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Estar vivo

[Cuento - Texto completo.]

Inés Arredondo

Si trato de recordarlo todo desde el principio, me miro entrar en el cuarto de Gabriela con aquel traje café, holgado y que ahora resulta tan ridículo, como se mira entrar un actor en escena; pero la irritante seguridad de que en aquel cuarto, en medio de las nubes de vapor oloroso a resina estaba secuestrado, obligado a vivir en un extramundo odioso y enajenado, la respiro tan vivamente que ahora mismo me oprime el pecho.

Gabriela no cumplía entonces dos años de edad y hacía mes y medio que un asma insistente y peligrosa, agravada por infecciones bronquiales, nos mantenía angustiados, girando alrededor de su cuarto lleno de vapor de eucalipto, casi enfermos ya de cansancio y desesperación.

Luisa hubiera podido decir que yo tenía algún descanso en mi trabajo, en las calles, en los rostros diferentes, y que ella en cambio… pero no lo dijo, y así, cuando le anuncié que Ángela vendría a conocerla y a cenar con nosotros lo aceptó sin comentario, pero yo sentí que lo admitía como una ofrenda a mi debilidad.

Ángela llegó como siempre: hermosa; ceñido el cuerpo abundante y jugoso que mostraba y movía como un reto a todos los hombres. Su perfume fresco, su carne joven, su mirada brillante y triunfadora eran la encarnación perfecta del mundo libre que se extendía más allá del olor a eucalipto. Su presencia me liberó y sostuve con ella una conversación inteligente e intensa que me hizo sentirme satisfecho de mí mismo. Entre tanto Luisa servía cocteles y vigilaba la cena.

Cuando los platos fueron retirados de la mesa, Ángela, entremezclando breves y agudos grititos y subrayando las palabras, hizo un pequeño elogio de su manera de ver la vida:

—¡Todo es tan maravilloso, tan estupendamente maravilloso! No me canso nunca de ver los árboles, el cielo, las personas… La belleza, la verdad; eso es lo importante, lo único capaz de llenar la existencia y darle sentido. ¡Hay que respirar, que vivir! Lo demás no vale la pena… Pero usted, señora, tiene una hija; León (porque yo llamo León a Leonardo) me ha hablado mucho de ella. Déjeme verla, conocerla. Me encantan los niños. No sabe cuánto la envidio. La grande, la tremenda ilusión de mi vida es tener un hijo, ¡son tan preciosos, tan suavecitos!… uno para mí solita… ¡Déjeme ver a su niña!

Luisa puso algunos reparos, dijo que la niña se había dormido apenas tras muchas dificultades, que estaba muy nerviosa, muy agotada; pero Ángela insistió tanto y dio tantos grititos que Luisa acabó par acceder. Entramos al cuarto brumoso y cerrado, alumbrado por una lamparilla y nos acercamos a la cuna de Gabriela. Estaba tranquila aunque respiraba con dificultad, y las cuencas hundidas daban una expresión dolorosa y severa, ascética, a su carita pálida. Sólo veíamos la cabeza pequeña, morena y frágil de mi hija, una cabeza que casi cabía entre mis manos, y que sin embargo tenía una presencia tan real, tan vehemente, que me pareció que luchaba y se imponía, resaltando nítidamente sobre la blancura que la rodeaba y que parecía querer devorarla, borrarla. Sentí que una ternura desesperada y suplicante me recorría el cuerpo, como un hormigueo físico que terminó por apretarme la garganta. En aquel momento Ángela lanzó su grito:

—Iiiiii qué niña más preciosa. Cuánta delicadeza en el dibujo de sus facciones.

Vi cómo la carita se contraía en un espasmo que yo sentí en mis propios nervios con dolor. La tensión de aquella mueca que precedió al llanto no la olvidaré jamás. Ángela palmoteó encantada.

—¡Ya se despierta, qué bien, así le veré los ojos!

Y en efecto, Gabriela abrió sus enormes y asustados ojos negros en el momento mismo de empezar a llorar. Luisa la cogió en brazos rápidamente y se fue con ella al otro lado del cuarto, susurrándole palabras tiernas, pero Ángela la siguió.

—A ver, encanto, ven conmigo… iiiiiii… ¡mira qué bracitos! ¡Qué rica!

Gabriela lloró más fuerte y Luisa con voz neutra nos pidió que saliéramos del cuarto. Cuando cerré la puerta tras de nosotros mientras Ángela preguntaba asustada: “¿Le habrá hecho mal despertarse?”, oí claramente cómo el acceso, uno de aquellos horribles accesos que nada podía calmar, había comenzado.

¡Cuán agradecido quedé a Ángela por evitarme asistir al suplicio de mi niña inocente! ¡Charlando agradablemente esperamos más de una hora a que Luisa se nos reuniera. Al fin la oí pasar rumbo a la cocina y sentí piedad por ella; me excusé con Ángela y fui a verla. Nunca antes había estado tan envejecida, tan gris.

—¿Está mejor Gabriela?

—Sí, ya se durmió.

—Ángela está muy apenada, cree que ella es la culpable. Perdónala, no sabe, eso de los niños…

Me cortó la frase con una mirada rápida y helada, sin cólera, pero en la que vi un extrañamiento feroz, no como si no me conociera, sino como si yo perteneciese a una especie animal remota y extinguida. La dejé manipulando sus hojas de eucalipto y con un gran alivio placentero me reuní con Ángela.

Poco después Ángela se despidió y yo cumplí con la obligación de llevarla a su casa en mi coche. Por el camino nos entretuvimos en buscar canciones como si correspondieran a recuerdos o deseos comunes: “¿Te acuerdas de Flores negras?”, y uniendo nuestras voces suavemente la cantábamos con un dejo melancólico y apasionado.

Regresé a mi casa en un estado de euforia y semiensoñación que se cortó en seco al mirar el rostro agotado y mortecino de Luisa.

—Ángela quedó encantada contigo.

—No sé cómo. Casi no hablé con ella y estoy tan cansada.

—Sí, pero ella tiene tanto entusiasmo, tanta penetración, tan buena voluntad para juzgar a las personas.

Luisa sonrió, no sé si con dolor o con desprecio, pero su sonrisa era muy triste.

—Leonardo, no me digas que te has dejado engañar. Esa muchacha es una farsante.

No repliqué. Ella terminó sus manejos entre biberones y medicinas y cargada con ellos se encaminó al cuarto de Gabriela. La niña dormía respirando por su boquita de labios resecos y Luisa dijo: “Bendito eucalipto, si no fuera por él se ahogaría”. Arregló las cosas que podía necesitar en la noche y comenzó a desvestirse.

Yo me fui a mi cuarto, y tendido en mi cama volví a concentrarme en la sensación de bienestar y casi de felicidad que el paseo con Ángela me había dado. Dormí maravillosamente.

El lago, la luna, el aire; a lo lejos tres voces con guitarras cantaban una canción que recordé siempre. Bailábamos, en la soledad y la penumbra, pisando con lentitud la arena crujiente, muy cerca del agua.

El pecho de Ángela subía y bajaba, palpitaba; junto a mi oreja su respiración iba agitándose. Mi cuerpo, alerta y ansioso, dependía de aquel otro cuerpo hermoso y desconocido. Cuando la besé el tiempo de la espera había terminado. Se abandonó, casi inconsciente, a mi beso, y su sensualidad ancha y golosa me envolvió sin remedio.

A la mañana siguiente, con todo aplomo, sin considerar las circunstancias ni prever mi estado de confusión, me llamó por teléfono a la oficina.

—¿Has visto qué mañana? Ay, me siento revivida, impaciente… tengo la piel suave, como pulida por tus manos, y los pechos me duelen…

—¡Ángela!

—¿Qué pasa?

—Estoy en la oficina.

Se rió, se rió de mí, de mi gazmoñería, y me amenazó con ir allí mismo, al despacho, a gritar nuestra felicidad. Yo sabía que era capaz, y entre escandalizado y gozoso acepté la nueva situación y el ir inmediatamente a su casa.

Muy pronto hube de acostumbrarme a este tipo de conversaciones que a veces se alargaban por horas enteras: desde aquella primera y maravillosa noche empezó a enseñarme, a hacerme notar con toda clase de pormenores y como quien muestra un objeto raro y valiosísimo, difícil de apreciar, las perfecciones de su cuerpo. Además tenía una extraordinaria capacidad para lo insólito, y aplicaba su fantasía a la realidad de una manera imprevista.

—León, ¿te fijaste qué vientecillo marino?… iiiii… vámonos a Veracruz, ahora mismo, a bañarnos desnudos en alguna playa solitaria… sí, así como estamos, no necesitamos nada…

Dejé de trabajar, de llegar a tiempo a todos los sitios, de ir a dormir a mi casa. No quería pensar en Luisa, ni en Gabriela, ni en nada. Luisa intentó hacerme algún reproche que yo corté con un portazo. La indiferencia y el malhumor fueron mis escudos para no afrontar el problema doméstico. No quería pensar, ni decidir, ni enfrentar; sólo quería abandonarme a aquello que era para mí la realización de mi ansia de vivir, de ser yo en toda mi plenitud. Creo que alcancé la felicidad; frenética y crispada, pero felicidad al fin y al cabo. La realización de mi persona, eso no. Ángela me arrastraba como una corriente, y toda mi vida giraba alrededor de ella, de sus emociones, de sus pensamientos, de sus caprichos. Alguna vez intenté rebelarme, pero entonces bastaba con que al escucharme estirara el cuello, en aquel gesto suyo tan especial, levantando la cabeza, echando hacia atrás su hermosa cabellera rubia, como ofreciendo sus labios entreabiertos al beso, a cualquier beso, para que yo no deseara nada en el mundo más que estar con ella, dejarme arrastrar por sus aguas. Me burlaba de mí mismo: “No es culpa de Ángela, me decía, sino de una lentitud digestiva mía: hay demasiada ‘belleza’, demasiada ‘libertad’, demasiada ‘vitalidad’ para mí; no puedo masticar una cosa cuando se levanta el tenedor para meterme otra en la boca”. Pero era feliz. Es decir, en esos meses realicé todos los sueños que he realizado en mi vida. Después nunca volví ni siquiera a soñar.

Nos esperaba una tarde agotadora: exposición de pintura, conferencia, coctel, estreno teatral. Yo llegaba apenas a tiempo, y sin embargo Ángela no me esperaba en la salita. Entré a la alcoba en penumbra, saturada de olor a tabaco y llena de aire viciado. El grito “iiiiii” de Ángela me recibió, pero no era expresión de alegría o de deseo, como otras veces, sino que tenía un sentido nuevo, que había estado siempre oculto en él, y que en aquel momento se me reveló y me hizo comprenderlo verdaderamente.

—Iiiiiii… es culpa tuya… es culpa tuya… iiiiii.

Sobre la cama revuelta, con el camisón desgarrado y sucio, con unas mechas cayéndole sobre la cara abotagada y roja, gritando y gesticulando como una posesa, estaba Ángela.

—Iiiiiii… iiiiiiiiii…

Daba vueltas sobre sí misma, apoyada en las rodillas y hundiendo a veces la cabeza en la cama, como un vértice fijo que hiciera girar tiránicamente sus caderas puestas en alto; y otras veces rodando, con los brazos levantados y las manos ocupadas en jalar con desesperación ritual su apagada cabellera en desorden, los ojos en blanco y la boca espumosa, y aquel grito, aquel chillido salvaje. Tenía algo bíblicamente hermoso aquella escena, y para entonces yo conocía lo suficiente a Ángela como para estar seguro de que era aquél el efecto que había buscado, y logrado. Mi estupor se hizo admiración y mi admiración desembocó en un hondo sentimiento amoroso.

—Ángela, mi vida, cálmate.

Se lanzó contra mí, gritando entre dientes y con sus uñas filosas me arañó la cara. Cuando sentí las gotas de sangre correr por mis mejillas como lágrimas, una ternura inmensa, por ella y por mí mismo, me llenó el pecho. La abracé fuerte y oculté mi cara en su pecho, como aprestándome a llorar aquella pena tan grande que todavía me era desconocida. Ella se debatía en mis brazos, injuriándome, gritando, y yo seguía así, manteniéndola apretada contra mí con los ojos cerrados, ciego, sordo, guardándola contra su voluntad, contra el mundo entero. De pronto oí una palabra que me sobresaltó y me hizo apartarme un poco: hablaba de otro.

—…no lo quiero, ¿entiendes?… no lo quiero.

—¿A quién?

—¡Eres un estúpido! A éste, a esto:

Y se golpeaba fuertemente el vientre con las palmas abiertas. Su cara estaba deformada por el asco.

La solté con brusquedad, primero creí que horrorizado, pero luego comprendí que no: sentía que la había envilecido, que era culpable de aquel gran daño que ella me echaba en cara, un injusto daño. Necesitaba hacerme perdonar, que volviera a mí.

—No es tan terrible. Me divorciaré.

—¿Quién te pide que te divorcies? ¿Quién te dice que es eso lo que quiero?

Temblaba de rabia pero ya no lloraba; me miraba con un odio tan vehemente que bajé los ojos.

—Quiero ser libre, ¿comprendes?, vivir, no ser como las otras. ¿No te has dado cuenta? No quiero atarme, ponerme vieja, fea… y por culpa tuya… por culpa tuya… ¡no quiero! ¡No quiero!

—Ángela…

—¡No me hables! ¡No me toques! ¡Eres un imbécil, un imbécil!

Todavía en la puerta oía sus gritos.

Esa noche caminé, me perdí por todas las calles, conocidas y desconocidas: todas irreales.

Empezaba a amanecer cuando llegué a mi casa. Luisa abrió los ojos y volvió a cerrarlos fingiendo dormir, como era ya su costumbre. Por primera vez pensé en la angustia, en el dolor de sus noches en vela. Un dolor y una angustia que no eran míos.

Cuando me levanté, pasado el mediodía, corrí a casa de Ángela. Fui derecho a la alcoba. Un aire denso, un silencio pesado. Entre las sábanas limpias, sobre la almohada tersa, vi la cabeza pálida de Ángela. Parecía muerta.

—León… Leonardo, tuve que hacerlo… no sirvo para eso… no es lo que quiero… Volveremos al mar… ¿te acuerdas?

Habló mucho. Todo en el recuerdo, al menos para mí. Ella se fue animando hasta volver a la exaltación; de nuevo la vida y la felicidad estaban ante nosotros, relucientes. Ángela estaba llena de salud y de entusiasmo. No había pasado nada. Apenas se acordaba ya de que estaba un poco indispuesta, y eso la hacía estar mimosa. Me pidió que la acunara en los brazos y la arrullara.

No pude hacerlo y ella se dio cuenta. Le parecí un cobarde.

—Vete y no vuelvas nunca.

Me fui.

Desde ese momento comencé a odiar a Luisa.

*FIN*


La señal, 1965


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