| 
 Estoy a bordo del barco Friedrich Engels, 
pero en mi mente hay tal herejía 
de pensamientos que rompen las puertas. 
No comprendo, ¿qué oigo?, 
llena de confusión y de dolor, la invocación: 
“Ciudadanos, oídme”. 
La cubierta se inclina y se lamenta, 
mezcla de concertina y charlestón, 
pero en el puente, queda, suplicante, 
intenta abrirse paso con violencia 
la imponente canción: 
“Ciudadanos, oídme”. 
Sentado en un tonel hay un soldado. 
Su pelo cuelga sobre su guitarra 
mientras rasguea despacioso. 
Y enardecido como su guitarra 
de sus labios escapa con tormento: 
“Ciudadanos, oídme”. 
No nos quieren oír los ciudadanos. 
Preferirían comer, beber, bailar. 
Y no les interesa lo demás. 
Sin embargo, dormir es importante. 
¿Y por qué ese estribillo interminable? 
“Ciudadanos, oídme”. 
Alguien echa sal a un tomate, 
otro tira unas cartas grasientas, 
otro golpea el suelo con las botas, 
otro despliega ansioso el acordeón; 
mas, cuántas veces a cualquiera de ellos 
el grito o el susurro, le brotó: 
“Ciudadanos oídme”. 
Y cuántas veces nadie lo escuchó. 
Hinchando el pecho y retorciéndose, 
no pudieron decir lo que sentían. 
Reaccionando con alma indiferente, 
oyen a los demás con dificultad: 
“Ciudadanos, oídme”. 
Mira, soldado encaramado en un tonel: 
Yo soy igual que tú, mas sin guitarra, 
sobre ríos, montes, mares, 
soy un vagabundo de manos extendidas, 
la voz ya ronca repite sin cesar: 
“Ciudadanos, oídme”. 
Terrible si no quieren escuchar. 
Terrible si comienzan a oír. 
¿Y si al final la canción no valiera la pena? 
¿Y si nada en ella tuviera sentido 
salvo el tormentoso y sangrante estribillo: 
“Ciudadanos, oídme”? 
  |