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 I 
Flor se llamaba, flor era ella, 
flor de los valles en una palma, 
flor de los cielos en una estrella, 
flor de mi vida, flor de mi alma. 
Era más suave que blanda arena, 
era más pura que albor de luna, 
y más amante que una paloma, 
y más querida que la fortuna. 
Eran sus ojos luz de mi idea, 
su frente lecho de mis amores, 
sus besos eran dulzura hiblea, 
y sus abrazos collar de flores. 
Era al dormirse tarde serena, 
al despertarse rayo del alba, 
cuando lloraba limbo de pena, 
cuando reía cielo que salva. 
La de los héroes ansiada palma, 
de los que sufren el bien no visto, 
la gloria misma que sueña el alma 
de los que esperan en Jesucristo; 
Era a mis ojos condena odiosa 
si comparada con la alegría, 
de ser el vaso de aquella rosa, 
de ser el padre de la hija mía. 
Cuando en la tarde tornaba al nido 
de mis amores, cansado y triste, 
con el inquieto cerebro herido 
por esta duda de cuanto existe; 
Su madre tierna me recibía 
con ella en brazos –yo la besaba… 
y entonces … todo lo comprendía 
y al Dios sentido todo lo fiaba!… 
¿Qué el mal existe? — ¡Delirio craso! 
¿Qué hay hechos ruines? — ¡Error profundo! 
¿No estaba en ella mirando acaso 
la ley suprema que rige al mundo? 
¡Ah! cómo ciega la dicha al hombre, 
cómo se olvida que es rey el duelo, 
que hay desventuras sin fin ni nombre 
que hacen los puños alzar al cielo. 
¡Señor! ¿existes? ¿Es cierto que eres 
consuelo y premio de los que gimen, 
que en tu justicia tan sólo hieres 
al seno impuro y al torvo crimen?. 
Responde, entonces: ¿por qué la heriste? 
¿cuál fue la mancha de su inocencia, 
cuál fue la culpa de su alma triste? 
¡Señor, respóndeme en la conciencia! 
Alta la lleva siempre y abierta, 
que en ella nada negro se esconde; 
la mano firme llevo a su puerta, 
inquiero … y nada, nada responde. 
Sólo del alma sale un gemido 
de angustia y rabia, y el pecho, en tanto 
por mano oculta de muerte herido 
se baña en sangre, se ahoga en llanto. 
Y en torno sigue la impía calma 
de este misterio que llaman vida, 
y en tierra yace la flor de mi alma, 
y al lado suyo mi fe vencida. 
II 
¡Allí está! Blanca, blanca 
como la nieve virgen que el potente 
viento del Norte de la cumbre arranca; 
como el lirio que troncha mano impía 
orillas de la fuete 
que en reflejar su albura se engreía. 
¡Allí está! … La suave 
primavera pasó; pasó el verano 
y la estación poética en que el ave 
y las hojas se van; retornó el cano, 
pálido invierno con su alegre arreo 
de fiesta y de niños, y aún la veo 
y la veré por siempre… ¡Allí está!… fría 
entre rosas tendida, como ella 
blancas y puras y en botón cortadas 
al despertar el día. 
¡Ay! En la hora aquella, 
¿dónde estaban las hadas 
protectoras del niño?, 
que no vinieron con la clara estrella 
de su vara de armiño 
a tocar en la frente a la hija mía, 
a devolver la luz a aquellos ojos, 
y a arrancar de mi pecho los abrojos 
de esta inmensa agonía, 
de este dolor eterno, de esta angustia 
infinita, fatal, inmensurable, 
de este mal implacable 
que deja el alma mustia 
para siempre jamás – que nada alcanza 
a mitigar en este mundo incierto. 
¡Nada! Ni la esperanza 
ni la fe del creyente 
en la ribera nueva, 
en el divino puerto 
donde la barca que las almas lleva 
habrá de anclar un día; 
ni el bálsamo clemente 
de la grave, inmortal filosofía; 
ni tú misma divina Poesía 
que esta arpa de las lágrimas me entregas 
para entonar el salmo de mi duelo… 
Tú misma, no, no llegas 
A calmar mi dolor… 
¡Ábrase el cielo! 
¡desgájese la gloria en rayos de oro 
sobre mi frente … y desdeñosa, altiva 
de su mal sin consuelo 
al celestial tesoro 
el alma mía cerrará su puerta: 
que ni aquí, ni allá arriba 
en la región abierta 
de la infinita bóveda estrellada, 
nada hay más grande, nada! 
Más grande que el amor de mi hija viva, 
Más grande que el dolor de mi hija muerta! 
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