En el año 356 antes de Cristo, y en Éfeso,
Eróstrato incendió el templo de Artemisa
para que su nombre nunca fuera olvidado
en sus días ni en las edades por venir.
Ese crimen estremeció a los griegos
y el rey ordenó que el nombre de Eróstrato
no fuera pronunciado ni recordado por nadie
en parte alguna del país,
cruelmente agredido en la fe y el fervor
hacia la diosa de la Naturaleza.
Murió Eróstrato, y entonces su presencia
fantasmal y secreta
se deslizó en las sombras,
penetró en la memoria de hombres y mujeres
e hizo su hogar en todos los hogares de Éfeso.
Los padres contaban a sus hijos
lo ocurrido en un tiempo que siempre regresaba,
y estos lo repitieron de año en año,
y así fue familiar de un mar a otro
el nombre abominable y la figura:
«Este era Eróstrato», decían,
«y quemó nuestro templo para ser de esta historia
y de todo lugar».
La prohibición duró, pues, pocos días:
la magnitud del daño y la obstinación que lo animara
fue más fuerte que todos los decretos,
y por obra de los mismos y sufrientes seguidores
de la adorable diosa,
Eróstrato consiguió su propósito,
y su nombre pervive en todas partes,
fue leyenda en las voces de una fama sombría,
leída en pergaminos y en minuciosos libros,
en diccionarios y en enciclopedias.
***
En mi país, el Palacio de Gobierno,
llamado La Moneda,
no era como el templo de Artemisa,
sino modesta réplica
de otros y lejanos edificios magníficos,
pero era el Palacio de Gobierno,
y también fue incendiado
por orden de un Eróstrato
ay!, cercano a nuestras vidas,
y a quien sus enconados enemigos y víctimas
recuerdan y execran
y tienen cada día en su memoria,
haciendo de su nombre
el Santo y Seña de su permanencia
en una aborrecida
casi inmortalidad.
(Septiembre 2015)
|