I
Érase otra vez,
cuando mi traje módico
cortado a la medida de la pizca de carne,
pinchado alrededor del espíritu
en el principio de cada sufrimiento,
mis pantalones rotos y mi saco empollado de amor
por los que había pagado y luchado demasiado tarde
sobre los bordes del pozo de cenizas,
en las grutas, trabajé con los pájaros,
enclavado en un collar de alano,
adornado con borlas en un sótano y en la tienda de saldos
o sobre un traga-nubes ataviado.
Luego, veloz con mis botas de corcho desde un mar restallante
fuera de la vista de los marinos,
en ropas ordinarias de arcilla disfrazada de escamas,
como un dios macho, que chapoteara la pollera del agua,
confundí a los sastres sentados,
a los sastres con cara de reloj hice retroceder;
entonces, tupido y ostentoso con pelucas y colas de zorros
saltando con ardor, lleno de hojas y plumas
desde el pie de canguro de la tierra,
desde su centro frío, silencioso
arrastrando la ropa mordida por el hielo
hacia las costas gordinflonas de Gales
como un cohete me lancé a sorprender
a la roca como aguja brillante de los usurpadores,
los que proclaman el Escándalo y la Banalidad
los que hilvanan pamplinas.
II
Mi tonto traje apenas padeció,
fluctuaba yo alrededor de un ataúd
que llevaba un hombre pájaro o algún espectro conversado.
Y la capucha del búho, la que esconde los pasos
arranca el pliegue y el agujero para la cabeza putrefacta
y engañada. Yo creí, mi hacedor,
que la nube sostenía al maestro de los sastres
con nervios en lugar de algodón.
Sobre los viejos mares de los cuentos, sacudiendo mis alas,
encrespando las olas con antenas, Colón en llamas
yo fui horadado por los ojos del sastre ídolo,
relumbrantes por la máscara de tiburón y la cabeza navegante,
el pico frío de Nansen sobre un bote colmado por sonidos de gong,
ante el muchacho de hilo común,
el brillante simulador, el ridículo petimetre del mar
con la carne reseca y la tierra por lecho y atavío.
Era dulce ahogarse en las próximas aguas, listas para vestir
con mi gorra de cerezas colgando, verde como las algas
convocando alguna voz de niño de la piedra palmípeda,
nunca, nunca, oh, nunca he de lamentar la corneta que usaba
en mi brazo tajante mientras estallaba en una ola.
Ahora, mientras me muestro casi desnudo, me tendería
me tendería, me tendería a vivir
callado como un hueso.
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