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Falk, un recuerdo

[Cuento largo - Texto completo.]

Joseph Conrad

En un pequeño mesón frente a la costa, a menos de cincuenta kilómetros de Londres y a más de treinta de ese pantano peligroso y poco profundo al que los guardacostas han bautizado con el ampuloso nombre de “océano alemán”, nos encontrábamos cenando un grupo de hombres relacionados con el mar de una manera u otra. Al otro lado de los grandes ventanales se veía el Támesis en una perspectiva despejada hacia el tramo bajo de Hope Reach y, como la comida era repugnante, el festín solo se podía disfrutar con los ojos.

La conversación estaba impregnada de cierto sabor a agua salada, que para muchos de nosotros había sido la única agua que habíamos conocido en la vida. Quien haya probado alguna vez el sabor amargo del océano, llevará para siempre su gusto en la boca; pero algunos de ellos, malcriados por la vida en tierra firme, se quejaban del hambre. Era imposible tragar un bocado de aquella porquería, todo exudaba de hecho cierto olor extraño a humedad. El comedor de madera se erigía sobre el barro de la orilla como una choza lacustre: los tablones del suelo parecían podridos, un camarero viejo y decrépito se tambaleaba patéticamente de un lado a otro ante el aparador prehistórico y carcomido, mientras comíamos en unos desportillados platos que muy bien podrían haber sido desenterrados de la cocina de un yacimiento arqueológico. Los filetes parecían recordar épocas aún más remotas. Hacían pensar a la fuerza en la noche de los tiempos, cuando el hombre primitivo, con su limitada conciencia, comenzó a tantear sus primeras nociones culinarias chamuscando trozos de carne al fuego de la leña junto a sus camaradas para después, atiborrado y alegre, sentarse sobre los huesos roídos y ponerse a contar historias sencillas sobre su experiencia, historias de hambre y caza, ¡y tal vez hasta de mujeres!

Por suerte, el vino era tan viejo como el camarero, y así fue como, relativamente hambrientos, pero no por eso menos alegres, nos relajamos y comenzamos a relatar nuestras sencillas historias. Hablamos del mar y de lo que puede llegar a hacer el mar. El mar no cambia y, por mucho que los hombres hablen de él, sus verdades siguen siendo un misterio. Pero había algo en lo que todos estábamos de acuerdo: en que los tiempos habían cambiado. Hablamos de viejos barcos, de accidentes marinos, de averías y de un hombre que logró llevar a salvo su barco desde el Río de la Plata hasta Liverpool con un timón improvisado. Hablamos de naufragios, de lo que ocurre cuando las provisiones escasean y del heroísmo —o al menos de lo que los periódicos suelen denominar “heroísmo marino” y que implica una serie de virtudes muy distintas de las de los héroes de la antigüedad—. De vez en cuando también nos quedábamos en silencio y nos limitábamos a contemplar el río.

Un barco de la P. & O. pasó navegando río abajo.

—A bordo de esos barcos sirven comidas buenísimas —dijo uno.

Otro que tenía buena vista leyó en voz alta el nombre pintado en la proa: Arcadia.

—¡Qué hermoso barco! —murmuramos algunos.

Lo seguía un pequeño vapor de carga, y justo en ese momento izaron una bandera que los identificaba como noruegos. Despedía una gran cantidad de humo y, antes de que se disolviera del todo, apareció frente al ventanal una pequeña barca de madera con amuras altas que estaba siendo remolcada por un barco de vapor con ruedas de paletas. Los hombres se encontraban en la parte delantera muy ocupados preparando las velas de proa. En la popa había una mujer con una capucha roja prácticamente a solas con el timonel; caminaba por la cubierta de un lado a otro con una labor de lana gris en las manos.

—Yo diría que son alemanes —murmuró uno.

—El capitán lleva a su mujer a bordo —dijo otro, y la luz rojiza del atardecer, que resplandecía detrás de la niebla de Londres, proyectaba un fulgor parecido al de una bengala sobre los palos de la barca y se desvanecía a lo lejos hacia Hope Reach.

Uno de nosotros que no había hablado hasta ese momento, un hombre de más de cincuenta que había capitaneado barcos durante un cuarto de siglo, dijo, sin levantar la vista de la barca que se alejaba deslizándose sobre el brillo oscuro del río:

—Esto me recuerda un episodio absurdo que me sucedió hace ya muchos años, cuando me encomendaron capitanear por primera vez un barco de hierro que transportaba mercancías en un puerto oriental. Aquel puerto era la capital de un reino de Oriente que se extendía sobre un río igual que Londres se extiende sobre nuestro querido Támesis. No es necesario dar más coordenadas del lugar, ya que lo que sigue podría haber ocurrido en cualquier lugar en donde hubiera barcos, capitanes, remolcadores y sobrinas huérfanas extraordinariamente hermosas. Y por añadidura, la parte ridícula de la historia solo nos afecta a mí, a mi enemigo Falk y a mi amigo Hermann.

Como las palabras “mi amigo Hermann” habían sonado cargadas de un énfasis particular, alguien preguntó, despreocupada y frívolamente (porque habíamos estado charlando sobre el heroísmo en el mar):

—¿Y ese Hermann era un héroe?

—En absoluto —respondió el hombre canoso—, no era un héroe en absoluto, no era más que un Schiff-führer, un jefe de barco. Así es como llaman en Alemania al capitán general, aunque a mí me gusta más nuestro término. La cacofonía suena bien, y además hay algo en la expresión “capitán general” que da la sensación de una existencia comunitaria en ese antiguo y honorable arte del mar: contramaestre, maestre, primer oficial. Mi amigo Hermann podría haber sido un gran maestro en este honorable oficio, pero a él lo llamaban Schiff-fuhrer y para colmo tenía el simple y pesado aspecto de un agricultor mezclado con la dicharachera astucia de un tendero. Su barbilla bien afeitada, su figura rolliza y sus párpados caídos no le daban la apariencia de un trabajador curtido, y mucho menos la de un aventurero del mar, pero a su manera trabajaba tanto sobre las aguas como un tendero trabaja arduamente detrás de su mostrador. El barco era el medio de vida con el que sostenía a su creciente familia.

Se trataba de un barco pesado, fuerte, de proa más bien achatada, que hacía pensar en una solidez primitiva parecida a la de un arado de madera en la antigüedad. Tenía también otros detalles que sugerían un estilo rústico y hogareño. Aquellos preciosos salientes de madera, que no he vuelto a ver en ninguna otra embarcación, le daban a su popa cuadrada un aire de carreta de molinero, y las cuatro ventanas de la cabina de popa, cada una con seis pequeños cristales verdes y enmarcadas en madera pintada de marrón, parecían las ventanas de una casa de campo. Las cortinitas blancas y el verdor de las plantas detrás del cristal acrecentaban ese parecido. Un par de veces, al pasar con mi barco cerca de la popa, pude ver un brazo bien formado regando las plantas y la elegante cabeza inclinada de una muchacha a la que llamaré mientras viva “la sobrina de Hermann”, porque la verdad es que jamás llegué a conocer su nombre, a pesar de haber tenido cierta confianza con la familia.

Pero la confianza llegó más tarde. Digamos que al principio, igual que el resto de marineros en aquel puerto oriental, no tardé mucho en hacerme una idea de las opiniones de Hermann sobre la pulcritud de la ropa. No había duda de que consideraba importante llevar ropa interior de franela, de buena calidad y bien pegada a la piel. Casi todos los días se veían en su barco jerséis y delantales secándose en la soga del palo de popa, o una imperceptible hilera de calcetines ondeando en la cuerda de la bandera. Y cada quince días se veía la vestimenta completa de la familia. Cubría toda la popa. La brisa de la tarde provocaba una oscilación fláccida y extraña en aquella masa de prendas de vestir, un movimiento que se parecía vagamente al movimiento de una familia de ahogados, mutilados o aplastados. Eran como unos torsos sin cabeza que se agitaban con sus brazos sin manos, piernas sin pies realizando frenéticas acrobacias retorcidas. Se podían ver también vestidos largos y blancos que, inflándose con el viento a través del escote ribeteado de encaje, se volvían por un instante violentamente abultados como si se hubieran metido en ellos cuerpos invisibles y muy gordos. En aquellos días el barco se podía distinguir a una gran distancia debido al caos grotesco y multicolor que se extendía sobre la popa desde el palo de mesana.

El barco estaba amarrado justo delante del mío, se llamaba Diana. Diana de Bremen, no de Éfeso. Eso al menos era lo que estaba escrito con letras blancas de treinta y cinco centímetros que se extendían espaciadas a lo largo de la popa (como el letrero de una tienda), debajo de esas ventanas parecidas a las de una casa de campo. Aquel nombre ridículamente inapropiado parecía casi un insulto a la diosa más sublime, ya que el barco no solo no estaba en condiciones de cazar nada, sino que cargaba además con una cuadrilla de cuatro niños. Se asomaban a la borda para mirar los barcos que pasaban y, de vez en cuando, les arrojaban cosas, y ésa fue la razón por la que, antes de conocer y hablar con Hermann, conocí a la espantosa muñeca de trapo de su hija mayor cuando cayó directamente sobre mi cabeza. A pesar de todo, los niños se portaban bien. Tenían el pelo rubio, los ojos y la nariz redonda, pequeña y huesuda; se parecían muchísimo a su padre.

Aquel Diana de Bremen era el barco más viejo e inocente que se haya visto; del mismo modo que en tierra firme hay casas que se mantienen al margen de la descomposición del mundo, aquel barco parecía al margen de las maldades del mar. Sobre todo, daba la sensación de un orden doméstico intachable. Aquel barco era un hogar. Los simpáticos niños habían aprendido a caminar en el espacioso alcázar. Si uno lo pensaba despacio, era algo muy bonito, conmovedor, puede que incluso les hubieran salido los dientes mordiendo las herramientas. Descubrí varias veces al más pequeño de los Hermann (Nicholas) concentrado en mordisquear la punta sobresalida de un soporte. El pie del mástil mayor era el lugar favorito de Nicholas; en cuanto lo dejaban a su aire gateaba hasta allí, y el primer marinero que pasaba junto a él lo llevaba de vuelta a la puerta de la cabina, alzándolo con delicadeza para no cubrir al niño de brea. Supongo que debía de haber una orden específica para eso porque, mientras lo trasladaban, el bebé, que era la única persona con auténtico malhumor de todo el barco, no paraba en su intento de pegarle en la cara a aquellos robustos marineros alemanes.

La señora Hermann, un ama de casa encantadora y robusta, llevaba a bordo vestidos sueltos, azules con lunares blancos. Cuando me la encontraba frente a un balde pequeño y elegante frotando con fuerza los cuellos, los calcetines del bebé o las corbatas de verano de Hermann —como sucedió en un par de ocasiones—, se sonrojaba con el desconcierto de una muchacha y levantaba las manos húmedas para saludarme desde lejos, sin dejar de asentir con la cabeza afectuosamente. Llevaba las mangas arremangadas hasta los codos y el brillo de su anillo de casada se distinguía entre la espuma del jabón. Tenía una voz agradable, la frente serena, mechones suaves de pelo muy rubio y una expresión bienhumorada en los ojos. Era maternal y una conversadora moderada. Cuando aquella madre humilde sonreía, le aparecían unos hoyuelos en las mejillas frescas y amplias. Al contrario que ella, jamás descubrí el menor atisbo de sonrisa en la sobrina de Hermann, una joven huérfana y muy silenciosa. Y no se debía a que fuese una persona melancólica, sino a las reservas propias de la seriedad juvenil.

La llevaban con ellos desde hacía tres años para que los ayudara con los niños e hiciera compañía a la señora Hermann, según me comentó el propio Hermann. Resultó indispensable cuando los niños eran pequeños. El brazo bien formado y la hermosa cabeza que había visto una mañana a través de las ventanas de la cabina eran de ella, en un momento en que estaba inclinada sobre las macetas de fucsias y resedas, pero la primera vez que pude verla de cuerpo entero me rendí a su figura, me quedó intensamente grabada igual que lo hubiese hecho la gran belleza, inteligencia, el ingenio rápido o la calidez de cualquier otra mujer.

En su caso particular, se trataba de sus formas y su tamaño, era el físico el que imponía una gran atracción. Es posible que además fuera ocurrente, profunda y amable; no lo sé, y tampoco importa; lo único que sé es que estaba construida en unas proporciones colosales. Y sí, “construida” es el término más apropiado. Había sido construida, erigida, por decirlo de alguna manera, con un majestuoso despilfarro. Uno se quedaba pasmado ante aquel derroche insensato de materiales en una muchachita tan joven. Porque era joven, aunque también era muy madura, como si hubiera tenido la suerte de los inmortales. Puede que fuera un poco pesada, pero daba igual, su peso aumentaba si cabe aún más esa idea de duración. Tenía apenas diecinueve años. ¡Pero qué hombros! ¡Qué brazos tan bien formados! ¡Qué miembros tan poderosos intuía uno cada vez que se lanzaba sobre la cubierta dando tres pasos largos hacia el pequeño Nicholas, que había vuelto a caerse al suelo! Indescriptible. Daba la impresión de ser una joven buena y tranquila, atenta a las necesidades de Lena, a las caídas de Gustav, al estado de la querida naricita de Carl, sensata, trabajadora y todo lo demás… ¡Pero qué pelo tan maravilloso! Abundante, largo, grueso y de color rubio oscuro. Tenía el brillo de los metales preciosos. Lo llevaba perfectamente trenzado en un único mechón que le colgaba por la espalda como a una niña, y la punta le llegaba hasta la cintura. Era una trenza tan maciza que maravillaba, os doy mi palabra; parecía un garrote. Su cara era grande, bonita, tenía una expresión serena, un buen cutis y unos ojos azules tan claros que parecía que iba contemplando el mundo con la franqueza libre y blanca de una estatua. No se puede decir que fuera guapa. Era algo mucho más impactante. La sencillez de su vestimenta, la opulencia de sus formas, su estatura imponente y la extraordinaria sensación de vitalidad, que proyectaba como las flores proyectan su perfume, la volvían bella, pero con una belleza que era a la vez rústica y olímpica. Al observarla cuando estiraba los brazos por encima de la cabeza para alcanzar el tendedero, uno se quedaba inmerso en una contemplación tensa, como de devoción pagana. Los excelentes vestidos de algodón de la señora Hermann tenían una especie de volados rudimentarios en el cuello y en los bajos, pero los vestidos estampados de la joven no tenían ni un pliegue, nada, apenas algunos fruncidos rectos en la falda que caía hasta sus pies y que le daban, cuando se quedaba quieta, un aspecto severo y escultural. Por naturaleza tendía a estar quieta tanto si estaba de pie como sentada, pero no quiero decir con eso que fuera una estatua. Aunque podría haber pasado por una efigie alegórica de la Tierra, era generosamente activa, y no me refiero a esta Tierra gastada de nuestro tiempo, sino a una Tierra joven, un planeta virginal que aún no hubiera sido perturbado por la visión de un futuro cargado de formas de vida y de muerte monstruosas, ensordecido por batallas contra el hambre y el pensamiento.

Tampoco el respetable Hermann era muy entretenido, aunque su inglés resultaba comprensible. A quien no entendía nada era a la señora Hermann, que siempre me largaba un discurso en un tono cordial y acogedor (supongo que en Platt-Deutsch) y en cuanto a su sobrina, por más placentero que fuera observarla (porque de alguna manera inspiraba en uno la visión más esperanzadora de la raza humana), era una persona silenciosa y reservada, casi siempre ocupada en unas labores que solo muy de cuando en cuando, según pude observar, apartaba para abandonarse a un estado de meditación juvenil. Su tía se sentaba enfrente, también con labores de costura, y apoyaba los pies en un taburete. En la otra punta de la cubierta, Hermann y yo sacábamos dos sillas de la cabina y nos dedicábamos a fumar interrumpiéndonos cada tanto en un intercambio pacífico de palabras. Iba casi todas las noches. Encontraba a Hermann en mangas de camisa porque, en cuanto regresaba de tierra firme, comenzaba sus maniobras quitándose el abrigo; a continuación, se ponía un gorro bordado con una borla y se cambiaba las botas por unas zapatillas de tela. Después, se ponía a fumar en la puerta de la cabina y miraba a sus hijos con aire civilmente virtuoso hasta que se los iban llevando uno a uno para acostarlos en los camarotes. Al final, siempre bebíamos un poco de cerveza en aquella cabina amueblada con una mesa de madera de patas cruzadas y sillas negras de respaldo recto que tenía más aspecto de cocina de granja que de cabina de barco. Parecía que el mar y los asuntos náuticos no afectaban a la hospitalidad de aquella familia ejemplar.

A mí todas aquellas cosas me agradaban porque estaba pasando momentos muy complicados en mi barco. Había sido designado oficialmente por el cónsul británico para llevar un carguero después de que el anterior capitán hubiese muerto de repente, dejando tras de sí unas sospechosas facturas sin recibo, el cálculo de algunos diques secos que daban a entender el pago de sobornos y una gran cantidad de recibos con los extravagantes gastos de los últimos tres años. Todas aquellas cosas estaban guardadas junto a la vieja y sucia funda de un violín forrada de terciopelo rubí que encontré detrás de un enorme libro de cuentas. Lo abrí esperanzado, pero para mi asombro lo encontré lleno de poemas: páginas y páginas de pésimos versos rimados en un tono entre alegre y grosero, escritos con la letra más pulcra que había visto en la vida. En la funda había también una fotografía de mi predecesor tomada hacía poco en Saigón, en la que se lo veía en primer plano frente a un jardín y acompañado de una mujer vestida de una extraña forma. Era un hombre bajo y robusto de aspecto severo, llevaba un traje desastrado de paño fino negro y el pelo peinado sobre las sienes con una forma que recordaba a los colmillos de un jabalí. No hace falta aclarar que del violín solo quedaba a bordo la funda, su forma vacía, mientras que del pago de los últimos fletes que el barco había realizado no quedaba ni la menor evidencia. Imposible determinar adónde había ido a parar todo aquel dinero. A bordo no estaba, eso por descontado. Tampoco lo había enviado a Inglaterra porque, en una carta que había dejado sobre el escritorio, los dueños se quejaban de no haber recibido ni una línea del capitán en dieciocho meses. Prácticamente no había suministros a bordo, ni un centímetro de cuerda de repuesto, ni un metro de tela. El barco estaba desnudo y yo presentía que iba a tener innumerables dificultades antes de zarpar.

Como era joven —aún no había cumplido los treinta—, me tomaba muy en serio a mí mismo y a mis problemas. El viejo primer oficial, que había oficiado como deudo más cercano en el funeral del capitán, no estaba muy contento con mi llegada, pero como no estaba legalmente calificado para asumir el mando, el cónsul tenía la obligación de poner a bordo a un hombre correctamente preparado. En cuanto al segundo oficial, lo único que puedo decir es que se llamaba Tottersen o algo parecido. A pesar del clima tropical, solía llevar en la cabeza un gorro de piel roñoso. No tengo duda de que es el hombre más estúpido que he visto a bordo de un barco en toda mi vida. Y por si fuera poco, se le notaba; su estupidez era tan evidente que me sorprendía que respondiera cuando alguien lo llamaba.

Se podía decir que aquella no era una gran compañía y que me deprimía la perspectiva de tener un viaje largo por mar con aquellos dos tipos. En privado tenía además otras preocupaciones que tampoco me dejaban mucho margen para la alegría. La tripulación era débil y el cargamento se acercaba muy despacio. Preveía que podía tener problemas con los transportistas y no sabía si me adelantarían suficiente dinero como para poder cubrir los gastos del barco. No tenían una actitud muy amistosa hacia mí que digamos. En resumen, que no estaba nada bien. A menudo, a horas intempestivas (a las tres de la madrugada), me asaltaba el pensamiento de que aún no tenía ninguna experiencia, que era completamente ignorante en cuestiones de negocios y que tampoco tenía las cualidades propias de un líder. Cuando el camarero cayó enfermo con síntomas de cólera y tuvimos que trasladarlo al hospital, sentí que me quedaba sin la única persona decente de toda la tripulación. Se suponía que se iba a recuperar pronto, y mientras me vi obligado a reemplazarle con una especie de mozo. Por recomendación de un tal Schomberg, dueño del hotel más pequeño de los dos que había en el puerto, contraté a un chino. Aquel Schomberg, un alsaciano musculoso y cubierto de pelo, un tipo tremendamente cotilla, me aseguró que hacía lo correcto.

—Es un chico de primera. Vino aquí con la comitiva de Su Excelencia el comisionado Tseng, ya sabe. El comisionado se hospedó aquí durante tres semanas.

Pronunciaba “Su Excelencia” con afectación, aunque el ejemplar que había dejado aquella “comitiva” no tenía un aspecto muy prometedor. Por aquel entonces yo todavía no me había dado cuenta de que Schomberg no era más que un mentiroso en el que no debía confiar. Para empezar, el “joven” debía de tener entre cuarenta y ciento cuarenta años —uno de esos chinos con cara de muerto, completamente inescrutable—, y antes de que acabara el tercer día ya se había revelado como un empedernido fumador de opio, jugador y ladrón intrépido, además de un corredor de primera clase. La gota que colmó el vaso fue cuando desapareció llevándose treinta y dos soberanos de mi propiedad, que me había costado ahorrar una auténtica barbaridad. Había reservado aquel dinero por si mis dificultades empeoraban, y cuando me los robó me sentí tan desnudo y pobre como un faquir. Me aferré a mi barco a pesar de todas las preocupaciones que me traía, pero seguía sin poder soportar aquellas noches largas y solitarias en una pequeña cabina en la que la atmósfera, que ya olía mal debido a una lámpara que goteaba, estaba ocupada por los ronquidos del primer oficial. El tipo se encerraba en su camarote a las ocho en punto y empezaba a emitir aquellos fuertes y desagradables ronquidos como si fuera un trombón lleno de agua. Me resultaba insufrible no ser capaz ni siquiera de concentrarme a bordo de mi propio barco. Me parecía que todo en este mundo, incluso el mando de un barco pequeño y agradable, podía ser un engaño y convertirse en una trampa.

Pero cuando llegaba a bordo del Diana de Bremen conseguía librarme por fin de aquel tipo de pensamientos. Daba la sensación de que ni siquiera podía rozarlo el rumor de las injusticias del mundo. A pesar de todo, vivía en alta mar y el mar, con sus tragedias y comedias, sus horrores y sus escándalos, el mismo mar poblado de hombres y gobernado por una severa necesidad sin dudas, formaba también parte de su mundo, pero aquel viejo barco patriarcal no reflejaba nada de eso, parecía más bien un refugio sagrado, estaba hecho a prueba del mundo y, por lo visto, su admirable inocencia ponía freno a los rugientes deseos del mar. Pero yo conocía el mar desde hacía tiempo, el suficiente al menos como para saber que no respetaba la honradez. La fuerza de la naturaleza es despiadadamente franca. Aquella inmunidad podía deberse, como es lógico, a las habilidades náuticas de Hermann, pero a mí me parecía que los océanos se habían aliado para reprimir sus fuerzas y no destrozar aquel bastión tan importante, no desmontar su timón rústico asustando a los niños y no abrir, en suma, los ojos de aquella familia a la más simple desconfianza. Pero eso era lo que había acabado por generar: desconfianza. La cruel revelación iba a acabar finalmente a manos de un hombre. Un hombre lo bastante básico y fuerte como para desenmascarar algunos secretos del mar, un hombre movido por el poder de la pasión más elemental y sencilla.

Aunque eso es algo que iba a suceder mucho más tarde. Mientras tanto, yo había encontrado un santuario en aquel viejo y sereno barco al que iba casi todas las noches. La única persona a bordo que parecía tener problemas era la pequeña Lena, y con el tiempo me acabé dando cuenta de que se debía a que la salud de su muñeca de trapo era delicada. Aquel objeto llevaba una vida in extremis dentro de una caja de madera ubicada en el bolardo de amarre a estribor. Allí la atendían y la cuidaban con delicadeza todos los niños y se divertían haciéndole caras largas y moviéndose alrededor con pasos silenciosos. Solo el bebé, Nicholas, la miraba con un gesto malintencionado y frío, como si perteneciera a otra tribu. Lena se lamentaba todo el tiempo frente a la caja y los demás la acompañaban con una seriedad mortal. Resultaba maravillosa la manera de los niños de compadecerse de aquella cosa manchada de barro que yo no habría tocado ni con unas tenazas. Supongo que en aquella muñeca ejercitaban el sentimentalismo típico de su raza. Lo que me sorprendía era que la señora Hermann permitiera que Lena acariciara y abrazara tanto aquel manojo de trapos evidentemente sucios. La señora Hermann levantaba sus ojos delicados y femeninos de las labores y observaba todo con una simpatía divertida; por algún motivo parecía no darse cuenta de que aquel objeto de cariño era una deshonra para la pureza del barco. Y es que la palabra apropiada es pureza, no limpieza. La limpieza era tan extraordinaria que parecía otra manifestación de aquel excesivo sentimentalismo, como si la suciedad se quitara allí con amor. Es imposible dar siquiera una idea de cuán minuciosa era la limpieza de aquel sitio. Era como si el barco fuese meticulosamente cepillado cada mañana con… con cepillos de dientes. Hasta el mástil se limpiaba allí tres veces por semana con una pastilla de jabón y un trozo de franela suave. Acicalado —porque es “acicalado” la palabra que me veo obligado a utilizar— con pintura blanca todo lo que era de madera, y con pintura verde oscuro todo lo que era de acero, aquella sencilla distribución de colores evocaba imágenes de una paz igualmente sencilla, una felicidad idílica, por lo que la comedia infantil de enfermedad y dolor a veces golpeaba como una mancha real y antipática en medio de aquel perfecto escenario.

Me agradaba mucho pasar tiempo en aquel lugar e intentaba contribuir con un poco de animación. Mi relación con Hermann comenzó gracias a la persecución de aquel ladrón chino. Estaba anocheciendo. Hermann, a pesar de su costumbre, se había quedado hasta tarde en tierra firme y estaba intentando liberarse de un pequeño gharry en la orilla del río frente a su barco, cuando pasé a su lado corriendo en plena persecución. Hermann comprendió rápidamente la situación, como si tuviera ojos en los hombros, se nos unió de un salto y se puso a la delantera. El chino huía en silencio como una sombra veloz sobre el polvo de un sendero típicamente oriental. Yo corría detrás, y al final de la fila iba mi primer oficial gritando como un salvaje. La luna creciente proyectaba una luz tímida sobre una llanura semejante a un terreno baldío y monstruoso: a lo lejos se recortaba la imponente arquitectura de un templo budista contra el cielo. Como es lógico, perdimos de vista al ladrón pero, a pesar de mi decepción, no me quedó más remedio que admirar la presencia de Hermann. La velocidad que había alcanzado aquel hombre rollizo solo para ayudar a un desconocido hizo que se ganara en el acto mi más cálido agradecimiento; había algo honestamente cordial en su esfuerzo.

Parecía tan indignado como yo por nuestro fracaso y casi no escuchaba mis agradecimientos. Dijo que no era “nada” y a continuación me invitó a su barco a tomar una cerveza. Buscamos sin demasiada esperanza un rato más entre los arbustos y echamos un vistazo sin convicción en un par de zanjas. Todo estaba en silencio, los charcos de lodo resplandecían débilmente entre los juncos. Regresamos despacio, inclinados bajo la hoz delgada de la luna y lo oí murmurar para sí mismo:

—Himmel! Zwei und dreissig Pfund!

Estaba impresionado por la suma a la que ascendía mi pérdida. Desde hacía un buen rato habíamos dejado de oír los gritos de mi primer oficial.

Entonces me dijo:

—Todo el mundo tiene problemas. —Y mientras caminábamos, comentó que jamás me habría conocido si el capitán Falk no lo hubiese retenido por casualidad en la orilla. No le gustaba quedarse hasta tan tarde en tierra, agregó con un suspiro. Por supuesto atribuí aquel tono triste a la compasión que mostraba por mi mala suerte.

A bordo del Diana, los ojos delicados de la señora Hermann también mostraron mucho interés y consideración. Habíamos encontrado a las dos mujeres cosiendo frente a frente bajo la claraboya abierta y el poderoso resplandor de una lámpara. Hermann entró el primero y comenzó a quitarse el abrigo en la misma puerta, y me invitó a hacer lo mismo con expresiones hospitalarias:

—¡Pase, pase! ¡Por aquí! ¡Venga, capitán!

Inmediatamente después, y con el abrigo aún en la mano, comenzó a contarle todo a su mujer. La señora Hermann unió sus regordetas palmas, yo sonreí e incliné la cabeza con el corazón encogido. La sobrina dejó sus labores para llevarle a Hermann sus zapatillas y su gorro bordado, que se puso con solemnidad y sin dejar de hablar (de mí). Había nubes de telas blancas desperdigadas por el suelo de la cabina. Oí varias veces la frase Zwei und dreissig Pfund y al fin llegó la cerveza, que me pareció deliciosa, ya que estaba sediento por la carrera y la emoción de la persecución.

Me quedé hasta pasada la medianoche, un buen rato después de que las mujeres se hubieran retirado. Hermann llevaba más de tres años trabajando en el sudeste asiático, transportando sobre todo cargamentos de arroz y madera. Su barco era conocido en todos los puertos desde Vladivostok hasta Singapur. Aquel barco era su única propiedad. Las ganancias habían sido moderadas, pero el comercio daba lo suficiente mientras los niños fueran pequeños. Esperaba vender el viejo Diana en uno o dos años a una firma japonesa, a un buen precio. Tenía previsto regresar a casa, a Bremen, en un barco correo con la señora Hermann y los niños, en segunda clase. Me contó todo aquello con un gesto imperturbable mientras daba lentas caladas a su pipa. Me dio pena cuando vació la pipa y comenzó a frotarse los ojos. Me podría haber quedado allí hasta el amanecer. ¿Qué me esperaba en mi barco?, ¿había algún motivo para apurarme? Ninguno, solo enfrentarme al cajón desvencijado de mi camarote. ¡Uf! Solo con recordarlo me ponía enfermo.

Como ya dije, me terminé convirtiendo en su invitado diario. Creo que desde la primera vez que me vio, la señora Hermann me consideró un romántico. Como es lógico, no andaba por ahí arrancándome los pelos coram populo por lo que me habían robado, y ella interpretó eso como un gesto de distinguida indiferencia. Aunque sí les conté algunas de mis aventuras tal y como sucedieron, y les maravilló la variedad de mi experiencia. Hermann le traducía las partes que consideraba más sorprendentes. Se ponía de pie, como si estuviera a punto de dar una conferencia sobre un fenómeno extraordinario, y se dirigía a las dos mujeres haciendo gestos mientras ellas abandonaban lentamente las costuras sobre sus regazos. Yo me quedaba detrás de la jarra de cerveza de Hermann en actitud humilde. La señora Hermann me echaba miradas rápidas y emitía breves Ach’s! La muchacha jamás hizo el menor sonido. Nada. Aunque a veces alzaba los ojos claros para mirarme con aquel estilo suyo tan suave, casi ciego, y no porque su mirada pareciera estúpida ni mucho menos, sino porque irradiaba una luz mansa y difusa como el reflejo de la luna sobre los prados, tan distinta a la observación inquisidora de las estrellas. Uno se hundía en esa mirada y se imaginaba que estaba siendo contemplado de una manera borrosa. Seguramente aquella misma mirada, cuando se posaba sobre ChristianFalk, era tan eficaz como los reflectores de un acorazado.

Falk era el otro visitante asiduo del barco, aunque, si se lo juzgara solo por su comportamiento, se podría haber pensado que iba solo para ver el cabrestante del puesto de control, porque no le quitaba los ojos cuando nos hacía compañía en la puerta de la cabina, con un brazo musculoso apoyado en el respaldo de la silla y las piernas grandes y fornidas embutidas en pantalones blancos ajustados; las extendía y se veían en los extremos los zapatos negros de punta redonda, anchos como vagones. Al llegar, estrechaba la mano de Hermann murmurando algo, luego hacía una inclinación hacia donde estaban las mujeres y se sentaba a nuestro lado con su actitud descuidada y misántropa. Se marchaba abruptamente, de un salto, cumpliendo el ritual de los saludos e inclinaciones con gruñidos, como si estuviera muerto de miedo. A veces, en un esfuerzo reservado y agónico, se acercaba a las mujeres e intercambiaba con ellas en voz baja algunas palabras, media docena como mucho. En esos momentos, la mirada de Hermann se volvía completamente vidriosa y el semblante amable de la señora Hermann se ruborizaba. A la joven jamás se le movía un pelo.

Falk era danés o noruego, no sabría decirlo. En cualquier caso, era escandinavo, y sin duda altivo para formar parte del monopolio. Tal vez no conocía esa palabra, pero tenía una idea muy clara de la situación. La tarifa que cobraba por remolcar los barcos a la entrada y a la salida del puerto era la más exorbitante que he visto en mi vida. Era el dueño y capitán del único remolcador que había en aquel río, un navío blanco y bien cuidado de ciento cincuenta toneladas o más, tan elegante y pulcro como un yate, con la cabina redondeada como una torre de cristal por encima de la proa puntiaguda y un soberbio mástil barnizado en la popa. Supongo que aún andan por ahí algunos capitanes que se acuerdan de Falk y su remolcador. A los barcos mercantes nos quitaba nuestra libra y media de carne con una indiferencia inflexible que lo volvía detestable e incluso temible. Schomberg solía decir:

—No voy a hablar de ese tipo, no se toma más de seis copas al año aquí, pero mi consejo, caballeros, es que, si pueden evitarlo, no tengan nada que ver con él.

Dejando de lado las relaciones laborales, era fácil seguir aquel consejo porque Falk no se metía con nadie. Puede parecer absurdo comparar al capitán de un remolcador con un centauro, pero, por algún motivo, el tipo me recordaba a un grabado que había en un pequeño libro que tenía de niño en el que aparecían centauros en el río; en especial me acuerdo de uno que aparecía en primer plano, saltando con un arco y una flecha en las manos: tenía rasgos simétricos y severos y una barba inmensa y rizada que le caía sobre el pecho. La cara de Falk me recordaba a ese centauro. Él también era una criatura de dos naturalezas. No mitad hombre, mitad caballo, sino mitad hombre, mitad barco. Vivía a bordo de aquel remolcador suyo que estaba siempre subiendo o bajando el río, desde el amanecer hasta la húmeda noche.

Se podía distinguir su barba a lo lejos, con los últimos rayos del atardecer, recortada sobre la estructura blanca del remolcador cuando atravesaba la espuma para anclar por la noche. Allí estaba el hombre, vestido de blanco, la mancha marrón y abundante del pelo y, por debajo de la cintura, nada más que las líneas transversales del puente de mando que a su vez desviaban la mirada hacia las líneas blancas afiladas de la proa, mientras abría las sucias aguas del río.

Fuera del barco parecía incompleto. El propio remolcador, sin su cabeza y torso en el puente de mando, también parecía incompleto, pero no lo abandonaba casi nunca. Durante la época que permanecí en aquel puerto, solo lo vi dos veces en tierra firme. La primera fue en la oficina de mis transportistas, a la que había ido a disgusto para cobrar el remolque de una barca francesa el día anterior; la segunda, casi no podía creer lo que veía, porque lo descubrí escondido en una silla de mimbre del salón de billar del hotel de Schomberg.

Era divertido ver cómo Schomberg lo ignoraba a propósito. Lo artificial de su actitud contrastaba con la indiferencia natural de Falk. El alsaciano fortachón hablaba a voz en grito con el resto de los clientes mientras iba de mesa en mesa y pasaba de largo con la mirada fija hacia delante por el lugar en el que descansaba Falk, que permanecía sentado con una copa intacta junto al codo. Debía conocer de vista o de nombre a todos los hombres blancos de la sala, pero jamás le dirigía una palabra a nadie. A mí me hizo un gesto de reconocimiento bajando apenas los párpados, pero eso fue todo. Tumbado en la silla, de vez en cuando se llevaba las manos a la cara y, al mismo tiempo, reproducía un temblor leve y casi imperceptible con el cuerpo.

Aquel gesto era un automatismo, y, por supuesto, yo lo conocía muy bien, porque era imposible compartir con Falk una hora sin sorprenderse ante el movimiento brusco que interrumpía sus largos períodos de quietud. Era un gesto violento e inexplicable. Y lo hacía en cualquier momento, como, por ejemplo, tras haber escuchado a la pequeña Lena contar cosas sobre su muñeca enferma. Los hijos de Hermann siempre lo asediaban a la altura de sus piernas, pero él, con gentileza, se apartaba un poco de ellos. Aun así, parecía sentir un gran afecto por la familia. Sobre todo por el propio Hermann. Buscaba su compañía. En aquella ocasión, por ejemplo, debió de haber estado esperándolo, porque, en cuanto apareció Hermann se puso de pie al instante y salieron juntos. Schomberg les explicó a los tres o cuatro que estaban cerca de mí su teoría: que Falk andaba tras la sobrina del capitán Hermann, y aseguró que no conseguiría nada. El año anterior el capitán Hermann había atracado ahí y ocurrió lo mismo.

Por supuesto, no me creí ni una palabra de lo que dijo Schomberg, pero la idea se me quedó en la cabeza y empecé a observar con más atención. Lo único que descubrí fue cierta impaciencia por parte de Hermann. En cuanto aparecía Falk subiendo por la pasarela, el buen hombre comenzaba a murmurar términos que sonaban a palabrotas en alemán, pero como ya he dicho, no conozco el idioma y lo cierto es que la expresión tranquila y de ojos redondos de Hermann permanecía inmóvil. Mirando con firmeza hacia delante le daba la bienvenida con un Wie geht’s?, o en nuestro idioma, con un “¿Cómo va todo?”, pronunciado en un tono un poco gutural. La chica levantaba la mirada un instante y apenas movía los labios. La señora Hermann dejaba las manos apoyadas en el regazo durante un minuto, le hablaba con su tono agradable y luego volvía a sus costuras. Falk se dejaba caer sobre una silla, estiraba sus largas piernas y tal vez se restregaba la cara con fuerza. No era impertinente conmigo, más bien se comportaba como si no valiera la pena molestarse por algo tan trivial como mi presencia, y lo cierto es que, como pertenecía al monopolio, no tenía la necesidad de ser simpático. Estaba completamente seguro de que me iba a acabar cobrando la misma suma exorbitante por remolcar mi barco tanto si me sonreía como si me fruncía el ceño, y, aunque lo cierto era que no hacía ni lo uno ni lo otro, no pasó mucho tiempo antes de que me desconcertara por completo.

Sucedió así: en la desembocadura del río había un banco de arena poco profundo que tendrían que haber removido hacía mucho, pero, como las autoridades estatales estaban tan devotamente ocupadas en dorar la enorme pagoda budista, supongo que no les había quedado mucho dinero para dragar la entrada. No sé cómo estará hoy en día, pero en aquella época aquel banco era un verdadero fastidio para los navegantes. Uno de los más evidentes era que las embarcaciones de cierto calado, como la mía y la de Hermann, no podían completar la carga en el río; tras subir la mercadería hasta cierto límite, tenían que salir del río y completar el resto fuera. El procedimiento completo era sumamente aburrido. Cuando creías que ya uno había cargado todo el peso que su barco podía transportar de forma segura sobre aquel banco de arena, debía bajar y avisar a los agentes y ellos a su vez avisaban a Falk de que la embarcación estaba preparada. Falk (supuestamente cuando había terminado lo que estaba haciendo, aunque en realidad era cuando le daba la gana) se aseguraba en la oficina de que había dinero suficiente para pagarle, y solo entonces se acercaba con un gesto antipático y lo remolcaba a uno con las jarcias desaliñadas, los ojos amarillos observando desde el puente de mando, y moviéndose con pesadez en la cubierta, con más apatía que si estuviese procediendo a una ejecución. Obligaba además a coger el extremo de su cable de acero por el que, por supuesto, cobraba con cargo extra. Ante las protestas por semejante abuso, aquel imponente torso se limitaba a negar con una mano apoyada en el telégrafo de la sala de máquinas, movía la cara barbuda por encima del chapoteo, el ruido y la nube de humo sobre la cual se desplazaba el remolcador. Su tripulación estaba compuesta por los rufianes más descarados que he visto en toda mi vida, y les permitía que le gritaran a uno con insolencia. Cuando lo tenían sujeto a uno, lo arrancaban de donde estuviera anclado sin importarles lo que se llevaran por delante. Uno se veía obligado a seguirlo durante treinta kilómetros río abajo, y luego cinco más en paralelo a la costa hasta un grupo de islotes deshabitados y rocosos donde había un fondeadero cerrado y protegido. Allí uno estaba obligado a permanecer con el ancla baja y los mástiles desnudos entre aquellos fragmentos estériles de tierra, dispersos sobre un océano azul intenso. No había nada aparte de aquella costa desierta, el borde fangoso de la planicie marrón, la sinuosidad del río color verde apagado que se acababa de dejar atrás y la enorme pagoda budista que se erigía solitaria y monumental, con sus curvas y remates brillantes. Lo único que se podía hacer era esperar de mal humor el resto de la carga, que iba llegando a través del río de manera inconstante. Y solo te podías consolar pensando que, después de todo, aquel intervalo incómodo significaba que por fin estabas más cerca de abandonar ese puerto.

Hermann y yo debíamos pasar por aquel proceso y entre nosotros había una especie de competición tácita sobre qué barco estaría listo primero. Estuvimos parejos casi hasta el final, pero gané la carrera al ir a avisar yo mismo a los agentes por la mañana mientras Hermann, que era muy lento para bajar a tierra, no llegó a la oficina hasta más tarde. Le dijeron que mi barco estaba primero en la fila al día siguiente, y creo que él les respondió que no tenía ningún apuro. Le venía mejor salir un día más tarde.

Aquella noche, a bordo del Diana, se sentó con sus gordas rodillas bien separadas, miraba la boquilla de su pipa y le daba caladas de vez en cuando. Al rato le dijo con cierta impaciencia a su sobrina que ya era hora de meter a los niños en la cama. La señora Hermann, que estaba conversando con Falk, se detuvo de pronto y miró a su marido con preocupación, pero la chica se puso de pie al instante y llevó a los niños al camarote. Al rato, la señora Hermann debió dejarnos solos para poner orden en lo que, por los ruidos que llegaban desde dentro, parecía una peligrosa rebelión infantil. Hermann rezongó en voz baja. Durante una media hora larga, Falk, que se había quedado solo con nosotros, se movió inquieto en la silla suspirando por lo bajo hasta que, por fin, tras restregarse la cara, se puso de pie y, como si renunciara a la esperanza de ser comprendido (aunque no había abierto ni una sola vez la boca), dijo en nuestro idioma:

—En fin, que pase buenas noches, capitán Hermann. —Se detuvo un instante frente a mi silla y miró hacia abajo fijamente, podría decir que hasta con desprecio, y luego emitió un ruido profundo con la garganta. En todo aquello hubo algo tan extraño que, por primera vez en nuestro escaso intercambio de asentimientos de cabeza y gruñidos, me generó cierto interés, pero al minuto me decepcionó porque se alejó con prisa y sin haberse despedido ni siquiera con un gesto.

Es cierto que sus modales solían ser así de extraños y no le di mayor importancia, aunque nunca antes había estado tan cerca de la superficie su indiferencia, como una vieja y cautelosa carpa en un estanque. Como es lógico, había conseguido despertar mi curiosidad. No podría decir qué esperaba exactamente, pero en ningún caso imaginé la absurdidad que se disponía a provocar Falk al amanecer del día siguiente.

Recuerdo que aquella noche su comportamiento fue tan extraño que, en cuanto se marchó, me pregunté en voz alta qué pretendía. Hermann cruzó las piernas en un vaivén y dijo, acomodándose un poco más apartado en su silla:

—Ese hombre no sabe lo que quiere.

Debía haber alguna insinuación en aquel comentario. No respondí y Hermann, aún apartado, añadió:

—Cuando estuve aquí el año pasado ocurrió lo mismo.

A continuación, una erupción de humo le envolvió la cabeza como si su ánimo hubiera explotado como la pólvora.

Estuve a punto de preguntarle abiertamente si por lo menos sabía por qué Falk, un hombre tan claramente poco sociable, había adquirido la costumbre de visitar su barco con tanta frecuencia. Al fin y al cabo, pensé, aquello era lo más curioso de todo. Ahora quisiera saber qué me habría respondido Hermann de haberle preguntado. No me permitió hacerlo, pareció olvidar de pronto todo lo que tenía que ver con Falk y comenzó un monólogo sobre sus planes para el futuro: la venta de su barco, el regreso a casa. Cayó en un tono reflexivo y calculador, y entre regulares bocanadas de humo iba calculando los gastos. La obligación de pagar el billete en barco de toda la tribu debía perturbarlo muchísimo, porque fue la única ocasión en que dio ciertas señales de avaricia. Supongo que era ahorrador por la naturaleza de su raza, y que pagar por viajar debía de ser una novedad para él; pagar por un viaje en barco, además, que era el modus vivendi habitual de la familia, y para muchos de ellos desde la misma cuna. Me daba cuenta de que sufría de antemano por cada uno de los chelines que iba a tener que gastar de aquella manera tan absurda. Resultaba casi cómico. Se entristecía por aquel motivo una y otra vez y luego, con un suspiro impaciente, suponía que no tenía más opción que pagar los tres billetes en segunda clase aparte de los pasajes de los cuatro niños. Un montón de dinero que debía pagar de una vez. Una cantidad enorme de dinero.

Me quedé sentado a su lado y escuché (por enésima vez) aquel examen de conciencia hasta que empecé a quedarme dormido; luego me despedí y regresé a mi barco. Al amanecer me despertó un bullicio de voces estridentes mezcladas con un sonido de chapoteo y con las pitadas cortas e intimidatorias de un silbato de vapor. Falkhabía venido a buscarme en el remolcador.

Comencé a vestirme. Me llamó la atención la reacción de alboroto en mi propio barco, y cuando se detuvieron los pasos que oía sobre mi cabeza, escuché unos alaridos guturales a lo lejos, que parecían mostrar cierta sorpresa y enfado. Por último se oyó la voz de mi primer oficial quejándose a alguien que debía de encontrarse a cierta distancia. Se unieron otras voces parecidas, y aparentemente indignadas, a las que respondió todo un coro con agresiones verbales. De vez en cuando me llegaba el silbato de vapor.

Aquel alboroto era innecesario y molesto, y, como estaba todavía en mi camarote, decidí tomármelo con calma. Pronto estaría bajando por aquel penoso río, pensé, y en una semana como mucho estaría listo para abandonar aquel odioso lugar y toda la odiosa gente que vivía en él.

Animado por aquella idea, busqué el peine y comencé a arreglarme frente al espejo. De pronto el exterior quedó en silencio y pude oír (pues se habían abierto las puertas de mi camarote) una voz profunda y tranquila que no estaba a bordo de mi barco, pero que sin embargo hablaba muy bien en inglés, aunque con acento extranjero:

—¡Avancen!

“Existe una marea en los asuntos humanos que, si se toma en pleamar…”, y lo que sigue . En cuanto a mí se refiere, sigo buscando ese giro importante en la vida, aunque me temo que la mayoría estamos destinados a revolcarnos para siempre en el agua estancada de un charco de áridas orillas, pero soy consciente de que en la vida de los hombres suelen haber momentos inesperados de iluminación, a veces irracionales, en los que un sonido que en otros momentos hubiera sido insignificante, o tal vez apenas un gesto de lo más común, es suficiente para revelarnos todo el sinsentido, el fatuo sinsentido de nuestra felicidad. “¡Avancen!” no es una expresión particularmente sorprendente, ni siquiera pronunciada en un acento extranjero, pero aquella vez me dejó helado justo cuando sonreía frente al espejo. Salí a toda prisa de mi camarote y subí a cubierta negándome a creer lo que escuchaba pero hirviendo de indignación.

Era increíble pero cierto. Totalmente cierto. Lo único que podía ver era el Diana. Y es que aquél era el barco que estaban remolcando. Lo habían sacado de su atracadero y lo llevaban transversalmente por el río.

—La forma en la que ese loco ha arrancado el barco de su amarre es un peligro —me dijo al oído el primer oficial con un tono asombrado.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Falk! ¡Hermann! ¿Qué broma es ésta? —grité furioso.

Pero nadie me escuchó. No había duda de que Falk no podía oírme. Su remolcador se alejaba a toda máquina por la orilla. El cable de acero que unía su barco al Diana estaba tan tenso que parecía la cuerda de un arpa; temblaba de manera alarmante.

Aquella embarcación alta y oscura iba inclinada por la terrible tensión. De pronto se oyó un crujido fortísimo, y, a continuación, el rumor de la madera cuando se quiebra en astillas.

—¡Mire allí! —dijo la voz asombrada junto a mi oído—. ¡Si le ha arrancado el pasacabos de remolque! —Y agregó, entusiasmado—: ¡Mire! ¡Mire, señor! Los holandeses se han apartado del camarote de proa. Espero, por Dios, que al menos les rompa algunas costillas antes de que terminen lo que están haciendo.

Protesté a gritos. Los rayos del amanecer que se extendían a lo largo de la planicie me calentaban la espalda, pero yo estaba ya demasiado acalorado por la ira. No podía creer que una sencilla operación de remolque pudiera semejar de forma tan rotunda la idea de un secuestro, una violación. En pocas palabras, Falk estaba huyendo con el Diana.

El remolcador blanco iba a toda máquina por el medio del río. Los flotadores rojos de las ruedas de paletas giraban con una velocidad enloquecida, rompían el cauce y lo transformaban en espuma. El Diana iba por el centro de la corriente, meciéndose con la gracia de un granjero viejo y volando detrás de su raptor. A través de los retazos de niebla que dejaba el humo de aquella huida apresurada alcancé a ver los hombros cuadrados y quietos de Falk, debajo de un sombrero blanco tan grande como las ruedas de un carruaje, su cara enrojecida, sus ojos fijos, su barba larga. En vez de mantener la mirada atenta hacia delante, le daba la espalda al río a propósito para controlar su remolque. Aquel pesado barco que jamás había sido tan sacudido en toda su vida, parecía haber perdido por completo la orientación, dio un giro salvaje en la dirección contraria al timón y por un instante vino directamente hacia nosotros, amenazador y torpe como una montaña a la deriva. Provocó un amontonamiento de olas que resonaban y borboteaban más altas que la mitad de la roda. La tripulación de mi barco soltó un gran grito y luego contuvimos el aliento. Estuvo muy cerca. ¡Pero Falk lo controlaba! Sabía cómo manejarlo. Imaginé que podía oír el sonido metálico del cable de acero disparado contra la cabina del Diana, mientras los tripulantes a bordo lo esquivaban hacia todos lados. Sí, estuvo muy cerca. Hermann, despeinado, se había apresurado a correr hacia el timón con una camisa de franela sucia de tabaco y unos pantalones color mostaza. Vi el terror en su cara redonda y hasta sus dientes congelados en una especie de mueca espantosa. El Diana logró pasar por la gran masa de agua que salpicaba entre los dos barcos, agitándose tan cerca del mío que podría haberle arrojado a Hermann directo a la cabeza el peine que, al parecer, había sostenido en mi mano durante todo aquel tiempo. Mientras tanto, la señora Hermann iba sentada tranquilamente sobre la claraboya, con los hombros cubiertos por un chal de lana. Como respuesta a mis gestos de indignación, la encantadora mujer se dedicó a sacudir su pañuelo mientras asentía sonriendo con la mayor amabilidad que se puedan imaginar. Los varones, apenas vestidos, saltaban por la cubierta contentísimos, exhibiendo sus tirantes de mal gusto y Lena, vestida apenas con una enagua corta color rojo, con los delgados brazos desnudos y los codos prominentes, abrazaba a su muñeca de trapo con devoción. La familia al completo pasó ante mis ojos como si la arrastraran por un desconocido escenario de violencia. Finalmente vi a la sobrina un poco separada del resto y con el bebé de los Hermann en brazos. Tenía un aspecto majestuoso con su ajustado vestido gris, había algo tan imponente en la perfección de su figura que el sol parecía estar levantándose solo para ella. La avalancha de luz destacaba en toda su grandeza la exuberancia de sus formas y la fuerza de su juventud. Pasaba inmóvil, como sumida en sus pensamientos; lo único que se agitaba con el movimiento era el doblez de su falda. Los rayos del sol se quebraban en su pelo liso y rubio oscuro mientras el bribonzuelo sin pelo de Nicholas le daba golpecitos en el hombro. El pequeño y regordete brazo se levantaba y caía como si fuera el brazo de un obrero, y de pronto las cuatro ventanas que parecían de casa de campo pasaron frente a mí alejándose río abajo. Estaban abiertas y una de las cortinas blancas de percal ondulaba hacia fuera igual que la cinta agitada de la estela en el agua.

Aquel engaño en el turno de remolque era algo insólito. Fui corriendo a quejarme a la oficina del agente y me pidió disculpas porque no entendían cómo había podido suceder semejante equivocación. No pasó lo mismo con Schomberg, cuando fui a comer algo más tarde, porque, si bien estaba sorprendido de verme, tenía preparada una explicación cabal. Lo encontré sentado al fondo de la larga y estrecha mesa junto a su mujer, una mujercita flacucha de rizos largos y un diente azul que sonreía estúpidamente hacia los demás pero parecía asustada cuando uno le hablaba. Entre ambos había un punkah que abanicaba sobre veinte sillas de mimbre y dos hileras de platos brillantes. Tres chinos con chaquetas blancas vagaban por aquella desolación con servilletas en las manos. La querida table d’hôte de Schomberg no tenía demasiado éxito aquel día. Estaba comiendo con ferocidad, parecía profundamente amargado.

Empezó por ordenar a gritos que me trajeran las chuletas, luego se dio la vuelta y comentó:

—¿Le han dicho que hubo un error? ¡Pero qué error, hombre! No les crea ni un instante, capitán. Falk solo comete errores cuando le conviene. —Creía firmemente que Falk había intentado durante mucho tiempo ganarse el aprecio de Hermann sin ofrecer mucho a cambio—. ¡Sin ofrecerle nada, ya se puede imaginar! Claro, porque insultarle a usted de esta manera no le ha costado ni un centavo, y el barco del capitán Hermann va un día por delante del suyo. ¡Y el tiempo es oro! ¿No? Entiendo que usted es muy amigo del capitán Hermann, pero un hombre está obligado a aprovechar cualquier ventaja que le ofrezcan. El capitán Hermann es un buen hombre para los negocios y en los negocios no hay amigos, ¿no es así? —Se inclinó y comenzó a echar sus acostumbradas miradas furtivas—. Pero Falk es, y siempre ha sido, un tipo miserable. Yo en su lugar lo despreciaría.

De mal humor dije en voz baja que no sentía un especial respeto por Falk.

—Pues yo lo despreciaría —insistió con un gesto de ansiedad que me hubiera parecido divertido si no hubiese estado tan enfadado. Para un chico concienzudo y bien intencionado como solo pueden serlo los jóvenes, el frecuente maltrato de la vida se vive como una crueldad especial. Un joven que sea lo suficientemente ingenuo como para creer en la culpa, la inocencia y en sí mismo, siempre dudará si no ha hecho algo para merecer su mala fortuna. Me enfrenté a la chuleta con pensamientos oscuros y sin apetito mientras la señora Schomberg permanecía sentada con su eterno gesto de estupidez; la conversación de Schomberg caía a toda velocidad, como la basura por un tobogán.

—¿Quiere que le diga una cosa? Todo esto es por la chica. No sé qué espera el capitán Hermann, pero si me preguntara yo podría contarle algunas cosas sobre Falk. Es un tipo miserable. Un esclavo absoluto. Así es como suelo llamarlo: el esclavo. El año pasado, cuando comencé a trabajar en esta table d’hôte, envié algunas tarjetas para promocionarla, ya sabe cómo va esto. ¿Puede creer que no vino ni una vez a comer aquí? ¿Ni siquiera para probar? Nunca. Ahora se ha conseguido un cocinero de Madrás, un mentiroso al que eché de aquí a bastonazos. No sabía cocinar para blancos. Ni siquiera para los perros de los blancos, aunque parece que cualquier infeliz nativo que sepa hervir un cazo de arroz es suficiente para el capitán Falk. Vive de arroz y de un poco de pescado que compra por unos céntimos a los pescadores en las afueras. ¿Se lo puede creer? Un hombre blanco…

Indignado, se limpió la boca con una servilleta y me miró. En medio de mi enfado, se me pasó por la cabeza que si toda la carne de la ciudad sabía igual que aquella chuleta de la table d’hôte, Falk no estaba tan equivocado. Estuve a punto de decírselo, pero la mirada de Schomberg me intimidaba.

—Tal vez sea vegetariano —murmuré apenas.

—Un tacaño, eso es lo que es. Un tacaño miserable —sentenció el hostelero con determinación—. Por supuesto, la carne de aquí no es tan buena como la nuestra. Además es cara. Pero míreme, solo me queda un dólar por el almuerzo y un dólar con cincuenta por cada cena. A ver si encuentra algo más barato. ¿Y por qué lo hago? No se gana demasiado en este rubro. Falk lo despreciaría, pero yo lo hago por el bienestar de un montón de jóvenes blancos que están aquí y que no tendrían un sitio en el que probar una comida decente y encontrar una compañía como Dios manda. En mi mesa siempre se encuentra compañía de primera.

El convencimiento con el que sondeó las sillas vacías me hizo sentir como si hubiera interrumpido una comitiva de fantasmas.

—Un hombre blanco debe comer como un hombre blanco, ¡por Dios! —dijo de golpe y con violencia—, debe comer carne, tiene que comer carne. Yo me las arreglo para conseguirle carne a mis clientes durante todo el año, ¿o no? No estoy cocinando para un puñado de negros asiáticos. Tome, sírvase otra chuleta, capitán. ¿No quiere? Eh, tú, ¡levanta esto!

Se recostó y esperó muy serio a que trajeran el curry. Las cortinas a medio cerrar dejaban el salón en penumbra; estaba impregnado por el olor de la cal fresca de un arreglo reciente. Un enjambre de moscas zumbaba y luego se posaba, y la sonrisa de la pobre señora Schomberg condensaba la esencia de toda la imbecilidad que alguna vez había sonado en el interior de aquellas cuatro paredes, de las personas que alguna vez se alimentaron de aquella infame carne de buey o respiraron su aroma. Schomberg no volvió a abrir la boca hasta que no terminó de masticar un puñado de arroz grasiento. Movió las pupilas en una expresión ridícula antes de tragar el bocado caliente y entonces reanudó su discurso:

—No puede ser más humillante. Le suben el plato tapado a la cabina de mando y él cierra las dos puertas antes de empezar a comer. ¡En serio! Debería sentirse avergonzado. Pregúntele al maquinista. No sabe arreglárselas sin un maquinista, ¿no se ha dado cuenta? Y como ningún hombre respetable puede seguir adelante con semejante alimentación, les paga a sus marineros un extra de quince dólares mensuales para gastos de comida. ¡Le prometo que es cierto! Pregúntele al señor Ferdinand da Costa, es el maquinista que tiene ahora. Debe haberlo visto por aquí alguna vez, un joven moreno y educado con ojos finos y un pequeño bigote. Llegó aquí hace un año, venía de Calcuta. Entre nosotros, creo que venía escapando de los prestamistas de allí. Cada vez que puede viene corriendo a comer aquí porque, dígame, ¿qué satisfacción puede encontrar un joven bien educado cenando solo en su camarote, como una bestia enjaulada? ¡Las broncas que se arman a bordo cada vez que un poco de olor a comida llega a cubierta! ¡No se lo creería! El otro día, da Costa consiguió que el cocinero le preparara una chuleta —apenas un bife de tortuga, no se crea, nada de ternera—, y la grasa se derramó, o algo parecido. El propio da Costa me lo contó aquí, en esta habitación. “Señor Schomberg”, me dijo, “si por negligencia hubiera dejado escapar la tapa de alguno de los cilindros del barco, el capitán Falk no se habría enojado de esa forma conmigo. Amenazó de tal forma al cocinero que nunca me volverá a preparar nada”. El pobre da Costa tenía los ojos húmedos. Intente ponerse en su lugar, capitán, un joven sensible, un caballero. ¿Acaso espera que se alimente con esa comida cruda que toma él? Ése es su amigo Falk. Pregúntele a quien quiera. Supongo que los quince dólares extra que les paga le irritan donde más le duele.

Schomberg se dio un golpecito en su pecho robusto. Yo estaba sentado y aturdido por toda aquella cháchara sin sentido cuando, de pronto, apoyó su mano en mi antebrazo con un gesto serio y cauteloso, como si quisiera introducirme en una gruta de confidencias.

—Solo es por envidia —dijo en un tono más bajo, y curiosamente despertó mi agotada atención—, no creo que haya una sola persona de esta ciudad a la que no envidie. Le aseguro que es peligroso. Ni siquiera yo estoy a salvo. Tengo pruebas de que intentó envenenarme…

—¡Vamos, hombre! —exclamé sorprendido.

—Pero tengo pruebas. Me lo contaron de primera mano. Iba por todos lados diciendo que yo era una plaga peor que el cólera para la ciudad. Ha estado hablando mal de mí desde que abrí el hotel. Y también malmetió al capitán Hermann. La última vez que el Diana estuvo por aquí, el capitán Hermann solía venir todas las noches a tomar una copa o a fumar un cigarro. Esta vez no ha venido ni siquiera dos veces en una semana. ¿Cómo se explica eso?

Siguió apretándome el brazo hasta que consiguió que balbuceara algunas palabras.

—Gana diez veces más de lo que yo gano aquí, y encima tengo competir con otro hotel, pero no hay ningún otro remolcador en el río. Yo no me meto en su negocio, ¿no? Él no podría llevar un hotel. Pero el tipo es así, no soporta pensar que me estoy ganando la vida. Ojalá se pudra. Le gustaría tener una mesa decente a la que sentarse pero no si le implica gastar unos míseros centavos. Ah no, no puede permitírselo, es demasiado para él. A eso lo llamo estar esclavizado por el dinero. Es tan mezquino que arma una bronca cada vez que se siente un poco tentado por la comida. ¿Se da cuenta? Eso lo describe a la perfección: no es más que un tipo miserable y envidioso, no hay otra manera de llamarlo, ¿no le parece? Llevo tres años estudiándolo.

Estaba ansioso de que yo aprobara su teoría y la verdad es que, pensándolo bien, era bastante verosímil, si no hubiese estado tan teñida por la falsedad esencial de Schomberg sobre la irresponsabilidad de Falk. Además no me interesaba nada investigar su psicología. Estaba ocupado masticando sin ganas un trozo de queso holandés rancio, demasiado abatido como para preocuparme por lo que tragaba, y mucho menos para molestarme por los gustos gastronómicos de Falk. Por más que los analizara no encontraría allí las claves para comprender su conducta en los negocios, que me parecía completamente fuera de cualquier juicio moral o del sentido de la decencia más elemental. “Cuán insignificante y despreciable debo de parecerle al tipo para que se atreva a tratarme así”, pensé de pronto, retorciéndome de dolor en silencio, y mandé a Falk con todas sus peculiaridades al infierno con tanta intensidad mental que olvidé por completo a Schomberg, hasta que me agarró del brazo con fuerza.

—Bueno, puede pensárselo todo lo que quiera, capitán, puede pensar hasta que se le caiga el último pelo, pero no encontrará una explicación mejor.

Para lograr un poco de paz y tranquilidad me apresuré a admitir que no la encontraría, convencido de que el tipo por fin me dejaría solo, pero lo único que logré fue que su cara húmeda resplandeciera con el orgullo de la astucia. Me soltó un momento para espantar una nube de moscas de la azucarera y volvió a prenderse de mi brazo.

—Puede estar seguro, se lo digo yo. Igual, todos saben que quiere casarse, pero no puede. Permítame que le de un ejemplo: hace dos años llegó aquí una chica muy elegante, una tal señorita Vanlo, para ocuparse de la casa de su hermano Fred, el dueño de un taller mecánico que estaba junto a la costa. De buenas a primeras, Falk comenzó a subir a su bungalow después de cenar y a sentarse durante horas en el porche sin decir una palabra. Como la pobre muchacha no tenía nada de lo que conversar con aquel hombre, se ponía a tocar el piano y a cantar para él noche tras noche casi hasta desmayarse. Tampoco es que fuera una mujer muy fuerte que digamos. Tenía treinta años y el clima le había jugado una mala pasada. Como se podrá imaginar, Fred estaba obligado a sentarse con ellos para mantener las formas y durante semanas enteras no pudo acostarse antes de la medianoche. No era precisamente un buen plan para un hombre cansado, ¿no le parece? Y aparte Fred tampoco estaba pasando por un buen momento porque el taller no daba buenos resultados y estaba perdiendo mucho dinero. El hombre solo quería marcharse de aquí y probar suerte en otro sitio, pero por el beneficio de su hermana aguantó bastante, hasta que las deudas lo atraparon, créame. Yo mismo podría mostrarle un puñado de sus vales por todas las comidas y bebidas que tomó aquí. Nunca llegué a descubrir cómo consiguió el dinero al final. Puede que tal vez se lo sacara, aunque no creo que todo, a un hermano suyo que se dedicaba al comercio de carbón en Port Said. En fin, no sé cómo lo hizo, pero antes de marcharse le pagó a todo el mundo, aunque le rompió el corazón a su hermana. Una decepción, por supuesto, y a esa edad, ya sabe… Mi mujer era bastante amiga suya, puede contárselo. Su desesperación era muy angustiante, hubo hasta desmayos. Un escándalo, un gran escándalo, tanto que el señor Siegers, no su fletador de ahora sino el padre, un caballero ya mayor que se retiró del negocio con una fortuna y acabó muriendo en alta mar de regreso a casa, debió de hablar en persona con Falk en su despacho. Como buen holandés, era un hombre que sabía hablar, y además los Siegers habían estado ayudando a Falk con mucho dinero desde sus comienzos, es más, puede decirse que habían sido ellos quienes lo habían convertido en lo que es, porque, cuando él llego, la empresa fletaba muchos barcos por año y le convenía que en este río hubieran buenas instalaciones de remolque, ¿se da cuenta? Bueno, siempre hay una oreja detrás de la cerradura, eso lo sabemos todos. En este caso —y bajó el tono como si fuera a contar una confidencia—, fue la de un buen amigo mío, un hombre que venía con frecuencia por aquí, y aunque aquella vez conversaron en voz muy baja, mi amigo está seguro de que Falk intentó darle todo tipo de excusas y de que el viejo señor Siegers no paró de carraspear. Falk también quería casarse. ¡Por Dios! Es impresionante, ese hombre lleva años intentando tener un hogar. Solo que no está dispuesto a hacer gastos. Si tiene que meter la mano en el bolsillo, se pone rígido. Ésa es la única verdad. Lo he dicho desde el principio, y ahora todos me dan la razón. ¿Qué le parece?

Confiado, apeló a mi indignación, aunque para molestarlo un poco me limité a añadir que si aquello era cierto me parecería patético.

Saltó en su silla como si le hubieran pinchado con un alfiler. No sé qué me llegó a contestar, porque justo se oyeron a través de la puerta entreabierta que daba al billar los pasos de dos hombres que entraban desde la galería y el murmullo de sus voces. Cuando sonó el repique de una moneda sobre la mesa, la señora Schomberg se puso medio de pie, indecisa.

—Quédate sentada —le dijo él en voz baja y luego, con un tono hospitalario y jovial que contrastaba terriblemente con la mirada de furia con la que había hecho que su mujer se hundiera en la silla, gritó en voz alta—, ¡todavía se puede almorzar, caballeros!

Nadie le contestó, pero las voces callaron de repente. El jefe de los chinos salió a atenderlos. Escuchamos el tintineo de los hielos contra las copas, el sonido con que las llenó, el movimiento de los pies y el de las sillas arrastradas. Schomberg, después de murmurar quién podía estar allí a esa hora del día, se puso de pie con la servilleta aún en la mano para asomarse por la puerta, sigiloso. Se retiró rápido y de puntillas y, haciendo un hueco con la mano, me susurró al oído que era Falk, el propio Falk estaba allí y, lo que era aún peor, estaba junto al capitán Hermann.

El regreso del remolcador de las ensenadas exteriores era improbable, pero posible, porque Falk se había llevado el Diana a las cinco y media y ya eran las dos. Schomberg quería que observaba cómo ninguno de los dos se iba a gastar ni un solo dólar en el almuerzo por mucho que lo desearan, pero cuando me dispuse a salir del comedor Falk ya se había retirado. Alcancé a oír la última pisada de sus botas en los tablones de la galería. Hermann estaba solo, sentado en la gran sala de madera, y se secaba la cara cuidadosamente junto a las dos mesas de billar sin vida y envueltas en fundas a rayas. Llevaba sus mejores ropas de tierra firme: el cuello, el abrigo negro, el chaleco blanco y los pantalones grises. Una sombrilla de algodón blanco con empuñadura de mimbre reposaba entre sus piernas, tenías las patillas cepilladas con pulcritud y se había afeitado la barbilla. Apenas se parecía al hombre despeinado y asustado que había visto por la mañana aferrado al timón del Diana con una camisa de dormir sucia y unos pantalones viejos.

Al verme entrar, dio un respingo y comenzó a hablarme al instante un poco confundido, pero con genuino entusiasmo. Estaba preocupado por aclararme que él no había tenido nada que ver en lo que denominó “el malllldito asssunto” de aquella mañana. Que resultó ser de lo más incómodo. Él ya se había preparado para pasar otro día en la ciudad arreglando algunas cuentas y firmando unos papeles. Además debía ir a algunas tiendas y recoger varias piezas de su “carpintería metálica”; así llamaba pintorescamente a las piezas que había dejado en tierra para reparar. Ahora se veía obligado a contratar una barca local para que le alcanzara todo. Le costaría unos cinco o seis dólares. No había recibido ningún aviso de Falk. Nada… Y golpeó la mesa con su puño rollizo. Der verfluchte Kerl había venido por la mañana como un “maldito vaquerro”, con gran revuelo y se lo había llevado. Su primer oficial no había preparado nada, el barco fue desamarrado de golpe. Protestó, le parecía una vergüenza sorprender a un hombre de aquel modo. ¡Una vergüenza! Pero era tanto el poder que tenía Falk en aquel río que, cuando le sugerí en un tono desalentador que podría sencillamente haberse negado a que moviera su barco, Hermann se asustó solo ante aquella idea. No me había dado cuenta antes de hasta qué punto estábamos ya en la época del vapor. La posesión exclusiva de un motor le daba a Falk el poder de tenernos a todos bajo su látigo. Hermann, después de recobrarse, me dijo suplicante que yo sabía muy bien lo peligroso que era contradecir a un colega como aquél. Al oír eso esbocé una sonrisa un poco distante.

—Der Kerl! —gritó. Se sentía mal por no haberse negado y se le notaba. ¡Eso por no hablar de los daños que le había ocasionado! ¿Qué iba a hacer ahora con las averías? No había tiempo para ponerse a reparar averías ahora. ¿Tenía yo una idea de cuántas averías le había ocasionado? Sentí cierta satisfacción al decirle que había oído cómo su viejo cascarón crujió desde la proa hasta la popa cuando lo vi pasar.

—Pasó muy cerca de mi barco —agregué intencionadamente.

Levantó las manos al acordarse. En una sostenía la sombrilla agarrada por el medio, y eso curiosamente me recordó a la caricatura de un tendero que aparecía en una publicación cómica alemana.

—¡Uy, eso sí que fue un peligro! —gritó. Me hizo gracia, aunque enseguida agregó con una falsa ingenuidad—: El costado de su barco de hierro se habría abollado como… como esta caja de cerillas.

—¿Le parece? —contesté con un bufido menos alegre, pero cuando comprendí que no tenía intención de burlarse de mí, Hermann ya se había enfrascado en un gran enredo lleno de resentimiento hacia Falk. ¡Lo inoportuno del gesto, los daños, los costos! Gottferdam! ¡Que el diablo se lleve a ese tipo! Del otro lado de la barra, Schomberg tenía un puro entre los dientes y hacía como que escribía en una hoja larga de papel con un lápiz. Cuanto más aumentaba la excitación de Hermann, más cómodo y tranquilo me sentía yo. Pero mientras escuchaba esos desplantes se me ocurrió que, a pesar de todo, aquel hombre había regresado en el remolcador. A lo mejor no tuvo más opción porque sí o sí tenía que regresar a la ciudad. Pero evidentemente se había tomado una copa con Falk, ya fuera como invitado o como anfitrión, y pensé “¿Cómo es posible?”. Así que lo tanteé diciéndole con altivez que esperaba que hiciera pagar a Falk hasta el último penique del arreglo de las averías.

—¡Exacto! ¡Eso debe hacer, vaya a por él! —gritó Schomberg desde la barra, arrojó el lápiz y se frotó las manos.

No le prestamos atención, pero la excitación de Hermann decayó de golpe, como cuando se aparta un cazo hirviendo del fuego. Le recordé que ya no tenía nada que ver con Falk ni con su maldito remolcador; que él, Hermann, tal vez no volvería a aparecer por aquella ciudad en el futuro, ya que tenía planeado vender el Diana al final de aquel mismo viaje (“para volver a casa en un barco de correos”, murmuró maquinalmente). Por lo tanto, estaba completamente a salvo de la ferocidad de Falk. Lo único que tenía que hacer era acercarse a la oficina del consignatario y suspender el pago del remolque antes de que Falk pasara por allí y recogiera el dinero.

Nada más lejos del sentido y la intención de mi consejo que sumirlo en ese modo pensativo con el que se dedicó a colocar la sombrilla en el borde de la mesa.

Mientras observaba atónito su tarea, Hermann me dedicó un par de tímidas miradas en las que se le notaba confundido. A continuación se recostó en la silla.

—Es una buena idea —dijo absorto.

Sin duda, el haber sido arrancado del puerto contra su voluntad lo había confundido. Habían agitado con violencia su pasividad, de otro modo no creo que me hubiese preguntado jamás si me parecía que Falk le había echado el ojo a su sobrina.

—Sí, yo también lo creo —dije con sinceridad. La joven era una de esas mujeres a las que uno mira con intención; no emitía un solo ruido, pero llenaba el espacio con su presencia.

—Pero usted, capitán, no es ese tipo de hombres —comentó Hermann.

Por suerte no podía contradecirlo.

—¿Y qué hay de ella? —no pude evitar preguntar. Al oírme se quedó un instante mirándome fijamente a la cara con seriedad; luego intentó cambiar de tema. Escuché que comenzaba a murmurar algo absurdo, como que sus hijos ya eran mayores y empezaban a necesitar una educación escolar. Iba a tener que dejarlos en tierra firme con su abuela cuando se hiciera cargo del nuevo barco que esperaba que le designaran en Alemania.

Aquella insistencia en sus asuntos domésticos me pareció extraña. Supongo que para él iba a ser un cambio rotundo en su vida cotidiana, el fin de una era. ¡Además iba a vender el Diana! Había trabajado en aquel barco durante muchos años. Lo había heredado de un tío, si no recuerdo mal; el futuro debía estar alzándose como una amenaza para él y ocupaba todos sus pensamientos, como sucede en la víspera de una aventura peligrosa. Se quedó sentado allí con el ceño fruncido, mordiéndose los labios hasta que de pronto empezó a echar pestes y a maldecir.

Para mi sorpresa, por lo visto Hermann creía que yo podía y debía haber convencido a Falk de que se declarara. La idea era absurda, aunque también cómica, pero de pronto empezó a irritarme toda aquella estupidez. Un poco molesto le contesté que no había visto ningún síntoma, pero que si los había —porque él, Hermann, estaba muy seguro de ello—, entonces era aún peor. No sabía qué placer sentía Falk engañando a la gente de esa manera, pero tenía el deber formal de advertirle que recientemente había oído que Falk había hecho lo mismo a otro hombre (hacía no mucho tiempo).

Todo aquello nos lo dijimos en voz baja, y por eso Schomberg, exasperado por nuestro secretismo, salió del salón cerrando la puerta con un golpe que sacudió nuestras sillas. Puede que fuera eso, o cualquiera de las cosas que había dicho antes, pero el caso es que Hermann se enfadó, hizo un gesto despectivo hacia la puerta que aún seguía temblando y me dijo que puede que yo hubiera dado demasiado crédito a las estupideces que contaba aquel hombre. De verdad parecía que lo habían puesto en contra de Schomberg.

—Sus chismes son… son… —repetía buscando la palabra— ¡basura! —Y luego repitió que eran basura y que además yo aún era demasiado joven.

Aquella espantosa difamación me puso de mal humor (por suerte ya no estoy expuesto a ese tipo de insultos), y sentí que habría podido creer cualquier comentario de Schomberg sobre cualquier tema. De golpe, y sin saber cómo, Hermann y yo nos estábamos mirando con hostilidad. Agarró su sombrero sin agregar nada más, pero antes de que saliera me di el gusto de decirle:

—Siga mi consejo, haga que Falk pague los gastos de las averías. No creo que pueda sacarle mucho más que eso.

Más tarde, cuando subí a mi barco, el viejo primer oficial, que estaba muy al tanto de lo que había sucedido aquella mañana, me comentó:

—Vi al remolcador cuando regresaba de las ensenadas exteriores un poco antes de las 2:00 p. m. —Jamás utilizaba términos como “por la mañana” o “por la tarde”, sino siempre “a. m.” o “p. m.”, como si fuera una de esas viejas bitácoras—. Sí que hizo un buen trabajo. Ese tipo va siempre muy apurado, es un gorila a la hora de despachar a sus clientes ¿no, señor? Conozco un par de bares al este de Londres a los que les encantaría tener un tipo así en la puerta —y se rio de su propio chiste—, el clásico gorila. Ahora que ha despachado al alemán como un loco supongo que mañana por la mañana nos toca a nosotros.

Al amanecer estábamos todos en la cubierta (hasta los pobres diablos que estaban enfermos se arrastraron afuera), listos para soltar las amarras en un abrir y cerrar de ojos, pero no pasó nada. Falk ni siquiera se presentó; cuando yo empezaba a temer que le hubiera sucedido algo a su motor, vimos pasar de largo al remolcador a toda velocidad por el río, como si no existiéramos. Por un momento tuve la descabellada esperanza de que diera la vuelta en la siguiente curva, pero vi alejarse aquella columna de humo que luego siguió apareciendo y desapareciendo en la llanura según las sinuosidades del río hasta que lo perdí de vista. Solo entonces, y sin decir una palabra, bajé a desayunar. Sencillamente bajé a tomar mi desayuno.

Nadie pronunció una palabra hasta que el primer oficial, después de beber su segunda taza de té, sorbiendo además lo que quedaba en el platillo, comentó:

—¿Adónde diablos se ha ido ese tipo?

—¡A cortejar a una mujer! —grité con una risa tan diabólica que el viejo primer oficial no se atrevió a agregar nada más.

Me acerqué a la oficina tranquilo, pero con una calma cargada de rabia. Evidentemente, ya estaban enterados de todo, y me recibieron haciendo gestos exagerados de consternación. El encargado, un hombre increíblemente obeso, de movimientos suaves y respiración entrecortada, se puso de pie para recibirme mientras el resto de empleados de la oficina, inclinados sobre los papeles en sus escritorios, echaban miradas rápidas hacia arriba en mi dirección. El gordo no esperó a oír mis quejas; se limitó a resoplar y, como si él mismo no se lo pudiera creer, me trasmitió la noticia de que Falk, el capitán Falk, se negaba —se negaba rotundamente— a remolcar mi barco o a tener algo que ver con mi barco aquel día, el siguiente y ¡para siempre!

Me esforcé en mantener una apariencia tranquila, pero de todas formas se debió notar mi desconcierto. Estábamos de pie en el centro de la habitación. De pronto, a mis espaldas, un imbécil se sonó con fuerza la nariz, y al mismo tiempo, otro escribiente saltó y salió al vestíbulo a toda prisa. Sentí que estaba haciendo el ridículo allí. Exigí airadamente ver al director en su oficina privada.

La piel de la cabeza del señor Siegers tenía un aspecto de un blanco mortecino entre los mechones de pelo gris metálico que llevaba aplastados sobre el cráneo de oreja a oreja, como si fueran vendas. Su rostro hundido y angosto tenía un color terracota uniforme y homogéneo, como el de las piezas de cerámica. Era un hombre enfermizo, delgado y bajo con las muñecas de un niño de diez años, pero su débil cuerpo emitía una voz intimidante, increíblemente fuerte, severa y grave como si la produjera un poderoso artefacto mecánico, una sirena de niebla o algo por el estilo. No sé qué haría con aquella voz en su casa, pero en el mundo de los negocios le daba el poder de imponerse en las discusiones sin el menor esfuerzo intelectual, apenas utilizando su volumen. Hubo momentos tensos en la conversación. Tuve que utilizar toda la información que tenía para proteger los intereses de los propietarios del barco —a quienes, nota bene, jamás había visto—, mientras Siegers —que sí los había conocido hacía algunos años en un viaje de negocios por Australia— actuaba como si estuviera al tanto de sus ideas más íntimas y se refería a ellos con la expresión “nuestros queridísimos amigos”.

Me miraba con resentimiento (claramente no nos caíamos muy bien), y sentenció con rotundidad que era una situación extraña, muy extraña. Su acento era tan exagerado que ni siquiera puedo intentar reproducirlo. Decía, por ejemplo, “moy estranio” en vez de “muy extraño” y aquel tipo de cosas, combinadas con el volumen de su voz, hacía que el idioma de mi infancia sonara asombrosamente ajeno. Sorprendía incluso si se lo escuchaba como una especie de ruido sin sentido.

—Llevan años trabajando con el capitán Falk —continuó—, y jamás han tenido motivos para…

—Por eso he venido a verle —interrumpí—, tengo derecho a conocer las razones de este disparate absurdo.

A pesar de que la oficina estaba sumida en una penumbra verdosa, debido a los árboles que cubrían la ventana, pude ver que se encogía de hombros. Se me ocurrió, del modo en que surgen en la cabeza a cualquier hora las ideas más inconexas, que, si todo era cierto, aquella oficina era la misma en la que el señor Siegers padre había regañado a Falk. Mientras la apabullante voz del señor Siegers hijo expresaba, con sonidos metálicos como si intentara hablar a través de un trombón, cuánto lo apenaba aquella conducta que evidenciaba una gran falta de discreción. ¡Y ahora me estaban regañado a mí! Era difícil seguir el hilo de las tonterías que decía, pero era a mí —¡a mí!— a quien responsabilizaba de lo sucedido. ¡Maldita sea! No podía permitir aquello.

—¿Adónde pretende llegar? —pregunté furioso. Me puse el sombrero (él jamás ofrecía a nadie que se sentara), y como parecía que mi insolencia lo había dejado atónito un instante, me di la vuelta y me marché. Con expresiones atronadoras me amenazó con cargarle a mi barco los costos de demora de las barcazas y el resto de gastos originados en el retraso que provocaba mi frivolidad.

En cuanto salí al exterior, mi cabeza se perdió bajó la luz del sol; ya no era solo una cuestión del retraso en mi partida: ahora me daba cuenta de que estaba involucrado en un disparate absurdo y desalentador que me arrastraba a una especie de catástrofe. “Debo mantener la calma”, pensé, y corrí a refugiarme en la sombra de una leprosa pared. Desde aquella estrecha calle lateral podía ver la amplia avenida principal, ruinosa y alegre, que se perdía a lo lejos entre fragmentos de mampostería destruida, vallas de bambú, cadenas de soportales de yeso y ladrillo, chozas de tablas y barro, templos nobles con puertas de madera tallada y chabolas de estera podrida… La avenida principal era muy ancha y extensa, y, hasta donde alcanzaba la vista, se podía ver una multitud descalza y de color oscuro que se desplazaba con polvo hasta los tobillos. Por un instante sentí que la angustia y la desesperación me estaban volviendo loco.

Se debe tener cierta indulgencia con los sentimientos de un joven que comienza a tener responsabilidades. Pensé en mi tripulación: la mitad de ellos estaban enfermos y empecé a temer que alguno muriera a bordo si no los sacaba pronto al mar. Por supuesto debía sacar mi barco por aquel río, ya fuera a vela o dragando con el ancla baja, opciones que yo, como cualquier marinero moderno, únicamente conocía en teoría. Estuvo a punto de echarme atrás el pensamiento de que no tenía ni suficientes hombres ni los conocimientos necesarios sobre el fondo del río, indispensables para sacar el barco con éxito. No tenía pilotos, balizas ni boyas de ningún tipo, y, por si fuera poco, me separaban del mar una corriente que habría sido espantosa para cualquiera, bancos interminables y al menos dos ángulos evidentemente complicados en el canal. No sabía lo difíciles que podían llegar a ser aquellos recodos. ¡Si ni siquiera sabía de lo que era capaz mi barco! Todavía no lo había manejado ni una vez. Un malentendido entre un capitán y su barco en un río difícil y sin margen para corregir las maniobras podía obviamente acabar en una buena montaña de problemas para el hombre, y no tenía ningún motivo para creer en mi buena suerte. ¿Y si tenía la desgracia de encallarlo en algún banco enorme? Hubiera sido el final definitivo de aquel viaje. Era obvio que si Falk se había negado a remolcarme también se negaría a sacarme, lo cual me dejaba… ¿dónde? Al menos me quedaba otro día, aunque lo más probable era que acabara convirtiéndose en una quincena varados en aquel pantano pestilente y realizando trabajo pesado para descargar el barco, y, más probable aún, era el hecho de que íbamos a tener que pedir préstamos a tasas exorbitantes ¡y a la misma banda de los Siegers! Eran los dueños del puerto. Por si fuera poco, el mayor de mi tripulación, Gambril, casi parecía un cadáver aquella mañana cuando fui a darle la dosis de quinina. No había duda de que iba a morir, y eso por no mencionar a otros dos o tres cuya gravedad era similar… O al resto de la tripulación, que estaba expuesta a contagiarse de cualquiera de las enfermedades tropicales que andaban dando vueltas. Un espanto, la ruina y remordimientos eternos. Y sin ninguna ayuda. Absolutamente nadie. ¡Había caído en las garras de una panda de locos!

Si tenía intención de sacar mi barco por mis propios medios debía conseguir información local a cualquier precio, pero no iba a ser fácil. La única persona a la que se me ocurrió que podía pedir ayuda era a un tal Johnson, excapitán de un barco con bandera nacional que se había casado con una nativa y había ido por mal camino. Solo había oído vaguedades sobre él: que vivía oculto en un poblado de doscientos mil indígenas y que solo salía de día para cazar un poco de brandy. Tenía la esperanza de que, si me permitía que le diera una mano, conseguiría que se mantuviera sobrio a bordo para usarlo como piloto. Eso al menos era mejor que nada. Quien ha sido marinero alguna vez, es marinero de por vida, y él conocía aquel río desde hacía años, pero en el consulado —adonde llegué lleno de sudor después de una rápida caminata— no me supieron decir nada de él. Los amables jóvenes que me atendieron, aunque realmente deseaban ayudarme, pertenecían a un sector de la colonia blanca para el cual no existen los tipos como Johnson. Me sugirieron que fuera yo mismo a buscarlo con la ayuda del guardia del consulado —un antiguo sargento mayor de un regimiento de húsares.

Por lo visto, la tarea habitual de aquel hombre era estar sentado detrás de una mesita en la antesala de las oficinas del consulado. Cuando le ordenaron que me ayudara a buscar a Johnson, se mostró muy entusiasmado y expresó un gran conocimiento de la ciudad, aunque tampoco ocultó su inmenso y escéptico menosprecio por el asunto en general. Aquella tarde buscamos juntos en una infinidad de tiendas que vendían grog, casas de juego y fumaderos de opio. Anduvimos por callejones muy estrechos por los que nuestro gharry —la pequeña caja sobre ruedas tirada por un terco poni de Birmania— no podría haber pasado jamás. El guardia parecía mantener una cercanía un poco despreciativa con los malteses, los euroasiáticos, los chinos, los hindúes y hasta con los barrenderos de un templo con quienes habló en la puerta. A través de una grieta en la pared de barro al final de un callejón sin salida le preguntamos a un corpulento italiano que, según me dijo frívolamente el exsargento mayor de los húsares, había matado a un hombre el año anterior. Se refirió a él como “Antonio” y como “viejo cabrón”, a pesar de que aquella carcasa hinchada, que llenaba más de la mitad de la celda en la que estaba sentado, hacía pensar en un cerdo rechoncho encerrado en una pocilga. Después de un gesto cómplice pero inflexible el guardia le dio unos golpecitos —literalmente, le dio golpecitos— en la barbilla a una vieja terriblemente arrugada y mustia que estaba apoyada en un palo y que le había ofrecido de la nada algún tipo de información. Con la misma expresión rígida mantuvo una animada conversación con los grupos de mujeres que se sentaban a fumar puros cortados por ambas puntas a la entrada de una larga hilera de chozas de barro. Nos bajamos del gharry y trepamos a unas viviendas tan frágiles como cajas de embalar y luego descendimos a lugares siniestros como sótanos. Entrábamos, los recorríamos sin detenernos y salíamos de nuevo con el único objetivo, por ejemplo, de mirar detrás de un montón de escombros. El sol se puso, mi acompañante hablaba con un tono seco y mordaz pero aún así no conseguimos dar con Johnson. Por fin nuestro gharry se detuvo una vez más con una sacudida y el conductor dio un salto y abrió nuestra puerta.

Un lodazal negro bloqueaba la callejuela, pero aquel montículo de basura coronado con el cadáver de un perro no nos iba a detener. Pateé con la puntera de mi bota una lata de carne de ternera australiana vacía que saltó alegremente y atravesamos el hueco que había en una cerca espinosa.

Era un recinto típico de la zona, muy limpio, y la corpulenta nativa de piernas desnudas, oscuras y gruesas como los pilares de una cama que vimos persiguiendo a gatas un dólar de plata que había salido rodando de algún lugar era la propia señora Johnson.

—¿Se encuentra su marido? —preguntó el exsargento, y entró con total indiferencia por lo que pudiera pasar. Efectivamente, Johnson estaba allí de pie y con la espalda apoyada en una construcción hecha de pilares y paredes de esteras. Sostenía una banana en la mano izquierda, con la derecha volvió a arrojar otro dólar. La mujer logró atraparlo en el aire y se dejó caer allí mismo al suelo para poder vernos con más comodidad.

El hombre que había estado buscando tenía la cara pálida, era canoso y estaba sin afeitar; tenía manchas de barro en los codos y en la espalda, bajo las costuras abiertas de su chaqueta de sarga, se veía una blanca desnudez. Alrededor de la garganta aún llevaba los restos de un cuello de papel. Nos miró con un gesto de sorpresa seria pero vacilante.

—¿De dónde han salido? —preguntó, y sentí que el alma se me hundía en el pecho. ¿Cómo había podido ser tan estúpido para perder tanto tiempo y energías buscando a aquél tipo?

Pero había llegado tan lejos que me acerqué y le expliqué los motivos de mi visita. Si aceptaba debía acompañarme, dormir a bordo y mañana, con el primer rayo de luz, debía ayudarme a sacar mi barco al mar sin la ayuda del vapor. Mi barco pesaba seiscientas toneladas y tenía tres metros de calado de popa. Le ofrecí dieciocho dólares por sus conocimientos, y, mientras decía todo esto, el tipo continuó analizando la apariencia de la banana, acercándola primero a un ojo y después al otro.

—Se le ha olvidado pedir disculpas —dijo al fin con extremo cuidado—. Como usted no es un caballero, no se ha dado cuenta de que ha interrumpido a alguien que sí lo es. Yo soy un caballero, y sepa que cuando tengo fondos no trabajo, ahora tengo…

Hubiese creído que estaba perfectamente sobrio de no ser porque en ese momento se detuvo para limpiar con gran concentración un agujero que tenía en los pantalones, a la altura rodilla.

—Tengo dinero… y amigos. Todo buen caballero los tiene. Tal vez le interese saber quiénes son mis amigos. Hay uno, por ejemplo, que se llama Falk; puede pedirle un poco de dinero prestado si necesita: F-A-L-K. Falk… —Y de golpe cambió el tono de voz para agregar—: Un corazón noble —y lo dijo con la boca casi cerrada.

—¿Falk le ha dado dinero? —pregunté angustiado por la precisión con la que habían cerrado aquel oscuro complot.

—Me lo ha prestado, señor, no me lo ha regalado —corrigió con severidad—. Anoche nos cruzamos; yo estaba fuera tomando el aire y él, como siempre, estaba dispuesto a ayudarme… ¿Por qué demonios no se marcha de mi casa de una vez?

Y ni bien terminó de decir eso, sin previo aviso me arrojó la banana. Por poco no me dio en la cabeza, aunque sí acertó al guardia justo debajo del ojo izquierdo. Se abalanzó rojo de furia sobre el miserable de Johnson. Cayeron al piso y… y bueno, ¿qué sentido tiene extenderme en aquel desastre, en lo angustiante, degradante, absurdo, fatigoso, ridículo y humillante de la situación… en los nervios de aquel momento? Saqué al antiguo húsar de allí a rastras. Parecía una bestia. Estaba furioso por haber malgastado su tarde libre acompañándome. El jardín de su bungalow requería mucho cuidado y el leve roce de la banana había alcanzado para despertar a la bestia que había en él. Johnson quedó tirado boca arriba y con la cara amoratada; durante todo el tiempo, la mujer corpulenta había permanecido sentada en el suelo como paralizada por el miedo.

Estuvimos sacudiéndonos dentro del cajón con ruedas durante una media hora en un profundo silencio, uno al lado del otro. El exsargento estaba ocupado intentando detener la sangre del gran arañazo que tenía en la mejilla.

—Espero que esté satisfecho —dijo de pronto—: en esto es en lo que ha acabado esa absurda idea suya. Si no se hubiese peleado con el patrón del remolcador por esa chica, nada de esto hubiese ocurrido.

—¿Eso es lo que han dicho? —pregunté.

—Claro que me lo han dicho. Y no me extrañaría que hasta el propio Cónsul General esté al tanto también. ¿Cómo voy a presentarme ante él mañana con la mejilla así, me quiere usted decir? ¡Es usted quien debería tener este arañazo en la cara!

Luego, y hasta que el gharry por fin se detuvo y se bajó de un salto sin despedirse, el antiguo húsar no dejó de maldecir en voz baja ni un segundo usando insultos muy fuertes —unos insultos que hacían pensar que la peor maldición de un marinero parecía el balbuceo de un niño—. Por mi parte, apenas tuve fuerzas para arrastrarme hasta la cantina de Schomberg, sentarme a una mesa y escribir una nota a mi primer oficial con instrucciones para que tuviera todo listo para bajar por el río al día siguiente. No podía acercarme a mi barco. ¡Vaya un patrón inteligente que le había tocado! Pobre barco, qué poca suerte había tenido. ¡Qué desastre! Me agarraba la cabeza. Por momentos la obviedad de mi inocencia me desesperaba. ¿Qué había hecho mal? Si había cometido algún error, al menos debería saber de qué se trataba, para no cometerlo otra vez, pero la verdad es que me sentía estúpidamente inocente. El salón aún estaba vacío, solo Schomberg andaba rondando por ahí con sus ojos grandes y una especie de curiosidad respetuosa y extrañada. Sin duda fue él quien hizo correr los rumores sobre mí, pero era un tipo de buen corazón y estoy convencido de que le apenaban mis problemas. Hizo lo que pudo por ayudarme, me alcanzó el cuenco pesado lleno de cerillas, enderezó una silla, alejó un poco con el pie una escupidera —como quien tiene atenciones frente a un amigo con problemas—, suspiró y, al fin, se cansó de mantener la lengua en su sitio.

—¡En fin, se lo advertí, capitán! Esto es lo que sucede cuando uno se enfrenta a alguien como Falk. Ese tipo no le teme a nada.

Me quedé inmóvil en mi silla y, después de observarme con mirada compasiva, me dijo en un áspero susurro:

—No hay duda de que es un bombón, esa chica lo es de verdad —chasqueó los labios con fuerza—, el bomboncito más fino que jamás he visto… —y lo decía regodeándose, pero por algún motivo se calló de golpe. Me imaginé arrojándole algo a la cara—, por esa razón no le culpo, capitán. Que me cuelguen si lo hago —terminó con un aire condescendiente.

—Gracias —contesté resignado; no tenía sentido seguir luchando contra aquel destino, ni yo mismo sabía con certeza dónde había comenzado el conflicto, en realidad, y la convicción de que solo podía acabar en desastre había ido aumentando debido a los golpes que habían afectado a mi confianza. Empecé a otorgarle una importancia extraordinaria a factores que, en sí mismos, no tenían mayor peso, como si el chismorreo frívolo de Schomberg pudiera volverse cierto de golpe, o la enemistad abstracta de Falk pudiera paralizar mi barco en el puerto.

Ya he explicado las consecuencias fatales que podía tener esto último, y para explicar lo que hice a continuación me sirven como excusas mi juventud, mi escasa experiencia y mi preocupación real por la salud de mi tripulación. Mi reacción fue apenas un impulso. Ocurrió sobre la marcha y sin ningún tipo de diplomacia, sencillamente porque vi la figura de Falk en la puerta.

A esa hora el salón estaba lleno y animado. Todos me habían mirado con curiosidad cuando entré en el salón, pero no puedo describirles el estremecimiento que me produjo la aparición de Falk bloqueando la entrada. La tensión y la expectativa se podían medir por la profundidad del silencio que se impuso hasta en el choque de las bolas de billar. Schomberg parecía muy asustado, detestaba cualquier tipo de pelea en su local (las llamaba “gresca”). Afirmaba que la gresca era mala para el negocio, pero aquella noche la virilidad corpulenta y madura de Falk parecía más bien haber adquirido una disposición más bien tímida. No sé qué esperaba el resto; supongo que una especie de pelea entre machos o algo parecido; tal vez creían que Falk había ido para acabar conmigo de una vez. Lo cierto es que había ido porque Hermann le había pedido que recogiera su preciada sombrilla blanca de algodón que, con tanta preocupación y nervios, se había olvidado el día anterior en la mesa en la que habíamos tenido nuestra pequeña discusión.

Aquel olvido me dio una oportunidad, porque de otra forma no creo que hubiese salido a buscar a Falk. No. No creo. Todo tiene sus límites, pero aquello era una oportunidad y debía aprovecharla. Ya les he dicho por qué, solo voy a agregar que para mí un capitán debe hacer todo lo que sea necesario, excepto cometer un crimen, para sacar a su tripulación enferma al aire benéfico del mar y asegurar la salida de su barco. Debe meterse el orgullo en un bolsillo, creer en todos los rumores, explicar su inocencia como si fuera un pecado, aprovecharse de los malos entendidos, de los deseos y de las debilidades de los demás, ocultar sus miedos igual que el resto de sus emociones y, si está involucrado el futuro de un ser humano (más aún si ese ser humano es una muchacha maravillosa) debe ser capaz de asumir ese destino, sea cual sea, sin pestañear. Yo hice todas esas cosas: di explicaciones, escuché, fingí, con discreción, y creo que nadie puede echarme nada en cara, ni siquiera la sobrina de Hermann. Tampoco Schomberg, ya que desde el principio y hasta el final, me alegra decirlo, no hubo ni la menor posibilidades de una “gresca”.

Cuando logré sobreponerme a una contracción nerviosa en la garganta, grité:

—¡Capitán Falk!

Su sobresalto fue genuino, pero después reaccionó sin sonreír ni fruncir el ceño. Sencillamente esperó, y cuando le dije “Debo hablar con usted” y señalé una silla que tenía enfrente, vino hasta mi mesa, pero no se sentó. Schomberg se acercó prudentemente, sosteniendo un vaso largo en la mano, y entonces descubrí el único signo de debilidad en Falk. Schomberg le generaba la misma repulsión o el mismo temor físico que algunas personas sienten frente a los sapos. Tal vez para un hombre tan introvertido y silencioso (aunque en breve descubriría que sabía hablar muy bien), la locuacidad incontenible del otro —que abarcaba con su lengua a cuantos seres humanos pudiera alcanzar— resultaba algo antinatural, desagradable y monstruoso. Se le notaba la incomodidad, era tan evidente como la de los caballos cuando están a punto de encabritarse, y en un murmullo rápido, como si estuviera sufriendo, me dijo:

—Aquí no, no soporto a ese tipo. —Parecía listo para salir corriendo.

Su debilidad me dio una ventaja desde el principio.

—A la galería —sugerí como haciendo una gran concesión y le llevé fuera agarrándole del brazo.

Tropezamos con un par de sillas, luego sentimos un espacio abierto ante nosotros y nos llegó el aliento fresco del río; fresco, aunque rancio. Del otro lado de la enorme penumbra resplandecían los teatros chinos con apenas algunos parpadeos típicos en las ciudades de oriente por la noche; eran el centro de un alboroto distante. Enseguida me di cuenta de que Falk se volvía un poco más tratable, como un animal, un caballo de buen carácter cuando se aparta el objeto que lo amenaza. Sí, a pesar de la oscuridad, me di cuenta de que se volvía más tratable sin olvidar que era un hombre inflexible —más bien, digamos, tenaz—. Abandonado a mi mano, su brazo parecía duro como el mármol, una extremidad de acero. Del otro lado de las ventanas, los imbéciles de adentro se apiñaban, se apoyaban en las espaldas de quien tenían delante con los tacos de billar aún en las manos. Alguien rompió uno de los paneles y oímos el sonido de los vidrios al caer, que hacen pensar de inmediato en revueltas y devastación. Schomberg salió tambaleándose en un estado de miedo tal que ni siquiera había dejado su brandy con soda. Tiritaba como la hoja temblorosa de un álamo. Los cubitos de hielo en su vaso largo sonaban como el castañeteo de los dientes.

—Les ruego, caballeros —protestó un poco pesado—, ¡entren! Debo insistir…

¡Qué orgulloso me siento de la claridad mental que tuve entonces!

—¡Atención! —dije al instante en voz alta y un poco ingenua—. Alguien le ha roto una ventana, Schomberg. Por favor, ¿puede enviarnos un mazo de cartas y un par de velas con alguno de sus chicos? Y dos copas bien cargadas, por favor.

Recibir aquella orden lo calmó al instante. Después de todo era un hombre de negocios.

—Por supuesto —dijo con un tono de gran alivio.

Era una noche lluviosa con ráfagas de viento errante. Mientras esperábamos a que llegaran las velas, Falk dijo, como si intentara justificar su pánico:

—No me meto en los asuntos de nadie. No doy motivos para que hablen de mí por ahí. Soy un hombre respetable, pero ese tipo siempre anda inventando alguna mentira y no descansa hasta encontrar alguien que le crea.

Ésa fue mi primera pista respecto a Falk. Aquel deseo de dignidad, de ser como cualquier otro hombre, era lo único que valoraba de la sociedad. En todo lo demás parecía más bien el miembro de una manada que de una sociedad organizada. Su única preocupación era la supervivencia. No era egoísmo, sino puro instinto de conservación. El egoísmo supone una conciencia, una libertad de elección, la presencia de otros hombres, pero siguiendo a su instinto Falk actuaba como si fuera el último ser humano que tenía la obligación de mantener viva la ley de la supervivencia, como si fuera la última chispa del fuego sagrado. No digo que le hubiera gustado vivir desnudo en una caverna. Naturalmente, era un producto de las condiciones en las que había nacido y su instinto de conservación buscaba conservar también esas condiciones. En esencia, supongo que era algo mucho más simple, natural y poderoso. ¿Cómo explicarlo? Era la conservación de los cinco sentidos de su cuerpo, digamos, tanto de lo más obvio como de lo más esquivo. Creo que en breve estarán de acuerdo en que es una opinión muy justa, pero, mientras estábamos juntos en aquella oscura galería, yo todavía no sabía qué pensar y tampoco quería juzgarlo, ya que juzgar a alguien es casi siempre inútil. Las velas tardaban mucho en llegar.

—Como se imaginará —dije en un tono cómplice—, no es precisamente jugar a las cartas lo que deseo hacer con usted.

Vi cómo se frotaba la cara y el vago estremecimiento que provocaba aquel gesto impulsivo y sin sentido, pero él siguió esperando en silencio. Solo abrió la boca cuando trajeron las velas. Entendí que murmuraba algo como que no sabía jugar a ningún juego.

—Si simulamos una partida, Schomberg y los otros tendrán que mantenerse fuera —dije mientras abría la baraja—. ¿Sabe que para el resto del mundo usted y yo nos estamos peleando por una muchacha? Por supuesto que sabe a qué muchacha me refiero. Me avergüenza un poco preguntárselo, pero ¿acaso usted me honra al considerarme un rival peligroso?

Mientras decía esas palabras me daba cuenta de lo absurdas que eran, pero también me sentía halagado porque, de lo contrario, ¿qué otra explicación había? Su respuesta, dicha con el habitual tono de voz desapasionado, dejó claro que se trataba de eso, pero no era precisamente por considerarme un rival peligroso ante la muchacha. Era más bien ante Hermann. En cuanto a la pelea, al instante comprendí que había sido una palabra inapropiada. No había pelea. Uno no puede pelearse contra las fuerzas de la naturaleza, contra el viento que arroja nuestro sombrero al suelo y nos incomoda y nos humilla en una calle llena de gente. Falk no estaba peleando conmigo, como tampoco lo haría una roca que me cayera en la cabeza. Falk me cayó encima siguiendo la ley en la que creía, que en su caso no era la ley de la gravedad, como una piedra suelta, sino la ley de supervivencia, aunque sé que parece una explicación un poco ambigua. En un sentido estricto, él había vivido y podía seguir viviendo sin casarse, pero me dijo que le resultaba cada vez más difícil estar solo. Me lo contó con su voz baja y despreocupada, en apenas media hora habíamos logrado una gran confianza.

Me llevó más o menos el mismo tiempo convencerlo de que ni siquiera se me había pasado por la cabeza la posibilidad de casarme con la sobrina de Hermann. No se me podía ocurrir nada más curioso. La mayor dificultad para convencerlo era que el hombre estaba enamorado hasta tal punto que no concebía que alguien se mantuviera indiferente ante ella; estaba convencido de que cualquier hombre con dos ojos en la cara no podía evitar codiciar aquel magnífico cuerpo, y la profundidad de su convicción era evidente en el modo en el que me escuchaba absorto, sentado de costado a la mesa, mientras jugaba con un par de cartas que yo había repartido al azar. Cuanto más lo observaba, más me parecía comprender su espíritu. El viento hacía vibrar las luces y su rostro aparecía y desaparecía en tonos cobrizos, estaba quemado por el sol y llevaba los bigotes crecidos casi hasta los ojos. Observé la extraordinaria amplitud de sus pómulos, sus rasgos angulares, la frente amplia con una pendiente como de acantilado, desnuda hacia adelante y descubierta en las sienes. Nunca antes lo había visto sin su sombrero, pero aquella noche, como si se hubiese sentido acalorado por mi animación, se lo había quitado y lo había apoyado cuidadosamente en el suelo. Había algo peculiar en la forma y disposición de sus ojos amarillos, que le daban a su mirada esa intensidad silenciosa y rebelde que lo caracterizaba, pero tras la mata de pelo descubrí una cara delgada, surcada por arrugas y desgastada, como se descubre la forma rugosa del tronco de un árbol detrás de su abundante maleza. Sus mejillas llenas de pelo estaban hundidas. Era la cabeza huesuda de un ermitaño cubierta por la barba de un capuchino y pegada a un cuerpo hercúleo, y con esto no me refiero a un cuerpo atlético; para mí Hércules no era un atleta, era un hombre fuerte pero vulnerable a los encantos de una mujer, y no le temía a la mugre. Igual que Falk, un hombre fuerte, extremadamente fuerte, así como la muchacha (no me queda más remedio que considerarlos juntos) era extremadamente atractiva debido al poder imperioso de la carne y de la sangre que se expresaba en sus formas, su tamaño, su actitud, es decir, por una evocación pura de los sentidos. Y Falk, preocupado por la respetabilidad, le tenía miedo a la lengua de Schomberg, pero se mantenía completamente inmune ante mis quejas. Fui tan lejos que hasta afirmé que prefería casarme con la fiel cocinera de mi madre (una señora vieja y querida) antes que con la sobrina de Hermann.

—Sí —llegué a decir con desesperación—, eso prefiero.

Pero él no vio nada raro en aquella idea, y en su quietud escéptica más bien parecía alimentar la idea de que, en cualquier caso, aquella cocinera estaba lejos, muy lejos. Debo agregar que justo antes yo había cometido el error de mencionar como prueba mi comportamiento cada vez que subía al Diana. Jamás había intentado acercarme a la muchacha ni hablarle, ni siquiera la había mirado de una manera evidente. Para mí estaba clarísimo, pero como su idea del cortejo parecía consistir precisamente en sentarse en silencio durante horas cerca del objeto amado, mis argumentos solo aumentaron su desconfianza. Mirando hacia sus piernas extendidas soltó un gruñido, como si dijera: “Sí, sí, todo muy bien, pero yo no me lo trago”.

Al final estaba tan desesperado que le dije:

—¿Por qué no se calma y aclara el asunto con Hermann? —Y añadí con una mueca de desprecio—: ¿No estará esperando que yo hable por usted, no?

A lo que él, subiendo un poco la voz, respondió:

—¿Lo haría?

Y por primera vez levantó la cabeza y me miró pasmado, incrédulo. Se movió tan rápido que no me quedaron dudas. Había tocado un resorte sensible. Noté que se abría una oportunidad para mí y no me lo podía creer.

—¿El qué? ¿Hablar con…? Bueno, sí, claro —avanzaba muy despacio, observándolo con atención porque, lo prometo, en ese instante aún tenía miedo de que fuera una broma—, aunque no podría hacerlo con la muchacha. Hablo alemán, pero…

Me interrumpió para asegurarme seriamente que Hermann tenía la mejor opinión de mí y entonces pensé que debía utilizar la mayor diplomacia posible. Apenas puse algunos reparos para dejar que él siguiera hablando. Falk se enderezó y, salvo por una evidente dilatación de sus pupilas —tanto que los iris de sus ojos quedaron apenas como dos estrechos círculos amarillos—, debo decir que el resto de la cara era incapaz de expresar ni la más mínima emoción.

—¡Sí, claro! Hermann le tiene la mayor…

—Levante sus cartas. Schomberg nos está espiando desde la ventana.

Y continuamos haciendo los movimientos de lo que podía ser una partida de canasta. El insoportable cotilla se retiró de inmediato, seguramente para contarle a los que estaban en el salón de billar que estábamos jugando a las cartas en la galería como locos.

Y si bien no estábamos apostando, lo cierto es que sí estábamos jugando, una partida en la que yo sentía que tenía las cartas ganadoras. Para que quede claro, en mi caso ganar significaba conseguir que me remolcara. Y él, comprendí, no tenía nada que perder. Nuestra confianza aumentó muy rápido y, antes de que habláramos mucho más, descubrí que el bueno de Hermann me había estado usando. Al parecer aquel sencillo y astuto teutón me había presentado a Falk como un rival. Y yo era tan ingenuo entonces que esa hipocresía me desconcertó.

—¿Se lo ha dicho con esas palabras? —pregunté indignado.

No, Hermann no lo había dicho así. Apenas lo había sugerido y por supuesto no hacía falta mucho para preocupar a Falk, que, en vez de declararse, había dado los pasos necesarios para alejar a la familia de mi influencia. Era muy sincero al respecto, tan sincero como una teja que se te cae en la cabeza; no había ni un rastro de hipocresía en ese hombre, y cuando lo felicité por la perfección de su estrategia, que había llegado hasta el punto de sobornar a Johnson para ponerlo en mi contra, reaccionó con verdadera irritación. No lo había sobornado. Sabía que aquel hombre no haría ningún trabajo mientras tuviera unos centavos en el bolsillo para emborracharse y, naturalmente (así lo dijo él: “naturalmente”), le dio uno o dos dólares. Él era un marinero, dijo, por lo que podía anticipar los movimientos que otro marinero como yo se veía obligado a hacer; por otro lado, estaba seguro de que lo de Johnson no habría terminado bien. No habría sido una vergüenza para mí, pero me aseguró confiado que Johnson habría encallado mi barco unos tres kilómetros río abajo de la Gran Pagoda… Durante los últimos siete años no había subido ni bajado el río ni una sola vez.

A pesar de aquellas palabras, no tenía malas intenciones, de eso estaba seguro. Tal vez con esa reacción pretendía ganar un poco de tiempo. Rápidamente me comentó que había enviado una carta a una joyería, a una joyería muy buena en Hong Kong. Y que las joyas llegarían en uno o dos días.

—Muy bien —dije animado—, entonces todo aclarado. Lo único que debe hacer es entregárselas, decirle lo que siente y vivirán felices el resto de sus vidas.

Al parecer estaba de acuerdo en lo que se refería a la muchacha, pero bajó la mirada. Aún había inconvenientes. Por un lado, no le caía bien a Hermann, a pesar de que yo solo tuviera palabras de elogio hacia él. Y con la señora Hermann sucedía lo mismo. No sabía por qué les caía tan mal y eso complicaba mucho las cosas.

Yo lo oí impasible, me sentía cada vez más conciliador, pero su discurso no me resultaba del todo transparente. Falk era uno de esos hombres que viven, sufren y sienten todo a través de una especie de niebla mental. Salvo cuando se refería a su fascinación por la muchacha y a sus ganas de formar con ella una familia, ahí era claro como la luz del día. Había tanto en juego que temía arriesgarlo todo en el acto azaroso de la declaración. Aunque, por otro lado, había algo más. Y teniendo a Hermann tan en contra…

—Entiendo —dije pensativo, mientras el corazón me latía acelerado por la excitación que me generaba mi astucia—. No me importa tantear a Hermann, es más, para demostrarle hasta qué punto estaba usted equivocado conmigo, estoy dispuesto a hacer cuanto pueda para ayudarle.

Emitió un breve suspiro y se restregó la cara, que de nuevo emergió huesuda y sin ningún cambio de expresión, como si sus tejidos se hubiesen anquilosado. Todo su ímpetu se concentraba en aquellas manos oscuras y enormes. Estaba satisfecho, pero aún quedaba esa otra cuestión. ¡Y si había alguien en la tierra capaz de convencer a Hermann de que tomara una postura razonable era yo! Era un hombre de mundo y con bastante experiencia. El propio Hermann lo había admitido, y además era un marinero. Falk creía que solo un marinero podía comprender ciertas cosas de otro marinero…

Hablaba como si Hermann hubiera estado viviendo toda la vida en una aldea rural y solo yo, debido a mi experiencia, fuera capaz de mantener una posición indulgente y abierta respecto a ciertos incidentes. A eso me estaba llevando tanta diplomacia que, de pronto, empezaba a desagradarme.

—Falk —pregunté con brusquedad—, no me dirá usted que tiene por ahí otra esposa, ¿verdad?

El gesto de dolor e indignación con el que negó fue conmovedor. ¿No lo consideraba yo un hombre tan respetable como cualquier otro blanco que se ganaba honestamente la vida allí? Le dolían mis insinuaciones, y el tono bajo con el que dijo aquello sonó bastante afligido. Por un momento me sentí avergonzado, pero, más allá de mi prudencia, comenzaba a tener la sensación de que en verdad estaba en mis manos decidir el éxito de aquella propuesta matrimonial. Si fingimos con fuerza podemos llegar a creer en cualquier cosa —en cualquier cosa que nos convenga, claro—. Y yo estaba fingiendo muchísimo porque necesitaba que remolcaran mi barco a través del río de forma segura. Por estupidez o por objetividad no pude evitar mencionar el asunto de Vanlo.

—Usted no se comportó muy bien en aquel momento, ¿verdad? —fue lo que me animé a decir, porque la lógica de nuestros actos depende de impulsos oscuros e imprevisibles.

Sus pupilas dilatadas se apartaron de mi rostro y miraron hacia la ventana con una especie de furia temerosa. Del otro lado salían los continuos y rápidos sonidos del choque de las bolas de marfil, el murmullo jovial de las voces y la risa profunda y viril de Schomberg.

—Ese hotelero cotilla jamás dejará de contarlo, ¡jamás! —gritó Falk—. Bueno, ¡sí! Sucedió hace dos años: cuando llegó el momento crucial, no confió en Fred Vanlo porque no era marinero y además porque era un poco tonto. No podía confiar en él pero, para cerrar la discusión, le había dado la suma suficiente de dinero para que pagara todas sus deudas. Me sorprendió muchísimo ese detalle. Falk no era tan miserable después de todo. Mejor para la muchacha. Se quedó un buen rato sentado en silencio, luego levantó una carta y mientras la observaba dijo:

—No debe pensar mal de mí. Fue un accidente. Tuve mala suerte aquella vez.

—Entonces, por Dios, no lo cuente.

Ni bien terminé de decir esas palabras, sentí que había dicho algo inmoral. Él negó con un movimiento de cabeza. Debía contarse. Creía que lo apropiado era que los familiares de la muchacha lo supieran. Pensé que seguramente si la señorita Vanlo no hubiese tenido treinta años ni hubiese estado tan afectada por el clima, a Falk le hubiera resultado mucho más fácil confiar en Vanlo, y entonces recordé la imagen de la sobrina de Hermann, sus formas espléndidas, su preciada juventud, su generosa fuerza. Con aquella vitalidad tan poderosa e intachable, sus formas juveniles debían parecerle llenas de vida, mientras que la pobre señorita Vanlo apenas podía cantar canciones sentimentales mientras acariciaba las teclas del piano.

—Pero ese Hermann me detesta, ¡lo sé! —gritó en su tono bajo con un súbito recrudecimiento de ansiedad—. Debo explicárselo. Es correcto que lo sepan. Usted también se lo diría.

Luego murmuró un comentario completamente misterioso sobre la necesidad de realizar algunos arreglos domésticos muy peculiares. Si bien sentí curiosidad, no quise oír sus confesiones, tenía miedo de que me diera alguna información que volviera odioso el rol de celestino que había asumido —por más irreal que fuera—. Yo sabía que podía tener a la chica con solo pedir su mano y, reprimiendo las ganas de reírme en su cara, le expresé mi fe en que podría convencer a Hermann para que cambiara su opinión sobre él.

—¡Estoy seguro de que puedo convencerlo! —dije y él pareció muy satisfecho.

Nos pusimos de pie ¡sin que se dijera ni una palabra de mi remolque! ¡Ni una palabra! Habíamos superado las diferencias y el honor estaba salvado. ¡Ay, bendita sombrilla blanca de algodón! Nos dimos la mano, me contuve las ganas de ponerme a bailar de alegría allí mismo, y de pronto vi regresar a Falk con grandes zancadas a lo largo de la galería. Dijo dubitativo:

—Dígame, capitán, ¿tengo su palabra de honor? Usted… no se arrepentirá, ¿no?

¡Cielo santo! Qué susto me dio. En aquel tono dubitativo se escondía también algo desesperado y amenazante, qué bruto caprichoso, pero yo estuve a la altura de las circunstancias.

—Estimado Falk —comencé a mentir con un desparpajo y una desfachatez que me asombraron incluso en aquella época—, un gesto de confianza por otro gesto de confianza (aunque él en realidad no había hecho ninguno). Le cuento que yo también estoy comprometido con una muchacha encantadora en mi país, por lo cual comprenderá…

Cogió mi mano y me la estrujó en un apretón.

—Discúlpeme. Cada vez me cuesta más vivir solo…

—Y comiendo apenas arroz y pescado —le interrumpí sin demora, riéndome con el nerviosismo de quien acaba de superar un gran peligro.

Me soltó la mano como si de pronto se hubiera puesto al rojo vivo. Entre nosotros se abrió un instante de profundo silencio como si hubiera sucedido algo extraordinario.

—Le prometo que lograré el consentimiento de Hermann —dije por fin un poco vacilante, y me pareció que él notaba el fondo de mi engañosa promesa—. Si hay algún otro problema, intentaré ayudarle —agregué, sintiéndome de alguna manera derrotado, acabado—, pero usted también debe dar lo mejor de sí.

—Ya tuve mala suerte una vez —murmuró sin ninguna emoción, y se alejó dándome la espalda, golpeando lentamente el suelo de madera como si llevara botas de hierro.

Sin embargo, a la mañana siguiente se lo veía de lo más animado realizando sus tareas de hombre barco, una combinación de salpicaduras y gritos, del tumulto insolente de abajo con la mirada firme y autoritaria de la cabeza silenciosa arriba. Sin que hubiera ninguna necesidad, nos remolcó a cualquier hora, pero eran cerca de las once cuando me dejó casi a un cable de distancia del barco de Hermann. También lo hizo a toda prisa, de mala manera, casi se pasa de largo la zona buena para fondear porque, evidentemente, vio que la sobrina de Hermann aparecía en la proa. Yo también la vi, tal vez al mismo tiempo que él. Vi la belleza modesta y elegante de su cabellera rubia oscura, y la forma gris y abultada del vestido juvenil estampado que le quedaba tan bien, tan ceñido al cuerpo, la seducción de sus curvas firmes como si fuera la propia Diana la Cazadora. El Diana permanecía allí, con sus amuras altas y sólidas como una institución sobre las aguas tranquilas; parecía la embarcación más sosa y respetable del ancho mar, la más útil y grotesca, dedicada a sostener virtudes domésticas como cualquier tienda en tierra firme. Falk se alejó a todo vapor porque tenía otros trabajos pendientes. Regresaría por la noche.

Pasó a nuestro lado muy despacio, sin saludar. El sonido de las paletas redondas reverberaba entre los islotes de piedra como si atravesara las paredes en ruinas de un gran circo romano, parecía que iba llenando el fondeadero con los aplausos de una ovación poderosa y rítmica. Cuando estuvo frente al barco de Hermann apagó los motores y entre las rocas, la orilla y el mar se extendió un silencio profundo que duró el tiempo que le llevó a Falk levantar su sombrero bien alto frente a la ninfa del vestido estampado gris. Yo miraba todo con mis prismáticos, y puedo decirles que a ella no se le movió ni un pelo, se quedó de pie junto a la barandilla, erguida con su figura bien formada y agarrando con una mano una cuerda a la altura de la cabeza, mientras el remolcador pasaba lentamente con aquel hombre haciéndole un homenaje insistente y profundo. Me pareció una escena de una importancia innegable; había presenciado una declaración solemne. La suerte estaba echada. Después de aquel gesto ya no podía dar marcha atrás. Comprendí que tampoco yo podría hacer gran cosa. El remolcador se alejó de las ruinas a toda velocidad, soltando de pronto una ráfaga de humo negro por su chimenea y girando enloquecidamente las paletas, lo que provocó una explosión extraña y precipitada de aplausos. Los islotes rocosos se extendían sobre el mar como las ruinas ciclópeas sobre una planicie; ciempiés y escorpiones acechaban debajo de las piedras. No se veía ni una sola hebra de hierba en ningún lugar, ni un solo lagarto tomando el sol en una roca en la orilla. Cuando volví a mirar el barco de Hermann, la chica había desaparecido. En el cielo inmenso no se veía ni la más pequeña mancha de un pájaro, y la llanura de la tierra se unía a la llanura del cielo en la desnuda línea del horizonte.

Aquel escenario enmarca de manera inseparable todo lo que sé de Falk. Mi diplomacia me había llevado hasta allí y ahora todo lo que tenía que hacer era esperar el momento adecuado para asumir mi papel de embajador. Mi diplomacia era todo un éxito: mi barco estaba a salvo y el viejo Gambril tal vez se salvaría. El sonido de un leve martillar llegaba intermitentemente del Diana. A lo largo de la tarde, de vez en cuando miraba hacia el viejo barco hogareño, el fiel hogar de la familia de Hermann, o bostezaba observando a lo lejos el templo de Buda que se levantaba como una eminencia solitaria en la llanura, donde sus rapados sacerdotes estarían reflexionando sobre la aniquilación del deseo, de todas nuestras anheladas recompensas. ¡Desgraciado! Decía que ya tuvo mala suerte una vez. Bueno, por cómo estaban las cosas tampoco era para tanto. Pero ¿cuál fue exactamente su desgracia? Recordé haber conocido a un hombre que declaraba que muchos años antes había caído en desgracia y que aquella desgracia, a pesar de sus resultados evidentes (por lo visto el hombre estaba en la ruina total), cuando se analizaba con frialdad, parecía más bien un abuso de confianza. ¿Podía ser algo así? Más allá de lo improbable que era que se decidiera a contárselo a su futuro tío político, yo tenía la extraña sensación de que la constitución física de Falk lo inhabilitaba para ese tipo de actos violentos. Al igual que la sobrina de Hermann irradiaba aquel profundo atractivo físico, la gran contextura de su admirador encarnaba para mí la imagen de masculinidad fuerte y franca que probablemente podía llegar a matar, pero que jamás se prestaría al engaño. Era obvio. Lo contrario sería tan absurdo como sospechar que la chica sufría de desviación de columna. Por lo demás, el sol estaba a punto de ponerse.

El humo del remolcador de Falk apareció a lo lejos en la desembocadura del río. Había llegado el momento de convertirme en embajador y la negociación no debía ser muy difícil si lograba mantener mi expresión impasible. Todo era demasiado absurdo y falto de sentido, y me pareció que lo mejor para mí sería mantener un aspecto serio. Lo practiqué un poco mientras nos acercábamos, pero la timidez que me invadió por dentro en cuanto puse un pie en el Diana me pareció inexplicable. Ni bien terminamos de saludarnos, Hermann me preguntó con impaciencia si sabía si Falk había encontrado su sombrilla blanca.

—Se la traerá él mismo —dije con gran solemnidad—. Mientras, me ha encargado que le dé un mensaje muy importante, y ruega que lo medite con la mayor consideración. Está enamorado de su sobrina…

—Arch so! —dijo entre dientes con un rencor que hizo que mi seriedad se transformara en genuina preocupación. ¿Qué significaba aquel tono? Me apuré a continuar:

—Desea declararse a la muchacha y proponerle matrimonio de inmediato, antes de que se marchen, si usted se lo permite por supuesto. Hablará con el cónsul.

Hermann se sentó y comenzó a fumar con irritación. Pasó cinco minutos en esa meditación furiosa y luego, quitándose la pipa de la boca, estalló en una acalorada diatriba contra Falk: contra su codicia, su estupidez (un tipo al que costaba sacarle un “sí” o un “no” ante la más estúpida pregunta), contra la manera violenta en que lo había sacado del puerto (porque sabía que todos estaban a su merced) y contra su manera de caminar, que para él, Hermann, mostraba su despreciable orgullo. Por lo visto, aún no olvidaba los daños que le había causado al viejo Diana, y todo lo que Falk había hecho o dicho (incluso el acercamiento en el hotel) le parecía una ofensa. “Tuvo la cara” de arrastrarlo (a él, a Hermann) a aquel salón del hotel, como si pagarle una copa compensase los cuarenta y siete dólares con cincuenta céntimos de costos de roturas solo en madera, sin contar los dos días de trabajo del carpintero. Por supuesto, no pensaba interferir en la voluntad de la chica. Solo pensaba regresar a Alemania, donde había muchas otras chicas pobres.

—Falk está realmente enamorado —fue lo único que se me ocurrió decir.

—Sí —gritó—, ya era hora de que se declarara, después de provocar tantas habladurías sobre él y sobre nosotros en tierra, tras mi viaje anterior y de nuevo ahora: subía al barco todas las noches, inquietaba a la chica y luego no le decía nada. ¿Qué manera de comportarse es ésa?

Los siete mil dólares a los que el tipo hacía siempre referencia no justificaban, en su opinión, aquel comportamiento. Además nadie los había visto. Él (Hermann) llegaba a dudar muy seriamente de que hubieran siquiera siete mil céntimos, y sin duda el remolcador estaba hipotecado hasta la chimenea por la empresa de los Siegers. Pero prefería olvidarse de eso, no iba a interferir en el deseo de la muchacha. Se la veía tan afectada que últimamente tampoco les resultaba muy útil. Ya casi ni siquiera podía acostar a los niños sin su tía. No era bueno para los niños, tampoco; se estaban volviendo revoltosos; ayer sin ir más lejos había tenido que darle un bofetón a Gustav.

Por lo visto, también culpaba a Falk de eso. Y mientras observaba la cara pesada, hinchada y amable de mi querido Hermann, supe que no iba a esforzarse por disimular su enorme irritación y que, por lo tanto, le daría una paliza, pero, al estar tan gordo, le costaría tener que hacerlo. Lo más difícil de comprender era cómo había hecho Falk para afectar tanto a la chica. Tal vez Hermann lo sabía, aunque lo cierto es que también lo había logrado con la señorita Vanlo. No debía de ser gracias a su gran conversación, ni al sutil atractivo de sus modales, ya que no tenía más “modales” que un animal; debía de ser, por lo tanto, por su atractivo físico, que mostraba una virilidad tan exagerada como su barba y proyectaba una especie de crueldad constante que se notaba hasta en el modo de sentarse. No buscaba ofender, pero su manera de relacionarse se caracterizaba por un franco desprecio a las susceptibilidades de los demás, que cualquier hombre de más de dos metros que vivía en un mundo de enanos asumiría de manera natural, sin la más mínima intención de ser cruel. Pero aun entre hombres de su misma estatura, o parecida, aquel descarado aprovechamiento de sus ventajas —en cuanto a las espantosas tarifas de remolque, por ejemplo— provocaba un impotente rechinar de dientes. Pensándolo bien, Falk podía llegar a ser terrible. Era una bestia muy extraña. Y tal vez eso le gustaba a las mujeres. Visto así, bien valía la pena intentar domarlo, y supongo que toda mujer se considera en el fondo de su corazón una domadora de bestias extrañas. Hermann se puso de pie, apurado por comentarle la novedad a su mujer. Apenas tuve tiempo para agarrarle de los bolsillos traseros de los pantalones antes de que entrara a la cabina. Le rogué que esperara a que Falk hablara con él en persona. Me parecía que aún quedaban algunos detalles que conversar.

Volvió a sentarse de inmediato, lleno de sospechas.

—¿Qué detalles? —preguntó con hosquedad—. Ya he tenido bastante de sus estupideces. No hay nada más que aclarar, como él bien sabe la chica no tiene nada. Cuando mi hermano murió, vino a nuestra casa apenas con un vestido, y yo tengo una familia numerosa.

—No debe tratarse de ese tipo de cuestiones —opiné—; está enamorado con desesperación de su sobrina. No sé por qué no se declaró antes. Le doy mi palabra, sospecho que no lo hizo porque tenía miedo de perder, tal vez, la felicidad de sentarse cerca de ella en su alcázar.

Insinué mi creencia de que su amor era tan grande que en cierta manera lo volvía un cobarde. Los efectos de una pasión así son incomprensibles. Se sabía que podían volver tímido a un hombre, pero Hermann me miraba como si yo estuviera alabando sus estupideces con entusiasmo.

—Usted no cree en la pasión, ¿verdad, Hermann? —pregunté osadamente—. Pero un miedo apasionado puede volver valiente a una rata encerrada. Falk está acorralado. Se llevaría a su sobrina apenas con un vestido, como usted la encontró. Y después de diez años de trabajo, no es un mal negocio —agregué.

Lejos de tomárselo como una ofensa, recuperó su aire de corrección cívica. La noche caía muy rápido sobre él mientras miraba plácidamente la cubierta, se acercaba la boquilla curva montada a un extremo de la pipa y luego la alejaba largando un chorro de humo. La noche terminó de envolverlo y ocultó sus bigotes, sus ojos saltones, su cara pálida e hinchada, sus gordas rodillas y las enormes zapatillas planas que llevaba en sus pies tan paternales. Solo quedaron al descubierto los brazos cortos en respetables mangas de camisa blanca, alzadas como las aletas de una foca que descansa sobre la arena.

—Falk no quiso acordar nada respecto a las averías. Me dijo que primero calculara cuánta madera sería necesaria y que ya vería —comentó, luego escupió tranquilamente en la oscuridad y entonces oímos el golpeteo de las paletas del remolcador sobre la superficie del agua. En medio de la noche tranquila nada sugiere una prisa más feroz y acelerada que el sonido producido por las paletas de un barco rastrillando su camino en el mar en calma. Falk parecía acercarse a su destino apremiado por un deseo impaciente y febril. Los motores debían estar al máximo de sus revoluciones. Al fin oímos cómo disminuía la velocidad y el casco blanco del remolcador apareció frente a nosotros como una nebulosa moviéndose entre los islotes negros, mientras nos rodeaba el aplauso lento y rítmico como de miles de manos. Se detuvo de golpe justo antes de que Falk terminara de acercarlo. Sonó una única salpicadura brusca y luego el estruendo prolongado de los eslabones de hierro pasando por el escobén. Entonces un silencio solemne llenó el fondeadero.

—Pronto estará aquí —murmuré y lo esperamos en silencio. Levanté los ojos y contemplé el brillo de un cielo noble sobre el tope del mástil del Diana. La miríada de estrellas estaban agrupadas en hileras, en líneas, en masas, en grupos, brillaban todas a la vez, al unísono y las pocas que estaban apartadas, resplandecientes por sí mismas en medio de manchas oscuras, parecían de una especie superior, de una naturaleza inextinguible. Entonces oímos pasos de largas zancadas acercándose con prisa por la cubierta, las bordas altas del Diana profundizaban la oscuridad. Nos pusimos de pie rápidamente y Falk, todo vestido de blanco, apareció ante nosotros y se quedó quieto.

Al principio nadie dijo nada, como si no supiéramos qué hacer. Había llegado un poco exaltado, pero su voluminoso cuerpo blanco, de formas indefinidas y sin rasgos particulares, lo hacía alzarse sobre nosotros como un muñeco de nieve.

—El capitán me ha estado comentado… —comenzó a decir Hermann con una voz amigable y de estar por casa, y Falk emitió una risa nerviosa y casi imperceptible. Su tono despreocupado y apático no tenía inflexiones, pero una poderosa emoción lo hacía divagar en su discurso. Siempre había deseado formar un hogar. Le costaba vivir solo y no se sentía culpable por esto. Se consideraba un hombre casero. Había sufrido dificultades, pero desde que vio a la sobrina de Hermann comprendió que le resultaría imposible continuar viviendo sin ella.

—Realmente imposible —repitió sin ningún énfasis en la voz, sino apenas con una mínima pausa en el discurso; aquellas palabras resonaron en mí con la fuerza de una idea novedosa.

—Todavía no le he dicho nada a ella —aclaró Hermann con discreción, pero Falk desestimó el hecho diciendo:

—Está bien. Sin duda es lo más apropiado.

En circunstancias así era imprescindible ser absolutamente sincero, más aún tratándose de acuerdos matrimoniales. Hermann parecía atento, pero aprovechó la primera ocasión que tuvo para llevarnos al interior de su camarote.

—Por cierto, Falk —dijo con inocencia, como de pasada—, el arreglo de la madera no será menos de cuarenta y siete dólares con cincuenta céntimos.

Falk se descubrió la cabeza y se quedó en el pasillo.

—Hablémoslo en otro momento —dijo, y Hermann me dio un codazo con rabia, no sé por qué.

La chica estaba sentada sola en el camarote, hacía sus labores de costura un poco alejada de la mesa. Falk se detuvo en la puerta. No dijo ni una palabra, no hizo ni una señal, ni siquiera inclinó la cabeza huesuda. Parecía estar poniendo a disposición de ella todo su cuerpo hercúleo apenas con la intensidad de su mirada silenciosa. Ella apoyó las manos lentamente en su regazo y levantó los ojos claros y lo recorrió con su mirada suave y resplandeciente de la cabeza a los pies, como una caricia lenta y sutil. Falk estaba muy acalorado cuando se sentó. Ella siguió cosiendo con la cabeza inclinada, se le notaba el cuello muy blanco bajo la luz de la lámpara y Falk, cubriéndose la cara con las manos, se estremeció. Bajó las manos hasta la barba y me asombraron sus ojos por la expresión tensa e irracional que tenían, como si acabara de beber un cargado trago de alcohol. La expresión se desvaneció mientras nos pedía que mantuviéramos el secreto. No es que le importara demasiado, pero no le gustaba que la gente anduviera hablando de él. Miré a la impresionante muchacha, su pelo maravilloso y señorial ajustado en aquella trenza extraordinaria y femenina. Cada vez que movía su moldeada cabeza, la trenza se mecía rígida de un lado a otro en la espalda. Las delicadas mangas de algodón se apretaban a la irreprochable redondez de sus brazos como una segunda piel e incluso el vestido, estirado sobre el busto, parecía palpitar como un tejido vivo, con la fuerza y la vitalidad que animaban su cuerpo. ¡Qué tez tan buena y qué contorno el de sus suaves mejillas y el de las pequeñas conchas de su orejas rosadas! Cuando tiraba de la aguja separaba el meñique del resto de los dedos; al verla coser uno pensaba que era un desperdicio de energía —y siempre estaba cosiendo con aquel movimiento laborioso y preciso del brazo, eternamente sobre cualquier océano, bajo todos los cielos, en muchísimos puertos—. De pronto oí la voz de Falk declarando que no podía casarse con una mujer sin antes contarle un episodio de su vida que había sucedido diez años atrás. Había sido un accidente. Un desafortunado accidente que podía afectar las cuestiones del hogar pero que, una vez dicho, no era necesario volver a mencionar en lo que les quedara de vida.

—Me gustaría que mi esposa me comprendiera —dijo—, porque es algo que me ha hecho muy infeliz. ¿Y cómo podía guardar el secreto durante años y años de compañía?, nos preguntó. ¿Qué tipo de matrimonio sería ése? Lo había pensado mucho, lo había pensado bien, su esposa debía saberlo. ¿Por qué no decírselo desde el principio? Contaba con la bondad de Hermann para presentar el asunto de la mejor manera posible, y la expresión de Hermann, que antes tenía un aspecto de desconcierto, se descompuso. Falk me lanzó una mirada inquisitiva y yo negué sin expresión. Falk continuó diciendo que algunas personas pensaban que ese tipo de experiencias podían cambiar a un hombre de por vida. Él no podía decirlo. Había sido muy difícil, duro y jamás podría olvidarlo, pero no se consideraba peor hombre que antes. A veces hablaba de aquello en sueños y creía que… En ese punto comencé a pensar que había matado a alguien accidentalmente, tal vez a algún compañero, o incluso a su propio padre. Pero entonces dijo que a lo mejor nosotros estábamos al tanto de que él jamás comía carne. Para que yo pudiera entenderlo, habló desde el principio en inglés.

Se inclinó hacia delante con fuerza.

La chica enhebraba una aguja con las manos levantadas a la altura de los ojos. Él la miró y la sombra de su poderoso tronco se extendió sobre la mesa, acercando sus hombros anchos, el cuello grueso y la cabeza incongruente de un ermitaño bronceado en el desierto, demacrada y delgada como si hubiera sufrido vigilias y ayunos en exceso. Su barba caía imponente por el espacio que dejaban sus manos morenas agarradas al borde de la mesa hasta quedar fuera de vista, y su mirada tenaz parecía ensombrecerse por la amplia dilatación de las pupilas, como si estuviera hipnotizado.

—Imagínense —dijo con su habitual tono de voz— que he comido carne humana.

Yo apenas pude articular un débil “¡Ah!”, como si eso fuera una explicación suficiente, pero Hermann, aturdido por el golpe, exclamó:

—Himmel! ¿Por qué?

—Tener que hacerlo ha sido mi mayor desgracia —dijo Falk en voz baja y atenta. La chica seguía cosiendo maquinalmente. La señora Hermann estaba en uno de los camarotes sentada junto a Lena, que tenía fiebre, y Hermann levantó de golpe las manos. Se le cayó el gorro bordado y, en un abrir y cerrar de ojos, se desarregló completamente el pelo de la manera más absurda. Trató de decir algo, pero cada vez que lo intentaba los ojos parecían salirse de sus órbitas, su cabeza parecía un trapeador. Se atragantaba, se quedaba sin aliento; tragaba y apenas pudo gritar una única palabra:

—¡Bestia!

Desde ese instante, y hasta que Falk dejó la cabina, la chica no le quitó los ojos de encima, con las manos unidas sobre el regazo donde tenía su labor. Los propios ojos de Falk, cegados como su corazón, recorrieron todo el camarote intentando evitar la visión de Hermann desvariando. La situación era ridícula y empeoraba aún más por la quietud del resto de los presentes. La reacción de Hermann era lamentable, y se agravaba aún más por el horror que le causaba un gesto de sinceridad tan atroz como el que le hacía Falk, que se había acercado hasta él con una confesión como aquélla. Caminaba dando grandes zancadas, resoplaba. Quería saber cómo se atrevía a presentarse y contarles eso. ¿Cómo se creía digno de sentarse en la cabina donde vivían su esposa y sus hijos? ¡Y quería contárselo a su sobrina! ¡A la hija de su hermano! ¡Qué descaro! ¿Había yo oído algo semejante alguna vez?, me preguntó.

—Este hombre tendría que retirarse y mantenerse escondido en vez de salir…

—Pero ha sido una desgracia para mí… la peor desgracia… —exclamaba Falk cada tanto.

Hermann volvía a tropezar cada tanto con las esquinas de la mesa. Al final perdió una de sus zapatillas, cruzó los brazos en el pecho y se acercó mucho a Falk con un pie desnudo para preguntarle si creía que había alguna mujer en el mundo que se sintiera tan abandonada como para casarse con semejante monstruo. ¿Eso creía? ¿Lo creía de verdad? ¿Lo creía? Intenté contenerlo, pero se soltó con fuerza, encontró su zapatilla y, tratando de ponérsela, luchó con un pie apoyado en la otra pierna mientras Falk, con el gesto impávido y la mirada perdida, tomó su poderosa barba con la palma de una de sus amplias manos.

—¿Entonces lo correcto hubiera sido dejarme morir? —preguntó pensativo. Apoyé una mano en su hombro.

—Márchese —le susurré al oído, y no tenía ninguna razón para darle ese consejo más que lograr que Hermann abandonara aquel intolerable alboroto—. Vamos, será mejor que se marche.

Miró inquisitivamente a Hermann antes de empezar a moverse. Yo también salí de la cabina para ver que se marchaba del barco, pero en realidad se quedó dando vueltas por el alcázar.

—Es mi desgracia —dijo con voz firme.

—Ha sido una estupidez por su parte decirlo de esa forma. Uno no escucha ese tipo de confesiones todos los días.

—¿Pero qué pretende ese hombre? —murmuró con un tono bajo y profundo—. Alguien tenía que morir, ¿por qué iba a ser yo?

Se quedó inmóvil un buen rato en la oscuridad, en silencio, casi invisible. De golpe me tomó de los codos y los apretó con fuerza contra mis costados. Me sentí completamente impotente bajo su fuerza. Su voz vibró cuando me susurró al oído:

—Es peor que sentir hambre. ¿Sabe a lo que me refiero, capitán? En aquellas circunstancias, mataba o me mataban. Ojalá la palanca de hierro me hubiera aplastado el cráneo hace diez años. Ahora tengo que seguir viviendo sin ella. ¿Lo entiende? Tal vez me queden muchos años, además. ¿Qué puedo hacer? Si la hubiese mirado una vez ahí dentro, la habría terminado raptando ante ese hombre con mis manos, así…

Sentí que me desclavaba de la cubierta y luego me soltaba de golpe. Di unos pasos hacia atrás tambaleándome, un poco aturdido y magullado. ¡Qué hombre! Luego todo quedó inmóvil, se había marchado. Oí los gritos de Hermann en la cabina y entré.

Al principio no entendí qué estaba sucediendo. La señora Hermann, atraída por el ruido, se había acercado en algún punto con una expresión en el rostro que iba de la sorpresa a la leve desaprobación, y ahora mostraba todos los signos de una ansiedad profunda, desesperada. El marido le soltó una serie de frases con palabras guturales y al instante ella apoyó una mano en la mampara, como si quisiera atajarse para no caer, y con la otra agarró la pechera suelta de su vestido. Hermann amonestaba de una manera impresionante a las dos mujeres, tenía casi toda la camisa por fuera de la cintura del pantalón, daba golpes con los pies, miraba a una y después a la otra, levantaba los brazos por encima del pelo despeinado y los dejaba en esa posición mientras vociferaba acusaciones y luego los cruzaba sobre el pecho y volvía a protestar indignado, levantando los hombros y adelantando la cabeza. La chica lloraba.

No había cambiado de actitud. De sus ojos, que al marcharse Falk habían quedados fijos mirando con nostalgia la puerta de la cabina, caían ahora lágrimas veloces y gruesas sobre sus manos y sus labores, apoyadas en el regazo, lágrimas cálidas y amables como la lluvia de verano. Lloraba sin hacer muecas ni sonidos —de una manera muy conmovedora y tranquila, con algo más de lástima que de dolor en el rostro, como se llora cuando se llora por compasión y no por sufrimiento— y Hermann, ante ella, gritaba. Varias veces llegué a oír la palabra mensch (“hombre”). Y también la palabra fressen, que más tarde busqué en mi diccionario. Significa “devorar”. Al parecer, Hermann esperaba que ella le diera algún tipo de respuesta, se inclinaba con todo el cuerpo. Ella permanecía callada e inmóvil. Hasta que al final la agitación de su tío logró vencerla, juntó las palmas de las manos y abrió los labios carnosos, pero no emitió ningún sonido. Hermann continuó regañándola con su voz estridente, moviendo los brazos como un molino de viento. De repente sacudió su puño grueso frente a ella y la chica estalló en sollozos. Hermann se quedó atónito.

La señora Hermann se acercó apresurada, balbuceando. Las mujeres se abrazaron por el cuello y la tía, agarrándola de la cintura, la sacó de allí. Los ojos de la propia señora Hermann no paraban de llorar, tenía toda la cara empapada. Me miró y negó con la cabeza. No tengo la menor idea de por qué hizo eso. La chica apoyó pesadamente la cabeza en el hombro de su tía y las dos desaparecieron.

Hermann se sentó y miró fijamente el suelo de la cabina.

—No sabemos en qué circunstancias sucedió aquello —dije, arriesgándome a romper el silencio. Me contestó con aspereza que tampoco quería saberlo. Según su modo de ver las cosas, ninguna circunstancia podía justificar un crimen, y mucho menos ese tipo de crimen. Así opinaba él. Un ser humano debía dejarse morir de hambre en circunstancias como ésas, y por lo tanto Falk era una bestia, un animal. Básico, bajo, vil, despreciable, insolente y mentiroso, le había estado engañando todo aquel año. Sin embargo, creía que Falk debía de haberse vuelto loco hacía poco, porque ninguna persona en su sano juicio, sin que hubiera ninguna necesidad, totalmente en vano (porque no había razón alguna en el mundo), admitiría frente a otra persona que había devorado carne humana, afectando con la confesión su dignidad y su paz interior.

—¿Por qué lo ha contado? —gritó—, ¿quién le ha pedido que lo contara? —Aquello mostraba la crueldad de Falk, porque, de manera egoísta, le había causado (a él, a Hermann) una gran molestia. Hubiese preferido no saber jamás que un sujeto tan inmoral había estado en contacto con sus hijos. Esperaba que yo no contara nada en tierra firme. No quería que se supiera por ahí que él había tenido un trato amistoso con un hombre que comía hombres, un vulgar caníbal. En cuanto a la escena que había montado (para mí, de lo más innecesaria), no pensaba molestarse ni reprimirse frente a un tipo que andaba por ahí cortejando y entristeciendo a muchachas, cuando en el fondo sabía que ninguna chica decente y de familia podía siquiera considerar la idea de casarse con él. Al menos él (Hermann) no entendía que alguna muchacha lo hiciera.

—¡Imagínese a Lena! —No, era imposible. Las cosas que iban a pensar cada vez que se sentaban a la mesa—. ¡Un espanto! ¡Un espanto!

—Está siendo demasiado escrupuloso, Hermann —dije.

Pero para él era correcto ser escrupuloso si eso significaba sentir repugnancia por la conducta de Falk, y levantando los ojos como un sentimental, me llamó la atención sobre el horrible destino de las víctimas —las víctimas de Falk—. Le dije que no sabía quiénes eran. Pareció sorprendido. ¿Acaso nadie podía imaginarlo sin saberlo? A él, por ejemplo, le gustaría vengarlas.

—¿Y si no hay víctimas? —le pregunté—. Podrían haber muerto de causa natural. O de hambre.

Se estremeció. ¡Ser comido después de la muerte! ¡Ser devorado! Volvió a estremecerse y me preguntó de golpe:

—¿De verdad cree que ha hecho eso?

Su personalidad, potenciada por su indignación, podía llegar a cuestionar hasta las cosas más auténticas. Cuando lo miré dudé un poco, pero recordé las palabras de Falk, las miradas y los gestos que había realizado no solo con una marcada autenticidad, sino también con la fuerza rotunda de una pasión primitiva.

—Es tan cierto como quiera, y tendrá el sentido que le dé. Por mi parte, cuando le oigo gritar al respecto, Hermann, no creo que sea cierto en absoluto.

Y lo dejé allí, pensativo. Los hombres de mi tripulación, que estaban echados junto a la escalera que nos unía al Diana, me dijeron que la canoa del capitán del remolcador se había marchado hacía ya un buen rato.

Dejé que mis hombres estuvieran a su aire. El rocío espeso y el brillo claro de las estrellas me daban la impresión de frío y humedad. Había en mis pensamientos una sensación como de espanto macabro al acecho, que se mezclaba con las imágenes nítidas y grotescas producto del cotilleo gastronómico de Schomberg, y casi deseaba no volver a ver a Falk nunca más. Pero lo primero que me dijo el vigilante era que el capitán del remolcador estaba en el barco. Había enviado su canoa vacía y me esperaba en el camarote.

Se había estirado en el sofá de la popa con la cara enterrada en los cojines. Esperaba verlo trastornado, conmovido, desesperado, pero no fue así en absoluto. Estaba como lo había visto docenas de veces en el puente del remolcador: inalterable y con la mirada fija, inmóvil y ansioso como si fuera presa de un único instinto.

Quería vivir. Siempre había deseado la vida, igual que todos nosotros. La diferencia era que para el resto ese instinto se sometía a ideas complejas, mientras que para él el instinto tenía una fuerza autónoma. En esa visión sencilla radicaba su colosal fuerza, como el pathos del deseo ingenuo y sin control de un niño. Deseaba a aquella chica, y lo máximo que puede decirse es que solo deseaba a aquella chica en particular. Creo que ahí comprendí el principio oscuro, la semilla que había germinado en el suelo de una necesidad inconsciente, el primer brote del árbol que hacía brotar ahora, en el adulto, la flor y el fruto, la sucesión infinita de tonos y sabores del amor refinado. Falk era un niño. Además tenía la misma honestidad que los niños. Deseaba a la chica, la deseaba muchísimo, igual que antes había deseado comida.

No se perturben si les digo que para mí se trataba de la misma necesidad, el mismo dolor, la misma tortura. En su historia podemos observar el nacimiento de todas las emociones: la alegría de vivir y la tristeza única que es la raíz de innumerables tormentos. Quedó claro en todo lo que dijo: nunca en la vida había sufrido tanto. Era un sufrimiento corrosivo, como el fuego. ¡Así se sentía! Y después de señalar un punto debajo del esternón, hizo un movimiento nervioso con las manos. Les aseguro que, viéndolo como lo vi yo aquella noche, Falk era de todo menos gracioso y otra vez, mientras me contaba un incidente anterior al viaje horroroso en el que había tenido que arrojar al mar carne en mal estado, me dijo que muy poco después le dolió el corazón (utilizó esa expresión), y que estuvo a punto de arrancarse los pelos al recordar toda la carne podrida que había tirado por la borda.

Oí todo lo que tenía que decirme, fui testigo de su lucha física, lo vi doblarse de dolor y oí las palabras honestas de su sufrimiento, presencié todo con paciencia porque, ni bien entré al camarote, Falk me pidió que lo ayudara —y al parecer, a eso me había comprometido con toda mi diplomacia.

Sus nervios, dentro de la pequeña cabina, eran impresionantes, y asustaban como los movimientos tortuosos de una ballena anclada en una caleta poco profunda en la costa. Se puso de pie, se dejó caer de bruces e intentó rasgar el cojín con los dientes. Luego, refregándoselo en la cara con fuerza, se echó de espaldas sobre el sofá. Parecía que el barco entero podía sentir los efectos de su desesperación mientras yo contemplaba maravillado su frente alta, el toque noble que había impreso el tiempo en sus sienes desnudas, la expresión masculina e invariable en su cara.

¿Qué se suponía que debía hacer ahora? Se había sentido vivo porque la tenía cerca. Se había sentado todas las tardes… Yo lo sabía. Y ahora toda su vida… Ella cosía con la cabeza inclinada así… y los brazos, sus brazos… ¡Ah! ¿Los había visto? Así…

Se dejó caer en un taburete, inclinó el poderoso cuello, se le vio la nuca enrojecida, y dio unas puntadas al aire, en un gesto absurdo, evidentemente inútil, pero del todo comprensible.

¿Y ahora ya no podría tenerla? ¡No! Era demasiado castigo, porque pensándolo mejor, ¿qué había hecho mal él? ¿Qué le aconsejaba? ¿Llevársela a la fuerza? ¿No? ¿No debía? ¿Y quién iba a matarlo si lo intentaba? Por primera vez, vi que cambiaba uno de sus rasgos: frunció un labio, mostrando desprecio.

—No creo que Hermann me detenga. —Y se perdió en sus pensamientos, como si se hubiera ido del mundo.

Debo agregar que por lo visto la idea del suicidio no le cruzó ni una sola vez por la cabeza. Se me ocurrió preguntar:

—¿Dónde sucedió el naufragio que ha comentado?

—Muy al sur —dijo vagamente, pero sorprendido.

—Bueno, no está muy al sur ahora —dije—. La violencia no le servirá de nada aquí. La alejarán de usted de inmediato. ¿Cómo se llamaba el barco?

—Borgmester Dahl —contestó—, y no se trató de un naufragio.

Iba despertando poco a poco del trance y parecía más sereno.

—¿No fue un naufragio? ¿Entonces qué?

—Se vino abajo —contestó. Se iba recobrando, volvía a parecerse a sí mismo. Con ese comentario me bastó para saber que se trataba de un barco a vapor. Hasta ese momento había creído que se habían muerto de hambre en un barco o en balsas, incluso en un páramo de rocas.

—O sea, ¿el barco no se hundió? —pregunté sorprendido. Asintió.

—Alcanzamos a ver los hielos del sur —pronunció como en sueños.

—¿Y usted ha sido el único superviviente?

Se enderezó.

—Sí. Fue una desgracia para mí. Todo salió mal. Todos los hombres murieron. Yo sobreviví.

Recordando las cosas que uno lee de casos parecidos, me costaba mucho entender qué me quería decir con aquellas palabras; supongo que tendría que haberme dado cuenta. Nuestras mentes recuerdan tanto, han aprendido tanto, manejan tanta información que luego les cuesta mucho enterarse de lo que sucede frente a sus ojos, pero con la cabeza llena de ideas preconcebidas sobre cómo manejarse en casos de “canibalismo y sufrimiento en alta mar”, le dije:

—Pues sí que le ha ido bien en el sorteo.

—¿Sorteo? —dijo—, ¿qué sorteo? ¿Le parece que yo podría apostar la vida en un sorteo?

No si podía evitarlo, porque evidentemente no le importaba qué le sucedía a los demás.

—Fue una gran desgracia. Terrible. Un espanto —decía—. Muchos perdieron la cabeza, pero los mejores hombres sobreviven.

—Los más fuertes, querrá decir. —Falk pensó un instante en la expresión. Tal vez le resultaba extraña, a pesar de que su inglés era muy bueno.

—Sí —reafirmó por fin—, los mejores. Al final cada uno iba a su aire, pero el barco no podía respondernos a todos.

Y así, entre pregunta y pregunta, fui armando la historia completa. Sospecho que fue la única manera que encontré de pasar la noche a su lado. Hacia el final volvió a ser él mismo; la primera señal fue el regreso de aquel tic incongruente de restregarse las manos por la cara —pero ahora tenían más sentido el leve estremecimiento de su figura y la angustia nerviosa de las manos descubriendo un rostro hambriento e impasible, con las pupilas de los ojos dilatadas y fijas, en un silencio fascinante.

Fue en un barco a vapor de hierro construido en uno de los astilleros más respetables. Lo había mandado construir el burgomaestre de la ciudad natal de Falk. Fue el primer barco a vapor que se mandaba construir desde allí, y lo bautizó la hija del burgomaestre. La gente de campo se había acercado en carretas desde varios kilómetros a la redonda para verlo. Todo eso me lo contó Falk. Él subió como primer oficial; por lo visto le parecía un grandísimo privilegio, porque, en ese rincón del mundo, aquel amante de la vida tenía buenos contactos.

El burgomaestre tenía ideas muy adelantadas sobre la administración de una naviera. En aquella época no todos sabían cómo despachar un barco a vapor de carga por el Pacífico, pero el hombre lo cargó con productos de pino y lo largó dejándolo a su suerte. Supongo que el primer puerto debía de ser Wellington. De todos modos no importa, porque en los 44º de latitud sur, y en algún punto entre el cabo Buena Esperanza y Nueva Zelanda, el eje trasero se rompió y la hélice se cayó.

Iban navegando a todo vapor y con las velas desplegadas para ayudar a los motores en medio de un vendaval frío que los azotaba de costado, pero la fuerza de las velas no era suficiente para mantener el barco encaminado. En cuanto la hélice se desprendió, el barco se paró en seco y los mástiles se quebraron y salieron volando por la borda.

El problema de perder los mástiles fue que además se quedaron sin nada en lo que izar las banderas para poder ser vistos a distancia. Durante los primeros días, varios barcos pasaron sin verlos y el vendaval los fue sacando de las rutas frecuentes. El viaje no había sido próspero ni armonioso desde el principio. Hubo algunas peleas a bordo. El capitán era un hombre inteligente y melancólico que no tenía demasiado control sobre la tripulación, y aunque el barco fue ampliamente aprovisionado para el viaje, poco a poco, al ir abriendo varios de los barriles, descubrieron que la carne estaba podrida y tuvieron que tirarla al mar por precaución a los pocos días de salir. Cuando sucedió, los tripulantes del Borgmester Dahl arrojaron por la borda aquella carroña putrefacta con lágrimas de arrepentimiento en los ojos, con codicia y desesperación.

Fueron a la deriva hacia el sur. Al principio se mantuvo cierta organización aparente, pero muy pronto las normas de disciplina se relajaron y quedaron inmersos en una ociosidad sombría. Miraban hacia el horizonte con ojos lúgubres. Los vendavales eran cada vez más fuertes y el barco entró en una depresión en la que las olas lo azotaban con violencia. Durante una noche espantosa en la que todos creían que el casco iba a volcarse con todos ellos adentro en cualquier momento, una ola inmensa rompió a bordo, inundó los almacenes y arruinó las provisiones que les quedaban. Al parecer no habían cerrado bien la escotilla, una negligencia muy típica cuando la tripulación está sumida en el desánimo. Falk intentó transmitirle al capitán un poco de valor pero fue inútil. A partir de ese momento comenzó a encerrarse cada vez más en sí mismo, solo intentaba dar lo mejor de sí cuando una situación grave lo requería. Las circunstancias empeoraron. A cada vendaval lo seguía otro peor, y sobre el Borgmester Dahl descargaban montañas de agua negra. Algunos marineros ni siquiera se levantaban de las literas; muchos se pusieron violentos; el jefe de máquinas, un hombre mayor, dejó de hablar por completo con todos; otros se escondían en sus literas para llorar. En los días tranquilos el barco se desplazaba inerte sobre el mar plomizo o bajo un cielo turbio, y bajo el sol tenía el aspecto miserable de un objeto cualquiera abandonado en el mar: la sal blanca seca, el moho, las irregularidades de las averías. Comenzaron a llegar más vendavales y la tripulación se mantenía gracias a pequeñísimas raciones. En cierto momento, un barco inglés que avanzaba muy rápido bajo la tormenta intentó acercarse sacudiéndose por el lado opuesto al de las ráfagas con valentía. Las aguas barrieron su cubierta y los hombres, que iban vestidos con trajes de hule, se aferraban a los aparejos y los miraban; ellos hacían señas desesperadas por encima de los parapetos destrozados. De pronto, el temible tifón hizo volar la gavia principal del barco inglés, con madero y todo, y éste tuvo que navegar a palo seco, hasta desaparecer.

Ya habían hablado con otros navíos anteriormente, pero se habían negado a abandonar el barco porque esperaban la ayuda de algún vapor. En aquella época eran muy pocos los vapores que navegaban por la zona, y cuando por fin se decidieron a dejar aquella carcasa muerta a la deriva no apareció ningún otro barco. Se habían arrastrado tanto hacia el sur que habían salido de las rutas conocidas por los navegantes. No lograron llamar la atención de un ballenero solitario y muy pronto el borde de la capa de hielo polar se levantó del mar y cerró el horizonte hacia el sur como una pared. Una mañana se asustaron al comprobar que estaban flotando entre témpanos de hielo, pero el miedo a hundirse se desvaneció al igual que sus fuerzas y sus esperanzas. Los choques de los trozos de hielo que golpeaban contra el costado del buque no consiguieron sacarlos de su apatía: el Borgmester Dahl volvió a mar abierto ileso, pero apenas notaron la diferencia.

En una de las tormentas la chimenea había salido volando por la borda, dos de las tres canoas habían desaparecido arrastradas por el mal tiempo y los pescantes, que estaban sin asegurar, se balanceaban de un lado a otro con los extremos de los cabos deshechos agitándose con el vaivén. La tripulación no hacía nada y Falk me contó que solía sentarse en la sala de máquinas a escuchar el movimiento del agua; las máquinas, silenciadas ya para la eternidad, fueron convirtiéndose poco a poco en una masa oxidada, de la misma manera en que un corazón se pudre dentro de un cuerpo sin vida. Al principio, en cuanto perdieron la capacidad motriz, aseguraron el timón con ataduras, pero con el tiempo las cuerdas se fueron descomponiendo, desarmando, enmoheciendo y separándose entre sí de manera que el timón, liberado, golpeaba con fuerza hacia un lado y hacia el otro, día y noche, dando golpes apagados que retumbaban en todo el barco. Aquello era peligroso, pero a nadie le importaba un comino, nadie movía un dedo. Me dijo que todavía hoy, cuando se levantaba por la noche y se ponía caminar, le parecía oír aquellos golpes secos. Los ganchos acabaron saltando, y al final también cayeron.

La catástrofe definitiva se produjo cuando despacharon la última canoa que les quedaba. Falk se había encargado de mantenerla intacta, pero entre todos resolvieron que algunos hombres debían marcharse a buscar ayuda por las rutas habituales. Aprovisionaron la canoa con todos los víveres que cabían para los seis hombres que iban a partir. Esperaron un día de buen tiempo. Tardó en llegar, pero al fin una mañana bajaron la canoa al agua.

Al instante comenzaron los problemas entre la desmoralizada tripulación. Dos hombres que no tenían ninguna función asignada saltaron al bote con el pretexto de soltar las amarras, mientras en la cubierta se armaba una especie de forcejeo entre los espectros débiles y perplejos en que se habían convertido los hombres de aquel vapor. El capitán, que había permanecido días enteros aislado e inaccesible en la sala de mapas, salió a la barandilla y ordenó a los dos hombres que volvieran a bordo del barco amenazándolos con su revólver. Ellos fingieron obedecer, pero con un gesto repentino cortaron las amarras de la canoa, dieron un empujón contra el costado de la nave y se prepararon para izar la vela.

—¡Dispare, señor! ¡Mátelos de un tiro! —gritó Falk—. Yo saltaré por la borda para recuperar la canoa. —Pero el capitán, tras fingir que apuntaba con el brazo indeciso, se dio la vuelta de golpe.

Se levantó un aullido de rabia. Falk se apresuró a buscar su propia pistola en su camarote, pero cuando regresó ya era demasiado tarde. Otros dos hombres habían saltado, pero los de la canoa les dieron una paliza con los remos, izaron las velas y se alejaron navegando. Jamás se supo nada de ellos.

El resto de la tripulación se hundió en la desesperación y el abatimiento, y así volvió a imponerse la apatía de un desaliento absoluto. Un día un fogonero se suicidó, atravesó la cubierta con un corte en la garganta que iba de oreja a oreja para horror del resto de hombres. Lo arrojaron por la borda. El capitán se encerró en la sala de mapas y Falk, que golpeó en vano para que lo dejara entrar, escuchó cómo repetía una y otra vez el nombre de su mujer y sus hijos, no como si estuviera llamándolos o encomendándolos a Dios, sino con un tono mecánico, como si ejercitara la memoria. A la mañana siguiente, las puertas del cuarto de mapas estaban abiertas, meciéndose con el balanceo, y el capitán había desaparecido. Seguramente saltó por la borda durante la noche. Falk cerró las puertas y guardó las llaves.

Lo poco que quedaba de orden en el barco se desvaneció, y lo mismo sucedió con la camaradería entre los hombres. Se volvieron indiferentes. Falk se encargó de repartir los restos de comida que quedaban. Tuvieron que hervir sus propias botas para preparar sopas y estirar al máximo las raciones, lo cual hizo incluso más intolerable la sensación de hambre. A veces se oían murmullos de odio entre los esqueletos lánguidos que andaban constantemente sin rumbo de un lado a otro, de norte a sur, de este a oeste por la carcasa del barco.

Y entonces sucedió el mayor espanto de esta historia tan sombría. El miedo más terrible de los marineros, quedar a la deriva en un pequeño bote o en una embarcación frágil, es más fácil de soportar porque el peligro viene directamente del mar; el espacio cerrado, la cercanía entre los marineros y la amenaza inminente de las olas unen a los hombres a pesar de la locura, el sufrimiento y la desesperación, pero aquel barco —seguro, cómodo, espacioso: un barco con literas, sábanas, cuchillos, tenedores, confortables camarotes, copas y porcelana, la batería completa de cocina— estaba impregnado, gobernado y poseído por el fantasma implacable del hambre. Se habían bebido el aceite de la lámpara, habían cortado la mecha para comérsela, al igual que las velas de cera. El hambre flotaba a oscuras por la noche en cada rincón y todos estaban llenos de miedo. Un día Falk encontró a un hombre mordisqueando un trozo de madera de pino. Arrojó de inmediato el trozo, se acercó tambaleándose a la barandilla y cayó al mar. Falk, que llegó demasiado tarde como para evitarlo, vio cómo el hombre arañaba con desesperación un lado del barco antes de hundirse. Al día siguiente otro hombre hizo lo mismo y luego prorrumpió en maldiciones tremendas, pero se las arregló de alguna manera para agarrarse a las cadenas rotas del timón y quedarse prendido de ellas, en silencio. Falk intentó salvarlo, y durante todo aquel tiempo el hombre, sujeto con ambas manos, lo miraba con los ojos hundidos y llenos de ansiedad. Justo cuando Falk estaba a punto de agarrarlo, el hombre soltó las cadenas y se hundió como una roca. Falk pensó mucho en aquellos signos. Su espíritu se rebelaba ante los espantos de la muerte y se dijo a sí mismo que lucharía por mantener cada precioso minuto de vida.

Una tarde, mientras los supervivientes estaban tirados en la cubierta trasera, el carpintero, un hombre alto de barba negra, comenzó a hablar del último sacrificio. No quedaba nada comestible en el barco. Nadie dijo ni una palabra, pero el grupo se disolvió en el acto; aquellos espectros débiles y apáticos se fueron escabullendo uno a uno y ocultándose, temerosos de los demás. Falk y el carpintero fueron los únicos que quedaron en cubierta. A Falk le caía bien aquel carpintero grandote. Había sido el mejor de la tripulación; siempre útil y bien dispuesto cuando aún habían tareas que hacer, era el que había tenido más esperanzas y había conservado hasta el final cierta fuerza y decisión.

No se hablaron. A partir de aquel punto jamás se volvieron a oír conversaciones tristes a bordo del barco. Pasado un rato el carpintero se alejó tambaleándose hacia la proa, pero más tarde, cuando Falk fue a beber a la bomba de agua dulce, tuvo un presentimiento y giró la cabeza. El carpintero se había acercado por detrás y, con todas las fuerzas que le quedaban, intentó abrirle el cráneo golpeándolo con una palanca de hierro.

Falk lo esquivó justo a tiempo y logró escapar corriendo hasta su cabina. Mientras cargaba su revólver, escuchó los pasos sobre el puente. Como la cerradura de la puerta del cuarto de mapas era frágil, el carpintero logró abrirla y se hizo con el revólver del capitán. Disparó a modo de desafío.

Falk estuvo a punto de salir a la cubierta y resolverlo de una vez cuando descubrió que, desde una de las ventanas de su camarote, podía controlar cualquier acercamiento a la bomba de agua dulce. En lugar de salir, se quedó adentro y aseguró la puerta. “El mejor hombre sobrevivirá”, pensó, porque el otro tendría que acercarse a beber en algún momento. Los hombres bebían agua a menudo para engañar a los estertores del hambre. Sin duda el carpintero comprendió enseguida la vista privilegiada que tenía desde aquella ventana. Quedaban los dos mejores hombres de la tripulación: sería un duelo entre ambos. Durante el resto de aquel día Falk no vio a nadie más ni alcanzó a oír ningún sonido, y por la noche aguzó la vista. Estaba oscuro, oyó algún crujido, pero estaba seguro de que nadie se había acercado a la bomba. La ventana se hallaba a la izquierda de su camarote y era imposible que no divisara desde allí a cualquier hombre, ya que la noche era clara y estrellada, pero no vio nada. Por la mañana alcanzó a oír otro ruido extraño que lo puso en alerta, destrabó la puerta en silencio y con extrema cautela. No había pegado ojo ni se había dejado dominar el pánico. Quería vivir.

Durante la noche el carpintero, sin intentar acercarse siquiera a la bomba, se las había arreglado para arrastrarse en silencio por la borda de estribor y, sin ser visto, se había agazapado justo debajo de la ventana de Falk. Con la luz del día se puso de pie de golpe y miró hacia adentro, metió un brazo a través del marco de bronce redondo de la abertura y disparó a Falk a menos de medio metro de distancia. Pero falló el tiro. Falk, en vez de aprovechar la ocasión para aferrar el brazo que sostenía el arma, abrió la puerta inesperadamente y acercó el revolver hasta casi apoyarlo en la sien del otro y lo mató de un disparo.

Había sobrevivido el mejor, había demostrado una resolución implacable, resistencia, astucia y coraje: todas las cualidades de los héroes clásicos. Falk tiró al mar el revólver del capitán. Había nacido para ejercer monopolios. Tras el sonido de aquellos dos disparos —a los que siguió un silencio profundo—, la banda de esqueletos hambrientos y lívidos comenzó a arrastrarse hacia fuera, hacia el amanecer frío y cruel de las cercanías de la Antártida. Fueron saliendo uno a uno desde diversos escondites, muy despacio y con cautela, con ansia y miradas penetrantes. Sucios, se arrastraron sobre la cubierta de aquel barco, que era un cadáver desmantelado flotando sobre un mar gris, gobernado por una necesidad de hierro y con un corazón de hielo.

—Lo devoraron, por supuesto —dije.

Inclinó lentamente la cabeza, se encogió un poco de hombros y se llevó las manos a la cara. Dijo:

—No tenía nada contra aquel hombre. Pero era su vida o la mía.

No tiene sentido seguir con la historia de aquel barco, con su bomba de agua dulce como un manantial de muerte, aquel hombre con su arma, aquel mar con su necesidad de hierro, aquella banda de espectros sacudida por el temor y la esperanza bajo un cielo mudo y sordo —ante la que la fábula del holandés errante, que navega víctima de un delito común y su castigo divino se desvanece como una columna de humo, una espiral de niebla blanca—. Pueden imaginarse el resto. Creo que a continuación Falk revisó el barco entero, revólver en mano, para apoderarse de las cerillas. Aquellos desgraciados muertos de hambre tenían muchísimas y no quería que prendieran fuego al barco, ya fuera por odio o por desesperación. Él vivía arriba, acampó en el puente, desde donde podía controlar la cubierta de popa y el único acceso a la bomba de agua. ¡Y sobrevivió! Otros también sobrevivieron; ocultos, ansiosos, salían uno a uno de sus escondites cada vez que oían el seductor sonido de un disparo. Y Falk no era egoísta. Compartían el alimento, y solo tres quedaban con vida cuando un ballenero que regresaba de su zona de pesca casi se lleva por delante el casco medio hundido del Borgmester Dahl, al que, al parecer, se le habían abierto algunas grietas en las dos bodegas de los costados. Como estaban cargadas de madera no había llegado a hundirse.

—Más tarde, también murieron esos tres —dijo Falk—: al final murieron todos. ¡Todos! Pero yo no pensaba morir por culpa de aquella terrible desgracia. ¿Tendría que haber renunciado a la vida? Dígame, capitán, ¿tenía que dejarme morir? Estaba solo allí, totalmente solo, igual que el resto. Todos estábamos solos. ¿Tendría que haber entregado el revólver? ¿A quién? ¿O debería haberlo tirado al mar? ¿De qué habría servido? Solo sobrevivirá el mejor. Fue una desgracia terrible, enorme, cruel.

¡Pero él era el que había sobrevivido! Lo tenía sano y salvo frente a mí, como al testigo que narra la poderosa verdad de un principio infalible y eterno. El sudor perlaba su frente y, de pronto, se dejó caer hacia adelante extendiendo las manos. Dio un fuerte golpe a la mesa.

—Pero esto es peor —gritó—. ¡Esto que me sucede ahora es aún más doloroso, más terrible!

La profunda honestidad de su dolor me sorprendió. Luego, cuando me dejó solo, me vino a la cabeza la imagen de la muchacha llorando en silencio, desconsolada y paciente, como si no pudiera evitarlo. Pensé en su pelo rubio oscuro. Pensé que cuando lo llevaba suelto llegaba a cubrir toda su espalda hasta las caderas, como le ocurre a las sirenas. Ella lo había hechizado. Imagínense a aquel hombre, que había logrado preservar su vida con firmeza ante un destino despiadado e imperturbable: ahora se lamentaba porque una palanca no le había partido el cráneo. Las sirenas atraen a la muerte con su canto, pero aquella sirena lloraba en silencio como si sintiera lástima de la suerte de Falk; era la sirena muda y tierna de un marinero abominable. Evidentemente, él tenía ganas de vivir todo aquello que prometía su concepción particular de la vida, y no se iba a conformar con menos. Y ella también estaba dispuesta a entregarse a esa vida que, entre tanta muerte, llamaba tan poderosamente la atención de sus sentidos. Era la mujer ideal para ocupar el rol femenino en la vida de Falk y, a su propia manera, con sus encantos sensuales, también parecía ilustrar la poderosa verdad de un principio infalible. Lo que no sé es qué tipo de principio encarnaba Hermann a la mañana siguiente, cuando subió a mi barco bien temprano con la mayor expresión de desconcierto que se pueda imaginar. Me sorprendía que, de alguna manera, él también hacía todo lo posible para sobrevivir; parecía más tranquilo respecto a Falk, pero la cuestión aún lo preocupaba.

—¿Cómo me llamó usted anoche? Ya sabe… —me preguntó después del saludo—, demasiado… demasiado… Ya sabe, dijo usted una palabra un poco rara…

—¿Escrupuloso?

—Exacto. ¿Qué significa?

—Que exagera las cosas en su interior, sin consultar a los otros.

Pareció pensárselo un poco, y luego seguimos conversando. Falk era una catástrofe en su vida. ¡Había perturbado a toda su familia! La señora Hermann se había despertado bastante mal aquella mañana, la sobrina seguía llorando, nadie cuidaba a los niños. Dio un golpe en la cubierta con la sombrilla. Aquello le iba a durar meses. “Imagínese —decía— lo que puede ser cargar con una muchacha inútil que no para de llorar todo el viaje de regreso, en segunda clase”. Aquello tampoco era bueno para Lena, comentó, pero aún no sé por qué motivo lo dijo, no se me ocurre ninguno, tal vez porque sería un mal ejemplo. Ya lloraba y sufría la chiquilla suficiente por la muñeca de trapo. Nicholas era el menos sentimental de aquella familia.

—¿Y por qué llora la muchacha? —pregunté.

—De pena —gritó Hermann.

Era imposible entender a las mujeres. La señora Hermann era la única a la que intentaba comprender. Y estaba muy, muy triste e indecisa.

—¿Indecisa por qué?

Desvió la mirada y no me contestó. Era imposible entenderlas. Su sobrina lloraba por Falk, y ahora él (Hermann) lo único que deseaba era partirle el cuello, pero… por lo visto tenía demasiado buen corazón.

—Dígame con franqueza, capitán —me preguntó al fin—, ¿qué opina de lo que nos contó anoche?

—En este tipo de historias —dije— siempre hay detalles que se exageran.

Y sin dejar que se recuperara de la sorpresa, le aseguré que conocía todos los detalles. Me suplicó que no se los repitiera. Su corazón era demasiado tierno y los detalles lo harían sentirse mal. Se miró los pies y, hablando muy despacio, dijo que tal vez no sería necesario verlos demasiado después de la boda, porque lo cierto era que no soportaba siquiera cruzarse con Falk, y además era ridículo llevarse de vuelta a una muchacha trastornada que no paraba de llorar y que no servía para nada a su tía.

—Y además le alcanzará con un único camarote en el viaje de regreso —dije.

—Sí, también yo lo había pensado —respondió casi con alegría.

—¿Y qué opina la señora Hermann? —insistí.

La señora Hermann no sabía si un hombre de ese tipo podía hacer feliz a una mujer. Sentía que Falk la había decepcionado. Y por eso estaba tan triste anoche.

Eran buenas personas, pero por lo visto no podían mantener una opinión más de doce horas. Basándome en mis conocimientos, le aseguré que Falk tenía las cualidades necesarias para brindarle a su sobrina un futuro próspero. Me dijo que le alegraba oír eso y que se lo diría a su esposa, y entonces salió a la luz el verdadero motivo de su visita. Quería que yo lo ayudara a reanudar su relación con Falk; según dijo, su sobrina le había expresado la esperanza de que yo lo hiciera amablemente. Sin duda Hermann estaba ansioso por que aceptara; al parecer había olvidado el noventa por ciento de lo que había dicho la noche anterior, y toda su indignación, y evidentemente tenía miedo de que Falk se negara.

—Usted me ha dicho que el hombre está muy enamorado —concluyó con astucia, y me miró con una expresión entre lasciva y bucólica.

En cuanto se marchó de mi barco, llamé a Falk haciéndole señas desde la cubierta. El remolcador seguía en el fondeadero. Se tomó la noticia con calma y seriedad, como si desde un principio hubiera sabido que los astros le serían favorables.

Los vi juntos una vez más, solo una, en el alcázar del Diana. Hermann estaba sentado, y fumaba con las mangas arremangadas hasta el codo y el brazo apoyado en el respaldo de la silla. La señora Hermann estaba cosiendo sola. En cuanto Falk puso un pie en la pasarela, la sobrina de Hermann pasó frente a mi silla y me hizo un rápido gesto amistoso con un leve roce de su falda.

Se encontraron bajo el sol, uno junto al otro frente al palo mayor. Él la tomó de las manos y bajó la mirada, y ella le clavó sus ojos francos y obnubilados. Me dio la sensación de que se habían acercado como si hubiesen sido atraídos, arrastrados o dirigidos por una fuerza misteriosa. Formaban una pareja perfecta. Con su vestido estampado gris, palpitante de vida, y su figura exuberante, olímpica, pero a la vez sencilla, era sin duda la sirena perfecta para fascinar a aquel navegante oscuro, feroz, amante de los cinco sentidos. Desde lejos me pareció ver la fuerza masculina con la que Falk tomaba esas manos que ella había extendido hacia él con una suavidad muy femenina. Lena, un poco pálida, abrazada a su adorado bulto de trapo, corrió hacia su gran amigo y, en medio del silencio somnoliento de la vieja y buena nave, se oyó la voz de la señora Hermann, tan cambiada que me obligó a darme la vuelta en la silla para ver qué sucedía.

—¡Lena, ven aquí! —gritó. A continuación, aquella matrona bondadosa me dirigió una mirada vacilante, oscura y llena de desconfianza. La niña, sorprendida, volvió corriendo hacia las rodillas de su madre, pero la pareja no escuchó eso, no reparaba en nada ni en nadie, ambos seguían mirándose bajo la luz del sol con las manos unidas. A un metro de distancia, a la sombra, un marinero estaba sentado sobre una madera, muy concentrado en empalmar un estribo; sumergía los dedos en una olla con alquitrán, como si fuera completamente inconsciente de la existencia de la pareja.

Cuando regresé a aquel puerto cinco años más tarde, al mando de otro barco, el señor y la señora Falk se habían marchado. No me sorprendería que la lengua de Schomberg hubiera logrado ahuyentarlo por fin. Como era de esperar, aún se oía por ahí la historia de un tal Falk, dueño de un remolcador, que había conseguido a su mujer en una partida de cartas contra el capitán de un barco inglés.

*FIN*


“Falk: A Reminiscence”,
Typhoon and Other Stories, 1903


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