Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Galopa en dos tiempos

[Cuento - Texto completo.]

Augusto Roa Bastos

1

El hombre apenas reconoció el lugar. Todo estaba cambiado. Parecía otro barrio con el mismo nombre de antaño. Se lo podía leer en todos los letreros. Fue leyendo algunos: «Gran cine de Dos Bocas», «El Chic de Dos Bocas», casimires finos, «Club Guaraní», «Kabuffeti y Espíndola — Frutos del País». Le guiñaban al pasar los nervios verdes y rojos de neón.

La vieja calle de tierra había crecido y se había transformado en una ancha avenida de macadán. A los lados se escalonaban las casas: chalets que a toda costa querían ser modernos y eran solamente ridículos y chillones con sus tics de mal gusto petrificados en la mampostería; galpones de cinc, cobertizos de todos tamaños, una estación de servicio iluminada «al giorno».

Donde antes había un gran potrero lleno de mangos y piñales, se levantaba ahora una cancha de fútbol. Por encima del cerco de ladrillos y el frontón del mismo estilo que los chalets se alcanzaba a ver una parte de las galerías esfumadas en la sombra. El cine estaba donde antes había estado la verdulería y carnicería de unos italianos. Precisamente porque se habían perdido recordaba estos detalles con precisa nitidez.

En seguida empezaban los puestos con venta de refrescos, golosinas y cigarrillos, los «bares» al aire libre, que no eran más que boliches a la intemperie con las sucias mesitas esparcidas bajo las parraleras. Todos estaban abarrotados de gente. Prácticamente, la galopa comenzaba allí. Eran las primeras ramificaciones del jolgorio nocturno. El barrio engallardetado se hallaba hirviendo con los remolinos de la multitud, la música de los altoparlantes, los gritos de los buhoneros y las bocinas de los vehículos.

A un costado, entre los árboles, la lona de un circo se movía en el viento. Por ahí andaría el centro de la «función». Alrededor de una pequeña plazoleta giraban dos o tres calesitas atascadas de chicos. Entre el litigio machuno del truco, el rumor de las botellas pescadas con aros, el vivo entrechocar de los bolos, subía la monótona y ronca cantinela de los encargados de juegos. Loteros barbudos y sudorosos, saperos, talladores de monte y siete y medio real, de chica y grande. Arribeños oscuros de doctas y febriles manos, con billetes arrugados detrás de las orejas, los ojos astutos, inyectados en sangre. Muecines de un rezo lúgubre apañaban los distintos ritos menores de la fiesta, con el mismo lenguaje y el mismo tono de fulleros errantes.

Igual que antes pero también diferente. Había mucha más gente, pero no había banda. Ahora bastaban los altoparlantes. La misma música cavernosa y metálica surgía de muchas bocas a la vez. Hasta las calesitas giraban con altoparlantes.

 

2

 

Recordaba otra galopa, de quince años atrás. En ese mismo lugar. Con una mujer. Con Rosa. La había conocido precisamente allí, en una kermesse igual a ésta, a la que él había caído como ahora, sin saber por qué.

Ella salía con una amiga de la tienda de una pruebera. Salía hermosa y alegre. El futuro reflejado en los naipes roñosos de la adivina le había puesto en el rostro un baño radiante, como si le hubiera untado la cara con polvo de luciérnagas machacadas. Así era. Un resplandor verde y trémulo, viviente, como sus ojos, cuando dijo:

—¡Ay, disculpe, señor!

Ella salía, él pasaba. El encontronazo los unió para siempre. No para siempre, en realidad. Solamente por una eternidad corta y desesperada que empezaba en ese momento, en los dieciocho años de ella, ingenuos, juguetones, ávidos; en los treinta sombríos de él. En la noche de un día que habría sido mejor que no existiera.

La otra se fue en seguida. Estaba oscuramente desanimada. A ella, por lo visto, no la habían favorecido las barajas zahoríes de la vieja. Rosa y él se sumergieron en el humor del jolgorio; de un jolgorio en las orillas, que había crecido en quince años, al cabo de los cuales él estaba todavía allí, pero solo, sin ella, recordando fragmentos de un tonto diálogo en cuyas frases él apenas se reconocía.

—Entonces, ese hombre del cual le habló la vieja soy yo…

—Sí…; trigueño, cabello oscuro y ondulado como el suyo. Los ojos también. ¿Y qué edad tiene usted?

—¿No le dijo treinta años, la vieja?

—Sí, de veras… Eso me dijo.

—¿No ve que soy yo? ¿Y qué más le dijo?

—Que nos casaríamos, que haríamos un largo viaje.

—¿Y eso nomás? —la voz del hombre seguía, insinuante, obstinada, dominadora.

—También que…

—Sí, diga.

—También que tendríamos muchos hijos y que seríamos muy felices.

—¡Como si nada! Y aquí nomás, a la salida, ese hombre ya la estaba esperando. ¿Qué me dice? Esa adivina vale oro.

Ella rió desdoblada entre la dicha y el temor. Él le palpó las frescas redondeces con los ojos sombríos. Entonces ella bajó los suyos y se dejó conducir del brazo por entre la algarabía ensordecedora, como en un sueño. El cuerpo, el corazón sonámbulo, la cabeza ligeramente ladeada hacia el desconocido que la suerte había puesto en su camino.

Sentía bajo la presión de su mano el vértigo latiente de la muchacha, la sumisión medrosa y al mismo tiempo ansiosa de su sangre, apegándola a él, entregándosela poco a poco.

El bullicio se fue apagando. La luz también. Era ahora un caminito sinuoso entre los yuyos. Ya se podía sentir la estridulación finita de los grillos, ardiendo en la oscuridad. Tenues hilos de plata sobre el rumor lejano. La noche misma se había puesto de pronto más oscura. Iban caminando entre los mangos. Ni las estrellas se veían. Solamente el denso, el adormecedor perfume de las piñas y los mangos del potrero avanzaba hacia ellos. El olor de la tierra empapada de rocío. La noche caía sobre ella como un jarabe. El filtro de la pruebera. La tiniebla trémula del instinto, cribada de motitas rojas, fosfóricas, pateándoles suavemente en las sienes.

—Volvamos ya —gimoteó en ella un resto de pudor, de temor—. Me han de andar buscando…

—No; todavía no, ricura. Vamos un poco más. No tengas miedo. No te va a pasar nada. Está tan linda la noche…

En una pequeña limpiada se detuvieron. Él se sacó el saco y lo extendió sobre el pasto húmedo y fragante. Se sentó él primero; luego, la atrajo hacia sí, suavemente, sin prisa. El vientre redondo y prieto avanzó hacia el rostro anguloso. El duro mentón empezó a frotarse contra él, a escarbarlo, como arañándolo despacio, con tiernas sacudidas. La atrajo aún más, y ella se hincó de rodillas frente a él, azogada y febril. El hombre entonces sofocó con sus besos los pequeños plañidos que recorrían su garganta y agotó diestramente el prólogo comenzado, como un halcón agota la agonía estremecida de la paloma.

Ella se puso un dedo entre los dientes. No pudo, sin embargo, estrangular del todo un grito de dolorosa delicia. Pero en ese mismo momento cantó un pájaro entre las ramas; de modo que el grito se prolongó en el canto, solo como un sonido que cambiase de matiz, o como si el canto del ave nocturna hubiera arrancado simplemente con un gemido humano. Eso fue todo.

El tiempo extraño había comenzado a contar para ellos. Cuando la luna salió, ella todavía estaba ínmóvil, inerme, como dormida. La luna se filtraba entre las hojas. Diminutos lunares dorados manchaban los brazos que cubrían el rostro y, más abajo del ruedo levantado del vestido, la gruesa y mórbida horqueta de los muslos. Con hierbas aromáticas que machacaba previamente con los dientes, él trató de contener la hemorragia. Un rato después la levantó y volvieron hacia el rumor, hacia el resplandor de la galopa. Pero volvían distintos, cambiados. Ella y él.

—¿Y ahora…? —gimió Rosa con auténtica angustia—. ¿Qué va a ser de mí?

—No tengas miedo —replicó el seductor con dureza; una irritación indefinible hacía ronca su voz—. No es nada. No hemos sido los únicos. Mirá…

De trecho en trecho, al amor de la sombra que la luna teñía ahora de un pálido azul, se resolvían vagamente otras operaciones análogas a la que ellos habían concluido.

 

3

 

El vaticinio de la pruebera empezó a cumplirse exactamente, implacablemente. Solo que al revés.

Vino el largo viaje: Rosa, grávida, tuvo que huir de su casa para seguir a su hombre. Y a la verdad el camino fue largo y amargo.

—… Su trigueño pinta oscura va a subir…, va a subir alto… —había predicho también la bruja—. Primero va a tener que contar a todos, sin hablar, las cosas buenas que ocurren en la ciudad… Todos le van a oír sin verlo, sin poder contestarle.

Eso en realidad no era para Rosa un presagio muy claro. Le había parecido una broma, una superchería de la embaucadora. Pero él sí lo entendió muy claramente. La lectura correcta era la del espejo: había que descifrar los pronósticos de la vieja volviéndolos del revés.

 

4

 

Sus frustrados estudios de abogacía dieron con él en el periodismo. Se hizo primero cronista deportivo. Se aburría con el fútbol. Pidió encargarse de la sección policial. Sus notas ganaron gran popularidad gracias a la manera cínica y desenfadada en que estaban concebidas y redactadas. Su técnica era muy simple: conseguir siempre una brecha ínfima, un agujero, un intersticio disimulado en la falsa piedad o en la pirueta irónica, por donde el tufo de la maldad, de la perversidad humana, surgiera fino y hondo, irremediable.

—Dan la impresión —comentaba la mayoría de sus lectores— de un reportaje al criminal un momento después del crimen.

Y era el mejor elogio que le podían hacer.

Contra las protestas de Rosa, él se defendía encogiéndose de hombros:

—Tenemos que comer, ricura. Es un trabajo honrado, como cualquier otro. La bruja lo dijo: «Contará a todos, sin hablar, las cosas buenas que ocurran en la ciudad». ¿No seguís creyendo acaso todo lo que dijo ella? Y a lo mejor —su voz se tornaba opaca, impersonal—, ¿quién te dice que yo no sea un criminal en potencia? Escribiendo sobre los crímenes de los demás, evito cometer el mío propio.

—No, ¡por Dios, no! —decía Rosa con lágrimas en los ojos.

—¿Por qué no? —insistía él, impasible, con un sadismo tan perfecto que parecía simulado.

Siempre encabezaba sus notas con alguna reflexión efectista. Pero sus impactos eran seguros en su público de lectores. Había quienes las anotaban rigurosamente en una libreta, entre suspiros de admiración. Había logrado desarrollar así un breve compendio de la ciencia del crimen, con numerosas ediciones individuales, anónimas.

Una vez, por ejemplo, escribió: «El peor crimen no es el que termina en un asesinato. Se puede destruir a un ser vivo de muchas maneras. Lo peor no es la muerte. El peor crimen es aquel al que la víctima sobrevive físicamente».

Y a continuación relataba la acción de dos chicos que con una ferocidad increíble, con una saña salvaje pero calculada, casi suave, habían reventado los ojos a un gorrión con una espina de naranjo que uno de ellos había extraído del bolsillo. El matiz peculiar de sus notas residía en el intenso tono autobiográfico que él sabía imprimirles.

Así, aunque él mismo después contaba que había tratado de salvar al pajarillo («sentía miedo y vergüenza; era algo sagrado que me quemaba las manos…»), la impresión de que él había relatado solamente una aventura de su infancia no conseguía disiparse. Pero esto era lo que daba fuerza a sus crónicas.

 

Y en cuanto al vaticinio de los hijos, también la pruebera había acertado con la imagen inversa en el espejo del destino.

Por una última vez Rosa había vuelto a insistir:

—¿Por qué no me dejás tener un hijo?…

—¿Un hijo? Ya te he dicho que no y no. ¿Cuándo vas a dejar de molestarme con esas pavadas?

—¡Lo quiero tanto!

La idea solamente de un hijo lo sublevaba. Por tres veces más, después de aquella aventura inicial de la galopa, Rosa tuvo que soportar que le saquearan las entrañas para despojarla de lo que más deseaba en el mundo.

El hecho de mencionárselo y el tono algo áspero, de dolorido orgullo, que tuvo la voz de Rosa al decir mi hijo, lo exasperaron. Perdió el control de sí mismo. Ofuscado, enardecido por el resentimiento, se abalanzó sobre ella y le hizo sentir la fuerza de sus manos. Después fue y abrió de un tirón el cajón de la cómoda donde ella guardaba las ropitas que cosía y tejía en secreto para ese hijo que se había convertido en nada más que un deseo obsesivo para ella. Recogió furioso las minúsculas prendas, hizo con ellas un montón en medio de la pieza y las quemó en su presencia.

Pero Rosa era infinitamente paciente. Volvieron a reconciliarse. Y nunca más le mencionó el hijo.

 

Un tiempo después dejó el periodismo policial y aceptó la subsecretaría de un ministerio. Allí necesitaban de su extraño conocimiento del corazón humano, de su torva popularidad literario-policial.

Uno de los intermitentes sismos políticos del país lo expulsó, junto con muchos otros, camino del destierro.

Y Rosa desapareció en una de las grietas que quedaron abiertas en la corteza social que se tragaron sin piedad a muchas como ella.

 

5

 

Habían transcurrido, pues, quince años. Él acababa de regresar al país deslizándose por el puente levadizo de una de las también intermitentes amnistías.

Y allí estaba caminando, como una sombra, en medio del jolgorio de un arrabal que había crecido y parecía ahora otro barrio con aquel nombre de antaño, apenas sentimentalmente sedicioso para él. Se había aplicado tenazmente en sus actos, lo que ni siquiera le había permitido conservar escrúpulos humanitarios con respecto a sí mismo.

Se detuvo ante un puesto de cigarrillos.

—Deme un «Reina» —su voz misma resonaba con un acento extranjero, aporteñado.

Al fondo del quiosco había un espejo manchado. Mientras le daban el vuelto contempló en la sucia luna su rostro quemado por aquella explosión de un «Primus», en un conventillo de la Boca, en Buenos Aires. De él también podía decirse que estaba cambiado físicamente. La quemadura de la nafta le había dado otra expresión. Lo había absurdamente ennoblecido. Un lado de la cara estaba oscura; el otro, forrado en una suave película de piel renovada y ligeramente fruncida bajo los ojos, tenía el color de la cera virgen. Nadie lo hubiera reconocido. Era un extranjero, un desarraigado, un intruso.

Pero a él le daba lo mismo. Nada tenía ahora importancia en su vida. A los cuarenta y cinco años era un hombre acabado. Era un hombre con apariencia de hombre. Nada más.

¿Dónde estaría Rosa en ese momento? Pensó en ella sin curiosidad, sin remordimiento, con un recuerdo sin más importancia que los otros. Hasta para esas cosas estaba encallecido sin remedio. No sabía nada, no sentía nada. No le importaba no saber, no sentir nada. Ajeno y distante iba en medio de esa galopa no avanzando sino desandando un camino, de espaldas al futuro, oscurecido el rostro por los años, la desesperanza y el tedio.

Levantó la vista. Se hallaba frente a una pista de baile rodeada con un cerco de alambre tejido y arpillera. En la pared rosada del frente, donde estaba la entrada, había un letrero con esta inscripción:

 

BAR Y RECREO «EL MANGO»

Baile y diviértase todas las noches hasta la madrugada

 

Se quedó mirando las fotos de las «chicas» del establecimiento, que estaban en un marco con vidrio, cerca de los huecos de la boletería. Le invadió un malestar indefinible. En eso, alguien le tocó el hombro:

—Con mirar el papel no hace nada. Sáquese el gusto. Vamos adentro a bailar.

Era una mujer; una de las bailarinas del dancing que entraba a comenzar su trabajo. La siguió desorientado. Ella desapareció un momento por una de las puertas traseras del salón. Volvió con un cigarrillo en los labios, contoneándose mucho, con el vestido negro muy abierto sobre el pecho, tratando de ser provocativa. Se le acercó y le tomó de las manos. Lo contempló con un aire de astuta conmiseración. Eso suponía un valor enorme en una mujer como ella; un coraje casi absurdo.

—¿Bailamos? Pareces muy triste. Y aquí, chiquito, uno viene a divertirse.

Salieron a la pista bordeada por copudos mangos desde cuyas ramas pendían los focos eléctricos y las bocas enrejadas de los altoparlantes mandando sus polcas lánguidas y cadenciosas y la gelatina melódica del bolero, la tormenta procaz de la rumba o los cortes del tango. El bar y recreo «El Mango» estaba al día con lo más nuevo del cancionero internacional.

Bailaron algunas piezas. Después se fueron a un rincón, en la penumbra, y se quedaron mirando la zambra maquinal, fingidamente alegre, de las parejas que hacían humear rojizamente el enladrillado bajo sus pies. Él bebió toda la noche, sin levantarse más. Se miraban de tanto en tanto, hablándose apenas. Sus sillas se hamacaban sobre las gruesas raíces emergidas de un mango rosa. Los dos parecían atrapados por los tentáculos de un pulpo negro embadurnado de cal. Sobre su vaso de cerveza lavada, ella lo miraba con sus grandes ojos enrojecidos por las trasnochadas, por la depravación. Tenía un aire hambriento y desolado. Esa mujer resumía en su persona toda la sórdida fascinación del antro programero, siniestro y dulce a la vez, acentuada casi hasta el alarido con la complicidad inocente de las libélulas, de los árboles, del perfume, de la noche que bajaba hasta las hojas, hasta los focos manchados por las defecaciones de las moscas, la noche parecida a un trozo de terciopelo azul destrozado y sucio entre los dientes de un perro enfermo.

Él buscaba algo en ese rostro. Pero no sabía qué. Tal vez algo que para él estaba definitivamente perdido: el posible entendimiento con una mujer. De su concubinato con Rosa, solo había quedado un huérfano nonato terrible que él se negaba a reconocer y que lo llamaba, sin embargo, con vagidos crepusculares desde el recuerdo, desde la muerte.

Le dijo de pronto:

—Podés sonreírte un poco.

La mueca se formó con esfuerzo mecánico. Ese rostro encanallado no era, sin embargo, más que la «máscara del oficio». Sobre el espeso revoque del polvo y del colorete flotaba el aire de una marchita pureza. Por el agujero de esos ojos se podía llegar a una fisonomía, al reflejo de otro ser que no había muerto en ella, pero que se había refugiado a una profundidad cada vez mayor hasta hacerse invisible. Pero todo rostro son muchos rostros. El que ahora miraba el hombre estaba bastante deteriorado. La boca, sin embargo, habría sido hermosa en la juventud. Los labios finos, bien dibujados. Solamente los dientes eran un poco grandes. Brillaban en la risa arrugada por el aburrimiento en una hilera demasiado uniforme. De pronto, toda la hilera se movió; fue un movimiento pequeñísimo, apenas perceptible, pero entre las encías y los dientes se produjo una fisura. Él cerró los ojos, porque para él fue como si de pronto se hubiera rajado una pared sin ruido.

Un poco humillada, la mujer le dijo con cierto suave y salvaje rencor:

—¿No te gusto? ¿Querés irte con otra? Vos tampoco, amor, estás muy entero, que digamos. Tenemos que ayudarnos un poco… —y en adelante cuidó de no mostrar los dientes.

Él le tomó las manos; se las levantó lentamente y las besó en la punta de los dedos. Bajo el perfume barato, el persistente olor de la lavandina, las vetas indelebles del tizne de cocina hundido en las yemas, las uñas recién pintadas con una capa de esmalte gruesa y grumosa por las superposiciones, publicaban el secreto de esas pobres manos proletarias. El hombre borracho, vacío, pidió:

—Contame tu historia, yegüita… —al volverse en la penumbra, de su cara parecían salir dos caras: una oscura, amarilla la otra.

—Cuando cierre esto, podemos ir a casa, si querés. Allá te haré los gustos, nenito. No te saldrá muy caro el paseo.

 

6

 

Salieron a la madrugada. Todavía faltaba mucho para el amanecer. Llegaron a las orillas. Se detuvieron ante un rancho de mala muerte entre otros ranchos iguales, diseminados al borde de una gran zanja cuyo hedor les llegó, a ella no, a él, con la emanación pútrida de aguas servidas estancadas. Contra el hedor del sumidero, el aroma de un jazmín de lluvia y de un níspero raquítico luchaban inútilmente como un tábano contra una osamenta.

—Aquí es —dijo la mujer con desgana.

La puertita del rancho rechinó con sus goznes de cuero seco. Entraron. La voz del hombre resonó en la oscuridad del rancho, con anticipada autoridad marital:

—Encendé la luz.

—No; por favor. No quiero que se den cuenta los vecinos. Son muy chismosos —cuchicheó ella.

Al hombre le daba igual. Total, lo único que quería era dormir. Se orientó con las manos en el cuartucho. Fue descubriendo el pobre mobiliario: una silla desvencijada, un cajón con una palangana, una toalla todavía húmeda, colgada de un clavo y exhalando un agrio olor (era casi preferible el del zanjón). Una soga tirante en un ángulo. La cama, por fin. Se quedó parado junto a ella, sin saber qué hacer, si irse de allí o tumbarse de una vez, vencido por el cansancio, por una desazón ignota que le escocía en todo el cuerpo como un sarpullido maligno. Oyó caer el vestido alrededor de los pies de la mujer. Su delgada, blanquecina silueta se combó sobre algo.

—Acostate de una vez. Ya voy en seguida.

Los últimos sonidos le salieron pastosos, ahogados. Estaba masticando una galleta que sacó no se podía saber de dónde. El ruido de esa hambre era terrible. Él oía trabajar los dientes postizos sobre el pedazo de galleta dura. Tuvo que ponerse las manos sobre los oídos. Se sentó al borde de la cama. Ella seguía inclinándose con suaves movimientos alternados. Más que verla, la adivinaba entregada a esa inexplicable ocupación. Confusamente la veía atraer y empujar algo con los brazos. La pregunta estalló áspera en sus labios.

—¿Qué estás haciendo?

—Nada… Ya voy. Acostate.

El balanceo de los brazos cesó. Se agachó hacia el suelo. Parecía que se hubiese inclinado para sacarse las medias. Solo un poco más tarde, el hombre supo que se había anudado algo a los pies. En seguida se deslizó en el catre y lo buscó experta, maquinalmente. Con pausas y caricias tan maquinales como las de ella, él trató de demorar, de alejar eso que no le producía el menor interés. Sabía, sentía que esa mujer estaba en ese momento (tanto como lo estaba él mismo) lejos de todo lo que siquiera aproximadamente pudiera parecerse al deseo. Su indiferencia era la desolada indiferencia que solo da el extremo desamparo o la absoluta desesperanza; una actitud que volvía a parecerse a la inocencia, pero que por eso mismo era monstruosa, como son monstruosas todas las caricaturas de la perfección.

No obstante, el momento llegó. El acuerdo tácito de los sexos es demasiado viejo para que tenga necesidad de fantasía o de imaginación. Ese hombre y esa mujer acostados en un catre, dos seres fantasmales que nada tenían de común entre sí más que su común desgracia, tampoco pudieron abstraerse al puro atavismo del instinto, a su costumbre, a su fatal mandato parecido a la pesantez. Sin darse cuenta, estuvieron en seguida el uno en brazos del otro. Sin embargo, sus cuerpos cansados y gastados se frotaban el uno contra el otro en una inercia menos que puramente animal, de la cual todo vestigio de voluptuosidad había desaparecido.

De improviso el balanceo comenzó nuevamente, pero esta vez ya no con los brazos sino con la pierna. Él la sentía subir y bajar contra su vientre en una flexión rítmica, muy lenta y espaciada, que se detuvo cuando deslizó su mano para indagar la causa del movimiento.

—Pero… ¿qué es lo que estás haciendo? —volvió a preguntar inquieto, irritado.

Ella quedó inmóvil y en silencio. No se la oía siquiera respirar. El hombre tendió la mano hacia la ropa que había dejado sobre la silla, cerca de la cama. Ella, a su vez, comprendió lo que iba a suceder. Le rogó agitada, atropellando las palabras:

—Por favor… no enciendas. No enciendas… Por…

Pero él ya había extraído la caja de fósforos del bolsillo del saco. Encendió uno bruscamente y entonces vio algo imprevisto: en el ángulo del rancho había una pequeña hamaca de lona en la que dormía una criatura. Ésta era la cuerda tirante que él había palpado al entrar. La oyó murmurar tímidamente a la mujer, como disculpándose:

—Lo estaba hamacando para que no se despertara y te molestara en lo mejor. Es mi hijo, ¿sabes? No quería que lo vieras. Ustedes los hombres son muy tontos. Pero…, ya está hecho. No importa. Si querés, podemos seguir…

Mantuvo el fósforo en alto. Se fijó en el pie de la mujer; tenía anudado al pulgar el piolín con que movía la hamaca. Se incorporó a medias en la cama y lo desanudó con lentitud.

La voz con que dijo: «es mi hijo», impresionó al hombre vivamente, como si la hubiera oído en otra parte, hacía mucho tiempo. Acercó aún más la cerilla que ya comenzaba a apagarse, consumida casi por completo. Y entonces, a lo imprevisto se sumó lo que de ninguna otra manera hubiera podido ocurrir; la llamita agonizante del fósforo alumbró por un instante brevísimo el rostro de… Rosa. Envejecido, destruido, pero con el aire de desesperada aunque impasible honradez que él ya había contemplado en la penumbra, bajo los mangos. El instante brevísimo había vuelto a durar quince años de un golpe, al resplandor de esa cerilla que se apagó entre los dedos del hombre con una sensación indolora y lejana.

El chico entonces se despertó y se puso a llorar, como si por primera vez llorase una criatura en el mundo. Él volvió a taparse los oídos con las manos. Pero seguramente no dejaba de escucharlo. Se levantó de la cama, se vistió como un autómata. Hurgó en sus bolsillos tanteando con furiosa torpeza, como si ya hubiese perdido la costumbre de sí mismo. Sacó todo lo que tenía y lo soltó sobre la silla. Salió tropezando como un ciego hacia la claridad brumosa del amanecer que empezaba a filtrarse por las rendijas del rancho. La mujer estaba tan cansada que vio todo eso como en un sueño, sin comprender. Se tumbó en el camastro y se quedó dormida como una piedra. Solo el chico seguía llorando. Cada vez con menos fuerza. Hasta que también volvió a dormirse. Y entonces el rancho quedó envuelto en un completo y rosado silencio.

 

7

 

Algunos días después, boyando en el espeso y nauseabundo caldo del zanjón, encontraron el cuerpo de un hombre. No lo pudieron identificar. Rosa fue llamada para averiguaciones. Pero ni siquiera ella lo pudo reconocer. Seguramente algún borracho noctámbulo que había resbalado y caído.

La soltaron mucho antes de lo que ella misma hubiese podido imaginar. Volvió a lo suyo, contenta de haberse podido zafar tan pronto.

*FIN*


El trueno entre las hojas, Buenos Aires, 1953


Más Cuentos de Augusto Roa Bastos