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Esos rostros oscuros

[Cuento - Texto completo.]

Augusto Roa Bastos

1

Hacía rato que había anochecido y el calor seguía crujiendo entre el follaje seco de los árboles que rodeaba las casas del puesto, en la loma. Parecía el chirrido de un horno que se fuera enfriando con imperceptibles rajaduras del adobe caldeado.

Las casuarinas estaban silenciosas y erguidas. A lo lejos, el campo se anegaba en una penumbra morada de la cual no había huido del todo la claridad.

A la izquierda, como a un cuarto de legua, estaba el montecito de tacuaras, espinillos y sauces que ocultaba la laguna.

Se escuchaba el mugido lejano de los vacunos que esperaban su ración de sal cerca de las bateas. Pero no los gritos de la peonada arreando el ganado o en cerrando los terneros en los corrales o apartando las lecheras de la novillada. Algunos toros se corneaban entre sí, provocando aislados tumultos en la tropilla náufraga y levantando nubes de polvo rosado.

Alrededor de la casa de ladrillos con techo de paja estaban los galpones donde se guardaban los aperos, las herramientas, el forraje, los bastimentos. En uno de ellos dormía la peonada. También parecían desiertos. Solo en el rancho que hacía de cocina había algún movimiento. Una negra enorme, con un trapo colorado y sucio atado a la cabeza, trasegaba laboriosamente el locro de un marmitón a otras ollas menores. Era el rancho de los peones. El vapor apetitoso, oliendo a cecina, a choclo, a especias, llenaba la cocina humosa y baja, llena de hollín, de enseres colgando en ganchos de alambre que pendían de las tijeras. Un chorro de locro hirviente cayó, en un descuido, sobre el pie de la machú. Los granos blancos y gordos se esparcieron por el suelo, un trozo negro de cecina con un medallón de grasa.

—¡Añá membuy…! —rezongó la vieja poniendo los ojos en blanco, no se podía decir si de dolor o de cólera.

Otra voz, chillona y áspera, salió en ese momento de la casa.

—¡Martina…, Martina…! ¿No volvió todavía la hija del dotor?

La negra salió balanceándose.

—Neira güeterí, ama.

En la puerta de la casa estaba una mujer vieja y flaca. Su ropa era oscura y amplia y tenía el pelo recogido sobre la nuca en un gran rodete sujeto con un peinetón dorado.

—Y Juancho, ¿dónde está?

—Hace un momento andaba por ahí trajinando.

—¡Juanchooo…! —llamaron al unísono la patrona y la negra. Un grito horriblemente destemplado. De la cuadra de los peones salió un muchachuelo desmedra do, puro piel y huesos, con los ojos brillantes por la tisis. Renqueaba sobre los pies hinchados por los piques.

—¡Juancho!

—Mande, la señora.

—¿No la viste a la niña Amelia?

—Se jué a bañar al laguna.

—Ya sé. Lo que te pregunto es si volvió.

—No, la señora.

La mujer quedó un rato pensativa. Se le veía revolver el asunto por dentro. La negra y el muchacho estaban pendientes de ella.

—Y los peones, Martina, ¿ya vinieron para el rancho?

-Neira gueterí ave!, ama.

—Entonces no hay nadie. No está ni Rosendo. Y la hija del dotor… ¡Jesús! ¿Quién sabe qué le habrá pasado a esa loca?

Los ojos del muchacho brillaron aún más al fondo de las cuencas.

—¿Queré que vaya a ver en el laguna, patrona? —y sin esperar la orden, se largó lomada abajo, con un trote extraño de langosta, saltando sobre sus zancudas extremidades.

—Andate vo’ también, Martina, hacia los corrales. A lo mejor ko esa machona anda entre lo’ hombre… ¡Jesú, che Dió! ¡Cuándo pikó la llevará el padre de una ve y no’ dejará tranquilo! E’ un quebranto continuo…

La jeta de la negra se movió mascullando una interjección inentendible. Buscaba esquivar la inútil caminata.

—¿Y el locro, ama? Se va a enfriar todo. Vi’ a alzarlo otra ve en el fuego.

—Depué, depué. Hay que encontrar primero a la niña Amelia. Pronto… ¿Quién sabe qué le habrá pasado? —se hincó el agudo meñique entre los labios. En su voz vibraban el temor auténtico, la responsabilidad y otra cosa que era como la intuición oscura de la hembra; algo así como una comezón concupiscente frenada solo por el egoísmo, por la intolerante malicia, la continencia forzosa de ese organismo marchito. Enteca y áspera, volvió a entrar en la casa. El peinetón dorado, cabalgando el rodete, se borró en la sombra.

 

2

 

Amelia era hija del diputado Jerónimo Mendieta. Los Alderete lo llamaban simplemente el Dotor. En toda la región no se le conocía de otro modo, así que Amelia era la hija del Dotor.

Unos favores iniciales del influyente abogado de Asunción convirtieron a Rosendo Alderete, fuerte estanciero de las Misiones, si no en un verdadero cacique político, en uno de los más importantes testaferros electorales del partido a que pertenecía Mendieta. Y fueron sus esfuerzos los que permitieron a éste ganar la banca que detentaba.

—Carnearé y largaré plata hasta que el Dotor salga eleto — había prometido Rosendo Alderete. Y así sucedió. Ni siquiera tuvo que carnear demasiado. Unas diez vaquitas solamente (las que se habían apartado por enfermas en el último rodeo) para el asado con cuero de las juntas vecinales. Y dos o tres bordalesas de caña que consiguió como “contribución para el partido” del alambique clandestino de un correligionario. Total, que apenas le había costado plata “ablandar” a los chococués esparcidos en sus tierras.

Había sido un buen trabajo. En recompensa, el Doctor, después de un corto expedienteo en Asunción, logró añadir un refajo fiscal de varias legüitas cuadradas a la estancia de Alderete. Había allí un monte de buena madera sin explotar, plantaciones de yerba del tiempo de los jesuitas, abundantes aguadas y excelente campo de pastoreo. Había sido un negocio redondo; sobre todo para Alderete, que vio de pronto crecer su estancia, como ni siquiera lo hubiera soñado. El Doctor solo pidió la explotación a medias de la madera y de la yerba. Era un precio ínfimo. Rosendo Alderete estaba lleno de gratitud, de fanática admiración por el Doctor.

Durante las elecciones, unos arrendatarios se mostraron remisos hacia el Doctor. Y hasta existía contra ellos la sospecha de que habían votado por el contrincante. Alderete les hizo la vida imposible, hasta que consiguió echarlos, quedándose además con sus cosechas.

—No voy a estar engordando a enemigos de mi partido, a rebeldes, a sinvergüenzas… —dijo cerrando el capítulo de la expulsión de ese centenar de esclavos que se tuvieron que ir con sus mujeres y sus críos, desnudos y hambrientos, a otros feudos probablemente más inhóspitos aún.

 

3

 

El Doctor, de tanto en tanto, hacía cortas giras políticas por las localidades de su circunscripción. Rosendo Alderete iba a caballo a la estancia del ferrocarril a verlo pasar, a saber las noticias, a estrechar las manos del gran hombre, “tan bueno, tan inteligente, uno de los verdaderos puntales del partido y del gobierno”. Volvía orondo, hinchado como un pavo y graznaba a su mujer las cosas que le había dicho el Doctor.

Al regreso de una de estas fugaces entrevistas, Alderete le refirió muy orgulloso que el Doctor tenía pensado traer a su hija Amelia y dejarla unos días con ellos, durante las vacaciones.

—Va a rendir el quinto grado —le había dicho—. Y no anda muy bien de la cabeza. Tiene unas cosas muy raras. Los médicos dicen que son trastornos del crecimiento. Pero yo creo que es solamente cansancio mental, por el estudio, ¿sabe? La chica lee mucho. Quieren que salga al campo, a descansar.

—Pero cómo no, Dotor —le había respondido Alderete, untuoso, servicial—. En casa va a pasar muy bien la niña. Hay una linda laguna. El aire e’sano. La alimentaremos muy bien. Le daremos mucha leche caliente, caldo de pata, remedio ñaná. Se pondrá enseguida como hierro, Dotor.

—Sería más o menos a mediados de diciembre. Yo le avisaré con un telegrama. Así se trae el sulky. Yo seguiré a Encarnación. Al regreso me la llevo de vuelta. Solamente por unos días.

—Pero cómo no, Dotar… Con mucho gusto. La niña estará como en su casa. No se va a arrepentir.

 

4

 

Llegó con una valija negra grande y con ese extraño perrito blanco que tenía una cinta celeste atada al cuello y olía con el mismo perfume que ella. Tan chico que parecía un juguete vivo, ladrador.

Bajó del sulky hermosa, opulenta. No había cumplido aún los diecisiete años, pero parecía ya una mujer robusta y granada de veinticinco. La tez como las magnolias, bajo la cabellera oscura. Pálida y ojerosa. Demasiado blanca y espigada. Orgullosa, o quizá solamente reservada.

Mientras bajaba, un golpe de viento removió el vestido y mostró parte de la pantorrilla mórbida y gruesa, como el tronco de un árbol recién despellejado. Alderete, que le tendía la mano para ayudarla, giró el rostro para no ver, gritando con ira repentina a Juancho cualquier cosa. El muchacho viboreó junto al sulky sin saber qué hacer. Ese resplandor de vientre de pescado también lo había cegado a él pateándole el estómago hético con la coz de una mula, removiendo sus irremediables catorce años, su pubertad baldada por el mal.

 

5

 

Fue Juancho quien llevó a los enloquecidos peones, unos días después, la asombrosa noticia. Era la gota de fuego sobre la vejiga llena de aire a punto de estallar. Las barbas de los peones temblaron lascivas en el galpón siguiendo las palabras del pequeño espía.

—Cuando el patrón y la patrona duerme de sieta, ella te va al común con el perrito…

—¿Y qué hace? —preguntaron varios a un tiempo, acribillando tórridamente a Juancho.

—Se sienta en el cajón… —la frase no pudo seguir en la garganta del muchachuelo trémulo. Hubo un nudo, como si la saliva se le hubiese petrificado de golpe.

—¿Y qué hace…?

—¿Por qué no contás todo de una vez?

—¡Mentira! —aguija uno—. No vio nada.

—Sí, vi… Al común se le voló con la tormenta una tabla del techo. Me subí al paraíso y vi…

—¿Y qué vite…?

Juancho lucha contra el nudo de piedra en la garganta.

—Mita’í puñetero… Contá de una ve, o te vamo’ a hundir la barriga a patada!

—Ella se sienta en el cajón abujereado del común… Los hombres escuchan con murmullo crecido alrededor de sus sienes. Es un río caliente que va a desbordar. Nadie chupa la bombilla del tereré. Están tumbados boca abajo en el suelo, con solo las cabezas levantadas hacia el chico. Tensos, acechantes, como serpientes o curas.

—Se levanta el vetido. Tonce, el perrito…

Un gemido lúbrico y ronco en las quince gargantas hombrunas tapó la voz aflautada del muchacho. Ya no necesitaban de él. El río caliente había desbordado y veían en él reflejada a la hija del Dotor en su monstruoso idilio con el perro. A la hora en que los patrones dormían y ellos estaban por los campos. A la hora en que la siesta achicharraba los pastizales, la sangre. Todo.

—¡Guacha…! Y pensar que aquí etamos quince macho…

.—¡Tener que ir a despenarse con un perro!

—¡Guaina!

—¡Por qué no no’ pide a nojotro!

—¡Por qué no se deja…!

Se oían carcajadas como sollozos. Ella los tenía enloquecidos.

 

6

 

Desde que llegó había hecho cosas extrañas. Pedía un caballo y se iba sola a la. laguna hacia el atardecer, casi desnuda, con solo una malla de baño roja ajustada a cuerpo tan hermoso, que se entraba en los ojos de los hombres como una espina de coco. Se iba sola, con su perro del que no se separaba nunca.

Era imperativa y caprichosa. Era la hija del Dotor. Trataba a Alderete y a su mujer como a peones. No hablaba con nadie. Solamente, a veces, con Juancho. No miraba a nadie. Estaba envuelta en su voluntad y en su misterio como en la verberación de un fuego secreto. El único ser al que dedicaba toda su ternura era el perrito blanco. Lo bañaba, lo perfumaba. Lo arrullaba con un canto gutural y melancólico. A veces, quedaba en silencio oyendo cantar las casuarinas. Por las siestas desaparecía. Alderete y su mujer no sabían qué hacer. Estaban consumidos por inversas preocupaciones. Se encontraban artificialmente en frases como ésta:

-¡Pobre el Dotor! Haberle salido una, hija así…

—A lo mejor ko se cura. E’ el estirón nomá. Le va a pasar cuando se haga mujer.

Pero el mismo Alderete sentía la garganta seca pensando en la hija del Dotor. La veía en las tardes semidesnuda bajo el sol ardoroso rumbo al tajamar. Opulenta y blanca con la malla colorada ajustada al cuerpo, el perrito quieto sobre el recado como una figura, acurrucado entre el brazo y el vientre de la dueña.

Por las noches tenía sueños difíciles junto a su mujer que roncaba y cuyas carnes se iban quedando como charque duro. Estaba lleno de vergüenza y de una exasperación. No podía despegar de la muchacha la imagen del padre. Era él mismo quien se erguía son riente, impasible, con sus anteojos oscuros y su colmillo de oro, en el centro de la visión obsesionante que pasaba a horcajadas sobre el caballo.

Alderete volvió a salir al campo con los peones. Hacía tiempo que no lo hacía. Su mujer estaba extrañada. Se iba de mañana temprano. No volvía hasta la noche. Un día le dijo que tenía que ir al pueblo a cobrar el dinero de una tropa y llegar después a la colonia para separar y comprar unos sebús. Iba a estar ausente durante dos días, por lo menos.

—¿No sería mejor picó que haga ese viaje depué que se va ella?

—¿Por qué?

—Por ella. E’ mucho compromiso. No sea que le pase algo.

—¿Que le puede pasar? Cuidala bien, nomás.

—¿Y cómo, Rosendo? ¿Acaso pikó ella ecucha ana die voi? E’ mejor que no te vaya.

—No; tengo que cobrar ese dinero y comprar lo’ padrillo. No va a pasar nada. Quedate tranquila.

 

7

 

Juancho se deslizó entre las tacuarillas. No hacía más ruido que una víbora al moverse entre la hojarasca. Sentía ya el olor de la laguna, pero todavía no podía verla. Las copas de los sauces estaban caídas hasta el suelo. Le cortaba casi la respiración. Siguió avanzando. Se dejó caer entre los yuyos y empezó a arrastrarse. A medida que avanzaba hacia la laguna sentía miedo, un miedo creciente, una agitación tenaz como de fiebre. Pero no podía dejar de avanzar. Avanzaba como fascinado. De pronto, entre los sauces, resplandeció en la oscuridad el metal azul de la laguna. Chocó contra una mata de karaguatá. Las espinas le entraron en la cabeza. Pero no sintió ningún dolor. Le dolía más esa frase que había oído mascullar a los peones contra ella. “¡Ña rairii-na, los mitá. !“ Se arrastraba como flotando en el aire. Sus manos tropezaban ahora contra un bicho húmedo e inmóvil. Lo fue palpando. Se estaba realizando lo que temía. Por un momento creyó que era el perrito muerto. Era el traje de baño de la hija del Doctor. Lo levantó en sus manos. Estaba abierto, des trozado.

La lámina azulada y tersa se fue agrandando en la oscuridad, entre las hojas. No había viento, pero empezó a oír un murmullo. Se orientó hacia él. El murmullo fue creciendo; era como de voces sofocadas, de sonidos roncos semejantes al gañido de muchos perros juntos que gozaban devorando algún animal muerto. ¿Dónde estaría, dónde estaría ella misma? No sabía, no podía saber aún que el perrito estaba hacía rato en el fondo de la laguna y ella…

Se incorporó entre los yuyos y miró. Vio vagamente al principio, pero después lo fue viendo mejor. El espejo de la laguna arrojaba algo de la claridad del cielo nocturno sobre lo que estaba sucediendo.

Aunque hubiera gritado, ellos no se habrían dado cuenta. Ningún poder humano los hubiese podido arrancar de allí. Juancho sintió que el estómago se le subía a la boca. Miró y desde ese momento él no iba a poder hacer otra cosa que mirar y mirar, hasta el fin.

La hija del Doctor estaba allí, como muerta. Ya ni siquiera se debatía. Desnuda y blanca, semejaba un pescado muerto, pero todavía palpitante, parecido a una mujer, sobre la que iban trepando los peones uno a uno, luchando, derribándose uno a otro para tomar parte en la terrible faena comenzada, bullente de quejidos de movimientos espasmódicos, de ecos sordos, de guturales suspiros.

*FIN*


El trueno entre las hojas, Buenos Aires, 1953


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