barbet afirma que no se ha encontrado con nadie y que no ha recibido ningún mensaje salvo el nuestro.

Emilio pide una tercera copa.

—Pues bien, creo que voy a responder a esa pregunta de una manera satisfactoria… Wermster es un internacional que, durante su vida, ha franqueado regular y fraudulentamente un cierto número de fronteras… Espera tanto tener que franquear otras, que su pasaporte lleva por anticipado algunos visados de los que cuestan obtener en el último momento. ¿Se acuerda, jefe, del razonamiento del jefe de Policía neerlandés? ¿A qué condujo aquel razonamiento de hombre entendido en la materia?

Y Torrence respondió dócilmente:

—A una llamada telefónica a una compañía de navegación.

—Pues bien, yo apuesto a que Wermster, él también, telefoneó a una compañía de navegación… Por otra parte, voy a hacer exactamente lo mismo, y sabremos si mi razonamiento se mantiene en pie, o si…

Un botones le pide la comunicación con la compañía a la que pertenece el Astoria. La conversación es larga, difícil. Cuando regresa, Emilio sonríe de una manera harto elocuente.

—Gané, jefe… Es usted quien pagará la ronda y voy a beber otra copa… De momento, vacilaban en responderme… La gente de aquí es de una desconfianza inaudita… ¡En fin!… Ha sido una suerte que las oficinas de las compañías de navegación permanezcan abiertas la noche que precede a la salida de paquebotes… Ignoraba, por otra parte, ese detalle. La central telefónica, a la que he hablado del jefe de Policía, me ha revelado enseguida que, anoche, el mismo número de París, “Elysée 64.37”, que es el número de Wermster, ha pedido tres comunicaciones una tras otra con Ámsterdam. Se trataba de tres compañías de navegación. Las dos primeras no han respondido… La tercera declaró que el Astoria zarparía esta noche de Ámsterdam para América del Sur.

“Wermster estaba, pues, informado… Como el jefe de Policía, sacó la conclusión de que la ladrona del abrigo de visón trataría de embarcarse a bordo del Astoria. Inmediatamente coge su auto, llevándose todo lo que posee de más precio. La que pondrá una cara rara, esta mañana, será la joven Nathalie Frécourt. No es eso todo, jefe… La compañía en cuestión me confirma que Wermster ha retenido un camarote de primera clase a bordo del Astoria. ¿Comprende usted, ahora, por qué ese caballero ya no tiene deseos de la presencia de la Agencia O?

“Cuando no tenía esperanzas de salir de apuros, nos llamó a nosotros… Necesitaba que lo ayudaran por lo complicado del asunto… Y, en efecto, somos nosotros los que descubrimos al hombre de la mancha de hez de vino, y luego la pista de Ámsterdam… A partir de aquí, él ya está en su terreno… Ya no le servimos para nada… Nos exponemos, por lo contrario, a ponerle la zancadilla… Y he ahí por qué no vacila en ofrecernos una prima doble si aceptamos regresar bonitamente a París y ocuparnos de lo que nos incumba…”

Torrence exhala un profundo suspiro.

—¿No le gusta mi razonamiento?

—Es astuto —murmura Torrence…—. Pero sigo sin ver cómo un abrigo de visón de cuarenta mil, o aunque fuese cien mil francos, puede provocar tales idas y venidas, y…

—Vámonos a almorzar, ¿quiere? Ya me he informado acerca de las especialidades de aquí.

—¡Sobre todo, ni papas fritas ni mejillones!

—Hay un pequeño restaurante cerca del puerto en el que solo se sirve pescado y donde, al parecer…

En el momento de pagar las consumaciones, Torrence dirige una mirada inquieta a su colaborador, porque comprueba con estupor que Emilio se ha bebido cinco copas de ginebra.

V

–Sí, jefe, la mujer vendrá. La policía ha sido lo bastante discreta para no intimidarla aunque esté sobre aviso… ¿Y por qué estaría sobre aviso?… Está persuadida de que nadie, salvo cierta persona que se encuentra en París, está al corriente de su secreto…

—¿Qué secreto?

—Ya lo sabrá luego… ¿A usted, ese embarco, no le produce ganas de viajar?

Están los dos en la estación marítima de Rotterdam. Un tren especial ha traído a cierto número de viajeros y las grúas no cesan de izar, en inmensas redes, toneladas y más toneladas de equipaje y hasta automóviles. Tal es el caso del señor Wermster, que ha traído su coche, un doce cilindros que unos marineros están ocupados en arrimar sólidamente en la cala. El señor Wermster, al pasar frente a los dos hombres de la Agencia O, ha evitado saludarlos.

—Con tal de que no se haya desembarazado del abrigo de visón —suspira Torrence.

—Estoy seguro de que no. Le es demasiado útil.

—No comprendo… Sin contar con que tendrá que pagar derechos de aduana.

—¡Justamente!

Torrence empieza a comprender. Emilio está como pez en el agua, pero aquel día se había revelado tan aficionado a la ginebra que su jefe no deja de inquietarse por su buen equilibrio.

El jefe de policía de Ámsterdam ha enviado a uno de sus mejores colaboradores, quien, de paisano, se mantiene como un simple empleado al lado del hombre encargado de comprobar los pasaportes.

Aquello ocurre a bordo. Elie Wermster se encuentra ya allí. Escogió uno de los mejores camarotes del puente superior y ahora se pasea por los alrededores de la pasarela fumando un gran cigarro.

En principio está a salvo. Sus papeles han sido escudriñados en vano. Su equipaje ha sido examinado más minuciosamente de lo normal.

Las diez… Las diez y media…

Los dos hombres de la Agencia O están en tierra. Se pasean por el cobertizo de la aduana y por los muelles. Por fin se detiene un taxi.

Una joven morena en demasía, tanto más cuanto que su tez es la de un Rubens, se apea, atareada, con un solo baúl comprado recientemente. Lleva un abrigo de visón.

Ojeada a los aduaneros, que han recibido instrucciones. ¡Cerca de ellos, Torrence fuma su pipa! Emilio chupa su cigarrillo sin encender, con el aire más inocente posible…

—¿Nada a declarar?

La mujer abre el baúl. Es un baúl que se ha comprado el mismo día y cuya cerradura no tiene aún la costumbre de abrir. Emilio se le acerca para ayudarla.

Dentro del baúl solo hay cosas nuevas, lencería fina, vestidos comprados en los grandes almacenes de confección. Ni una sola prenda que haya sido usada.

Se ve que Liske, después de haberse pasado horas en casa del peluquero, que la ha transformado en morena, ha recorrido los almacenes para proveerse de un ajuar. No ha mirado los precios. La ropa interior es de crespón de China. Hay doce pares de zapatos de gran lujo, a cual más chillón de todos.

—¿Lleva usted la factura de ese visón?

—¿Por qué? ¿Se necesita una factura?

—A menos que quiera pagar los derechos de aduana a plena tarifa…

—¿Cuánto?

El aduanero se entrega a un cálculo rápido, lanza una cifra, ella parece aliviada y abre su bolso, que está lleno de billetes de diez y de cien florines.

—Yo me pregunto —interviene entonces Emilio— si usted ha examinado bien ese abrigo…

Hasta entonces Liske ha intentado imitar el acento español. En aquel momento, ella se vuelve hacia Emilio, tan vivamente como si la hubiera picado una avispa, y exclama con el acento belga que ha vuelto a encontrar:

—¿Quién es ese?

Respondiendo al guiño que le ha dirigido Emilio, el aduanero se ha dispuesto a tentar el visón.

—Un instante, señora… ¿Quiere usted hacerme el favor de quitarse ese abrigo?

En la oscuridad se percibe la silueta de Wermster en el puente del Astoria.

¡Pobre Wermster, lo que debe de sufrir!

—Aquí tiene unas tijeras que servirán perfectamente… —añade Emilio ofreciendo un par de tijeritas de bordar.

Entonces el aduanero, concienzudamente, empieza a descoser el forro. Al cabo de unos instantes, se comprueba que se han colocado bolsillos debajo de él, y que de esos bolsillos son billetes de banco norteamericanos lo que sale.

El administrador de la aduana se ha acercado y cuenta a medida que se van sacando. Cuenta en florines. Emilio traduce en francos.

—¡Seiscientos mil francos, jefe! —exclama cuando finalmente el forro parece vacío.

—¡No he sido yo! —se lamenta Liske cándidamente.

—¡Pardiez!…

—Ni siquiera sabía que estos billetes…

—¡Ay, sí, mi pobre Liske…! Usted no lo sabía cuando su amante robó ese abrigo a una criadita de París llamada Angèle, que lo había cogido por una noche a su señora… Pero una vez en los arrabales de Bruselas, cuando usted quiso acortar el abrigo, descubrió el pastel…

—¡Torrence!

En efecto, se ha producido un pequeño alboroto al costado del Astoria. Un pasajero, cuando ya está prohibido salir de a bordo, porque el buque se dispone a ponerse en franquía, se ha acercado a la pasarela.

—Solo un instante, señores… Una carta que he de echar al buzón que hay en el muelle…

—Un empleado se llevará todo el correo del buque…

—Permítame que baje un instante y…

Se ha escabullido. Se corre tras él. Torrence, súbitamente, en la oscuridad, deja caer su pesada zarpa encima de su hombro.

—¿A dónde va usted corriendo así, señor Wermster?

Emilio, entretanto, prosigue, dirigiéndose a Liske:

—Mientras se vive en apuros, ¿verdad?, y se ha de hacer el sucio trabajito de las estaciones, una puede contentarse con vivir en compañía de un Dieudonné. Pero cuando se descubre cerca de un millón de francos en billetes debajo del forro de un abrigo… El amor no resiste a tal fortuna… Se trata de huir lo más pronto posible, de poner tanto espacio como se pueda entre…

—¡Yo no he robado ese dinero! —jura Liske—. Ni siquiera sé de quién es…

Y Emilio declara a esos señores de las aduanas y de la policía neerlandesa:

—Es verdad.

Se vuelve hacia Wermster, traído por Torrence, y que se esfuerza por sonreír.

—He aquí el propietario de esta fortuna. Lo cual no quiere decir que le pertenezca.

—Ignoro lo que quiere insinuar. Yo regalé un abrigo de visón a mi querida, la señora Frécourt, y si esta o su marido…

—No, hombre, no, mi pequeño Elie… La prueba de lo contrario está en los visados de su pasaporte. Permítanme que resuma, señores, en espera del informe que mi jefe, el señor Torrence, dará mañana oficialmente a la policía neerlandesa:

“El señor Wermster es un hombre de cine, del cine malo, del que linda con la estafa. Dentro de pocos días su sociedad estará en liquidación judicial… Él lo sabía. Preveía ese final… y se previno a su manera… Estos últimos días, en efecto, hizo recobrar todas las disponibilidades. Esas sumas pertenecen en realidad a los acreedores. Pero el señor Wermster contaba con quedárselas para él y huir antes de que la acción judicial se promoviera. No lo perdían de vista. Pero tenía una querida… Esa querida poseía un visón que él le había regalado. Los billetes de banco… —el hecho de que sean dólares prueba la premeditación—, los billetes de banco, digo, se metieron en el forro del abrigo.

“A la hora 11, para hablar como los estrategas, el señor Wermster y su amante debían salir de Francia en busca de mejores cielos y dejando en los Champs Elysées al marido desconcertado. Eso era tan ingenioso que, en las aduanas, nadie pensaría en descoser el forro del abrigo. Ha sido necesario una de esas casualidades que no se prevén nunca: una criadita, enamorada de Dieudonné, seductor de baja estofa, y que toma por una noche el abrigo de su dueña. Dieudonné roba el visón sin sospechar su valor real.

“Huida a Bruselas. Su querida, al querer recortar el abrigo para ponerlo a su talla… ¡Imagínese el furor de Wermster cuando se entera de que toda su fortuna ha desaparecido! Nos lanza tras la pista, le parece menos peligroso dirigirse a la Agencia O que a la policía oficial. En cuanto obtengamos éxito, él intervendrá y le bastará con entrar otra vez en posesión del abrigo. Nosotros encontramos a Dieudonné, el hombre de la mancha color de hez de vino, pero su querida había huido con la hucha.

“Amberes… Ámsterdam… Como hombre del oficio, Wermster comprende que la mujer que ha encontrado aquella cantidad no dejará de tomar el primer paquebote que… Una vez a bordo con ella, está persuadido de que logrará impresionarla y que recobrará su fortuna. Y eso es todo, señores. El único error del señor Elie Wermster, cineasta y petardista internacional, fue el de tomar a los hombres de la Agencia O por imbéciles. ¿No es verdad, señor Wermster?”

Entonces este demostró toda su maestría.

—Yo no había visto jamás este abrigo —declaró—. Señores, si ustedes impiden que me embarque…

El Astoria lanzó dos largas pitadas de sirena. Se recogieron las pasarelas.

—Si ustedes me impiden hacer este viaje de negocios, lo cual me causará un perjuicio enorme, darán cuenta de ello ante los tribunales y… En todo caso, desde ahora no responderé a ninguna pregunta y escojo como defensor al letrado Weil-Levy, del Colegio de Abogados de París.

La pobre Liske no salía de su asombro. Haber recogido setecientos mil francos, sin hacerlo adrede. Haberse comprado, por fin, la ropa interior de seda que siempre había deseado tanto, ¡ay!. Y luego, en el último minuto, por culpa de aquel joven pelirrojo de las gafas ridículas…

—¡Eso sí que es no tener suerte!, ¿sabe usted? —exclama contemplando los artículos de lujo que todavía van saliendo de su baúl.

FIN


“Émile à Bruxelles”,
Police-Roman, 1941


Más Cuentos de Georges Simenon