Gaspar Ruiz, un relato romántico
[Cuento - Texto completo.]
Joseph ConradI
Una guerra revolucionaria suele sacar de la oscuridad a muchos curiosos personajes, un puñado de vidas humildes que vive en los estratos más tranquilos de la sociedad.
Hay ciertos individuos que acaban logrando la fama gracias a sus virtudes o a sus vicios, o sencillamente por acciones que a veces llegan a adquirir una importancia transitoria antes de caer de nuevo en el olvido. Cuando por fin acaba la lucha, apenas sobreviven los nombres de algunos caudillos que se consignan en la Historia, y cuando muere también el recuerdo vivo de los hombres, éstos perviven calladamente en los libros.
El nombre del general Santierra alcanzó en su momento esa fría celebridad del “papel y la tinta”. Fue un sudamericano de familia acomodada citado entre la nómina de los que contribuyeron a la liberación del continente del opresivo dominio español.
La larga batalla que se entabló a favor de la independencia por un lado, y del dominio por otro, se desarrolló en el transcurso de los años y los requiebros de la voluble fortuna con la crueldad de una lucha a vida o muerte. Todo sentimiento de lástima y compasión desapareció ante la inquina del odio político, y, como suele pasar en todas las guerras, fue la masa popular, precisamente la que menos iba a ganar con el resultado, la que más daños sufrió en sus oscuras personas y en sus humildes bienes.
El general Santierra comenzó sus servicios con cargo de teniente en el patriótico ejército organizado y comandado por el famoso San Martín, más tarde conquistador de Lima y libertador del Perú. Justo por aquel entonces se acababa de resolver una gran batalla en los límites del Bío-Bío. Entre los prisioneros capturados tras la derrota se hallaba un soldado llamado Gaspar Ruiz. Se distinguía del resto de sus compañeros de cautiverio por su abultada cabeza y su robusta constitución. También su personalidad resultaba inconfundible. Meses antes, y aprovechando las escaramuzas previas a la gran batalla, había abandonado las filas republicanas, pero había sido capturado después con las armas en la mano y entre los monárquicos no podía esperar más suerte que la de ser fusilado por desertor.
Y sin embargo Gaspar Ruiz no era un desertor. Su inteligencia no alcanzaba para sopesar con mesura las ventajas y los peligros de la traición. ¿Por qué habría intentado cambiar de bando? La realidad le decía que estaba prisionero y que padecía malos tratos y muchas privaciones. En ningún campo se le había enseñado a ser tierno con sus adversarios. En cierta ocasión le ordenaron ponerse junto a otros rebeldes capturados, en la vanguardia de las tropas del rey. Le pusieron un fusil en las manos y él lo cogió y se marchó; no quería morir en unas circunstancias así solo por negarse a avanzar, pero como tampoco poseía la menor noción de heroísmo, estuvo tentado de tirar el fusil a la menor oportunidad. Mientras tanto, lo iba cargando y descargando por el temor que le producía saltarle los sesos, a la menor señal de repugnancia, a cualquier oficial del rey de España, aunque no tuviera facultades para algo así. Todas aquellas consideraciones trató de exponérselas lo mejor que pudo al sargento de guardia al que habían encargado custodiarlo a él y a los otros veinte desertores, también sentenciados sumariamente a ser ajusticiados por las armas.
Se encontraba en aquel momento en un recinto cuadrado del fuerte situado tras las baterías que dominaban la rada de Valparaíso. El oficial encargado de identificarlo se había marchado sin ni siquiera escuchar sus quejas. Su suerte estaba echada, le habían atado con fuerza las manos a la espalda y le dolía todo el cuerpo debido a la cantidad de palos y golpes de culata que le habían dado para que caminara más rápido por el camino que iba desde el lugar en el que lo habían capturado y la puerta del fuerte. Aquélla había sido la única señal sistemática de atención que los prisioneros habían recibido de su escolta durante un viaje de cuatro días a través de aquella desértica región del país. Si cruzaban algún arroyo les permitían calmar la sed bebiendo a toda prisa, y cuando anochecía les tiraban unas sobras de carne dejándolas caer como si se tratara de pequeños cadáveres.
Gaspar Ruiz estaba en el patio del castillo desde el amanecer, después de haberse pasado toda la noche caminando penosamente. Sentía la garganta abrasada y la lengua totalmente hinchada y reseca. Aparte de la sed, experimentaba en todo su cuerpo una vaga sensación de cólera que no era capaz de expresar, como si el vigor de su alma no se correspondiese en absoluto con la energía de su cuerpo.
Los otros prisioneros que se encontraban entre el puñado de los condenados tenían la cabeza gacha y miraban hacia el suelo con obstinación, pero Gaspar Ruiz no paraba de repetir:
—¿Por qué me pase a los monárquicos? ¿Por qué deserté? ¡Dime, Esteban!
Luego se dirigió directamente al sargento, que resultó ser su paisano, pero el sargento encogió sus delgados hombros y dejó de prestar atención a aquella voz grave que seguía murmurando a sus espaldas. Realmente le extrañaba mucho la deserción de Gaspar Ruiz; los de su pueblo eran demasiado humildes como para que pudieran apreciar las ventajas de otra forma de gobierno. No había por tanto ninguna razón lógica que hiciera entender por qué Gaspar Ruiz quería soportar en su persona las leyes del rey de España, ni tampoco se había manifestado jamás proclive a exteriorizar ninguna forma de subversión. Se había afiliado al partido de la independencia de una manera razonable y natural. Un día, al amanecer, se habían plantado en el rancho de su padre un grupo de patriotas, matando a lanzadas a los perros guardianes y desjarretando a una hermosa vaca, todo en un pestañeo y sin dejar de gritar: “¡Viva la libertad!”. El oficial estuvo durante un buen rato hablando de la libertad con gran elocuencia después de una larga y reconfortante siesta, y cuando cayó la tarde y se marcharon, llevándose con ellos algunos de los mejores caballos de Ruiz padre para sustituir a sus exhaustos rocines, Gaspar se fue también con ellos apremiado por las sugestivas invitaciones del oficial.
Poco después, un destacamento de tropas monárquicas al que se le había encargado pacificar aquel distrito había quemado el rancho y había incautado el resto de los caballos y el ganado, dejando a los pobres viejos bajo un arbusto, sin uno solo de sus bienes terrenales, aunque con el inestimable don de la vida.
II
Gaspar Ruiz había sido condenado a muerte y no pensaba en aquel momento ni en su pueblo natal ni en sus padres, para quienes por otra parte siempre fue un buen hijo debido a la mansedumbre de su temperamento y a la fortaleza de sus brazos. La ventaja de aquella última virtud era más apreciada aún por su padre, debido a la enorme docilidad del chico. El alma de Gaspar Ruiz era fácilmente maleable.
Pero en ese momento, lo cierto es que le había invadido una especie de violenta rebeldía ante la posibilidad de morir acusado de traición. ¡Él no era un traidor! Se lo dijo una vez más al sargento:
—Esteban, tú sabes perfectamente que yo no he desertado, y sabes también que me quedé retrasado entre los árboles con los otros tres para contener al enemigo mientras huía el destacamento.
El teniente Santierra, que por aquel entonces era apenas un jovencito y que en absoluto estaba acostumbrado a las crueles necesidades de la guerra, se había quedado rondando por allí, como fascinado por el espectáculo de aquellos hombres que estaban a punto de ser fusilados como “escarmiento”, por utilizar la misma palabra que el comandante.
El sargento ni siquiera se dignó a mirar al prisionero, y se dirigió al joven oficial con una sonrisa de superioridad:
—Ni siquiera diez hombres habrían bastado para apresarlo, mi teniente, y por si fuera poco, los otros se incorporaron al destacamento después de que anocheciera. ¿Por qué no hizo él lo mismo si era el más sano y el más fuerte de todos?
—Mi fuerza no sirve de nada contra un hombre que sabe manejar el lazo —se quejó con vehemencia Gaspar Ruiz—. El que me apresó me llevó casi un kilómetro a rastras.
Ante una razón tan poderosa como aquélla, el sargento se limitó a sonreír con desdén. Santierra fue corriendo en busca del comandante, y a los pocos minutos apareció el ayudante del castillo, un hombre violento y esquelético que llevaba un uniforme andrajoso. De aquel rostro chato y amarillento surgía una voz temblorosa. Gracias a él, el sargento tuvo noticia de que los prisioneros no iban a ser fusilados hasta la puesta de sol, por lo que preguntó qué tenía que hacer con ellos hasta entonces.
El ayudante miró a su alrededor con desprecio, señaló la puerta de un pequeño cuarto de guardia parecido a una mazmorra donde la luz y el aire entraban a través de una única ventana con gruesos barrotes, y gritó:
—Meta ahí adentro a esos canallas.
El sargento agarró el bastón de su cargo con energía y celo, y cumplió aquella orden con placer. Como Gaspar Ruiz tardó en reaccionar, le pegó en la cabeza y en la espalda. Gaspar se quedó quieto durante unos segundos ante aquella lluvia de golpes, mordiéndose los labios pensativo, y como si estuviese atrapado en un proceso de perplejidad mental, para seguir a sus compañeros a continuación, y sin mucha prisa. Cerraron la puerta y el ayudante se fue con la llave.
A la llegada del mediodía el calor en el interior de aquella estancia chata comenzó a ser sofocante. Los prisioneros se habían arracimado bajo la ventana y pedían a gritos a sus guardianes un poco de agua, pero los soldados permanecían desparramados en distintas posturas bajo la poca sombra que había junto a la pared, mientras el centinela fumaba parsimoniosamente un cigarrillo y levantaba las cejas de cuando en cuando. Gaspar Ruiz consiguió abrirse paso hasta la ventana gracias a su fuerza. Su voluminoso pecho necesitaba más aire que los demás. Apoyó su enorme cara en el alféizar y la apretó contra los barrotes. Parecía el soporte del resto, apiñados a su alrededor para poder respirar. Habían pasado de los quejumbrosos ruegos a los gritos desesperados, y las voces de aquellos hombres sedientos llevaron al joven oficial que en ese momento estaba cruzando el patio a lanzar un grito para hacerse así oír y respetar:
—¿Por qué no le dan agua a esos presos?
El sargento se disculpó con aire de inocencia sorprendida y se excusó respondiendo que aquellos hombres iban a morir dentro de poco.
El teniente Santierra golpeó el suelo con un pie.
—¡Que hayan sido condenados a muerte no significa que tengan que ser torturados! —gritó—. ¡Denles agua inmediatamente!
Ante aquel gesto de enfado, los soldados se quedaron tan desconcertados que se pusieron en movimiento. El centinela agarró su fusil y ordenó la posición reglamentaria, pero, cuando llenaron un par de cubos en el pozo, se dieron cuenta de que eran demasiado grandes como para que cupieran entre los barrotes. Ante la esperanza de poder saciar la sed, los gritos de los hombres que se encontraban tras la ventana se hicieron realmente desgarradores, pero cuando los soldados que alzaban los cubos los volvieron a dejar sobre el suelo con desaliento, el clamor de la desilusión fue todavía más desolador. Los soldados del ejército de la independencia no tenían cantimploras. Alguien encontró al final un bote de hojalata, pero en cuanto lo acercaron a la apertura se produjo tal furia, tales aullidos de rabia y de dolor en aquella masa humana que el teniente Santierra gritó:
—No, mejor abra usted la puerta, sargento.
El sargento se encogió de hombros y dijo que no tenía autoridad para abrir aquella puerta, ni siquiera en el hipotético caso de haber tenido la llave, pero como ni siquiera la tenía… Se la había llevado el ayudante de la guarnición. Aquellos hombres estaban dando mucho trabajo de manera innecesaria, no entendía por qué no se los había ajusticiado al amanecer, como se había previsto al principio.
El teniente Santierra seguía de espaldas a la ventana deliberadamente. Gracias a sus súplicas reiteradas había conseguido que el comandante retrasara la ejecución. Se le había concedido aquel favor por respeto a la distinción de su familia y a la posición que tenía su padre entre los mandamases del partido republicano. El teniente creía que el general en jefe iba a visitar el fuerte aquella misma tarde, y esperaba ingenuamente que su intercesión lograría el indulto para alguno de los criminales. Poco más tarde, el flujo de sus sensaciones lo llevó a pensar que su pretensión era frívola y punible, y le pareció evidente que el general jamás iba a consentir algo semejante. No solo no iba a salvar a los infelices, sino que además iba a tener que responsabilizarse de la crueldad de todos aquellos sufrimientos añadidos.
—Vaya inmediatamente a pedir la llave al ayudante —dijo Santierra.
El sargento no pudo evitar una mueca de sonrisa mientras sus ojos miraban de soslayo el rostro de Gaspar Ruiz, inmóvil entre los barrotes, destacándose entre aquel fondo compuesto de caras amarillentas y desencajadas.
—El señor ayudante de plaza —murmuró el sargento— está durmiendo la siesta.
Y aun suponiendo que a un sargento como él se le fuera a permitir llegar hasta su superior, lo único que provocaría era que quisiera arrancarle el alma del cuerpo por interrumpir su descanso.
Movió las manos en un gesto de súplica, con la mirada clavada en sus negros pies. El teniente Santierra se quedó allí, contemplándolo indignado, pero tuvo un momento de vacilación. De pronto se sonrojó su hermoso rostro ovalado, pulido como el de una jovencita. Su carácter le había vuelto a jugar una mala pasada. Le tembló el labio superior, y por un segundo se sintió a punto de estallar de rabia o de prorrumpir en llanto.
Cincuenta años más tarde, el general Santierra, aquella venerable reliquia de la época de la revolución, todavía era capaz de recordar los juveniles sentimientos de aquel imberbe teniente. Desde el momento en que fue incapaz de acompañarlos a caballo, el mayor placer de aquel veterano consistía en recibir en su casa a los oficiales de las escuadras extranjeras que pasaban por el puerto. Sentía predilección por los ingleses y por los viejos compañeros de armas. Todos los oficiales ingleses aceptaban su hospitalidad con interés, porque en su momento había conocido a lord Cochrane y participado en todas las operaciones navales de la Guerra de la Independencia. Era un políglota extraordinario, pero cuando se daba el caso de que se le resistía alguna palabra en inglés o en francés, se alisaba oportunamente la barba blanca, lo que acababa por otorgar un aire de pausada dignidad al tono de sus recuerdos.
III
—Así es, amigos míos —solía decirle a sus invitados—, ¿qué podía hacer un jovencito de diecisiete años como yo, sin la menor experiencia y debiendo encima mi grado al patriotismo de mi padre, que en paz descanse? La tremenda humillación que sufrí no fue precisamente a causa de aquel subordinado, que al fin y al cabo era en ese momento el responsable de los prisioneros, sino porque en mi infantilismo yo también tenía miedo de ir a pedirle la llave al ayudante. Ya conocía bien el lenguaje rudo de aquel individuo, que, como el hombre vulgar que era, y sin más mérito que el de su valor, me había demostrado su desagrado y desprecio en el mismo instante en que me había incorporado al batallón del fuerte. ¡Desde aquel episodio solo habían pasado quince días! Y aunque no me habría costado desafiarlo con la espada en la mano, me inquietaba su sarcasmo burlón.
“No recuerdo haberme sentido en toda mi vida tan timorato, ni antes ni después. La tortura de mi sensibilidad era tan grande que casi habría deseado que el sargento se hubiese desplomado a mis pies y se hubiesen convertido en cadáveres todos aquellos estúpidos soldados que me estaban mirando en aquel instante; casi me habría complacido la muerte súbita de aquellos infelices a los que había intentado aliviar en vano, porque ni siquiera podía mirarlos sin sentir vergüenza. Del oscuro lugar en el que se encontraban los presos salía una nube de calor mefistofélico. Los de la ventana habían escuchado todo lo que había ocurrido y estaban empezando a burlarse de mí con exasperación, mientras que uno de ellos, que sin duda ya había empezado a enloquecer, me gritó que ordenase a los soldados abrir fuego contra los presos de una buena vez. Aquella verbosidad enloquecida hizo que se me encogiera el corazón. Los pies me pesaban como el plomo. No había ningún oficial superior al que poder dirigirme, y ni siquiera tenía el valor suficiente como para alejarme de allí.
“Sobrecogido por el remordimiento, me puse de espaldas a la ventana, aunque se pueden imaginar perfectamente que aquello no duró mucho. ¿Cuánto fue? ¿Un minuto, quizá? Si la vara de medir hubiese sido la angustia, diría que transcurrió un siglo, mucho más tiempo del que hasta entonces llevaba con vida. Pero no fue así: la realidad es que transcurrieron tan solo unos cuantos segundos. Se escuchó un gemido procedente de toda aquella escoria humana, y poco después una voz profunda, grave, tranquila, una voz que hizo que me diera la vuelta al instante.
“Aquella voz, señores, salía de la enorme cabeza de Gaspar Ruiz. Yo no podía ver su cuerpo. Algunos de sus compañeros de encierro se le habían subido a la espalda y él hacía esfuerzos por sostenerse. Parpadeaba sin mirarme. Eso y mover los labios era lo único que podía hacer en aquella situación. Cuando me di la vuelta hacia donde se encontraba aquella cabeza, que para mí tenía un tamaño descomunal y descansaba sobre una barba bajo una pequeña multitud de cabezas, me preguntó si realmente tenía intención de aplacar la sed de los presos.
“—Sí, sí —repliqué al instante. Y luego me acerqué a la ventana. Me comportaba como un niño pequeño y desconocía lo que podía ocurrir, pero tenía ganas de que alguien me consolara en mi desamparo.
“—¿Tiene usted autoridad, señor teniente, para desatarme las manos? —preguntó la cabeza de Gaspar Ruiz.
“En sus facciones no había síntoma de ansiedad ni esperanza, sus pesados párpados se movieron lentamente sobre los ojos, que miraban el patio a mis espaldas fijamente. Como si estuviese tartamudeando en medio de una pesadilla, pregunté:
“—¿Qué quiere usted decir? ¿Cómo voy a llegar desde aquí hasta las ataduras?
“—Intentaré hacer lo que pueda —contestó él.
“En ese momento, aquella enorme cabeza se agitó por fin y todos los salvajes rostros que estaban amontonados sobre ella en la ventana desaparecieron como por milagro. Gaspar se había sacudido aquella carga de un solo movimiento, era así de fuerte. Y no solo eso, sino que también se libró del aplastamiento desvaneciéndose ante mi mirada. Durante unos segundos nadie se asomó por la ventana. Gaspar se balanceaba a ambos lados, y fue abriéndose hueco de la única manera que podía con las manos atadas a la espalda: a empellones. Finalmente retrocedió hasta la abertura y me tendió las manos entre los barrotes. Tenía las muñecas atadas y repletas de nudosas venas. Eran unas manos enormes, pesadas. Vi cómo doblaba la espalda. Tenía una voz parecida al mugido de un toro.
“—¡Corte, teniente, corte!
“Yo saqué mi espada, una espada flamante que no había tenido ocasión de usar todavía, y corté las vueltas de aquella cuerda que se hundía en la carne. No sabía por qué estaba haciendo aquello, pero me impulsaba algo parecido a la confianza. El sargento quiso gritar, pero estaba tan asombrado que era incapaz de decir nada; se quedó mirándome con la boca abierta, como si se hubiera vuelto imbécil.
“Envainé la espada y me enfrenté a los soldados. Había un aire de expectación en el ambiente que sustituyó a la apatía anterior. Escuché cómo sonaba en el interior el vozarrón de Gaspar Ruiz, pero no conseguí entender lo que decía. Supongo que cuando sus compañeros lo vieron con las manos libres, el prestigio de su fuerza fue en aumento, y deduje la influencia moral que la clase baja le suele otorgar a la fuerza física. En realidad, no era demasiado temible aún, porque sus manos seguían entumecidas. El sargento recuperó el habla:
“—¡Por todos los santos! —gritó—. Vamos a tener que recurrir de nuevo a un jinete con lazo para atraparlo y poder llevarlo al lugar de la ejecución. Hizo falta un ‘enlazador’ para atraparlo la otra vez. Señor, no sabe usted lo que acaba de hacer.
“Yo no sabía qué contestar a eso. También yo estaba sorprendido y tenía una curiosidad infantil por ver lo que iba a suceder. El sargento seguía pensando en la dificultad de controlar a Gaspar Ruiz cuando llegara la hora de ajusticiarlo.
“—Puede que haya que matarlo a tiros en cuanto abramos la puerta —añadió desafiante.
“Y ya se disponía a seguir relatando sus preocupaciones sobre cómo se iba a cumplir la sentencia, cuando se interrumpió con una brusca exclamación, le quitó el fusil a uno de los soldados y se quedó vigilando con la mirada fija en la ventana del calabozo.
IV
—Gaspar Ruiz había gateado hasta sentarse con los pies contra el espesor del muro y las rodillas ligeramente dobladas. La ventana no era lo bastante ancha para albergar la holgura de sus piernas. Mi cobarde impresión fue la de que quería disfrutar aquel hueco para él solo, y hasta me pareció que trataba de encontrar una postura más cómoda. En el interior nadie se atrevía a acercarse a él porque ahora tenía las manos libres y podía golpear.
“—¡Por Dios! —escuché cómo gritaba el sargento a mi lado—. Voy a meterle un tiro en la cabeza para que deje de molestarnos de una vez. No es más que un condenado a muerte.
“Yo lo miré iracundo.
“—El general todavía no ha confirmado la sentencia —dije, mientras en mi interior dudaba de la eficacia de mis palabras porque la sentencia no precisaba de ninguna confirmación—. A no ser que intente fugarse, usted no tiene ningún derecho a matarlo.
“—¡Por la sangre de Dios! —exclamó el sargento echándose el fusil encima—, ¡pero si ya lo está intentando, mire!
“Y en ese momento, como si Gaspar Ruiz me hubiese embrujado, desvié el fusil hacia lo alto y la bala salió disparada por encima de los tejados sin herir a nadie. El sargento tiró el arma al suelo y se quedó inmóvil. En ese momento podría haber ordenado a los soldados que abrieran fuego, pero no hizo tal cosa. Me imagino que si lo hubiese hecho nadie lo habría obedecido.
“Con los pies en el grueso muro, y agarrado con sus peludas manos a los barrotes de hierro, Gaspar Ruiz continuaba sentado. Inmóvil en aquella actitud parecía no estar haciendo nada, pero de pronto nos dimos cuenta de que estaba arqueando la espalda y contraía los brazos. Entre sus labios surgía algo parecido a un gruñido. Lo primero que vimos era que la barra de hierro se había doblado un poco ante el tirón del gigante. El sol le daba de lleno, y de su frente comenzaron a brotar gruesas gotas de sudor. El barrote siguió encorvándose cada vez más, y en las uñas comenzaron a verse unas manchitas de sangre. Luego lo soltó. Durante unos instantes se quedó como distraído con la cabeza gacha y mirando pensativo las enormes palmas de sus manos. En realidad estaba como amodorrado. De pronto se puso de espaldas en el alféizar, y apoyando las plantas de los pies contra otro barrote, lo dobló también, pero en una dirección opuesta a la primera.
“Su fuerza era tan enorme que en aquel caso alivió mis penosas impresiones. Se podría decir que el hombre no había hecho nada. Si no fuera por el cambio de postura para utilizar los pies como empuje, habría recordado toda aquella escena como una situación inmóvil. Los dos barrotes se encontraban completamente separados. Gaspar ya podía salir de su encierro, pero en vez de eso siguió con las piernas colgando hacia el interior y, mirando a los soldados por encima del hombro, les avisó para decirles:
“—Dadme agua, voy a darles a éstos de beber.
“Lo obedecieron. Por un instante, me dio miedo que desaparecieran de mi vista el hombre y el cubo arrastrados por la furia de la impaciencia; pensé que habrían sido capaces de tirar de él con los dientes. Hubo una acometida, pero Gaspar tenía el cubo asido y le bastó plantar los pies por delante para impedir el asalto de los otros. Los muertos de sed retrocedían a cada patada gimiendo de dolor, y los soldados se divertían con el imprevisible espectáculo que se les ofrecía desde la ventana.
“Todos se reían menos el sargento, que siempre estaba huraño y de mal humor. Tenía miedo de que los prisioneros se animaran tanto que acabaran por rebelarse, lo que habría supuesto un grave contratiempo. En realidad no había por qué tener miedo, pero yo seguía de pie frente a la ventana con la espada desenvainada. Cuando se fueron tranquilizando otra vez gracias a la contención y la fuerza de Gaspar Ruiz, se fueron unos hacia otros alargando los cuellos para posar los labios sobre aquel cubo que el hombretón inclinaba hacia ellos desde sus rodillas, con gesto de compasión y ternura. Su mirada benévola tenía mucho que ver con el cuidado necesario para no derramar el agua desde aquella posición, sentado en el alféizar, porque si alguno de sus compañeros pegaba la boca demasiado tiempo al cerco del balde después de que Gaspar le hubiese dicho ‘basta’, no había ternura ni compasión en la patada que enviaba al preso al fondo del calabozo, atropellando a dos o tres antes de caerse de espaldas. Volvieron a beber todos una y otra vez, como si tuvieran intención de secar el pozo antes de morir, ya que los soldados, divertidos con el procedimiento de Gaspar Ruiz, le iban llenando el cubo cuando lo pedía.
“Como podrán comprender, el asunto se complicó mucho en el momento en que el ayudante se despertó de su siesta y se presentó en el patio. Lo peor fue que el general, a quien yo esperaba con tanta ansiedad, no llegó al castillo aquel día.
La comitiva del general Santierra expresó unánimemente su lástima por que un hombre tan fuerte y generoso como Gaspar Ruiz no se hubiese salvado.
—Sí, se salvó al final, pero no por mediación mía —aclaró el general—; los prisioneros fueron llevados al lugar de la ejecución antes de que se pusiera el sol y Gaspar Ruiz no provocó el menor trastorno a pesar de todas las previsiones. No hizo falta que se presentara ningún jinete para reducirlo como a un toro en el campo. Fue el único que marchó con las manos libres, el resto las llevaban atadas. Yo no lo vi porque no me encontraba allí, había sido arrestado por inmiscuirme en asunto ajenos. Estaba en mi habitación reposando melancólicamente cuando escuché tres descargas. Pensé que ya no volvería a ver nunca más a Gaspar Ruiz. Había caído con sus compañeros de infortunio. Más tarde supimos de él, aunque el sargento aseguraba con terquedad que cuando estaba boca abajo, agonizando o muerto sobre el montón ensangrentado de gente, le había traspasado el cuello con la espada para estar seguro —eso dijo— de que libraba al mundo de un traidor.
“Les aseguro, señores, que recordaba a aquel hombre con gratitud y admiración. Utilizó su fuerza con honradez, y nunca hubo en su alma el orgullo que habría correspondido al vigor de su cuerpo.
V
Gaspar Ruiz, un hombre capaz de doblar los barrotes de una celda con facilidad, fue llevado junto al resto al lugar de la ejecución. “Cada bala tiene su blanco”, dice el refrán. El mérito de los refranes es precisamente que unen la precisión a una expresión pintoresca. Es en la sorpresa de nuestra imaginación donde se encuentra su poder de persuasión o, por decirlo de otra manera: nos hieren y sorprenden precisamente por lo imprevisibles que son.
Y lo que nos sorprende no es tanto la forma como el fondo. Los refranes son un verdadero arte, aunque se trate de un arte barato. Por lo general, ni siquiera son ciertos, o apenas llegan a la categoría de algo vulgar. Como por ejemplo: “En casa del herrero, cuchara de palo”, o: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”. Algunos refranes son sencillamente una estupidez y no pocos son inmorales. Hay uno que proviene del ingenuo corazón del pueblo ruso que dice: “El hombre es quien aprieta el gatillo, pero es Dios quien mueve la bala”. Se trata de una atrocidad religiosa que además contradice por completo la confianza en la misericordia de Dios. ¡Vaya una misión para el protector de todos los pobres y los desvalidos del mundo la de llevar la bala hasta, pongamos por caso, el pecho de un padre!
Gaspar Ruiz no tenía mujer ni hijos, nunca había estado enamorado. Desconocía casi por completo en qué consistía hablar con una mujer que no fuera su madre y la vieja negra que siempre les había servido como criada, cuya piel era del color del carbón y cuya espalda se había ido arqueando con el paso de los años. Si alguna de las balas que se dispararon frente a Gaspar Ruiz iba dirigida a su corazón, hay que decir que erraron el blanco; una, eso sí, le arrancó un trozo de oreja, y otra un poco de carne del hombro izquierdo.
Un sol ardiente y claro que comenzaba a ocultarse tras el océano contemplaba con altivez la ingente muralla de las cordilleras que habían sido testigos de aquel ocaso. Es poco probable que reparase en cómo unos hombres, esas minúsculas hormigas, se dedicaban a matarse y destruirse por razones que no solo eran infantiles, sino que ni siquiera comprendían del todo bien. Iluminó, no obstante, los dorsos de los soldados del pelotón y los rostros de los condenados. Algunos cayeron de rodillas, otros seguían de pie y algunos retiraban la mirada de los fusiles que los estaban apuntando. Gaspar Ruiz, el más corpulento de todos, movía la cabeza. Sintió que le rozaba algo entre los muertos.
Cayó en la primera descarga y pensó que lo habían matado. Se desplomó sobre el suelo con todo su peso y le sorprendió la violencia del choque. “Creo que no he muerto”, se dijo a sí mismo cuando escuchó la orden de mando de volver a cargar, y en ese momento fue cuando volvió a nacer dentro de él la esperanza de salir con vida. Permaneció tendido y rígido sintiendo el peso de aquellos dos cuerpos que habían caído sobre su espalda en forma de cruz.
Los soldados dispararon una tercera descarga contra el hacinamiento de ejecutados; el sol desapareció tras el horizonte y, al oscurecerse, quedaron sumidos en las sombras de la joven república. Sobre la penumbra de aquellas tierras bajas, los picos nevados de la cordillera continuaron iluminados todavía un tiempo bajo una luz rosada. Los soldados se sentaron a fumar cuando regresaron al fuerte. El sargento se dirigió hasta el montón de muertos con la espada desenvainada. Era un ser humano y le movía la intención de clavar su espada en todos los cuerpos que mostraran aún la más mínima señal de vida, pero ninguno le ofreció la posibilidad de ejecutar su misericordiosa intención. No se movía ni un solo músculo en aquella masa, tampoco los poderosos músculos de Gaspar Ruiz que estaba allí, haciéndose el muerto empapado bajo la sangre de sus compañeros.
Estaba tumbado bocabajo. El sargento lo reconoció de inmediato por su estatura, y como él era un hombre pequeño, contempló con cierta envidia su vigor y su corpulencia. Nunca le había resultado muy simpático aquel soldado tan fuerte, por lo que el rencor le hizo darle una recia puñalada a Gaspar en el cuello, con la turbia idea de que así iba a rematar la destrucción de aquel gigante, si se diera el caso de que su constitución hubiera sido capaz de sobrevivir incluso a las balas. A continuación se apartó del lugar y se marchó junto al resto, dejando los cadáveres a cargo de los buitres y los cuervos.
Gaspar Ruiz, aunque pensó que le estaban cortando la cabeza de un tajo, fue capaz de contener un grito. Cuando anocheció del todo se sacudió de encima aquellos dos cuerpos cuyo peso lo oprimía y se arrastró por el suelo utilizando las manos y las rodillas.
Bebió con ansia en un arroyo, como un animal herido, se puso en pie y dudó unos instantes, mareado y sin norte, como si se encontrara perdido en medio de las estrellas de aquella noche clara. Frente a él se alzaba una pequeña casa. Se dirigió hacia ella y golpeó la puerta con el puño. No había en ella ninguna luz. Gaspar Ruiz habría podido pensar que, al igual que tantos otros, los habitantes de aquella casa habían huido, pero de pronto llegaron del interior unos gritos injuriosos. En el estado de fiebre y debilidad en que se encontraba, aquellos gritos le parecieron parte de una alucinación provocada por la pesadilla de su condena a muerte, la sed que había sufrido, las descargas de los fusiles a diez metros y la sangrante herida del cuello.
—¡Abran la puerta! —suplicó—. ¡Por Dios, abran la puerta!
Desde el interior llegó una voz enfurecida:
—¡Entre! ¡Entre! La casa es suya y también toda la tierra que la rodea. Entre cuando quiera.
—Por el amor de Dios —murmuró Gaspar Ruiz.
—¿Es que no es el país entero de los patriotas? —gritó la voz que estaba al otro lado de la puerta—. Porque supongo que usted será patriota, ¿no?
Gaspar Ruiz no lo sabía.
—Soy un hombre herido —dijo con indiferencia.
Se hizo un silencio en el interior de la casa. Gaspar perdió la esperanza de que le dieran cobijo y se tumbó en la entrada, pegado a la puerta. Ya había dejado de preocuparse por su suerte y toda su sensibilidad estaba concentrada en el cuello, donde sentía un dolor muy agudo. Era realmente sincera su indiferencia en cuanto al futuro.
Cuando despertó del sopor estaba empezando a amanecer. La puerta a la que había llamado ahora se encontraba abierta de par en par, y había una mujer joven con los brazos tendidos hacia el umbral. Gaspar la miró con atención, tumbado de espaldas. Tenía el rostro pálido y los ojos muy negros, el pelo oscuro le caía por las blancas mejillas y tenía unos labios carnosos y rojos. Detrás de ella apareció otro rostro de largas greñas grises, cara delgada y un par de manos ansiosamente retorcidas bajo la barbilla.
VI
—Conocía a aquellas personas de vista —continuó relatando el general Santierra a sus invitados, ya en la mesa—. Me refiero a las personas bajo cuyo cobijo se encontró de pronto Gaspar Ruiz. El padre era un viejo español, un hombre rico que había acabado arruinándose debido a la revolución. Su finca, su casa de la ciudad y todo su dinero habían sido confiscados por decreto, por haberse demostrado un enemigo abierto de la independencia. Había pasado de tener un puesto influyente en el consejo del virrey a estar peor que sus propios esclavos negros, que habían sido emancipados por nuestra gloriosa revolución. Ni siquiera tenía medios para salir del país, como sí pudieron hacer otros españoles. Tal vez por aquella razón había acabado vagando sin fortuna ni hogar hasta acabar con sus huesos en el único lugar que le había permitido, por clemencia, el Gobierno provisional, y había acabado lamiéndose las heridas bajo aquel puñado de desmoronadas tejas. Estaba en un paraje solitario y no daba la sensación de que hubiera ni siquiera un perro guardián para cuidar de la casa. El techo estaba agujereado como si le hubiese caído una bomba encima, pero los postigos de madera eran muy gruesos y estaban bien encajados.
“Uno de los paseos que solía dar era el del sendero que llevaba hasta aquel miserable rancho. Iba a caballo del fuerte hasta la ciudad prácticamente todas las tardes para suspirar frente a la reja de una dama de la que estaba enamorado.
“Era una buena ‘patriota’. Lo crean o no, las pasiones políticas eran tan intensas en aquella época que habría sido totalmente incapaz de fascinarme por los encantos de las mujeres monárquicas.
Hubo unos cuantos murmullos de incredulidad en la mesa que hicieron que el general se callara de pronto, y cuando se acabaron el capitán se dio un ligero tirón de protesta en la blanca barba.
—Señores —protestó—, en aquellos días un monárquico se presentaba ante nuestra enardecida imaginación como un verdadero monstruo. Les digo esto para que no sospechen que pudiera sentir la más ligera ternura hacia la hija del viejo monárquico. Como bien saben ustedes, era a un lugar muy distinto al que me llevaba el cariño, lo que no impidió que en alguna ocasión me fijara en ella, sobre todo cuando estaba de pie en el umbral de su puerta abierta.
“Han de saber también que el anciano español estaba loco más allá de todo límite. Las desgracias políticas y su decadencia le habían aniquilado el juicio y para fingir desprecio hacia los patriotas se reía de su encarcelamiento, de la confiscación de sus bienes, el incendio de sus casas y la miseria a la que se había visto reducida su prole femenina. Se había arraigado hasta tal punto en él la costumbre de reír despreciativamente que ya lo hacía siempre cada vez que veía a un extraño. Ésa era la forma en la que se manifestaba su locura.
“A mí, como es evidente, me desagradaban mucho las mofas de aquel loco por el sentido de superioridad que nos daba a todos los americanos el triunfo. Supongo que le despreciaba en el fondo de mi corazón porque era castellano viejo, nacido en España y monárquico. Unas razones que me siguen pareciendo de lo más convincentes para desdeñar a un semejante. Se habían cambiado las tornas.
“Siempre lanzaba al aire un quejido antes de gritar:
“—Ahí veo a un patriota… ¡Otro más!
“Cuando sabía que estaba a punto de pasar junto a su puerta. El tono en el que lanzaba aquellas injurias mezcladas con accesos de ira era a veces escalofriante, y otras veces muy grave. Nadie ponía en duda su locura; por eso me habría parecido un atentado contra mi propia dignidad detener el caballo y mirar hacia la casa como si el inofensivo griterío de aquel viejo fuese más digno de atención que el ladrido de un perro. Ésa era la razón por la que siempre pasaba a caballo frente a él con la misma expresión de altivez en el rostro.
“Mi actitud sería digna, pero la verdad es que más me habría valido tener los ojos un poco más abiertos. Un militar en tiempo de guerra nunca debe dejar de ser astuto, especialmente si se trata de una guerra revolucionaria, porque eso significa que el enemigo está afuera, pero también dentro de la propia casa. Ciertas ocasiones, y sobre todo al calor de algunas opiniones apasionadas, hacen que las ideas se conviertan en odio y desaparecen la humanidad y el honor en muchos hombres y la delicadeza y el temor en algunas mujeres.
“En cuanto las últimas dejan de lado la timidez y el recato propios de su sexo, acaban siendo, tanto por la perspicacia de su inteligencia como por la violencia de su resentimiento, más peligrosas que un hombre armado.
El general alzó la voz y con una de sus masculinas manos se tiró un par de veces de la barba para producir un efecto de calma venerable.
—Así es, amigos. Las mujeres son capaces de alzarse hasta la cima de la abnegación más inasequible y también de hundirse en el abismo del envilecimiento para sorpresa de nuestros prejuicios masculinos. Me refiero, como es lógico, a las mujeres fuera de lo común.
Uno de los comensales afirmó entonces que no había conocido jamás a una mujer que contuviese en su interior la posibilidad de revelarse como excepcional en unas circunstancias en las que hirieran profundamente sus sentimientos.
—Esa superioridad que tienen sobre nosotros para el rencor —añadió—, las convierte en los sujetos más interesantes de la Humanidad.
El general había aceptado la interrupción con cortesía inasible. Asintió una vez más y continuó inclinando ligeramente la cabeza:
—Sí, así es, en muchos casos… Precisamente… Son capaces de generar males sin cuento y de las formas más inesperadas. ¡Quién se habría podido imaginar que una joven, hija de un monárquico arruinado, cuya vida dependía en realidad del desdén de sus enemigos tenía poder para hacer caer la devastación y la muerte sobre dos provincias bollantes y ocasionar serios dolores de cabeza a los cabecillas de la revolución en el mismo instante de su triunfo!
Se detuvo unos instantes para dar tiempo a que el asombro invadiera por completo nuestra imaginación.
—¡La muerte y la devastación! —exclamó alguien asombrado—. ¡Qué horror!
El viejo general le dirigió una mirada a la persona que lo había interrumpido y continuó:
—Sí, la guerra y sus dramas, pero la forma en la que provocó esos estragos creo que sorprenderá todavía más a quienes tuvieron oportunidad de verla y tratarla. Ésa es una particularidad que ha dejado en mi ánimo un estupor considerable en la experiencia posterior de mi vida y que no he sido capaz de solucionar del todo durante el transcurso de estos cincuenta años.
Miró su alrededor para asegurarse de que tenía completamente rendida nuestra atención y prosiguió:
—Todos los que están aquí saben que soy republicano e hijo de un libertador. Mi madre, que en paz descanse, era francesa e hija de un republicano convencido. En mi juventud luché por la libertad y siempre he creído en la igualdad de todos los hombres y en su fraternidad, que a mi parecer, es todavía más cierta. ¡Fíjense en el ánimo que despliegan en sus disputas! ¿Es que hay algo más feo en este mundo, y más caldeado, que las peleas políticas?
En ciertas ocasiones la ausencia de cinismo acaba conteniendo la propensión humana a la sonrisa ante la idea de la fraternidad. En el tono de las palabras de aquel veterano se podía apreciar la melancolía natural de un hombre honrado que por causas relacionadas con el deber, la convicción y la necesidad había desempeñado sus funciones en escenas de un dramatismo acentuado. Si había algo de lo que sabía el general era de luchas fratricidas:
—Pues ni siquiera eso me ha hecho dudar de la fraternidad —insistió—: todos los hombres son hermanos y así es como se reconocen entre ellos. Eso sí —y aquí el venerable anciano de pelo blanco como la plata guiñó con humor sus ojos negros—, si con respecto a los hombres se puede decir que somos todos hermanos, con las mujeres nos une un parentesco diferente.
Uno de los invitados más jóvenes hizo notar su aprobación con un murmullo, y el general continuó con premeditada seriedad:
—¡Son realmente diferentes! Aquel célebre cuento del rey que compartió el trono con una joven pordiosera sería demasiado hermoso en nuestra perspectiva de entender el amor, pero que una dama que había sido célebre por la altanería de su belleza, y que hasta hacía muy poco había sido admirada en los bailes del palacio del virrey, cogiera de la mano a un “guaso”, a un pobre labriego, eso era algo increíble según la opinión que nos hemos hecho de las mujeres y su forma de amar. Algo parecido fue lo que sucedió, aunque en este caso en particular la locura tuvo más que ver con el odio que con el amor.
El general aguardó unos instantes después de presentar aquella disculpa de justicia caballeresca.
—Yo pasaba casi todos los días a caballo frente a aquella casa —continuó diciendo Santierra—, aunque desconocía totalmente lo que sucedía en el interior, ninguna mente humana habría sido capaz de saberlo. La desesperación de una mujer puede llegar hasta puntos muy extremos, y, en el fondo de su corazón, Gaspar Ruiz era un hombre dócil. Lo había demostrado con su obediencia cuando era soldado y su fuerza podía compararse con una gran piedra dispuesta para ser lanzada en una dirección o en la otra, dependiendo la mano que la arroje. Como es lógico, contó de inmediato su historia a la gente que lo había amparado, aunque lo que precisaba con verdadera urgencia era que alguien lo asistiera. La herida no era grave, pero le habían destrozado la vida. El viejo monárquico, en medio de su locura jocosa, permitió a las dos mujeres que le arreglaran a aquel desconocido una choza que había entre los frutales, en la parte trasera del rancho. Lo único que le pudieron ofrecer era agua limpia y abundante mientras tuviera fiebre, y unas cuantas palabras de aliento. Supongo que también acabarían compartiendo con él sus alimentos, unas escasas comidas a base de maíz tostado, tal vez un plato de habas o un trozo de pan con cuatro higos. Hasta aquel punto estaban sumergidas en la miseria aquellas personas que antes habían sido orgullosas y adineradas.
VII
El general Santierra no se equivocó en sus suposiciones. Aquélla fue realmente la naturaleza del asilo que recibió Gaspar Ruiz, labriego e hijo de labriegos, de aquella familia monárquica cuya hija abrió la puerta de su miserable hogar a un afligido tan extremo. Su sombría resolución se impuso en aquel caso a la locura del padre y al vago temor de su madre. Le había preguntado a aquel extraño personaje que estaba en su puerta:
—¿Quién te hizo esas heridas?
—Los soldados, señora —contestó Gaspar Ruiz con un hilo de voz.
—¿Los patriotas?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por desertor —se quejó él, mientras se apoyaba en el muro ante la atenta mirada de aquellos ojos negros—. Me dieron por muerto allí arriba.
La joven lo llevó hasta una pequeña choza construida con caña y adobe que se encontraba oculta entre los frutales del espeso huerto. Gaspar se tendió exhausto sobre unas hojas de maíz que había arrinconadas y suspiró.
—Nadie va a buscarte aquí —dijo la joven observando al herido—. Aquí tampoco viene nadie; a nosotros también nos dan por muertos.
Él se movió intranquilo sobre la montaña de hojas, y el dolor del cuello le arrancó un gemido desesperado.
—Pues ya me encargaré yo de recordarle a Esteban que todavía estoy vivo —murmuró.
Aceptó los cuidados en silencio y transcurrieron muchos días de sordo sufrimiento. Cada vez que la joven se presentaba en la choza, él se sentía aliviado; con frecuencia, en medio de aquellos sueños febriles, la relacionaba con visitas de ángeles, y es que Gaspar Ruiz había sido instruido en los misterios de la religión y era capaz de leer y escribir mínimamente gracias a las clases del cura de su pueblo. Por ese motivo siempre la esperaba con impaciencia y la veía salir de la sombría cabaña con dolor. Descubrió también que era capaz, aunque la debilidad lo mantenía tendido, de evocar su rostro simplemente cerrando los ojos con una precisión sorprendente, y que, gracias a aquella facilidad, las largas y solitarias horas de convalecencia se podían acortar considerablemente. Poco a poco, cuando fue recobrando las fuerzas, se pudo arrastrar de noche hasta la puerta de la casa para sentarse en el escalón de la puerta del jardín.
El padre se paseaba sin descanso, enloquecido, en una de las habitaciones de la casa, interrumpiéndose a sí mismo con violentas carcajadas. La madre suspiraba y gruñía sentada en una banqueta en el corredor y la hija, vestida con aquella ropa basta y el pálido y asustado rostro medio envuelto en una manta áspera, estaba sentada apoyada en la jamba de la puerta. Gaspar Ruiz solía charlar con las dos mujeres con los codos clavados en las rodillas, la cabeza apoyada en las manos y en voz muy baja.
La miseria común a todos hacía inconveniente ahondar en la sarcástica burla de su enorme diferencia de clase social. A pesar de ser tan simple, Gaspar Ruiz lo entendió enseguida. Gracias al cautiverio que había vivido entre los monárquicos era capaz de dar información o describir a personas que sus protectoras conocían, y cuando hizo el relato de la batalla en la que resultó prisionero por segunda vez, las dos mujeres lamentaron el golpe que había supuesto para su causa y la desazón que les provocaba la ruina de sus esperanzas secretas.
A él todo le traía sin cuidado, pero lo cierto era que había comenzado a sentir una gran devoción por la joven y, con intención de mostrarse un poco más digno de su estima, se vanaglorió un poco de su fuerza física. En realidad no tenía otra cosa de la que poder envanecerse. Gracias a aquella virtud —comentó—, sus compañeros lo habían tratado siempre con gran respeto, como si hubiese sido un sargento, tanto en el campamento como en el campo de batalla.
—Siempre reunía bajo mi mando a los que me querían seguir, señorita. Y aun así nunca me nombraron oficial, aunque sé leer y escribir.
La vieja señora suspiraba de cuando en cuando a sus espaldas con tristeza, el padre se reconvenía a sí mismo paseando por la habitación, y Gaspar Ruiz alzaba la mirada para clavarla en la de la hija de aquellos dos extraños personajes.
La miraba con curiosidad porque estaba viva y con un sentimiento de familiaridad y reverencia, tal y como había contemplado toda la vida en las iglesias las imágenes inanimadas de los santos bajo cuya protección se había puesto en los momentos de dificultad. Y ahora se encontraba en una situación terrible.
No podía seguir oculto en aquella huerta eternamente. Se daba cuenta de que en cuanto recorriera media jornada en cualquier dirección, iba a ser atrapado por alguna de las patrullas de caballería que vigilaban la región, y llevado a cualquiera de los campamentos donde se reunía el ejército patriota que estaba destinado a la liberación de Perú. Con toda seguridad lo reconocerían como Gaspar Ruiz, el soldado que había desertado de los monárquicos y le fusilarían sin remedio. Al parecer, el desgraciado Gaspar no podía encontrar un lugar seguro en ninguna parte y su alma sencilla se hundió en el pesimismo y el rencor.
Lo habían forzado a alistarse como soldado, él nunca había pensado en el ejército. Y había sido un buen soldado por las mismas razones por las que había sido un buen hijo: por su fuerza física y su docilidad; pero en las circunstancias en las que se encontraba ahora no le servían ni una ni la otra. Lo habían separado de sus padres, pero ya no le permitían ser un fiel soldado. Nadie se iba a preocupar por escuchar sus explicaciones. ¡Qué injusticia! ¡Qué gran injusticia!
Entre quejas relató una vez más la historia de su captura y de su vuelta a capturar y a continuación añadió fijando su mirada en los ojos de aquella misteriosa joven:
—¡Sí, señorita! —exclamó tras un profundo suspiro—. ¡La injusticia ha convertido mi cuerpo en un trasto inútil para todos y para mí! Por mí ya puede quitármelo quien quiera.
Una tarde, después de los lamentos habituales, ella se animó a decirle que, si fuera hombre, no desestimaría ninguna vida si le diera la posibilidad de vengarse. Parecía estar hablando para sí misma y se expresaba con mucha lentitud. Él bebió aquellas palabras como si estuviera soñando, y con una delicia particular, como si fuera algo suave y cálido que le templara el vino, como un trago generoso de vino.
—Tiene razón, señorita —añadió alzando la mirada hacia ella—; voy a demostrarle a ese Esteban que todavía estoy vivo.
Los gruñidos del loco habían dejado de sonar, y la quejumbrosa madre se había apartado a una de las habitaciones; en el exterior todo estaba en calma. La luna brillaba con tanta claridad como la luz del día en medio de aquel huerto agreste cubierto de rincones cárdenos. Gaspar Ruiz sintió cómo los ojos negros de doña Herminia se clavaban en los suyos.
—¡Ah! El sargento… —murmuró con desprecio.
—¡Y bueno! ¿Es que acaso no me hirió con su espada? —protestó él asombrado del desprecio que se había dibujado con fulgor en los descoloridos rasgos de la muchacha.
Ella le redujo con un solo golpe de la mirada. Tenía un ansia tan grande de entender lo que estaba pensando que se le acabó encendiendo la inteligencia para comprender ciertas cosas que no se habían llegado a nombrar.
—¿Qué esperaba usted de mí? —preguntó, como si de pronto se viera sobrecogido por una especie de desesperación—. ¿Puedo hacer algo más? ¿Acaso le parezco un general con un ejército a mis órdenes, yo, que no soy más que un miserable pecador a quien usted misma desprecia…?
VIII
—Señores —siguió relatando el general a sus visitantes—, aunque es cierto que en esa época estaba un poco obnubilado en mis propios pensamientos amorosos, y placenteros por tanto, el aspecto externo de aquella casa no dejaba de producirme nunca una impresión desagradable. Especialmente cuando la veía a la luz de la luna, porque con aquellos postigos cerrados y su abandono solitario me parecía que tenía un aspecto siniestro. Aun así siempre tomaba el sendero del barranco, porque era una buena manera de atajar. El loco aullaba y se reía de mí todas las mañanas, pero cuando fueron pasando las semanas, y seguramente debido a mi indiferencia, dejó de aparecer en el pórtico. No sé cómo consiguieron convencerle para que no lo hiciera más. Claro que, con Gaspar Ruiz en la casa, supongo que no sería muy complicado retenerlo a la fuerza. En realidad, su táctica era evitar todo lo que contribuyera a excitarme. Eso creo al menos.
“Aunque andaba enamorado de los ojos más bonitos de Chile, cuando hubo pasado una semana me percaté de la ausencia del viejo. Pasaron unos días más y de pronto empecé a sospechar que tal vez se habían marchado los monárquicos, pero un poco más tarde, cuando me dirigía de nuevo hacia la ciudad, me dio la sensación de ver una figura en el porche. Aquella vez no se trataba del loco, sino de la joven. Estaba en pie, erguida y apoyada en uno de los postes. A pesar de su actitud, las privaciones y la tristeza eran evidentes en las hundidas cuencas de sus ojos negros, y en su aire triste. La miré fijamente y ella me aguantó la mirada con otra particular e inquisidora a la vez. Y luego, como yo, volvió el rostro después de pasar frente a la casa; debió de animarse, porque me pidió que retrocediera con una seña.
“Y yo obedecí, señores, porque realmente me asombró mucho el gesto. El asombro llegó al límite cuando la oí decir que deseaba hablar conmigo. La joven empezó dándome las gracias por no haber tomado en serio la locura de su padre, cosa que me produjo una tremenda vergüenza de mí mismo. Lo que yo había querido parecer era desdeñoso, no, desde luego, tolerante. Cada una de aquellas palabras debía de estar quemándole los labios, pero en ningún momento dejó de dirigirse a mí con una dignidad de lo más cortés y melancólica que me inspiraba respeto aun a pesar de mi voluntad. Señores, a veces tenemos que reconocer que no podemos con las mujeres. Me costaba trabajo creer lo que estaba oyendo cuando la mujer comenzó a relatar su historia. Según su opinión, había sido la Providencia la que le había salvado la vida a aquel soldado a quien ahora no dudaba en poner bajo la tutela de mi honor de caballero y de la compasión de mi alma generosa.
“—Ese hombre no es más que un miserable —objeté con frialdad—, y me parece además que haber escondido en su casa a un enemigo de nuestra causa le convierte a usted en cómplice.
“—No era más que un pobre cristiano que pidió amparo en nuestra puerta en el nombre de Dios, señor —contestó con sencillez.
“En ese momento empecé admirarla.
“—¿Dónde se encuentra ahora? —pregunté sin abandonar la rigidez.
“No respondió nada. Con extraordinaria astucia, con una diabólica suavidad, se las arregló para recordarme mi intento fallido de salvar a los prisioneros sin conseguir herirme el orgullo. Como es lógico, sabía todo lo que había sucedido. Gaspar Ruiz —me comentó— confiaba en mi intervención para que le consiguiera un salvoconducto del mismísimo general San Martín. Alegaba que tenía información que transmitir al jefe del ejército.
“Por Dios, señores, reconozco que me lo tragué todo, que pensaba que lo único que estaba haciendo era intervenir a favor de un desdichado. Este último, asustado por la justicia, esperaba encontrar en mí —así me lo confesó ella— tanta generosidad como en la familia monárquica en cuyo seno se había refugiado. ¡Suficiente! A un joven como yo no hacía falta decirle nada más, ni usar más argumentos. Pensé que aquella mujer era grande cuando en realidad era solo implacable. Finalmente me alejé con el corazón henchido de entusiasmo sin poder haber visto a Gaspar Ruiz ni una sola vez, aunque estaba convencido de su presencia en aquella casa. Más tarde me senté tranquilamente a reflexionar sobre las dificultades de aquel caso y a desconfiar de mí mismo como la persona más apropiada para llevarlo a buen puerto. No era sencillo llegar al general en jefe con una historia de ese calibre, y de pronto temí que me reprendiera. Finalmente, decidí contarle la historia al general de división Robles, un hombre tan amigo de mi familia que me nombró su ayudante de campo. El general me cogió las manos nada más verme y sin más ceremonia.
“—¡En la casa! ¡Por supuesto que está en la casa! —respondió con ímpetu—. Lo que tendrías que haber hecho es entrar con la espada en la mano y conminarle a que se rindiera, en vez de quedarte en la puerta charlando con la muchacha monárquica. Tendría que haber expulsado a esa gente de allí hace ya mucho tiempo. ¿Quién sabe a cuantos espías habrá ocultado o lo que habrá hecho en nuestro campamento? ¡Un salvoconducto del general en jefe! ¡Ja, ja! ¡Eso es audacia! Esta misma noche iremos a por él y tendrá que contarnos sin salvoconducto todo eso tan importante. ¡Ja, ja!
“El general Robles (que en paz descanse) era un hombre de corta estatura, gordo y de ojos profundos y saltones, brusco y jovial al mismo tiempo. Cuando entendió mi angustia añadió:
“—Ven, ven aquí, chico. Prometo respetar su vida si no se resiste. Y eso no es muy probable. No tengo intención de desperdiciar un buen soldado si se le puede ayudar, te lo prometo. Y además ya tengo curiosidad por ver a ese hombretón. Si lo que quería era hablar con un general, pues venga, que acabe hablando con un general. ¡Ja, ja! Iré a por él en persona y tú me acompañarás como se debe.
“Y eso fue lo que hicimos esa misma noche. Apenas había comenzado la noche cuando ya estaba cercada la casa y el huerto. El general y yo abandonamos el baile al que nos habían invitado esa misma noche en la ciudad y cabalgamos a todo galope. Nos detuvimos a unos metros de la choza. Un ordenanza se encargó de sujetar las riendas de nuestros caballos. Con un tenue silbido dimos la señal a nuestros hombres que estaban escondidos en los flancos del barranco y nos dirigimos con cautela hacia el solitario edificio. Bajo la luz de la luna la hermética casa parecía abandonada. El general llamó a la puerta. Hubo una corta espera y luego se oyó tras el portón la voz de la mujer:
“—¿Quién es?
“Mi jefe me dio un fuerte golpe que me hizo estremecer.
“—Soy yo, el teniente Santierra —balbucí atolondrado—. Abra la puerta.
La puerta se abrió despacio. La joven llevaba en la mano una vela, y cuando vio a otro hombre a mi lado retrocedió con tranquilidad, cubriendo la luz con la mano. Aquel rostro suyo, pálido e impasible, adquirió de pronto un resplandor fantasmagórico. Yo seguía de cerca al general Robles. La joven no dejaba de mirarme fijamente, y para tranquilizarla le hice a escondidas de mi jefe un gesto de impotencia, intentando que la expresión siguiera siendo lo más serena posible. Ninguno de los tres dijimos una sola palabra.
“Nos encontrábamos en un cuarto, de suelo desnudo y paredes encaladas, en el que todo el mobiliario se reducía a una mesa rústica y un par de taburetes. Una mujer vieja y de pelo canoso se retorció las manos en cuanto nos vio aparecer y en la casa vacía sonó de pronto una carcajada estruendosa y siniestra. La vieja intentó alejarse de nuestro lado.
“—¡Que nadie salga de aquí! —gritó el general Robles.
“Yo corrí hacia la puerta, sentí el sonido del cerrojo y el sonido de la risa comenzó a llegar de forma amortiguada. Antes de que en la estancia se pronunciara ninguna otra palabra me sorprendió escuchar a lo lejos el retumbar de un trueno. Tenía aún la viva impresión de una noche de luna clara y hermosa en la que no había en el cielo ni la menor nubecilla, y por eso no le presté atención a mis oídos. Por otra parte, y como me habían educado fuera de mi país, no estaba familiarizado con el más terrible de los fenómenos naturales de mi tierra.
“En la mirada de Robles, para mi asombro, vi de pronto un espanto inconfundible. De repente me quedé como aturdido. El general se inclinó pesadamente hacia donde yo me encontraba y me dio la sensación de que la joven hacía eses en medio de la habitación. Se le cayó la vela de las manos y se apagó, y en ese momento la vieja se puso a gritar clemencia con un tono desgarrador. En la abisal oscuridad, me pareció que se escuchaba el yeso cayendo de las paredes. Gracias a Dios no había cielo raso. Me agarré al aldabón de la puerta sin dejar de escuchar los crujidos de las tejas que seguían rompiéndose por encima de mi cabeza. Se estaba acercando el peligro.
“—¡Sal de la casa! ¡A la puerta! ¡Huye Santierra! —exclamó el intrépido general.
“Ya saben ustedes, señores, que en un país como el nuestro ni siquiera los más valientes se avergüenzan de tenerle miedo a los estragos de un terremoto. Jamás nos terminaremos de acostumbrar a ellos, y la acumulación de la experiencia solo sirve para que aumente todavía más la dimensión de ese terror. Para mí aquel fue mi primer terremoto, y ésa fue la razón por la que me mantuve más sereno que todos los demás. Comprendí que el estrépito provenía en realidad de que el porche se había derrumbado sobre los postes de madera y el saledizo. Muy bien podía suceder que la siguiente sacudida tumbara definitivamente la casa. El fragor de un nuevo trueno se aproximaba otra vez. El general daba vueltas alrededor del cuarto intentando encontrar una puerta y haciendo un ruido, como si estuviese intentando trepar por la pared sin dejar ni un segundo de invocar a todos los santos más populares del calendario.
“—¡Fuera, salga afuera Santierra! —gritó.
“Lo único que no oí fue la voz de la joven.
“—¡General! —grité—. No puedo abrir la puerta, puede que nos hayan encerrado.
“No reconocí la voz de Robles en aquel rugido de desesperación y de rabia. El peligro no estaba tanto en la falta de tiempo como en que el movimiento de las paredes puede impedir el abrir las puertas. Eso fue precisamente los que nos sucedió a nosotros. Estábamos encerrados en aquella trampa y era imposible que nadie nos pudiera socorrer, porque no hay nadie en mi país que se atreva a entrar en una casa cuando se está en medio de un temblor. Solo un hombre se atrevió a hacerlo: Gaspar Ruiz. Entró en el edificio después de salir del escondite en el que se encontraba y trepó por encima de los maderos del porche que se acababa de venir abajo. Ahogando el ruido de la catástrofe que ya parecía inminente, escuché una potente voz que gritaba ‘¡Herminia!’ con pulmones de gigante. Un terremoto es un gran nivelador de categorías. Yo intenté por todas mis fuerzas sobreponerme a aquella temible situación.
“—Está aquí —grité con tono ahogado.
“Me contestó con el grito de un toro salvaje y luego me falló el corazón, se me nubló la vista y me puse a sudar con angustia.
“Gaspar tuvo en ese momento la sangre fría y la fuerza como para agarrar uno de los pesados postes del soportal, cargarlo bajo el brazo y embestir con él, como si fuera un ariete, contra la puerta de la casa con toda la furia de un macho cabrío. Al abrirse cayó con la inercia frente a nosotros. El general y yo nos levantamos a toda velocidad y escapamos juntos sin mirar a nuestro alrededor hasta que nos vimos a salvo en el camino. A continuación, y abrazándonos con fuerza, vimos cómo la casa se convertía súbitamente en un montón de escombros detrás de un hombre que avanzaba hacia nosotros tambaleándose con una mujer en los brazos. El largo pelo negro de ella casi rozaba los pies de su rescatador. El joven puso con un cuidado extremo su carga en el suelo y los rayos de luna iluminaron los ojos cerrados de la joven.
“Señores, nos subimos a los caballos con dificultad. Los animales se encabritaban y estaban sujetos por los soldados que habían venido a ayudarnos desde distintos sitios. En ese momento a nadie se le pasó por la cabeza atrapar a Gaspar Ruiz. En las miradas de los hombres y de los animales se veía reflejado un pánico común. El general se acercó hasta Gaspar Ruiz, que seguía inmóvil junto a la joven y le dio una amistosa palmada en el hombro, que el otro recibió sin apartar su mirada de la mujer.
“—¡Qué guapa es! —susurró el general en su oído—. Es usted el hombre más valiente que he conocido y me ha salvado la vida. Soy el general Robles. Vaya mañana a mi cuartel, si Dios nos permite contemplar un día más.
“Gaspar Ruiz ni siquiera se estremeció: parecía sordo e insensible a todo.
“Corrimos hacia la ciudad para ver la suerte que habían tenido todos nuestros conocidos y familiares, cuyos destinos nos causaban gran preocupación.
“Los soldados marchaban veloces junto a los estribos de nuestros caballos. Todo se olvida de inmediato cuando uno se enfrenta a un cataclismo que ha arrasado la comarca entera.
“Gaspar contempló cómo abría los ojos la muchacha, y ante el movimiento de aquellos párpados el héroe por fin salió de su mutismo. Los dos estaban solos. Los gritos de angustia y espanto de la gente sin hogar se alzaban desde los llanos hasta la costa y retumbaban como un enorme suspiro de dolor. Herminia se puso en pie muy despacio, mirando atemorizada a su alrededor.
“—¿Qué ha pasado? —exclamó en voz alta enfrentándose a Gaspar—. ¿Dónde estoy?
“El gigante movió la cabeza tristemente y no respondió nada.
“—¿Quién eres?
“Él se arrodilló entonces y rozó el borde de su falda, de una tela basta y negra.
“—Tu esclavo —contestó Gaspar Ruiz.
“Un poco más tranquila, Herminia contempló los escombros de lo que había sido su casa.
“—¡Ah! —exclamó llevándose la mano a la frente.
“—Yo te saqué de ahí —añadió Gaspar.
“—¿Y ellos? —preguntó la joven entre sollozos.
“Él se puso en pie, la agarró en brazos y la llevó suavemente junto a las ruinas informes, medio cubiertas ya por un desprendimiento.
“—Ven y escucha.
“La luna en calma lo contempló subirse a un montón de piedras, tablas y tejas parecido a una tumba. Pusieron el oído sobre el suelo como si trataran de escuchar algún débil gemido. Finalmente Gaspar dijo:
“—Han muerto. Estás sola.
“La joven se sentó en una viga y se tapó la cara con el brazo. Gaspar esperó un rato y luego acercó los labios al oído de la afligida Herminia para decir:
“—Vámonos.
“—No, no me moveré jamás de este lugar —gritó ella, levantando los brazos por encima de su cabeza.
“El gigante se inclinó sobre la joven y la obligó a cambiar de actitud. La agarró en volandas, dudó un instante y se puso a andar mirando fijamente hacia delante.
“—¿Qué haces? —preguntó ella con un hilo de voz.
“—Escapar de mis enemigos —respondió Gaspar Ruiz sin mirar a su preciosa carga.
“—¿Conmigo? —murmuró entristecida la joven.
“—Siempre contigo —respondió él—, tú eres mi fuerza. —Y para subrayar la frase, la estrechó fuertemente contra su pecho. Tenía el ceño fruncido y caminaba rápido. Los incendios que habían ido surgiendo en las ruinas de las aldeas derrumbadas salpicaban toda la llanura de hogueras, y el clamor de los quejidos unidos a las exclamaciones de ‘¡Misericordia!’ formaban un aire de desolación que llegaba hasta sus oídos. Gaspar siguió caminando con solemnidad y ensimismado, como si llevase entre sus brazos algo santo y frágil. Por momentos la tierra seguía temblando bajo sus pies.
IX
Con movimientos mecánicamente cuidadosos y cierto aire abstraído el anciano general Santierra encendió un largo y delgado puro.
—Pasaron muchas horas sin que pudiésemos enviar refuerzos al barranco —dijo a sus invitados—. Nos encontramos con que una tercera parte de la ciudad había quedado destruida y el resto, muy deteriorado. Sus habitantes, tanto los ricos como los pobres, se encontraban en un estado lamentable. La fingida calma de unos contrastaba mucho con la auténtica desesperación de casi todo el mundo. En medio de la confusión general los ladrones, desconocedores del temor a Dios y a los hombres, no paraban de trabajar y constituían una nueva maldición para los que habían conseguido escapar con vida. Aquellos desalmados no paraban de gritar “¡Misericordia!” más fuerte que nadie, y se daban con una mano golpes en el pecho mientras con la otra robaban a sus víctimas, llegando en ocasiones hasta el asesinato.
“La división de Robles se encargó de custodiar los barrios que se habían venido abajo del pillaje de aquellos monstruos sin conciencia. Yo estaba tan ocupado en mis obligaciones de ayudante, que hasta la mañana del día siguiente ni siquiera me pude encargar de mi propia familia. Mi madre y mis hermanas habían tenido la suerte de escapar con vida de la reunión en la que las había dejado. Me acuerdo de aquellas dos hermosas criaturas (que en paz descansen) como si las estuviese viendo en este mismo instante. Estaban en el jardín de nuestra derruida casa, pálidas, pero ayudando a los vecinos, con los trajes de baile sucios de polvo. Mi madre poseía un alma estoica en el interior de un cuerpo frágil, e iba envuelta en un lujoso chal. Descansaba sobre un banco rústico junto al pilón de una fuente de la que aquella noche había dejado de brotar el agua.
“Apenas me había dado tiempo a abrazarlas y a expresar las más elementales palabras de alegría cuando mi jefe se acercó hasta donde estaba y me mandó al barranco a buscar al hombretón, como lo llamaba, y a la pálida mujer. Pero cuando llegué, no estaban ninguno de los dos. Un último movimiento de tierra había cubierto las ruinas de la casa, y apenas se veía un pequeño montón de escombros del que sobresalían unos tablones y poco más…
“Y así fue como terminaron los problemas de aquellos dos viejos monárquicos. Su hija había desaparecido.
“Entendí al instante que Gaspar Ruiz se la había llevado, pero como el caso no había sido previsto, no tenía las instrucciones que habrían sido necesarias para perseguirlos. Tampoco sentía mucho deseo de hacerlo, me molestaba la intervención en aquel asunto, una intervención que no resultaba demasiado afortunada y que podía llegar a inspirar desconfianza. ¿Se había marchado? Muy bien, que se fuera. ¿Que la joven monárquica había desaparecido con él? Mejor que mejor. ¡Vaya con Dios! No nos sobraba tiempo para malgastarlo en un desertor que, justa o injustamente, ya debía de estar muerto, y de una mujer que habría sido mejor que no naciera nunca.
“Me llevé a mis soldados de regreso a la capital. Unos días más tarde, cuando ya se había comenzado a restablecer el orden, las familias más importantes, entre las que se encontraba la mía, se trasladaron a Santiago. En aquella ciudad mi familia tenía también una buena casa. En ese momento destinaron el batallón de Robles a un cuartel cercano a la capital, un cambio que me resultaba de lo más conveniente, tanto para mis sentimientos amorosos como para mis condiciones domésticas.
“Una de aquellas noches, a altas horas, me llamó mi superior. Me encontré al general Robles en su despacho y relajado, en mangas de camisa y bebiendo anís puro en un vaso de agua para paliar, solía decirlo mucho, el insomnio provocado por las picaduras de mosquito. Era un buen soldado, y gracias a él había aprendido las artes y los secretos de la guerra. No tengo ni la menor duda de que Dios lo ha perdonado porque, a pesar de su carácter naturalmente iracundo, fue un gran patriota. El uso de los mosquiteros le parecía vergonzoso, afeminado y poco militar.
“Me bastó un golpe de vista para darme cuenta de que su rostro, ya de por sí arrebatado, estaba bajo la influencia del mal humor.
“—¡Por fin, señor teniente! —gritó al ver cómo me cuadraba en la puerta—. ¡Adelante! El hombretón, nuestro gigante, ha reaparecido.
“A continuación me tendió una carta doblada y dirigida al ‘Excelentísimo Señor General en Jefe de los ejércitos republicanos’.
“—Este sobre —continuó diciendo el general Robles— ha sido entregado en mano por un muchacho a un centinela que debía estar atontado, puede que pensando en alguna mujer, porque no se le ha ocurrido agarrar a ese pillo de la oreja y lo ha dejado escapar entre la multitud del mercado. Ahora jura y perjura que no sería capaz de reconocerlo más ni aunque le fuera la vida en ello.
“Mi superior añadió que el soldado le había dado la carta al sargento y que este último la había llevado hasta el general de todos los ejércitos. Su Excelencia la había llegado a leer personalmente y le había parecido conveniente comunicar su contenido al general Robles.
“No recuerdo textualmente la carta, señores, pero lo que sí recuerdo es que llevaba la firma de Gaspar Ruiz. Aquel hombre audaz había conseguido formarse una nueva alma en medio de la catástrofe, y aquella nueva personalidad le había dictado los términos de su escrito. El tono que empleaba era sorprendente por su nobleza y su calidad. Yo no tenía ninguna duda de que el mensaje era suyo, aunque ahora me estremezco ante la dimensión de su falsedad. Gaspar Ruiz se lamentaba de la injusticia de la que había sido víctima, e invocaba la fidelidad de su posterior conducta. Añadía que ya que se había salvado de la muerte por intervención de la Providencia, lo único que deseaba era recuperar su antigua posición y ser más útil con sus servicios, pero ya no como un soldado raso y siempre mal considerado por sus superiores y compañeros, sino en puestos en los que pudiese demostrar su lealtad. Aseguraba disponer de medios para demostrarla en plenitud y para exponerlos convenientemente le proponía al general en jefe una entrevista a media noche en el centro de la plaza que había delante de la Moneta. La señal sería encender lumbre con yesca y pedernal tres veces, algo que no llamaría la atención y tampoco daría ocasión a más confusiones.
“San Martín, el gran libertador, sentía simpatía por los hombres arrojados y atrevidos, aunque por su parte era compasivo y justiciero. Yo le conté lo que sabía de aquel personaje y me ordenó que lo acompañara a la cita. Era media noche y la ciudad entera estaba sumida en las tinieblas. Las dos figuras embozadas se reunieron en el centro de la plaza y yo estuve escuchando el rumor de su charla durante una hora completa. A continuación el general me pidió que me acercara, yo obedecí y me enteré de que San Martín, siempre cariñoso y de trato fácil, ofrecía a Gaspar Ruiz alojamiento en el Gobierno Militar. El soldado se negó diciendo que no merecía una distinción tan alta hasta que no hubiese probado su lealtad.
“—No debería usted albergar a un desertor, Excelencia —añadió riéndose por lo bajo y, después de aquellas palabras, se volvió a sumergir en la oscuridad.
“El general me confesó cuando regresábamos de la cita:
“—Con nuestro amigo Ruiz había también otra persona, porque en determinado momento pude ver un bulto a su lado, y la verdad es que me pareció un testigo inoportuno.
“También yo me había fijado en aquella figura, una sombra junto a Gaspar Ruiz. Parecía una persona de baja estatura y estaba tapado con un poncho y un gran sombrero. Estuve pensando quién podría ser esa persona tan relacionada con el soldado y resolví que no podía ser sino la fatal joven.
“Desconozco en qué lugar la ocultó, pero luego me enteré de que tenía un tío que regentaba una pequeña tienda en Santiago. Puede que fuera allí donde encontró techo y comida. Fuera como fuera, su pobreza era tan grande que solo eso lo podría haber llevado a hacer lo que hizo, y si la joven no estaba con él en ese instante, muy bien había podido incitarlo.
“La hazaña consistía, nada más ni nada menos, que en la destrucción de un polvorín que las autoridades españolas habían construido secretamente en una ciudad al sur llamada Linares. A Gaspar Ruiz solo le concedieron una pequeña partida de soldados, pero demostraron más que de sobra ser dignos de la confianza del ilustre general San Martín. No estaban en una estación del año propicia y tuvieron que vadear algún río que se había desbordado y galopar día y noche, adelantándose a las noticias de su paso y lanzándose directamente sobre la población a través de ciento cincuenta kilómetros de territorio enemigo, de modo que al rayar el alba cayeron sobre ella con la espada en la mano, sorprendiendo a la guarnición que se dio a la fuga sin la menor resistencia, dejando a todos sus oficiales al poder de Gaspar.
“La explosión del polvorín se hizo sin pérdida de tiempo, y en menos de seis horas ya estaban de vuelta en el punto de partida, a la misma velocidad a la que habían salido y sin una sola baja. Aunque los soldados eran de primera, aquella hazaña no se podría haber realizado si su superior no hubiese sido todavía mejor.
“Estábamos comiendo en el cuartel general cuando se presentó Gaspar Ruiz con la noticia de su triunfo, todo un golpe para las tropas monárquicas. Traía como prueba la bandera de la guarnición, la sacó de su poncho y la puso sobre la mesa. El hombre estaba como transfigurado, había en su rostro algo de esplendoroso y de amenazador a la vez. Se quedó en pie tras la silla del general San Martín observándonos a todos con altivez. En la cabeza llevaba una gorra redonda y azul con un hilo de plata. En la nuca se podía apreciar una larga cicatriz blanca tostada por el sol.
“En ese momento alguien le preguntó qué había hecho con los españoles que había capturado y él se encogió de hombros con indiferencia:
“—¡Qué pregunta! —exclamó—. En una guerra no se toman prisioneros. Dejé que se marcharan. Aquí traigo los fiadores de sus espadas.
“Y así fue: puso sobre la mesa, encima de una bandeja, un puñado de ellos. El general Robles habló con voz áspera:
“—¿Cómo? En ese caso, usted no debería luchar en una guerra de independencia, mi valiente amigo, créame, lo que debería haber hecho…
“Y se pasó la manó por el pescuezo.
“¡Ah, señores! Es muy cierto que cuando se encuentran dos contendientes heroicos con frecuencia se prodiga la ferocidad. Los murmullos de la interrupción del sanguinario Robles no fueron unánimes, y sin embargo el general San Martín alabó la conducta más humana de Gaspar y le pidió que se sentara a su derecha.
“Levantó una copa y propuso un brindis.
“—Caballeros y compañeros de armas, bebamos a la salud del capitán Gaspar Ruiz.
“Y en cuanto se vaciaron las copas añadió:
“—Tengo intención de confiarle la vigilancia de la frontera meridional mientras nosotros seguimos avanzando para libertar a nuestros hermanos de Perú. Alguien que ha sabido ejecutar un golpe tan certero en el corazón del enemigo sabrá también proteger las poblaciones pacíficas que quedan a nuestra espalda mientras nosotros cumplimos con nuestra sagrada misión.
“Después de aquello, le dio un emocionado abrazo a Gaspar, que seguía a su lado y más tarde, cuando nos levantamos, me acerqué al último oficial de nuestro ejército para felicitarlo.
“—Capitán Ruiz —le dije—, ¿le gustaría relatar a alguien que siempre confió en la rectitud de su carácter lo que le sucedió a doña Herminia la noche de la catástrofe?
“Ante aquella cordial pregunta, el capitán cambió de actitud y me miró entornando los ojos de forma un tanto torpona.
“—Señor teniente —me contestó con cautela, como si tratara de guardar un secreto—, por favor, no me hable de esa señorita, prefiero no ocuparme de ella estando entre ustedes.
“Frunció el ceño y le echó un vistazo a aquella estancia llena de humo y agitación. Como es lógico, no insistí más, y aquéllas fueron, señores, las últimas palabras que le escuché pronunciar en mucho tiempo. Al día siguiente nos embarcamos para la expedición al Perú y solo a medias nos fuimos enterando de las fechorías de Gaspar Ruiz en el fragor de las batallas en las que estábamos atrapados. Lo habían nombrado guardián militar de la que era nuestra provincia más meridional y estaba al mando de una numerosa partida, pero su generosidad con los sometidos había acabado disgustando al gobernador civil, un hombre serio, inquieto y de lo más suspicaz. Al parecer, el gobernador había informado de que Gaspar Ruiz se había casado públicamente y con gran pompa con una mujer monárquica. No tardaron en desatarse conflictos entre aquellos dos hombres de naturalezas tan distintas, y el gobernador civil se acabó quejando de su inactividad y empezó a llamarlo traidor, algo nada extraño —escribió— en un sujeto con aquellos antecedentes. Gaspar Ruiz adivinó la trama y tuvo un ataque de furia, estimulado seguramente por los pérfidos consejos de su mujer, maestra en ese arte, que siempre estaba a su lado. No tengo noticia de si el gobernador llegó a dar orden de aprehenderlo, eso desde luego fue lo que alegó más tarde Gaspar Ruiz, pero lo que sí se comprobó es que el gobernador contactó con sus superiores y que Gaspar Ruiz descubrió su maniobra.
“Cierta tarde en la que el gobernador estaba en su tertulia, Gaspar Ruiz, seguido de seis soldados fieles a su causa, se presentó frente al Gobierno y entró en el salón armado y con el sombrero puesto. Cuando el gobernador se adelantó hacia él, incomodado, el capitán lo agarró por la cintura y lo sacó en vilo entre sus asombrados compañeros de tertulia, como si se tratara de un niño para tirarlo en plena calle contra las gradas de un edificio. Un arrebato de furia de Gaspar habría bastado para acabar con la vida de cualquiera, pero por si fuera poco los secuaces de Gaspar vaciaron sus armas sobre el cuerpo del gobernador, que acabó perdiendo la vida al pie de aquella escalera.
X
—Después de aquella, por utilizar sus propias palabras, “acción justificada”, Ruiz cruzó el río Blanco seguido de casi toda la partida completa, y se atrincheró en el cerro. Se cometió la imprudencia de enviar en su busca una compañía de regulares, y él la aniquiló hasta el último hombre. Otras expediciones mejor organizadas que aquélla tuvieron un final muy parecido.
“En aquellas sangrientas batallas fue donde se vio por primera vez a la mujer del cabecilla cabalgando a su lado, a la derecha. Con el envalentonamiento propio de los triunfos, Ruiz ya ni siquiera se preocupaba de embestir a la cabeza de su partida sino que se quedaba como los generales, en la retaguardia, dando órdenes y montado a caballo. Ella solía estar junto a su marido y se la tuvo por un hombre más durante mucho tiempo. En esos días se hablaba sin descanso del misterioso jefe de la cara pálida al que se atribuían las derrotas de nuestras armas. Montaba a horcajadas como las indias y utilizaba el poncho pardo y un sombrero de hombre de ala negra. En las épocas de prosperidad llevaba un poncho bordado de oro y usaba la espada del pobre don Antonio Leyva, un veterano oficial chileno que había encontrado la muerte a manos de los indios araucanos, aliados de Gaspar Ruiz, en una pequeña fortaleza y casi sin municiones. Aquél fue el fatal episodio que durante mucho tiempo se recordó como la ‘Matanza de la isla’. La espada de aquel infortunado oficial pasó a manos de doña Herminia, entregada de manos de Peneleo, el caudillo araucano, y es que los indios estaban tan sorprendidos por su aspecto y por la mortal palidez de su rostro, así como por su impresionante indiferencia en el combate, que la consideraban un ser sobrenatural, o por lo menos una bruja. Aquella superstición hizo que aumentara todavía más, debido a la ignorancia de los indígenas, el prestigio de Gaspar. Sin duda ella debió de sentir el placer de su venganza el día en que se ciñó la espada de don Antonio de Leyva, de la que jamás se desprendía, menos cuando vestía la ropa propia de su sexo, no porque utilizara constantemente el arma, sino porque le gustaba sentir cómo le golpeaba en el muslo, como un recuerdo constante de la deshonra del ejército republicano. No solo era insaciable aquella mujer, sino que ya no tenía mucho sentido frenar en ese camino en el que había iniciado a Gaspar Ruiz. Los pocos prisioneros que habían podido escapar solían contar hasta qué punto bastaban unas pocas palabras dichas al oído de su marido para reavivar la cólera y torcer su gesto. Aseguraban también que después de cada matanza y de cada fechoría él acudía corriendo hasta donde estaba ella y la miraba a los ojos. Jamás la abandonaba en su reposada altivez. Tengo para mí, señores, que sus abrazos debían de ser tan fríos como los de una estatua. Es cierto que Gaspar intentó derretir aquel corazón con todo un río de sangre caliente. Algunos oficiales de la Marina inglesa que fueron sus huéspedes en aquella época comentaron que en su carácter había una especie de extraño arrobamiento.
Hubo un movimiento de sorpresa y curiosidad entre los invitados que obligó al general Santierra a hacer una pausa.
—Así es —añadió—, oficiales de la Marina inglesa. Ruiz los había citado para concertar la libertad de algunos prisioneros que eran de su nacionalidad. En el territorio en el que estaba acampado, desde la costa hasta la cordillera, se abre una bahía en la que los buques fondeaban antiguamente después de cruzar el cabo de Hornos para aprovisionarse de agua y madera. Fue en ese punto donde consiguió atraer a la tripulación a tierra firme y se apoderó primero del barco ballenero Hersalia, y más tarde de dos buques, uno inglés y otro americano. Sí dijo entonces que tenía intención de hacerse con una escuadra propia, pero eso era imposible. Sí dejó en el bergantín a parte de su tripulación y embarcó en él a personas de su confianza para enviarlos al gobernador español de la isla de Chiloé con un informe de sus hazañas y una petición de auxilio para continuar con la lucha. El gobernador no podía hacer nada, pero aun así les envió dos piezas de artillería ligera, una carta llena de alabanzas, un nombramiento de coronel de las fuerzas monárquicas y una gran bandera de España. Aquella insignia se izó con gran solemnidad en la casa de Gaspar, en medio de la región araucana.
“El comandante en jefe de la escuadrilla británica pidió ayuda al Gobierno de Chile, pero Gaspar Ruiz se negó a mediar con nosotros. Fue aquélla la razón por la que fue a la bahía una fragata inglesa y su capitán, el médico y dos tenientes se internaron en el país con un salvoconducto. Los recibieron amablemente y fueron durante tres días huéspedes del sangriento cabecilla. Su residencia estaba fundada en una especie de bárbaro estado militar y estaba pertrechada de un botín que había conseguido en una ciudad fronteriza. Cuando los hicieron pasar al salón principal, pudieron ver a la mujer de Ruiz tendida en un lecho (al parecer estaba enferma), y a Gaspar sentado a sus pies. El sombrero estaba en el suelo y las manos en el puño de la espada.
“Durante toda la primera entrevista no separó ni un instante las manos enormes de la empuñadura, menos en una ocasión, para arreglar las sábanas a la enferma con un gesto suave y delicado. Los marinos se dieron cuenta de que cada vez que se dirigía a él, Gaspar clavaba la mirada en los ojos de su mujer con una especie de intensidad anhelante, como si se olvidara del resto del mundo y hasta de su propia persona. En el banquete de despedida, al que la española acudió sentada en un sillón, Ruiz protestó constantemente por el trato que había recibido. Dijo que desde la partida del general San Martín lo habían estado acosando los peores espías, y que había sido calumniado por funcionarios civiles, se habían ignorado sus servicios y el Gobierno de Chile había estado atropellando constantemente su libertad. Se levantó de la mesa, comenzó a proferir maldiciones, paseando por la habitación como un animal enjaulado, y luego se sentó a los pies de su mujer, jadeando y con la mirada clavada en el suelo. Ella tenía la cabeza lánguidamente reclinada en los almohadones y seguía con los párpados semiabiertos.
“—Ahora soy un honrado oficial español —añadió Gaspar con tranquilidad.
“El capitán inglés aprovechó aquella ocasión para informarles de la caída de Lima y de las últimas novedades de que los españoles iban a retirarse de todo el continente. Gaspar Ruiz alzó la mirada y con excitación contenida aseguró que, aunque no quedara ni un solo español en toda América, él tenía intención de seguir desafiando a Chile hasta derramar la última gota de sangre. Cuando concluyó su exaltado discurso, Herminia alzó una mano blanca y fina y acarició levemente con la punta de los dedos la rodilla de su guerrero.
“El resto del tiempo que duró la entrevista de los oficiales, un lapso de tiempo que no fue más allá de la media hora, el cabecilla los colmó de amabilidades y finezas. Al principio había sido sencillamente hospitalario, pero ahora daba la sensación de que quería extremar sus halagos antes de que regresaran a bordo. A mí me daba la impresión de que nada contrastaba más con su primera violencia y con su naturaleza habitualmente taciturna. Como todos los hombres a los que una alegría inesperada les ha vuelto de pronto demasiado engreídos, les dio atenciones y ejemplos de su buena voluntad sin ninguna medida. Se dedicó a abrazar a los marinos casi con lágrimas en los ojos y a todos los prisioneros a los que acababa de liberar les regaló monedas de oro.
“En el último instante, y ya casi sin venir a cuento, anunció que había decidido devolver a los dueños del buque todos sus efectos personales, una generosidad repentina que retrasó de nuevo la marcha de los extranjeros.
“Ya de noche, Gaspar Ruiz se presentó con una escolta en el paraje en el que estaban acampados, llevando con él una mula cargada de barricas de vino.
“—He traído vino hasta aquí —exclamó— para beber una copa de despedida con mis amigos ingleses, a quienes nunca volveré a ver.
“Estaba tan contento y parlanchín que se puso a relatar la historia de sus propias hazañas riéndose como un niño pequeño. Pidió prestada una guitarra al mayoral de los muleteros, se sentó sobre su poncho de lujo y, al calor de las brasas, cantó una historia de amor ‘guaso’ con la entonación más tierna del mundo. Inclinó a continuación la cabeza, apoyó las manos en el suelo, dejó caer la guitarra y el campamento se vio de pronto envuelto en un profundo silencio tras la canción de amor del implacable guerrillero, autor de la destrucción de tantos hogares y de tantos amores.
“Antes de que nadie dijera una sola palabra, él mismo se puso en pie a toda prisa y pidió su caballo.
“—¡Adiós, amigos! ¡Vayan con Dios! Sepan que se les quiere mucho aquí, digan en Santiago que entre Gaspar Ruiz, coronel del rey de España, y esa chusma del Chile republicano habrá siempre una guerra sin cuartel. ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!
“Al grito de ‘¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!’ de su escolta, se alejaron.
“A los jóvenes oficiales ingleses ya no les quedó ni la menor duda de que Gaspar Ruiz estaba loco. ¿Cómo lo suelen decir ustedes? Que le faltaba un tornillo, ¿no es así? Pero el doctor, un escocés muy perspicaz y con afición por la filosofía, me aseguró que podíamos encontrarnos ante un particular caso de posesión. Lo volví a ver otra vez, muchos años después de aquello, y aún se acordaba. Según su opinión, aquella mujer no inducía a Gaspar Ruiz a cometer aquellos crímenes por vía de una persuasión frontal, sino más bien mediante un método más sutil, que consistía en mantener vivo en su alma el sentido de un error irreparable. ¡Puede ser!, aunque a mí me parece que era ella la que infundía al menos la mitad del espíritu vengativo en el duro barro del que estaba compuesto aquel hombre, como si vertiese en él un veneno, un narcótico o un líquido emponzoñado en una copa.
“Si lo que buscaba era una guerra la tuvo, y con creces, cuando comenzaron a regresar desde Perú nuestras tropas victoriosas. No tardaron en orquestar operaciones coordinadas contra el responsable de tal afrenta al honor y la prosperidad de nuestra recién estrenada independencia. Fue el propio general Robles el que se encargó de organizarla, y lo hizo además con su habitual severidad. En realidad la ferocidad y el encarnizamiento vinieron en aquella ocasión por ambas partes. Yo era en ese momento capitán del estado mayor, un grado que alcancé en la campaña de Perú.
“En cierto momento, Gaspar Ruiz se encontró violentamente acorralado. Tuvimos noticia de que Herminia le había dado una hija, gracias a un sacerdote fugitivo que había escapado de su parroquia rural y había sido obligado a cabalgar al galope durante cien kilómetros de piedra para celebrar la ceremonia del bautizo. Para celebrar el acontecimiento, Ruiz dio dos audaces golpes de mano a retaguardia de nuestra columna, y consiguió derrotar a los destacamentos encargados de acabar con la posibilidad de su retirada. El general Robles estuvo a punto de tener un ataque de apoplejía de la rabia que le dio. Esa vez encontró un motivo diferente de las picaduras de los mosquitos para justificar el insomnio, aunque en aquella ocasión los vasos de aguardiente puro tuvieron el mismo efecto que los vasos de agua. Lo que sí hizo fue tomarla conmigo y reñirme a causa de aquel hombre. Los oficiales jóvenes teníamos tantas ganas de acabar aquella campaña sin gloria que nos comportamos de una forma excesivamente atrevida y corrimos riesgos innecesarios.
“A pesar de la lentitud, fuimos cercando palmo a palmo a Gaspar Ruiz, y nuestras columnas se fueron acercando, a pesar de que él había conseguido sublevar a los indios araucanos. Poco después de un año, el Gobierno tuvo noticia de que Ruiz había hecho un pacto con Carreras, a quien llamaban el dictador de la República de Mendoza, al otro lado de los montes. Desconozco si Gaspar Ruiz hizo aquel pacto con intenciones políticas o para proporcionar un refugio seguro a su mujer y a su hija mientras él continuaba con sus carnicerías. La alianza, eso es un hecho, se firmó. Gaspar se retiró a una velocidad inusitada y, preparándose para otro combate tan audaz como temerario, envió a su familia a Sierra Pequeña, en la frontera con Mendoza.
XI
—Bajo un disfraz liberal, Carreras era un canalla de la peor especie, y el desgraciado estado de Mendoza, el mero botín de una panda de ladrones, traidores, salteadores y asesinos a favor del dictador. Este último, con aquella apariencia digna, no tenía ni la menor sombra de honor, compasión ni conciencia, y a lo único a lo que aspiraba era a convertirse en un tirano, por lo que a nadie le sorprenderá que, aunque se aprovechó de Gaspar Ruiz para sus ruines propósitos, no tardó en darse cuenta de que le convenía mucho más estar en buenas relaciones con el Gobierno chileno. Señores, yo mismo me avergüenzo ahora de confesarles que en su momento les propuso a nuestros gobernantes entregarles a aquel hombre al que había ofrecido su palabra, y que aquella oferta fue aceptada. La villanía se cumplió: la mujer de Ruiz, que en ese momento iba de viaje desde Mendoza hasta Sierra Pequeña, fue entregada por los hombres de Carreras al comandante chileno de un fuerte de El Llano, al pie de la cordillera principal. Una transacción que pudo costarme realmente cara, porque yo era prisionero de Ruiz cuando se enteró de la noticia. Los indios me habían capturado durante uno de los reconocimientos y habían matado a lanzadas a los pocos soldados que me acompañaban. Me libré de una muerte parecida porque Gaspar me reconoció justo a tiempo, pero ni siquiera por ésas las tenía todas conmigo. El gigante se portó como un caballero porque, por utilizar sus palabras, yo siempre había creído en su inocencia y lo había ayudado cuando era víctima de la injusticia.
“—Por eso ahora —fue lo único que me dijo—, para que vea cómo cumplo mi palabra, le digo que queda libre.
“A pesar de aquellas palabras, no puede decirse que estuviese tranquilo, ni mucho menos, una de las noches que me llamó. Cuando lo encontré, daba vueltas como un bestia enjaulada y gritaba sin parar: ‘¡Traición! ¡Traición!’.
“Cuando me vio, se acercó con los puños cerrados.
“—Puedo cortarle el cuello en un segundo.
“—¿Y eso le devolverá a su mujer? —contesté yo con toda la calma que fui capaz de reunir.
“—¿Y la niña? —gritó como un enloquecido.
“Se dejó caer en un sillón, riendo siniestramente.
“—Bah, no, váyase cuando le dé la gana.
“Yo le aseguré que su mujer no corría ningún peligro, pero no me atreví a decirle que jamás la iba a volver a ver. Tenía intención de luchar hasta la muerte, y la guerra solo iba a terminar con la muerte de un enemigo tan acérrimo.
“Me dirigió una mirada muy particular y añadió con un pequeño tartamudeo:
“—¡En sus manos, están en sus manos!
“Yo seguí en mi papel del ratón frente al gato, hasta que algo lo hizo levantarse impetuosamente:
“—¿Pero qué estoy haciendo aquí? —exclamó. Abrió la puerta y dio orden de que le ensillaran el caballo—. ¡Vamos! Fuerte Pequeña es de madera, no es nada. Tengo intención de arrancárselas de las garras, aunque se escondan en el corazón de la montaña.
“Luego añadió, tras un penoso esfuerzo:
“—Yo la llevé en mis brazos cuando hasta la tierra temblaba. ¡Y la niña es mía! ¡Al menos ella es mía!
“Es cierto que se trataba de unas misteriosas palabras, pero no era una ocasión muy apropiada para asombrarse.
“—Usted vendrá conmigo —dijo con violencia—. Quiero poder charlar con alguien y a cualquier otro mensajero de Ruiz el forajido le cortarán el cuello sin remisión.
“Y no le faltaba razón: entre su persona y el resto de la humanidad ya no había ninguna posible conexión según las costumbres de una contienda honrada y generosa. En menos de media hora ya estábamos sobre los lomos de un caballo, y nos pasamos la noche galopando. Solo disponía de veinte hombres, pero no quería esperar ni un minuto más y se limitó a mandar emisarios a Peneleo, el jefe de los indios, que en ese momento estaba en las colinas, para que fueran a las mesetas a reunirse con él en el lago Ojo de Agua, a cuyas orillas se encontraba el fuerte de Sierra Pequeña.
“Atravesamos todas las tierras bajas a la misma velocidad a la que se habían hecho famosas las correrías de Ruiz, y pasamos de los valles inferiores a las cimas. No faltaron peligros en el viaje. Estuvimos recorriendo un sendero que hacía cornisa y que había sido horadado en un muro de basalto perpendicular, hasta que por fin emergimos desde la oscuridad de una honda sima hasta la planicie de la Pequeña, una llanura de hierba verde muy fina y flores diminutas. Sobre nuestras cabezas se podían ver muchas manchas de nieve en las grietas de las paredes de roca. El lago era en realidad tan redondo como un ojo muy abierto, y cuando llegamos a él la guarnición del fuerte se encontraba apacentando un rebaño. Las enormes puertas de la entrada vibraban y el recinto estaba construido con unas estacas ennegrecidas y que disimulaba mal los techos de las chozas del interior. Daba la sensación de que no había ni una sola criatura viviente en su interior, pero cuando el heraldo, un hombre al que Gaspar Ruiz había dicho que avanzara sin temor, les exhortó para que se rindieran, se escuchó una descarga que le hizo caer sobre el caballo. Escuché cómo Gaspar rechinaba los dientes a mi lado.
“—No importa —dijo—. Ahora te toca a ti.
“A pesar de que mi uniforme estaba totalmente andrajoso, me reconocieron por él y me permitieron acercarme hasta una distancia razonable, tras lo cual me tuve que detener porque de una de las troneras salía una voz llena de alegría que me impedía pronunciar una sola palabra. Se trataba del mayor Pajol, un viejo amigo mío, que me tenía por muerto como al resto de mis compañeros.
“—Métele espuela a tu caballo, hombre, que te abriremos la puerta…
“Yo solté las bridas y negué con la cabeza.
“—Le he dado mi palabra.
“—¿A él? —exclamó con un asco infinito.
“—Me acaba de perdonar la vida.
“—Eso es asunto suyo, ¿o es que nos vas a aconsejar que nos rindamos a ese rastrero?
“—No, pero reclama la libertad de su mujer y su hija, y puede cortaros el suministro de agua.
“—Si lo hace, lo único que va a conseguir es que los suyos sufran más que nadie. Díselo así, y ya está bien de tonterías. Haremos una salida e iremos a por ti y te agarraremos.
“—Pero son vida —respondí con firmeza.
“—¡No seas imbécil!
“—Por Dios te lo pido —añadí con furia—, no abráis la puerta.
“Y señalé con la mano a los indios de Peneleo que ya cubrían toda la zona del lago.
“Jamás en mi vida había visto juntos a tantos salvajes. Llevaban tal número de lanzas que parecían juncos, y su ronco clamor parecía el sordo arrullo del mar.
“Mi amigo Pajol comenzó a jurar y maldecir.
“—Que el diablo cargue contigo, entonces —respondió con enfado.
“Pero en cuanto di media vuelta se debió de arrepentir, y lo escuché gritar con energía:
“—Disparadle al caballo, para que no se vaya ese loco.
“Tenía a su cargo tiradores muy bien entrenados. Se oyeron dos disparos y cuando me disponía a echar a trotar, mi montura se tambaleó y cayó como si la hubiese fulminado un rayo. Me saqué los estribos y rodé por tierra junto a la bestia desplomada pero ni yo intenté levantarme ni los soldados corrieron a socorrerme.
“Las masas de indios comenzaron a marchar contra el fuerte formando escuadrones y arrastrando los largos chusos. Finalmente se bajaron de los caballos fuera del alcance de los fusiles, dejaron sus capas de pieles y se lanzaron al ataque desnudos, pisando con fuerza y gritando cadenciosamente. Ni siquiera tres salvas de fuego fueron capaces de acabar con el empuje de los asaltantes. Los araucanos embestían rígidos como varas y con sus grandes cuchillos en la mano, pero la empalizada no estaba atada con cintas de cuero, como suele ser habitual, sino con garfios de hierro que no fueron capaces de cortar. Desanimados por no poner en práctica su técnica habitual para irrumpir en los fuertes, aquellos paganos, que hasta ese momento se habían mantenido firmes ante el fuego de los fusiles, cedieron y se dieron a la fuga bajo las descargas de los sitiados.
“Y cuando huyeron, me dejaron atrás. En ese momento, me levanté y me reuní con Gaspar Ruiz en un cerro. Los fusiles habían cesado y los dos nos quedamos contemplando en silencio la evidente derrota de los salvajes.
“—Vamos a tener que sitiarlos —murmuró, y cuando lo miré, lo sorprendí retorciéndose las manos en un gesto de desesperación. Pero la posibilidad del sitio no era más que una ilusión. No hubo necesidad de que le transmitiera el mensaje de mi amigo, porque no se atrevió a privar de agua a los asediados, que también contaban con víveres en abundancia. Y aunque les hubieran faltado, tampoco habría dudado en ofrecérselos por encima de la estacada. En realidad ocurría todo lo contrario: éramos nosotros, los que nos encontrábamos en el llano, los que estábamos empezando a sentir las primeras punzadas del hambre.
“El jefe indio, Peneleo, estaba sentado al fuego envuelto en su piel de guanaco y afirmaba en su mal español, tan brusco como el gruñido de un animal de monte, que si conseguían abrir una brecha en la estacada, por pequeña que fuera, su gente entraría y rescataría a la señora, pero que de otra manera era imposible. Era un salvaje atlético y de una cabeza enorme, cuadrada y cubierta de pelo como una colmena de paja.
“Gaspar Ruiz estaba sentado y tremendamente inmóvil, no apartaba la mirada del fuerte ni un segundo, como si en vez de noche fuese pleno día. Solo más tarde nos enteramos de lo que había sucedido con uno de sus lugartenientes en el valle de Maipu. Otros informantes nos trajeron la noticia de que una columna de infantería se estaba acercando por distintos desfiladeros en auxilio del fuerte. Marchaban con lentitud y conocíamos sus progresos en la zona de los valles inferiores. Me sorprende que Gaspar Ruiz no acudiera a toda prisa a hacer un veloz ataque en alguna hondonada, uno de esos golpes de mano en los que son tan expertos los guerrilleros. Su habitual genio había dado ya paso a una negra desesperación.
“Para mí no había duda de que no podía retirar la mirada del fuerte y les aseguro, señores, que casi me producía compasión el espectáculo que estaba dando aquel pobre hombre tan fuerte, sentado sobre un cerro, insensible al sol, la lluvia y el frío, abrazándose las rodillas con los brazos, la barba apoyada en las piernas y sin parar de mirar, mirar y mirar…
“A pesar de que a su alrededor reinaba una aparente calma sin límites, la fortaleza lo tenía completamente obsesionado. La guarnición parecía muerta, y ni siquiera contestaba al fuego intermitente que se hacía contra sus troneras. Una de aquellas noches me dirigió la palabra de improviso cuando pasaba a su lado.
“—He ordenado poner un cañón —dijo—, así tendré tiempo suficiente como para salvarla y retirarme antes de que Robles suba hasta ahí.
“Y era cierto: acababa de pedir un cañón a los rebeldes de la llanura, un cañón que tardó en llegar, pero que llegó finalmente. Se trataba de un viejo y pesado cañón de campaña que había sido desmontado en piezas y transportado en largos palos a lomos de mulas por senderos angostos. Todavía suena en mis oídos el jubiloso grito de Gaspar cuando vio aparecer la escolta en medio del valle al rayar el alba, pero tampoco tengo palabras para describir su sorpresa, su furia y su desesperación cuando le dijeron que el animal que cargaba la cureña se había despeñado la última noche. Solo Dios sabe en qué barranco había ocurrido aquello. Comenzó a amenazar de muerte al escolta. Aquel día me alejé de su camino y me escondí en un matorral pensando en qué estaría tramando en ese instante. Retirarse habría sido una solución, pero él era incapaz de retirarse. Vi debajo de mí a Jorge, su artillero, un viejo soldado español, construir una especie de armazón con sillas de montar apiladas. Cargaron el cañón y lo pusieron encima, pero cuando disparó, el montaje se desmoronó y el tiro pasó muy por encima de la estacada.
“No intentaron nada más. También se había perdido otra de las mulas que cargaba las municiones y solo tenían para seis disparos, suficientes como para echar abajo la puerta si hubiesen podido enfilar el cañón. Aun así, no tenían ni tiempo ni medios para fabricar una cureña. Cada momento que pasaba me daba la sensación de que íbamos a oír las trompetas de Robles resonando por los barrancos.
“Peneleo andaba de acá para allá con sus pieles, y en una de ésas se acercó hasta mí y me comentó:
“—¡Que hagan un agujero! Si lo consiguen, de acuerdo, y si no, nos vamos, porque sobramos por aquí.
“Cuando comenzó a anochecer, observé con asombro cómo los indios se preparaban para un nuevo asalto y se disponían en filas al amparo de los montes. En la llanura, y frente a la puerta del fuerte, se veía un grupo de gente moviéndose en la misma franja de terreno. Bajé hasta la loma. A la luz de la luna, y en el aire limpio de las alturas, se veía casi como a la luz del día, pero el cansancio me ofuscaba la mirada y no pude ver del todo bien en qué consistían los movimientos del grupo. Escuché de pronto la voz de Jorge, el artillero, diciendo dubitativo:
“—Ya está cargado, señor.
“Y de nuevo, con firmeza hacia el pelotón:
“—Traed la riata.
“El último que había hablado era Gaspar Ruiz.
“Hubo un silencio apenas interrumpido por unos cuantos disparos de una guarnición cercana, que también había visto el grupo, pero la distancia que los separaba era demasiado grande, y entre las chispas de las balas muertas que cortaban el suelo pude ver la reunión de unos cuantos bultos misteriosos que se apretaban de maneras distintas y en el centro a un par de figuras esbeltas y atareadas. Me acerqué a ellas con precaución sin saber si se trataba de una visión mágica o de un sueño insensato.
“Una voz peculiarmente ahogada ordenó:
“—¿Están bien firmes las amarras?
“—Sí, señor —se escuchó responder a varias voces con entusiasmo enardecido.
“Y la voz sofocada continuó:
“—Mucho mejor, necesito poder respirar.
“A aquello siguió el murmullo propio de los grupos cuando se inquietan.
“—Échenle una mano, hombres. Vamos, ¡bajo el otro brazo!
“Y la voz añadió:
“—¡Bueno! Apártense de mí.
“Yo me acerqué entre el concentrado círculo y escuché de nuevo la voz angustiada:
“—Jorge, olvídese de que soy un hombre. Olvídese por completo y cumpla con su deber.
“—No tema, señor. Para mí solo es usted la cureña del cañón, y le aseguro que no pienso malgastar el disparo.
“A continuación escuché el chasquido del botafuego y sentí el olor de la mecha. Frente a mí apareció de pronto un bulto indescriptible; una persona a cuatro patas, como si se tratara de una bestia con cabeza humana, agachada bajo un objeto con forma de tubo apoyado en su nuca y el fulgor de una masa redonda de bronce izada sobre la espalda de un Hércules.
“Frente a aquel solemne semicírculo, Gaspar se mantenía en aquella postura, mientras Jorge estaba detrás de él y un corneta a su lado dispuesto a tocar.
“Jorge estaba inclinado y murmuraba algo con el botafuego en la mano.
“—Una pulgada a la izquierda, señor. No tanto. Un poco más. Muy bien, y ahora si puede inclinarse un poco doblando los codos…
“Se echó a un lado, bajó el botafuego y una nube de fuego brotó de la boca del cañón atado a la espalda del cabecilla. Se recompuso lentamente.
“—¿Le ha dado? —preguntó.
“—De lleno, señor.
“—Cárgalo de nuevo.
“Estaba frente a mí con el pecho totalmente atado a aquella mole de bronce. Jamás se había registrado en los anales una hazaña como la de aquel hombre fuerte y enamorado. Con aquellos brazos extendidos parecía un penitente bajo el resplandor de la luna.
“Lo vi sostenerse otra vez sobre las manos y las rodillas, y la gente se apartaba como antes. El veterano Jorge estaba agachado mirando a lo largo del cañón.
“—¡Un poco a la derecha! ¡Un poco nada más! Por Dios, señor, no tiemble tanto, ¿dónde ha quedado su fuerza?
“Al viejo soldado le flaqueaba el espíritu de tanta emoción. Se puso a un lado y, a la velocidad del rayo, le aplicó la chispa a la luz del arma.
“—¡Perfecto! —exclamó, pero Gaspar Ruiz permaneció un buen rato en silencio y como pegado al suelo.
“—Estoy cansado —dijo al fin—. ¿Faltan más disparos?
“—Sin duda, señor —respondió Jorge inclinándose sobre su jefe.
“—Entonces carga. ¿Corneta?
“—Aquí estoy, señor, a sus órdenes.
“—Toca cuando te lo ordene, y con tanta fuerza que te pueda oír todo Chile de punta a punta —dijo Gaspar con energía—. Y vosotros sed rápidos para quitarme esta riata y poder ir al asalto. Ahora levantadme. Y tú, Jorge, rápido y apunta bien.
“El estrépito de los fusiles del enemigo casi no dejó oír las últimas palabras del gigante. La empalizada estaba envuelta en llamas y humo.
“—Intente aguantar el retroceso, señor —exclamó el viejo artillero temblando—, clave los dedos en el suelo. ¡Ahora!
“Tras el disparo salió de su garganta un enorme grito exaltado. El corneta se llevó a los labios el instrumento y esperó, pero el gigante postrado no dio la orden. Yo me incliné a su lado y le oí decir:
“—Se me ha roto algo.
“Alzó la mirada hacia mí y lo vi sumido en un abatimiento enorme.
“—La puerta está colgando solo de una astilla —gritó Jorge.
“Ruiz intentó decir algo, pero la voz murió en su garganta y yo mismo lo ayudé a bajar el cañón de sus destrozadas costillas. Estaba totalmente insensible.
“Como es lógico cerré sus labios, y la señal de ataque que estaban esperando los indios nunca fue dada; lo que sí escuché fueron las trompetas de la compañía de socorro, un ruido del que mi alma estaba sedienta y que entre nuestros enemigos tuvo el tinte de la trompeta del Juicio Final.
“Un auténtico huracán humano, señores, toda una nube de hombres despavoridos y jinetes indios pasó sobre mi cuerpo tendido en tierra junto al de Gaspar Ruiz. Peneleo me hirió al huir con su largo chuso, supongo que para sellar nuestra antigua amistad. Todavía hoy no sé cómo conseguí salir con vida. Además, me arrodillé demasiado pronto y los soldados del 17.º estuvieron a punto de lincharme con sus bayonetas. Es cierto que se quedaron de piedra cuando unos oficiales acudieron al galope y los dispersaron con el sable en la mano.
“Se trataba en aquel caso del general Robles. Necesitaba fuera como fuera hacer prisioneros y no tardó en manifestar su contrariedad inmediatamente.
“—¡Hola! ¡Pero si eres tú! —exclamó.
“Y desmontó en el acto para darme un abrazo porque quería mucho a mi familia. Yo señalé el cuerpo que estaba tendido a nuestros pies, y me limité a añadir dos palabras:
“—Gaspar Ruiz.
“Él alzo los brazos de la sorpresa.
“—¡Vaya! Tu amigote. Parece que nunca va a acabar tu pleito con ese tipo. ¡No importa! Fue él quien nos libró de la muerte cuando temblaba la tierra y hasta los más valientes estaban muertos de miedo. Yo confieso que me asusté. Él no. ¡Vaya un valiente! ¿Dónde está el héroe que ha conseguido vencerlo? ¡Ja, ja! ¿Quién ha podido con él, chico?
“—Su propia fuerza, mi general.
XII
—Pero lo cierto es que Gaspar Ruiz respiraba todavía. Yo ordené que lo transportaran al cobijo de unos arbustos de la loma desde los que solía ensimismarse al mirar el fuerte cuando la muerte invisible ya estaba rondando alrededor de su cabeza.
“Nuestras tropas comenzaron a acampar alrededor del fuerte. Cuando amaneció, no me sorprendió en absoluto que me hubiesen asignado a mí el traslado de un prisionero que tenía que ser llevado a Santiago lo antes posible. Entendí que se trataba de la mujer de Gaspar Ruiz.
“—Te lo he encargado a ti porque conozco tus simpatías —dijo el general Robles—, porque lo cierto es que tendríamos que fusilarla.
“Yo no reprimí un gesto de protesta inmediata y el general añadió:
“—Ahora que él ya ha dejado prácticamente de existir, no merece demasiado la pena preocuparse por ella. Nadie sabe qué castigo imponerle y el Gobierno la reclama.
“Robles se encogió de hombros.
“—Puede que sea la única persona que conozca en qué lugares está enterrado el botín.
“Al amanecer vi cómo se acercaba al cerro entre dos soldados y con su hija en brazos.
“Me adelanté para presenciar el encuentro.
“—¿Vive todavía? —preguntó confundiéndome con aquel rostro pálido e impasible al que tantas veces había contemplado él con adoración.
“Yo bajé la mirada y la acompañé en silencio. Gaspar tenía los ojos abiertos y respiraba con mucha dificultad. Dijo su nombre con mucho esfuerzo:
“—¡Herminia!
“La española se inclinó junto a su cabeza, y la niña, que no registraba en absoluto la trascendencia de aquella situación, lo contemplaba todo con ojos vivos y empezando a hablar con voz alegre y fina. Señaló con su pequeño dedo la uña rosada del amanecer que ya iba realzándose entre las cumbres. Durante todo el tiempo que duró la incomprensible y dulce charla infantil, el moribundo y la mujer que estaba inclinada junto a él permanecieron mudos intercambiando miradas de tristeza. El canto terminó finalmente. La niña apoyó la cabeza en el pecho de la madre y se quedó dormida.
“—Lo hice por ti —dijo el gigante—. Perdóname. —Allí le faltó la voz, pero pude escuchar en un último balbuceo—: Me faltaron las fuerzas.
“Ella lo contempló con una intensidad extraordinaria; Gaspar trató de sonreír y repitió:
“—Perdóname, te dejo…
“Su mujer se inclinó todavía un poco más sobre él. No derramó ni una lágrima, y dijo con voz muy firme:
“—Eres la única persona a la que he querido en el mundo, Gaspar.
“El moribundo sacudió la cabeza y pareció tranquilizarse.
“—¡Por fin! —suspiró.
“Y luego, con ansia redoblada, preguntó:
“—¿Es verdad lo que has dicho?
“—Tan verdad como que no existe ni la justicia ni la compasión en este mundo —respondió apasionada.
“Ella se inclinó sobre el rostro de Gaspar, que a su vez intentó incorporarse un poco pero cayó de espaldas, y cuando su amada le besó por fin los labios, ya estaba muerto. Tenía las pupilas acristaladas y fijas en el cielo, por donde en aquel instante cruzaban unas pequeñas nubes rosadas. Yo me fijé entonces en los párpados de la niña, que ya dormía apretada contra el pecho de su madre.
“La viuda de Gaspar Ruiz, el hombre de acero, me permitió retirarla de allí sin derramar ni una sola lágrima.
“Para facilitar el viaje, preparamos una parihuela parecida a una silla con una tabla colgante para que pudiera apoyar los pies. El primer día estuvo caminando en silencio sin apartar la mirada de la niña a la que llevaba en el regazo. Cuando acampamos, me di cuenta de que durante la noche paseaba alrededor de la tienda meciendo a la criatura en su brazos y mirándola a la luz de la luna. Luego, cuando comenzamos la segunda etapa, me preguntó si faltaba mucho para llegar a algún pueblo y yo le contesté que sobre el mediodía.
“—¿Habrá mujeres en él? —preguntó.
“Respondí que era una villa importante.
“—Supongo que en ella habrá hombres y mujeres, señora —dije—, cuyos corazones se alegren de que la guerra ha terminado.
“—Sí, todo ha terminado ya —repitió.
“Y poco después me preguntó:
“—Señor oficial, ¿qué va a hacer conmigo el Gobierno de Chile?
“—No lo sé, señora —repliqué—, pero no tengo duda de que la tratarán bien, no tenemos costumbre de vengarnos en las mujeres.
“Me miró fijamente. Una de aquellas tardes en que nos vimos obligados a retroceder un poco para que las bestias pudieran pasar por el estrecho sendero, al borde de un precipicio me clavó la mirada con tal gesto de angustia que me produjo una compasión infinita.
“—¡Señor oficial! —dijo—. Estoy muy débil, no puedo evitar temblar. Es un miedo insensato.
“Realmente le temblaban los labios, pero, a pesar de todo, hizo el esfuerzo de sonreír cuando puso su pie en el sendero, que tampoco era el más peligroso de aquella montaña.
“—Tengo miedo de dejar caer a la niña. Gaspar os salvó la vida, ¿verdad? ¡Cójala en brazos, por Dios!
“Yo cogí a la pequeña, porque la madre me la ofrecía con los brazos extendidos.
“—Señora, cierre los ojos y confíe en la mula —le dije.
“Me hizo caso. Parecía un cadáver, pálida y demacrada como estaba. En una de las revueltas del sendero, en cierto lugar en el que había un gran precipicio de pórfido rojizo, abrió los ojos. Yo estaba detrás de ella sujetando a la niña con el brazo derecho.
“—La pequeña está bien —dije para darle ánimos.
“—¿En serio? —contestó débilmente y con un espanto inmenso contemplé cómo se ponía en pie sobre la tabla de la parihuela, clavaba la vista en el cielo y se arrojaba con ímpetu hacia el abismo.
“No soy capaz de describir mi horror. Sentí yo también la atracción del vacío, un miedo espantoso que emanaba de la sima y que parecía estar llamándome a mí también. Sentí que se me iba la cabeza, pero abracé a la niña y me sostuve a caballo con la inmovilidad de una estatua. Me sentía helado y mudo. Mi caballo estiró las orejas y relinchó. No perdí la serenidad, aunque me estaba enloqueciendo el ruido de las piedras en lo más hondo del precipicio.
“Acabamos salvando finalmente aquel difícil paso y nos encontramos frente a una ancha y hermosa pradera.
“Entonces me puse a gritar. Mis soldados corrieron a mi lado, alarmados. Creo que al principio me limité a exclamar:
“—¡Me ha dado a su hija! ¡Me ha dado a su hija!
“Los soldados por un momento creyeron que me había vuelto loco.
El general Santierra terminó su relato y se levantó pesadamente de la mesa.
—Y eso fue lo que pasó, señores —concluyó al mismo tiempo que sonreía a sus invitados indicándoles que podían levantarse ellos también.
—¿Y qué fue de la niña, general? —preguntamos.
—¡Ah, la niña, la niña!
Se limitó entonces a acercarse a una de las ventanas abiertas que daban al frondoso jardín, aquel refugio de su vejez y uno de los más famosos del país. Nos detuvo con la mano y llamó hacia fuera:
—¡Herminia! ¡Herminia!
Y esperó. Permitió entonces que nos asomáramos a las ventanas. Tras un pequeño macizo de árboles apareció una mujer. Pudimos escuchar el roce de sus almidonadas enaguas y el amplio vuelo de una falda negra de seda de corte antiguo. Nos miró y, al comprobar que todas las miradas estaban fijas en ella, hizo un pequeño gesto de desagrado, sonrió al general que se reía con socarronería señalándola con el dedo, se puso la mantilla para recuperar parte de su altivo perfil y se alejó con porte majestuoso.
—Ahí lo tienen, señores, el ángel guardián de mi vejez, la mujer a la que deben que mi casa sea un lugar hospitalario, y también la razón por la que he permanecido soltero a pesar de que la llama del amor haya herido mi pecho en varias ocasiones. Puede que por esa razón no se hayan apagado del todo las chispas de ese fuego sagrado.
Puso cierto énfasis en aquella frase golpeándose el pecho robusto.
—Aún vive, aún vive —exclamó con energía, medio en serio y medio en broma—. Y no me casaré ya. ¿Para qué si esa mujer es la hija adoptiva y heredera del general Santierra?
Uno de los invitados la describió más tarde como una “gordita robusta entrada en la cuarentena”. Y a la mayoría de nosotros nos pareció que tenía el pelo canoso y unos bonitos ojos negros.
—Y ella —dijo también el general— tampoco ha querido casarse con nadie. ¡Una verdadera pena! Es buena y paciente y está consagrada a este viejo por entero. ¡Una criatura angelical! Y tampoco les recomendaría que pidiesen su mano porque si se las diera correrían el riesgo de perder todos los huesos de su mano. Con eso no admite broma alguna, es toda una hija de su padre, ese gigante que murió víctima de su propia fuerza, de la fuerza de su robusto cuerpo, de su sencillez… y de su amor.
*FIN*