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Entrada de año

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Fresco, retozón, chorreando juventud, el Año Nuevo, desde los abismos del Tiempo en que nació y se crió, se dirige a la tierra donde ya le aguardan para reemplazar al año caduco, perdido de gota y reuma, condenado a cerrar el ojo y estirar la pata inmediatamente.

Viene el Año Nuevo poseído de las férvidas ilusiones de la mocedad. Viene ansiando derramar beneficios, regalar a todos horas y aun días de júbilo y ventura. Y al tropezar en el umbral de la inmensidad con un antecesor, que pausadamente y renqueando camina a desaparecer, no se le cuece el pan en el cuerpo y pregunta afanoso:

-¿Qué tal, abuelito? ¿Cómo andan las cosas por ahí? ¿De qué medios me valdré para dar gusto a la gente? Aconséjame… ¡A tu experiencia apelo!…

El Año Viejo, alzando no sin dificultad la mano derecha, desfigurada y llena de tofos gotosos, contesta en voz que silba pavorosa al través de las arrasadas encías.

-¡Dar gusto! ¡Si creerá el trastuelo que se puede dar gusto nunca! ¡Ya te contentarías con que no te hartasen de porvidas y reniegos! De las maldiciones que a mí me han echado, ¿ves?, va repleto este zurrón que llevo a cuestas y que me agobia… ¡Bonita carga!… Cansado estoy de oír repetir: «¡Año condenado! ¡Año de desdichas! ¡Año de miseria! ¡Año fatídico! Con otro año como éste…» Y no creas que las acusaciones van contra mí solo… Se murmura de «los años» en general… Todo lo malo que les sucede lo atribuyen los hombres al paso y al peso de los años… ¡A bien que por último me puse tan sordo, que ni me enteraba siquiera!…

Aquí se interrumpe el Año decrépito, porque un acceso de tos horrible le doblega, zamarreándole como al árbol secular el viento huracanado. Y el Año mozo, que ni lleva pastillas de goma ni puede entretenerse en cuidar catarros y asmas, prosigue su camino murmurando con desaliento:

-Adiós, abuelito… Aliviarse… Se hace tarde y voy muy de prisa…

Al entrar en la Tierra, sentíase descorazonado. Como suele decirse, se le había caído el alma a los pies, y además creía herida su dignidad y ofendida su rectitud al acercarse a gentes que le maldecirían y le achacarían, sin razón, sus adversidades y desventuras.

Hasta tal extremo fatiga esta cavilación al muchacho -advierto que el año de mi historia era muy delicado y pundonoroso-, que decide apelar a una especie de plebiscito. Si le rechaza la mayoría, si en él ven un enemigo los mortales, hállase resuelto a suprimirse, a disolverse en la nada, borrando antes con el dedo las cifras de su nombre ya escritas en la gigantesca y negra pizarra del Destino. Un suicidio por decoro antes que una vida detestable entre la universal execración.

Con tan firme propósito, el Año Nuevo, vagando por las calles de populosa ciudad, cruza la primera puerta que ve franca, por la cual salen quejidos lastimeros. Sobre duro camastro yace tendida una vejezuela, seca como pergamino, inmóvil. En sus miembros paralizados sólo vive el dolor. El año se inclina, compadecido, e interroga a la impedida afectuosamente:

-¿Qué es eso, madre? Mal lo pasamos, ¿eh?

-¡Ay, hijo! Esto se llama rabiar y condenarse… Tengo dentro un perro que me roe los huesos sin descanso… ¡Y sin esperanzas de curación! ¡Cuatro años que llevo así!

-¿De modo que no querrá usted llevar uno más? -exclamó el chico con anhelo-. Porque yo soy el Año que viene ahora, y si usted gusta, puedo quitarme de en medio. Desaparezco por escotillón. Usted descuenta ese añito de los que le faltan de padecer… ¡y a vivir… o a morir, según Dios disponga!

Profundo espanto se pinta en la cara amojamada de la vieja. Brillan de terror sus apagados ojos, y cruzando las manos -sólo estaba baldada de la cadera abajo- implora así:

-¡No, Añito del alma, no te vayas, no te quites! No, Añito, eso no. ¡Ya parece que me siento algo aliviada…! ¡Me anuncia el corazón que no has de ser malo como tus antecesores!… ¡Un añito! ¡Y a mi edad, que quedan tan pocos!

Maravillado sale el Año de allí, y como anda tan ligero, presto deja atrás la ciudad y se encuentra en una especie de colonia obrera, albergue de los trabajadores en las minas de azogue.

Sórdida estrechez se delata en el aspecto de las casuchas, y las filas de seres humanos que a la incierta luz del amanecer se dirigen a hundirse en las entrañas de la mina, llevan estampadas en el rostro las huellas del veneno que impregna su organismo. Su palidez verdosa, su temblor mercurial incesante causan escalofrío y miedo.

El Año, espantado de tal vista, se acerca al que más tiembla, que no parece sino muñequillo de médula de saúco bajo la influencia de eléctrica corriente, y le hace la misma proposición que a la vieja tullida.

El temblor del desdichado aumenta. Hiere de pie y de mano, danzando como si le hubiese picado la tarántula maligna. Sus ojos ruegan, sus rodillas se doblan y entre dos zapatetas suplica afligido:

-¡Eso nunca, señor de Año! ¡Por lo que usted más quiera, no me quite un pedazo de la dulce vida! ¡Es el único bien que poseo!

Apártase el Año, entre horrorizado y despreciativo, y con la rapidez propia de su marcha (el tiempo vuela, ya se sabe), al instante llega a orillas del mar, ve un presidio y se introduce en una de sus cuadras.

Residencia para todos odiosa, sombría, mefítica, emponzoñada por hediondas emanaciones, ¿qué será para el hombre que no cesa de dar vueltas a tremenda idea fija: la certidumbre de haber sido condenado sin culpa a cadena perpetua, y de que, mientras se consume en el penal, abrumado de ignominias, el verdadero criminal, que le robó libertad y honor, se pasea tan tranquilo, lisonjeado del mundo, favorecido de la propia mujer del preso?

Y los abyectos compañeros de cadena, al observar en el presidiario inocente un instinto de honradez, una imposibilidad de adaptarse a la degradación, le han tomado por esclavo y víctima, y a fuerza de golpes le obligan a que les sirva y desempeñe los menesteres más bajos.

Cuando el Año penetra en la cuadra, el desdichado preso se ocupa en liar los sucios petates de la brigada toda.

«Lo que es éste, acepta -discurre el Año entre sí-. A vivir semejante, será preferible el nicho.»

Al formular la proposición, seguro de que la oiría con transporte, el Año sonríe; pero el presidiario, apenas comprende, se subleva, chilla, pone las manos como para defender o pegar.

¡No faltaba más! ¡Después de tanta inmerecida desventura, iban a robarle un año de existencia! ¡En seguida! ¿Y si mañana reconocían su inculpabilidad y le echaban a la calle? ¡Pues hombre!

Confuso y aturdido huye del presidio el Año Nuevo. ¿A qué repetir la tentativa? Nadie quería perder minuto de esta vida tan injuriada y tan perra…

Sin embargo, por tranquilizar su conciencia, recorre el Año los lugares en que se llora, las mansiones del dolor y la necesidad, las famélicas buhardillas, los campos que riega el sudor del labriego, los asquerosos burdeles, los hospitales, los asilos de la mendicidad, las leproserías, las glaciales prisiones siberianas… Doquiera le dicen «arre allá» cuando pretende cercenarles un año de suplicio…

Ahíto de ver tanta desdicha, el Año quiere reposar una hora en alguna casa alegre, rica y elegante, y se detiene en el palacio de un señor poderoso, a quien rodearon desde la cuna prosperidades y lisonjas, sobre quien llovieron amores, honores y riquezas.

En una estancia que más parece museo, donde tapices de armoniosos tonos apagados sirven de fondo a relucientes y arrogantes armaduras antiguas; recostado en un sillón guadamecí, descansando la sien sobre el puño, está el potentado, siguiendo con lánguido mirar los reflejos de la llama que arde en la chimenea.

«¿Qué dirá éste de mi proposición? -calcula el Año-. Saltará al oírla. Me cruza con aquella tizona, de fijo.»

¡Y por chancearse, por curiosidad, ofrece el consabido trato… Doce meses menos, un recorte en la tela del vivir!… Alza la frente el magnate, sonríe penosamente, y tendiendo la diestra, farfulla como si tuviese pereza de hablar:

-Convenido: venga esa mano… ¡Doce meses de aburrimiento que desquito! Mil gracias… No tengo arranque para pegarme un tiro; pero así, indirectamente, es otra cosa…

Y entonces el Año Nuevo se encoge de hombros, alejase de la señorial mansión, y anuncia a son de trompeta, en calendarios y diarios, su entrada en la casa de locos de la Humanidad.



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