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Epistolario de provincias

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

A Alberto Carnevale

Queridísima Solange:

Estabas equivocada y requeteequivocada. He esperado hasta ahora a decírtelo para estar bien segura y ahora te lo digo en plena consciencia: “te lo digo yo en persona”, como suele expresarse la buena señora de Caulaincourt. ¿Que yo no iba a saberme adaptar a esta vida más de una semana? ¡Pero, Solange, si esto es el paraíso terrenal! Y, además, fíjate, pronto hará dos meses que estoy aquí. Si supieras, querida mía, cuántas veces bendigo la inspiración que me condujo a estos lugares… y la de mi tío, que, debiendo hacerlo, por lo menos supo morirse a su debido tiempo. ¿Qué quieres? Los bailes de la Emperatriz y, más aún, mis frecuentes visitas al Palais Royal no estaban hechos ciertamente para restaurar mi vacilante budget ni para dar satisfacción a mi pobre médico. Aquí, en cambio… Aquí, para empezar, uno lo útil a lo agradable. Por ejemplo, gusto del placer de la posesión, quiero decir de la propiedad, que no se siente realmente con los banqueros parisinos, los cuales se comportan como amos con vuestros capitales si se dan cuenta de que no sabéis nada de finanzas y, sobre todo, de que esos capitales son tan escasos que no les prometen pingües negocios. Por otra parte, no sé qué pasaría si dejase todo en manos de este administrador, que —y no es que quiera hablar mal de la administración de mi difunto tío— ya se ha comprado dos casas en el pueblo y una parcela de tierra en los alrededores. Pero no es de esto de lo que te quiero hablar ni es éste el motivo por el que bendigo mi resolución. ¡Pobre Solange! ¿Cómo podrías tú conocer o yo ilustrarte acerca de las puras alegrías de la vida campestre, de este mundo nuevo y delicioso? Por mí solo puedo remitirte a la autoridad del señor de Maynard o del señor Parny, y eso es lo que hago.

Bueno, aquí me tienes feliz propietaria de un auténtico castillo y de una vasta propiedad y diligente administradora de la misma. A menudo recorro en mi coche de campo mis bosques, que el otoño ya empieza a dorar. También suelo ir al pueblo, que, también puedo decirlo, me pertenece con todos sus sencillos habitantes (salvo el asunto del administrador). ¡Dios mío! El tal coche chirría bastante y ni el cochero ni el lacayo tienen el aire pensativo ni los bigotes atusados de sus colegas de París, ni tampoco se les entiende una palabra cuando hablan; en compensación sus libreas son mucho más vistosas.

¡París! Claro, alguna vez volveré, mejor dicho, volveré a menudo un poco más adelante. Pero, ¿debo decírtelo? París y todo su mundo ahora me producen el efecto de un sueño angustioso…

Tampoco debes pensar que aquí se sufre de soledad. De todos los muy o poco nobles propietarios de los alrededores que se han apresurado a venir a rendirme homenaje, la mayoría, por supuesto, son gente insoportable, provinciana, tosca y beata. Pero hay alguno… hay uno… Sí, es mejor hablar claro. Es joven, es bello, es fantasioso, es romántico, cabalga como un inglés, lee a nuestros poetas y los recita con voz ardiente… Pues bien, ¿por qué no? Después de todo, es uno de los nombres más ilustres de la región, es libre e independiente como yo. Pero ya te oigo preguntar: ¿Por qué no qué? Querida, de momento no sé decirte nada más y punto.

Pero esta carta se ha alargado más de lo conveniente. ¿Tendrás, me pregunto, entre tus fiestas y tus bailes al menos tiempo para leerla? De meditarla seguro que no lo tendrás ni tampoco espero que sepas sustraerte por unos días al torbellino de la vida parisina y permitirme el placer de volver a abrazarte. Bueno. Adiós por ahora. Pronto te daré más noticias mías.

Anne

 

 

2

 

Aquí me tienes de nuevo contigo, querida Solange. Ha pasado tiempo desde que no nos vemos y también desde nuestro último intercambio de cartas, pero he tenido un montón de cosas bonitas que hacer.

Veamos. ¿Te gustaría saber cómo hace la gente de aquí para caer en letargo a comienzos del invierno (y ya casi estamos en él)? Se dice pronto: no hace nada de particular, o sea no se prepara de ninguna manera para el acontecimiento, a no ser que se llame preparación a la solemne comilona con su correspondiente bebida que tiene lugar el día anterior al establecido. Así, nada de lits embaumés, nada de purgas de sangre ni de ofuscaciones, ninguna inyección ni lavativa, ninguna cuarentena hipocondrial o como aún se llamen las numerosas operaciones que se llevan a cabo en nuestras (y ya debería decir vuestras) Maisons de léthargie. Y sin nada de todo eso, te digo, parece que las cosas van de maravilla, pero intenta contárselo a los especialistas parisinos. ¿Y sabes dónde caen en letargo? No en “ambientes oportunamente acondicionados”, ni envueltos en aquella “suave sustancia reactiva que…”, etcétera, etcétera, sino simplemente allí donde se encuentran o donde les cuadra; no sé, en la cocina, en el pajar y en una piel cualquiera de chivo, de esas que sirven para hacer odres o zampoñas. Más exactamente, parece que se hacen colgar o se cuelgan ellos mismos de una viga y… ¡buenas noches! El hecho es que de estas pieles o, mejor dicho, sacos de pieles (una sola piel no bastaría ni a un niño), he visto algunas colgadas de una viga hace unos días, cuando le llevé socorro a una familia numerosa e indigente. Vacías de momento, por supuesto, pero me explicaron su uso. Tienen el pelo hacia dentro y por un lado sale una prolongación para las piernas. En efecto, en estos sacos estas gentes acostumbran a sentarse o casi, de modo que al pesar sus partes blandas sobre el fondo, te puedo decir que a su debido tiempo se parecerán a otros tantos calderos colgados. Pronto te contaré algo más sobre ello, pues no faltará mucho —lo presiento— para que empiecen los letargos. Otra cosa: en París el número de los que vont en léthargie es muy limitado, es más, del todo desdeñable, por lo que yo sé. Hablando con propiedad, entre nosotros, es decir, entre vosotros, solo se adormecen aquellos pobres que no tengan literalmente un mendrugo de pan que llevarse a la boca, o algún viejo general retirado o alguna histérica que no soporte el frío y gentes así. Por el contrario, aquí esta práctica parece mucho más extendida e incluso lo es entre los jóvenes y hasta en los niños.

Bueno, ya veremos. Como te he dicho, te tendré informada, y por esta vez no tengo nada más de interesante que contarte. Recuérdame.

A.

 

 

3

 

Querida Solange:

El invierno se acerca a pasos agigantados —mejor dicho, aquí ya ha llegado— y esta gente ya ha empezado a caer en letargo. Ya ni cuento los sacos que veo colgados de las vigas durante mis visitas de beneficencia. Ellos, quiero decir los sacos, trasudan un humor fétido, como si fueran vejigas de manteca de cerdo, y en su superficie se va posando el hollín porque casi siempre están en la cocina. Aunque sea asqueroso a primera vista, el espectáculo es sorprendente. Además, confieso con timidez que nunca había visto una criatura humana en letargo. Sí, sí, ya sé que ahora me tomarás a guasa. La verdad es que después de dármelas de sabionda en mi otra carta, recordé que en París también hubo esa costumbre en cierto período y que casi fue una moda entre los enamorados infelices (los cuales se esforzaban por prolongar indefinidamente el tiempo del letargo), por la cual era casi vergonzoso para una mujer de mundo, o que lo hubiera sido, no ser minuciosamente informada del lance. Pero lo repito humildemente: yo nunca había visto una criatura humana en letargo. La verdad es que son poco visibles; están allí como troncos y ni siquiera se les oye resoplar. Curiosa raza en verdad, que no teme sustraer al tiempo de la vida el invierno entero. Curiosa y, tal vez, sabia. Pero dejemos a un lado la filosofía.

Es que en mi confesada ignorancia me pregunto: ¿Esta usanza es propiamente una usanza, o sea, una costumbre, o es más bien algo concerniente a la naturaleza particular de estas gentes y en general de todos los que caen en letargos, o es que para ellos esta costumbre se ha convertido en una segunda naturaleza? No sé muy bien qué idea hacerme al respecto ni tampoco, ya lo ves, hacerme bien la pregunta. Claro, si se debiera juzgar por los enamorados desilusionados de París, habría que pensar que caer en letargo es algo que se puede hacer o no a voluntad; sin embargo… Además, quién me meterá a mí en estas reflexiones, a menos que sea otro efecto de esta vida. Bueno, sigo.

Hace unos días había en una de esas pobres casas un niñito menudo y guapo al que ya conocía; bueno, era un amiguito mío. Lo estaban preparando para el letargo. Ya bostezaba y se restregaba los ojos con los puños y no parecía molesto en absoluto. Pero a mí me daba pena que tuviese que tirar cuatro o cinco meses de su tierna existencia y hablé con los suyos y les dije que estaba dispuesta a tenerlo conmigo durante el invierno. Quería decir no solo que los liberaría de aquella boca que alimentar sino que me esforzaría en despertarlo y en hacer que se interesara por la vida, qué demonios. Me comprendieron solo en parte. Consultado el mocoso, balbuceó algo poco claro pero al final no pareció contrario al proyecto. Para ser breve: me lo llevé conmigo al castillo. Y ahora es inútil que te cuente todo lo que se me ocurrió e hice para tenerlo sano y alegre o, por lo menos despierto —y digo literalmente despierto— sin conseguirlo. No parecía divertirse con nada, no se interesaba por nada, bostezaba sin parar y parecía no tener más deseo que el de dormir. Es más, se me dormía en cualquier lugar de la casa entre mis brazos, mientras le hablaba y mientras comía las más insólitas golosinas. Debo decir que es cualquier cosa menos tonto, como pude constatar a su tiempo, o sea antes de que se apoderase de él esa languidez. Resumiendo otra vez: tuve que devolverlo, profundamente dormido, a los suyos, los cuales, con una sonrisa, como diciendo que se lo esperaban, sin más lo metieron en su saco añadiendo: “Si acaso ya volveremos a hablar de esto en abril”.

Bueno, ¿qué te parece? ¿Pero por qué me escribes tan de tarde en tarde y por qué no me cuentas nunca cosas bonitas de París y de vuestra vida? ¿Qué te crees? ¿Que me he convertido en una salvaje? Adiós, escribe pronto.

A.

 

 

4

 

Solange querida:

Empiezo a preocuparme. Es inútil que me lo y te lo oculte. Es increíble la cantidad de personas que ya se han quedado dormidas aquí. Vaya donde vaya no veo más que los horribles y fétidos sacos colgando de las vigas. Pero iré al grano: te hablé, ¿recuerdas?, en mi primera carta de un joven noble y romántico que… sí, que, bueno, me hacía la corte. Pues bien, él… él también… ¡Oh, Solange! Ayer estaba aquí, en mi salón. Yo había tocado algo de música; él, a su vez, me había recitado una poesía, sí, suya, figúrate, cuya manifiesta inspiradora solo el pudor me impide mencionar. La hora era propicia a los desahogos del corazón, y, precisamente, yo estaba pensando que, después de todo, ya podría darle abiertamente alguna esperanza, pues no había ninguna razón ni en mí ni fuera de mí para no hacerlo. Y, así, le abandoné la mano que él, en un arrebato, me había agarrado, cuando… ¡Ah, amiga mía! ¿Cómo te lo voy a explicar? Con horror vi en el fondo de su mirada algo así como una languidez, pero no del tipo que te estás imaginando no. Era un entontecimiento y hasta una indiferencia, la indiferencia del último momento de que hace gala el hombre que está a punto de dormirse. ¿Comprendes, Solange? ¡Justo en ese momento empezaba a quedarse dormido! Durante un rato retuvo entre las suyas mi mano sin hacer nada, mirándome cada vez más atontado y como olvidado del supremo instante y de todo lo demás. Luego se recuperó en parte, dejó mi pobre y húmeda mano, bostezó (muy educadamente, eso sí), se acercó a la ventana, tamborileó en los cristales, se quejó de no sé qué dolor de cabeza, a continuación farfulló algo incomprensible y, sin siquiera esperar licencia (yo estaba demasiado turbada para hablar), dio media vuelta y se fue. Esto es todo. Hoy me dicen que también él ha caído en letargo. Sin duda su saco será de marta cebellina. ¡Dios mío! ¿Qué otra cosa quieres que diga sino “Dios mío”?

¡Y los demás! No sé si te he hablado de algunos parientes míos, o mejor, parientes de mi tío: Anoche mismo fui a visitarlos, un poco para vencer mi zozobra. Y me los encontré a todos alrededor de una mesa, graves y silenciosos. De vez en cuando, uno echaba un vistazo a la gaceta, tirada en la mesa, pero no exactamente a la gaceta, sino a los anuncios de la gaceta. Otro fumaba medio cigarro mirándose las uñas, pero no lo fumaba, se limitaba a encenderlo de vez en cuando. Un tercero tenía los antebrazos posados en la dichosa mesa y no hacía absolutamente nada.

Todos callaban o hablaban a duras penas del tiempo y todos tenían en el fondo de la mirada esa somnolencia que he aprendido a conocer bien. No es difícil prever que ellos también se dormirán muy pronto.

Mientras tanto, esta mañana desfiló ante mí, que estaba aterrorizada (pues habían insistido en verme) toda una procesión de campesinos que traían ofrendas en especie. Confusamente me explicaron que estas ofrendas, que se hacen tradicionalmente en estos días del año, reciben el nombre de “para el letargo”, que, sin embargo, aquí se llama de otra manera. ¡Santo cielo! Una sospecha atroz cruza por mi mente. ¿Y si mi tío también se hubiera dormido? Y en verdad me parece recordar ahora que él, tan puntilloso en cualquier otra circunstancia, solía responder a mis cartas invernales solo en primavera… ¡Pero no, qué cosas se me ocurren! Sin embargo, no hace mucho tiempo, habiendo ido no sé por qué razón al sótano, adonde nunca había bajado antes, descubrí un depósito entero de los infames sacos, ¡muchos de ellos ya llenos! Ya me parecía que no veía desde hacía días a algunas personas de la servidumbre. En compensación, el administrador está tan avispado como si tal cosa y mi viejo criado personal aguanta bien, salvo que cada vez está más atontado, lo mismo que la primera camarera. En cambio, la cocinera, desde hace unos días…

Dime, Solange: ¿crees que hay peligro de que llegue un momento en que se queden dormidos todos hasta el último? Todos, es decir, los supervivientes, me aseguran que no, que quien tenga algo que hacer se queda despierto. ¡Demonios! ¿Cómo me las arreglaría en una situación así?

La nieve ha caído en abundancia y un espeso manto cubre los campos hasta donde alcanza la vista. Es bella y también un poco triste.

¿Qué hacéis en París? ¿Vas, por fin, a decidirte a escribirme de una vez por todas? En cambio, en París, justo a esta hora empiezan a llegar las carrozas a la Ópera. Las damas enjoyadas lanzan vivas miradas a diestro y siniestro, mientras sus enamorados las miran en el umbral. Y todo vive, se agita y vibra. El aire mismo vibra en París. ¡Oh! ¿Crees que sufro estas nostalgias? Desengáñate: son mis nervios que, a veces, me gastan alguna broma pesada. Y, además, debo resistir, me lo he prometido. Adiós por ahora.

A.

 

 

5

 

Solange,

Solange mía, mi única amiga, escúchame: tú debes salvarme, ahora, en seguida. Debes tomar, en el mismo instante en que recibas estas líneas, debes tomar tu carruaje de viaje y correr, volar aquí a salvarme. ¿Me comprendes, Solange? ¡Dios mío! No puedo ordenar mis ideas. Oigo su caballo que piafa y resopla abajo en el patio. Te hablo del caballo del húsar. Sí, sí, sí: todos hasta el último se han dormido aquí, en el castillo, en el pueblo, en todas partes. ¡Todos, todos! Incluso el administrador y hace unas horas mi viejo criado. Solo él quedaba en pie y no pude mantenerlo despierto de ninguna manera, ni con el armagnac ni ofreciéndole dinero. Se veía que hacía esfuerzos pero, al final, fue más fuerte que él. No tengo tiempo de contarte nada más. Me precipité afuera: nieve, silencio, desierto. Parecía que me encontraba en una fábula, pero no, en las fábulas siempre hay un aire benigno; me hallaba en una pesadilla terrible… Estoy perdiendo un tiempo precioso y su caballo piafa cada vez más fuerte… Para terminar: después de un tiempo infinito vi lejos, lejos, en la nieve, un puntito negro que crecía rápidamente. Era él, este húsar joven y bello, él, que, sea quien sea, el Señor me manda. Galopaba furiosamente. Se detuvo a regañadientes. Le rogué, le supliqué que me llevase con él en su silla. Respondió: “Soy un portaórdenes, señorita”. Si supieras lo que he tenido que hacer y que decir para convencerlo, al menos, para que me espere diez minutos, no más de diez minutos (y sacó el reloj), el tiempo de escribirte este mensaje desesperado que ha prometido por su honor hacerte llegar lo más pronto posible. Ya solo me quedan dos minutos. Y ahora entiéndeme bien, Solange mía: yo no sé cocinar, no sé hacer nada y, además, en casa no hay nada. Me dan miedo los caballos y no sabría guiarlos para huir de aquí, si es que no se han dormido. Si tú no me salvas, me moriré en este lugar. ¡Solange, oh, Solange! ¿Me oyes? Sí, tú tenías razón, pero ahora no puedo perder ni un minuto… ¿Y si… y si le sucediera algo en el camino?… ¡Santo cielo! Oigo su voz que me llama… Solange, alma mía. ¿Qué más puedo decirte? Salva a tu pobre

A.

*FIN*


“Lettere dalla provincia”,
Ombre, 1954


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