Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Favores que matan

[Cuento - Texto completo.]

Stendhal

Historia de 1589

 

Este es el título que un poeta español ha dado a la presente historia, de la que ha hecho una tragedia. Yo me guardaré muy bien de apropiarme ninguno de los ornamentos con los cuales la imaginación de este español ha procurado embellecer esta triste pintura del interior de un convento. Algunas de estas invenciones aumentan, en efecto, el interés, pero, fiel a mi deseo de dar a conocer a los hombres sencillos y apasionados del siglo XV de los que proviene la civilización actual, presento esta historia sin adornos y tal como, mediante un poco de influencia, se puede leer en los archivos de…, donde se encontraban todos los documentos originales y el curioso relato del conde Buondelmonte.

En una ciudad de Toscana que no nombraré, existía en 1589 y existe todavía hoy un convento sombrío y magnífico. Sus’ negros muros, de cincuenta pies de altura por lo menos, entristecen todo un barrio; tres calles bordean estos muros; por el otro lado, se extiende el parque del convento, que llega hasta las murallas de la ciudad. Este parque está rodeado de una pared menos alta. La abadía, a la que daremos el nombre de Santa Riparata, sólo recibe doncellas pertenecientes a la más alta nobleza. El 20 de octubre de 1587, todas las campanas de la abadía estaban en movimiento; la iglesia abierta a los fieles estaba decorada con magníficos tapices de damasco rojo guarnecidos de ricas cenefas de oro. La santa hermana Virgilia, amante del nuevo gran duque de Toscana, Fernando 1, había sido nombrada abadesa de Santa Riparata la víspera por la noche, y el obispo de la ciudad, acompañado de todo su clero, iba a entronizarla. Toda la ciudad estaba en movimiento, y era tal la multitud en las calles próximas a Santa Riparata, que resultaba imposible pasar por ellas.

El cardenal Fernando de Médicis, que acababa de suceder a su hermano Francisco, sin por eso renunciar al capelo, tenía treinta y seis años y era cardenal desde hacía veinticinco, habiendo sido elegido para esta alta dignidad a la edad de once años. El reinado de Francisco, célebre hasta nuestros días por su amor por Bianca Capello, se había señalado por todas las locuras que el amor a los placeres puede inspirar a un príncipe que no se distinguía por la fuerza del carácter. Fernando, por. su parte, había tenido que reprocharse algunas flaquezas del mismo género que las de su hermano; sus amores con la hermana oblata Virgilia eran célebres en Toscana, pero hay que decir que lo eran sobre todo por su inocencia. Mientras que el gran duque Fernando, sombrío, violento, dominado por sus pasiones, no pensaba bastante en el escándalo producido por sus amores, en el país no se hablaba de otra cosa que de la alta virtud de la hermana Virgilia. Como la orden de las Oblatas, a la cual pertenecía, religiosas pasar aproximadamente los dos r tercios del año en casa de sus padres, la hermana veía diariamente al cardenal de Médicis cuando éste estaba en Florencia.

Dos cosas causaban el asombro de esta ciudad, dada a las voluptuosidades, en estos amores de un príncipe joven, rico y autorizado a todo por el ejemplo de su hermano: la hermana Virgilia, dulce, tímida y de una inteligencia más que corriente, no era bonita, y el joven cardenal no la había visto nunca sino en presencia de dos o tres mujeres fieles a la noble familia Respuccio, a la cual pertenecía esta singular amada de un joven príncipe de la sangre.

El gran duque Francisco murió el 19 de octubre de 1587 por la noche. El 20 de octubre, antes del mediodía, los más grandes señores de su corte y los más ricos negociantes (pues debemos recordar que los Médicis no habían sido en su origen más que negociantes; sus padres y los personajes más influyentes de la corte estaban todavía metidos en el comercio, lo que impedía a estos cortesanos ser del todo tan absurdos como sus colegas de las cortes contemporáneas) se personaron, el 20 de octubre por la mañana, en la modesta casa de la hermana oblata Vir- gilia, la cual se quedó muy sorprendida de esta concurrencia.

El nuevo gran duque Fernando quería ser prudente, razonable, útil a la felicidad de sus súbditos; quería sobre todo desterrar la intriga de su corte. Al subir al poder se encontró vacante la más rica abadía de mujeres de sus estados, la que servía de refugio a todas las doncellas nobles que sus padres querían sacrificar al esplendor de la familia, y a la cual daremos el nombre de abadía de Santa Riparata; no vaciló en nombrar para este cargo a la mujer que él amaba.

La abadía de Santa Riparata pertenecía a la orden de San Benito, cuyas reglas no permitían a las religiosas salir del claustro. Con gran asombro del buen pueblo de Florencia, el príncipe cardenal no se veía con la nueva abadesa, pero, por otra parte, por una delicadeza de alma que fue advertida y puede decirse que generalmente censurada por todas las mujeres de su corte, no se permitió nunca ver a una mujer a solas. Cuando este plan de conducta fue bien observado, las atenciones de los cortesanos iban a buscar a la hermana Virginia hasta su convento, y creyeron notar que, pese a su extremada modestia, no era insensible a esta atención, la única que su acendrada virtud permitía al joven soberano.

El convento de Santa Riparata tenía a menudo que tratar asuntos de una naturaleza muy delicada: aquellas doncellas de las familias más ricas de Florencia no se dejaban desterrar del mundo, entonces tan brillante, de esta ciudad tan rica, de esta ciudad que era a la sazón la capital del comercio de Europa, sin echar una mirada de añoranza sobre lo que les hacían abandonar; con frecuencia, reclamaban abiertamente contra la injusticia de sus padres; a veces, pedían consuelos al amor, y se habían visto los odios y las rivalidades viniendo a agitar la alta sociedad de Florencia. De este estado de cosas, resultó que la abadesa de Santa Riparata obtenía audiencias bastante frecuentes del gran duque reinante. Para violar lo menos posible la regla de San Benito, el gran duque enviaba a la abadesa uno de sus carruajes de gala, en el que tomaban asiento dos damas de su corte, las cuales acompañaban a la abadesa hasta la sala de audiencias del palacio -del gran duque, en la Vía Larga, una sala inmensa. Las dos damas testigos de la clausura, como se les llamaba, tomaban asiento en dos sillones cerca de la puerta, mientras la abadesa avanzaba sola e iba a hablar con el príncipe que la esperaba al otro extremo de la sala, de suerte que las damas testigos de la clausura no podían oír nada de lo que se decía durante esta audiencia.

Otras veces se trasladaba el príncipe a la iglesia de Santa Riparata; le abrían las rejas del coro y la abadesa salía a hablar con Su Alteza.

Estas dos formas de audiencia no le convenían nada al duque; acaso habrían dado fuerzas a un sentimiento que él quería debilitar. Entretanto no tardaron en sobrevenir en el convento de Santa Riparata asuntos de una naturaleza bastante delicada: los amores de la hermana Felicia degli Almieri turbaban la tranquilidad del monasterio. La familia Degli Almieri era una de las más poderosas y más ricas de Florencia. Muertos dos de los tres hermanos, a la vanidad de los cuales había sido sacrificada la joven Felicia, y no teniendo hijos el tercero, esta familia dio en pensar que era objeto de un castigo del cielo. La madre y el hermano, que sobrevivía a pesar del voto de pobreza que había hecho Felicia, le devolvían, en forma de regalos, los bienes de que la habían privado para dar lustre a la vanidad de sus hermanos.

El convento de Santa Riparata contaba a la sazón cuarenta y tres religiosas. Cada una de ellas tenía su camarista noble; estas camaristas eran doncellas procedentes de la nobleza pobre, las cuales comían en una segunda mesa y recibían del tesoro del convento un escudo mensual para sus gastos. Mas, por una costumbre singular y que no era muy favorable a la paz del convento, no se podía ser camarista noble más que hasta la edad de treinta años; llegadas a esta altura de la vida, las doncellas se casaban o ingresaban como religiosas en conventos de una orden inferior.

Las muy nobles damas de Santa Riparata podían tener hasta cinco camaristas, y la hermana Felicia degli Almieri pretendía tener ocho. Todas las damas del convento que tenían fama de casquivanas, y eran quince o dieciséis, apoyaban las pretensiones de Felicia, mientras que las otras veintiséis se mostraban muy escandalizadas y hablaban de recurrir al príncipe.

La buena hermana Virgilia, la nueva abadesa, estaba lejos de tener una cabeza lo bastante capaz para zanjar este grave asunto; los dos partidos parecían exigir de ella que lo sometiera a la decisión del príncipe.

En la corte, todos los amigos de la familia de los Almieri comenzaban ya a decir que sería extraño que se pretendiera impedir a una doncella de tan alta estirpe como Felicia, y tan bárbaramente sacrificada antes por su familia, hacer el uso que ella quisiera de su fortuna, sobre todo un uso tan inocente. Por otra parte, las familias de las religiosas más viejas o menos ricas no dejaban de replicar que era por lo menos raro ver a una religiosa que había hecho voto de pobreza no conformarse con el servicio de cinco camaristas.

El gran duque quiso cortar en seco una disputa que podía perturbar la ciudad. Sus ministros le instaban para que concediera una audiencia a la abadesa de Santa Riparata, y como esta doncella, de una virtud celestial y de un carácter admirable, no se dignaría probablemente fijar su mente, enteramente absorbida por las cosas del Cielo, en los detalles de una disputa tan miserable, el gran duque debía notificarle una decisión que ella sólo tendría que ejecutar. «Pero ¿cómo podré tomar tal decisión -se decía este razonable príncipe-, si no sé absolutamente nada de las razones que pueden alegar los dos partidos?» Por otra parte,- no quería, sin razones suficientes, hacerse enemigo de la poderosa familia de los Almieri.

El príncipe tenía un amigo íntimo, el conde Buondelmonte, un año menor que él, o sea, que contaba treinta y cinco. Se conocían desde la cuna: habían tenido la misma. nodriza, una rica y hermosa campesina del Casentino. El conde Buondelmonte, muy rico, muy noble y uno de los hombres más apuestos de la ciudad, se distinguía por la extremada indiferencia y la frialdad de su carácter. Había rechazado muy rotundamente el cargo de primer ministro que el gran duque Fernando le había rogado que aceptara el mismo día de su llegada a Florencia.

«Si yo estuviera en vuestro lugar -le había dicho el conde-, abdicaría inmediatamente: ¡cómo queréis que yo desee ser ministro de un príncipe y suscitar contra mí los odios de los habitantes de una ciudad en la que pienso pasar mi vida!»

En medio de las preocupaciones de corte que las disensiones del convento de Santa Riparata daban al gran duque, pensó que podía recurrir a la amistad del conde. Este se pasaba la vida en sus tierras, dirigiendo con mucho interés el cultivo de las mismas. Dedicaba cada día dos horas a la caza o a la pesca, según las estaciones, y jamás se le había conocido amante. Le contrarió mucho la carta del príncipe llamándole a Florencia, y mucho mayor fue su contrariedad cuando el príncipe le dijo que quería hacerle director del noble convento de Santa Riparata.

-Sabed -le dijo el conde- que casi preferiría ser primer ministro de Vuestra Alteza. La paz del alma es mi ídolo, ¿y qué va a ser de mí en medio de todas esas ovejas rabiosas?

-Lo que me ha hecho poner los ojos en vos, caro amigo, es que se sabe que jamás una mujer imperó en vuestra alma un día entero; yo estoy muy lejos de tener pareja fortuna; en mi mano estaba recomenzar todas las locuras que hizo mi hermano por Blanca Capello. -Y aquí el príncipe entró en consideraciones íntimas con ayuda de las cuales esperaba seducir a su amigo-. Sabed -le dijo- que si vuelvo a ver a esa joven tan dulce a la que he hecho abadesa de Santa Riparata no puedo responder de mí.

-¿Y dónde estaría el mal? -preguntole el conde-. Si os sentís feliz teniendo una amante, ¿por qué no habíais de tenerla? Si yo no la tengo es porque al cabo de tres días todas las mujeres me molestan con su comadreo y las pequeñeces de su carácter.

-Yo -le dijo el gran duque- soy cardenal. Verdad es que el papa me ha dado permiso para renunciar al capelo y casarme, en consideración a la corona que me ha sobrevenido; pero no tengo ganas de arder en el infierno, y, si me caso, tomaré una mujer a la que no amaré y a la que pediré sucesores para mi corona y no las dulzuras vulgares del matrimonio.

-No tengo nada que oponer a eso -repuso el conde-, aunque no creo que el Dios omnipotente descienda a tales miserias. Haced a vuestros súbditos felices y honrados, si podéis, y por lo demás tened todas las amantes que queráis.

-No quiero tener ni una -replicó el príncipe riendo-, y me expondría mucho a tenerla si volviese a ver a la abadesa de Santa Riparata. Es sin duda la mejor muchacha del mundo y la menos capaz de gobernar, no digo un convento lleno de doncellas arrancadas del mundo a pesar suyo, sino la más juiciosa reunión de mujeres viejas y devotas.

El príncipe tenía tanto miedo de volver a ver a la hermana Virgilia, que el conde se conmovió. «Si falta a la especie de voto que ha hecho al recibir del Papa permiso de casarse -díjose pensando en el príncipe-, es capaz de tener el corazón oprimido para el resto de su vida», y al día siguiente fue al convento de Santa Riparata, donde se le recibió con toda la curiosidad y todos los honores debidos al representante del príncipe. Fernando I había enviado a uno de sus ministros a comunicar a la abadesa y a las monjas que los negocios de su Estado no le permitían ocuparse de su convento y que delegaba para siempre su autoridad en el conde Buondelmonte, cuyas decisiones serían inapelables.

Después de hablar con la abadesa, el conde se escandalizó del mal gusto del príncipe: no tenía sentido común ni tenía nada de bonita. Al conde le parecieron muy perversas las religiosas que querían impedir a Felicia degli Almieri tomar dos nuevas camaristas. Había mandado llamar a Felicia al locutorio. Ella, con impertinencia, mandó decirle que no tenia tiempo de acudir, lo que hizo gracia al conde, hasta entonces bastante aburrido de su misión y arrepentido de su complacencia con el príncipe.

Dijo que le daba lo mismo hablar con las camaristas que con la propia Felicia, y mandó decir a las cinco camaristas que salieran al locutorio. Sólo se presentaron tres y declararon en nombre de su ama que ésta no podía prescindir de la presencia de dos de ellas, a lo cual el conde, haciendo uso de sus derechos en calidad de representante del príncipe, hizo entrar al convento a dos de sus subalternos, los cuales le trajeron a las dos camaristas recalcitrantes, y se entretuvo durante una hora con la charla de las cinco doncellas jóvenes y bonitas que, la mayor parte del tiempo, hablaban todas a la vez. Sólo entonces, por lo que ellas le revelaban sin querer, el vicario del príncipe comprendió sobre poco más o menos lo que ocurría en el convento. Solamente cinco o seis religiosas eran viejas; unas veinte, aunque jóvenes, eran devotas, pero las otras, jóvenes y bonitas, tenían amantes en la ciudad. En verdad no podían verlos sino muy rara vez. Pero ¿cómo los veían? El conde no quiso preguntárselo a las camaristas de Felicia, mas se prometió saberlo pronto poniendo observado res en torno al convento.

Averiguó con gran asombro que había amistades íntimas entre las religiosas y que era ésta sobre todo la causa de los odios y de las disensiones interiores. Por ejemplo, Felicia tenía por amiga íntima a Rodelinda de P…; Celiana, la mujer más bella del convento después de Felicia, tenía por amiga a la joven Fabiana. Cada una de estas damas tenía su camarista noble que gozaba de mayor o menor predicamento. Por ejemplo, Martina, la camarista noble de la señora abadesa, había conquistado su favor mostrándose más devota que ella. Rezaba de rodillas junto a la abadesa cinco o seis horas diarias, pero este tiempo le parecía muy largo, al decir de las camaristas.

El conde supo también que Rodrigo y Lancelote eran los nombres de los amantes de estas damas, al parecer de Felicia y de Rodelinda, pero no quiso preguntar directamente sobre el caso.

La hora que pasó con las camaristas no le pareció nada larga, pero le pareció eterna a Felicia, que veía su dignidad ultrajada por la acción de este vicario del príncipe que le privaba a la vez de sus cinco camaristas. No pudo aguantar la impaciencia y, oyendo de lejos que hacían mucho ruido en el locutorio, irrumpió en él, aunque su dignidad le dijera que esta manera de presentarse, movida evidentemente por un arrebato de impaciencia, podía resultar ridícula después de haberse negado a comparecer ante la invitación oficial del enviado del príncipe. Irrumpió, pues, en el locutorio saludando muy- ligeramente al enviado del príncipe y ordenando a una de sus camaristas que la siguiera.

-Señora, si esta doncella os obedece, haré entrar a mis hombres en el convento y la volverán a traer inmediatamente a mi presencia.

-La cogeré de la mano; ¿tendrán vuestros hombres la osadía de violentarla?

-Mis hombres traerán a este locutorio a ella y a vos, señora.

-¿Y a mí?

-Y a vos misma; y si me acomoda, os sacaré de este convento e iréis a continuar laborando por vuestra salvación en algún pequeño convento muy pobre, situado en la cumbre de alguna montaña del Apenino. Puedo hacer esto y muchas cosas más.

El conde observó que las cinco camaristas palidecían; hasta las mejillas de Felicia tomaron un pálido color que la embellecía más.

«He aquí, sin duda -se dijo el conde-, la mujer más bella que he visto en mi vida; hay que prolongar la escena.» Se prolongó, en efecto, y más de tres cuartos de hora. Felicia mostró en ella una inteligencia y sobre todo una altivez de carácter que divirtieron mucho al vicario del príncipe. Al final de la conferencia, como se atenuara mucho el tono del diálogo, le pareció al conde que Felicia estaba menos bella. «Hay que volver a enfurecerla», pensó. Le recordó que había hecho voto de obediencia y que, si en lo sucesivo mostraba la menor sombra de resistencia a las órdenes del príncipe que él estaba encargado de llevar al convento, él creería útil a su salvación enviarla a pasar seis meses en el más aburrido de los conventos del Apenino.

Ante estas palabras, Felicia estuvo soberbia de cólera. Le dijo que los santos mártires habían sufrido más por la barbarie de los emperadores romanos.

-Yo no soy un emperador, señora, ni los mártires ponían a toda la sociedad en combustión por tener dos camaristas más, teniendo ya cinco tan atractivas como estas doncellas.

La saludó muy fríamente y se marchó, sin darle tiempo a responder y dejándola furiosa.

El conde se quedó en Florencia y no se volvió a sus tierras, curioso por saber lo que ocurría realmente en el convento de Santa Riparata. Algunos observadores que le proporcionó la policía del gran duque, y que fueron apostados cerca del convento y en torno a los inmensos parques que poseía cerca de la puerta que conduce a Fiésole, no tardaron en informarle de todo lo que deseaba saber. Rodrigo L…, uno de los jóvenes más ricos y más disipados de la ciudad, ira el amante de Felicia, y la dulce Rodelinda, su amiga íntima, tenía relaciones amorosas con Lancelote P…, un joven que se habla distinguido mucho en las guerras sostenidas por Florencia contra Pisa. Estos mancebos tenían que superar grandes dificultades para entrar en el convento. La severidad se había acentuado, o más bien la antigua licencia había sido suprimida por completo al advenir al trono el gran duque Fernando. La abadesa Virgilia quería imponer la regla en toda su severidad, pero sus luces y su carácter no respondían a sus buenas intenciones, y los observadores puestos a la disposición del conde le informaron de que apenas pasaba mes sin que Rodrigo, Lancelote y otros dos o tres jóvenes que tenían relaciones en el’ convento llegasen a ver a sus amantes. Los inmensos parques del convento habían obligado al obispo a tolerar la existencia de dos puertas que daban a la extensión inculta que existe detrás de la muralla, al norte de la ciudad. Las religiosas fieles a su deber, que estaban en gran mayoría en el convento, no conocían estos detalles con tanta certidumbre como el conde, pero los sospechaban, y partían de la existencia de este abuso para no obedecer las órdenes de la abadesa en lo que las concernía.

El conde comprendió fácilmente que no sería fácil restablecer el orden en el convento mientras una mujer tan débil como la abadesa estuviera al frente del gobierno. Habló en este sentido al gran duque, el cual le recomendó que empleara la mayor severidad, pero al mismo tiempo no pareció dispuesto a dar a su antigua amiga el disgusto de ser trasladada a otro convento por razón de incapacidad.

El conde volvió a Santa Riparata muy decidido a emplear un extremado rigor a fin de desembarazarse lo más pronto posible del servicio que había tenido la imprudencia de asumir. Felicia, por su parte, todavía irritada por la forma en que el conde le había hablado, estaba muy resuelta a aprovechar la primera entrevista para volver a tomar el tono que convenía a la alta nobleza de su familia y a la posición que ella ocupaba en el mando. Al llegar al convento, el conde mandó llamar inmediatamente a Felicia, a fin de despachar en primer término lo más penoso de su cometido. Felicia, por su parte, acudió al locutorio ya animada por la más viva cólera, pero el conde la encontró muy bella, y era muy entendido en la materia. «Antes de alterar esta soberbia expresión -se dijo-, tomémonos tiempo para verla bien.» Felicia, por su parte, admiró el tono razonable y frío de tan apuesto caballero, que, en el atuendo completamente negro que había creído oportuno adoptar en razón a las funciones que venía a ejercer en el convento, estaba verdaderamente muy bien. «Yo pensaba -se decía Felicia- que, con más de treinta y cinco años, sería un viejo ridículo como nuestros confesores, y encuentro, por el contrario, a un hombre verdaderamente digno de este nombre. Verdad es que no lleva el traje exagerado que constituye una gran parte del mérito de Rodrigo y de los otros jóvenes que yo he conocido; es muy inferior a ellos en la cantidad de terciopelos y de bordados de oro que lleva en sus vestidos, pero podría en un instante, si quisiera, adquirir esa clase de mérito, mientras que a los otros les sería muy difícil, me parece, imitar la conversación discreta, razonable y realmente interesante del conde Buondelmonte.»

Felicia no se daba exacta cuenta de lo que confería una expresión tan singular a este hombre alto y vestido de terciopelo negro con el que llevaba una hora hablando de temas diversos.

Aunque evitando con macho cuidado todo lo que hubiera podido irritarla, el conde estaba lejos de ceder en todo, como lo habían hecho sucesivamente los hombres que habían tenido relaciones con esta doncella tan hermosa, de un carácter tan imperioso y a la que se le conocían amantes. Como el conde no tenía ninguna pretensión, era sencillo y natural con ella; sólo que habla evitado, hasta ahora, tratar en detalle los temas que podían enfurecerla. Pero no había más remedio que venir a parar a las pretensiones de la altiva religiosa; se había hablado de los desórdenes del convento.

-En fin, señora, lo que lo perturba todo aquí es la pretensión, acaso justificable hasta cierto punto, de tener dos camaristas más que las otras religiosas, esa pretensión que plantea una de las personas más distinguidas del convento.

-Lo que lo perturba todo aquí es la debilidad de la abadesa, que quiere tratarnos con una severidad absolutamente nueva y de la que nunca jamás se tuvo idea. Puede haber conventos llenos de doncellas realmente piadosas, que amen la clausura y que hayan pensado en cumplir realmente los votos de pobreza, de obediencia, etcétera, que les han hecho hacer a los diecisiete años; en cuanto a nosotras, nuestras familias nos han metido aquí para dejar todas las riquezas de la casa a nuestros hermanos. No teníamos otra vocación que la imposibilidad de huir y de vivir en otro sitio que no fuera el convento, puesto que nuestros padres no querían ya admitirnos en sus palacios. Por otra parte, cuando hemos hecho esos votos evidentemente nulos a los ojos de la razón, todas nosotras habíamos sido pensionistas uno o varios años en el convento; cada una de nosotras pensaba gozar del mismo grado de libertad que veíamos tomarse a las religiosas de nuestro tiempo. Ahora bien, os declaro, señor vicario del príncipe, que la puerta de la muralla estaba abierta hasta el amanecer y cada una de aquellas damas veía a su amigo con toda libertad en el jardín. A nadie se le ocurría censurar este género de vida, y todas nosotras pensábamos gozar, siendo religiosas, de tanta libertad y de una vida tan feliz como la de nuestras hermanas. Todo ha cambiado, es cierto, desde que tenemos un príncipe que ha sido cardenal veinticinco años de . su vida. Podéis, señor vicario, hacer entrar en este convento soldados o hasta criados, como lo hicisteis el otro día. Nos harán violencia, como vuestros domésticos se la hicieron a mis camaristas, y ello por la grande y única razón de que eran más fuertes que ellas. Pero vuestro orgullo no debe creer que tiene el menor derecho sobre nosotras. Nos han traído por la fuerza a este convento, nos han hecho jurar y nos han obligado hacer votos a la edad de dieciséis años, y por último, el aburrido género de vida al que pretendéis someternos no es de ningún modo el que hemos visto practicar a las religiosas que ocupaban el convento cuando nosotras hicimos nuestros votos, y aun suponiendo legítimos esos votos, hemos prometido a lo sumo vivir como ellas, y queréis hacernos vivir como ellas no vivieron nunca. Os confesaré, señor vicario, que me interesa la estimación de mis conciudadanos. En tiempos de la república no se hubiera tolerado esta infame opresión ejercida sobre unas pobres mujeres que no han cometido otro delito que el dé nacer en familias opulentas y tener hermanos. Yo quería encontrar la ocasión de decir estas cosas en público o a un hombre razonable. En cuanto al número de mis camaristas, me importa muy poco. Dos y no cinco o siete me bastarían perfectamente: podría persistir en pedir siete hasta que se hubieran tomado la molestia de refutar las indignas infamias de que somos víctimas, algunas de las cuales os he expuesto; pero en vista de que vuestro atuendo de terciopelo negro os va muy bien, señor vicario del príncipe, os declaro que renuncio por este año al derecho de tener tantas sirvientes como pueda pagar.

Al conde Buondelmonte le hizo mucha gracia esta defensa; hizo que se prolongara oponiendo algunas .objeciones, las más ridículas que pudo imaginar. Felicia las rebatió con un calor y un ingenio encantadores. El conde vela en sus ojos todo el asombro que causaban a esta muchacha de veinte años semejantes absurdos en boca de un hombre que parecía razonable.

El conde se despidió de Felicia, mandó llamar a la abadesa, a la que dio prudentes consejos, comunicó al príncipe que las perturbaciones del convento de Santa Riparata se habían calmado, recibió muchas felicitaciones por su profunda discreción y finalmente tornó al cultivo de sus tierras. «Hay, sin embargo -se decía a veces-, una muchacha de veinte años y que pasaría quizá por la más hermosa de la ciudad si viviera en el mundo, y que no razona enteramente como una muñeca»

Pero grandes acontecimientos tuvieron lugar en el convento. No todas las religiosas razonaban tan claramente como Felicia, pero la mayor parte de las que eran jóvenes se aburrían mortalmente. Su único consuelo era dibujar caricaturas y hacer sonetos satíricos sobre un príncipe que, después de haber sido veinticinco años cardenal, no encontraba nada mejor que hacer, al llegar al trono, que dejar de ver a su amante y encargarla, en calidad de abadesa, de fastidiar a las pobres doncellas metidas en el convento por la avaricia de sus padres.

Como hemos dicho, la dulce Rodelinda era amiga íntima de Felicia. Su amistad pareció acrecentarse desde que Felicia le confesara que, desde sus conversaciones con el conde Buondelmonte -aquel hombre viejo que tenía más de treinta y seis años-, su amante Rodrigo le parecía un ser bastante aburrido. En una palabra: Felicia se había enamorado de aquel conde tan grave; las conversaciones inacabables que tenía sobre este tema con su amiga Rodelinda se prolongaban a veces hasta las dos o las tres de la mañana. Ahora bien, según la regla de San Benito, que la abadesa pretendía restablecer en todo su rigor, todas las religiosas debían estar en su celda una hora después de ponerse el sol, al son de cierta campana que se llamaba el toque de silencio. La buena abadesa, creyéndose en el deber de dar ejemplo, no dejaba de encerrarse en su celda al toque de la campana y creía piadosamente que todas las religiosas seguían su ejemplo. Entre las más bonitas y las más ricas de esas damas se destacaba Fabiana, de diecinueve años, quizá la más revoltosa del convento, y Celiana, su íntima amiga. Una y otra estaban muy enojadas contra Felicia, que, según ellas decían, las despreciaba. El hecho es que, desde que Felicia tenía un tema de conversación tan interesante con Rodelinda, soportaba con impaciencia mal disimulada,, o más bien nada disimulada, la presencia de las otras religiosas. Era la más bonita, la más rica, era evidentemente más inteligente que las demás. En un convento donde reina el aburrimiento, no hacía falta tanto para encender un gran odio. Fabiana, en su aturdimiento, fue a decir a la abadesa que Felicia y Rodelinda permanecían a veces en el jardín hasta las dos de la madrugada. La abadesa había obtenido del conde que pusieran un soldado del príncipe de centinela ante la puerta del parque del convento que daba a la extensión inculta detrás de la muralla norte. Había mandado poner enormes cerraduras a esta -puerta, y todas las noches, al terminar su jornada, el más joven de los jardineros, que era un viejo de sesenta años, llevaba a la abadesa la llave de esta puerta. La abadesa enviaba enseguida a una vieja tornera detestada por las religiosas a cerrar la segunda cerradura de la puerta. Pese a todas estas precauciones, permanecer en el parque hasta las dos de la madrugada le pareció un gran crimen. Mandó llamar a Felicia y trató a esta doncella tan noble y que ahora era la heredera de la familia con un tono de altanería que acaso no se hubiera permitido de no estar segura del favor del príncipe. A Felicia le molestó tanto más la aspereza de sus reproches cuanto que, desde que conociera al conde, no había citado a su amante Rodrigo más que una vez, y esto para burlarse de él. En su indignación, estuvo elocuente, y la buena de la abadesa, aunque negándose a nombrar a su delatora, dio ciertos detalles mediante los cuales fue fácil a Felicia adivinar que debía esta contrariedad a Fabiana.

Inmediatamente Felicia resuelve vengarse. Esta resolución devolvió toda su calma a un alma que se había hecho fuerte en la desgracia.

-¿Sabéis, señora –dijo a la abadesa-, que soy digna de alguna piedad? He perdido enteramente la paz del alma. No sin una profunda sabiduría, el gran San Benito, nuestro fundador, prescribió que ningún hombre de menos de sesenta años entrara en nuestros conventos. El señor conde de Buondelmonte, vicario del. gran duque para la administración de este convento, ha tenido que sostener conmigo largas conversaciones para disuadirme de la insensata idea que yo había tenido de aumentar el número de mis camaristas. Es discreto; une a. una prudencia infinita una inteligencia admirable. Me han impresionado más de lo que convenía a una sierva de Dios y de San Benito esas grandes cualidades del conde, nuestro vicario. El Cielo ha querido castigar mi loca vanidad: estoy perdidamente enamorada del conde; a riesgo de .escandalizar a mi amiga Rodelinda, le he confesado esta pasión tan criminal como involuntaria; y es porque me da consejos y consuelos, y porque a veces consigue incluso darme fuerzas contra la tentación del espíritu malo, por lo que a veces se ha quedado conmigo hasta muy tarde. Pero siempre lo hizo a ruego mío; me daba demasiada cuenta de que, en, cuanto me dejara Rodelinda, me pondría a pensar en el conde.

La abadesa, no dejó de dirigir una larga exhortación a la oveja extraviada. Felicia tuvo buen cuidado de hacer reflexiones que alargaran más el sermón.

«Ahora -pensó-, los acontecimientos que suscitarán nuestra venganza, la de Rodelinda y la mía, traerán al amable conde al convento. Así repararé la falta que cometí cediendo demasiado pronto en el asunto de las camaristas que quería tomar a mi servicio. Me sedujo a pesar mío la tentación de parecer razonable a un hombre tan eminentemente razonable como él. No vi que le quitaba toda ocasión de volver a ejercer su cargo de vicario en nuestro convento. Debido a eso me aburro tanto ahora. Esa muñequita de Rodrigo, que me divertía tanto a veces, me parece completamente ridículo, y, por culpa mía, no he vuelto a ver a ese amable conde. Ahora depende de nosotras, de Rodelinda y de mí, arreglárnoslas para que nuestra venganza dé lugar a desórdenes tales que su presencia en el convento sea necesaria con frecuencia. Nuestra pobre abadesa es tan poco capaz de secreto, que es muy posible que le induzca a restringir todo lo posible las conversaciones que yo procuraré tener con él, en cuyo caso, estoy segura, la antigua amante del gran duque cardenal se encargará de hacer mi declaración a ese hombre tan singular y tan frío. Será una escena cómica que tal vez le divertirá, pues o mucho me equivoco o no cree gran cosa en todas las tonterías que nos dice para someternos; sólo que todavía no ha encontrado mujer digna de él, y yo seré esta mujer o perderé la vida en la demanda.»

Desde entonces, el aburrimiento de Felicia y de Rodelinda fue desplazado por el designio de vengarse que las absorbía constantemente.

«Puesto que Fabiana y Celiana, malévolamente; toman el fresco en el jardín por los grandes calores que hace, es preciso que la primera cita que concedan a sus amantes produzca un escándalo espantoso, tan grande que borre en el ánimo de las damas graves del convento el que ha podido producir el descubrimiento de mis paseos a deshora por el parque. La noche de la primera cita concedida por Fabiana y Celiana a Lorenzo y a Pedro Antonio, Rodrigo y Lancelote se apostarán previamente detrás de los sillares que están amontonados en esa especie de plaza que hay ante la puerta de nuestro jardín. Rodrigo y Lancelote no deberán matar a los amantes de esas damas, sino darles cinco o seis ligeras estocadas para que estén ensangrentados. Verlos en tal estado asustará a sus amantes, y estas damas pensarán en cosa muy distinta que en decirles cosas amables.»

No se les ocurrió cosa mejor a las dos amigas para organizar la emboscada que meditaban, que Livia, la camarista noble de Rodelinda, pidiera a la abadesa un permiso de un mes. Esta joven, muy lista, estaba encargada de las cartas para Rodrigo y Lancelote. Les llevaba también una cantidad de dinero, con la cual rodearon de espías a Lorenzo B. y a Pedro Antonio D., el amante de Celiana. Estos dos mancebos, de los más nobles y más en boga de la ciudad, entraron aquella misma noche en el convento.. Esta empresa era mucho más difícil desde el reinado del cardenal gran duque. La abadesa Virgilia había conseguido del conde Buondelmonte que se apostara un centinela ante la puerta de servicio del jardín que daba a un espacio desierto detrás de la muralla norte.

Livia, la camarista noble, iba todos los días a dar cuenta a Felicia y a Rodelinda de los preparativos de ataque meditado contra los amantes de Fabiana y de Celiana. Los preparativos duraron no menos de seis semanas. Se trataba de adivinar la noche que Lorenzo y Pedro Antonio elegirían para venir al convento, y desde el nuevo reinado, que se presentaba con mucha severidad, era mucho mayor la prudencia en empresas de este género. Por otra parte, Livia encontraba grandes dificultades cerca de Rodrigo. Este se había dado perfecta cuenta de la tibieza de Felicia, y acabó por negarse rotundamente a prestarse a la venganza sobre los amores de Fabiana y Celiana si Felicia no consentía en darle la orden de viva voz en una cita que le concedería. Y Felicia, absorbida por el conde Buondelmonte, no quiso de ninguna manera consentir en semejante condición. «Me explico muy bien -le escribió con su imprudente franqueza- que se condene uno por la felicidad; pero condenarse por ver a un antiguo amante cuyo reinado pasó, eso no lo concebiré nunca. No obstante, podré consentir en recibiros una vez más, para que os atengáis a razones, pero lo que os pido no es un crimen. En consecuencia, no podéis tener pretensiones exageradas y pedir que os paguen como si exigieran de vos que dierais muerte a un insolente. No cometáis el error de causar a los amantes de nuestras enemigas. heridas tan graves que les impidan entrar en el jardín y ‘presentarse como espectáculo ante las damas que nosotras nos habremos cuidado de reunir allí. Malograríais toda la sal de nuestra venganza, y yo no

vería en vos más que un atolondrado indigno de la menor confianza. Ahora bien, habéis de saber que este defecto capital ha sido la causa de que hayáis dejado de merecer mi amistad.»

Por fin llegó esa noche de venganza preparada con tanto cuidado. Rodrigo y Lancelote, ayudados por varios hombres de su confianza, espiaron durante todo el día los actos de Lorenzo y de Pedro Antonio. Por las indiscreciones de éstos, llegaron a la certidumbre de que la noche siguiente iban a intentar la escalada del muro de Santa Riparata. Un comerciante muy rico, cuya casa lindaba con el cuerpo de guardia al que pertenecía el centinela apostado ante la puerta del jardín de las religiosas, casaba a su hija aquel día. Lorenzo y Pedro Antonio, disfrazados de domésticos de casa rica, aprovecharon esta circunstancia para ir a ofrecer en su nombre al cuerpo de guardia un barril de vino. Los soldados hicieron honor al regalo. La noche era muy oscura, la escalada del muro del convento debía tener lugar a eso de medianoche; desde las once, Rodrigo y Lancelote, escondidos detrás del muro, tuvieron la satisfacción de ver al centinela de la hora precedente relevado por un soldado más que medio borracho y que no dejó de dormirse al cabo de unos minutos.

En el interior del convento, Felicia y Rodelinda habían visto a sus enemigas Fabiana y Celiana esconderse en el jardín bajo unos árboles bastante próximos al muro exterior. Un poco antes de las doce, Felicia no vaciló en ir a despertar a la abadesa. No le fue nada fácil llegar hasta ella, y menos aún hacerle comprender la posibilidad del crimen que venía a denunciarle. Y por fin, después de media hora de tiempo perdido, y durante los últimos minutos de la cual Felicia temblaba ante el temor de pasar por una calumniadora, la abadesa declaró que, aunque el hecho fuera cierto, no se debía añadir a un crimen una infracción de la regla de San Benito. Ahora bien, la regla prohibía absolutamente poner el pie en el jardín después de la puesta del sol. Por fortuna Felicia recordó que se podía llegar por el interior del convento y sin poner el pie en el jardín hasta la terraza de un pequeño patio de naranjos muy baja y muy cercana a la puerta guardada por el centinela. Mientras Felicia estaba ocupada en convencer a la abadesa, Rodelinda fue a despertar a su tía, religiosa vieja, muy piadosa y subpriora del convento.

La abadesa, aunque se dejara llevar hasta la terraza del patio de naranjos, estaba muy lejos de creer todo lo que le decía Felicia. Imposible imaginar su asombro, su indignación, su estupor, cuando, a nueve o diez pies bajo la terraza, divisó a dos religiosas que a esta hora indebida se encontraban fuera de sus habitaciones, pues la noche, profundamente oscura, no le permitió al principio reconocer a Fabiana y a Celiana.

«¡Criaturas impías! -exclamó con una voz que la quería hacer imponente-, ¡desdichadas imprudentes! ¿Así es como servís a la divina majestad? Pensad que el gran San Benito, vuestro protector, os mira desde las alturas del Cielo y se estremece al veros sacrílegas a su ley. Volved en vosotras mismas, y como el toque de silencio ha sonado desde mucho rato ha, recogeos en vuestras habitaciones a toda prisa y poneos en oración, en espera de la penitencia que os impondré mañana por la mañana.»

¿Quién podría pintar el estupor y el susto que embargaron el alma de Celiana y Fabiana al oír sobre sus cabezas y tan cerca de ellas la potente voz de la irritada abadesa? Cesaron de hablar y estaban petrificadas cuando he aquí que otra sorpresa vino a impresionarlas, a ellas y a la abadesa. Estas. damas oyeron, apenas a ocho o diez pasos de ellas y al otro lado de la puerta, el ruido violento de un combate a estocadas. Al poco tiempo se oyeron los gritos de unos contendientes heridos; algunos de estos gritos eran de dolor. ¡Cuál no sería el de Celiana y Fabiana al reconocer las voces de Lorenzo y de Pedro Antonio! Tenían llaves falsas de la puerta del jardín, se precipitaron a las cerraduras, y aunque la puerta era enorme, tuvieron fuerzas para hacerla girar sobre sus goznes. Celiana, que era la más fuerte y la de más edad, se atrevió la primera a salir del jardín. Al cabo de unos instantes volvió sosteniendo en sus brazos a Lorenzo, su amante, que parecía peligrosamente herido y que apenas podía sostenerse. Gemía a cada paso como un hombre agonizante, y, en efecto, apenas hubo dado una docena de pasos en el jardín, a pesar de los esfuerzos de Celiana, cayó y expiró casi inmediatamente. Celiana, olvidando toda prudencia, le llamaba en voz alta y, al ver que no respondía, prorrumpió en sollozos sobre su cuerpo.

Todo esto ocurría a unos veinte pasos de la terraza del patio de naranjos. Felicia comprendió muy bien que Lorenzo estaba muerto o moribundo, y sería difícil pintar su desesperación. «Soy yo la causa de todo esto -se decía-; Rodrigo se habrá acalorado y habrá matado a Lorenzo; es cruel por naturaleza, su vanidad no perdona jamás las heridas que le han inferido, y en varias fiestas, los caballos de Lorenzo y las libreas de sus lacayos han lucido más que las suyas.» Felicia sostenía a la abadesa, medio desmayada de horror.

Unos instantes después, la desventurada Fabiana entraba en el jardín sosteniendo a su infortunado amante Pedro Antonio, igualmente atravesado de estocadas mortales. También él expiró en seguida, pero, en medio del silencio general suscitado por esta escena de horror, se oyó decir a Fabiana:

-Es don César, el caballero de Malta. Le he reconocido bien; pero, si me ha herido, también él lleva mis señales.

Don César había sido el antecesor de Pedro Antonio en los favores de Fabiana. Esta joven religiosa parecía haber perdido todo cuidado de su reputación; llamaba en voz alta en su auxilio a la Madona y a su santa Patrona; llamaba también a su camarista noble, sin la menor preocupación por despertar a todo el convento; estaba verdaderamente enamorada de Pedro Antonio. Quería cuidarle, lavarle la sangre, vendar sus heridas. Esta verdadera pasión inspiró piedad a muchas religiosas. Se acercaron al herido, fueron a buscar luces; el herido estaba sentado junto al laurel en que se apoyaba. Fabiana, de rodillas ante él, le atendía. El herido

hablaba muy poco y contaba de nuevo que era don César, caballero de Malta, quien le había herido; de pronto estiró los brazos y expiró.

Fuertemente Celiana cortó los desesperados lamentos de Fabiana. Una vez cierta de la muerte de Lorenzo, pareció haberlo olvidado y ya sólo se acordó del peligro que las rodeaba, a ella y a su querida Fabiana. Esta se había derrumbado desmayada sobre el cadáver de su amante. Celiana la levantó a medias y la sacudió vivamente para hacerla volver en sí.

-Si te entregas a esa flaqueza, tu muerte y la mía son seguras -le dijo en voz baja apretando su boca contra el oído de la desmayada para que no la oyera la abadesa, a la que veía muy bien, apoyada en la balaustrada de la terraza del patio de naranjos, apenas a doce o quince pies sobre el suelo del jardín-. ¡Despierta, cuida de tu gloria y de tu seguridad! Si en este trance sigues abandonándote a tu dolor, pasarás largos años encarcelada en un calabozo oscuro e infecto!

En este momento, la abadesa, que había querido bajar, se acercaba a las dos desventuradas religiosas apoyada en el brazo de Felicia.

-En cuanto a vos, señora -le dijo Celiana en un tono de orgullo y firmeza que impresionó a la abadesa-, si amáis la paz y si el honor de un noble monasterio os es caro, sabréis callaros y no armar un escándalo con todo esto cerca del gran duque. También vos

habéis amado; es creencia general que habéis sido juiciosa, y ésta es una superioridad que tenéis sobre nosotras; pero si decís al gran duque una palabra de este asunto, muy pronto será la comidilla de la ciudad, y se dirá que la abadesa de Santa Riparata, que conoció el amor en los primeros años de su vida, no tiene la firmeza necesaria para dirigir a las religiosas de su convento. Nos perderéis, señora, pero os perderéis vos misma con más seguridad aún que a nosotras. Reconoced, señora -dijo a la abadesa, que lanzaba suspiros y exclamaciones confusas entre pequeños gritos de asombro, que podían ser oídos-, que vos misma no veis en este momento lo que hay que hacer por la salvación del convento y por la vuestra.

Y como la abadesa permaneciera confusa y silenciosa, Celiana añadió:

-Lo primero que tenéis que hacer es callaros, y luego lo esencial es llevar lejos de aquí e inmediatamente estos dos cadáveres que causarán nuestra perdición, la’ vuestra y la nuestra, si son descubiertos.

La pobre abadesa, suspirando profundamente, estaba tan turbada que no acertaba ni siquiera a contestar. Ya no tenía a Felicia junto a ella; se había alejado prudentemente después de llevarla al lado de las dos desventuradas religiosas, temiendo muchísimo que la reconocieran.

-Hijas mías, haced todo lo que os parezca necesario, todo lo que os parezca conveniente -dijo al fin la desdichada abadesa con voz apagada por el horror de la situación en que se hallaba. Yo sabré disimular todas nuestras vergüenzas, pero tened presente que los ojos de la justicia divina están siempre abiertos sobre nuestros pecados.

Celiana no hizo ningún caso de las palabras de la abadesa.

-Saber guardar silencio, señora, es lo único que os piden -le repitió varias veces interrumpiéndola.

Dirigiéndose luego a Martona, la confidente de la abadesa, que acababa de llegar a su lado:

-Ayudadme, querida. Está en juego el honor de todo el convento, están en juego el honor y la vida de la abadesa; pues si habla, no nos pierde a medias, sino que nuestras nobles familias no nos dejarán perecer sin venganza.

Fabiana sollozaba de rodillas ante un olivo en el que se apoyaba, y no le era posible ayudar a Celiana y a Martona.

-Retírate a tu habitación -le dijo Celiana-. Piensa lo primero de todo en hacer desaparecer las huellas de sangre que pueden encontrarse en tu ropa. Dentro de una hora iré a llorar contigo.

Entonces, Celiana, ayudada por Martona, se llevó el cadáver de su amante el primero, luego el de Pedro Antonio, a la calle de los Orfebres, situada a más de diez minutos de camino de la puerta. del jardín.. Celiana y su compañera tuvieron la satisfacción de que nadie las reconociera. Por una suerte mucho más señalada y sin la cual su prudente precaución hubiera sido imposible, el soldado que estaba de centinela ante la puerta del jardín se .había sentado en una piedra bastante lejos y parecía dormir. Celiana se cercioró de esto antes de decidirse a trasladar los cadáveres. Al volver de llevar el segundo, Celiana y su compañera se asustaron mucho. La noche era en este momento un poco menos oscura; serían las dos de la madrugada; vieron muy distintamente tres soldados reunidos ante la puerta del jardín, y, lo que era mucho peor, esta puerta parecía cerrada.

-Esta es la primera tontería de nuestra abadesa -dijo Celiana a Martona-. Se habrá acordado de que la regla de San Benito prescribe que la puerta del jardín esté cerrada.’ Tendremos que huir a casa de nuestros padres, y con el príncipe severo y sombrío que tenemos, es posible que yo deje la vida en este asunto. En cuanto a ti, Martona, no eres culpable de nada; obedeciendo mis órdenes, has ayudado a sacar unos cadáveres cuya presencia en el jardín podía deshonrar al convento. Arrodillémonos detrás de estas piedras.

Dos soldados -que volvían de la puerta del jardín se dirigían hacia ellas. Celiana observó con alegría que parecían casi completamente borrachos. Hablaban, pero el que había estado de centinela, y que se distinguía por su alta estatura, no hablaba a su compañero de los acontecimientos de la noche; y en efecto, en el proceso que se instruyó más tarde, dijo simplemente que unos hombres armados y soberbiamente vestidos habían venido a batirse a unos pasos de allí. En la profunda oscuridad, pudo distinguir siete u ocho hombres, pero se guardó bien de meterse en la contienda; luego, todos habían entrado en el- jardín del convento.

Cuando hubieron pasado los dos soldados, Celiana y su compañera se acercaron a la puerta del jardín y vieron, con gran alegría, que estaba solamente arrimada. Esta prudente precaución era obra de Felicia. Cuando ésta había dejado a la abadesa para que no la reconocieran Celiana y Fabiana, se dirigió corriendo a la puerta del jardín, abierta entonces de par en par. Tenía un miedo mortal de que Rodrigo, que, en este momento, le horrorizaba, hubiera aprovechado la ocasión para entrar en el jardín y obtener una cita. Conociendo su imprudencia y su audacia, y temiendo que procurara comprometerla para vengarse del desinterés que le había mostrado, Felicia se escondió detrás de los árboles cercanos a la puerta. Había oído todo lo que Celiana dijo a la abadesa y luego a Martona, y era ella la que había empujado la puerta del jardín cuando, a poco de salir Celiana y Martona llevando el cadáver, oyó acercarse a los soldados que venían a relevar al centinela.

Felicia vio a Celiana cerrar la puerta con su llave falsa y alejarse luego. Sólo entonces abandonó el jardín. «He aquí esa venganza -pensaba-, de la que yo esperaba tanta satisfacción.» Pasó el resto de la noche con Rodelinda tratando de adivinar los hechos que habían podido llevar a un resultado tan trágico.

Por fortuna, al amanecer, su camarista noble volvió al convento, trayéndole una larga carta de Rodrigo. Rodrigo y Lancelote, por bravura, no habían querido buscar la ayuda de asesinos a sueldo, entonces muy corrientes en Florencia. Ellos dos solos habían atacado a Lorenzo y a Pedro Antonio. El duelo fue demasiado largo, porque Rodrigo y Lancelote, fieles a la orden que habían recibido, iban retrocediendo constantemente, no queriendo causar a sus adversarios sino heridas leves; y en efecto no les asestaron más que unas estocadas en los brazos y estaban completamente seguros de que no habían podido morir de estas heridas. Pero en el momento en que estaban a punto de retirarse, habían visto, con gran asombro, a un espadachín furioso arremeter contra Pedro Antonio. Por los gritos que lanzaba al atacarlos, habían reconocido muy bien a don César, el caballero de Malta. Entonces, viéndose tres contra dos hombres heridos, se habían apresurado a huir, y, al día siguiente, causó un gran asombro en Florencia el descubrimiento de los cadáveres de aquellos dos jóvenes pertenecientes al primer rango de la juventud rica y elegante de la ciudad. Precisamente por su rango llamaron la atención, pues bajo el disoluto reinado de Francisco, al que acababa de suceder el severo Fernando, la Toscana había sido como una provincia de España, y en la ciudad ocurrían cada año más de doscientos asesinatos. La gran discusión que se produjo en la alta sociedad, a la que pertenecían Lorenzo y Pedro Antonio, trataba de averiguar si se habían batido en duelo entre ellos o si habían muerto víctimas de alguna venganza.

Al día siguiente de este gran acontecimiento, todo estaba tranquilo en el convento. La gran mayoría de las religiosas no tenía la menor idea de lo ocurrido. Al apuntar el alba, antes de la llegada de los jardineros, Martona fue a remover la tierra en los lugares en que estaba manchada de sangre y destruir las huellas de lo ocurrido. Esta muchacha, que tenía a su vez un amante, ejecutó con mucha inteligencia, y sobre todo sin decir nada a la abadesa, las órdenes que le dio Celiana. Celiana le regaló una bonita cruz de diamantes. Martona, muchacha muy sencilla, le dijo al darle las gracias:

-Una cosa preferiría yo a todos los diamantes del mundo. Desde que llegó al convento esta nueva abadesa, y aunque por conquistar su favor me he rebajado a prestarle servicios completamente serviles, jamás pude conseguir de ella que me diera las menores facilidades para ver a Julián R…. mi amigo. Esta abadesa va a hacer la desgracia de todas nosotras. En fin, hace más de cuatro meses que no he visto a Julián, y acabará por olvidarme. La amiga íntima de la señora, la signora Fabiana, es una de las ocho porteras: un servicio bien vale otro; ¿no podría la signora Fabiana, un día que esté de guardia en la puerta, permitirme salir para ver a Julián, o permitirle entrar a él?

-Yo haré todo lo que pueda -le dijo Celiana-, pero la gran dificultad que me opondrá Fabiana es que la abadesa note vuestra ausencia. La habéis acostumbrado demasiado a venos constantemente. Tratad de ausentaros algunos ratos. Estoy segura de que si estuvierais al servicio de cualquier otra que no fuera la señora abadesa, Fabiana no pondría ninguna dificultad a concederos lo que pedís.

Celiana hablaba así con un designio preconcebido.

-Te pasas la vida llorando a tu amante -dijo a Fabiana-, y no piensas en el horrible peligro que nos amenaza. Nuestra abadesa es tan incapaz de callarse que, tarde o temprano, lo ocurrido llegará a conocimiento de nuestro severo gran duque. Ha llevado al trono las ideas de un hombre que ha sido veinticinco años cardenal. Nuestro crimen es uno de los más grandes que puedan cometerse a los ojos de la religión; en una palabra, la vida de la abadesa es nuestra muerte.

-¿Qué quieres decir? -exclamó Fabiana enjugándose los ojos.

-Quiero decir que es preciso que consigas de tu amiga Victoria Ammanati que te dé un poco de ese famoso veneno de Perusa que su madre le dio al morir, envenenada ella misma por su marido. Su enfermedad había durado varios meses, y pocas personas pensaron en el veneno; lo mismo ocurrirá con nuestra abadesa.

-¡Tu idea me horroriza! -exclamó la dulce Fabiana.

-No dudo de tu honor, y yo lo compartiría si no me dijera que la vida de la abadesa es la muerte de Fabiana y de Celiana. Piensa en esto: la señora abadesa es absolutamente incapaz de callarse; una palabra suya basta para convencer al cardenal gran duque, que alardea sobre todo del horror que le causan los crímenes ocasionados por la antigua libertad que reinaba en nuestros pobres conventos. Tu prima es muy amiga de Martona, que pertenece a una rama de ,su familia arruinada por las quiebras de 158… Martona está locamente enamorada de un guapo tejedor de seda llamado Julián; es preciso que tu prima le dé como un somnífero para que cese la molesta vigilancia de la señora abadesa, ese veneno de Perusa que causa la muerte en seis meses:

Habiendo tenido ocasión el conde Buondelmonte de ir a la corte, el gran duque le felicitó por la tranquilidad ejemplar que reinaba en la abadía de Santa Riparata. Estas palabras del príncipe indujeron al conde a ir a ver su obra. Imagínese su asombro cuando la abadesa le contó el doble asesinato, de cuyo resultado había sido ella testigo. El conde vio muy bien que la abadesa Virgilia era completamente incapaz de dar el menor informe sobre la causa de este doble crimen. «Aquí -se dijo-; sólo Felicia, esa buena cabeza cuyos razonamientos me pusieron en tanto aprieto hace seis meses, cuando mi primera visita, puede darme alguna luz sobre el presente asunto. Pero, preocupada como está por la injusticia de la sociedad y de las familias con las religiosas, ¿querrá hablar?»

La visita al convento del vicario del gran duque había arrebatado a Felicia en una alegría inmoderada. Por fin volvería a ver a aquel hombre singular, causa única de todas sus acciones en los últimos seis meses. Por un efecto contrario, la llegada del conde había sumido en un profundo terror a Celiana y a la joven Fabiana, su amiga.

-Tus escrúpulos serán nuestra perdición -dijo Celiana a Fabíana-. La abadesa es demasiado débil para no haber hablado. Y ahora nuestra vida está en manos del conde. Nos quedan dos soluciones: huir, pero ¿de qué viviremos? La avaricia de nuestros hermanos aprovechará el pretexto de la sospecha de crimen que z gravita sobre nosotras para negarnos el pan. Antiguamente, cuando la Toscana no era más que una provincia de España, los desventurados toscanos perseguidos podían refugiarse en Francia. Pero este gran duque cardenal ha puesto los ojos en esta potencia y quiere sacudirse el yugo de España. Imposible para nosotras encontrar un refugio, y he aquí, mi pobre amiga, a dónde nos han llevado tus infantiles escrúpulo. Y seguimos forzadas a cometer el crimen, pues Martona y la abadesa son los únicos testigos peligrosos de lo que ocurrió aquella noche fatal. La tía de Rodelinda no dirá nada; no querrá comprometer el honor de este convento que le es tan caro. Martona, una vez que haya dado el supuesto somnífero a la abadesa, se guardará muy bien de hablar cuando le hayamos dicho que ese somnífero era un veneno. Por otra parte, es una buena muchacha perdidamente enamorada de su Julián.

Sería demasiado largo dar cuenta de la sabia conversación que Felicia tuvo con el conde. Tenía siempre presente la gran falta que ella había cometido cediendo demasiado pronto en lo de las dos camaristas. De esta excesiva buena fe había resultado que el conde pasara seis meses sin reaparecer por el convento. Felicia se prometió no volver a caer en el mismo error. El conde había mandado a pedirle, con toda la amabilidad posible, que le concediera una entrevista en el locutorio. Esta petición puso a Felicia fuera de sí. Para aplazar la entrevista hasta el día siguiente, tuvo necesidad de recordar lo que debía a su dignidad de mujer. Pero al llegar a aquel locutorio donde el conde estaba solo, aunque separada de él por una reja de barrotes enormes, Felicia se sentía sobrecogida por una timidez que no había experimentado jamás. Su emoción era enorme; sentía un profundo arrepentimiento de aquella idea que antes le había parecido tan hábil y tan divertida. Nos referimos a aquella confesión de su amor apasionado por el conde que hiciera tiempo atrás a la abadesa para que ésta se lo dijera a él. Entonces estaba lejos de amar como amaba ahora. Le había parecido divertido atacar al corazón del grave comisario nombrado por el príncipe para el convento. Ahora, sus sentimientos eran muy diferentes: ahora, enamorarle era necesario a su felicidad; si no lo conseguía, sería desgraciada, y ¿qué diría un hombre tan grave de la extraordinaria confidencia que le haría la abadesa? Podría muy bien ocurrir que la encontrara indecente, y esta idea torturaba a Felicia. Había que hablar. El conde estaba allí, grave, sentado ante ella y diciéndole alabanzas de alto alcance de su inteligencia. ¿Le habrá hablado ya la abadesa? Toda la atención de la joven religiosa se concentró en este interrogante. Por fortuna para ella, creyó ver lo que en efecto era la verdad: que la abadesa, asustadísima todavía de los dos cadáveres que viera aquella noche fatal, había olvidado un detalle tan fútil como el insensato amor concebido por una joven religiosa.

El conde, por su parte, veía muy bien la gran turbación de la joven, y no sabía a qué atribuirla. «¿Será culpable?», se decía. Esta idea le inquietaba, a él, tan razonable. Tal sospecha le hizo poner una gran atención en las respuestas de la joven religiosa. Era un honor que, desde mucho tiempo hacía, no había obtenido de él ninguna mujer. Admiró la habilidad de Felicia. Encontraba el arte de contestar de manera halagüeña para el conde a todo lo que éste le decía sobre la fatal pelea que había tenido lugar a la puerta del convento; pero se guardaba muy bien de darle respuestas concluyentes. Al cabo de hora y media de conversación, durante la cual el conde no se había aburrido un solo instante, se despidió de la joven religiosa, suplicándole que le concediera una nueva entrevista pasados unos días. Estas palabras expandieron una felicidad celestial en el alma de Felicia.

El conde salió muy pensativo de la abadía de San ta Riparata. «Sin duda mi deber sería -se decía- dar cuenta al príncipe de las extrañas cosas que acabo de saber. El Estado entero se ha ocupado de la extraña muerte de esos dos pobres mozos tan brillantes, tan ricos. Por una parte, con este terrible obispo que este príncipe cardenal acaba de ponernos, decirle una palabra de lo ocurrido es exactamente lo mismo que introducir en este infortunado convento todos los furores de la inquisición española. Este terrible obispo no hará perecer a una sola de estas pobres muchachas, sino a cinco o seis. Y ¿quién será culpable de su muerte sino yo, que no tenía más que cometer un pequeñísimo abuso de confianza para que esa muerte no tuviera lugar? Si el- príncipe llega a saber lo que ha ocurrido y me hace reproches, le diré: vuestro terrible obispo me ha dado miedo.»

El conde no se atrevía a confesar muy exactamente todos los motivos que tenía para callarse. No estaba seguro de que la bella Felicia no fuera culpable,. y todo su ser se estremecía de horror a la sola idea de poner en peligro la vida de una pobre muchacha tan cruelmente tratada por sus padres y por la sociedad. «Si la hubieran casado -se decía-, seria el. ornamento de Florencia.»

El conde había invitado a una magnífica cacería en las marismas de Siena, la mitad de las cuales le pertenecían, a los más grandes señores de la corte y a los más ricos comerciantes de Florencia. Se excusó con ellos, la cacería se celebró sin él, y a Felicia le sorprendió mucho oír, al día siguiente de la primera entrevista, los caballos del conde piafando en el primer patio del convento. El vicario del gran duque, al tomar la resolución de no hablarle de lo ocurrido, sintió, sin embargo, que contraía la obligación de velar por la tranquilidad futura del convento. Ahora bien, para conseguirlo, lo primero que hacía falta era conocer qué parte habían tenido las dos religiosas en la muerte de sus amantes. Después de una larga conversación con la abadesa, el conde mandó llamar a ocho o diez religiosas, entre las cuales figuraban Celiana y Fabiana. Comprobó, con gran sorpresa, que, como le había dicho la abadesa, ocho de estas, religiosas ignoraban totalmente lo ocurrido en la noche fatal. El conde no hizo interrogatorios directos más que a Celiana y a Fabiana; ambas negaron. Celiana con toda la firmeza de un alma superior a las mayores desventuras; la joven Fabiana, como una pobre muchacha desesperada a la que le recuerdan bárbaramente la fuente de sus desdichas. Estaba- horriblemente enflaquecida y parecía afectada de una enfermedad del pecho; no podía consolarse de la muerte del joven Lorenzo B… «Yo soy quien le ha matado -decía a Celiana en las largas conversaciones que tenía con ella-; debiera haber tenido más miramiento con el amor propio del feroz don César, su predecesor, al romper con él.»

En cuanto entró en el locutorio, Felicia comprendió que la abadesa había tenido la debilidad de hablar al vicario del gran duque del amor que ella sentía por él; las maneras del prudente Buondelmonte habían cambiado por completo. Esto fue al principio un gran motivo de vergüenza y de turbación para Felicia. Sin darse perfecta cuenta, estuvo encantadora durante la larga conversación que tuvo con el conde, pero no confesó nada. La abadesa no sabía absolutamente nada más que lo que había visto, y eso, según todas las trazas, lo había visto mal. El conde estaba muy perplejo. «Si interrogo a las camaristas nobles y a los domésticos, es tanto como dar acceso al obispo a este asunto. Hablarán a su confesor y henos aquí con la inquisición en el convento.»

El conde, muy inquieto, volvió todos los días a Santa Riparata. Decidió interrogar a todas las religiosas, luego a todas las camaristas nobles y por último a la servidumbre. Descubrió la verdad sobre un infanticidio que había tenido lugar tres años. antes y cuya denuncia le había transmitido el oficial del tribunal de justicia eclesiástica, presidido por el obispo. Pero, con gran extrañeza, vio que la historia de los dos jóvenes que entraron moribundos en el jardín de la abadía no era en absoluto conocida por nadie más que por la abadesa, Celiana, Fabiana, Felicia y su amiga Rodelinda. La tía de ésta supo disimular tan bien, que se libró de las sospechas. El terror que inspiraba el nuevo obispo, monseñor…, era tal que, con excepción de la abadesa y de Felicia, las declaraciones de todas las demás religiosas, evidentemente poco verídicas, eran siempre dadas en los mismos términos. El conde terminaba todas sus sesiones en el convento con una larga conversación con Felicia, que hacía feliz a ésta, pero, para que durase, se esforzaba en no decir cada día al conde más que una parte muy pequeña de lo que sabía sobre la muerte de los dos jóvenes caballeros. En cambio era de una extremada franqueza en todo lo que la concernía personalmente. Había tenido tres amantes, y contó al conde, que ya era casi su amigo, toda la historia de sus amores. La franqueza tan perfecta de esta muchacha tan bella y tan inteligente interesó al conde, que no puso dificultad alguna en responder a esta franqueza con gran candor.

-Yo no puedo corresponderos -decía a Feliciacon historias interesantes como las vuestras. No sé si osaré deciros que todas las personas de vuestro sexo que he conocido en el mundo me han inspirado siempre más desprecio por su carácter que admiración por su belleza.

Las frecuentes visitas del conde habían quitado el reposo a Celiana. Fabiana, cada vez más absorta en su .dolor, había dejado de oponer sus repugnancias a los consejos de su amiga. Cuando le llegó el turno de guardar la puerta del convento, abrió la puerta, volvió la cabeza, y Julián, el joven tejedor amigo de Martona, confidente de la abadesa, pudo entrar en el convento. En él pasó ocho días enteros, hasta que Fabiana volvió a estar de servicio y pudo dejar la puerta abierta. Parece ser que fue durante esta larga permanencia de su amante en el convento cuando Martona dio su licor somnífero a la abadesa, que quería tenerla día y noche a su lado, lo que daba lugar a las quejas de Julián, que se aburría mortalmente, solo y encerrado en su cuarto.

Julia, joven religiosa muy devota, al pasar una no che por el piso dormitorio, oyó hablar en la celda de Martona. Se acercó sin hacer ruido, aplicó el ojo a la cerradura y vio un apuesto joven que, sentado a la mesa, cenaba riendo con Martona. Julia dio unos golpes en la puerta, y luego, pensando que Martona podría muy bien abrir esta puerta, encerrarla con aquel mozo y denunciarla a ella a la abadesa, la cual la creería por la costumbre que tenía Martona de pasar su vida con la abadesa, Julia se sintió sobrecogida por un gran susto. Se vio, en imaginación, perseguida en el corredor, solitario y muy oscuro en este momento, no encendidas todavía las lámparas, por Martona, que era mucho más fuerte que ella. Turbadísima echó a correr, pero oyó a Martona abrir su puerta, y figurándose que la había reconocido, fue a decírselo todo a la abadesa, la cual, horriblemente escandalizada, corrió a la celda de Martona, donde no se encontraba ya Julián, que había escapado al jardín.

Pero esa misma noche, habiendo creído prudente la abadesa, hasta por el interés y la reputación de Martona, hacerla dormir en su cuarto, el de la abadesa, y habiéndole anunciado que desde la mañana siguiente iría ella misma, acompañada por el padre…, confesor del convento, a poner los sellos en la puerta de su celda, donde la malignidad había podido suponer que se escondía un hombre, Martona, irritada y ocupada en aquel momento en hacer el chocolate que constituía el desayuno de la abadesa, echó en este chocolate una enorme cantidad del pretendido somnífero.

Al día siguiente, la abadesa Virgilia se encontraba en un estado de irritación nerviosa tan singular, y, al mirarse al espejo, se vio una cara tan cambiada, que pensó que iba a morir. El primer efecto de este veneno de Perusa es volver casi locas a las personas que lo han tomado. Virgilia recordó que uno de los privilegios de las abadesas del noble convento de Santa Riparata era ser asistidas en sus últimos momentos por el señor obispo; escribió al prelado, que llegó muy pronto al convento. La abadesa le contó no sólo su enfermedad, sino también la historia de los dos cadáveres. El obispo la amonestó severamente por no haberle dado cuenta de un incidente tan singular y tan criminal. La abadesa respondió que el vicario del príncipe, conde Buondelmonte, le había aconsejado con empeño evitar el escándalo.

-¿Y cómo ese secular ha tenido la audacia de llamar escándalo al estricto cumplimiento de vuestros deberes?

Al ver llegar al obispo al convento, Celiana dijo a Fabiana:

-Estamos perdidas. Este prelado fanático, y que quiere a todo trance introducir la reforma del Concilio de Trento en los conventos de su diócesis, será para nosotras un hombre muy diferente del conde Buondelmonte.

Fabiana se arrojó llorando en brazos de Celiana.

-La muerte no es nada para mí, pero moriré doblemente desesperada por haber causado tu perdición, sin salvar por eso la vida de esa infortunada abadesa.

Inmediatamente Fabiana se dirigió a la celda de la dama que debía estar de guardia a la puerta aquella noche. Sin darle más detalles, le dijo que tenía que salvar la vida y el honor de Martona, la cual había cometido la imprudencia de meter a un hombre en su celda. Después de muchas dificultades, esta religiosa consintió en dejar la puerta abierta y en alejarse un instante, poco después de las once de la noche.

Mientras tanto, Celiana había mandado decir a Martona que fuera al coro. Era esta una inmensa sala como una segunda iglesia, separada por una reja de la que estaba destinada al público cuyo sofito tenía más de cuarenta pies de altura. Martona se había arrodillado en medio del coro de manera que, hablando bajo, nadie pudiera oírla. Celiana fue a colocarse a su lado.

-Aquí tienes -le dijo- una bolsa que contiene todo el dinero que hemos podido reunir Fabiana y yo. Esta noche o mañana por la noche me las arreglaré para que la puerta del convento esté abierta un instante. Haz escapar a Julián y escápate tú misma enseguida. Ten la seguridad de que la abadesa Virgilia se lo ha dicho todo al terrible obispo, cuyo tribunal te condenará sin duda a quince años de calabozo o a muerte.

Martona hizo un movimiento para arrojarse de rodillas ante Celiana.

-¿Qué haces, imprudente? -exclamó ésta deteniéndola-. Piensa que Julián y tú podéis ser detenidos en cualquier momento. De aquí al instante-de la huida, procura esconderte todo lo posible y estar sobre todo atenta a las personas que entran en el locutorio de la señora abadesa.

Al día siguiente, al llegar al convento, el conde encontró muchos cambios. Martona, la confidente de la abadesa, había desaparecido durante la noche; la abadesa estaban tan débil que se vio obligada, para recibir al vicario del príncipe, a hacerse transportar a su locutorio en un sillón. Confesó al conde que se lo había dicho todo al obispo.

-En ese caso, vamos a tener sangre o veneno -exclamó este.

(Aquí termina el manuscrito de Stendhal.)

*FIN*


“Trop de faveur tue – Histoire de 1589”,
Chroniques italiennes, 1839


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