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Feliz cumpleaños

[Cuento - Texto completo.]

Clarice Lispector

La familia fue llegando poco a poco. Los que vinieron de Olaria estaban muy bien vestidos porque la visita significaba al mismo tiempo un paseo a Copacabana. La nuera de Olaria apareció vestida de azul marino, con adornos de chaquira y unos pliegues que disimulaban la barriga sin faja. El marido no vino por razones obvias: no quería ver a los hermanos. Pero mandó a la mujer para que no parecieran rotos todos los lazos, y ella vino con su mejor vestido para demostrar que no precisaba de ninguno de ellos, acompañada de sus tres hijos: dos niñas a las que ya les estaba naciendo el pecho, infantilizadas con olanes color rosa y enaguas almidonadas, y el chico acobardado por el traje nuevo y la corbata.

Zilda —la hija con la que vivía quien cumplía años— había dispuesto sillas unidas a lo largo de las paredes, como en una fiesta en la que se va a bailar, y la nuera de Olaria, después de saludar con la cara adusta a los de la casa, se apoltronó en una de las sillas y enmudeció, la boca apretada, manteniendo su posición de ultrajada. «Vine por no dejar de venir», le dijo a Zilda, sentándose en seguida, ofendida. Las dos chiquillas de color rosa y el chico, amarillos y muy peinados, no sabían muy bien qué actitud tomar y se quedaron de pie al lado de la madre, impresionados con su vestido azul marino y las chaquiras.

Después vino la nuera de Ipanema con dos nietos y la niñera. El marido llegaría después. Y como Zilda —la única mujer entre los seis hermanos y la única que, como estaba decidido desde hacía años, tenía espacio y tiempo para alojar a la del cumpleaños—, como Zilda estaba en la cocina ultimando con la sirvienta las croquetas y los sándwiches, quedaron: la nuera de Olaria muy dura, con sus hijos de corazón inquieto a su lado; la nuera de Ipanema en la hilera opuesta de las sillas, fingiendo ocuparse del bebé para no encarar a la concuñada de Olaria; la niñera, ociosa y uniformada, con la boca abierta.

Y a la cabecera de la mesa grande, la del aniversario, que ese día festejaba sus ochenta y nueve años.

Zilda, la dueña de la casa, había arreglado la mesa temprano, llenándola de servilletas de papel de colores y vasos de cartón alusivos a la fecha, esparciendo globos colgados del techo en algunos de los cuales estaba escrito «¡Happy Birthday!», en otros: «¡Feliz cumpleaños!». En el centro había dispuesto el enorme pastel. Para adelantar el expediente, había arreglado la mesa después del almuerzo, apoyando las sillas contra la pared, y mandó a los chicos a jugar en la casa del vecino para que no la desarreglaran.

Y, para ganar tiempo, había vestido a la festejada después del almuerzo. Desde ese momento le había puesto la presilla con el broche alrededor del cuello, esparciendo por arriba un poco de colonia para disfrazarle aquel olor a encierro, y la había sentado a la mesa. Y desde las dos de la tarde quien cumplía años estaba sentada a la cabecera de la ancha mesa vacía, tiesa, en la sala silenciosa.

De vez en cuando era consciente de las servilletas de colores. Miró curiosa a uno u otro globo que los coches que pasaban hacían estremecer. Y de vez en cuando aquella angustia muda: cuando seguía, fascinada e impotente, el vuelo de la mosca en tomo al pastel.

Hasta que a las cuatro horas había entrado la nuera de Olaria y después la de Ipanema.

Cuando la nuera de Ipanema pensó que no soportaría ni un minuto más la situación de estar sentada enfrente de la concuñada de Olaria —que harta de las ofensas pasadas no veía motivos para apartar los ojos desafiantes de la nuera de Ipanema— entraron finalmente José y la familia. Y apenas ellos se besaban cuando ya la sala comenzó a llenarse de gente, que ruidosamente se saludaba como si todos hubiesen esperado abajo el momento de, sofocados por el retraso, subir los tres escalones, hablando, arrastrando criaturas sorprendidas, llenando la sala e inaugurando la fiesta.

Los músculos del rostro de la agasajada ya no la interpretaban, de modo que nadie podía saber si se sentía alegre. Estaba puesta a la cabecera. Se trataba de una anciana grande y delgada, imponente y morena. Parecía hueca.

—Ochenta y nueve años, ¡sí, señor! —dijo José, el hijo mayor, ahora que había fallecido Jonga—. ¡Ochenta y nueve años, sí, señora! —dijo restregándose las manos en pública admiración y como imperceptible señal para los demás.

Todos interrumpieron atentos, y miraron a la del cumpleaños de un modo más oficial. Algunos movieron la cabeza en señal de admiración, como si se tratara de un récord. Cada año que la anciana vencía era una vaga etapa de toda la familia. ¡Sí, señor!, dijeron algunos sonriendo tímidamente.

—¡Ochenta y nueve años! —repitió Manuel, que era socio de José—. ¡Es una florecita! —agregó espiritual y nervioso, y todos rieron menos su esposa.

La vieja no daba señales.

Algunos no le habían traído ningún regalo. Otros le habían llevado una jabonera, un conjunto de jerséis, un broche de fantasía, una plantita de cactus, nada, nada que la dueña de casa pudiese aprovechar para sí misma o para sus hijos, nada que la propia agasajada pudiese realmente aprovechar, haciendo de esta manera algún ahorro: la dueña de la casa guardaba los regalos, amarga, irónica.

—¡Ochenta y nueve años! —repitió Manuel afligido, mirando a la esposa.

La vieja no daba señales.

Entonces, como si todos hubiesen tenido la prueba final de que no servía para nada esforzarse, con el encogimiento de hombros de quien estuviera junto a una sorda, continuaron haciendo solos su fiesta, comiendo los primeros sándwiches de jamón, más como prueba de animación que por apetito, jugando a que todos estaban muertos de hambre. Se sirvió el ponche, Zilda transpiraba, ninguna cuñada la había ayudado en realidad, la grasa caliente de las croquetas esparcía un olor a pícnic; y de espaldas a la agasajada, que no podía comer frituras, ellos reían inquietos. ¿Y Cordelia? Cordelia, la nuera más joven, sentada, sonreía.

—¡No, señor! —respondió José con falsa severidad—, ¡hoy no se habla de negocios!

—¡Está bien, está bien! —retrocedió Manuel de inmediato, mirando rápidamente a su mujer, que de lejos extendía su oído atento.

—Nada de negocios —gritó José—, ¡hoy es el Día de la Madre!

A la cabecera de la mesa ya sucia, los vasos manchados, solo permanecía el pastel entero; ella era la madre. La agasajada pestañeó.

Y cuando ya la mesa estaba inmunda, las madres enervadas con el barullo que los hijos hacían, mientras las abuelas se recostaban complacientes en las sillas, entonces apagaron la inútil luz del corredor para encender la vela del pastel, una vela grande con un papel en el que estaba escrito «89». Pero nadie elogió la idea de Zilda, y ella se preguntó angustiada si ellos no estarían pensando que había sido por economizar en las velas sin que nadie recordara que ninguno había contribuido ni siquiera con una caja de fósforos a la comida de la agasajada, que ella, Zilda, trabajaba como una esclava, con los pies exhaustos y el corazón sublevado. Entonces encendieron las velas. Y entonces José, el líder, cantó con más fuerza, entusiasmando con una mirada autoritaria a los más vacilantes o sorprendidos, «¡Vamos!», «¡Todos a la vez!» —y de repente todos comenzaron a cantar en voz alta como soldados—. Despertada por las voces, Cordelia miró despavorida. Como no habían ensayado, unos cantaron en portugués, y otros en inglés. Entonces intentaron corregirlo: y los que habían cantado en inglés se pusieron a cantar en portugués, y los que lo habían hecho en portugués cantaron en voz baja en inglés.

Mientras cantaban, la agasajada, a la luz de la vela, meditaba como si estuviera junto a una chimenea.

Eligieron al bisnieto menor, que, de bruces sobre el regazo de la madre animosa, ¡apagó la llama con un único soplido lleno de saliva! Por un instante aplaudieron la inesperada potencia del chico, que, espantado y jubiloso, miraba a todos encantado. La dueña de la casa esperaba con el dedo listo en el apagador del corredor, y encendió el foco.

—¡Viva mamá!

—¡Viva la abuela!

—¡Viva doña Anita! —dijo la vecina que había aparecido.

—¡Happy birthday! —gritaron los nietos del colegio Bennett.

Aplaudieron todavía con algunos aplausos espaciados.

—¡Parta el pastel, abuela! —dijo la madre de los cuatro hijos—. ¡Ella es quien debe partirlo! —aseguró incierta a todos, con aire íntimo e intrigante. Y, como todos aprobaron satisfechos y curiosos, ella de repente se tornó impetuosa—: ¡Parta el pastel, abuela!

Y de pronto la anciana cogió el cuchillo. Y sin vacilar, como si vacilando un momento toda ella cayera al frente, dio la primera tajada con puño de asesina.

—¡Qué fuerza! —secreteó la cuñada de Ipanema, y no se sabía si estaba escandalizada o agradablemente sorprendida. Estaba un poco horrorizada.

—Hasta hace un año ella era capaz de subir esas escaleras con más aliento que yo —dijo Zilda, amarga.

Una vez dado el primer tajo, como si la primera pala de tierra hubiese sido lanzada, todos se acercaron con el plato en la mano, insinuándose con fingidos codazos de animación, cada uno con su cuchara.

En poco tiempo las rebanadas fueron distribuidas en los platos, en un silencio lleno de confusión. Los hijos menores, con la boca escondida por la mesa y los ojos al nivel de ésta, seguían la distribución con muda intensidad. Las pasas rodaban del pastel entre migajas secas. Los chicos asustados veían cómo se desperdiciaban las pasas, y seguían con la mirada atenta la caída.

Y cuando fueron a mirar, ¿no se encontraron con que la agasajada ya estaba devorando su último bocado?

Y, por así decir, la fiesta había terminado.

Cordelia miraba a todos ausente, sonreía.

—¡Ya lo dije: hoy no se habla de negocios! —respondió José, radiante.

—¡Está bien, está bien! —retrocedió Manuel conciliador, sin mirar a la esposa que no le perdía de vista—. Está bien —Manuel intentó sonreír y una contracción le pasó rápida por los músculos de la cara.

—¡Hoy es el día de mamá! —dijo José.

En la cabecera de la mesa, el mantel manchado de Coca-Cola, el pastel deshecho, ella era la madre. La agasajada pestañeó.

Ellos se movían agitados, riendo a su familia. Y ella era madre de todos. Y si bien ella no se irguió, como un muerto que se levanta lentamente obligando a la mudez y al terror a los vivos, la agasajada se puso más tiesa en su silla, y más alta. Ella era la madre de todos. Y como la presilla la sofocaba, y ella era la madre de todos, impotente desde la silla, los despreciaba. Y los miraba pestañeando. Todos aquellos hijos suyos y nietos y bisnietos que no pasaban de carne de su rodilla, pensó de pronto como si escupiera. Rodrigo, el nieto de siete años, era el único que era carne de su corazón, Rodrigo, esa carita dura, viril, despeinada. ¿Dónde estaba Rodrigo con la mirada somnolienta y entumecida, con su cabecita ardiente, confundida? Aquél sería un hombre. Pero, parpadeando, ella miraba a los otros, ella, la agasajada. ¡Oh, el desprecio por la vida que fallaba! ¿Cómo?, ¿cómo habiendo sido tan fuerte había podido dar a luz a aquellos seres opacos, con brazos blandos y rostros ansiosos? Ella, la fuerte, que se había casado en la hora y el tiempo debidos con un buen hombre a quien, obediente e independiente, ella respetó y que le hizo hijos y le pagó los partos y le honró las abstinencias. El tronco había sido bueno. Pero había dado aquellos ácidos e infelices frutos, sin capacidad siquiera para una buena alegría. ¿Cómo había podido ella dar a luz a aquellos seres risueños, débiles, sin austeridad? El rencor rugía en su pecho vacío. Unos comunistas, eso es lo que eran; unos comunistas. Los miró con su cólera de vieja. Parecían ratones acodándose, eso parecía su familia.

Irrefrenable, dio vuelta a la cabeza y con fuerza insospechada escupió en el suelo.

—¡Mamá! —gritó mortificada la dueña de la casa—. ¡Qué es eso, mamá! —gritó traspasada de vergüenza, sin querer mirar siquiera a los demás, sabía que los desgraciados se miraban entre sí victoriosamente, como si le correspondiera a ella educar a la vieja, y no faltaría mucho para que dijeran que ella ya no bañaba más a su madre, jamás comprenderían el sacrificio que ella hacía—. ¡Mamá, qué es eso! —dijo en voz baja, angustiada—. ¡Usted nunca hizo eso! —agregó bien alto para que todos escucharan, quería sumarse al escándalo de los otros, cuando el gallo cante por tercera vez renegarás de tu madre. Pero su enorme vergüenza se suavizó cuando ella percibió que los demás bajaban la cabeza como si estuvieran de acuerdo en que la vieja ahora no era más que una criatura.

—Últimamente le ha dado por escupir —terminó entonces confesando afligida ante todos.

Ellos miraron a la agasajada, compungidos, respetuosos, en silencio.

Parecían ratones amontonados esa familia suya. Los chicos, aunque crecidos —probablemente ya habían pasado los cincuenta años, ¡qué sé yo!—, los chicos todavía conservaban bonitos rasgos. Pero ¡qué mujeres habían elegido! ¡Y qué mujeres las que los nietos —todavía más débiles y agrios— habían escogido! Todas vanidosas y de piernas flacas, con aquellos collares falsificados de mujeres que a la hora no aguantan la mano, aquellas mujercitas que casaban mal a sus hijos, que no sabían poner en su lugar a una sirvienta, y todas ellas con las orejas llenas de aretes, ¡ninguno, ninguno de oro! La rabia la sofocaba.

—¡Denme un vaso de vino! —exigió.

De pronto se hizo el silencio, cada uno con un vaso inmovilizado en la mano.

—Abuelita, ¿no le va a hacer mal? —insinuó cautelosamente la nieta rolliza y bajita.

—¡Qué abuelita ni qué nada! —explotó ácidamente la agasajada—. ¡Que el diablo se los lleve, banda de maricas, cornudos y vagabundos!, ¡quiero un vaso de vino, Dorothy! —ordenó.

Dorothy no sabía qué hacer, miró a todos en una cómica llamada de auxilio. Pero como máscaras eximidas e inapelables, ningún rostro se manifestaba. La fiesta interrumpida, los sándwiches mordidos en la mano, algún pedazo que estuviera en la boca hinchando hacia fuera las mejillas. Todos se habían quedado ciegos, sordos y mudos, con las croquetas en las manos. Y miraban impasibles.

Desamparada, divertida, Dorothy le dio el vino: astutamente, apenas dos dedos en el vaso. Inexpresivos, preparados, todos esperaban la tempestad.

Pero la agasajada no explotó con la miseria del vino que Dorothy le había dado, que no se movió en el vaso. Su mirada estaba fija, silenciosa. Como si nada hubiera pasado.

Todos miraron corteses, sonriendo ciegamente, abstractos como si un perro hubiese hecho pis en la sala. Con estoicismo, recomenzaron las bocas y las risas. La nuera de Olaria, que había tenido su primer momento de unión con los demás cuando la tragedia victoriosamente parecía próxima a desencadenarse, tuvo que retornar solitaria a su severidad, sin contar siquiera con el apoyo de los tres hijos que ahora se mezclaban traidoramente con los otros. Desde su silla monacal, ella analizaba críticamente esos vestidos sin ningún modelo determinado, sin un pliegue, qué manía tenían de usar vestido negro con collar de perlas, eso no era de moda ni cosa que se le pareciera, no pasaba de maniobra de tacañería. Examinaba distante los sándwiches que casi no tenían mantequilla. Ella no se había servido nada, ¡nada! Solamente había comido una sola cosa de cada plato, para probar.

Por así decir, la fiesta había terminado.

Todos se quedaron sentados, benevolentes. Algunos con la atención vuelta hacia dentro de sí, a la espera de algo que decir. Otros vacíos y expectantes, con una sonrisa amable, el estómago lleno de aquellas porquerías que no alimentaban pero quitaban el hambre. Los chicos, incontrolables ya, gritaban llenos de vigor. Algunos tenían la cara mugrienta; otros, los más pequeños, estaban mojados; la tarde había caído rápidamente. ¿Y Cordelia? Cordelia miraba ausente, con una sonrisa atontada, soportando sola su secreto. ¿Qué tenía ella?, preguntó alguien con curiosidad negligente, señalándola de lejos con la cabeza, pero nadie respondió. Encendieron el resto de las luces para precipitar la tranquilidad de la noche, los chicos comenzaban a pelearse. Pero las luces eran más pálidas que la tensión pálida de la tarde. Y el crepúsculo de Copacabana, sin ceder, mientras tanto se ensanchaba cada vez más y penetraba por las ventanas como un peso.

—Tengo que irme —dijo perturbada una de las nueras, levantándose y sacudiéndose las migas de la falda. Varios se levantaron sonriendo.

La agasajada recibió un beso cauteloso de cada uno como si su piel tan poco familiar fuese una trampa. E, impasible, parpadeando, recibió aquellas palabras voluntariamente atropelladas que le decían intentando dar un ímpetu final de efusión a lo que no era otra cosa que pasado; la noche ya había caído casi por completo. La luz de la sala parecía entonces más amarilla y más rica, las personas envejecidas. Los chicos ya estaban histéricos.

—Ella debe pensar que el pastel sustituye a la cena —se preguntaba la vieja, allá en sus profundidades.

Pero nadie podría adivinar lo que ella pensaba. Y para aquellos que junto a la puerta todavía la miraron una vez más, la agasajada era solo lo que parecía ser: sentada a la cabecera de la mesa sucia, con la mano cerrada sobre el mantel como sujetando un cetro, y con aquella mudez que era su última palabra. Con un puño cerrado sobre la mesa, nunca más sería únicamente lo que ella pensara. Su apariencia final la había sobrepasado y, superándola, se agigantaba serena. Cordelia la miró espantada. El puño mudo y severo sobre la mesa decía a la infeliz nuera que sin remedio amaba quizás por última vez: Es necesario que se sepa. Es necesario que se sepa. Que la vida es corta. Que la vida es corta.

Sin embargo, ninguna vez más lo repitió. Porque la verdad es un relámpago. Cordelia la miró espantada. Y, nunca más, ni una sola vez lo repitió mientras Rodrigo, el nieto de la agasajada, empujaba la mano de aquella madre culpable, perpleja y desesperada que una vez más miró hacia atrás implorando a la vejez todavía una señal de que una mujer debe, en su ímpetu afligido, finalmente aferrar su última oportunidad y vivir. Una vez más Cordelia quiso mirar.

Pero para esa nueva mirada, la agasajada era una vieja a la cabecera de la mesa.

Había pasado el relámpago. Y arrastrada por la mano paciente e insistente de Rodrigo, la nuera lo siguió, aterrada.

—No todos tienen el privilegio y el orgullo de reunirse alrededor de la madre —carraspeó José recordando que era Jonga el que hacía los discursos.

—De la madre, ¡al diablo! —rió bajito la sobrina, y la prima más lenta rió sin ver la gracia.

—Nosotros lo tenemos —dijo Manuel, tímido, sin volver a mirar a su mujer—. Nosotros tenemos ese gran privilegio —dijo distraído, enjugándose la palma húmeda de las manos.

Pero no era nada de eso, solo el malestar de la despedida, sin saber nunca lo que debía decirse, José esperaba de sí mismo con perseverancia y con fe la próxima frase del discurso. Que no venía. Que no venía. Que no venía. Los otros aguardaban. ¡Qué falta hacía Jonga en esos momentos! —José se enjugó la frente con el pañuelo—, ¡qué falta hacía Jonga en esos momentos! Claro que también había sido el único al que la vieja siempre aprobaba y respetaba, y era eso lo que dio a Jonga tanta seguridad. Y cuando él murió, nunca más la vieja volvió a hablar de él, poniendo una pared entre su muerte y los otros. Tal vez lo había olvidado. Pero no había olvidado aquella mirada firme y directa con que siempre miraba a los otros hijos, haciéndoles cada vez desviar los ojos. El amor de madre es duro de soportar: José se enjugó la frente, heroico, risueño.

Y de repente llegó la frase:

—¡Hasta el año que viene! —dijo José súbitamente malicioso, encontrando, de esta manera, sin más ni menos, la frase adecuada: ¡una indirecta feliz!—. Hasta el año que viene, ¿eh? —repitió con miedo de no haber sido comprendido.

La miró, orgulloso de la artimaña de la vieja que astutamente siempre vivía un año más.

—¡El año que viene nos veremos frente al pastel encendido! —aclaró mejor el otro hijo, Manuel, perfeccionando el espíritu del socio—. ¡Hasta el año que viene, mamá!, ¡y frente al pastel encendido! —dijo él explicando todo mejor, cerca de su oreja, mientras miraba obsequioso a José. Y de pronto la vieja lanzó una carcajada, una risa floja, comprendiendo la alusión.

Entonces ella abrió la boca y dijo:

—Así es.

Estimulado porque su frase hubiera dado tan buenos resultados, José le gritó emocionado, agradecido, con los ojos húmedos: —¡El año que viene nos veremos, mamá!

—¡No soy sorda! —dijo la agasajada ruda, afectuosa.

Los hijos se miraron riendo, vejados, felices. La cosa había dado en el blanco. Los chicos fueron saliendo alegres, con el apetito arruinado. La nuera de Olaria dio una palmada de venganza a su hijo, demasiado alegre y ya sin corbata. Las escaleras eran tan difíciles, oscuras, increíble insistir en vivir en un edificio que fatalmente sería demolido un día de éstos, y en el juicio de desalojo Zilda todavía iba a dar trabajo y querer empujar a la vieja hacia las nueras. Pisando el último escalón, con alivio, los invitados se encontraron en la tranquilidad fresca de la calle. Era noche, sí. Con su primer escalofrío.

Adiós, hasta otro día, tenemos que vernos. Vengan a vernos, se dijeron rápidamente. Algunos consiguieron mirar los ojos de los otros con una cordialidad sin recelo. Algunos abotonaban los abrigos de los chicos, mirando al cielo en busca de una señal del tiempo. Todos sentían oscuramente que en la despedida tal vez se hubiera podido —y ahora sin peligro de compromisos— ser más bondadosos y decir una palabra de más —¿qué palabra?—. Ellos no lo sabían bien, y se miraban sonrientes, mudos. Era un instante que podía ser vivo. Pero que estaba muerto. Comenzaron a separarse, caminando medio de costado, sin saber cómo desligarse de los parientes sin brusquedad.

—¡Hasta el año que viene! —repitió José la feliz indirecta, saludando con la mano con efusivo vigor, los escasos cabellos blancos volando. Estaba gordo, pensaron, necesita cuidar el corazón—. ¡Hasta el año que viene! —gritó José elocuente y grande, y su altura parecía desmoronable. Pero las personas que ya se habían alejado no sabían si debían reír alto para que él escuchara o si bastaría con sonreír en la oscuridad. Aunque algunos pensaron que felizmente había algo más que una broma en la indirecta y que solo en el próximo año estarían obligados a encontrarse delante del pastel encendido; mientras que otros, ya en la oscuridad de la calle, pensaron si la vieja resistiría un año más a los nervios y a la impaciencia de Zilda, pero ellos sinceramente nada podían hacer al respecto. «Por lo menos noventa años», pensó melancólica la nuera de Ipanema. «Para completar una fecha linda», pensó soñadora.

Mientras tanto, allá arriba, por encima de escaleras y contingencias, la agasajada estaba sentada a la cabecera de la mesa, erecta, definitiva, más grande que ella misma. ¿Es que hoy no habrá cena?, meditaba ella. La muerte era su misterio.

*FIN*


“Feliz aniversário”,
Laços de família, 1960


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