Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Epitalamio

[Cuento - Texto completo.]

Ramón del Valle Inclán

I

—¡Oh, siempre aparece en ti el poeta, gran señor!

Y Augusta, verdaderamente encantada, volvió a leer la dedicatoria, un tanto dorevillesca, que el príncipe Attilio Bonaparte acababa de escribir para ella en la última página de los Salmos Paganos —¡aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga!

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… ¡Nadie como tú sabe decir las cosas! ¿De veras son éstos tus versos? ¡Yo quiero que seas el primer poeta del mundo! ¡Tómalos! ¡Tómalos! ¡Tómalos!…

Y Augusta le besaba con gracioso aturdimiento, entre frescas y cristalinas risas. Era su amor alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevard. Ella sentía por el poeta esa pasión que aroma la segunda juventud, con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con el culto olímpico y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.

Augusta susurró al oído del poeta:

—Mañana llega mi marido, y tendremos que vernos de otra manera, Attilio.

Una sonrisa desdeñosa tembló bajo el enhiesto mostacho del galán.

—Dejémosle llegar, madona.

Harto sabía el Príncipe que el buen caballero don Juan del Alcázar, académico rancio y poeta cortesano, era el más sesudo despreciador de Otelo. Si el Príncipe admiraba al erudito traductor de Horacio y de Virgilio, no era ciertamente por los sonetos fríos y engolados con que don Juan lamentaba todos los años en la Ilustración la muerte de los ideales; sino por aquella filosofía cínica, que a ser más consciente y haber revestido forma literaria, hubiérale labrado un sitial entre Carlos Baudelaire y Enrique Heine.

Augusta hizo un delicioso mohín de enfado.

—¿De manera que para ti no es una contrariedad que llegue mañana mi casto esposo?

Y cambiando repentinamente de voz y de ademanes, se echó a reír, con risa picaresca y alocada.

—Pues hijo, para mí tampoco. ¡Si hasta creo que tendremos más libertad! Él es muy aficionado a dar paseos largos; le haremos que se lleve a la chiquilla, y nosotros quedaremos dueños absolutos de hacer cuanto queramos.

—¿Y qué diablos tenemos que hacer nosotros, madona?

—Ya te lo diré yo…

Y alzando las holgadas mangas de su traje, enlazó al cuello del poeta los brazos desnudos, tibios, perfumados, blancos.

Las relaciones de Augusta con el príncipe Bonaparte habían nacido aquel invierno en un banquete con que los duques de Lantana —título de las Dos Sicilias— celebraran la llegada a Madrid de su deudo el príncipe Attilio Bonaparte, que acababa de ser nombrado secretario de la embajada italiana. Desde el primer momento, Augusta sintió la seducción del poeta, y el capricho de amarle y de poseerle. Con la gallarda insolencia de su temperamento, fue ella quien le buscó. No hubo ese largo y sutil flirteo que prepara la caída; como todas las adúlteras sin remordimientos, deseaba entregarse, y se entregó. Estaba loca por aquel poeta galante y gran señor, que cincelaba sus versos con el mismo buril que cincelara Benvenuto las ricas y floreadas copas de oro, donde el magnífico duque de Médicis bebía el seculo y el falerno, ¡los vinos clásicos que amaba el viejo Horacio! Fue un primer amor, porque fue distinto de sus otros amores. Todos los hombres que Augusta conociera hasta entonces, aun aquéllos más escépticos, hubieran querido convertirla en una madona prerrafaélica. El Príncipe fue el único que supo celebrar el candor cínico y lujuriante con que la dama encantaba sus amores, ¡aquellas divinas inmoralidades de que Augusta solamente hacía cumplido alarde en las confidencias con las amigas, porque hay ciertas cosas que sólo ellas y los confesores saben oírlas sin asustarse!

El Príncipe veía en Augusta la musa de los Salmos Paganos: la amaba con el amor del arte y el amor del libertinaje; dualismo comprensible en quien se mostraba como poeta, griego y bizantino, romano y bárbaro; alma extraña, que si rezase buscaría a Cristo en el Olimpo y a Júpiter en el Cielo. Tan original modo de ser constituye el mayor encanto de los Salmos Paganos; el poeta se retrata en ellos; leyendo ciertas estrofas, se tiene como una visión de aquella frente clásica y coronada de rizos, de aquella boca sensual que sonríe con desdén, de aquellos ojos dorados y valientes, ojos de aristócrata y de libertino. Merced a esta doble naturaleza de artista y de patricio, el príncipe Bonaparte es de todos los modernos poetas italianos el que mejor encarna la tradición erótica y cortesana del renacimiento florentino: los Salmos Paganos y las Letanías Galantes son libros que parecen escritos sobre la espalda blanca y tornátil de una princesa apasionada y artista, envenenadora y cruel. La musa del poeta es libertina y sensual, sardónica y desdeñosa: la sonrisa de Mefistófeles bajo el mostacho retorcido y fanfarrón de donjuán. El príncipe Attilio parece haber respirado el aroma voluptuoso de sus estrofas en los orientales camerinos del Palacio Borgia, en los verdes y floridos laberintos del Jardín de Bóboli. El poeta deshoja las rosas de Alejandría sobre la nieve de divinas desnudeces; ebrio como un dios, y coronado de pámpanos, bebe en la copa blanca de las magnolias, el vino alegre y dorado que luego en repetidos besos vierte en la boca roja y húmeda de Venus Turbulenta.

II

El Príncipe rodeó el talle de Augusta; Augusta se colgó de sus hombros: con calentura de amor, fueron a caer sobre un diván morisco. De pronto la dama se incorporó jadeante.

—¡Ahora no, Attilio!… ¡Ahora no!…

Se negaba y resistía con ese instinto de las hembras que quieren ser brutalizadas cada vez que son poseídas. Era una bacante que adoraba el placer con la epopeya primitiva de la violación y de la fuerza. El Príncipe se puso en pie; clavó la mirada en Augusta, y tornó a sentarse, mostrando solamente su despecho en una sonrisa patricia.

—¡Gracias, madona!… ¡Gracias!

—¿Te has enojado?… ¡Qué chiquillo eres! Si lo hago por la ilusión que me produce el verte así. ¡Todas las pruebas de que te gusto me parecen pocas!

Y graciosa y desenvuelta corrió a los brazos del galán.

—Caballero, béseme usted para que le perdone.

Quiso el Príncipe obedecerla, y ella, huyendo velozmente la cabeza, exclamó:

—Ha de ser tres veces: la primera en la frente, la segunda en la boca, y la tercera de libre elección.

—Todas de libre elección.

La voz del poeta tenía ese trémolo enronquecido, donde, aun las mujeres más castas adivinan el pecado fecundo, hermoso como un dios. Breves momentos permanecieron silenciosos los dos amantes: Augusta, viendo las pupilas del Príncipe que se abrían sobre las suyas, tuvo un apasionado despertar:

—¡Qué ojos tan bonitos tienes! A veces parecen negros, y son dorados, muy dorados. ¡Cuánto me gusta mirarme en ellos!

Y con los brazos enlazados al cuello del poeta, echaba atrás la cabeza para contemplarle.

—¡Oh traidorcillos, a cuántos miraréis! ¡Ojos míos queridos!… ¡Quisiera robártelos y tenerlos guardados en un cofre de plata con mis joyas!

El príncipe Attilio sonrió.

—¡Róbamelos, madona! Veré con los tuyos.

—¡Embusterísimo!

—¡Preciosa!

Inclinóse el Príncipe y la dama juntó los labios esperando… Después entornó las pestañas con feliz desmayo y pronunció sin desunir ya las bocas:

—¡Hoy no has de hacerme sufrir!, ¿no?

El Príncipe respondió en voz muy baja con ardiente susurro:

—¡No, mi amor querido!

Augusta parpadeaba estremecida y dichosa; cobró aliento en largo suspiro y apoyó la frente en el hombro del poeta.

—¡Ay!… ¡Cuantísimo nos queremos!… ¿Sabes lo que estoy pensando, Attilio? Cuando volvamos a Madrid quiero que todos cuantos me han hecho la corte, sin conseguir nada, sepan que soy tu querida.

El Príncipe la miró sin contestar. Ella entonces insistió mimosa:

—¡Jamás te halaga nada de lo que te digo!

—¡Qué loca eres, Augusta!

—¡No, no, pero te quiero tanto! ¡En vez de ser una señora casada, quisiera ser una prójima cualquiera para cometer por ti muchas, muchísimas locuras!… No viviría contigo, eso no. Me apañaría con un viejo rico… ¿Tú sabes de algún senador inválido de la política y de lo otro?…

—¿Para qué, madona?

—Para que nos sostenga a ti y a mí.

Esta vez el Príncipe acabó por celebrar los delirios plebeyos de aquella «Venus Bulevardista», que reía tendiéndose sobre el diván, mostrando en divino escorzo la garganta desnuda, y el blanco y perfumado nido del escote. Sobre la alfombra yacían los Salmos Paganos —¡aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en la alcoba!…

III

De pronto Augusta se incorporó sobresaltada. Una mano en cuyos dedos blancos brillaban las sortijas, alzaba el cortinaje que caía en majestuosos pliegues sobre la puerta del salón. Augusta se inclinó para recoger el libro que yacía al pie del diván: helada y prudente, murmuró en voz baja:

—¡Ahí está mi hija! Arréglate el bigote.

Beatriz entró riendo, tirando de las orejas a un perrillo enano que traía en brazos. Su madre la miró con ojos vibrantes de inquietud y despecho.

—Beatriz, no martirices a Niñón.

—Si no lo martirizo, mamá. Ya sabe Niñón que es de broma.

Y como el lindo gozquejo se desmandase con un ladrido, le hizo callar besuqueándole. Silenciosa y risueña, fue a sentarse en un sillón antiguo de alto y dorado respaldo. El Príncipe la contempló en silencio. Ella, sin dejar de sonreír, inclinó los párpados; quedaron en la sombra sus ojos verdes, su mirada verde como la de Minerva, y sibilina y misteriosa como aquella sonrisa que no llegaba a entreabrir el divino broche formado por los labios. El Príncipe, mirándola intensamente, cual si buscase el turbarla, pronunció en voz que simulaba distraída:

—¡Parece la Gioconda de Leonardo!

Era una Gioconda tan pálida y tan blanca, que su faz brillaba bajo la crencha rubia, como brilla la nieve en la cumbre de los montes bajo los dorados rayos del sol poniente. Oyendo al poeta inclinó los ojos, en cuyo fondo temblaba un miosotis azul; Augusta levantó los suyos, donde reían dos amorcillos traviesos: reclinada en la mecedora, agitaba un gran abanico de blancas y rizadas plumas; mecíase la dama, y su indolente movimiento dejaba ver en incitante claroscuro la redonda y torneada pierna; Beatriz se levantó celerosa y le puso a Niñón en el regazo. Con gracia de niña arrodillóse para arreglarle la falda; después le echó los brazos al cuello, dejando un beso en aquella boca, estremecida aún por los besos del amante. La mano de Augusta —una mano carnosa y blanca de abadesa joven e infanzona— acarició los cabellos de Beatriz con lentitud llena de amor y de ternura.

—¡Es encantadora esta pequeña mía!

Al mismo tiempo sus miradas buscaban las del poeta; al encontrarse sonrieron.

—Y usted, sátiro, ¿por qué no cerraba los ojos?

—Hubiera sido un sacrilegio. ¿Sabe usted de algún santo que los haya cerrado a la entrada del Cielo?

—¡Pero lo que no hacen los santos, lo hacen los diablos!

Y con el más provocativo gesto en los labios, estrechaba maternalmente contra el seno la rubia y espiritual cabeza de su hija. Augusta tenía un incomparable candor en la inmoralidad. Su ironía de entonces no era diletantismo sádico y literario como la del príncipe Attilio; casi no era ironía, en fuerza de su inconsciencia. Feliz e indiferente, ofrecía una mejilla a los besos de la hija y otra a los del amante.

Se levantó con perezosa languidez apoyándose en ambos hombros de Beatriz.

—Pasaremos un momento al ladder; ¡cuando se pone el sol aquello está delicioso!

Thi ladder, como decía Augusta, era una escalinata de piedra, con antiguo y labrado balconaje entre verdes enredaderas prisionero. Durante el estío, cuando los señores trocaban el hotel de la Castellana por el solariego pazo, aquel poético rincón cambiaba de aspecto, y aun de nombre. Era muy bella la boca de Augusta, y muy aristocrático el movimiento de sus labios para llamarle el patín como hacían el señor capellán y los criados. Su esnobismo de condesa pontificia sugeríale siempre alguna palabreja inglesa sorprendida en las crónicas de La Grand Dame y pronunciada como Dios quería. En tales empeños la dama consultaba la irrecusable autoridad de su doncella, una andaluza del Perchel, que había estado hasta dos meses en Londres con la duquesa de Ordax, la hermosa embajadora española. Pero llegaban las primeras nieblas de octubre, y los señores regresaban a la corte; entonces el patín recobraba su aspecto geórgico y campesino; las enredaderas que lo entoldaban sacudían alegremente sus campanillas blancas y azules; volvía a oírse el canto de dos tórtolas que el pastor tenía prisioneras en una jaula de mimbres; aspirábase el aroma de las manzanas que maduraban sobre las anchas losas; y la vieja criada, que había conocido a los otros señores, hilaba sentada al sol con el gato sobre la falda.

IV

La dama, con el abanico extendido, señalaba el horizonte.

—¡Los celajes de la tarde, en este país, son encantadores!

Estaba muy bella, detenida en la puerta del patín, bajo el arco de flores que las enredaderas hacían; en el fondo de sus ojos negros reía el sol poniente con una risa dorada; aureolaban su frente las campanillas blancas y azules, y las palomas torcaces venían a picotear en ellas, deshojándolas sobre los hombros de Augusta como una lluvia de gloria. El príncipe Attilio, olvidándose de Beatriz, pronunció entusiasmado:

—¡No sabes tú todo lo bella que estás!

Beatriz se volvió a mirarle con ojos llenos de asombro; pero ya Augusta la interrumpía riendo muy en alto con su reír sonoro y claro.

—¡Príncipe! ¡Príncipe!… Ese tuteo con que usted me honra ahora debe de ser una licencia poética, ¿verdad?

El Príncipe se inclinó ante aquella actriz admirable y audaz.

—Ciertamente, señora, una licencia involuntaria; pero el ingenio de usted todo lo salva y todo lo perdona.

Los labios de Augusta se plegaron maliciosos.

—¡Qué he de hacer! ¿Ofenderme?… ¡Ah! ¡Es usted tan capaz de achacarlo a coquetería! Si se tratase de Beatriz, dudaría si representaban ustedes la Divina Comedia.

Las mejillas de aquella pálida y silenciosa Gioconda se tiñeron de rosa. El poeta, sin poner cuidado en ello, repuso irónico y desenfadado.

—Harto sabe usted, Augusta, que en la divina y en la diabólica comedia, todos mis parlamentos los tengo con Francesco.

La dama, haciendo un gracioso mohín de horror, ocultó el rostro y la risa en el pañolito de encajes.

—¡Con qué cinismo lo confiesa el adúltero!

Atendía Beatriz estas gentiles burlerías con una sonrisa casi dolorosa. Apoyada en el alféizar del patín, poseída de nerviosa inquietud, deshojaba las yedras que alegraban la vejez de los balaustres. Augusta vio la ansiedad que contraía las facciones de aquella hija tan cruelmente olvidada, y tuvo una intuición dolorosa. Vagos y oscuros despertáronse los remordimientos, pero no fue más que un instante; allí estaba el poeta para adormecerlos. Los ojos del hombre la decían amores, mientras sus manos, aquellas manos ungidas para las turbulentas y silenciosas caricias, le ofrecían un ramo de jazmines; la mirada de Augusta se perdía en el fondo de las pupilas de su amante, inmóvil, intensa, en éxtasis escandaloso. La angustiosa expresión, la palidez casi trágica que cubría la faz de Beatriz habían sido olvidadas. Feliz y sonriente, la dama recibe las flores que le ofrece el poeta. Con los labios arranca un jazmín, y entorna los ojos y suspira para beber su aroma. La fragante campanilla engarzada en la fresca boca de Augusta, parecía un beso del abril galán. El príncipe Attilio se la pidió con un gesto; ella se la negó con otro gesto lleno de malicia. Contemplaba al poeta y le sonreía con los ojos a través del velo eléctrico y sedeño de las pestañas; al mismo tiempo sacaba la lengua tentadora y divina para humedecer los labios y la flor. Algunas veces se volvía a Beatriz, y la saludaba con un guiño picaresco que parecía decir: «¡Ya ves, hija mía, cómo todo ello es un juego inocente, en el cual no me olvido de ti, corazón!». Beatriz clavaba en su madre aquellos ojos de Gioconda, misteriosos y profundos, y se ruborizaba; pero en el fondo de sus pupilas dijérase que temblaban entonces dos llamas de inocente alegría. Augusta se puso en pie y llamó a Niñón; luego, inclinándose sobre el hombro del Príncipe, pronunció en voz baja:

—¡Toma la flor, ingrato!

Enderezóse velozmente, y con un grito de circo lanzó por alto el jazmín que Niñón atrapó en el aire. La dama, sin dejar de reír, dio una vuelta por el patín, arrancando puñados de hojas y flores que echó sobre la frente del poeta, cual si por modo tan gentil quisiese borrar su ceño. Beatriz no se movió: con mirada supersticiosa seguía los macabros aleteos de un murciélago que danzaba en la media luz del crepúsculo. Augusta, con una mano apoyada en el talle de su hija, descansaba, cobrando aliento, y reía, reía siempre… La respiración levantaba su seno en ola perfumada de juventud fecunda. Al mismo tiempo, con los ojos, Augusta imploraba del galán unos de esos perdones fáciles y ligeros que, como todos los escarceos del amor, hacen el encanto de las mujeres. Por momentos su cabeza desaparecía entre los verdes penachos de las yedras que columpiaba la brisa… En el recogimiento silencioso de la tarde resonaba el coro glorioso de sus risas: ¡Numen sagrado de las bacanales! ¡Canto de amor en el jardín de Venus! ¡Salmo Pagano en aquella boca roja, en aquella garganta desnuda y bíblica de Dalila tentadora!…

V

Volvió Augusta al lado del poeta, e inclinándose pronunció velozmente:

—¿No te has enojado? ¿Verdad que no?

La respuesta del Príncipe fue esa mirada teatral, intensa, sin parpados, que parece de rito en toda amorosa lid. Augusta buscó en la sombra la mano de su amante y se la estrechó furtivamente.

—Esta noche, ¿quieres que nos veamos?

El príncipe Attilio dudó un momento. Aquella pregunta, rica de voluptuosidad, perfumada de locura ardiente, deparábale ocasión donde mostrarse cruel y desdeñoso. ¡Placer amargo cuyas hieles son más gratas que todas las dulzuras del amor! Pero Augusta estaba tan bella, tales venturas prometía, que triunfó el encanto de los sentidos: una ola de galantería sensual envolvió al poeta.

—¡Oh, mi Augusta!… ¡Mi Augusta querida, esta noche y todas!…

Y los dos amantes, sonriendo, tornaron a estrecharse las manos, y se dieron la mirada besándose, poseyéndose, con posesión impalpable, en forma mística, intensa y feliz como el arrobo. Fue un momento no más. Beatriz volvió la cabeza, y ellos se soltaron vivamente. La niña encaminóse a la puerta del patín; ya allí, dirigiéndose al poeta, preguntó con timidez adorable:

—Príncipe, ¿quiere usted que, como ayer, ordeñemos la vaca, y que después bajemos a probar la miel de las colmenas?

Augusta los miró sin comprender.

—¡Por Dios, están ustedes locos! ¡Vaya una merienda de pastores!

Beatriz y el Príncipe cambiaban sonrisas, como dos camaradas que recuerdan juntos alguna travesura. La niña, sintiéndose feliz, exclamó:

—¡Tú no sabes, mamá!… Ayer lo hemos hecho así, ¿verdad, Príncipe?

Sus mejillas, antes tan pálidas, tenían ahora esmaltes de rosa; se alegraba el misterio de sus ojos; y su sonrisa de Gioconda adquiría expresión tan sensual y tentadora, que parecía reflejo de aquella otra sonrisa que jugaba en la boca de Augusta. El poeta, apoyado en el alféizar, se atusaba el mostacho con gallardía donjuanesca. A todo cuanto hablaba Beatriz asentía inclinándose como ante una reina; pero sus ojos de gran señor permanecían fijos en ella, siempre audaces y siempre dominadores. Todavía quiso insistir Augusta; pero su hija, echándole los brazos al cuello, la hizo callar sofocada por los besos.

—¡No digas que no, mamá! Ya verás como yo misma ordeño la Maruxa. El Príncipe me prometió ayer que con ese asunto escribiría unos versos, una «Pastorela mundana», ¿no dijo usted eso, Príncipe?

Y Beatriz, con aturdimiento desusado en ella, entró en la casa dando gritos para que sacasen del establo a la Maruxa. Augusta quedó un instante pensativa; luego, volviéndose a su amante, pronunció entre melancólica y risueña:

—¡Pobre hija mía!

El Príncipe hizo un gesto enigmático; tomó ambas manos de Augusta, y la llevó al otro extremo del patín, allí donde la yedra entrelazaba sus celosías más espesas. Caía la tarde, quedaba en amorosa sombra el nido verde y fragante que, recamando el patín, tejieran las enredaderas; el follaje temblaba con largos estremecimientos nupciales al sentirse besado por las auras; el dorado rayo del ocaso penetraba triunfante, luminoso y ardiente como la lanza de un arcángel. Aquella antigua escalinata, con su ornamentación mitológica cubierta de seculares y dorados líquenes, y su airosa balaustrada de granito donde las palomas se arrullaban al sol, y su rumoroso dosel que descendía en cascada de penachos verdes hasta tocar el suelo, recordaba esos parajes encantados que hay en el fondo de los bosques; camarines de bullentes hojas donde rubias princesas hilan en ruecas de cristal…

VI

Augusta murmuró suspirando:

—¡Qué tristeza tener que separarnos!… ¡Oh! ¡Qué bien dices tú en aquellos versos: «No hay días felices, hay solamente horas felices!».

El príncipe Attilio interrumpió vivamente:

—¡Augusta!… ¡Augusta, por los manes de Homero!… ¡Ni esos son versos, ni eso es mío!…

Augusta repuso con ligereza encantadora:

—Lo mismo da, corazón… Yo lo he aprendido de tus labios, y para mí será siempre tuyo…

Se estrechó a él, cubriéndole de besos, y murmuró en voz muy baja:

—¿Te he dicho que mi marido llega mañana? ¿No te contraría a ti eso?… Para mí es la muerte. ¡Si tú supieses cómo yo deseo tenerte siempre a mi lado!… ¡Y pensar que si tú quisieses!… Di, ¿por qué no quieres?

El poeta sonrió:

—¡Si yo quiero, Augusta!

Y atrayéndola, murmuró quedo, muy quedo, rozando con el bigote la oreja nacarada y monísima de la dama:

—¡Pero temo que tú, tan celosa, te arrepientas luego y sufras horriblemente!

Augusta quedóse un momento contemplando a su amante con expresión de alegre asombro.

—¡Estás loco, hijo de mi alma! ¿Por qué había yo de arrepentirme ni de sufrir? Al casarte con ella me parece que te casas conmigo… Sobre todo podré tenerte siempre a mi lado… ¡Ah! Pero esas son disculpas; tú temes que yo me convierta en una suegra de sainete y que te arañe.

Y riendo como una loca, hundía sus dedos blancos en la ola negra que formaba la barba del poeta, una barba asiría y perfumada como la del Sar Péladan.

El Príncipe pronunció con ligera ironía:

—¿Y si la moral llama a tu puerta, madona?

—No llamará. La moral es la palma de los eunucos.

El Príncipe quiso celebrar la frase, besando a la madona en aquella boca que tales gentilezas decía. Ella continuó:

—¡Pues si es la verdad, corazón!… Cuando se sabe querer, esa vieja tísica y asquerosa se está muy encerrada en su casa…

El Príncipe reía alegremente. Augusta era una mujer encantadora con aquella travesura, a la vez ingenua y depravada, y aquella sensualidad alegre y pagana como guirnalda de yedra.

—Este verano se arregla todo… Os casáis en el oratorio de casa… Si es preciso, yo misma os echo las bendiciones, digo la misa y predico la plática… En cuanto llegue mi señor marido haces la demanda oficial…

Habíase sentado en las rodillas de su amante, y hablaba con el ceño graciosamente fruncido.

—Si la novia no te gusta, mejor: te gusto yo, y basta; como que por eso te casas…

—No; si la novia me gusta.

—¡Embustero! Quieres darme celos. ¡Quien te gusta soy yo!

—Pues por lo mismo que me gustas tú. ¡Es una derivación!…

—No seas cínico, Attilio. ¡Me hace daño oírte esas cosas!

—¡Eres encantadora, madona!… ¡Ya estás celosa!

—¡No tal!… Comprende que eso sería un horror. Pero no debías jugar así con mis afectos más caros.

—No jugaré ni haré la conquista de ese inocente corazón.

—¡Si ya lo tienes conquistado, ingrato!… ¡Es la herencia!…

Y reían, el uno en brazos del otro. Después Augusta musitaba con susurro ansioso, caliente y blando:

—¿Verdad que eso de que te gusta lo dices por desesperarme?

Entraba Beatriz en aquel momento, y Augusta, sin dar tiempo a la respuesta del poeta, continuó en voz alta, con ese incomparable fingimiento, esa audacia del corazón, esa soberanía de lo imprevisto que hace de todas las adúlteras actrices divinas y mujeres adorables:

—¿No preguntaba usted por Beatriz, Príncipe? Pues aquí la tiene usted. Digo, usted no la tiene; todavía es de su madre…

El poeta se inclinó burlonamente.

—Augusta, que por mil años sea, como dicen en esta tierra.

—¡Príncipe, Príncipe! ¡Está usted loco!…

Beatriz miraba al Príncipe, y sonreía; el enigma de su boca de Gioconda era alegre y perfumado de pasión como el capullo entreabierto de una rosa. Augusta murmuró maliciosamente mientras acariciaba los cabellos de su hija:

—Oiga usted un secreto, Príncipe… Tengo prometidos a la Virgen los pendientes que llevo puestos, si me concede lo que le he pedido.

—¡Oh, qué bien sabe usted llegar al corazón de las vírgenes!

Augusta interrumpió vivamente:

—¡Calle usted, hereje!… Búrlese usted de mí, pero respetemos las cosas del Cielo.

Y hablaba santiguándose, para arredrar al demonio. A fuer de mujer elegante, era muy piadosa, no con la piedad trágica y macerada que inspira la faz de un Nazareno bizantino, sino con aquella devoción frívola y mundana de las damas aristocráticas; era el suyo un cristianismo placentero y gracioso como la faz del niño Jesús. El Príncipe, sin apartar la mirada de Beatriz, pero hablando con Augusta, pronunció lenta e intencionadamente:

—¿Se puede saber lo que le ha pedido usted a la Virgen?

—No se puede saber, pero se puede adivinar.

—Tengo para mí que pronto cambiarán de dueño los pendientes.

Y callaron los dos mirándose y sonriéndose.

VII

Una zagala pelirroja entró en el huerto conduciendo del ronzal a la Maruxa, la res destinada para celebrar la «Pastorela mundana»; aquel nuevo rito de ese nuevo paganismo, donde las diosas son Evas pervertidas, y donde los sacerdotes son poetas que se embriagan con ajenjo libado en elegante vaso griego. Beatriz descendió corriendo los escalones del patín, y acercándose a la vaca, comenzó por acariciarle el cuello.

—¡Príncipe, mire usted qué mansa es la Maruxiña!…

La vaca se estremecía bajo la mano de Beatriz —una mano muy blanca que se posaba con infantil recelo sobre el luciente y poderoso lomo de la Maruxa.

Beatriz levantó la cabeza:

—¿Pero no bajan ustedes?

Entonces Augusta hubo de interrumpir el coloquio que a media voz sostenía con el poeta.

—¡Hija mía, a qué cosas obligas tú a este caballero!

Y sonreía burlonamente designando al Príncipe con un ademán de gentil y extremada cortesía. El príncipe Attilio inclinóse a su vez y ofreció el brazo a la dama para descender al huerto. En lo alto de la escalinata, bajo el arco de follaje que entretejían las enredaderas, se detuvieron contemplando los dorados celajes del ocaso. El poeta arrancó un airón de yedras que se columpiaba sobre sus cabezas.

—¡Salve, Beatriz!… Ya tenemos con qué coronar a la Maruxa.

Al mismo tiempo unía los dos extremos de la rama, temblorosa en su alegre y sensual verdor. Augusta se la quitó de las manos.

—Yo seré la vestal encargada de adornar el testuz de la Maruxa…

Miró al poeta y sacudió la cabeza alborotándose los rizos y riendo.

—Usted, Príncipe, no dudará que sabré hacerlo.

Por recatarse de Beatriz, adoptaba un acento de alocado candor que, aun velando la intención, realzaba aquella gracia cínica, ¡delicioso perfume que Augusta sabía poner en cada frase!

El poeta clavó los ojos en la dama y murmuró intencionadamente:

—¡Pero usted no puede ser vestal, Augusta!

—¡Qué sabe usted lo que yo puedo ser!…

El Príncipe sonrió.

—Yo la creía a usted Turris Ebúrnea; pero no Virgo Veneranda.

—¡Príncipe! ¡Príncipe!

Y le amenazaba con el abanico. El Príncipe hizo un gesto de irónica sorpresa.

—¡Mi palabra de honor, Augusta!…

Ella le miró con expresión de burla.

—¡Hijo de mi alma, esta vez se acreditó usted de inocente!… Olvida usted que hay precedentes: la mamá de Rómulo y Remo… ¡Si sé yo más historia romana que mi señor marido; y eso que no tengo traducidos a Horacio y a Marcial!

A todo esto había hecho una corona con el ramo de yedras, y la colocó sobre las astas de la Maruxa. Después se volvió a Beatriz:

—¿No tiene más lances la «Pastorela mundana», chiquitina?…

Beatriz permaneció silenciosa. Sus ojos verdes, de un misterio doloroso y trágico, se fijaban con extravío en el rostro de Augusta, que supo conservar su expresión de placentera travesura. La sonrisa de Gioconda agonizaba dolorida sobre los castos labios de la niña. Augusta cambió una mirada con el poeta. Al mismo tiempo fue a sentarse en el banco de piedra que había al pie de un castaño secular. El Príncipe se acercó a Beatriz.

—¿Quiere usted que bajemos al colmenar?…

Beatriz pronunció con una sombra de melancolía:

—¡Yo quería ordeñar la Maruxa para que usted probase la leche, como ayer!…

Augusta murmuró reclinándose en el banco:

—¡Pues ordéñala, hija mía, la probaremos todos!

Beatriz se arrodilló al pie de la vaca. Su mano pálida, donde ponía reflejos sangrientos el rubí de una sortija, aprisionó temblorosa las calientes ubres de la Maruxa. Un chorro de leche salpicó el rostro de la niña, que levantó riendo la cabeza:

—¡Míreme usted, Príncipe!

Estaba muy bella con las blancas gotas resbalando sobre el rubor de las mejillas. El poeta se la mostró a la dama.

—¡He ahí el bautizo de la santa y pagana Naturaleza!…

Como si un estremecimiento voluptuoso pasase sobre la faz del mundo, se besaron las hojas de los árboles con largo y perezoso murmullo. La vaca levantó arrogante el mitológico testuz, coronado de yedras, y miró de hito en hito al Sol que se ocultaba. Herida por los destellos del ocaso, la Maruxa parecía de cobre bruñido; recordaba esos ídolos que esculpió la antigüedad clásica; divinidades robustas, benignas y fecundas que cantaron los poetas.

VIII

Un momento se distrajo Beatriz y el Príncipe murmuró al oído de Augusta:

—¿Quieres quedarte hoy sin los pendientes?

Augusta contestó con aquella risa sonora y clara que semejaba borboteo de agua en copa de oro:

—¡Príncipe! ¡Príncipe!… No me tiente usted.

Luego, volviéndose a Beatriz, quedóse un momento contemplándola con alegre expresión de amor y de ternura.

—Ven aquí, hija mía. Este caballero…

Y señalaba al Príncipe con ademán gracioso y desenvuelto. El Príncipe saludó.

—Ya lo ves cómo se inclina… ¡Jesús, qué poco oradora siento!… En suma, hija mía, que me acaba de pedirme tu mano…

Beatriz dudó un momento; después, abrazándose a su madre, empezó a sollozar nerviosa y angustiada…

—¡Ay, mamá! ¡Mamá de mi alma!… ¡Perdóname!

—¿Qué he de perdonarte yo, corazón?

Y Augusta, un poco conmovida, posó los labios en la frente de su hija.

—¿Tú no le quieres?

Beatriz ocultaba la faz en el hombro de su madre, y repetía cada vez con mayor duelo:

—¡Mamá de mi alma, perdóname!… ¡Perdóname!

—¿Pero tú no le quieres?

En la voz de Augusta descubríase una ansiedad oculta. Pero de pronto, adivinando lo que pasaba en el alma de su hija, murmuró con aquel cinismo candoroso que era toda su fuerza:

—¡Pobre ángel mío!… ¿Tú has pensado que las galanterías del Príncipe se dirigían a tu madre, verdad?

Beatriz se cubrió el rostro con las manos.

—¡Mamá! ¡Mamá!… ¡Soy muy mala!…

—¡No, corazón!

Augusta apoyaba contra su seno la cabeza de Beatriz. Sobre aquella aurora de cabellos rubios, sus ojos negros de mujer ardiente se entregaban a los ojos del poeta. Augusta sonreía, viendo logrados sus ensueños de matrona adúltera.

—¡Pobre ángel!… ¡Quiera Dios, Príncipe, que sepa usted hacerla feliz!

El Príncipe no contestó. Acariciábase la barba y dejaba vagar distraído la mirada. Pensaba si no había en todo aquello un poemetto libertino y sensual, como pudiera desearlo su musa.

Augusta le tocó con el abanico en el hombro.

—¡Hijos míos, daos las manos!… Debimos haber esperado a que llegase mi marido; pero qué diablos, la felicidad no es bueno retardarla… Ahora vamos a las colmenas para celebrar esa «Pastorela mundana» que ha dicho Beatriz. Príncipe, usted me servirá de caballero.

Y apoyándose en el poeta murmuró emocionada, con voz que apenas se oía:

—¡Ya verás lo dichoso que te hago esta noche!…

Se detuvo enjugándose dos lágrimas que abrillantaban el iris negro y apasionado de sus ojos. ¡Después de haber labrado la ventura de todos, sentíase profundamente conmovida! Y como Beatriz tornaba la cabeza con gracioso movimiento, y se detenía esperándolos, suspiró mirándose en ella con maternal arrobo.

—¡Hija de mi alma, tú también eres muy feliz!

Las pupilas de Beatriz respondieron con alegre llamear. Augusta, reclinando con lánguida voluptuosidad todo el peso delicioso de su cuerpo en aquel brazo amante que la sostenía, exclamó con íntimo convencimiento:

—¡Qué verdad es que las madres, las verdaderas madres, nunca nos equivocamos!…

*FIN*



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