Enfermos y médicos
[Cuento - Texto completo.]
Guy de Maupassant¡Singular misterio es el recuerdo! Uno va despistado por las calles, bajo el primer sol de mayo, y de repente, como si unas puertas durante mucho tiempo cerradas se abrieran en la memoria, cosas ya olvidadas regresan de nuevo a la mente. Pasan, seguidas por otras, nos hacen revivir horas pasadas, horas lejanas.
¿Por qué esas vueltas bruscas hacia antaño? ¿Quién lo sabe? Un olor que flota, una sensación tan ligera que ni la hemos notado, pero que uno de nuestros órganos reconoció, un escalofrío, incluso un destello de sol que daña la retina, un ruido tal vez, un nada que nos rozó en una circunstancia en un tiempo lejano y que volvemos a encontrar, vale para hacernos volver a ver de repente un país, unas gentes, unos acontecimientos desaparecidos de nuestro pensamiento.
¿Por qué un soplo de aire cargado de olores, de hojas bajo los castaños de los Campos Elíseos, evoca de repente un camino, un enorme camino, a lo largo de una montaña, en Auvernia?
A la izquierda, entre dos cimas, apareció el cono majestuoso y fuerte de Puy-de-Dome. Alrededor de este pesado gigante, más lejos o más cerca, un cúmulo de picos se alzan. De entre ellos, muchos que aparecen truncados, antiguamente arrojaban fuego y humo. Volcanes extinguidos cuyos cráteres extintos se han convertido en lagos.
A la derecha, el camino domina una planicie infinita poblada de pueblos y ciudades, rica y arbolada, la Limagne. Cuanto más nos elevamos más cumbres vemos, allá abajo, las montañas de Forez. Todo este horizonte desmesurado está empañado de un vapor lechoso, suave y claro. Los alrededores de Auvernia tienen una gracia infinita dentro de su bruma transparente.
La carretera está bordeada de nogales enormes que la protegen siempre del sol. Las faldas de los montes están cubiertas de castañales en flor cuyos racimos, más pálidos que las hojas, parecen grises entre el verdor sombrío.
De vez en cuando, sobre un punto de la montaña aparece una casona en ruinas. Esta tierra fue erizada de fortalezas. Todas muy parecidas, además, entre sí.
Por encima de una sólida construcción cuadrada, festoneada de almenas, se eleva una torre. Los muros no tienen ventanas, nada más que agujeros casi invisibles. Se diría que estas fortalezas han crecido sobre las alturas como champiñones. Fueron construidas en una piedra gris que no es otra cosa más que lava.
Y a lo largo de todos los caminos, se encuentran yuntas de vacas arrastrando domos de heno. Las dos bestias van a un paso lento en las rápidas pendientes y cuestas, arrastrando o frenando la enorme carga. Un hombre va delante y regula su paso con una larga vara con la que les toca de vez en cuando. Nunca les pega. Parece sobre todo guiarlas con el movimiento del palo, como un director de orquesta. Tiene ese gesto grave que somete a las bestias, y se gira a menudo para indicar sus deseos. Nunca se ven caballos, salvo en las diligencias o en los coches de alquiler; y el polvo de los caminos, cuando hace calor y se levanta en torbellinos, transporta un olor azucarado que recuerda un poco a la vainilla y que nos hace pensar en los establos.
Todo el país está también aromatizado por unos árboles olorosos. La vid, apenas floreciendo, exhala un olor suave y exquisito. Los castaños, las acacias, los tilos, los abetos, el heno y las flores salvajes de las cunetas inundan el aire de perfumes ligeros y persistentes.
Auvernia es la tierra de las enfermedades. Todos sus volcanes extinguidos parecen calderas cerradas donde se calientan todavía, en las entrañas del suelo, aguas minerales de todo tipo. De estas enormes marmitas ocultas, parten fuentes calientes que contienen, según dicen los médicos interesados, todos los medicamentos válidos para todas las enfermedades.
En cada una de las estaciones termales, que se crean alrededor de cada arroyo tibio descubierto por un paisano, se interpretan toda una serie de escenas admirables. Primero es la venta de la tierra por el campesino, la formación de una Sociedad de capital, ficticio, de algunos millones, el milagro de la construcción de un establecimiento con estos fondos imaginarios y con verdaderas piedras, la instalación del primer médico, con el título de médico superior, la aparición del primer enfermo, por otra parte perpetuo, la sublime comedia entre este enfermo y este médico.
Cada villa de agua termal para un observador es una California cómica. Cada doctor es un tipo encantador, desde el doctor correcto, a la inglesa, con corbata blanca, hasta el doctor escéptico, espiritual y malicioso, que cuenta a los amigos sus procedimientos y sus trucos.
Entre estos dos modelos, encontramos al doctor paternal y buen chico, el doctor científico, el doctor brutal, el doctor de mujeres, el doctor de largos cabellos, el doctor elegante y muchos otros. Cada variedad de médico encuentra infaliblemente su variedad de enfermedades, su clientela de ingenuos. Y cada día, entre ellos, en cada habitación de hotel, vuelve a comenzar la admirable farsa que Molière no contó totalmente. ¡Oh! ¡Si estos médicos hablaran, qué notas, qué documentos maravillosos nos podrían dar sobre el hombre!
A veces, sin embargo, después de beber, cuentan alguna aventura, una de cada mil.
Uno de ellos, muy inspirado, tuvo esta idea genial de anunciar en los periódicos que las aguas de B…, inventadas por él, prolongaban la vida humana. Ningún misterio, por otra parte, en su acción. Él lo explicaba científicamente por la acción de las sales, de los minerales y de los gases sobre el organismo. Había incluso escrito sobre eso un extenso folleto que mostraba, además, los recorridos de los alrededores.
Pero eran necesarias pruebas para estas aseveraciones. Emprendió un pequeño viaje a la búsqueda de centenarios.
Las familias pobres, en general, no teniendo apenas para criar a sus inútiles ancianos padres, se los cedían seis meses por año; y él los instalaba en una elegante casona que había bautizado “Hospicio de los Centenarios”. No todos tenían cien años, pero todos se aproximaban. Este era su reclamo, reclamo sublime. Curar no es nada, pero vivir es todo. ¡Sus aguas no curaban, hacían vivir! ¡Qué importan el hígado, los bronquios, la laringe, los riñones, el estómago, el intestino! Lo único que importa es vivir.
Este gran hombre, un día que estaba contento, contó esta aventura.
Una mañana, fue llamado al lado de un nuevo viajero, M.D…, que llegó la víspera por la tarde y que había alquilado un pabellón muy cerca de la fuente de Souveraine. Era un ancianito de ochenta y seis años, todavía lozano, enjuto, con buena salud, y que intentaba por todos los medios disimular su edad.
Hizo sentar al médico y lo interrogó a continuación:
-Doctor, si me encuentro bien, es gracias a la higiene. Sin ser muy viejo, tengo ya una cierta edad, pero evito todas las enfermedades, todas las indisposiciones, los más ligeros malestares mediante la higiene. Usted afirma que el clima de este país es muy favorable para la salud; quiero creerle, pero antes de establecerme aquí, quiero pruebas. Le rogaría pues que viniese a mi casa una vez por semana para darme exactamente las informaciones siguientes:
Primero, deseo tener la lista completa, muy completa, de todos los habitantes de la estación y de los alrededores que han sobrepasado los ochenta años. Necesito también algunos detalles sicológicos y fisiológicos de ellos. Quiero conocer su profesión, su tipo de vida, sus costumbres. Cada vez que una de estas personas se muera, usted podría avisarme e indicarme la causa precisa de su muerte, así como todas las circunstancias.
Después añadió amablemente:
-Espero, doctor, que llegaremos a ser buenos amigos-, y tendió su mano arrugada que el médico apretó prometiéndole su ayuda incondicional.
Desde el momento en que tuvo la lista de diecisiete habitantes del país que habían pasado de ochenta años, M.D… sintió como se despertaba en su corazón un interés extremo, una solicitud infinita por los ancianos que iba a ver caer uno después de otro.
No quiso conocerlos, por temor sin duda a encontrar algún parecido entre él y alguno de ellos que moriría pronto, lo que le habría afectado; pero se hizo una idea muy clara de sus personas, y no hablaba más que de ellos con el médico que cenaba en su casa cada día.
Preguntaba:
-¡Y bien doctor!, ¿cómo va hoy Poincot? Lo hemos dejado un poco indispuesto la semana pasada.
Y cuando el médico había hecho el parte facultativo del enfermo, M.D… proponía modificaciones en el régimen, pruebas, modos de tratamiento que podría aplicar a continuación sobre él mismo si habían tenido éxito sobre los otros. Eran, estos diecisiete ancianos, un campo de experimentación de donde él sacaba conclusiones.
Una tarde, el doctor, entrando, anunció:
-Rosalía Tourul ha muerto.
M.D… se estremeció, y a continuación preguntó:
-¿De qué?
-De una angina.
El viejecito exclamó un “¡Ah!” de alivio y añadió:
-Estaba demasiado gorda, demasiado fuerte. Debía de comer demasiado, esta mujer. Cuando tenga su edad, me observaré más.
Él era dos años mayor pero no aparentaba más que setenta.
Algunos meses más tarde, le tocó el turno a Henri Brissot. M.D… se emocionó mucho. Esta vez era un hombre delgado, justo de su edad, ni tres meses de diferencia y un prudente. Ya no se arriesgaba a preguntar, esperando a que el médico hablara y permanecía inquieto:
-¡Ah!, ¿murió así, de repente? Se portaba muy bien la semana pasada. ¿Habrá cometido cualquier imprudencia, no, Doctor?
El médico, que se divertía, respondió:
-No creo, sus hijos me han dicho que había sido muy prudente.
Entonces, no pudiendo aguantar más, temblando de angustia, M.D… preguntó:
-Pero… pero…pero, ¿de qué se murió, entonces?
-De una pleuresía.
Esto supuso una alegría, una gran alegría. El viejecito apretó sus manos secas, la una contra la otra.
-Pues claro, yo bien le dije que él había cometido alguna imprudencia. Uno no coge una pleuresía sin razón. Habrá querido tomar el aire después de cenar: y le habrá cogido el frío. ¡Una pleuresía! Esto es un accidente; no es ni una enfermedad! ¡Nadie más que los locos mueren de pleuresía!
Cenó alegremente hablando de los que quedaban.
-No son más que quince ahora, pero estos son fuertes, ¿no? Toda la vida es así; los más débiles caen primero, las personas que pasan de los treinta tienen muchas posibilidades de llegar a los sesenta; los que pasan de los sesenta llegan a menudo a los ochenta; y los que pasan de ochenta alcanzan casi siempre la centena, porque son los más robustos, los más prudentes, los más vigorosos.
Otros dos más desaparecieron durante el año, uno de disentería y el otro de asfixia. M.D… se alegró mucho con la muerte del primero:
-¡La disentería es la enfermedad de los imprudentes! ¡Qué diablos! ¡Doctor, debería haber vigilado su régimen!
En cuanto al que se lo había llevado un ahogo, esto no podía provenir más que de una enfermedad del corazón mal detectada hasta ese momento.
Pero, una tarde, el médico anunció la muerte de Paul Timonet, una especie de momia del que se esperaba convertir en un centenario de reclamo para la estación.
Cuando M.D… preguntó, según su costumbre:
-¿De qué murió?
El médico respondió:
-De verdad que no lo sé.
-¿Cómo? ¿no sabe nada?. Siempre se sabe. ¿No tenía alguna lesión orgánica?
El doctor movió la cabeza.
-No, ninguna.
-¿Tal vez algún problema de hígado o riñones?
-No, todo esto estaba sano.
-¿Ha observado bien si el estómago funcionaba regularmente? Un ataque proviene a menudo de una mala digestión.
-No ha habido ataque.
M.D…, muy perplejo, braceaba:
-Pero veamos. ¿Murió de algo, entonces? ¿ De qué pues, según su opinión?
El médico levantó los brazos:
-Yo no sé nada, nada en absoluto. Murió porque murió, eso es.
M.D…, entonces, con una voz descompuesta, preguntó:
-¿Qué edad tenía exactamente? Ya no la recuerdo.
-Ochenta y nueve años
Y el viejecito, con aspecto incrédulo y tranquilo, exclamó:
-¡Ochenta y nueve años! ¡Ah… entonces, tampoco ha sido la vejez!
Traducción de María Rodríguez Fernández