En provincia
[Cuento - Texto completo.]
Augusto d’HalmarLa vie est vaine; La vie est brève;
un peu d’amour, un peu d’espoir,
un peu de haine, un peu de rêve,
et puis “bonjour”. et puis “bonsoir”.
Tengo cincuenta y seis años y hace cuarenta que llevo la pluma tras la oreja; pues bien, nunca supuse que pudiera servirme para algo que no fuese consignar partidas en el libro Diario o transcribir cartas con encabezamiento inamovible: “En contestación a su grata, fecha… del presente, tengo el gusto de comunicarle…”
Y es que, salido de mi pueblo a los diez y seis años, después de la muerte de mi madre, sin dejar afecciones tras de mí, viviendo desde entonces en este medio provinciano, donde todos nos entendemos verbalmente, no he tenido para qué escribir. A veces lo hubiera deseado; me hubiera complacido que alguien, en el vasto mundo, recibiese mis confidencias; pero ¿quién?
En cuanto a desahogarme con cualquiera, sería ridículo. La gente se forma una idea de uno y le duele modificarla. Yo soy, ante todo, un hombre gordo y calvo, y un empleado de comercio: Borja Guzmán, tenedor de libros del “Emporio Delfín”. ¡Buena la haría saliendo ahora con revelaciones sentimentales! A cada cual se le asigna, o escoge cada cual, su papel en la farsa, pero precisa sostenerlo hasta la postre.
Debí casarme y dejé de hacerlo. ¿Por qué? No por falta de inclinaciones, pues aquello mismo de que no hubiera disfrutado de un hogar a mis anchas hacía que soñase con formarlo. ¿Por qué entonces? ¡La vida! ¡Ah, la vida! El viejo Delfín me mantuvo un honorario que el heredero aumentó, pero que fue reducido apenas cambió la casa de dueño. Tres ha tenido, y ni varió mi situación, ni mejoré de suerte. En tales condiciones se hace difícil el ahorro, sobre todo si no se sacrifica el estómago. El cerebro, los brazos, el corazón, todo trabaja para él: se descuida Smiles¹ y cuando quisiera establecerse ya no hay modo de hacerlo.
¿Es lo que me ha dejado soltero? Sí, hasta los treinta y un años, que de ahí en adelante no se cuenta. Un suceso vino a clausurar a esa edad mi pasado, mi presente y mi porvenir, y ya no fui, ya no soy sino un muerto que hojea su vida.
Aparte de esto he tenido poco tiempo de aburrirme. Por la mañana, a las nueve, se abre el almacén; interrumpe su movimiento para el almuerzo y la comida, y al toque de retreta se cierra.
Desde esa hasta esta hora, permanezco en mi piso giratorio con los pies en el travesaño más alto y sobre el bufete los codos forrados en percalina; después de guardar los libros y apagar la lámpara que me corresponde, cruzo la plazoleta y, a una vuelta de llave, se franquea para mí una puerta: estoy en “mi casa”. Camino a tientas, cerca de la cómoda hago luz; allí, a la derecha, se halla siempre la bujía. Lo primero que veo es una fotografía, sobre el papel celeste de la habitación; después, la mancha blanca del lecho, mi pobre lecho, que nunca sabe disponer Verónica, y que cada noche acondiciono de nuevo. Una cortina de cretona oculta la ventana que cae a la plaza.
Si no hace demasiado frío, la retiro y abro los postigos, y si no tengo demasiado sueño, saco mi flauta de su estuche y ajusto sus piezas con vendajes y ligaduras. Vieja, casi tanto como yo, el tubo malo, flojas las llaves, no regulariza ya sus suspiros, y a lo mejor deja escapar el aire con desalentadora franqueza. De pie ante el alféizar, acometo una serie de trinados y variaciones para tomar la embocadura y en seguida doy comienzo a la elegía que le dedico a mis muertos. ¿Quién no tiene los suyos, esperanzas o recuerdos?
La pequeña ciudad duerme bajo el firmamento. Si hay luna, puede distinguirse perfectamente el campanario de la parroquia, la cruz del cementerio o la silueta de alguna pareja que se ha refugiado entre las encinas de la plaza, aunque los enamorados prefieren mejor el campo, de donde llega el coro de las ranas con rumores y perfumes confusos. El viento difunde los gemidos de mi flauta y los lleva hasta las estrellas, las mismas que, hace años y hace siglos, amaron los que duermen en el polvo. Cuando una cruza el espacio, yo formulo un deseo invariable.
En tantos años se han desprendido muchas y mi deseo no se cumple.
Toco, toco. Son dos o tres motivos melancólicos. Tal vez supe más y pude aprender otros; pero estos eran los que Ella prefería, hace un cuarto de siglo, y con ellos me he quedado.
Toco, toco. Al pie de la ventana, un grillo, que se siente estimulado, se afina interminablemente. Los perros ladran a los ruidos y a las sombras. El reloj de una iglesia da una hora. En las casas menos austeras cubren los fuegos, y hasta el viento que transita por las calles desiertas pretende apagar el alumbrado público.
Entonces, si penetra una mariposa a mi habitación, abandono la música y acudo para impedir que se precipite sobre la llama. ¿No es el deber de la experiencia? Además, comenzaba a fatigarme. Es preciso soplar con fuerza para que la inválida flauta responda, y con mi volumen excesivo yo quedo jadeante,
Cierro, pues, la ventana; me desvisto, y en gorro y zapatillas, con la palmatoria en la mano, doy, antes de meterme en cama, una última ojeada al retrato. El rostro de Pedro es acariciador; pero en los ojos de ella hay tal altivez, que me obliga a separar los míos. Cuatro lustros han pasado y se me figura verla así: así me miraba.
Esta es mi existencia, desde hace veinte años. Me han bastado, para llenarla, un retrato y algunos aires antiguos; pero está visto que, conforme envejecemos, nos tornamos exigentes. Ya no me bastan y recurro a la pluma.
Si alguien lo supiera. Si sorprendiese alguien mis memorias, la novela triste de un hombre alegre, Don Borja. El del Emporio del Delfín. ¡Si fuesen leídas!… ¡Pero no! Manuscritos como este, que vienen en reemplazo del confidente que no se ha tenido, desaparecen con su autor. Él los destruye antes de embarcarse, y algo debe prevenirnos cuándo. De otro modo no se comprende que, en un momento dado, no más particular que cualquiera, menos tal vez que muchos momentos anteriores, el hombre se deshaga de aquel algo comprometedor, pero querido, que todos ocultamos, y, al hacerlo, ni sufra ni tema arrepentirse. Es como el pasaje, que, una vez tomado, nadie posterga su viaje.
¿O será que partimos precisamente porque ya nada nos detiene? Las últimas amarras han caído… ¡el barco zarpa!
Fue, como dije, hace veinte años; más, veinticinco, pues ello empezó cinco años antes. Yo no podía llamarme ya un joven y ya estaba calvo y bastante grueso; lo he sido siempre: las penas no hacen sino espesar mi tejido adiposo. Había fallecido mi primer patrón, y el Emporio pasó a manos de su sobrino, que habitaba en la capital; nada sabía yo de él, ni siquiera le había visto nunca, pero no tardé en conocerle a fondo: duro y atrabiliario con sus dependientes, con su mujer se conducía como un perfecto enamorado, y cuéntese con que su unión databa de diez años. ¡Cómo parecían amarse, santo Dios! También conocí sus penas, aunque a simple vista pudiera creérseles felices. A él le minaba el deseo de tener un hijo, y aunque lo mantuviera secreto, algo había llegado a sospechar ella. A veces solía preguntarle: “¿Qué echas de menos?”, y él le cubría la boca de besos. Pero esta no era una respuesta, ¿no es cierto?
Me habían admitido en su intimidad desde que conocieron mis aficiones filarmónicas. “Debimos adivinarlo: tiene pulmones a propósito”, tal fue el elogio que él hizo de mí a su mujer en nuestra primera velada.
¡Nuestra primera velada! ¿Cómo acerté delante de aquellos señores de la capital, yo que tocaba de oído, y que no había tenido otro maestro que un músico de la banda? Ejecuté, me acuerdo, El ensueño, que esta noche acabo de repasar, Lamentaciones de una joven y La golondrina y el prisionero; y solo reparé en la belleza de la principala, que descendió hasta mí para felicitarme.
De allí dató la costumbre de reunirnos, apenas se cerraba el almacén, en la salita del piso bajo, la misma donde ahora se ve luz, pero que está ocupada por otra gente. Pasábamos algunas horas embebidos en nuestro corto repertorio, que ella no me había permitido variar en lo más mínimo, y que llegó a conocer tan bien que cualquier nota falsa la impacientaba. Otras veces me seguía tarareando, y, por bajo que lo hiciera, se adivinaba en su garganta una voz cuya extensión ignoraría ella misma. ¿Por qué, a pesar de mis instancias, no consintió en cantar? ¡Ah! Yo no ejercía sobre ella la menor influencia; por el contrario, a tal punto me imponía, que, aunque muchas veces quise que charlásemos, nunca me atreví. ¿No me admitía en su sociedad para oírme? ¡Era preciso tocar!
En los primeros tiempos, el marido asistía a los conciertos y, al arrullo de la música, se adormecía, pero acabó por dispensarse de ceremonias y siempre que estaba fatigado nos dejaba y se iba a su lecho. Algunas veces concurría uno que otro vecino, pero la cosa no debía parecerles divertida y con más frecuencia quedábamos solos. Así fue cómo una noche que me preparaba a pasar de un motivo a otro, Clara (se llamaba Clara) me detuvo con una pregunta a quemarropa:
—Borja, ¿ha notado usted su tristeza?
—¿De quién?, ¿del patrón? —pregunté, bajando también la voz—. Parece preocupado, pero…
—¿No es cierto? —dijo, clavándome sus ojos afiebrados.
Y como si hablara consigo:
—Le roe el corazón y no puede quitárselo. ¡Ah, Dios mío!
Me quedé perplejo y debí haber permanecido mucho tiempo perplejo, hasta que su acento imperativo me sacudió :
—¿Qué hace usted así? ¡Toque, pues!
Desde entonces pareció más preocupada y como disgustada de mí. Se instalaba muy lejos, en la sombra, tal como si yo le causara un profundo desagrado; me hacía callar para seguir mejor sus pensamientos y, al volver a la realidad, como hallase la muda sumisión de mis ojos a la espera de un mandato suyo, se irritaba sin causa.
—¿Qué hace usted así? ¡Toque, pues!
Otras veces me acusaba de apocado, estimulándome a que le confiara mi pasado y mis aventuras galantes; según ella, yo no podía haber sido eternamente razonable, y alababa con ironía mi reserva, o se retorcía en un acceso de incontenible hilaridad: “San Borja, tímido y discreto.”
Bajo el fulgor ardiente de sus ojos, yo me sentía enrojecer más y más, por lo mismo que no perdía la conciencia de mi ridículo. En todos los momentos de mi vida, mi calvicie y mi obesidad me han privado de la necesaria presencia de espíritu, ¡y quién sabe si no son la causa de mi fracaso!
Transcurrió un año, durante el cual solo viví por las noches. Cuando lo recuerdo, me parece que la una se anudaba a la otra, sin que fuera sensible el tiempo que las separaba, a pesar de que, en aquel entonces, debe de habérseme hecho eterno… Un año breve como una larga noche. Llego a la parte culminante de mi vida. ¿Cómo relatarla para que pueda creerla yo mismo? ¡Es tan inexplicable, tan absurdo, tan inesperado!
Cierta ocasión en que estábamos solos, suspendido en mi música por un ademán suyo, me dedicaba a adorarla, creyéndola abstraída, cuando de pronto la vi dar un salto y apagar la luz. Instintivamente me puse de pie, pero en la oscuridad sentí dos brazos que se enlazaban a mi cuello y el aliento entrecortado de una boca que buscaba la mía.
Salí tambaleándome. Ya en mi cuarto, abrí la ventana y en ella pasé la noche. Todo el aire me era insuficiente. El corazón quería salirse del pecho, lo sentía en la garganta, ahogándome; ¡qué noche!
Esperé la siguiente con miedo. Creíame juguete de un sueño. El amo me reprendió un descuido, y, aunque lo hizo delante del personal, no sentí ira ni vergüenza.
En la noche él asistió a nuestra velada. Ella parecía profundamente abatida.
Y pasó otro día sin que pudiéramos hallarnos solos; el tercero ocurrió, me precipité a sus plantas para cubrir sus manos de besos y lágrimas de gratitud, pero, altiva y desdeñosa, me rechazó, y con su tono más frío, me rogó que tocase.
¡No, yo debí haber soñado mi dicha! ¿Creeréis que nunca, nunca más volví a rozar con mis labios ni el extremo de sus dedos? La vez que, loco de pasión, quise hacer valer mis derechos de amante, me ordenó salir en voz tan alta, que temí que hubiese despertado al amo, que dormía en el piso superior.
¡Qué martirio! Caminaron los meses, y la melancolía de Clara parecía disiparse, pero no su enojo. ¿En qué podía haberla ofendido yo? Hasta que, por fin, una noche en que atravesaba la plaza con mi estuche bajo el brazo, el marido en persona me cerró el paso. Parecía extraordinariamente agitado, y mientras hablaba mantuvo su mano sobre mi hombro con una familiaridad inquietante.
—¡Nada de músicas! —me dijo—. La señora no tiene propicios los nervios, y hay que empezar a respetarle este y otros caprichos.
Yo no comprendía.
—Sí, hombre. Venga usted al casino conmigo y brindaremos a la salud del futuro patroncito.
Nació. Desde mi bufete, entre los gritos de la parturienta, escuché su primer vagido, tan débil. ¡Cómo me palpitaba el corazón! ¡Mi hijo! Porque era mío. ¡No necesitaba ella decírmelo! ¡Mío! ¡Mío! Yo, el solterón solitario, el hombre que no había conocido nunca una familia, a quien nadie dispensaba sus favores sino por dinero, tenía ahora un hijo, ¡y de la mujer amada! ¿Por qué no morí cuando él nacía? Sobre el tapete verde de mi escritorio rompí a sollozar tan fuerte, que la pantalla de la lámpara vibraba y alguien que vino a consultarme algo se retiró en puntillas.
Solo un mes después fui llevado a presencia del heredero. Le tenía en sus rodillas su madre, convaleciente, y le mecía amorosamente. Me incliné, conmovido hasta la angustia, y, temblando, con la punta de los dedos alcé la gasa que lo cubría y pude verle; hubiese querido gritar: ¡hijo! pero, al levantar los ojos, encontré la mirada de Clara, tranquila, casi irónica.
“¡Cuidado!” —me advertía.
Y en voz alta:
—No le vaya usted a despertar.
Su marido, que me acompañaba, la besó tras de la oreja delicadamente.
—Mucho has debido sufrir, ¡mi pobre enferma!
—¡No lo sabes bien! —repuso ella—; mas, ¡qué importa si te hice feliz!
Y ya sin descanso, estuve sometido a la horrible expiación de que aquel hombre llamase “su” hijo al mío, a “mi” hijo. ¡Imbécil! Tentado estuve entre mil veces de gritarle la verdad, de hacerle reconocer mi superioridad sobre él, tan orgulloso y confiado; pero, ¿y las consecuencias, sobre todo para el inocente? Callé, y en silencio me dediqué a amar con todas las fuerzas de mi alma a aquella criatura, mi carne y mi sangre, que aprendería a llamar padre a un extraño.
Entretanto, la conducta de Clara se hacía cada vez más oscura. Las sesiones musicales, para qué decirlo, no volvieron a verificarse, y, con cualquier pretexto, ni siquiera me recibió en su casa las veces que fui.
Parecía obedecer a una resolución inquebrantable y hube de contentarme con ver a mi hijo cuando la niñera lo paseaba en la plaza. Entonces los dos, el marido y yo, le seguíamos desde la ventana de la oficina, y nuestras miradas, húmedas y gozosas, se encontraban y se entendían.
Pero andando esos tres años memorables, y a medida que el niño iba creciendo, me fue más fácil verlo, pues el amo, cada vez más chocho, lo llevaba al almacén y lo retenía a su lado hasta que venían en su busca.
Y en su busca vino Clara una mañana que yo lo tenía en brazos; nunca he visto arrebato semejante. ¡Como leona que recobra su cachorro! Lo que me dijo más bien me lo escupía al rostro.
—¿Por qué lo besa usted de ese modo? ¿Qué pretende usted, canalla?
A mi entender, ella vivía en la inquietud constante de que el niño se aficionase a mí, o de que yo hablara. A ratos, estos temores sobrepujaban a los otros, y para no exasperarme demasiado, dejaba que se me acercase; pero otras veces lo acaparaba, como si yo pudiese hacerle algún daño.
¡Mujer enigmática! Jamás he comprendido qué fui para ella: ¡capricho, juguete o instrumento!
Así las cosas, de la noche a la mañana llegó un extranjero, y medio día pasamos revisando libros y facturas. A la hora del almuerzo el patrón me comunicó que acababa de firmar una escritura por la cual transfería el almacén; que estaba harto de negocios y de vida provinciana, y probablemente volvería con su familia a la capital.
¿Para qué narrar las dolorosísimas presiones de esos últimos días de mi vida? Harán por enero veinte años y todavía me trastorna recordarlos. ¡Dios mío! ¡Se iba cuanto yo había amado! ¡Un extraño se lo llevaba lejos para gozar de ello en paz! ¡Me despojaba de todo lo mío! Ante esa idea tuve en los labios la confesión del adulterio. ¡Oh! ¡Destruir siquiera aquella feliz ignorancia en que viviría y moriría el ladrón! ¡Dios me perdone!
Se fueron. La última noche, por un capricho final, aquella que mató mi vida, pero que también le dio por un momento una intensidad a que yo no tenía derecho, aquella mujer me hizo tocarle las tres piezas favoritas, y al concluir, me premió permitiéndome que besara a mi hijo. Si la sugestión existe, en su alma debe de haber conservado la huella de aquel beso.
¡Se fueron! Ya en la estacioncita, donde acudí a despedirlos, él me entregó un pequeño paquete, diciendo que la noche anterior se le había olvidado.
—Un recuerdo —me repitió— para que piense en nosotros.
—¿Dónde les escribo? —grité cuando ya el tren se ponía en movimiento, y él, desde la plataforma del tren:
—No sé. ¡Mandaremos la dirección!
Parecía una consigna de reserva. En la ventanilla vi a mi hijo, con la nariz aplastada contra el cristal. Detrás, su madre, de pie, grave, la vista perdida en el vacío.
Me volví al almacén, que continuaba bajo la razón social, sin ningún cambio aparente, y oculté el paquete, pero no lo abrí hasta la noche, en mi cuarto solitario.
Era una fotografía.
La misma que hoy me acompaña; un retrato de Clara con su hijo en el regazo, apretado contra su seno, como para ocultarlo o defenderlo.
¡Y tan bien lo ha secuestrado a mi ternura, que en veinte años, ni una sola vez he sabido de él; y probablemente no volveré a verlo en este mundo de Dios! Si vive debe ser un hombre ya. ¿Es feliz? Tal vez a mi lado su porvenir habría sido estrecho. Se llama Pedro… Pedro y el apellido del otro.
Cada noche tomo el retrato, lo beso, y en el reverso leo la dedicatoria que escribieron por el niño.
“Pedro, a su amigo Borja.”
—¡Su amigo Borja!… ¡Pedro se irá de la vida sin saber que haya existido tal amigo!
FIN