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Flavia y sus artistas

[Cuento - Texto completo.]

Willa Cather

Mientras el tren se aproximaba a Tarrytown, Imogen Willard empezó a preguntarse por qué había aceptado formar parte del grupo de la casa de Flavia. No había sentido ningún entusiasmo desde que se marchó de la ciudad y estaba experimentando una prolongada falta de objetivo, una corriente de heladora indecisión bajo la cual buscó en vano el motivo que la había llevado a aceptar la invitación de Flavia.

Quizá se debió a una vaga curiosidad por ver al marido de Flavia, que había sido el mago de su infancia y el héroe de innumerables cuentos árabes. O tal vez fue por el deseo de ver a M. Roux, a quien Flavia había anunciado como la atracción especial del momento. O puede que fuera el deseo de estudiar a esa mujer tan especial en su propio ambiente.

Imogen admitió que sentía una ligera curiosidad respecto a Flavia. Tenía la costumbre de tomarse bastante en serio a la gente, pero, por algún motivo, eso le resultaba imposible con Flavia dada la vehemencia y la insistencia con que lo exigía. En los últimos años, Imogen había estado sumergida en sus estudios y había visto muy poco a Flavia, pero esta, con sus apresuradas visitas a Nueva York, entre sus excursiones de estudio a estudio —sus comidas con la dama que tenía que tocar en una matiné y sus cenas con la cantante que tenía un concierto por la noche—, había visto a la bella hija de su amiga lo suficiente como para sentir por ella un cariño de tal violencia y seguridad como solo Flavia podía permitirse. El hecho de que Imogen hubiera mostrado unas capacidades muy potentes en ciertas líneas esotéricas de la erudición y se hubiera decidido a especializarse en una reconocida rama de la filología en la Ecole des Chartes la había colocado en esa categoría de “personas interesantes” que Flavia consideraba sus afinidades naturales y presas legítimas.

Cuando Imogen pisó el andén, enseguida se vio arrastrada por su anfitriona, cuya autoritaria figura y seguridad en el vestir había reconocido desde la distancia. Se vio subida a toda prisa en un tílburi alto. Flavia se encargó del asiento del conductor a su lado y recogió las riendas con mano experimentada.

—Querida mía —le dijo, mientras dirigía a los caballos para que subieran la calle—, temía que el tren se retrasara. M. Roux insistió en venir en barco y no llegó hasta después de las siete.

—¡Y pensar que M. Roux también forma parte de este mundo! ¡Y que está sujeto a las vicisitudes de viajar en barco por el río! ¿Por qué ha venido? —preguntó Imogen con genuino interés—. Es el tipo de hombre que debe disolverse en una sombra en cuanto sale de París.

—Oh, la casa está llena de gente de lo más interesante —dijo Flavia con profesionalidad—. De hecho, hemos conseguido a Ivan Schemetzkin. Enfermó en California cuando terminó su gira de conciertos y se está recuperando con nosotros tras su agotador viaje desde la costa. Después están Jules Martel, el pintor; el signor Donati, el tenor; el profesor Schotte, el que ha estado excavando en Asiria, ya sabes; Restzhoff, el químico ruso; Alcee Buisson, el filólogo; Frank Wellington, el novelista, y Will Maidenwood, el editor de Woman. También está mi prima segunda, Jemima Broadwood, que fue todo un éxito en la comedia de Pinero del invierno pasado, y Frau Lichtenfeld. ¿Has leído algo suyo?

Imogen confesó su completa ignorancia de la figura de Frau Lichtenfeld y Flavia prosiguió:

—Pues es una persona sorprendente, una de esas mujeres modernas alemanas, una iconoclasta militante; este paseo no bastaría para contarte su historia. ¡Menuda historia! Sus novelas eran la comidilla de toda Alemania la última vez que fui y varias de ellas habían sido censuradas, un honor en Alemania, según tengo entendido. En cuya puerta ha sido traducido. Qué desgraciada soy por no leer en alemán.

—Mi emoción se centra en conocer a la señorita Broadwood —dijo Imogen—. He visto casi todas sus obras. Su personalidad en el escenario es maravillosa. Siempre me recuerda a un joven simpático, limpio y sonrosado que acaba de darse un baño frío y baja radiante para salir a correr antes del desayuno.

—Sí, ¿no es una pena que se limite a esos insignificantes papeles de comedia que se aprecian tan poco en este país? Una no debería sentirse satisfecha con otra cosa que no sea lo mejor, ¿verdad? —El tono peculiar y rasposo con el que Flavia pronunciaba la palabra “mejor”, la más usada de su vocabulario, siempre incomodaba a Imogen y hacía que se pusiera terca.

—No estoy para nada de acuerdo contigo —respondió con modestia—. Creo que todos admiten que lo más interesante de la señorita Broadwood es su admirable sentido de adaptación, algo muy raro en su profesión.

Flavia no soportaba que le llevaran la contraria: solía verlo como una derrota y siempre le parecía inapropiado. En ese momento, cambió el foco de la conversación.

—¡Mira, querida! —gritó—. Ahí está Frau Lichtenfeld, que viene a saludarnos. ¿No parece como si acabara de escaparse del Valhalla? Mide más de seis pies.

Imogen vio a una mujer de inmensa estatura, con una falda muy corta y un sombrero de paja ancho que se agitaba al viento, bajando la colina con un vaivén de pasos largos. La refugiada del Valhalla se acercó, jadeante. Sus rasgos amplios y teutónicos brillaban escarlatas por el rigor del ejercicio y su cabello, oculto bajo el cimbreante sombrero de paja, se arremolinaba sobre su frente. Posó sus ojillos afilados sobre Imogen y extendió ambas manos.

—¿Esta es la pequeña amiga? —dijo con una voz de barítono vibrante.

Imogen era casi tan alta como su anfitriona, pero pensó que todo dependía de con qué se comparaba una. Después de las presentaciones, Flavia se disculpó.

—Ojalá pudiera pedirte que subieras con nosotras, Frau Lichtenfeld.

—¡Oh, no! —gritó la giganta, dejando caer la cabeza en una graciosa caricatura de la pose clásica que adoptan las heroínas de las novelas románticas—. Nunca ha sido mi destino embutirme en las esquinas. Nunca he conocido el dulce privilegio de lo diminuto.

Flavia rio y puso en marcha a los ponis, y la colosal mujer, de pie en medio de la carretera polvorienta, se quitó su amplio sombrero y las despidió con lo que, por la amplitud del gesto, parecía el saludo de un caballero emplumado.

Cuando llegaron a la casa, Imogen miró a su alrededor con sana curiosidad, pues era, sin duda, obra de Flavia, la materialización de unas esperanzas que había pospuesto durante mucho tiempo. Pasaron directamente al gran recibidor cuadrado de donde partían galerías por tres lados, al estilo de un estudio. Por un lado se abría en una sala holandesa de desayuno, más allá de la cual se situaba el gran comedor. En el otro extremo del recibidor estaba la sala de música. Había una sala para los fumadores, a la que se accedía a través de la biblioteca tras la escalera. El segundo piso estaba distribuido de forma similar, con un recibidor cuadrado que daba a las habitaciones de invitados o, como la señorita Broadwood las llamaba, las “jaulas”.

Cuando Imogen se dirigió a su habitación, los invitados fueron llegando de sus variados paseos vespertinos. Había chicos que se deslizaban por los pasillos cargando con agua con hielo, bandejas cubiertas y flores, que se chocaban con sirvientas y ayudas de cámara que llevaban zapatos y otras indumentarias. Y, sin embargo, todo esto sucedía como respuesta a inaudibles campanas, con suelas de felpa y voces susurrantes, para causar la menor confusión.

Flavia, al fin, había construido su casa y tallado sus siete pilares. No podía haber ninguna duda de que el asilo del talento, el sanatorio de las artes, que llevaba tanto tiempo planeando, era ya una realidad. Su ambición había superado hacía mucho las dimensiones de su casa en Prairie Avenue; además, se había quejado con amargura de cómo las tradiciones de Chicago iban en su contra. Su proyecto se había visto retrasado por la insistencia cerril de Arthur con los bosques de Michigan, pero Flavia sabía que ciertas rarae avis, “lo mejor”, no se podían alejar tanto del puerto, así que se decidió por el histórico Hudson y no se rindió en ningún momento. Al establecer una oficina en Nueva York, se había evaporado la última objeción válida de Arthur sobre marcharse de la zona de los lagos tres meses al año y, como bien sabían todos los que lo conocían, se le podía acabar convenciendo de cualquier cosa a base de cansarlo.

La casa de Flavia reflejaba perfectamente su júbilo: era un templo a las diosas de la Victoria, una especie de arco del triunfo. En su juventud, había soportado situaciones que hubieran derrotado a cualquiera que poseyera un entusiasmo menos torrencial o una persistencia menos ciega. Pero, en los últimos años, su determinación había dado fruto. Cada vez veía a menos de esas personas misteriosas con obstáculos misteriosos en sus caminos y agravios misteriosos causados por el mundo que solían visitar su hogar en Prairie Avenue. En lugar de esa multitud, ahora solo aparecían unos pocos, selectos, “lo mejor”. De esa panda de acompañantes indigentes que se alimentaron en su hogar como los pretendientes en casa de Penélope, solo Alcee Buisson había conservado su derecho de visita. Solo él había recordado que la ambición cargaba con un petate a la espalda, donde llevaba las limosnas hacia el olvido, y solo él había sido lo bastante considerado como para cumplir con lo que Flavia esperaba de él, esto es, que su nombre tuviera valor en el mundo. Por eso, como decía la señorita Broadwood, “él fue el primero” y Flavia, como Mahoma, recordaba a su primer creyente.

“La casa de la canción”, como la llamaba la señorita Broadwood, era el resultado de las estrategias más ambiciosas de Flavia. Una mujer a la que le importara menos simpatizar con sus delicados organismos podría haber decidido ahogar esas piezas fosforescentes en el tibio baño de la vida doméstica, pero el criterio de Flavia era más profundo. Aquel debía ser un refugio donde las almas empequeñecidas o el cerebro sensible no se vieran constreñidos, donde el capricho de la moda superara el código del civismo, si fuera necesario. Consideraba que eso, al menos, era lo que le debía Arthur, pues ella, a su vez, había hecho concesiones. Flavia poseía, sin duda, un gran conjunto de epigramas para denotar que nuestro siglo emplea los genios de hierro que evoluciona sus cuentos de hadas, pero el hecho de que el nombre de su marido se pintara anualmente en decenas de miles de trilladoras contribuía en bien poco a su felicidad.

Arthur Hamilton nació y se crió en las Indias Occidentales y nunca había perdido la marca física de los trópicos. Su padre, tras inventar la maquina que ostentaba su nombre, regresó a los Estados Unidos para patentarla y fabricarla. Cuando dejó la universidad, Arthur pasó cinco años de ranchero en el oeste y viajó al extranjero. Con la muerte de su padre, volvió a Chicago y, para sorpresa de todos sus amigos, se hizo cargo del negocio, sin ninguna muestra de entusiasmo, sino con una perseverancia silenciosa, portentosa habilidad y sorprendente dedicación. El porqué o cómo un hombre autosuficiente y casi ascético de treinta años, de modales indiferentes e incapacitado para cualquier relación personal, tuvo la tenacidad de cautivar y, finalmente, casarse con Flavia Malcolm era un problema que había angustiado a cabezas mayores que la de Imogen.

Mientras Imogen se vestía, escuchó que llamaban a su puerta y entró una joven a la que de inmediato reconoció como Jemima Broadwood, o “Jimmy” Broadwood, como era conocida por la gente de su profesión. Aunque había algo marcadamente profesional en su sincero savoir faire, el rostro de “Jimmy” era de esos que no llevan bien el maquillaje. Sus ojos eran sagaces y grises como cielo ventoso de abril; eran ojos que los focos aún no habían conseguido secar, y se podría pensar que nunca habían visto nada menos bucólico que los campos listos para la cosecha y las ferias de pueblo. Llevaba su tupido cabello castaño corto y con la raya a un lado. Esto, más que insinuar su rareza, parecía mantener su aspecto de chicuelo de forma admirable. Alargó hacia Imogen una mano bien formada y grande, muy agradable de estrechar.

—¡Ah! Usted es la señorita Willard. Ya veo que no necesito presentarme. Flavia dijo que tuvo usted la amabilidad de expresar el deseo de conocerme y preferí que fuera a solas. ¿Le importa si fumo?

—Claro que no —respondió Imogen, algo desconcertada mientras buscaba a toda prisa unas cerillas.

—No se preocupe, tranquila, siempre voy preparada —dijo la señorita Broadwood, mientras detenía el movimiento de Imogen con un gesto de calma. Sacó una cerillera de plata con una forma un tanto extraña de algún misterioso hueco de su vestido de noche. Se sentó en una silla amplia, cruzó sus Oxford de charol y encendió un cigarrillo—. Esta cerillera —continuó, con voz pensativa— perteneció a un oficial prusiano. Se suicidó de un disparo en su bañera y yo la compré en una subasta de todas sus pertenencias.

A Imogen no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada ante tal confidencia irrelevante, pero la señorita Broadwood se dirigió a ella con cordialidad.

—Me alegro mucho de que haya venido, señorita Willard, aunque aún no tengo del todo claro por qué lo ha hecho. Tenía muchas ganas de conocerla. Flavia me dio su tesis para que la leyera.

—¡Vaya, qué gracioso! —soltó Imogen.

—Más bien al contrario —respondió la señorita Broadwood—. Noté que decididamente le faltaba humor.

—Quería decir… —tartamudeó Imogen, que empezaba a sentirse como Alicia en su viaje al país de las maravillas—. Quería decir que veo extraño que la señora Hamilton creyera que usted podía estar interesada.

La señorita Broadwood se rio con ganas.

—Vaya, no deje que mi grosería la asuste. De verdad, me pareció muy interesante e impresionante. Verá, la mayor parte de la gente de mi profesión no sirve para nada más y, precisamente por eso, tienen la convicción profunda y duradera de que en cualquier otro campo hubieran podido brillar. Resulta extraño pensarlo, pero la academia es el objeto de nuestra admiración y envidia. Cualquier cosa de ese estilo nos impresiona mucho, por eso tantos de nosotros nos casamos con autores o periodistas y soportamos vidas tristes. —La señorita Broadwood notó que había desconcertado a Imogen y cambió de tema drásticamente—. Verá —continuó, después de tirar su cigarrillo a medias—, hace algunos años, Flavia no me hubiera considerado digna siquiera de abrir su tesis… Ni de formar parte de los invitados en su casa, en realidad. Debo a Pinero ambos placeres. Depende del papel que represente, me gano su favor o lo pierdo. Flavia es mi prima segunda, así que puedo decir todas las cosas desagradables que quiera con una gracia perfecta. Estoy bastante desesperada por encontrar a alguien con quien reírme, por lo que voy a acompañarla a todas partes, pues está claro que nadie espera que estos gitanillos vean algo divertido. No pretendo que se pierda usted la gracia de la situación. ¿Qué piensa de la enfermería de las artes de Flavia, por cierto?

—Bueno, es demasiado pronto para que me forme opinión alguna —respondió Imogen mientras se dedicaba de nuevo a vestirse—. Hasta ahora, usted es la única de los artistas a quien he conocido.

—¿Una de ellos? —repitió la señorita Broadwood—. ¿Una de los artistas? Puedo haberla ofendido con mis palabras, querida, pero no me merezco eso. Vamos, sean cuales sean las señales de mi tribu que pueda llevar prendidas, déjeme demostrarle que no me tomo en serio a mí misma.

En el espejo, Imogen se giró completamente sorprendida y se sentó en el brazo de una silla, de cara a su visitante.

—No puedo entenderla, señorita Broadwood —le dijo con sinceridad—. ¿Por qué no debería tomarse usted en serio? ¿De qué sirve marear la perdiz? ¿Acaso no sabe que es una de las pocas actrices de la zona que posee el don de la comedia natural e ingeniosa?

—Gracias, querida. ¿Ya estamos en paz con lo de la tesis? ¿Lo decía en serio? Vaya, es usted una chica lista. Pero, verá, no sirve de nada verse a uno mismo con esa perspectiva. Si lo hacemos, siempre acabaríamos desquiciados y desperdiciaríamos nuestro talento encarnando otra vez a la infeliz hija de los Capuleto. Pero mire, acabo de oír a Flavia que viene a buscarla para que baje. Solo recuerde que no soy una de ellos… de los artistas, quiero decir.

Flavia se llevó a Imogen y a la señorita Broadwood al piso inferior. Cuando llegaron al recibidor de la planta baja, oyeron voces que provenían de la sala de música; unas siluetas oscuras acechaban entre las sombras bajo la galería, pero su anfitriona las guio directamente hasta la sala de fumadores. Esa tarde de junio había refrescado y se había encendido un fuego en la chimenea. Conforme el día iba oscureciendo, la luz de la chimenea se reflejaba en las pipas y en las curiosas armas de las paredes y daba un brillo anaranjado a los tapices turcos. Una de las paredes de la sala de fumadores estaba recubierta por completo de cristal, separándola del invernadero, que estaba iluminado con la luz blanca de las bombillas eléctricas. Había algo en la habitación oscurecida que recordaba a ciertas habitaciones de las Mil y una noches, abiertas a una corte de palmeras. Tal vez, en parte por culpa de este recuerdo, Imogen se sorprendió bruscamente cuando vio la silueta tenue y borrosa entre las sombras de un hombre sentado fumando en una silla baja y amplia ante el fuego. Era alto, delgado y moreno. Sus manos largas y flojas colgaban en los brazos de la silla. Un bigote castaño cubría su boca y sus ojos parecían soñolientos e indolentes. Cuando Imogen entró, él se levantó perezosamente y le dio la mano con unos modales apenas corteses.

—Me alegro de que haya llegado sin problemas, señorita Willard —le dijo, arrastrando las palabras con indiferencia—. Flavia temía que llegara tarde. ¿Ha disfrutado del paseo hasta la casa?

—Mucho, muchas gracias, señor Hamilton —respondió, aunque intuía que no le importaba si obtenía respuesta o no.

Flavia explicó que aún no había tenido tiempo de vestirse para la cena, pues había estado atendiendo al señor Will Maidenwood, quien se había mareado al hacerse daño en un dedo con una ventana tozuda, y se excusó enseguida. Cuando se fue, el señor Hamilton se giró hacia la señorita Broadwood con una sonrisa carente de entusiasmo.

—Bueno, Jimmy —comentó—, he traído una caja de piano llena de fuegos artificiales para los chicos. ¿Cómo crees que conseguiremos que quede alguno para el Cuatro de Julio?

—No podremos, a menos que neguemos su existencia contra viento y marea —dijo la señorita Broadwood mientras se sentaba en un taburete bajo junto a la silla de Hamilton y se apoyaba en el marco de la chimenea—. ¿Has visto a Helen? ¿Ha conseguido contarte la tragedia del diente?

—Se me acercó en la estación, con el diente envuelto en un pañuelo de papel. Tomé el té con ella hace una hora. Será mejor que se siente, señorita Willard. —Se levantó y acercó una silla para Imogen, que estaba de pie echando un vistazo al invernadero—. La cena se sirve a las siete, pero pocas veces empieza antes de las ocho.

Para entonces, Imogen había descubierto que allí el pronombre en plural de tercera persona siempre se usaba en referencia a los artistas. Como los modales de Hamilton no atraían a uno a emprender una charla cordial y su atención parecía centrada en la señorita Broadwood, al menos hasta el punto en que no parecía centrarse en nadie, se sentó de cara al invernadero y observó Hamilton, sin poder decidir en qué punto resultaba idéntico al hombre que había conocido a Flavia Malcolm en casa de su madre, doce años antes. ¿Se acordaba él que la había conocido cuando era una niña pequeña? ¿Por qué le dolía tanto su indiferencia, después de todos esos años? ¿Algún resquicio de su afecto infantil hacia él había sobrevivido, en las cavernas más oscuras de su consciencia, y había esperado recuperar ese cariño al volver a verlo? De repente, vio que se encendía una luz en los ojos soñolientos del hombre, una inconfundible muestra de interés y placer que la sorprendió por completo. Se giró rápidamente para poder seguir su mirada y descubrió a Flavia, que acababa de entrar, vestida para la cena e iluminada por el resplandor de su actitud más radiante. La mayor parte de la gente consideraba a Flavia hermosa y no cabía duda alguna de que llevaba sus treinta y cinco años de manera espléndida. Su figura no había aumentado hacia lo corpulento y su rostro era de los que no mostraba desgaste alguno. Sus cabellos teñidos de rubio parecían tan frescos y duraderos como el esmalte, y casi tan duros. Su expresión habitual mostraba una tensa, y a veces incluso fatigada, vivacidad que le hacía apretar los labios por los nervios. El perfecto ejemplo de viveza, la había llamado la señorita Broadwood, creado y mantenido a través de pura e indomable fuerza de voluntad. La aparición de Flavia en cualquier encuentro suscitaba un cambio, una cierta agitación, un reconocimiento y, entre los grupos más impresionables, una incomodidad. A pesar de la seguridad burbujeante que desprendía, Flavia siempre se sentía inquieta, además de ansiosa. No parecía que le convenciera el orden establecido de los objetos materiales, pues siempre intentaba ocultar su presentimiento de que las paredes podrían derrumbarse, que habría abismos que se abrirían ante ella o que todo lo que había tejido para su vida se lo llevaría el viento y se desgarraría de forma irrecuperable. Por lo menos esa fue la impresión que Imogen se llevó de ese aspecto de Flavia que era falso de una forma tan evidente.

La mirada viva, rápida y satisfecha de Hamilton hacia su esposa le había recordado a Imogen todas sus especulaciones sobre ellos. Lo miró sorprendida y llena de compasión. De niña, nunca se había permitido creer que a Hamilton le importase la mujer que lo había alejado de ella y, desde que había vuelto a pensar en ellos, no se le había ocurrido que alguien pudiera sentirse unido a Flavia de esa forma tan profundamente personal y exclusiva. Parecía tan irracional como intentar poseer todo Broadway a mediodía.

Cuando fueron a cenar, Imogen comprendió la magnitud del triunfo de Flavia. Había gente que solo tenía un nombre, como los reyes; gente cuyos nombres despertaban la imaginación de la misma forma que hacían un romance o una melodía. Con la notable excepción de M. Roux, Imogen los había visto a la mayoría antes, ya fuera en salas de concierto o en discursos, pero parecían bastante más viejos y apagados que en sus recuerdos.

Frente a ella se sentó Schemetzkin, el pianista ruso, un hombre bajo y corpulento con el rostro apoplético y la piel cetrina, y el abundante cabello gris apartado de su frente. Al lado de la gigantesca alemana se sentaba el tenor italiano, el más diminuto de los hombres, pálido, con el cabello lacio, suave y muy despeinado, con unos labios rojísimos y los dedos amarillentos de sostener cigarrillos. Frau Lichtenfeld brillaba envuelta en un vestido verde esmeralda ceñido para mostrar todos sus encantos naturales. Sin embargo, para hacerle justicia a la buena señora, como su atuendo nunca había sido tan modesto, le daba un aspecto de bárbaro esplendor. A su izquierda se sentaba Herr Schotte, el asiriólogo, cuyos rasgos quedaban completamente ocultos en la unión de su cabellera con la barba y cuyas gafas no dejaban de caerse al plato. Este caballero había desplazado más toneladas de tierra en sus excavaciones que ninguno de sus cofrades, y su vigoroso ataque a la comida parecía mostrar lo agotador de sus tareas cotidianas. Tenía los ojos pequeños y hundidos y su frente sobresalía con la agresividad de un acantilado óseo. La imagen leonina de su rostro la completaban unas pobladas cejas. Incluso a Imogen, que conocía parte de su trabajo y lo respetaba mucho por él, le recordaba demasiado a la Edad de Piedra como para que fuera un acompañante agradable durante la cena. Desde luego, parecía haber absorbido en parte el salvajismo de esas civilizaciones antiguas que estudiaba sin parar.

Frank Wellington, el joven de Kansas que se había graduado dos años antes en Harvard y había publicado tres novelas históricas, se sentaba al lado del señor Will Maidenwood, que seguía pálido tras sus recientes padecimientos y llevaba la mano vendada. Apenas participaban en la discusión general, ya que siempre que se encontraban estaban como el león y el unicornio, discutiendo sobre si había o no pasajes que el señor Wellington debería eliminar de su obra por consideración a la Juventud. Wellington había caído en las zarpas del gran sindicato americano que se relacionaba amistosamente con los autores en apuros cuyos problemas iban en la dirección correcta, lo que le había garantizado la fama antes de llegar a los treinta años. Como veía segura su posición, defendía con ardor esos pasajes que rechinaban al sensible y joven editor de Woman. Maidenwood, con la voz más suave posible, explicaba la necesidad del autor de reconocer ciertas restricciones en el comienzo; la señorita Broadwood, que se unió a la discusión sin que la invitaran ni la animaran, lo apoyó con unos comentarios afilados y maliciosos que causaron cierta incomodidad en el joven editor. Restzhoff, el químico, exigió la atención de todo el grupo para una exposición sobre sus aparatos que hacían helado hecho con aceites vegetales y administraban medicinas a través de bombones.

Flavia, que siempre estaba inquieta durante las cenas, se mostró algo indiferente hacia el defensor del chocolate peptonizado, pues le preocupaba claramente la repentina partida de M. Roux, que había anunciado que tendría que marcharse al día siguiente. M. Emile Roux, sentado a la diestra de Flavia, era un hombre de mediana edad bastante calvo, sin vestigio alguno de vanidad personal, aunque sus editores preferían que solo circularan aquellos retratos que le hicieron en su divina juventud. Imogen estaba bastante asombrada con el poco parecido que le veía con el aspecto de delgado Rolla vestido de negro que ostentó a sus veinte años. El hombre se había difuminado hacia la florida y acomodada gordura de la indiferencia y de la edad. Conservaba, no obstante, un semblante de durabilidad y solidez a su alrededor; tenía la apariencia de un hombre que se ha ganado el derecho a estar gordo y calvo e incluso a permanecer en silencio durante la cena si así lo desea.

Durante la discusión entre Wellington y Will Maidenwood, aunque lo invitaron a participar, M. Roux permaneció callado, sin dar muestras de interés o desprecio alguno. Desde su llegada, se había dirigido principalmente a Hamilton, que no había leído ninguna de sus doce grandes novelas. Eso molestaba a Flavia y la dejaba perpleja. La noche de su llegada, Jules Martel había dicho con entusiasmo:

—Hay escuelas y escuelas, modales y modales, pero Roux es Roux y todo París pone en hora sus relojes con el suyo.

Flavia le había comentado la frase a Imogen. Se le había quedado grabada y cada vez que la citaba se volvía a sentir impresionada.

Flavia cambió la conversación con incomodidad, exasperada de forma evidente y, al mismo tiempo, emocionada por sus repetidos fracasos a la hora de hacer hablar al novelista.

—Monsieur Roux —comenzó con brusquedad, con la más jovial de sus sonrisas—. Recuerdo una frase que leí hace años en su Mes Etudes des Femmes respecto a que nunca había conocido a una mujer realmente intelectual. Puedo preguntar, sin ser impertinente, si ese sigue siendo el caso.

—Quise decir, madam —respondió el novelista con cautela—, intelectual en un sentido muy especial, el que empleamos en referencia a los hombres cuyas actividades intelectuales parecen casi independientes de ellos mismos.

—¿Sigue considerando a una mujer así un ser mítico? —insistió Flavia, asintiendo como para alentarlo.

—Una Medusa, madam, que, si la descubrieran, nos convertiría a todos en piedra —dijo el novelista, inclinando la cabeza con seriedad—. Si acaso existiera —añadió despacio—, sería mi deber encontrarla, pues me ha costado más de un peregrinaje en vano. Como Rudel de Trípoli, he cruzado mares y atravesado desiertos para buscarla. He encontrado, de hecho, mujeres del saber cuya tarea me he visto obligado a respetar, muchas de las cuales poseían al mismo tiempo belleza y encanto y una aguda inteligencia que me dejaba perplejo; otras pocas poseían información asombrosa y cierta habilidad fatal.

—¿Ni la señora Browning, George Eliot o vuestra Madame Dudevant [Amantine Lucile Aurore Dupin, baronesa de Dudevant, también conocida como George Sand]? —preguntó Flavia con ese ferviente entusiasmo con el que podía, en ocasiones, soltar cosas incomprensibles en su banalidad (la señorita Broadwood siempre se quedaba sin respiración por la admiración que sentía ante su habilidad de tales cosas).

—Madam, aunque no se pueda negar que el intelecto estaba presente en el rendimiento de esas mujeres, aquello solo suponía la mecha del cohete. Aunque esta mujer me ha evitado, he estudiado su condición y los efectos que deja, de la misma forma que los astrónomos conjeturan las órbitas de unos planetas que nunca han visto. Si existiera, probablemente no fuera ni una artista ni una mujer con una misión, sino un personaje oscuro, con unas necesidades intelectuales imperativas, alguien que absorbe más de lo que produce.

Flavia, que seguía asintiendo nerviosa, interrogó a M. Roux con una mirada tensa.

—Entonces, cree que sería una mujer cuya primera necesidad sería conocer, cuyos instintos solo se verían satisfechos con lo mejor, algo que podría sacar de los demás. ¿Solo buscaría aquello digno de admiración?

El novelista alzó sus ojos opacos hacia su interlocutora con una sonrisa intraducible y una ligera inclinación de sus hombros.

—Exactamente, sí que es usted interesante, madam —añadió, con un tono de fría sorpresa.

Después de la cena, los invitados tomaron el café en la sala de música, donde Schemetzkin se sentó al piano para tamborilear un ragtime y su famosa imitación de la ejecución de Chopin a manos de una chica de internado. Se negó claramente a tocar nada más serio y solo practicaba por las mañanas, cuando tenía la sala de música para él solo. Hamilton y M. Roux se dirigieron a la sala de fumadores para discutir sobre la necesidad de continuar el impuesto sobre artículos manufacturados en Francia, una de esas conversaciones que tanto exasperaban a Flavia.

Tras media hora de muecas por parte de Schemetzkin y su tortura al teclado con vulgaridades maliciosas, el signor Donati, para ponerle fin, aceptó cantar, y Flavia e Imogen fueron a buscar a Arthur para que tocase los acompañamientos. Hamilton se levantó con un gesto molesto y dejó su cigarrillo en el marco de la chimenea.

—Claro que sí, Flavia, lo acompañaré, siempre que cante algo con melodía, arias italianas o baladas, y que el recital no sea interminable.

—¿Se nos une, M. Roux?

—Gracias, pero tengo cartas que escribir —respondió el novelista con una reverencia.

Como Flavia le había comentado a Imogen: “A Arthur se le da muy bien tocar los acompañamientos”. Escucharle le trajo a la memoria los días de su niñez, cuando él solía pasar sus vacaciones laborales en casa de su madre en Maine. Poseía, para ella, esa cualidad casi hipnótica que los jóvenes suelen ejercer sobre las niñas pequeñas. Era algo así como el fantasma de un idilio, subjetivo y fantasioso, la precocidad del instinto, como esa adorable y maternal preocupación que las niñas sienten por sus muñecas. Y, sin embargo, ese enamoramiento infantil poseía todos los altibajos del amor, con sus amargos celos, sus crueles decepciones y sus exigentes caprichos.

Verano tras verano, ella esperaba su llegada y lloraba con su marcha, indiferente hacia los más alegres jóvenes que la llamaban “encanto” y reían ante todo lo que decía. Aunque Hamilton nunca se lo había dicho, ella siempre había pensado que la apreciaba. Cuando se la llevaba al río para buscar montículos de hadas ocultos por sauces de ramas bajas, a veces se quedaba en silencio durante una hora, pero ella nunca creía que estuviera aburrido o la ignorase. Se tumbaba en la arena a fumar, con los ojos entrecerrados, mientras la observaba jugar; ella siempre era consciente de que lo entretenía. Algunas veces, sacaba su copia de Alicia en el país de las maravillas de su bolsillo; nadie podía leerla como él, riéndose con sus oscuros ojos cuando algo le hacía gracia. Nadie podía reír así, solo con sus ojos y sin mover siquiera un músculo de la cara. Aunque normalmente sonreía ante pasajes que a la niña no le parecían tan divertidos, ella siempre reía con alegría, porque él era tan poco dado a mostrar júbilo que cualquier ejemplo la emocionaba y quería llevarse todo el mérito. Ella se inclinaba más por las historias tristes, como La sirenita, que él le había contado una vez en un momento de descuido, cuando ella estuvo resfriada y la habían obligado a acostarse pronto el día de su cumpleaños y se puso triste porque no podría dar una fiesta. Pero él reprobaba esa predilección suya y la consideraba de un gusto morboso, por lo que siempre se negaba a contarle de nuevo el cuento cuando se lo pedía. En las ocasiones en las que se había portado especialmente bien o la gente la había descuidado bastante, él se ablandaba a veces y le relataba la historia, y no se reía nunca cuando ella disfrutaba del “final triste”, incluso si lloraba. Cuando Flavia se lo había llevado y él no regresó más, Imogen lloró inconsolablemente durante dos semanas y se negó a asistir a sus clases. Entonces encontró la historia de La sirenita por sí misma y lo olvidó.

Durante la cena, Imogen descubrió que él todavía sabía sonreír en secreto hacia una persona, con los ojos, y que todavía tenía la vieja costumbre de parecer aburrido, pero dejando ver que no lo está. Imogen sentía una intensa curiosidad sobre sus verdaderos sentimientos hacia su esposa y, más aún, por saber cómo se había adaptado en definitiva al cambio de sus condiciones vitales en general. No podía evitar sentir que eso último podría averiguarlo… Si se quedaba a solas con él durante una hora, en algún lugar donde hubiera un pequeño río y una cala arenosa rodeada de sauces llorones y un cielo azul que brillase a través de las ramas blancas de los sicomoros.

Esa noche, antes de retirarse, Flavia entró en la habitación de su esposo, donde estaba sentado con su chaqueta de fumar en una de sus sillas bajas favoritas.

—Supongo que es una responsabilidad importante traer a una criatura apasionada y seria como es Imogen entre todos estos personajes fascinantes —reflexionó ella en voz alta—. Pero, al fin y al cabo, nunca se sabe. Estas chicas responsables y silenciosas poseen su propio encanto, incluso para la gente superficial.

—Oh, ¿así que ese es tu plan? —preguntó con sequedad su marido—. Me preguntaba por qué la habías traído. No parece mezclarse bien con las personas superficiales. Al menos, esa ha sido mi impresión.

Flavia no prestó atención alguna a esa pulla, sino que repitió:

—No, al fin y al cabo, puede que no haya sido mala idea.

—Pues júntala con ese junco vibrante, el tenor —dijo entre bostezos su marido—. Recuerdo que solía gustarle lo triste.

—Pero, además —comentó Flavia con voz coqueta—, le debo una a su madre, en la misma moneda. Ella no temía entrometerse con el destino.

Pero Hamilton ya se había quedado dormido en su silla.

A la mañana siguiente, Imogen vio que solo la señorita Broadwood estaba en la sala del desayuno.

—Buenos días, mi querida muchacha, ¿qué hace levantada tan temprano? Nunca desayunan antes de las once. La mayoría toman el café en su habitación. Siéntese aquí a mi lado.

La señorita Broadwood se veía particularmente despierta y alentadora con su falda de paseo azul de sarga, su chaqueta abierta que mostraba el pecho cubierto por una camisa blanca rígida, dotada de una figura bordada casi imperceptible y una corbata oscura blanquiazul, perfectamente atada bajo el cuello amplio y ondulado de la camisa. Llevaba un capullo de rosa blanco en la solapa de su chaqueta y, definitivamente, se parecía más que nunca a un chico simpático y limpio de vacaciones. Imogen acababa de desear que pudieran desayunar a solas cuando la señorita Broadwood exclamó:

—Ah, ahí viene Arthur con los niños. Esa es la recompensa de levantarse temprano en esta casa, a ninguna otra hora se puede ver a los más pequeños.

Hamilton entró seguido de dos chicuelos guapos y morenos. A la chica, que era diminuta, rubia como su madre y demasiado frágil, la llevaba él en brazos. Los chicos se acercaron y dieron los buenos días con una calma y una alegría poco comunes, incluso entre los niños bien educados, pero la niña escondió el rostro en el hombro de su padre.

—Es una damita tímida —explicó él mientras la dejaba con suavidad en la silla—. Me temo que es como su padre, no consigue acostumbrarse a conocer gente. Y usted, señorita Willard, ¿soñó con el conejo blanco o con la sirenita?

—¡Oh, soñé con todos ellos! Con todos los personajes de esa civilización enterrada —soltó Imogen, contenta porque la actitud distante de la noche anterior había desaparecido por completo y con la sensación de que, de algún modo, la antigua relación de confidencias había reaparecido durante la noche.

—Ven, William —le dijo la señorita Broadwood al más joven de los niños—. ¿Y qué soñaste tú?

—Soñamos… —dijo William con seriedad; era el que más confianza tenía y siempre hablaba en nombre de los dos—. Soñamos que había fuegos artificiales escondidos en el sótano de la cochera, muchos, muchos fuegos artificiales.

Su hermano mayor lo miró sorprendido y temeroso, mientras que la señorita Broadwood se llevó la servilleta rápidamente a los labios y Hamilton bajó la mirada.

—Lo que sueñan los niños no suele hacerse realidad —respondió con tristeza. Esto conmovió incluso al formidable William, que miró nervioso a su hermano.

—Pero ¿las cosas desaparecen solo por haberlas soñado? —preguntó.

—Por lo general, es el mejor motivo que tienen para desaparecer —contestó su padre con seriedad.

—Pero, padre, la gente no tiene control sobre sus sueños —se quejó con amabilidad Edward.

—¡Cielo santo! Estás haciendo que los chicos hablen como si salieran de una obra de Maeterlinck —se rio la señorita Broadwood.

Flavia entró en ese momento, con un libro en la mano, y dio los buenos días a todos.

—Vamos, pequeños, ¿qué historia queréis esta mañana? —preguntó con una sonrisa. Muy emocionados, los niños la siguieron al jardín.

—Así que a veces lo hace —murmuró Imogen mientras los observaba salir de la sala de desayuno.

—Claro que sí —dijo alegremente la señorita Broadwood—. Les lee una historia todas las mañanas en la parte más pintoresca del jardín. La madre de los Graco, ya sabes. Lo hace con la intención, dice, de convertirlos en sus compañeros intelectuales. ¿Qué le parece si damos un paseo por la colina?

Cuando salieron de la casa, se encontraron con Frau Lichtenfeld y con el peludo Herr Schotte —el profesor causaba sensación con sus calcetines de golf— que volvían de un paseo envueltos en una animada conversación sobre las tendencias en la ficción alemana.

—¿No son los niños más guapos que has visto nunca? —exclamó Imogen mientras avanzaban por el camino hacia el río.

—Sí, y que no se le olvide comentárselo a Flavia. La mirará algo sorprendida y dirá: “Sí, ¿verdad?”, y tal vez vaya a buscarlos para que tomen el té con usted y así pueda apreciarlos como es debido. Tiene mucho miedo de perderse algo importante, nuestra querida Flavia. Es sorprendente la forma en que esos jovencitos consiguen ocultar su culpable presencia en la casa de la canción.

—Pero ¿a ningún artista le gustan los niños?

—Sí, les caen bien, pero nada más. El químico dijo el otro día que los niños son como algunas sales, que no necesitan materializarse, puesto que las fórmulas ya cumplen todos los propósitos prácticos. Le juro que no entiendo cómo Flavia aguanta tener a ese individuo cerca.

—Siento bastante curiosidad por saber qué opina Arthur sobre todo esto —dijo con cautela Imogen.

—¡Opinar! —soltó la señorita Broadwood—. Vaya, querida, ¿qué opinaría cualquier hombre de que su casa se convirtiera en un hotel, habitado por locos que dan órdenes a sus sirvientes, le piden prestado dinero e insultan a sus vecinos? ¡La gente evita este lugar como una leprosería!

—Entonces ¿por qué… por qué…? —insistió Imogen.

—¡Bah! —la interrumpió la señorita Broadwood con impaciencia—. ¿Por qué lo hizo en primer lugar? Esa es la pregunta.

—¿Casarse con ella? —dijo Imogen, sonrojándose.

—Exactamente —dijo con tono afilado la señorita Broadwood, cerrando de golpe la tapa de su cerillera.

—Supongo que es una pregunta que no nos corresponde a nosotras hacer y, desde luego, una sobre la que no deberíamos elucubrar —dijo Imogen—. Pero su tolerancia en relación a este punto me sorprende, más incluso que el resto de complicaciones.

—¿Tolerancia? A ver, el punto, como usted lo llama, es Flavia. ¿Quién podría imaginársela sin esto? No sé cómo acabará todo, de eso estoy segura, y de la misma forma creo que, si no fuera por Arthur, tampoco me importaría —declaró la señorita Broadwood, cuadrándose de hombros.

—¿Acaso cree que esto acabará?

—Una situación tan absurda no puede durar indefinidamente. Ningún hombre aceptaría que su esposa llevase los pantalones siempre, ¿no cree? El caos ya ha comenzado en la zona de la servidumbre. Se hablan seis idiomas diferentes ahora mismo. Verá, todo parte de una premisa completamente falsa. Flavia no tiene ni la más mínima idea de cómo son realmente estas personas; tanto sus virtudes como sus vicios se le escapan. Ellos, por otro lado, no pueden imaginarse qué está buscando ella. Arthur es todavía peor que cualquiera de los dos bandos: no está dentro del cuento de hadas, es decir, ve a las personas exactamente como son, pero es completamente incapaz de ver a Flavia como la ven ellos. De ahí la situación. ¿Por qué no puede verla como nosotros? Eso me ha quitado el sueño muchas noches, querida. Este hombre, que ha pensado tanto y que ha vivido tanto, que es un crítico nato, acepta a Flavia con el valor que ella misma se da. Pero ahora me estoy yendo por las ramas. Dado lo poco que la conoce usted, no puede comprender la fortaleza heladora de la autoestima de Flavia. Es como la de San Pedro, no se puede comprender su magnitud de un simple vistazo. Esto solo es posible si se vive a su sombra durante un tiempo. Ha dejado perplejo incluso a Emile Roux, ese despiadado diseccionador de egoísmos. Le ha sorprendido más todavía porque él vio a enseguida algo que algunos de ellos no ven en ningún momento, y quiera Dios que Arthur no lo vea hasta que suene la trompeta. Esto es, que todo lo que los artistas de Flavia han hecho, o harán tiene, para ella, el mismo significado que tiene una sinfonía para una ostra, que no hay ningún modo de hacerle entender la importancia de cualquier obra de arte.

—Entonces, por Dios bendito, ¿por qué se molesta? —dijo Imogen con voz entrecortada—. Es hermosa, rica y tiene buena reputación. ¿Por qué se molesta?

—Eso es lo que no deja de preguntarse M. Roux. No puedo ni intentar analizarlo. Flavia lee periódicos sobre los Hitos Literarios de París, los Amores de los Poetas y esas cosas, hasta sobre clubs en Chicago. A Flavia le resulta más necesario que la consideren inteligente que respirar. Me encantaría saber cuál es el diagnóstico de ese francés taciturno. La ha estado mirando con esos ojos saltones suyos igual que un biólogo examina a una rana sin un hemisferio del cerebro.

Durante varios días tras la partida de M. Roux, Flavia prestó una molesta cantidad de su atención a Imogen. Molesta porque Imogen tenía la sensación de que la estaba explorando con vigor y frivolidad, aunque ella no entendía con qué intención. Se sentía como si le estuvieran sacando el aire con una bomba, como si fuera a revelar algo. Cada vez que Imogen limitaba la conversación a asuntos de interés general, Flavia le hacía ver con pullas que su único interés en la vida había sido prepararse para conversar con sus amigos sobre esas cosas que tanto les interesaban. “Una no tiene ningún derecho a esperar lo mejor de la gente a menos que esté dispuesta a dar lo mismo a cambio, ¿no es así? ¡Quiero ser capaz de dar…!”, decía sin especificar nada. Y, sin embargo, cada vez que Imogen intentaba compensarla y se lanzaba con valor a explicar sus planes de estudio para el siguiente invierno, Flavia perdía el interés y la interrumpía con sorprendentes generalizaciones o con preguntas tan embarazosas como: “¿Y realmente te interesan estos estudios tan áridos? Te has enterrado en ellos. ¿Sirven para que el resto de cosas te parezcan ligeras y efímeras?”.

—Siento que me ha traído aquí con engaños —le confió Imogen a la señorita Broadwood—. No tengo ni la más remota idea de qué es lo que quiere de mí.

—Ah —se rio Jemima—, usted no llega al nivel necesario para las charlas sinceras con Flavia. No consigue comunicarle el ambiente de diversión despreocupada en el que vive. Debe recordar que ella no empatiza con nada por sí misma, sino que exige que se lo demos todo por medio de algún proceso de transmisión psíquica. Una vez conocí a una chica ciega, ciega de nacimiento, que podía opinar sobre las peculiaridades de la escuela de Barbizon con el entusiasmo y la labia de Flavia. Normalmente, Flavia sabe conseguir lo que quiere de la gente y su memoria es asombrosa. Una tarde, la oí compartir unas impresiones al azar sobre Hedda Gabler con Frau Lichtenfeld, repitiendo unas palabras que me había sonsacado cinco años antes. Las repetía con una apasionada convicción de la que yo no soy culpable. Pero he conocido a otras personas que se podían apropiar de las historias y opiniones de los demás; Flavia es infinitamente más sutil al respecto. Ella se revuelca y se deja llevar por las ensoñaciones de otros y se empapa de su entusiasmo, por así decirlo.

Al cabo de unos días de esfuerzo sin recompensa, Flavia se retiró e Imogen descubrió que Hamilton estaba listo para atraparla tras ser rechazada. Parecía que solo había estado esperando aquella crisis para que su antigua intimidad se restableciera al momento como si fuera algo inevitable y más que dispuesto. Imogen se convenció a sí misma de que no se había equivocado con él, a pesar de las dudas que la habían corroído en los últimos años, y la renovación de esa fe hizo que más de una pregunta se repitiera en su cerebro. “¿Cómo pudo? ¿Cómo puede…?”, se repetía con un deje de su resentimiento infantil. “¿Qué derecho tenía a desperdiciar algo tan bonito?”.

Una mañana, alrededor de una semana después de la partida de M. Roux, Imogen y Arthur regresaban de un paseo antes del almuerzo cuando vieron a un grupo absorto de gente que se había quedado parado delante de una de las ventanas del recibidor. Herr Schotte y Restzhoff estaban sentados en el alféizar con un periódico entre ellos, mientras Wellington, Schemetzkin y Will Maidenwood miraban sobre sus hombros. Parecían muy interesados: Herr Schotte se golpeaba a ratos las rodillas en estallidos de bárbara alegría. Cuando Imogen entró en el recibidor, sin embargo, todos los hombres se dirigieron hacia la sala del desayuno y el periódico se quedó abandonado inocentemente en el diván. Durante el almuerzo, los del grupo de la ventana estuvieron inusitadamente joviales y agradables, todos menos Schemetzkin, cuya mirada estaba más perdida que nunca, como si el manto de insultante indiferencia de Roux hubiera descendido sobre sus hombros, junto con su propio ensimismamiento inconsciente. Will Maidenwood parecía avergonzado e incómodo y el químico se esforzaba en hablar con educación con Hamilton. Flavia no había bajado para la comida… Y se entreveía un brillo malicioso bajo las cejas de Herr Schotte. Frank Wellington anunció con nerviosismo que una carta de su sindicato protector lo citaba en la ciudad imperativamente.

Después del almuerzo, los hombres se dirigieron hacia los campos de golf e Imogen, a la primera oportunidad, se apoderó del periódico que habían dejado en el diván. Una de las primeras cosas que le llamaron la atención fue un artículo titulado: “Roux sobre las cazadoras de cabelleras: cómo ve a la mujer estadounidense avanzada: agresiva, superficial e hipócrita”. Toda la entrevista se resumía más o menos en una imagen satírica de Flavia, llena de irritación y mezquindad mordaz. Nadie podría confundirse: lo había hecho con toda su habilidad para plasmar retratos. Imogen no había terminado el artículo cuando escuchó unos pasos y, con el periódico en la mano, se lanzó hacia las escaleras con rapidez ante la entrada de Arthur. Él alargó la mano y miró su rostro compungido con interés.

—Espere un momento, señorita Willard —dijo perentoriamente—. Quiero ver si podemos descubrir qué tenía tan interesados a nuestros amigos esta mañana. Deme el periódico, por favor

Imogen palideció cuando lo vio abrir el diario. Ella se inclinó y lo arrugó entre sus manos.

—No, por favor, por favor —le suplicó—. Es algo que no quiero que vea. ¿Por qué querría? Es algo tan ruin y rastrero que no debería prestarle ninguna atención.

Arthur le aflojó las manos con amabilidad y la acompañó hasta una silla. Encendió un puro y se leyó el artículo sin hacer ningún comentario. Cuando lo terminó, se acercó a la chimenea, encendió una cerilla y lanzó el periódico en llamas entre los morillos de latón.

—Tenía usted razón —le dijo al regresar, mientras se limpiaba las manos en un pañuelo—. Es casi imposible comentarlo. Es una canallada extrema para la que no tenemos nombre. Lo único imprescindible es que Flavia no se entere para nada de esto. Ha llegado el momento de mi actuación, pobre chica.

Imogen lo miró entre lágrimas.

—¡Oh, por qué lo ha leído! —Era lo único que pudo murmurar.

Hamilton rio sin alegría.

—Vamos, no se preocupe por eso. Siempre se tomó demasiado en serio los problemas del resto de la gente. De pequeña, cuando todo el mundo era jovial y todos estábamos alegres, necesitaba preocuparse de los problemas de la sirenita. Venga conmigo a la sala de música. ¿Recuerda el acompañamiento musical que una vez preparé para usted sobre el poema del Jabberwocky [el poema sin sentido, incluido en Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll]? Estaba practicándolo la otra noche, mucho después de que se fuera a la cama, y vi que era tan bueno como la música de Erl-King [el poema de Goethe, 1782, al que Schubert puso música en 1815]. Cómo me gustaría poder ofrecerle un poco de la tarta que se comió Alicia para que volviera a ser una niña. Entonces, cuando atravesara la puerta de cristal al jardincito, podría llamarme y contarme todas las maravillas que ocurrieran allí. ¡Qué pena que haya crecido! —añadió, riendo. Imogen estaba pensando exactamente lo mismo.

Durante la cena de esa noche, Flavia, con fatal insistencia, llevó una y otra vez la conversación hacia M. Roux. Había estado leyendo una de sus novelas y había recordado de nuevo que París ponía en hora sus relojes según el suyo. Imogen se imaginó que a Flavia le torturaba la impresión de no haberlo valorado lo suficiente mientras estuvo entre ellos. Cuando mencionó por primera vez su nombre, la única respuesta que obtuvo fue la cortina de silencio que cubrió al grupo. Acto seguido, todos se pusieron a hablar al mismo tiempo, como si tuvieran que corregir una idea equivocada. Hablaron de él con esa ferviente y desafiante admiración que solo se emplea para cubrir un doble sentido. Imogen se imaginó que sentían un cierto alivio por lo que el hombre había hecho, incluso aquellos que lo despreciaban por ello; que sentían un odio resentido hacia Flavia, como si les hubiera engañado, y un cierto desprecio hacia ellos mismos por haberse dejado engañar. Le recordaron a la ira de la multitud en el cuento, cuando el chico había señalado que el emperador iba desnudo. Claro que esa gente no sabía más de Flavia de lo que sabían antes, pero el mero hecho de que alguien lo hubiera dicho cambiaba la situación. Flavia, mientras tanto, estaba ahí, charlando con jovialidad, tristemente desconocedora de su desnudez.

Hamilton se apoltronó en su silla, jugueteó con el pie de su copa de vino, y observó todos los rostros en la mesa, estudiando los diversos niveles de vergüenza que mostraban. Los ojos de Imogen siguieron los suyos, llenos de temor. Cuando se produjo un silencio en el espasmódico flujo de la conversación, Arthur, echándose hacia atrás en la silla, dijo con toda la intención:

—En cuanto a M. Roux, su profesión lo sitúa en esa clase de hombres a quienes la sociedad nunca ha sido capaz de aceptar incondicionalmente, porque nunca ha podido asumir que tuvieran ningún sentido metódico del gusto. Los de su calaña y él siguen siendo, junto con los encantadores de serpientes y los charlatanes, gente indispensable para la civilización, pero a quienes esta no reconoce; gente a quien recibimos en casa pero cuyas invitaciones no aceptamos.

Por suerte para Flavia, esa mina no explotó hasta justo antes de que trajeran el café. Qué lástima daba escuchar su risa: resonó en el silencio de la habitación como si fuera una tumba, mientras hacía un comentario insustancial sobre la gracia de su marido, oscura como las bromas de los moribundos. Nadie le respondió y ella se quedó ahí, asintiendo mecánicamente, como un juguete, con su sonrisa blanca y fija hasta que Alcee Buisson y Frau Lichtenfeld la socorrieron.

Después de la cena, los invitados se dirigieron de inmediato a sus habitaciones, e Imogen fue de puntillas al piso de arriba, mientras escuchaba el eco de la rotura y el polvo del desmoronamiento. Se preguntó si el deje habitual de incomodidad de Flavia no era, en cierta forma, profético, una especie de premonición inconsciente, en definitiva. Se sentó a escribir una carta, pero se notó tan nerviosa, con la cabeza ardiendo y las manos heladas, que no tardó en abandonar el intento. Cuando estaba a punto de ir a buscar a la señorita Broadwood, Flavia entró y la abrazó, con los nervios a flor de piel.

—Queridísima niña mía —empezó—, ¿alguna vez se ha elaborado un discurso tan malhadado e incomprensible? Claro que no hace falta explicarte la falta de tacto de Arthur, que no quería decir lo que ha dicho. Pero ¡y a ellos! ¿Acaso puede esperarse que lo entiendan? Se sentirá desconsolado cuando se dé cuenta de lo que ha hecho, pero ¿y mientras tanto? ¡Y de M. Roux, de entre todos los hombres del mundo! Encima de que hemos tenido la suerte de tenerlo con nosotros, con lo simpático y abierto que se mostró. Si yo creía que Arthur, a su manera, lo admiraba. Querida, no tienes ni idea del daño que nos ha hecho su discursito. Schemetzkin y Herr Schotte ya me han mandado un mensaje diciendo que mañana mismo tendrán que dejarnos. ¡Cómo ha podido hacer algo así siendo el anfitrión!

Flavia se detuvo un momento, ahogada por unas lágrimas de desesperación y enfado.

Imogen estaba completamente desconcertada. Era la primera vez que veía a Flavia mostrar una emoción que resultaba ser, sin duda alguna, genuina. Respondió consolándola como pudo.

—¿Y por qué se lo toman como una apreciación personal? Si solo fue un comentario sobre un tipo de personas…

—De las que no sabe nada y por las que no siente simpatía alguna —la interrumpió Flavia—. Ah, querida, no puedo esperar que lo entiendas. No puedes darte cuenta, al conocer a Arthur de antes, de su completa falta de sentido estético. Es absolutamente nulo, sordo y ciego por completo en ese sentido. No pretendía ser brutal, es solo la brutalidad de la completa ignorancia. Siempre lo perciben… Son muy sensibles a las influencias antipáticas para con ellos, ¿sabías? Lo saben desde el momento en que entran en casa. Me he pasado la vida disculpándolo y buscando esconderlo. Pero, a pesar de mis esfuerzos, él los hiere; su actitud, incluso su silencio, los ofende. ¡Por Dios! ¿Se creen que no lo sé? ¿Creen que no me hiere a mí constantemente? Pero nunca ha hecho nada tan odioso como esto… ¡Nunca! ¡Ni siguiera se me ocurre ningún motivo posible para esto!

—Pero estoy segura, señora Hamilton, de que no fue más que una simple opinión, como la que cualquiera de nosotros podemos expresar sobre cualquier tema. No era más personal ni más extravagante que muchos de los comentarios de M. Roux.

—Pero, Imogen, M. Roux tiene derecho a hacerlos. Forma parte de su arte, y eso es un asunto completamente diferente. ¡Oh, y esta no es la primera vez! —continuó con pasión Flavia—. Siempre he tenido que pelear contra esos prejuicios suyos tan intolerantes. Siempre reteniéndome. ¡Pero esto…!

—Creo que confunde su actitud —respondió Imogen, tan colorada que sintió un hormigueo en las orejas—. Es decir, creo que él es más apreciativo de lo que parece. Un hombre no puede demostrar demasiado estas cosas… No si quiere considerarse un hombre de verdad. No creo que deba preocuparse demasiado de proteger los sentimientos de personas que son demasiado cortas de miras como para aceptar que hay otros puntos de vista. —Se detuvo al descubrirse en una situación en la que resultaba imposible de explicar el comportamiento de Hamilton a su esposa; una tarea que, una vez empezada, requeriría un viaje de descubrimiento que Flavia no estaba preparada para recibir y del que ella sería muy mala guía.

—¡Eso es justo lo que más duele! —Flavia se puso a dar vueltas por la habitación—. Precisamente porque todos han mostrado tanta tolerancia y consideración hacia Arthur, no puedo encontrar ningún pretexto razonable para su encono. ¿Cómo no puede captar el valor de estas amistades por el bien de los niños, aunque sea? ¡Qué ventaja es para ellos poder crecer entre tales celebridades! Aunque no le interesen estas cosas, debería percatarse de eso. ¿No hay nada que pueda decir para explicárselo? Me refiero a ellos. Si alguien les explicase lo limitada que es su comprensión en estos asuntos…

—Me temo que no puedo aconsejarle nada —dijo con seriedad Imogen—. Pero eso, al menos, me parece imposible.

Flavia la tomó de la mano y la miró con afecto, asintiendo nerviosa.

—Por supuesto, querida, no puedo pedirte que seas tan sincera conmigo. Pobre niña, estás temblando y tienes las manos heladas. ¡Pobre Arthur! Pero no le juzgues duramente por esto, piensa cuánto se pierde en la vida. Qué sorpresa más cruel te has llevado. Te mandaré un poco de jerez. Buenas noches, querida mía.

Cuando Flavia cerró la puerta, Imogen no pudo evitar echarse a llorar de los nervios.

A la mañana siguiente, se despertó tras una atribulada e inquieta noche. A las ocho, la señorita Broadwood entró vestida con un albornoz a rayas rojas y blancas.

—¡Arriba, arriba, que toca ver la imagen de la gran destrucción! —gritó, con los ojos brillando de emoción—. El recibidor está lleno de baúles, todos preparan sus maletas. ¿Qué rayo ha caído? Es usted, ma chérie, ¡usted ha traído a Ulises de vuelta a casa y ha dado comienzo la masacre! —Dejó que una nube de humo triunfante saliera de entre sus labios y se lanzó hacia la silla que había junto a la cama.

Imogen, apoyada sobre su codo, explicó emocionada la historia sobre la entrevista de Roux, que la señorita Broadwood escuchó con el mayor interés, interrumpiéndola a menudo con exclamaciones de placer. Cuando Imogen llegó la dramática escena que terminaba con la destrucción del periódico, la señorita Broadwood se levantó y dio una vuelta por la habitación, jugueteando violentamente con las borlas del cinturón de su albornoz.

—¡Espere un momento! —exclamó—. ¿Me está diciendo que tuvo un modo, como llegado del cielo, de que ella volviera a tomar consciencia de la realidad y no lo aprovechó? ¿Tuvo en su poder un arma así y la desechó?

—¿Aprovecharlo? —tartamudeó Imogen—. ¡Claro que no! Él desnudó su espalda al verdugo, se entregó para el castigo con ese discurso que hizo durante la cena, que todos entienden salvo Flavia. Ella se pasó una hora aquí y no hubo nada de buen gusto en sus maldiciones.

—¡Querida! —gritó la señorita Broadwood, mientras le agarraba la mano por el absoluto deleite que sentía ante la situación—. ¿Ve lo que él ha hecho? Esto no acabará nunca. ¡Se ha sacrificado para salvar la vanidad que lo devora, pone rencores en su paz y da su joya eterna al enemigo más habitual del hombre, para convertirlos a ellos en reyes, la semilla real de los Banquo [el personaje de la obra teatral Macbeth, de William Shakespeare]! ¡Es magnífico!

—¿No lo ha sido siempre? —dijo, apasionada, Imogen—. Es un pilar de cordura y ley en esta casa de vergüenzas y egos hinchados, donde la gente camina con la dignidad de un manicomio, cada uno creyéndose papa o rey. ¡Si hubiera oído usted cómo hablaba de él esa mujer! Vaya, lo cree estúpido, un intolerante, cegado por sus prejuicios de clase media. Decía que carecía de sentido estético e insistía en que sus artistas siempre lo habían mostrado tolerancia. No sé por qué me pone de tan mal humor, pero estoy segura de que la estupidez de Flavia y su convicción llevarían a cualquiera al borde del abismo.

—Sí, al contrario que la singular finura de él, están calculados para hacer justamente eso —dijo con voz seria la señorita Broadwood, ignorando con tacto las lágrimas de Imogen—. Pero lo pasado no se parece en nada a cómo será. ¡Espere a que partan los cisnes negros de Flavia! No debería quedarse mucho más, eso solo lo hará más difícil para todos. ¿Me dejaría llamar a su madre para que le envíe dinero para pagarse el tren de la tarde hacia su casa?

—Lo que sea antes que volver a soportarla así. ¡Me pone en una situación imposible, y él es tan bueno!

—Pues claro que lo hace —le dijo la señorita Broadwood, con compasión—. Y no va a sacar nada bueno de ello. Yo me quedaré porque estas cosas me interesan y Frau Lichtenfeld se quedará porque no tiene dinero para irse y Buisson porque se siente en parte responsable. Estas complicaciones son interesantes para la gente de sangre fría como yo, a quienes nos interesa el componente dramático, pero distraen y desmoralizan a los jóvenes que puedan tener algún objetivo serio en la vida.

El consejo de la señorita Broadwood era muy generoso ya que el elemento más interesante para ella de aquel desenlace se perdería con la marcha de Imogen.

—Si se va ahora, lo superará — se dijo para sí la señorita Broadwood—. Si se queda, se prendará de él y el dolor podría llegar a hacerse permanente. No soportaría que se arruinase a sí misma de esa forma.

Llamó por teléfono a la señora Willard y ayudó a Imogen a empacar. Incluso se encargó de darle la noticia de la marcha de Imogen a Arthur, quien, mientras se liaba un cigarrillo con dedos seguros, comentó:

—Eso está bien. ¿Qué iba a hacer aquí con dos viejos cínicos como tú y yo, Jimmy? Está llena de fechas, fórmulas y otros positivismos, y rebosa de tantas de ilusiones que podría hacer sombra al sol. Has sido muy delicada con ella, ¿verdad? Te he estado observando. Y pensar que todo podría haber terminado la próxima vez que la veamos. “El destino común de todo lo raro”, ya sabes. Qué buena chica eres, Jimmy —añadió, poniéndole afectuosamente las manos en los hombros.

Arthur los acompañó a la estación. Flavia estaba tan derrotada por los actos coordinados de sus invitados que solo pudo ver a Imogen un momento en la oscuridad de su dormitorio, donde la besó agitada, sin alzar la cabeza donde llevaba una venda de vinagre aromático. De camino a la estación, tanto Arthur como Imogen cedieron el peso de conservar las apariencias enteramente sobre la señorita Broadwood, que alegremente se hizo cargo de la situación. Cuando Hamilton subió la bolsa de Imogen al coche, la señorita Broadwood la detuvo un momento y, mientras le daba su mano grande y cálida, le susurró:

—Iré a verla cuando regrese a la ciudad y, mientras tanto, si se encuentra con alguno de nuestros artistas, dígales que ha dejado a Cayo Mario entre las ruinas humeantes de Cartago.

*FIN*


“Flavia and Her Artists”,
The Troll Garden, 1905


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