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Engañar a Marie

[Cuento - Texto completo.]

Charles Bukowski

Hacía calor aquella noche en el hipódromo, durante las carreras de un cuarto de milla. Ted había llegado con 200 dólares y en la tercera carrera ya tenía 530. Conocía bien los caballos. Puede que no fuese bueno en otras cosas, pero conocía los caballos. Ted miraba el marcador y miraba a la gente. La gente no sabía calibrar un caballo. Pero acudían al hipódromo con su dinero y sus sueños a cuestas. El hipódromo daba un exacta de dos dólares casi en cada carrera, para engatusarlos. Eso y el Pick-6. Ted no tocaba nunca el Pick-6 ni los exactas ni los dobles. Se limitaba siempre a apostar ganador al mejor caballo, que no era necesariamente el favorito.

Marie siempre andaba fastidiándolo por su afición a las carreras, y eso que solo iba dos o tres veces por semana. Había vendido la empresa y se había retirado del negocio de la construcción. La verdad es que no tenía otra cosa que hacer.

El cuarto caballo parecía prometedor a seis-a-uno, pero quedaban aún dieciocho minutos para apostar. Notó que le tiraban de la manga.

—Perdone, caballero, pero he perdido en las dos primeras carreras. Lo vi cobrar sus apuestas. Parece usted un tipo que sabe lo que hace. ¿Qué caballo le parece el mejor en esta carrera?

Era una rubia de unos veinticuatro años, esbelta de caderas y con pechos desmesurados; largas piernas y una nariz muy linda, respingona. Boca como un capullito de rosa. Llevaba un vestido azul claro y zapatos blancos de tacón alto. Sus ojos azules lo miraban.

—Bueno —dijo Ted sonriendo—, yo suelo apostar al ganador.

—Yo estoy acostumbrada a apostar a los purasangres —dijo la rubia—. ¡Pero esas carreras de un cuarto son tan rápidas!

—Sí, casi todo se resuelve en dieciocho segundos. En seguida te das cuenta si te has equivocado o no.

—Si mi madre supiera que estoy aquí perdiendo mi dinero, me daría correazos.

—A mí también me gustaría dártelos —dijo Ted.

—¿No será usted uno de esos, eh? —preguntó ella.

—Era solo una broma —dijo Ted—. Ven, vamos al bar. Tal vez allí podamos elegir un ganador.

—De acuerdo, señor…

—Llámame Ted. ¿Y tú cómo te llamas?

—Victoria.

Entraron en el bar.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó Ted.

—Lo mismo que tú —dijo Victoria.

Ted pidió dos Jack Daniels. Se lo bebió completo. Ella tomó un sorbo del suyo, mientras miraba a lo lejos. Ted le examinó el trasero: era perfecto. Estaba más buena que la mayoría de estrellas de cine, y no parecía engreída.

—Bueno —dijo Ted, señalando el programa—. En la próxima carrera el cuarto tiene muy buen aspecto y lo pagan seis-a-uno.

Victoria soltó un «Ah.» muy sexy. Se inclinó para mirar el programa, rozándolo con el brazo. Luego Ted sintió la presión de su pierna contra la suya.

—La gente no sabe evaluar caballos —dijo Ted—. Muéstrame un hombre que entienda de caballos y yo te mostraré a alguien capaz de ganar barriles de dinero.

Ella sonrió.

—Ojalá pueda llegar a saber tanto como tú.

—Te sobran dotes, nena. ¿Quieres otro?

—Oh no, gracias…

—Mira —dijo Ted—, lo mejor será que apostemos ya.

—De acuerdo, apostaré dos dólares para ganar. ¿Era al número cuatro?

—Sí, nena, al cuatro…

*

Hicieron las apuestas y fueron a ver la carrera. El cuarto no hizo una buena salida; quedó bloqueado; pero se rehizo. Iba el quinto entre nueve, pero empezó a ganar terreno y llegó a la meta a la par que el favorito de dos a uno. Todo dependía ahora de la fotografía.

Maldita sea, pensó Ted, esta tengo que ganarla. ¡Por favor, por favor, tengo que ganarla!

—Oh —dijo Victoria—. ¡Estoy tan excitada!

El marcador dio el número del ganador. El cuatro .

Victoria empezó a gritar y a saltar muy contenta.

—¡Ganamos, ganamos! ¡GANAMOS!

Se abrazó a Ted y él sintió su beso en la mejilla.

—Calma, nena, ha ganado el mejor, eso es todo.

Esperaron la señal y luego el marcador indicó el pago: 14.60.

—¿Cuánto apostaste? —preguntó Victoria.

—40 al ganador —dijo Ted.

—¿Cuánto ganarás?

—292 dólares. Vamos a recogerlos.

Se dirigieron a las ventanillas. De pronto Ted sintió la mano de Victoria en la suya. Y un tirón.

Quería que se detuviera.

—Inclínate —le dijo—. Quiero decirte una cosa al oído.

Ted se inclinó y sintió el refrescante contacto de los rosados labios en la oreja.

—Eres… un hombre con suerte… quiero… que me claves…

Ted se quedó pasmado, mirándola con una desmayada sonrisa.

—Dios mío —dijo.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?

—No, no, no es eso…

—¿Qué es, entonces?

—El problema es Marie… mi mujer… estoy casado… y me tiene controlado al minuto… Sabe cuándo terminan las carreras y cuál es mi hora límite de llegada.

Victoria se echó a reír.

—¡Pues larguémonos ahora mismo! ¡Vámonos a un motel!

—Hecho —dijo Ted.

*

Cobraron y salieron al estacionamiento.

—Llevaremos mi carro. Luego te traigo, cuando acabemos —dijo Victoria.

Buscaron el auto. Era un Fiat azul del 82 que hacía juego con su vestido. La matrícula decía: VICKY. Al meter la llave en la cerradura, Victoria vaciló.

—¿No serás uno de esos tipos, verdad?

—¿Qué tipos? —preguntó Ted.

—Uno de esos a los que les gusta azotar… mi madre una vez tuvo una experiencia terrible…

—No te preocupes —dijo Ted—. Soy inofensivo.

Encontraron un motel a unos dos kilómetros del hipódromo. El Luna Azul. Solo que el Luna Azul estaba pintado de verde. Victoria estacionó y se apearon, entraron, firmaron y les dieron la habitación 302. Habían parado a comprar una botella de Cutty Sark en el camino. Ted quitó el celofán a los vasos, encendió un cigarrillo y sirvió un par de whiskys mientras Victoria se desnudaba. Los pantis y el sostén eran de color rosa y el cuerpo era rosiblanco y muy hermoso. Era sorprendente que de vez en cuando naciese una mujer así, cuando todas las demás, la mayoría, no valían nada, o casi nada. Para perder la cabeza. Victoria era un sueño maravilloso.

Victoria estaba desnuda. Se acercó y se sentó al borde de la cama, junto a Ted. Cruzó las piernas. Tenía pechos firmes y ya parecía excitada. Ted no podía creer del todo que hubiera tenido tanta suerte. Entonces ella soltó una risilla.

—¿De qué te ríes? —preguntó.

—¿Estás pensando en tu mujer?

—Bueno, no, pensaba en otra cosa.

—Pues deberías pensar en tu mujer…

—Demonios —dijo Ted—. ¡Fuiste tú quien propuso venir a coger.

—Preferiría que no utilizaras esa palabra…

—¿Te arrepientes?

—No, qué va. Dime, ¿tienes un cigarrillo?

—Claro…

Sacó uno, se lo puso en los labios y le dio fuego.

—Tienes el cuerpo más hermoso que he visto en mi vida —dijo Ted.

—No lo dudo —dijo ella, sonriendo.

—Oye, ¿no pretenderás echarte atrás? —le preguntó.

—Claro que no —contestó ella—. Desnúdate.

Ted empezó a desvestirse. Se sentía gordo, viejo y feo. Pero también muy afortunado. Había sido su mejor día en el hipódromo, en todos los sentidos. Colocó la ropa en una silla y se sentó de nuevo junto a Victoria. Luego sirvió otro par de whiskys.

—Mira —le dijo—, tú eres una mujer con clase, pero yo también soy un hombre con clase. Cada uno tiene clase a su manera. Yo supe hacer las cosas en el negocio de la construcción y aún sigo sabiendo hacerlas con los caballos. No todo el mundo tiene tanto instinto.

Victoria bebió la mitad de su whisky y le sonrió.

—¡Oh, eres mi gran Buda gordo!

Ted terminó el whisky.

—Mira, si no quieres hacerlo, no lo hacemos. Olvídalo.

—Vamos a ver lo que tiene mi Buda…

Victoria deslizó la mano entre las piernas de Ted. Se la cogió y apretó.

—Vaya, vaya… aquí hay algo… —dijo Victoria.

—Claro…, ¿y qué?

Entonces ella bajó la cabeza. Primero se lo besuqueó. Luego él sintió su boca abierta y su lengua.

—¡Coño! —dijo.

Victoria alzó la cabeza y lo miró.

—Por favor, no me gustas que hables malo.

—Está bien, Vicky, está bien. Me controlaré.

—¡Métete en la cama, Buda!

Ted se metió entre las sábanas y sintió el cuerpo de ella junto al suyo. Tenía la piel fresca. Ella entreabrió la boca y él la besó metiéndole la lengua. Le gustaba así, aquel frescor de primavera, joven, nuevo, agradable. Qué delicia. Jugueteó con ella abajo, pero ella tardaba en entregarse. Cuando sintió que se abría, le metió los dedos. Ya era suya, la muy zorra. Metió el dedo y le acarició el clítoris. Antes quieres jugar un poco, ¡pues vas a tener juego!, pensó.

Sintió los dientes de ella en su labio inferior. Fue un dolor agudísimo. Ted se apartó. Notó el sabor de la sangre y sintió una herida en los labios. Se incorporó y la abofeteó con fuerza dos veces, primero una mejilla, luego la otra. Después volvió a tantear allí abajo, se deslizó sobre su cuerpo y la penetró mientras posaba de nuevo su boca en la de ella. Sintió como un arrebato de venganza y echando de vez en cuando hacia atrás la cabeza, para mirarla, procuraba retrasarlo, contenerlo, hasta que de pronto vio aquella nube de cabellos rubios desparramados por la almohada a la luz de la luna.

Ted sudaba y gemía como un muchacho. Este era el Nirvana. El lugar perfecto. Victoria estaba silenciosa. Los gemidos de Ted se desvanecieron y por fin acabó acostándose al lado de ella.

Miró fijamente la oscuridad.

Olvidé chuparle las tetas, pensó.

Entonces oyó la voz de Victoria.

—¿Sabes qué? —dijo.

—¿Qué? —dijo él.

—Me recuerdas a uno de esos caballos de las carreras.

—¿Qué quieres decir?

—Que todo termina en 18 segundos.

—Ya echaremos otra carrera, nena… —dijo él.

*

Ella fue al baño. Ted se limpió con la sábana, como un viejo profesional. Victoria tenía un lado desagradable, pero se podía manejar. Él tenía con qué. ¿Cuántos hombres tenían, como él, casa propia y 150 mil en el banco a su edad? Él tenía clase y ella muy bien lo sabía.

Victoria salió del baño con el mismo aspecto de antes: fresca, intacta, casi virginal. Ted encendió la lamparilla de la mesita. Se incorporó y sirvió dos whiskies. Ella se sentó al borde de la cama con su vaso y él salió de la cama y se sentó a su lado.

—Victoria —dijo—. Puedo hacerte la vida agradable.

—Supongo que sí, Buda.

—Y seré mejor amante.

—Por supuesto.

—Escucha, deberías haberme conocido de joven. Era duro, pero justo. Tenía lo que hay que tener. Y aún lo tengo.

Ella sonrió.

—Vamos, Buda, no está tan mal la cosa. Tienes una mujer, un montón de cosas a tu disposición.

—Todas menos una —dijo él, echando un trago y mirándola—. Menos una, que es la que de verdad quiero…

—¡Mira cómo tienes el labio! ¡Estás sangrando!

Ted miró el vaso. Había gotas de sangre en el whisky y notó la sangre en la barbilla. Se limpió la barbilla con el dorso de la mano.

—Voy a ducharme y a limpiarme, nena, ahora vuelvo.

Fue al baño, abrió la puerta de la ducha y soltó el agua, comprobándola con la mano. Parecía estar a la temperatura adecuada, así que entró y dejó que el agua le corriera por todo el cuerpo. Vio la sangre mezclada con el agua diluyéndose hacia el desagüe. Era una gatita salvaje. Lo único que hacía falta con ella era mano firme.

Marie estaba bien, era buena, pero en realidad era un poco sosa. Había perdido el vigor de la juventud. Ella no tenía la culpa. Pero quizás encontrara la manera de tener a mano a las dos. Victoria lo rejuvenecía. Y él necesitaba una renovación. Y necesitaba un buen polvo de vez en cuando. Un polvo como aquel. Claro que todas las mujeres estaban todas locas y exigían más de lo normal. No se daban cuenta de que hacer el amor no era una experiencia gloriosa, sino solo una pura necesidad.

—¡Date prisa, Buda! —la oyó decir—. ¡No me dejes aquí sola!

—¡No tardo, nena! —gritó desde debajo de la ducha.

Se enjabonó bien, se aclaró. Luego salió, se secó. Abrió la puerta del cuarto de baño y pasó al dormitorio. La habitación estaba vacía. Victoria se había esfumado.

Hay una distancia entre objetos ordinarios y eventos extraordinarios. De pronto lo vio todo: paredes, la alfombra, la cama, dos sillas, la mesita, el tocador y el cenicero con sus colillas. La distancia entre estos objetos era inmensa: años luz.

De pronto corrió al armario y lo abrió. Solo había perchas vacías.

Entonces notó que su ropa había desaparecido. Calzoncillos, camisa, pantalones, las llaves del auto y la cartera, su dinero, los zapatos, los calcetines, todo.

Por impulso miró debajo de la cama. Nada.

Vio en el tocador la botella de whisky medio vacía y se acercó. Se sirvió un trago. Entonces vio dos palabras garrapateadas en el espejo del tocador con lápiz de labios rosado: «¡ADIÓS, BUDA!»

Ted bebió el whisky, soltó el vaso y se miró en el espejo: muy gordo y muy viejo. No sabía qué hacer.

Cogió la botella, se sentó al borde de la cama, donde había estado sentado con Victoria. Alzó la botella y bebió mientras las brillantes luces de neón del bulevar penetraban a través de las polvorientas persianas.

Se quedó sentado, mirando hacia afuera, sin moverse, observando cómo los carros pasaban de ida y vuelta.

FIN


“Fooling Marie”,
Hot Water Music, 1983


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