Geografías
[Cuento - Texto completo.]
Mario BenedettiPavadas que uno inventa en el exilio para de algún modo convencerse de que no se está quedando sin paisaje, sin gente, sin cielo, sin país. Las geografías, qué delirio zonzo. Al menos una vez por semana, Bernardo y yo nos encontramos en el café Cluny para sumergirnos (frente a un beaujolais, él; frente a un alsace, yo) en las dichosas geografías. Un juego elemental y más bien opaco, que solo se explica por la mufa. Pero la mufa, qué joder, es una realidad. Mufo, luego existo. Y por lo tanto el juego tiene su cosquilla. Es así: uno de los dos pregunta sobre un detalle (no privado, sino público) de la lejanísima Montevideo: un edificio, un teatro, un árbol, un pájaro, una actriz, un café, un político proscripto, un general retirado, una panadería, cualquier cosa. Y el otro tiene que describir ese detalle, tiene que exprimir al máximo su memoria para extraer de ella su postalita de hace diez años, o darse por vencido y admitir que no recuerda nada, que aquella figura o aquel dato se borraron, no se alojan más en su archivo mnemónico. En este último caso pierde un punto, siempre y cuando quien formula la pregunta posea efectivamente la respuesta. Y como el reglamento es harto estricto, si tal respuesta no satisface al perdedor, el punto queda pendiente de resolución hasta que el controvertido detalle pueda ser cotejado con una fotografía o con uno de los tantos eruditos que pueblan (y asolan) el Quartier. Esta vez Bernardo me lleva dos puntos. O sea que el score hasta el momento es el siguiente: Bernardo 15, Roberto 13. Siempre que me saca alguna ventaja se pone ensoberbecido y pedante, pero debo honestamente aclarar que hoy me va ganando gracias a una pregunta muy rebuscada, casi fraudulenta, sobre no sé qué detalle de la pata delantera del caballo en el monumento al Gaucho, y a otra, no menos ponzoñosa, acerca de las ventanas del Palacio Salvo, undécimo piso, que dan a la Plaza Independencia. A mí eso me parece juego sucio, ya que, por mi parte, le hago preguntas normales, verosímiles y sencillas, digamos qué café está (o estaba) en la crucial esquina de Rivera y Comercio, o cuántas puertas de entrada tiene (o tenía) la tribuna Colombes en el estadio Centenario, o dónde está (o estaba) la parada final de la línea de ómnibus 173. Ya ven qué diferencia. Así que dejo sentada mi formal protesta y en el preciso instante en que Bernardo me responde, entre engreídas carcajadas, que lo que pasa es que siempre he sido y seré un mal perdedor, «como todos los de Aries», veo a Delia, nada menos que a Delia, que está esperando resignadamente el passez pietons o su verde metáfora en el cruce del Boul Mich. Hace ocho o nueve años que no la veo y sin embargo la reconozco ipsofacto. Más delgada pero siempre linda. Su postura irradia la misma seguridad que en lejanas primaveras. Allá por el 69, antes del delirio militante y la locura represiva y las pintadas en los muros y la irreversible clandestinidad, pasamos buenas noches y mejores siestas, ella y yo. Es decir, que la veo allí, esperando la luz verde, y (esto es algo más fuerte que mi proverbial discreción) la desnudo con il pensiero. Sin embargo, nuestra antigua relación no fue tan solo física. Delia es una tipa macanuda, inteligente, sensible, con una sonrisa que alegra la vida, no solo la mía en particular sino la vida en general. Buena no solo en el trance del amor sino antes y después. Si no hubiéramos sido tan gurises en aquella etapa, tal vez nos habríamos casado, pero con qué. Yo empezaba segundo de ingeniería y vivía de changuitas. Ella, que tenía a los viejos en Paysandú, estaba un poco más atrasada, también en ingeniería, y sacaba algunos mangos vendiendo artesanías en la feria de Tristán Narvaja. Así y todo nos encontrábamos y nos amábamos, por decirlo pudorosamente, dos veces por semana. Después vino la época dura y las respectivas militancias nos empezaron a separar. Los horarios (también la lucha política tiene horarios y qué severos) conspiraban contra nosotros. A veces pasábamos quince días viéndonos tan solo en alguna asamblea, y aún así, empezamos a no coincidir: más de una vez, en el instante clave de las votaciones de madrugada, yo levantaba la mano y ella no, o ella alzaba la suya, y la mía en el bolsillo. En un abril que políticamente fue más bien calentito, nos encontramos una sola noche, y, sin que en ese instante lo supiéramos, fue la última. Cuarenta y ocho horas después, tuve que borrarme, y ella, tres días más tarde. Solo en agosto, al recalar apresuradamente en Buenos Aires, me enteré de que Delia estaba en cana desde mediados de julio. Se comió más de ocho años. Se portó bien, o sea que las pasó mal. Pero hasta aquí no sabía que había podido salir del país. Aunque parezca mentira, recorro todo el currículum durante esos minutos en que ella espera la luz verde y, como telón de fondo, Bernardo sigue desarrollando su insoportable ponencia sobre mi demostrada condición de mal perdedor. Así, hasta que el especialista en ventanas de undécimo piso y patas de caballo estatuario, también la distingue y dice mirá ésa de marrón, pero si es Delia, te acordás de Delia. Claro que me acuerdo. Y la llamamos a dúo, con gritos y grandes gestos, no se nos vaya a escapar. Justo cuando ella tropieza con un negro grandote de tricota roja, ve por fin nuestro show y casi se derrumba. Se pone una mano en la mejilla como diciendo no puede ser. Pero es. Abre la boca para un grito que no sale, y entra corriendo en el Cluny y su bolso descontrolado casi le da en la cabeza a una hippie de lujo. Y nos abraza y nos besa y qué increíble encontrarlos aquí y pensar que estuve a punto de desviarme en la rue des Ecoles y no los hubiera visto, todo fue porque recordé que hoy todavía no había comprado Le Monde y vine hasta el quiosco de enfrente y además allí pensé que debía buscar un libro de Foucault en La Hune y por eso crucé para seguir por Saint Germain. Nos calmamos de a poco. Los tres. Pero sentate mujer, qué tomás. Solo una Vittel-menthe. A ver, a ver, de qué hablaban, díganme por favor de qué hablaban, estoy haciendo una encuesta del santiamén. La ponemos al tanto de las geografías. Queda un poco desconcertada, pero ríe. Le voy ganando, dice Bernardo muy orondo, flor de paliza. Con trampas, digo yo. Ella ríe y lo hace estupendamente. Llegó hace tres meses, directamente de allá. La soltaron hace un año pero solo ahora pudo salir. La pasaste mal eh, dice Bernardo con el ceño fruncido y tan inoportuno como de costumbre. Sí, dice ella, pero por favor de eso no quiero hablar. Es cuando yo irrumpo, salvador. Así que traés noticias frescas, imágenes frescas, postales nuevas, cómo está todo, qué piensa la gente, conté carajo. Y durante media hora (Bernardo pide otro beaujolais y yo otro alsace, dos extras en homenaje al feliz encuentro) nos dice que la gente está perdiendo el miedo y que la oposición va pasito a pasito ganando su espacio, con sabiduría y sin aventurerismo. Ah, pero creo que ustedes no reconocerían la ciudad. Ese juego de las geografías lo perderían los dos. ¿Por ejemplo? Dieciocho de Julio ya no tiene árboles ¿lo sabían? Ah. De pronto advierto que los árboles de Dieciocho eran importantes, casi decisivos para mí. Es a mí al que han mutilado. Me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas. Insensiblemente, el juego de las geografías se transforma en una ansiosa indagación. Empezamos a repasar la ciudad, la nuestra, la mía y de Bernardo, con preguntas acuciosas. A Bernardo se le ocurre preguntar por La Platense. Uy, qué antigüedad, dice Delia. La echaron abajo, ahí está ahora el Banco Real, un edificio moderno, bastante lindo, pletórico de cristales. Digo que La Platense cumplió su faena en la nutrida historia de la cursilería vernácula, jamás olvidaré sus vidrieras, con aquellos cuadros chillones, de esmirriados viejitos con gordísimas lágrimas, e indigentes niños de pobreza generosamente reconstruida. Delia interrumpe para decirme que no sea injusto, que en aquellas vidrieras también había lápices y compases y acuarelas y pinceles y pasteles y marcos y cartulinas. Sí, claro. ¿Qué? ¿El teatro Artigas? Sanseacabó, muchachos. Hay una playa de estacionamiento, un párking como dicen ahora. Mierda. Bernardo rememora una época de oro en que el Artigas daba buen cine porno, qué otra nostalgia puede esperarse de un tipo que cuenta las ventanas del undécimo piso. Yo en cambio pienso en la noche en que Michelini pronunció allí un discurso. Y también en que mi viejo contaba que en esa sala había bailado Alicia Alonso. ¿Brocqua & Scholberg?Kaputt. Hay una oficina del Registro Civil. ¿Y La Mallorquina? ¿La Góndola? ¿Angenscheidt? Tres veces kaputt. Además, informa Delia, por todas partes hay andamios de obras suspendidas, o solares con escombros. Son remanentes del boom de la construcción, que duró poco, es decir hasta las devaluaciones porteñas en cadena. Ah, el Palacio Salvo: lo están limpiando. Va a quedar blanquito, blanquito. No puedo imaginarme un Palacio Salvo empalidecido, sin aquella conquistada «pátina del tiempo», tan asquerosamente gris, tan conmovedora. Delia se levanta para ir al toilette y entonces, viéndola subir la escalera, Bernardo murmura gran tipa, vos tuviste algo con ella, eh. Tiempo pasado, digo. Donde hubo fuego, caricias quedan, dice herniándose el especialista en patas de caballo broncíneo. Él está seguro, fuente fidedigna che, de que en la cana la reventaron y la gurisa nada, le hicieron de todo y la gurisa nada. Le pregunto si no ha oído que Delia no quiere hablar de eso. Bueno, yo tampoco. Perdoná, viejo, perdoná, pero los hechos son porfiados, como dijo el que vos sabés. Pues me cago en los hechos y en sus descendientes. Perdoná, viejo, no te sulfures así, yo decía nomás. Delia está de vuelta y su sonrisa sigue alegrando la vida. La verdad es que tiene un aire liviano y optimista, elegante y zumbón, tal como si viniera de una tarde de canasta uruguaya o de una playa mediterránea, y no de la picana transatlántica. Y hablamos un rato más: del plebiscito, de la crisis, del desempleo, de los periódicos clausurados porque osan escribir que no hay libertad de prensa, de la creciente actividad teatral, de los cantantes populares, de cómo se cultiva el arte de la entrelínea, de cómo los públicos pescan todo en el aire. En el mayo luciente de París, y desde la mesita que nos justifica a los tres, el verde esmeralda de la Vittel-menthe confirma abusivamente la esperanza. Bernardo se reivindica ante mí cuando dice que infortunadamente debe dejarnos porque a las siete y media Aurora lo espera en Raspail y Boissonnade. Besos mejillones a Delia, abrazotes a mí, y a ver si ahora nos vemos seguido che, dejale tus señas al Roberto, así nos juntamos, falta mucho para que nos pongamos al día y además vas a ser un árbitro ideal para las geografías, y ya sobre el estribo: pórtense bien. Menos mal que introduce esta última joda, así puedo preguntarle enseguida a Delia qué te parece, nos portamos bien o nos portamos mal. Pero Delia me defrauda porque no responde y tengo la impresión de que mira por sobre mi hombro, pero no hacia el río de gente de todo pelaje que va por Saint Germain, sino hacia el infinito. Y por primera vez su sonrisa (porque a pesar de todo está sonriendo) no me alegra la vida. Es como un gesto retroactivo. Como si le estuviera sonriendo no a alguien sino a algo. Entonces, en una decisión de apuro, me da por filosofar sobre el exilio, hablo de este tema por decir algo, como podría haberme referido a los ecologistas alemanes o a los arenques holandeses. Sin embargo, es suficiente para que ella baje a tierra y ya no sonría a algo sino a alguien, digamos a mí. Su mano está sobre la mesita. Levemente tensa, aunque no crispada. Es el único síntoma de que no se siente en el mejor de los mundos. Qué puedo hacer sino mover mi mano hacia la suya y allí depositarla, simplemente dejarla estar. Me mira con una nueva atención y dice cuánto tiempo eh, cuánto tiempo y cuántas cosas. De pronto le han caído en el rostro como diez años, no con arrugas ni ojeras ni patas de gallo, sino con abatimiento y con tristeza. Y no con una tristeza del instante, provisional, efímera, sino otra incurable, atornillada a los huesos, con raíces en algún enigma que para ella no lo es. Cinco minutos de silencio. Lo poco que digo, lo dice en realidad mi palma sobre sus nudillos. Me temo que no sea una idea feliz, pero de todas maneras propongo: mi covacha está a solo tres cuadras. Su respuesta afirmativa viene en tres etapas: se peina un poco, toma el bolso y se pone de pie en espera de que yo pague. Otra vez está joven. En realidad, la distancia son seis cuadras y media. En Monsieur Le Prince, para ser exacto. Le hice un descuento para que fuera más fácil. Vamos del brazo, sin hablarnos, pero el contacto rehace una historia. De vez en cuando le vigilo el perfil y compruebo que no mira al infinito sino que al pasar va examinando las vidrieras y los vestidos y los precios y hasta comenta que todavía no se ha habituado a calcular en francos. Todo le parece carísimo o demasiado barato, y nunca acierta. No se asombra, cuando llegamos, de que mi covacha sea tan modesta. No se asombra de que en el casi decenio transcurrido mi status siga estancado en el subdesarrollo. Tercer mundo en pleno corazón de París. Mi frase genial merece su condescendiente visto bueno. Y mientras se quita la chaqueta y el pañuelo verde y deposita el bolso sobre un banquito que luce, impúdico, un par de calcetines y una camisa sucia, va examinando los afiches y una foto de mis viejos. Después se sumerge en los libros. Nada de matemáticas, qué desquite, etc. Tampoco ella. Y entonces qué. Historia, sociología, literatura a veces, pero solo poesía. Yo en cambio economía, ciencias políticas, literatura también pero solo novela. Ah. Dos horas nos lleva la consideración y ampliación de temas marginales. Qué estamos haciendo, de qué vivimos. Yo de guardias nocturnas en un hotelito de la rue Monge. Ella, de traducciones, todavía clandestinas, porque no tiene residencia. Y otras cuestiones: el carácter de los franceses, los engorros de la documentación, los compatriotas y el ghetto, la soledad no es la misma aquí que allá, la nostalgia como detergente, la nostalgia como corrosión, la nostalgia como consuelo. En los cuatro por cinco de superficie caminamos, nos sentamos, me tiendo en el camastro, se recuesta en la pared, miramos por la ventana, nos lavamos las manos, hago café (soy poseedor de una prodigiosa cafetera italiana, regalo de un chileno que regresó a Temuco), miramos fotos, revisamos recortes, nos acariciamos al pasar, nos besamos pero en el pelo. Y de pronto se hace un silencio. Un silencio espeso después de tanta charla transparente. Estoy sentado en el borde del camastro, y ella está cerca, en mi única silla, los codos apoyados en mi renga y apolillada mesa. Entonces la atraigo. Suavemente, como quien recupera un proyecto inconcluso, pero ahora con más tino, más experiencia, más hondura, más ganas de hacerlo realidad. Ella se deja abrazar y hasta diría que me abraza, pero gracias al espejo de mi afeitada cotidiana, puedo ver que de nuevo está mirando al infinito. La aparto con todo el cariño de que dispongo, que es bastante, y le tomo la cara con las manos. Estoy conmovido y sin embargo encuentro fuerzas para preguntarle qué pasa, qué le pasa. Murmura algo en un tono tan quedo que no alcanzo a captar ni una sola palabra. Me toma una mano y la guía lentamente hasta su suéter marrón, en realidad hasta uno de sus pechos bajo la lana peinada. No sé por qué comprendo que aquel gesto no tiene su significado más obvio. Los ojos que me miran están secos. No puede ser, no va a ser, no hay regreso, entendés. Eso es lo que dice. No puede ser, por mí y por vos. Eso es lo que dice. Todos los paisajes cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros. Eso es lo que dice. Mi geografía, Roberto. Mi geografía también ha cambiado. Eso es lo que dice.
*FIN*