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Era Mercurio

[Cuento - Texto completo.]

Elena Garro

A Ernesto Flores

Ahora estoy seguro de la primera vez que la vi. Es curioso, fue como verla y no verla. Ese día estaba preocupado, no en balde se toman decisiones para toda la vida. Cuando esto ocurre no sabemos si fuimos nosotros los que decidimos o si fue alguien quien decidió por nosotros. «¡Es una muchacha taan virtuosa!», me había dicho mi madre antes de salir de la casa. Sus palabras me molestaron. Oscurecía y las luces del Paseo de la Reforma se confundían con las luces del atardecer. El titular enorme de un diario: «QUE NO SE ACEPTE SU RENUNCIA», me hizo casi atropellar al mocoso vendedor de periódicos. «Estos políticos intervienen hasta en el momento en que voy a hablar con don Ignacio», me dije con ira, al mismo tiempo que esquivaba al mocoso, que me miró con ojos aterrados. Apenas salvado el obstáculo volví a escuchar las palabras pérfidas de mi madre: «No es bonita pero es taan virtuosa». Mi madre acentúa el énfasis de la frase en la palabra «tan», es inconfundible. Sus tanes ambiguos y enfáticos provocaron mi ira y mi distracción, no la renuncia de Carlos Madrazo.

«Todos nos casamos algún día, y Ema me adora», me dije a la altura del Caballito. Recordé cómo en el Jockey Club, en el cine, en su casa, siempre me miraba y me llevaba de la mano. Si alguna de sus amigas me sonreía, Ema me apretaba la mano y luego en el coche me reñía: «¡Yo tengo mi dignidad, a mí no me haces eso!». ¡Es una muchacha con mucha clase! Tal vez fue esta cualidad la que me ató a ella. ¿Por qué diría mi madre que no era bonita?, me pregunté ya en la Avenida Madero, rumbo al despacho de su padre. Nunca se me había ocurrido pensar que fuera ¡taan virtuosa! Bueno, uno no se casa con la más bonita sino con la que más lo quiere. «Es una manera de caminar la vida con seguridad», me había dicho don Ignacio. Sin embargo me molestaba que mi madre la encontrara fea.

Entré al edificio y cuando tomé el elevador, quise pensar en Ema, y ante mi asombro, no pude recordar de ella absolutamente nada: su voz, su cuerpo, su cara, se habían borrado de mi memoria totalmente. Solo sentí sobre el casimir de mi traje el peso compacto de su cuerpo cuando me besa. Asombrado, alcé los ojos y miré el tablero luminoso que marca el número de los pisos. Un dos rojizo apareció para dar paso a un tres igualmente rojizo. Fue en esos instantes cuando me llegó su perfume, intenso y metálico. Bajé los ojos y miré a mi izquierda. ¡Qué raro!, me había parecido que en el elevador solo íbamos el elevadorista y yo. Ahora resultaba que también iba ella. Miré su frente abombada, sus cabellos casi plateados, su nariz recta y sus ojos fijos en el tablero. Después miré el tablero, ya íbamos en el octavo piso. La volví a mirar. ¿En dónde había visto antes su traje plateado, su cuello largo y su boca pensativa?

—En el Museo Metropolitano de Nueva York —me dijo ella sin volver la cabeza y sin mover los labios.

En realidad no me lo dijo… aunque no estoy muy seguro. Más bien pienso que yo mismo lo recordé. Ella estaba de pie en las escalinatas de piedra, escrutando el cielo blanco, del cual caía una nieve pulverizada y blanquísima, que enriquecía sus cabellos de un halo centelleante y envolvía los muros y los troncos negros de los árboles del Central Park. «Es una mujer metálica», me dije aquella vez, contemplando su nariz helada y sus brazos cruzados. Su abrigo de pieles estaba constelado de escamas metálicas formadas por la nieve y toda ella relucía como una alhaja cincelada en platino, presidiendo el derrumbe de nieve…

De pronto, en el elevador, pensé que era absurdo recordarla porque yo no había estado nunca en el Museo Metropolitano, ni conocía tampoco Nueva York. «Debe ser gringa y la debo haber visto por aquí»…, me dije sonriendo conmigo mismo. Volví a mirarla. Ella seguía con los ojos fijos en el tablero, muy seria. Su piel relucía como una camelia o más bien como un guante blanco ajustado a una mano y a un brazo perfectos. La oí reír.

—No, no soy gringa… —me dijo o yo creí oír.

Vi ahora que su traje no era de plata sino de gabardina clara. Era el corte lo que lo hacía parecer plateado. La miré desde los cabellos hasta los pies. Era tan alta como yo y su hombro rozaba el mío. Llevaba los cabellos cortos y sus tobillos eran muy finos. Le miré la boca, no llevaba maquillaje. «¡Qué bonita!», pensé y me sentí muy desdichado. Una vena azul pálido subía por su cuello como un camino delicado y se perdía entre la oreja y los cabellos claros. «Ya he visto ese camino», me dije sintiendo que una delicia fría me soplaba en la nuca. Recordé el balcón, era estrecho, de piedra, y ella estaba allí. Me acerqué por detrás para besar la vena azul de su nuca que se confundía con el cielo que entraba apenas por la rendija abierta de la torre; antes de que mis labios alcanzaran su piel, ella se lanzó por el aire. Abajo estaban los pinos recamados de nieve y yo transido como un viudo joven, permanecí de pie, llorando sin lágrimas mi desdicha, que ahora en el elevador se volvió insoportable. Para no verla, volví a mirar los números del tablero que ahora marcaban 1715. No me alarmé, en México se descompone todo. El elevador iba tan de prisa como una flecha y en ese instante atravesaba el cielo igual a un cohete. Los números del tablero saltaron en desorden y luego se quedaron fijos en el número 14. El elevador se detuvo. También yo me detuve. Me volví a mi compañera que, imperturbable, seguía viendo el tablero.

—¡El catorce, joven…! —me dijo el elevadorista con voz impaciente. Su voz me expulsó del elevador. Me encontré en el pasillo de caucho encerado. Llamé en seguida el otro elevador, quería bajar y esperar, para saber quién era la desconocida. Las puertas del elevador contiguo se abrieron.

—¡Perdóneme, Javier!… ¿Ya se iba?… No pude llegar antes… —me dijo una voz jovial que me arrastró por el corredor: era don Ignacio.

Entramos a su oficina de muebles de cuero rojo. En una esquina un hule invadía con sus hojas aburridas el muro forrado de plástico grisáceo. En los sillones dos hombres gordos agitaron el periódico que casi me había hecho atropellar al vendedor de diarios.

—¡Qué escándalo están haciendo! —comentó don Ignacio.

Inmediatamente los tres hombres se enfrascaron en una charla animada de palabras gruesas, de cuentas y de vacas.

—¡Habrá que felicitar discretamente a Pancho!… —dijo uno de ellos haciendo con los dedos la señal de los pesos.

—Su campaña fue magnífica, no entiendo cómo ahora se le cuelan encabezados como éste —dijo uno de ellos señalando las enormes letras: «QUE NO SE ACEPTE SU RENUNCIA».

El hombre que hablaba era mi tío Ricardo y el otro era su socio don Joaquín. Ambos habían andado en la política y sus fortunas eran incalculables. «¡Qué suerte tuvo Ricardo, era tan listo para robar!», decía mi madre al hablar de su cuñado. No entiendo por qué en ese momento no reconocí a ninguno de los dos. Tal vez porque desde que avancé por el pasillo de caucho, conducido por mi futuro suegro, una enorme tristeza cayó sobre mis hombros. Acababa de perder algo precioso, algo irrecuperable… La conversación de los tres amigos, que la víspera me hubiera hecho saltar de júbilo, ahora me dejaba indiferente. Miré por los cristales del ventanal, el alto azul del cielo cubierto de tinieblas y hasta mí llegó una música que hacía girar las hojas de los árboles invisibles…

—¡Madrazo nos quería llevar a los tiempos del Trompudo!… —las palabras altisonantes del despacho golpearon los cristales como goterones de engrudo. Eran palabras que oía desde mi infancia: «Trompudo», «manada de indios», «me puso un cuatro», «con la mordida lo arreglé»… Ahora los tres hombres repetían una y otra vez ese lenguaje obtuso.

—No se preocupe, don Ignacio, eso corre por mi cuenta… —me oí diciendo de repente.

Don Ignacio pareció satisfecho. Ya no se hablaba de Madrazo, ahora se hablaba de las cuentas de la boda. Se discutía meticulosamente: adornos florales, música, bebidas, recepción, se hacía la lista de los invitados y los nombres de las gentes se revolvían con las marcas de los vinos.

—Cuando menos una copa de champagne —opinó mi tío Ricardo. Un silencio acogió su proposición. «Cuando menos una copa de champagne», repitió varias veces.

—Eso corre de mi cuenta —me oí diciendo otra vez.

Los tres hombres prosiguieron sus cálculos. Yo miré el periódico y el titular: «QUE NO SE ACEPTE SU RENUNCIA». ¿Y si yo renunciara a la boda habría la misma protesta? Me hundí en el sillón: me faltaba valor. En ese momento, mis mayores me mezclaron con un pasado suyo, que me resultó obsceno; los burdeles desfilaron uno detrás de otro y los nombres de mujeres olorosas a talco y a especias de cocina me siguieron hasta el pasillo de caucho. Una vez en la acera me despedí de prisa.

—Emita se va mañana a San Antonio a comprarse el trousseau… No ponga esa cara, va con su mamacita… —agregó don Ignacio mirándome con malicia.

Había olvidado a Ema y no me importaba lo más mínimo que fuera o no con su mamacita. Rehusé la invitación de don Ignacio y lo vi alejarse con sus amigos: iban a festejar mi boda y la renuncia de Madrazo. La última palabra que les escuché fue el nombre conocido de una prostituta.

Caminé la calle Madero y entré a Sanborns. Tomaría cualquier cosa y luego iría a un cine. No tenía ganas de estar al alcance del teléfono: quería evitar a Ema. «¡Ema es un nombre pesado!», me dije mientras comía unas enchiladas. Y a partir de ese instante, mi única intención fue renunciar a la boda. Pero ¿cómo lograrlo? Había ido demasiado lejos. Pagué la cuenta. Cuando atravesaba el departamento de perfumería volví a ver a la joven del elevador: llevaba un hermoso frasco de sales de baño, nítido y translúcido como ella.

Durante la proyección de la película estuve distraído. El mundo no era tan aparente como parecía, existía otro mundo imprevisto, que era el revés del mundo en el que yo vivía y en el cual sucedía el amor, la música, la belleza… Me pareció que ese otro mundo era inalcanzable para mí, carecía de la clave para penetrarlo.

Me iba a casar y nunca había pensado en que el amor fuera otra cosa que lo que Ema me ofrecía. ¿Qué me ofrecía? Una presencia terca y una fortuna…

A la salida del cine, un viento helado soplaba en la Avenida Juárez, todavía había papeleros vendiendo en grandes titulares la renuncia de Madrazo. Me pareció que el titular había envejecido mucho en pocas horas. Era mi renuncia la que debería de aparecer en esas hojas grises…

Esa noche dormí mal: viajé a lugares desconocidos en donde circulaban muertos tristes. Desperté dispuesto a romper con Ema, pero los días empezaron a pasar sin que yo diera un paso para lograr mis propósitos. Mi madre estaba satisfecha, todos estaban satisfechos y yo me dejaba llevar por los acontecimientos que se precipitaban con una velocidad peligrosa. Ema volvió de San Antonio y sus miradas significativas al enseñarme su «equipo» me desagradaron. ¿Cómo decirle mi decisión de renunciar a la boda? Mientras buscaba la ocasión, el mundo exterior continuaba su ritmo acostumbrado, salvo que las cosas, de pronto, tomaban sesgos inesperados: una mañana el cielo del zócalo se abrió en un hermoso túnel por el que desfilaron figuras luminosas e imprevistas, que en unos segundos se convirtieron en columnas de azogue. Después, al salir del Departamento Central, me crucé con la joven del elevador. Se me había vuelto costumbre encontrarla. La veía por todas partes: en el Paseo de la Reforma, en una calle solitaria de las Lomas; en las canchas de tenis, jugando con una precisión asombrosa, mientras yo perdía la pelota por seguir su juego matemático. ¿Quién era? Su silueta plateada se me había hecho familiar y si no hubiera estado tan agobiado por la proximidad de mi boda, la hubiera abordado, aunque ella no parecía dispuesta a permitir ningún acercamiento, ninguna familiaridad. Estaba seguro de que la desconocida no me había mirado nunca… a pesar de que siempre me dirigía la palabra y me recordaba sucesos remotos y dolorosos… Cuando la crucé en el Departamento Central, tomé la decisión de romper esa misma tarde con Ema.

—¡Madrazo es un tipo extraordinario! —afirmé en el salón de don Ignacio, envidiando su gesto libre y sintiéndome humillado por mi cobardía.

Don Ignacio me miró con cautela, las paredes color de rosa permanecieron idénticas a sí mismas y Ema se movió inquieta: cruzó la pierna y enseñó el liguero negro.

—¿Extraordinario? —preguntó don Ignacio con sorna.

—Nadie se atreve a renunciar a nada… —afirmé yo desfallecido de pánico. Mis palabras no obtuvieron respuesta. La familia de don Ignacio me miró en silencio. Era difícil para mí explicar que la famosa renuncia había quedado ligada con mi ignominiosa aceptación y que misteriosamente me venía al pensamiento una y otra vez.

¿Por qué no dije en ese momento que admiraba al político que había cometido un acto que yo era incapaz de realizar? Me despedí confuso y en dos días no volví a la casa de la calle de Montes Cárpatos.

Por la noche mi habitación se llenó de acordes de pianos y en el cielo se borraron los reflejos. Esa noche el suicidio reciente de un amigo me pareció comprensible: tampoco él había aceptado el fracaso… ¿Qué fracaso? No lo sabía.

La volví a encontrar en la cafetería del cine París. En esos días yo iba mucho al cine. Era una manera de escapar a Ema y a las continuas citas con ella que se habían vuelto tan aburridas como las citas de negocios. Esquivaba besarla y a ella no parecía importarle gran cosa: «Te tengo para siempre», me decía sin decirme nada. Asombrado miraba su boca engrasada de un carmín aladrillado. ¿Sería verdad? En el cine sucedían cosas que a mí no me sucedían jamás, por eso me refugiaba en sus salas oscuras.

Cuando la vi, bebía un ice cream de vainilla. Su traje era del color del helado, no tenía mangas, sino dos volantes casi geométricos que más bien parecían alas pequeñas y erguidas. Ocupé una mesa cercana a la suya y su perfume metálico llegó hasta mi lugar. No me miró. Se inclinó y mordisqueó la pajuela, después sorbió el líquido helado sin cambiar de expresión. Se levantó y salió del café. La alcancé bajo la marquesina.

—Señorita, ¿puedo acompañarla?

Ella miró el gas neón que venía de los cristales de la marquesina.

—¿Por qué no? —me dijo, aunque no sé si oí su voz o me la imaginé. La conduje a mi coche y se instaló junto a mí. No me miraba nunca. Estaba ocupada en mirar hacia el cielo a través del parabrisas. Me guió sin palabras hasta una callecita oscura de Coyoacán. Mientras manejaba le miré las piernas cruzadas: no llevaba medias y su piel relucía como la plata. Parecía no tener frío ni ocupar espacio. Estacioné el automóvil frente a una casa blanca y me volví a la desconocida, que permanecía impávida. La tomé en brazos y la sentí fría y líquida: como si abrazara a un río. Su boca fresquísima pareció entrar en la mía, disolverse y deshacerme en una sensación desconocida. Abrió los ojos y se escapó de mis brazos, la vi de pie, en medio de la noche, y la seguí. Avanzó con la rapidez de una serpiente hasta la puerta de entrada y la empujó. Hacía todo sin ruido y como si no encontrara resistencia en los objetos. Entré tras ella y me encontré en un vestíbulo pequeño del que partía una escalera blanca y lechosa que conducía al sótano. La joven se quitó los zapatos y bajó los escalones con presteza. Yo fui tras ella, admirando sus talones parecidos a la concha nácar y sus tobillos casi líquidos. Llegamos frente a una puerta pequeña, que ella abrió sin ruido y me hizo entrar en una habitación en donde había una cama de barrotes de madera oscura y un tapiz de pieles blancas. La colcha, las fundas de los almohadones, las cortinas y las porcelanas eran profundamente frías y blancas. Se recargó sobre la puerta cerrada y miró al techo con sus ojos clarísimos. Después, muy despacio, se bajó los tirantes del traje que formaban las alas que parecían nacer de sus hombros y descubrió su cuerpo desnudo en el que brillaban sus pechos como dos pequeños cúmulos de nieve. Quise acercarme, pero noté que ella continuaba descendiendo su traje, que cayó a sus pies. Quedó desnuda iluminando la habitación como una estrella radiante y mirando con sus ojos de estatua el techo bajísimo de su habitación. Di unos pasos y con la punta de los dedos acaricié el contorno del cuerpo misterioso; ella, sin mirarme, avanzó hasta la cama y se recostó sobre la colcha blanquísima. «Tú no crees en la belleza», quizás imaginé que me decía, mientras su cuerpo alargado y desnudo parecía convertirse en un río luminoso. Por una ventana alta cubierta de una cortina de muselina blanca entraba apenas el resplandor de las estrellas. El cuarto era subterráneo y el cuerpo tendido junto a mí era de plata. No era de este mundo. Estar con ella fue como entrar en la veta luminosa de una mina secreta, en donde los tesoros ocultos reaparecen en formas cada vez más preciosas. Por instantes tenía la sensación de no estar con nadie, aunque los placeres más inesperados me rodeaban. El cuerpo se escurría de entre mis brazos y reaparecía allí mismo, cada vez más brillante, cada vez más translúcido. Yo repetía: «Te amo», «te amo», pero las palabras no significaban lo que sentía por ella.

—No me verás mañana… ¿verdad?

Hice la tontería de jurarle que la vería todos los minutos de todos los días. No contestó, se enderezó en la cama como una hermosa fuente y señaló la luz que se filtraba por la ventanita pegada al techo de su cuarto. Después, saltó de la cama y se encaramó en un banquito que estaba abajo de la ventana, alzó los visillos blancos y miró abstraída las yerbas verdes que crecían en el suelo del jardín, que empezaba donde los cristales empezaban. Estábamos bajo tierra; arriba los verdes eran tiernos detrás de los cristales.

—Son las seis de la mañana —dijo aspirando la frescura de las yerbas.

Algo feroz me empujó de la cama. Me vestí de prisa y ya vestido me acerqué a la joven, que de pie en el taburete me miraba. Abracé sus rodillas cristalinas y me fui…

—A la noche vengo —dije mirándola desde la puerta, asombrosamente perfecta, asombrosamente impúdica.

Me recibieron los olores conocidos de mi casa y la voz de mi madre que en ese momento estaba desayunando. Sobre un sillón de su cuarto estaba un traje de terciopelo azul pavo. Aterrado, recordé que ese día me casaba.

—Pillo… ¿cómo estuvo la despedida de soltero?

A partir de ese instante el teléfono llamó sin cesar: siempre eran Ema y don Ignacio; querían cronometrar el tiempo y la salida para llegar juntos a San Jacinto. El atrio y las naves de la iglesia estaban atestadas de plumas y de faldas de raso. La boda olía a perfumes y a incienso y junto a mí, cubierta de una maraña de velos opacos, Ema parecía muy satisfecha, mientras el padre profería amenazas. «Esta noche la iré a ver», me repetía una y otra vez, mientras su cuerpo desnudo se paseaba líquido entre los altares. En la sacristía se acercó a mí y me besó en la boca mientras todos me daban la mano en señal de duelo. La vi desaparecer entre los invitados como una delgada columna de azogue…

En Acapulco no he visto absolutamente nada. Ema me cubre como una espesa capa de tierra, inconmovible a cualquier milagro. Sé que no voy a recuperarla, es el castigo por haber renunciado a la belleza… Nunca más hallaré la preciosa veta… porque ahora sé que ella era Mercurio…

FIN


La semana de colores, 1964


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