| 
 ¡A ti, niña, la voz del sentimiento, 
la palabra dulcísima y serena…! 
que me has hecho, al arrullo de tu acento, 
olvidar este eterno sufrimiento 
al que Dios o la suerte me condena. 
¡A ti… la blanca estrella, a la que debo 
la luz de un rayo de ilusión y calma, 
yo que hace tanto tiempo que no llevo 
más que luto y tinieblas en el alma! 
A ti… la que te llamas mensajera 
de un porvenir de ensueños y de gloria 
que mi espíritu muerto ya no espera… 
la dulce golondrina, la que me hablas 
de una mañana y de una primavera, 
en medio de estas brumas invernales, 
y en medio de estos ásperos breñales 
que ya no brotan ni una flor siquiera. 
¡Gracias…! Si tú no sabes ni adivinas 
la suprema ventura que se siente 
cuando de la corona de la frente 
viene alguien a quitarnos las espinas; 
si ignoras lo que vale 
una frase de amor y de consuelo 
para aquel que suspira sin un cielo 
que guarde el ¡ay! que de su pecho sale; 
yo no, que acostumbrado 
a llorar mis dolores siempre solo 
y en el fondo de mi alma retirado, 
yo, niña, he comprendido que no hay queja 
como la queja que respuesta no halla, 
que no hay pesar como el pesar oculto, 
que no hay dolor como el dolor que calla, 
y que triste el llorar, agobia menos 
la calcinante lágrima que rueda, 
cuando una mano cariñosa enjuga 
la que temblando en las pestañas queda. 
¡Sí, niña! desde ahora 
ya al sufrimiento no seré cobarde, 
ni me hará estremecer aterradora 
la llegada tristísima de esa hora 
que empieza en las tinieblas de la tarde; 
te tengo a ti… la que a mi lado vienes 
cuando el consuelo de tu voz reclamo… 
la que me das tus brazos y tu abrigo, 
la que sufres conmigo si yo sufro, 
la que al verme llorar lloras conmigo…! 
¡Gracias! y si algún día, 
cuando tu pecho al desengaño abras, 
llegas a padecer esta agonía 
y esta negra y letal melancolía 
que tanto han endulzado tus palabras; 
si alguna vez te miras en el mundo 
sola y abandonada a su congoja, 
sin encontrar en tu dolor profundo 
quien tus calladas lágrimas recoja; 
llámame entonces, y a tu blando lecho, 
mientras que tú dormitas y descansas 
yo iré a velar tranquilo y satisfecho 
y a encender en el fondo de tu pecho 
la estrella de las dulces esperanzas; 
llámame… y cuando en vano 
tiendas la vista en tu redor sombrío, 
yo iré a llevarte en el consuelo mío 
los besos y el cariño de un hermano. 
 
1872
  |