Escalera real
[Cuento - Texto completo.]
W. Somerset MaughamNo es que me considere un mal marinero. Cuando, a causa del temporal, hubimos de abandonar la partida, me refugié en las cubiertas inferiores.
Teníamos por costumbre jugar al póquer hasta las primeras horas de la madrugada, con apuestas muy limitadas, se entiende, para no perjudicar el bolsillo de nadie. Pero durante todo el día sopló un viento regular que, ya entrada la noche, se transformó en vendaval. Uno o dos compañeros dijeron que no se sentían del todo bien, y los otros siguieron jugando, pero sin poner mucha atención en la partida.
Aun cuando uno no se sienta mareado, el mal tiempo en alta mar es muy desagradable. Desprecio al fatuo que nos dice que le encanta encontrarse en medio de una tormenta en alta mar, y que dando vueltas por cubierta asegura que nunca está el mar demasiado agitado para su gusto.
Cuando siento crujir el maderamen del barco, y los cristales se hacen añicos, mientras me balanceo en el sillón observando cómo el buque cabecea hasta parecer arquearse, y el viento ruge y las olas se estrellan estruendosamente contra las armaduras, prefiero mil veces en tales momentos hallarme en tierra firme.
Creo que ninguno se lamentó cuando alguien propuso terminar la partida, y se jugó sin protestas la última mano con apertura de sotas.
Me quedé solo en el salón de fumar, porque preveía que no me sería fácil conciliar el sueño con semejante estruendo, y que tampoco podría leer oyendo las olas del Pacífico estrellarse contra la portilla de mi camarote.
Para pasar mejor el tiempo tomé dos barajas de las que habíamos utilizado para jugar, y después de barajarlas comencé a hacer un complicado solitario.
No habían transcurrido diez minutos cuando se abrió de pronto la puerta a consecuencia de una fuerte ráfaga de viento que me dispersó las cartas, mientras irrumpían en el salón dos pasajeros casi exhaustos.
El barco no llevaba pasaje completo, y nos hallábamos ya a diez días de navegación de Hong-Kong, por lo que me había sobrado tiempo para trabar conocimiento con todos los pasajeros de a bordo.
Había charlado en diversas ocasiones con la pareja que acababa de entrar, y notando que me hallaba solo se acercaron a mi mesa. Eran dos ancianos. Tal vez fuera ésta la razón que los había atraído mutuamente, porque se habían conocido al embarcar en Hong-Kong y ahora se los veía la mayor parte del día sentados juntos en el salón de fumar. No hablaban mucho, pero se sentían cómodos estando uno al lado del otro, con una botella de Vichy ante ellos. Eran dos ancianos acaudalados, y eso también explicaba en parte el lazo que los unía. Los ricos se sienten más cómodos en compañía de sus iguales. Saben bien el mérito que representa el dinero. Su concepto de los pobres es que siempre están pidiendo algo. Es verdad que los pobres sienten admiración por los ricos, y es agradable sentirse admirado, pero, por otra parte, también los envidian, y esto impide que su admiración por ellos resulte del todo sincera.
Uno de los ancianos era judío. Se llamaba Rosenbaum, y tenía una prominente joroba. Vestía con negligencia, dando la impresión de que sus trajes le estaban demasiado grandes. Su viejo y flaco cuerpo parecía atacado ya por la corrupción de la tumba. La única expresión que se dibujaba en su semblante era la de astucia, pero no debía extrañar, pues solo era el resultado de numerosos años practicando artimañas. Era, por otro lado, un hombre afable y cordial; bebía y fumaba mucho, y sus obras de caridad eran mundialmente conocidas.
El otro se llamaba Donalson y era escocés, pero le habían llevado a California siendo muy pequeño, logrando hacer una gran fortuna en las minas. Era de baja estatura, de rostro colorado, barbilampiño y lustroso; no tenía un solo pelo, salvo un minúsculo mechón plateado que le adornaba el cuello, y sus ojos eran suaves. Toda la fuerza que podía haber tenido antaño había desaparecido con el tiempo, y cuando le conocí parecía personificar la bondad.
—Creí que se habría acostado usted —le dije.
—Debiera haberlo hecho —me contestó el escocés—, pero míster Rosenbaum me lo impidió contándome sus recuerdos.
—¿De qué nos sirve ir a la cama si uno no puede conciliar el sueño? —dijo míster Rosenbaum.
—Dé usted mañana diez vueltas conmigo por la cubierta y verá qué bien dormirá.
—En mi vida he hecho ejercicio, y no estoy dispuesto a empezar a hacerlo ahora.
—Eso es una tontería. Su salud sería doblemente mejor si se hubiera acostumbrado a hacer ejercicio. Fíjese en mí; nunca pensaría usted que he cumplido ya los setenta y nueve, ¿no es verdad?
Míster Rosenbaum miró escrutadoramente a míster Donalson.
—No, ciertamente, no hubiese supuesto que tuviera usted tanta edad. Se conserva usted muy bien.
Parece más joven que yo, que solo tengo setenta y seis años. Pero, eso sí, jamás he estado enfermo.
En aquel momento apareció el camarero, anunciando que no tardarían en cerrar el bar y preguntando si deseábamos tomar algo.
—Es una noche tormentosa —dijo míster Rosenbaum—. ¿Qué le parece si tomáramos una botella de champaña?
—Prefiero media botella de Vichy —repuso míster Donalson.
—Siendo así, tráigame a mí lo mismo —dijo Rosenbaum.
El camarero se alejó.
—Sin embargo —continuó míster Rosenbaum con impertinencia—, no me hubiese privado por todo el oro del mundo de las cosas de que usted ha prescindido.
Míster Donalson esbozó una leve sonrisa.
—Míster Rosenbaum no puede explicarse que yo no haya probado una gota de alcohol ni jugado a las cartas desde hace cincuenta y siete años. Y ahora le pregunto: ¿qué clase de vida es ésa? En mi juventud fui un gran bebedor y un jugador atrevido, pero sufrí un gran desengaño que me sirvió de lección.
—Cuéntele cómo sucedió —le rogó míster Rosenbaum—. El señor es escritor, y tal vez saque algún provecho escribiendo una historia sobre el particular que le ayude a abonar su pasaje.
—No es una historia que aun hoy me agrade recordar ni repetir, y, por lo tanto, seré lo más breve posible.
“Entre cuatro habíamos formado una sociedad. Éramos todos amigos, y el mayor no tenía aún veinticinco años. Además de él y de mí había dos hermanos apellidados MacDermott, pero parecían ser más amigos que hermanos. Lo que ero de uno era de otro, y cuando uno de ellos iba al pueblo siempre le acompañaba su hermano. Reían y bromeaban juntos. Eran dos buenos mozos, de parecida estatura.
“Formábamos un grupo bastante turbulento, pero, sin embargo, no nos iba muy mal. Cuando ganábamos no vacilábamos en gastarlo todo. En fin, una noche en que nos encontrábamos de juerga, bebiendo y jugando al póquer, llegamos a estar más embriagados de lo que creíamos.
“De pronto comenzaron a disputar los hermanos MacDermott. Uno acusaba al otro de tramposo.
“—¡Retira lo que has dicho! —gritó James.
“—Prefiero verte antes en el infierno —le contestó Edward, y antes de que mí compañero y yo pudiésemos intervenir sacó James un revólver, disparando y matando en el acto a su hermano.
El barco se balanceó de tal manera que nos vimos obligados a sujetarnos a nuestros asientos para no caer al suelo. En la despensa se oyó un estrépito de botellas y de vasos que rodaban por los estantes. Sentí que mi corazón se oprimía al oír aquella historia de labios de un viejecito tan apacible como Donalson aparentaba ser. Parecía un cuento de otra época, y costaba creer que aquel pequeño anciano de cara roja y gordinflona, con su mechón plateado en el cuello, que vestía smoking y lucía en la camisa dos enormes perlas, hubiera sido uno de los protagonistas.
—¿Qué sucedió luego? —le pregunté.
—Nos serenamos todos muy pronto. A James le costó creer en el primer momento que su hermano estuviese muerto. Le alzó en brazos y le dijo:
“—Despiértate, muchacho… Despiértate…
“Lloró durante toda la noche, y al día siguiente lo acompañamos a caballo, uno a cada lado, durante un largo viaje de cuarenta millas, hasta la ciudad, para entregarlo al alguacil.
“Yo lloraba también cuando al despedirme le estreché la mano y le dije:
“—Hasta mañana.
“A raíz de este episodio le juré a mi compañero que mientras viviese no volvería a jugar a las cartas ni a beber, y no he quebrantado mi promesa ni la quebrantaré jamás”.
Míster Donalson inclinó la cabeza. Sus labios temblaban. Parecían recordar aún la lejana escena. Me hubiera gustado preguntarle algo más, pero lo vi tan afectado que no me atreví a hacerlo.
Parecía que ni él ni su compañero habían vacilado un momento en entregar a la justicia al desdichado joven, como si fuera para ellos lo más natural y lógico. De esto se deducía que, a pesar de todo, aquellos toscos y desenfrenados individuos sentían un hondo respeto por la majestad de la ley. Tuve un escalofrío. Míster Donalson apuró su vaso de Vichy, nos dio las buenas noches y se alejó.
—Creo que el viejo está volviendo a la infancia —me dijo míster Rosenbaum—. Por mi parte, no creo que jamás haya sido un hombre muy despierto.
—Sí, pero eso no quita para que haya sido bastante inteligente para amasar una fortuna tan considerable como la que tiene.
—Sí, pero ¿de qué manera? Fue en esos lejanos días en California, donde no se necesitaba tener cerebro para ganar dinero; solo era preciso tener suerte, y sé perfectamente lo que me digo. En Johannesburg era otra cosa. Allí sí que era necesario ser vivo. Joburg, como lo llamábamos, era algo fantástico allá por el año ochenta y tantos. Puedo asegurarle que éramos un grupo de tipos descabellados. Nuestro lema era: “Cada uno para sí, y al ultimo que se lo lleve el diablo”. —Ensimismado, bebió un sorbo de agua de Vichy. Luego prosiguió—: Puede usted guardarse todo el ejercicio que le proporcionen el croquet, el base-ball, el golf, el tenis o el fútbol. Esto está muy bien para los muchachos, pero yo le pregunto: ¿considera usted razonable que un hombre ande corriendo de un lado para otro tras una pelota? El póquer es, a mi entender, el único juego adecuado a una persona mayor. En el tenemos siempre la mano alzada contra los demás, y estos a su vez la tienen alzada contra nosotros. No hay sino una fórmula para triunfar en la vida, y es hundir al que se atreve a hacernos frente.
—No sabía que era usted aficionado al póquer —le interrumpí—. ¿Por qué no juega con nosotros alguna tarde?
—He dejado de jugar por la única razón que puede asistir a una persona. No puedo concebir que uno renuncie al póquer solo porque un amigo haya tenido la mala suerte de morir trágicamente, y, de todas formas, no vale la pena un amigo que resulte tan imbécil como para permitir que lo maten. ¡Cómo recuerdo esos inolvidables días de antaño! Para saber lo que era una partida de póquer en aquellos tiempos, es necesario haber vivido en el África del Sur.
“Voy a relatarle una de las más formidables partidas que recuerdo. Todos eran jugadores expertos. No había artimaña, por muy deshonesta que fuese, que no conocieran. Era algo grandioso. Una noche me hallaba jugando en compañía de algunos hombres de los más eminentes de Johannesburg cuando me llamaron afuera. Había más de dos mil libras esterlinas en el pozo.
“—Continúen jugando. Regresaré en seguida —les dije.
“—Muy bien —me contestaron a coro—. No se preocupe por nosotros.
“Bien, creo que no estuve ausente más de un minuto. Cuando regresé, observé al tomar mis cartas que tenía una escalera real con la reina a la cabeza. No dije una sola palabra, y me pasé. Sabía con quienes tenía que vérmelas. Pero ¿quiere usted creer que me equivoqué?
—¿Qué quiere usted decir? No le entiendo.
—Aquella mano se jugó correctamente, y la banca fue ganada por una pareja de sietes. Pero, claro, ¿cómo podía yo haberlo adivinado? Lo que me preocupaba era que alguien pudiera tener una escalera real mayor que la mía. Me pareció que era precisamente la mano a propósito para hacerle a uno perder cien mil libras.
—¡Qué mala suerte! —le dije.
—Estuve a punto de sufrir una parálisis. Y fue otra escalera real la que me hizo abandonar el póquer. No me habían correspondido más de cinco en toda mi vida. Creo que el cálculo de probabilidades es de una en sesenta y seis mil manos. Hace años me hallaba cierta tarde en San Francisco jugando con bastante mala suerte. No había perdido mucho dinero porque no me era posible jugar. Apenas si la fortuna me concedía una pareja de vez en cuando, y si por casualidad me tocaba una no acertaba a utilizarla para mejorar la mano.
“Me habían dado unas cartas tan malas como las anteriores y decidí no entrar en juego. El jugador que tenía a mi lado decidió hacer lo mismo, y le mostré mis cartas.
“—Cartas como éstas son las que me han tocado toda la tarde —le dije amargamente—. ¿Quién puede jugar así?
“—Pues no me explico qué clase de cartas quiere —me dijo—. Cualquiera estaría dispuesto a jugarse el resto teniendo una escalera real en la mano.
“—¿Cómo? —exclamé horrorizado. Temblaba como una hoja. Miré de nuevo las cartas. Me había parecido que solo tenía dos o tres oros y dos o tres copas, pero ¡cielos!, era otra escalera real, y de oros, por cierto. ¡Y no me había dado cuenta!
“Le eché la culpa a mis ojos, porque sabía lo que quería decir: vejez. No acostumbro a llorar. No soy de esa clase de hombres. Pero, a pesar de todo, no pude impedirlo en aquel momento. Traté de contenerme, pero fue en vano. Las lágrimas brotaron de mis ojos.
—Señores, he terminado. Cuando a uno se le nubla la vista hasta el punto de no distinguir una escalera real teniéndola en las manos, lo mejor es que se dedique a otra cosa que a perder el tiempo jugando al póquer. La naturaleza me lo hace recordar, y tomaré buena nota de ello. No volveré a jugar al póquer mientras viva.
“Cobré mis fichas, todas menos una, y me alejé de allí. Desde entonces no he vuelto a jugar más.
Míster Rosenbaum sacó una ficha del bolsillo de su chaleco y me la enseñó.
—Guardo esto como un recuerdo —dijo—. Siempre la llevo conmigo. Soy tal vez un viejo sentimental, pero el póquer era lo único que me atraía. Ahora solo me queda una cosa.
—¿Qué es? —le pregunté.
Una sonrisa se dibujó en su astuto semblante. Tras los gruesos cristales de sus gafas, sus ojos, que denunciaban un padecimiento reumático, parpadearon, reflejándose en ellos una irónica mirada de alegría. Demostraba una malicia y una astucia increíbles. Lanzó una carcajada y me contestó empleando una sola palabra:
—¡Caridad!
*FIN*