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Exactamente ocho mil dólares exactos

[Cuento - Texto completo.]

John O’Hara

Lo que en tiempos había sido un agradable club de campo, cuyos miembros eran en su mayoría parejas jóvenes con un próspero porvenir, era ahora un “parque industrial”; y en el antiguo emplazamiento de las pistas de tenis había un edificio alargado, bajo y sin ventanas, un laboratorio de investigación en materiales sintéticos. El edificio del club todavía resultaba reconocible bajo las renovaciones que lo habían convertido en los despachos de gerencia, pero las calles uno y dieciocho habían sido niveladas y cubiertas con asfalto, y ahora eran la zona de aparcamiento de los empleados de la planta. Aproximadamente en el lugar del segundo tee había un espacio acordonado, con un letrero que advertía no acercarse demasiado al helicóptero que transportaba a los directivos de la empresa al aeropuerto municipal. Solo un vestigio quedaba del antiguo carácter del lugar: el carrito de golf que trasladaba a los directivos desde los helicópteros a los despachos de gerencia. Una cerca de tres metros de altura rodeaba todo el recinto y sobre la cerca se había desplegado alambre de espino. La cerca en sí estaba pintada de blanco, pero no hay manera posible de hacer que el alambre de espino parezca otra cosa que alambre de espino.

Un hombre en un pequeño Renault detuvo su coche en la entrada, y un hombre de uniforme con una placa en la que ponía “Agente de seguridad” y una funda de revólver se inclinó para hablar con el conductor del coche.

—Buenas tardes, caballero. ¿En qué tengo el gusto de ayudarlo?

Lo de “tener el gusto” sonó falso y afeminado, como si al propio agente le pareciera falso y afeminado.

—Vengo a ver al señor D’Avlon.

—Muy bien, caballero. ¿Nombre, por favor?

—Señor Charles D’Avlon —dijo el conductor del coche.

—Oh, claro. Lo están esperando, señor D’Avlon. —El vigilante no pudo abstenerse de echar un vistazo de sorpresa al minúsculo coche—. ¿Será tan amable de ponerse este pase en la solapa y devolvérselo al agente de servicio cuando salga?

Charles D’Avlon recogió un rectángulo de plástico con un imperdible pegado en el reverso; en el anverso ponía: “VISITANTE—Industrias D’Avlon—355—El visitante debe llevar puesto este pase en todo momento mientras permanezca en el recinto de la Empresa. Entréguese al agente de seguridad de la entrada principal al final de la visita”.

—¿Dónde aparco?

—Tiene reservada una plaza. La número trescientos cincuenta y cinco, aparcamiento de gerencia. Es esa tercera fila de ahí. Primera, segunda, tercera. Por favor, deje las llaves en el coche.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Son las normas, señor. Se aplican a todo el mundo.

—¿A mi hermano también?

—Sí, señor. El señor Henry D’Avlon deja las llaves en el coche igual que yo.

—Me imagino que su coche es bastante distinto del mío.

—¿Ve ese Rolls negro y gris? Es el de su hermano. Pero dentro tiene las llaves, como los demás. Es por si de repente hay que cambiar los coches de sitio.

—¿En caso de emergencia?

—Correcto.

—¿Como en una explosión?

—Cualquier emergencia que pueda presentarse —dijo el vigilante. Ni la palabra “emergencia” ni el retintín ligeramente frívolo del comentario de D’Avlon le habían hecho gracia—. Cuando aparque el coche le estará esperando un acompañante que lo llevará a la recepción de gerencia.

El guardia volvió a meterse en la garita de cristal y levantó el teléfono. D’Avlon condujo hasta el aparcamiento.

El acompañante era un hombre joven con un uniforme similar al del vigilante, aunque sin el revólver.

—Entiendo que es su primera visita —dijo el acompañante.

—Mi primera visita a la planta. Había estado aquí antes, pero cuando era un club de golf.

—Ah, sí. De eso hace ya un tiempo.

—Diría que antes de que usted naciera.

—Es muy posible —dijo el joven.

—¿Esperamos a alguien más?

—Estoy esperando a que se ponga el pase.

—¿Aunque vaya con usted?

—Todo el mundo tiene que ponerse el pase. Sin él no podría recorrer ni diez metros.

—¿Qué me pasaría?

—Lo detendrían. Y si sus explicaciones no resultaran satisfactorias, lo arrestarían por intrusión. Ya ha visto los carteles que hay en la cerca. Es una instalación muy eficaz.

—¿Es así desde la explosión?

—Siempre se han tomado medidas de precaución —dijo evasivamente el joven.

—¿Y usted por qué no lleva pistola?

—¿Qué le hace pensar que no? —El joven se llevó la mano al bolsillo y sacó una calibre 25 automática—. No es una treinta y ocho, pero no son pocas las mujeres que se han quitado de encima al marido con una de estas. No abultan, caben en el bolsillo del pantalón, y hay visitantes que no se sienten cómodos yendo con un hombre con pistolera. Pero si le dan en la garganta con una bala de estas, puede ir despidiéndose.

—¿Podría darle a alguien en la garganta?

—Con un poco de tiempo y a la distancia adecuada podría darle en el ojo. Algunos policías la llaman la pistola de los celos. Practicamos disparando con ella. Las mujeres ni siquiera practican y vea lo que hacen. Es un mal bicho. Por aquí, caballero.

La hermosa joven de la recepción de gerencia inclinó la cabeza hacia Charles D’Avlon, le sonrió y aparentemente pulsó un botón que abría la puerta que conducía a un pasillo. En cualquier caso, no dirigió una sola palabra ni a D’Avlon ni al joven agente de seguridad.

—Por aquí, caballero —dijo el joven.

Subieron a la planta de arriba en un ascensor automático y desde ahí se dirigieron al fondo del pasillo del segundo piso, hasta una puerta donde ponía: “Presidente”. El joven le abrió la puerta a Charles D’Avlon, y un hombre se levantó para recibir al recién llegado.

—¿Todo bien, señor Lester? —dijo el agente de seguridad.

—Todo bien, Van —dijo el interpelado. Tendría unos cuarenta y cinco años, llevaba gafas de media montura y una corbata con nudo francés bordada con una especie de gran signo de exclamación. El traje, azul marino, era de solapas estrechas y del bolsillo asomaba un pañuelo cuidadosamente doblado en cuyo centro se veían las iniciales “D. W. L.”.

—Siéntese, señor D’Avlon. Su hermano vendrá enseguida. ¿Ha tenido un viaje agradable?

—¿Desde la ciudad o desde Connecticut?

—Esto… desde Connecticut.

—Oh, estupendo. He tenido ocasión de ver el paisaje.

—Usted antes vivía por aquí, ¿verdad?

—Oh, sí. Nacimos aquí, pero está muy cambiado. Cuando era joven venía aquí a jugar al golf. ¿Sabe dónde está sentado?

—¿Qué quiere decir?

—Está usted sentado en el baño de señoras. Es lo que era antes. El vestuario de señoras.

—Entonces yo no estaba en la empresa.

—Entonces no había ninguna empresa.

—No, supongo que no —dijo el señor Lester, sentándose con las manos juntas sobre la mesa.

—Siga con lo suyo, si quiere. No se distraiga por mí —dijo Charles D’Avlon.

—Estoy esperando a… Aquí está —dijo el señor Lester, levantándose al tiempo que se abría la puerta situada a su derecha.

—Hola, Chiz —dijo un hombre desde el umbral—. Ven, pasa.

—Hola, Henry —dijo Charles D’Avlon.

Los hermanos se estrecharon la mano, y Charles entró en el despacho del presidente, una habitación esquinera con unas vistas magníficas de la campiña y las montañas distantes.

—Le estaba diciendo a Lester que su despacho está en el baño de señoras.

—Bueno, eso demuestra una cosa —dijo Henry—: que no has cambiado mucho. Siempre te ha gustado incomodar un poco a la gente.

—No seas antipático, Henry. Ya es bastante difícil estar aquí, dadas las circunstancias. No me lo pongas más difícil.

—Chiz, aquí el único que se pone las cosas difíciles eres tú mismo.

—No he dicho que me estés poniendo las cosas difíciles. Solo he dicho que ya son bastante difíciles. Juré que nunca te pediría ni un centavo, pero aquí estoy.

—Sí —dijo Henry—. Bueno, veo que vas directo al grano. ¿Cuánto quieres?

—Mucho.

—Oh, eso me lo imagino. Si fuera poco, no te habrías visto en la necesidad de hacer un viaje tan largo. ¿Cuánto, Chiz?

—Ocho mil dólares.

—Muy bien. Pero ¿por qué ocho? ¿Por qué no cinco, o por qué no diez? Me pica la curiosidad por saber cómo has llegado a la cifra de ocho mil.

—Me parecía una cifra seria.

—Ni que le hubieras dado tantas vueltas. En fin, sí, suena seria —dijo Henry. Apretó el intercomunicador del escritorio—. Dale, ¿me preparas un cheque, a mi cuenta personal, ocho mil dólares, pagaderos a Charles W. D’Avlon, y me lo traes cuando esté listo para que lo firme? Gracias.

—¿No te interesa saber para qué lo quiero? —dijo Charles.

—No mucho. Alguna de tus historias, y asciende a ocho mil dólares. Seguramente necesitas cinco, pero habrás pensado que, ya puestos, podías pedir tres más.

—Así es —dijo Charles—. Aunque me da penadespachar así la historia. Era de las buenas.

—Escríbela y mándala a una revista.

—No sé escribir. Si supiera, tendría material de sobra, pero antes has dicho que querías saber por qué te pido ocho mil y a la primera de cambio ya no quieres oír la historia.

—Quería ver si admitías que era alguna de tus historias. Si no lo hubieras admitido, habría mandado hacer el cheque por cuatro mil. Pero has sido sincero, y eso es lo más que puede esperarse de ti en cuestión de honradez. Así que ya tienes tus ocho mil.

—Si hubiera sabido que iba a ser tan fácil…

—No. Te habría dado diez, pero no más.

—Entonces dame diez.

—Ni lo sueñes —dijo Henry.

Sonaron dos golpes suaves en la puerta. Lester entró, dejó el cheque sobre el escritorio de Henry y se marchó. Henry lo firmó y lo arrastró por la mesa en dirección a su hermano.

—Con protector de cheques y todo. Exactamente ocho mil dólares exactos —dijo Charles—. Ahora dime por qué me has dado el dinero. No tenías por qué. ¿Te hace sentir poderoso? ¿Tiene que ver con ese Rolls-Royce que tienes abajo y con todo este despliegue de alta seguridad?

—En cierto modo supongo que sí. Pero hay algo más, Chiz.

—Claro que sí.

—Verás, siempre me he preguntado cuándo vendrías a darme el sablazo. No es que me quitase el sueño, pero sabía que algún día lo harías. Y por fin has venido, por ocho mil dólares. Aún me ha salido barato. Porque supongo que sabes que esto es lo último que vas a sacar de mí.

—Lo había intuido.

—Cuando éramos pequeños y me molías a palos sentía pena por ti. Me dabas unas tundas de miedo para quitarme lo que fuera. Un guante de béisbol o una corbata. Lo que no sabías es que yo me moría por darte el maldito guante o la corbata. Pero tú preferías la violencia y robarme, y evidentemente uno tiene un límite, y entonces empecé a odiarte.

—Y todavía me odias.

—¿Te sorprende? Sí. Porque conforme has ido creciendo siempre te has comportado así con todo el mundo. Si miras por esa ventana verás que donde estaban las pistas de tenis hay un laboratorio de investigación. Una noche, después de un baile, estaba a punto de subirme a aquel Oakland que tenía, el que me regaló la abuela cuando cumplí veintiuno. Seguro que te acuerdas, cabronazo, porque tú lo estrellaste. Como iba diciendo, yo no tenía pareja, así que estaba solo, y entonces oí llorar a una chica. Era Mary Radley, que estaba sentada en un banco entre la pista uno y la dos. Tenía el vestido hecho trizas y le daba vergüenza volver al club de esa manera. Fuiste tú. No tenías necesidad de tomarla con Mary Radley. Ni tú ni nadie, pero tú menos que nadie. Pero eras así, y ese día me di cuenta de que el problema no era que maltratases a tu hermano pequeño. El problema era que eras un maltratador, punto.

—De acuerdo —dijo Charles—. Y ahora te toca a ti maltratarme. Gracias por el dinero.

—Espera un segundo. No he terminado. Quiero decirte un par de cosas, y más te vale que escuches o pienso cancelar el pago del maldito cheque.

—Oyente a la fuerza. Muy bien —dijo Charles.

—Nunca has cambiado. Tus dos mujeres aguantaron lo que no tiene nombre, y tus hijos no quieren verte ni en pintura. ¿Nunca has pensado por qué?

—No mucho. Los niños se criaron con sus madres, y ellas ya se ocuparon de ponerme de vuelta y media. Pronto me desentendí.

—De tu hija no. Te presentaste en su graduación y la obligaste a dejar a su madre y a su padrastro para irse contigo de viaje. Un capricho cruel. Porque luego la mandaste de vuelta con su madre y nunca más has hecho nada por ella. Ni en lo económico ni en ningún otro aspecto.

—Su madre tiene pasta de sobra. Si algo hice por mis hijos, fue asegurarme de que tuviesen madres ricas.

—Cierto. Y que pudieran mantenerte a ti antes de tener a los niños, y después.

—La verdad, Henry, es que en ambos casos fueron ellas las que me pidieron matrimonio.

—No lo dudo. Eras muy astuto. Sé que tu primera mujer te obligó a aceptar un regalo de boda de doscientos mil dólares.

—Doscientos cincuenta. Un cuarto de millón. Que voló hace tiempo, lamento decir.

—Pero tu segunda mujer…

—Tenía un fideicomiso a prueba de bomba. Nunca pude echarle la mano encima. ¿Cómo has averiguado tantas cosas sobre mis asuntos?

—Cuando estaba intentando recaudar dinero para emprender este negocio, me encontré con cierta resistencia debido a mi nombre. Aun después de descubrir que yo no tenía nada que ver contigo, la gente seguía dudando, sobre todo la gente de Nueva York y Filadelfia. Ni se te ocurra volver por Filadelfia, Chiz. No quieren ni verte.

—Cuánto me disgusta.

—No te disgusta, pero debería.

—Lo digo en serio. En Filadelfia hay un par de viudas ricas con las que podría permitirme prescindir de gente como tú. Pero es probable que la Girard Trust Company y esa otra no me vean con muy buenos ojos. Una pena, porque con esas dos mujeres, o mejor dicho, con cualquiera de ellas, podría disfrutar de una vejez bien cómoda. Ya rozo los sesenta, ¿sabes?

—Oh, ya lo sé.

—Tal y como están las cosas, no tengo ninguna prisa por ver cómo serán los próximos quince años. A lo mejor tendrás que contratarme como vigilante de noche.

—Lo dudo mucho. Y eso me recuerda otra cosa que quería decirte. Aunque tiene que ver con lo del principio. ¿Te das cuenta de que antes de que entraras en este despacho ya sabía que habías ido por ahí largando sobre la explosión que tuvimos hace años? Los de seguridad no podían creer lo que estaban oyendo. El primer hombre con el que has hablado perdió a un hermano en la explosión. El segundo, el más joven, sufrió quemaduras graves y tuvieron que hacerle injertos de piel durante un año. Pero esos chistes malos, al margen de su dudoso gusto, son la manera que tienes de seguir maltratando a la gente, igual que hacías con los caddies y los camareros cuando esto era un club. Cinco hombres murieron en esa explosión, y eso aquí no es ningún chiste. Ni aquí ni en ningún lado. Para que lo sepas, los dos agentes de seguridad estaban convencidos de que eras un impostor, de que ni siquiera eras mi hermano. Y para que lo sepas también, Chiz, desearía que fuera cierto.

Charles D’Avlon se levantó.

—Bueno, parece que hemos terminado —dijo. Se acercó a la ventana y miró hacia el laboratorio—. Mary Radley —añadió—. Menuda golfa estaba hecha.

*FIN*


“Exactly Eight Thousand Dollars Exactly”,
The New Yorker
, 1960


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