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Esto sí que no podía esperarse

[Cuento - Texto completo.]

Eduardo Mallea

I

Por una coincidencia, o por un azar, Apestain se halló en posesión del dato.

El dato decía poca cosa. Apenas cuatro líneas, escritas con letra grande. Su importancia resaltaba de que era fidedigno: “La mujer de Escamídez se acuesta todas las tardes con Aláez en el departamento de Aláez”. Luego un domicilio y una cruz.

Apestain había pasado casualmente por el lugar del dato unos días antes y en efecto había visto salir a la señora tan joven y bonita, de pelo artificiosamente gris, botas altas, abrigo de leopardo y piernas de amazona. “Bueno —se había dicho Apestain palideciendo, al ver salir un tanto furtivo detrás de ella al propio Aláez, tan bien vestido y tan bronceado por el sol—: Esto sí que no podía esperarse”. Pero ahora tenía la clave del caso. Apestain volvió a medir su asombro: “Esto sí que no podía esperarse”.

Con el papel en el bolsillo, Apestain caminó calle abajo. El dueño de un bazar italiano reprendía en la puerta al repartidor, un indiecito de aire triste. Pronto iba a anochecer. Del río llegaba un viento fresco y Apestain llevaba el sombrero en la mano. Ni siquiera se lo puso. Más que el fresco le importaba la noticia. “Esto sí que no podía esperarse”.

Se representó la cabeza de Escamídez. Era una cabeza como de prócer: atrayente, imperiosa, voluntariosa. Cabeza autoritaria. Cabeza de soberbio. Y todo en él asumía un aire de príncipe, un tono de desprecio, como el de quien planea a dos mil metros sobre los demás. “Esto sí que no podía esperarse”.

Apestain caminó. Había querido volver de nuevo al escenario del asunto. Reconoció el edificio. Por ahí quedaba el Plaza, con el groom a la puerta. El groom reía, bromeando con un chofer. Entraron unos extranjeros. Parecían ricos, como Escamídez. Y altaneros, como Escamídez. La ropa que llevaban —abrigos de pleno invierno, lujosos, ostentosos— también podía haber sido la de Escamídez. Solo que en Escamídez hubiera lucido más. Tenía muy buen tipo. Era muy alto, muy esbelto, de hombros anchos, enérgicos. Un hombre arrogante. Rechazaba con la mirada a los vendedores de diarios cuando se le acercaban a ofrecerle la edición de la tarde. No saludaba a nadie. Miraba como si fuera un héroe del Rajpután: un sikh, un guerrero. Le hubieran sentado el turbante, la barba, el puñal, con aquel aire de atropellar al resto de los mortales.

“Esto sí que no podía esperarse”, pensó, repensó Apestain, sin poder abandonar su asombro. Él pensaba las cosas siempre así, reiterándolas, dándoles vueltas o conduciéndolas demasiado tiempo en la misma dirección. No tenía mucho de imaginativo. En cambio sí mucho de obsesivo. ¡Y tanto! ¡Obsesiones había tenido miles! ¡millones! Y se empecinaba en seguir con las ideas, hasta que de las ideas no quedaba nada: se esfumaban.

Pasó ante la puerta principal del gran hotel, llegando a la esquina de Florida y Charcas, y por Florida cruzó a la plaza. Como estaba anocheciendo, las parejas esperaban la tiniebla para empezar a abrazarse y besarse. Ni el Cavanagh ni el Reloj de los Ingleses hubieran servido de testigo. Podían besarse a sus anchas. Solo Apestain les echó una mirada, al pasar. Una mirada de puritano. No sabía si les tenía idea; si las envidiaba o las despreciaba; si le parecían envidiables o despreciables. Las miraba, nada más. Con cierto fastidio. ¿Por qué no les iba a tener cierto fastidio? Un hombre serio no comulga con esas cosas.

“Esto sí que no podía esperarse. Cualquier cosa; menos eso. Escamídez tan petulante; y ella tan desdeñosa, tan altiva. ¡Pareja de fatuos!”.

Ahora resultaba que ella era como cualquier otra: una adúltera, una perdida. Y él, Escamídez, como cualquier otro: un pobre diablo, un cornudo vulgar. ¡La una y el otro, como hay tantos! ¡Puaf! ¡Liados, embarrados!

¿Quién podía haber firmado con la cruz? Y haberle mandado el anónimo. ¡A él! ¡Tan luego a él! ¿Por qué a él? ¿Qué tenía que ver? Ahora era uno más a quien le confirmaban la cosa. Uno más que la sabía y que no podía tragar a Escamídez; a quien Escamídez le daba asco, le producía odio. No por nada: sino por aquellos aires, por aquellos modos, por aquella pretensión de “pureza”. De dignidad. De superioridad. De suficiencia. Quizás todos lo vieran así: como lo veía él. Quizás aquel otro que le había pasado el dato y que firmaba con la cruz profesaba a Escamídez la misma aversión. El mismo fastidio. El mismo subterráneo resentimiento.

¿Envidia? No. ¡Qué envidia! Los que recibían de Escamídez alguna ayuda comercial, como él, Apestain, más bien le tenían rabia. Rabia, más que envidia. Idea. Se envidia a los infatuados con causa, por algún hecho, por alguna cosa. En cambio a los nacidos petulantes, a los nacidos soberbios, se les tiene rabia, no envidia. No, no: no se envidia a un fatuo. Se le mira con fastidio, con asombro, desde abajo, de costado; pero nada más, ¡nada de envidias! La envidia es para otras cosas, para otras ocasiones, para otros destinos. Pero a un echado para atrás no hay nada que envidiarle. Solo se tiene ganas de hacerle algo. De humillarlo. De hacerle algo para que baje la cabeza, para que se avergüence.

A Escamídez, él, Apestain, lo había tratado poco. Escamídez, en alguna ocasión, le había extendido una mano rápida, esquiva, deseosa de volver cuanto antes a su sitio sin tener ya nada que ver con ese individuo saludado a la fuerza, con esos dedos tocados con apuro. Lo había encontrado en la calle. Lo había encontrado en casas de remates El otro miraba las colecciones; y él, Apestain, andaba por ahí de ocioso, curioseando, perdiendo el tiempo, charlando, observando a los compradores o a los comisionistas. Curioseando, el otro, como él —Apestain— curioseaba todo, por las tardes, al anochecer, cuando andaba ocioso. Siempre aburrido, siempre fastidiado, siempre solitario, siempre desganado de ir a ninguna parte porque en ninguna parte tenía nada que hacer, puesto que le pasaban mensualmente los pesos que le alcanzaban para vivir y no necesitaba de otra cosa. Le habían dado un retiro vitalicio. ¡Unos pocos pesos mensuales! ¡Una migaja! Pero podía vivir. Era soltero y desde joven había resuelto no casarse, no casarse nunca, no tener mujer al lado. La única que le gustó, una vez, fue aquella dueña joven de la peluquería para señoras. Era joven, bastante buena moza, y caminaba espléndida y ligera, altiva; pero a él la joven dueña de la peluquería de señoras lo había mirado siempre riéndose, invariablemente benévola y burlona, haciéndolo ponerse colorado porque lo sabía inofensivo. Porque sabía que era un hombre gris, de los que no pueden emprender nunca la hazaña de arriesgarse a pretender una mujer demasiado vistosa, demasiado peligrosa. Él nunca estuvo para ello. Ella lo sabía, al mirarlo, en aquellas reuniones adonde solían ir, en la casa del flautista Damián Romero; donde él, Apestain, miraba a los demás invitados desde su rincón y ella brillaba, brillaba, estallando en cascadas de risa por cualquier cosa, tan alta y tan rubia; festejando como cualquiera ligera de cascos cuanto chiste subido se contara… Por supuesto, la peluquera se daba cuenta de que él la miraba desde atrás de los otros, sin osar aparecer en el centro de los cuartos del flautista, y que nunca iba a animarse a proponerle nada, a ofrecerle nada. Por supuesto que aquella hembra imponente debía decirse que él no era peligroso. “¡Peligroso!” Ella se habría reído a carcajadas una vez más, si él se hubiera decidido; habría echado atrás el busto con aquel cerrar de ojos de pura tentación y puro divertimiento…

Él no habría sido nunca uno de esos que se besan en las plazas, como los que estaban ahí. Era un misógino, un misántropo. Era serio. Lo malo que le había pasado era precisamente andar siempre con aquella seriedad. Andar así, hipocondríaco, medio taciturno, medio callado, medio de luto, aunque se vistiera de gris o de azul.

Apestain dejó atrás la gran plaza y subió por Esmeralda en dirección a Arroyo. Por allá estaba el modesto hotel donde vivía. Nunca pudo encontrar una decente casa de pensión; las únicas buenas tenían demasiados huéspedes, y a él la convivencia con otros le molestaba. El hotel donde se refugió ofrecía la ventaja de cambiar continuamente de pasajeros, y hasta de mozos: solo el propietario permanecía estable, eterno. Usurero, odioso, silencioso.

Apestain comía abajo, en aquel comedor interior tan oscuro, donde estaba siempre prendida la luz, la luz eternamente insuficiente y eternamente mortecina, no habiendo más claridad que ésa. Una especie de amarillor paralizado se perpetuaba sobre los clientes, sobre el trinchante, sobre las mesas y los míseros mozos. A veces Apestain plegaba su periódico y lo apoyaba en la jarra de agua para leer el editorial al tiempo que almorzaba. De noche, durante las comidas, dejaba vagar la mente, o cambiaba de tanto en tanto alguna opinión, algún juicio, con el mozo que lo servía. No bien se acostumbraba a un mozo y le conocía las dificultades o la vida, ese mozo se alejaba y venía otro al que de nuevo había que acostumbrarse.

Se detuvo a comprar cigarrillos. No sin desgano pagó el importe del aumento vigente desde la mañana. Con todo pasaba lo mismo; los precios eran cada vez mayores y las calidades cada vez menores. Lo único que para Apestain no aumentaba era su entrada mensual. Ya no se hacía ropa, y sus pantalones exhibían aquellas increíbles rodilleras, aquel aspecto que antes lo hubiera avergonzado, pero con el que ya se avenía, no sin cierta indiferencia.

Abrió el paquete y sacó el primer cigarrillo, lo encendió y continuó su viaje a pie, calle arriba. No podía sacarse de la cabeza el dato obsesivo ni la interesante prueba de su veracidad. Debía de estar pálido, impresionado. ¡Qué noticia y qué filosofía!

¿Quién habría podido imaginar aberración comparable? Y él era quien estaba ahora en poder de la revelación. ¡Él era el dueño de la revelación! Su señor y su árbitro. Podía no darle importancia o manejarla a su gusto. En cierto modo era como tener en la mano el poder de Dios. ¡O del diablo…! Un poder capaz de perdonar o capaz de fulminar.

Sí, tal era lo que tenía en las manos. No solo lo que tenía en las manos. ¡Lo que contenía! Lo que llevaba adentro. Como sus ideas o como sus vísceras. Como su inteligencia o como su alma. Algo que ya le pertenecía: cuya esencia, cuya verdad, formaban ya parte de él.

—¡Como Júpiter!

Sí, era como Júpiter desde hacía un rato. Sonrió por dentro. ¡Y no sonreía desde tanto tiempo atrás! Se halló por dentro poderoso. Curiosamente feliz de su poder. Consciente de su ventaja —¡o de su arma!— sobre los Escamídez…

—¡Como Júpiter!

Pensó que sus manos poseían ahora el arbitrio o mandato de su decisión: la dicha o la desgracia de esos dos. Y que esa dicha o esa desgracia podía determinarlas él, él por su solo capricho, salvando o hundiendo, según lo quisiera, a aquel par de orgullosos.

 

Era más temprano que nunca cuando Apestain se sentó a comer. Examinó el menú con más atención que otros días, y pidió una corvina a la vasca, una tarta de frutas y media botella de barbera. Luego se repantigó, entregándose a pensar cómodamente en todo el asunto mientras le llevaban la comida.

Tuvo la sensación completa y definitiva de estar por primera vez en posesión de un poder del cual emanaba una suerte de prestigio, o facultad imperial de revancha; un sustitutivo franco y neto de su anterior orfandad de poder. Su imaginación se apoderó reposadamente de la imagen del matrimonio Escamídez. Ante sus ojos interiores se presentó primero la señora, con su elegancia despectiva de hembra dura, su costoso abrigo de piel de leopardo y sus botas al estilo ruso, como botas de cosaco. Espléndida. Orgullosa. La veía salir —repetía la imagen para sus adentros— de la casa de tantos pisos donde Aláez tenía el suyo propio, la veía salir erecta y fría como si saliera del edificio de la Corte de Justicia… La veía avanzar, rígida y segura, con aquellos ojos de odiosa o de violenta, por la calle que parecía de su propiedad. Con aquellos ojos que no miraban a nadie, sino hacia el aire que partía al pasar. Los labios de Apestain sonrieron, al evocarla.

Y en el acto se puso a representarse al marido, en la actitud de altanería con que también lo había visto pasar siempre…

Cuando le llevaron el plato elegido, Apestain eludió la conversación con el mozo. Empezó a cortar la humeante corvina, dividiendo los trozos con cuidado y hasta con inusitada sabiduría. Su complacencia y animación al seccionar el pescado debían parecerse en aquel instante a las del cirujano que inicia a la vez cauto y seguro cierta intervención delicada, hábil con sus instrumentos y dueño de sus modos. Al fin, la corvina quedó humeante y blanca ante los ojos de su disector.

Comió y bebió en mayor cantidad que nunca, dejando que el mozo le hablara, sin siquiera escucharlo, sino pensando. Pensando con aquella mirada lenta y lejana en los ojos entrecerrados; fumando, ya lentamente, el cigarrillo; y actuando con la quieta lejanía de un magnate melancólico, en el lánguido consumo de su indiferencia.

Después de comer, Apestain se levantó, saludando al mozo con un leve signo de la mano —de esa mano de él tan fláccida e inexpresiva— y salió rumiante y lento al corto hall, donde dormitaba un súbdito oriental en medio del triste rebaño de sillones. Repantigándose —había pedido que le llevaran allá el café—, Apestain continuó acariciando su sentimiento de poder, al tiempo que deliberaba acerca de cómo podría conjeturalmente emplearlo para obtener la mayor fruición indemnizante, como si los Escamídez le debieran algo. Intentó sonreír al otro mozo de sucio saco blanco que le servía el pésimo café, mostrándole cierta remunerativa benevolencia, aunque evitando que se quedara ahí a conversar, como el mozo acostumbraba hacer.

—Buenas noches, amigo —dijo al sirviente a la vez pálido y moreno. Y se quedó dando vueltas al asunto, mientras el café humeaba en la mesita, junto al sofá.

“Bueno, bueno, bueno”, se dijo con su propio aire de magnate triste, ya solo frente al oriental; y era una especie de felicitación sombría lo que se dirigía a sí mismo en el salón, o una suerte de reverencia, como la reverencia que se practica ante cualquier poderoso.

Esa noche se acostó pensativo ante los varios grabados con la efigie de Napoleón que adornaban su cuarto, y todavía antes de dormirse siguió pensando en el extraño vehículo de poder que el destino había puesto en sus manos.

Apestain consumió la mañana siguiente en temblorosa espera de la tarde. Erró, impaciente hasta el mediodía, y después del mediodía erró hasta la tarde. Instalado en las cercanías del famoso hotel, se aplicó, a fin de consumir el tiempo que le faltaba hasta la hora en que la víspera había visto salir a la orgullosa señora del departamento de Aláez, a recorrer vidrieras de las joyerías y peleterías de ese barrio, observando a los extranjeros que en algunos de aquellos comercios de la calle Charcas acudían al intérprete para hacerse traducir los precios de las joyas o los nombres de las pieles. El alma le temblaba entre el temor y la expectativa.

Luego se allegó a la casa de departamentos en que se centraba su inspección. Ya había anochecido del todo. La espera, esa vez, se le hizo inacabable. No debía perder de vista la puerta; pero al propio tiempo debía disimular u ocultar su presencia, dando lentos pasos aparentemente gratuitos por la vereda de enfrente. ¿Y si ella no salía? ¿Si no había visto, él, bien la vez anterior? Se estremeció de pensarlo; debió de palidecer.

Pero la señora de Escamídez salió al fin, magnífica de desdén, como la noche anterior, tomando con su largo paso elástico hacia el norte, tal como lo había, hecho el día precedente.

Esta vez no vestía la misma ropa. En lugar del abrigo de leopardo, llevaba sobre el despectivo cuerpo rápido y elástico un corto saco negro y una angosta falda del mismo color. Su calzado era aristocrático, elegante, lo mismo que el paso en que marchaba.

Apestain se había ocultado un poco al verla salir; pero caminó detrás de ella con la misma prisa. Desde la esquina, la vio desaparecer en la misma calle por donde él había llegado.

Tomó Apestain entonces por Florida rumbo al centro. La calle hervía de gente rápida y alegre. Entró a sorber un café en el Augustus, y mientras lo revolvía, iba consolidando su proyecto cada vez más incitante de comunicar el dato al marido engañado.

Pensó en su emoción al saber a Escamídez hundido y ofendido ante el impacto, ante el golpe; abatido ante la verdad brutal. Pero al acabar de beber el café, con el temblor del asesino que va a dar su primer golpe, Apestain salió del Augustus, asustado de su propio proyecto o pidiéndose cuentas a sí mismo por haberlo acogido.

Al tomar hacia el sur Florida abajo, se sintió abatido por el solo roce de la idea a la que por un instante se había entregado. Pero la rabia hacia Escamídez y el furor que había tenido siempre en potencia ante la señora —a la cual había contemplado tantas veces en la calle sin poder obtener de ella el menor saludo, el menor gesto capaz de acusar que lo veía o lo separaba del incógnito rebaño de los inferiores— de nuevo aparecieron en su conciencia. Y esta vez con más poder que antes.

Caminó una o dos horas, y al fin volvió al hotel fatigado, aunque con su naipe de triunfo en el bolsillo.

—Mañana lo meditaré mejor —se dijo.

Y al día siguiente, lo pensó desde el alba. Necesitó toda la mañana y toda la tarde, y toda la mañana y toda la tarde del día siguiente, para que en el campo de batalla de su ser interior la idea librara su combate.

Y solo cuando sintió de nuevo la imagen de su inferioridad humillante y ya por cierto de por vida ante el frío y menospreciativo matrimonio, decidió quebrarlos moralmente, rompiéndoles moralmente el espinazo, y hundirlos en su humillación luego de traspasarles su propio resentimiento en forma de justiciero y reivindicatorio vejamen. Se sintió como el sacerdote de una fe violenta, quemante.

Necesitó llegar por dentro a una especie de salvaje fruición para dar el paso definitivo.

Sin embargo, esperó aún. Y fue un anochecer cuando al fin escribió la carta anónima y la echó en el buzón de la oficina de correos próxima de la casa de Escamídez.

Después sintió temor y temblor. Pero a la vez, el esperado sentimiento: la liberación de su necesidad de humillarlos, destruyéndolos y cobrándose el desdén, haciéndoles pagar su doble injuria o soberbia, reduciéndolos a la condición de todo doliente y vulnerable ser humano.

 

Apestain caminó tristemente hacia su casa bajo los pálidos focos municipales, imaginando lo que pasaría en la casa rica.

Era como si hubiera tenido su primero y único hijo, y ese hijo fuera un hijo muerto. Como si ese hijo fuera el bárbaro golpe asestado por su mano al liberarse, violenta, del humillado temblor que la paralizaba.

 

II

 

Una vez que se liberó de aquello, experimentó el primero y fugitivo instante de alivio.

Pensó caminar toda la noche, pero al rato de haberse echado a andar con ese preciso propósito, cambió inexplicablemente de idea, y decidió dirigirse hacia La Linterna, el humoso y amarillento café cargado de abrumadoras acuarelas, del que era cliente acostumbrado.

El café arrojaba su familiar rectángulo de luz sobre la acera en tinieblas. Solo a los cincuenta metros aparecía —vigilante y triste en la corta calle— un farol municipal. No haciendo frío ni calor, tanto la luz que proyectaba el café como la luz del foco público parecían sumisas, en la lenta sucesión del tiempo indetenible.

Apestain pensó precisamente en el milagro que habría significado poder detener el tiempo, fijarlo en su posición actual, sin transmutación ya de cosa alguna.

Y la imagen del mundo y las vidas paralizados, ocupó por un momento su mente.

Por el otro lado de la calle venía el agente de seguros Nogo Ilarra, cliente como él de La Linterna. Se saludaron y entraron juntos en el salón, sobre cuya relativa soledad la vasta iluminación de las lámparas parecía a su vez suspensa. Semejante suspensión imaginaria puso un reflejo distinto en el ánimo preocupado de Apestain, y entonces, bajo aquellos frescos, se puso a decir al agente de seguros:

—¿Sabe, amigo Ilarra? Yo he sido siempre un hombre sin emociones.

Ilarra, ante el mostrador, pidió su anís de siempre con un signo de los dedos que representaba la pequeñez de la porción.

—¿Quién no ha tenido emociones? —dijo Ilarra menospreciativo. Era lacónico. Se expresaba habitualmente con autoridad.

Detrás del mostrador, las moscas caminaban sobre el tul destinado a cubrir los platos de sándwiches y las bandejas cargadas de huevos duros con sus cáscaras teñidas de tinta morada. Arriba, en la pared, uno de los frescos infantiles y baratos representaba el asesinato de Sarajevo. Se veía al archiduque llevándose la mano al cuello. Desplomándose.

—Pues yo no las he tenido, después de mi infancia. He sido un hombre modesto y triste —insistió Apestain.

—Querrá decir que ha sido sencillamente un hombre solitario. Yo también lo soy. Todos lo somos.

Ilarra levantó el minúsculo vaso en signo de brindis, y apuró de golpe el primer trago.

—¿Usted no ha leído un libro que habla de la confusión de los sentimientos? —preguntó enseguida al hombre que bebía a su lado.

Apestain sostuvo que no lo había leído ni oído hablar de él. Miró al patrón del bar con una tímida sonrisa —una especie de sonrisa, mejor dicho, que de extraño modo parecía pedir perdón o mostrar una modesta cortesía—, rogándole que le sirviera su chartreuse doble de costumbre.

¡Cuántas veces había apurado ese licor con paz en el alma! En ese momento iba a beberlo con inquietud, con su primer desasosiego. Dio a su sonrisa cierto dulce contenido de opinión, tal como si ella dijera al dueño del establecimiento algo común y cordial.

Entonces el agente de seguros se puso a hablar con aparente información y buen espíritu de una reciente hazaña cumplida en el otro hemisferio por unos valientes astronautas. El patrón frunció el labio superior —donde afloraba un bigotito negro demasiado bien cuidado, aceitoso y relumbrante—, y agregó su docto comentario al tema de la hora.

—Ya Julio Verne lo había predicho —sostuvo Ilarra abundando en el argumento—. Aquel sí que tenía talento.

Apestain habría querido pensar en los astronautas, pero su conciencia continuaba fija en la carta que había escrito. Asintió sin discernimiento a una de las afirmaciones de asombro o admirativo estupor con que los otros dos hablaban de los héroes del aire bajo la inmóvil lámpara amarilla.

Pensó que la carta estaría en el correo pronta para ser clasificada unas horas después, quizás a la medianoche o tal vez al alba.

En aquel instante lo recorrió una especie de vertiginoso estremecimiento o velocísimo temblor. Entonces se aplicó con todas sus fuerzas a entrar en el tema de Ilarra y del patrón del bar. Intentó sonreír superiormente del asombro de los dos, y dijo sin saber lo que decía:

—No es verdad que Julio Verne predijera eso.

Su cara enrojeció tímidamente.

—¿Cómo? —exclamó Ilarra chocado y ofendido—. ¿Cómo? Yo nunca miento. Yo nunca digo una inexactitud. Conozco la obra de Verne de pe a pa, y he leído sobre esta hazaña cuanto se ha publicado, en los propios diarios de ambos hemisferios. ¿Cómo se atreve a contradecirme?

Apestain contestó con pronta modestia que no había sido su propósito contradecirlo, sino más bien desafiar por mera broma la erudición del amigo. Dándose por sobradamente satisfecho, Ilarra se echó al gaznate el resto del anís y con un sonriente signo de inteligencia señaló al patrón el vasito vacío.

Las moscas seguían recorriendo en zigzagueantes marchas sincopadas el tul que cubría los sándwiches resecos y los encarnados huevos duros en la tabla del aparador, a la retaguardia del bar. Apestain reparó sin especial atención en esos movimientos, mientras los otros dos hombres seguían hablando del tema emprendido —sobre el cual parecían saber más que los propios astronautas—, su pensamiento se internó más y más conciencia adentro, de modo que no supo cuántos minutos habían pasado desde que dejó de oír a los dos hombres en los comentarios de la hazaña y los prodigios de nuestro tiempo.

En ese instante, reaccionando, Apestain trajo de nuevo su atención al tema que los dos hombres trataban, y sostuvo a la vez tímido y voluble, algún punto de vista coincidente con el del par de interlocutores agitados mostrador por medio en el amarilloso bar nocturno. Entre las lámparas y el humo azul apenas revoloteaban ya algunas de las moscas, superadas por la agitación del lenguaje humano.

Al fin, Apestain se decidió a despedirse y salir. Entonces fue cuando se encontró a solas con la noche.

Sí: lo había hecho; y los dados estaban echados. El huevo de la revelación produciría un crimen y un escándalo, una terrible y sorda reacción, cierto feroz e impredecible estallido… Y aquellos dos orgullosos, el marido y la mujer, quedarían desde el momento de llegar la carta desunidos y aniquilados para siempre. ¡Ah, la orgullosa! ¡Ah, el orgulloso! Por un momento, Apestain rió su placer —por fin un placer—, y la calle Reconquista le pareció ligada o dócil a su vengativa satisfacción.

Un furor justiciero lo llenó inmediatamente de orgullo. “El mundo está hecho para delatar”, pensó. “El mundo está hecho para ser limpiado por los puros de la contaminación de los impuros. Y el crimen de aquella mujer y el modo como caería el marido en el remolino de su orgullo merecían bien que el telón les fuera descorrido con un golpe revelador”.

Sintió que había hecho algo grande, apocalíptico. Y pesó más sobre sus pasos, como si condujera en él algo heroico e importante, la pasta de un hombre fuerte, osado, veraz y responsable.

Un par de cuadras más allá entró en otro bar y esa vez bebió una copa de vil aguardiente, pareja de su coraje o de su apetito de acusación y verdad. Repentinamente se acordó del Jugendbund, que aunaba en otra época a los asociados de la virtud. Cayera quien cayera, había cumplido con su deber. Empezó a consolidarse en él la idea del iluminado: tenía algo de vengador social, de profeta apocalíptico o héroe feroz, y ya nada quedaba en él del pobre diablo. Al revés; ahora había ascendido a su propia cima, a la legítima medida de su acto, puesto que su acto era de tal magnitud, tan importante, verídico, denunciador y poderoso.

Escamídez el imbatible y su mujer la intocable, caerían envueltos en el mismo barro, ahogados al fin en el mismo cieno…

—Kaput! —dijo.

La calle nocturna recibió el vocablo.

—Kaput! —volvió a gritar.

—Kaput! Kaput!

Luego, de golpe, tuvo miedo; y se encontró diciéndose sin transición:

—He hecho lo más humilde: arrancar a esos tres de la mentira. Vendrá la humillación. Pero luego vendrá el arrepentimiento. ¿No es eso justicia?

Se repitió la pregunta al llegar a la vasta bocacalle. Parecía interpelar a las piedras.

—¿No es eso justicia?

Duraba el silencio de la noche. Uno que otro insecto golpeaba el farol próximo. Un nuevo e inmenso hotel acababa de inaugurarse allá lejos, cerca del río, como lo revelaban las luces en lo alto, luces cupulares, mezcladas a las estrellas… Y la calle por donde iba parecía irse recogiendo en su propia soledad, achicándose ante la eclosión irrespetuosa del cercano gran hotel disparado hacia el cielo.

“Esto sí que no podía esperarse”, se había dicho. Aquel crimen, aquel adulterio. Y necesitó comunicarlos en el anónimo al marido de la bella.

Por eso lo había hecho.

Preguntó la hora a un sereno.

El hombre lo miró, preguntándole a su vez:

—¿Qué le pasa? ¿Qué anda buscando?

—No me pasa nada —protestó Apestain, impacientado—. ¿Qué hora dice que es?

El sereno contestó con un vasto desgano:

—La una. Las horas pasan lentas. Y mañana se casa mi hija.

—¿Su hija? —le preguntó Apestain como si se estuvieran refiriendo a otro mundo.

—Tiene diecisiete años y ya la pierdo.

El sereno parecía más un guardián de cárcel que otra cosa. Era flaco y agrio, antipático, lacónico.

—Gané otra —susurró Apestain, y siguió su camino.

Él no ganaría nunca nada. Ni hijos, ni mujer, ni nada. Ahora, había hecho esto. ¿Había hecho antes algo? ¿Vivido, siquiera? Nunca había tenido una pasión, una emoción, un intenso arranque humano. Había visto vivir; eso era todo. Ni siquiera vivido él. Solo visto a los otros, observado. Pensado, rumiado.

Y al fin le había cabido una función, ¡tan tardía! Acusar. Desenmascarar. Delatar. Por primera vez llevaba adentro una idea justiciera. ¡Y qué idea! Explosiva: del género de esas minas, sí, que se colocan bajo tierra y producen el íntegro desmoronamiento de un montículo, la explosión de un bloque… o debajo del agua la completa zozobra de una nave.

“De un bloque humano… de una nave, pensó. Una meretriz de cara estucada acababa de robarlo.

—¿Venís?

Apestain la rechazó, violento, puritano. Con una furia parecida a la de su carta, a la de su novísima conducta. Su estado de ánimo debía parecerse al de los jueces que se han librado de la responsabilidad de la sentencia, dictándola.

Pero no se había liberado, él. Empezó a pensar seriamente en lo que produciría aquella carta, al llegar: la furia y la cólera, por un lado, el hundimiento y la humillación por el otro. La caída de la hoja de la guillotina de la conciencia y la muerte moral producida en el hombre y en la mujer.

Los había fulminado, destruido para siempre, aniquilado. A los dos. No a uno. Los había enfrentado con el terrible pago a compartir. Los había fulminado y aniquilado. Había partido de él aquel inconmensurable rayo, directo hacia el estallido…

Poco a poco empezó a presentarse aquello otro: el terror en la conciencia de Apestain. Primero lo envolvió una seca pausa, el sentido del silencio, de cierto silencio rotundo y definitivo, en que acababa de entrar. Solo después de ese silencio se sentiría, no ya solo, sino casado con su acción, definitivamente ligado a su acto.

Pues el acto ya lo había dividido del Apestain anterior. Ahora lo que empezaba en él era el Apestain atado a la justicia, el Apestain casado con la justicia para siempre, el Apestain no ser, sino justicia. No era sino la justicia pura e inhumana lo que ahora caminaba en él, con sus propios pasos, con su propio desenvolvimiento sigiloso, con su marcha dividida del hombre de antes, dividida del hombre inocente, del hombre bueno.

Estaba ante una pocilga, ante el tercer bar. Entró y pidió en el mostrador una ginebra. El salón olía a cerveza y humo. La lámpara amarilla era esta vez enorme. Los hombres y las mujeres se abrazaban cantando en un frenético escándalo de besos y de risas… “Pero un escándalo sin culpa”, pensó Apestain. “Sin culpa. Blanco, infantil como el hombre naturalmente trágico y naturalmente sin culpa. En cambio, él, ya era el viejo sembrador de castigos”.

Estaba ante su vejez, pasada ya la línea de la pura juventud: la juventud sin malignidad, que había tenido hasta entonces y que dura hasta los cien años. Ya había roto la línea. El futuro tenía el amarillento mal olor de la atmósfera del tugurio. Entonces pagó y salió, agitado y enfurecido. Colérico sin causa… si la causa no fuera su yo mismo. Su yo de ese momento. El maloliente y recalentado acusador. El íntimamente impuro.

—¡Puaf! ¡Porquería de poder!

Hubiera escupido su poder, su terrible fuerza descargada, vaciada apenas horas antes en la letra escrita de una hoja criminal, de una hoja ya irrescatable, que sería leída poco después del alba.

Todavía faltaba para el alba. Se echó a caminar Alem abajo, y luego cruzó lentamente uno de los puentes, hacia el balneario. En la superficie del río, manchas de aceite oscilaban entre la inmovilidad y el alterno espejeo. Descascarados fragmentos de las quillas boyaban, acabando en pequeñas rompientes contra los muros poderosos y negros.

Estaba frente a los parapetos y el río, y tomó por la vasta vereda hacia las luces del sur, hacia las luces que señalaban allá lejos las enormes ruedas de los juegos y las cubiertas cilíndricas de los pabellones, aquella especie de feérico archipiélago flotante, a medias englutido, cuyas cúpulas o cimas desde lejos parecían dormidas en la noche, al ras del agua. Por curiosidad y por cansancio, absorto, Apestain se dirigió hacia allá.

Su intimidad inocente empezó a ensañarse contra su intimidad culpable: alumbraba una actual vergüenza y brioso odio hacia sí mismo, una ira de hermano mayor ante el descalabro del menor, descalabro hecho de embriaguez de “pureza” loca y fláccido abandono al mal. Era como si el mal ya se hubiera llevado para su bajo designio a aquel otro, al menor, dejando al hermano juez, al furioso testigo fraterno ya sin virtud o fuerza activa. Se miró y se vio en efecto ya menor y perdido, abandonado para siempre de su antigua adultez noble y sensata. El hermano mayor había, del actual y culpable, quedado lejos.

Pasó otra vez del examen de su hecho último al cálculo de las consecuencias, y se imaginó a la pareja de los Escamídez moralmente muerta, o física y moralmente ensangrentada, en la casa lujosa y trágica.

Todo sucedería sin duda por la mañana, calculado, montado por él para que el desayuno se transformara en violencia y tragedia… Pensó en la escena, y la encontró horrenda e inescapable, tal como si hubiera armado el dispositivo que arma el rápido desprendimiento de la hoja de la guillotina. Los imaginó, a él y a ella, en el suelo, quizás los dos sin vida; o uno en el llanto y otro en el asesinato.

Pronto estuvo en el mágico archipiélago flotante, con todas aquellas similicúpulas alzándose apenas del agua, circundadas por sus explanadas o puentes semicomunicantes, y sus topes parecidos a grandes cabezas de hongos… Y luego los aparatos diseminados: las inmensas ruedas de los juegos para niños en la ciudad flotante; la totalidad del parque de diversiones avanzando en el agua con sus feéricos círculos y semicírculos.

Ante todo eso caminaba, avanzando extrañamente muerto y seco. Ya estaba libre de toda función, habiendo alcanzado la mayor, excepto el arrepentimiento.

¿Matarse ahogándose en las aguas adonde había que avanzar superando el limo hasta hallar la hondura necesaria? ¿Avanzar y desaparecer?

¡Pero no! ¡Qué idea! ¿A quién iba a matar? ¿No era él el-que-ya-se-había-matado? Ya estaba muerto. Lo que ocurriría después ya no ocurriría, por supuesto, sino después de su muerte.

Pues sí: ya estaba muerto. ¡No le quedaba más que confirmarlo!

Había caminado tantos metros sobre el limo húmedo y resbaloso, que el peso de su propio cuerpo lo detenía paso tras paso fatigado, ante el río nocturno. No necesitó sumergirse. La primera ola profunda avanzó como una garganta en la que el cuerpo entró automáticamente.

 

III

 

Cuando le llevaron la correspondencia de la mañana, Escamídez acababa de vestirse. Después de haber roto las que le parecían meras circulares, eligió tres de las cartas y las llevó al comedor. Su mujer dormía hasta mucho más tarde. Escamídez tomaba el coche a las nueve para llegar al despacho veinte minutos después. Abrió el sobre menos abultado. Leyó las escasas líneas; luego bajó el papel. Algo así como un inmenso alivio lo tuvo pesadamente clavado en el sillón. Desde el primero de los seis años corridos a contar desde la hora en que empezó a engañar a su mujer sufría aquel odioso y creciente sentimiento de culpa.

—¡Qué liberación! —pensó, levantándose—. Esto sí que no podía esperarse.

Y por primera vez salió de su casa a la calle iluminado por una suerte de contento, fulgor o curiosa bienaventuranza.

*FIN*


La mancha en el mármol, 1982


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