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Hambre

[Novela corta - Texto completo.]

Doris Lessing

Dentro de la choza todo está oscuro y hace mucho frío. Sin embargo, alrededor de la forma alargada que traza el portal, donde pende una tela para asegurar la debida decencia, se ve un difuso brillo amarillento y por los agujeros de la tela se cuelan dedos de calor, que empujan suavemente las piernas de Jabavu y se las toquetean.

—¡Ugh! —murmura.

Aparta los pies y patalea para cubrirse del todo con la manta. Debajo de Jabavu hay una esterilla de junco y, al entrar en contacto con su frialdad, se aparta y gruñe entre sueños. De nuevo asoman las piernas, de nuevo lo toquetean esos dedos calurosos y lo invade un rabioso rencor. Se aferra al sueño, como si algún ladrón intentara robárselo; se envuelve en el sueño como si fuera una manta empeñada en resbalar; nunca ha querido, ni querrá jamás nada tanto como quiere ahora dormir. Se abalanza con codicia hacia el sueño, como lo haría en una noche de frío hacia una bebida caliente. Se lo bebe, lo traga y se sumerge contento en el olvido, pero las palabras se cuelan en el sueño, como piedras en el agua espesa:

—¡Ugh! —murmura de nuevo Jabavu.

Permanece quieto como un conejo muerto. Sin embargo, las palabras siguen filtrándose en sus oídos y, aunque se ha jurado a sí mismo no moverse, no sentarse y aferrarse a ese sueño que intentan robarle, termina por sentarse y su rostro parece hosco y mal dispuesto.

Al otro lado de las cenizas apagadas del fuego que hay en medio del suelo de barro, su hermano Pavu también se incorpora. También él tiene aspecto hosco. Esconde la cara y pestañea lentamente mientras se pone en pie, alzando consigo la manta. Pero permanece respetuosamente en silencio mientras su madre lo regaña.

—Niños, vuestro padre lleva tanto rato esperando que ya le habría dado tiempo a pasar la azada por todo el campo.

Lo dice con la intención de recordarles sus deberes, de reintroducir en sus mentes lo que éstas han dejado escapar: que ya los había despertado antes su padre, apoyando una mano en silencio primero en el hombro de un hijo, luego en el otro.

Pavu dobla su manta con cara de culpa, la deja sobre un montón de tierra a un lado de la choza y se queda de pie esperando a Jabavu.

Pero Jabavu está apoyado en un codo, junto al manchón ceniciento del fuego de la noche anterior, y dice a su malhumorada madre:

—Mamá, sueltas más palabras que granos de polvo lleva el viento.

Pavu está asombrado. A él nunca se le ocurriría dirigirse a sus padres de un modo que no fuera respetuoso. Al mismo tiempo, no puede decirse que esté verdaderamente asombrado, pues quien habla es Jabavu, el Bocazas. Y si bien es cierto que sus padres afirman apenados que en sus tiempos ningún hijo se hubiera atrevido a hablar así a sus padres, no lo es menos que hoy en día son muchos los hijos que hablan así… ¿Cómo puede sorprenderlos algo que ocurre cada día?

Jabavu interrumpe el agudo torbellino de palabras con que su madre se disponía a contestarle:

—Ah, mamá, cállate.

Dice “cállate” en inglés. Ahora sí que se sorprende Pavu, todo él se sorprende, no solo la parte de su cerebro que rinde tributo a los viejos hábitos de comportamiento. Se dirige con rapidez a Jabavu:

—Ya basta. Papá nos espera.

Le da tanta vergüenza que levanta la tela de la puerta y sale de la choza, pestañeando por la luz del día. El sol brilla con un pálido oro y en seguida levanta el calor. Pavu mueve sus rígidas extremidades como si el aire fuera agua caliente, y luego se planta junto a su padre.

—Buenos días, padre —le dice.

El anciano lo saluda:

—Buenos días, hijo mío.

El anciano lleva una manta marrón con rayas rojas plegada al hombro y sostenida con un imperdible grande de acero. Lleva un azadón para el campo y la lanza de sus antepasados para matar algún conejo, o una gacela, si se terciara. El chico no tiene manta. Lleva una camiseta lleno de agujeros y encajada bajo un taparrabos. También tiene un azadón.

Llegan voces del interior de la choza. La madre sigue regañando. Se oye un chirrido y algún golpe de madera: está agachada para retirar la ceniza y preparar un fuego nuevo. Es como si pudieran verla acuclillada insuflando vida al fuego del nuevo día. También es como si pudieran ver a Jabavu tumbado en su esterilla, con el rostro vuelto para darle la espalda a su madre mientras ésta lo regaña.

Se miran avergonzados; luego desvían la mirada hacia las chozas de la aldea de nativos; ven desaparecer entre los árboles un grupo de amigos y parientes de las demás chozas. Los otros hombres van ya de camino al campo. Son casi las seis de la mañana. Pavu y su padre, evitando mirarse por la vergüenza que sienten, echan a andar tras ellos. Jabavu ya irá por su cuenta; si es que va.

En otros tiempos, los hombres de aquella choza eran los primeros en llegar al campo, un campo arado, sembrado y cosechado antes que ningún otro. Ahora son los últimos por culpa de Jabavu, que trabaja o deja de hacerlo según sus apetencias.

Dentro de la choza su madre se arrodilla junto al fuego y mira cómo crece el brillo de la llama entre el hueco de sus manos. El calor la anima, derrite su amargura.

—Venga, Bocazas, levántate ya —dice con un tierno reproche—. ¿Te vas a quedar tumbado todo el día mientras tu hermano y tu padre trabajan?

Alza el rostro, lista para perdonar a su hijo malo con una sonrisa. Pero Jabavu abandona la manta de un salto, como si hubiera encontrado una serpiente, y ruge:

—Me llamo Jabavu, no Bocazas. Me quitas hasta mi nombre, lo único que es mío.

Se queda tieso, acusador, con los ojos temblorosos de desdichada rabia. Y su madre aparta la mirada lentamente, como si se sintiera culpable.

La verdad es que es extraño, porque Jabavu reacciona mal cientos de veces, mientras que ella siempre ha sido una madre correcta y una buena esposa. Sin embargo, en ese momento, entre ellos dos, madre e hijo, es como si ella se hubiera portado mal y él la acusara con justicia. Pronto su cuerpo abandona la rigidez y la rabia y se apoya perezoso en la pared, mirándola; y ella se vuelve hacia el estante de barro, de forma curva, en busca de una cacerola. Jabavu la mira con atención. He ahí un nuevo pensamiento, una necesidad nueva: ¿qué clase de utensilio sacará? Cuando ve lo que es, suelta un tembloroso suspiro de alivio; su madre lo oye, se sorprende y se maravilla. No ha sacado el cacharro del porridge matinal, sino el barril de petróleo donde calienta el agua para lavarse.

El padre y Pavu, y todos los hombres del pueblo, se lavarán cuando vuelvan del campo para comer, o tal vez lo hagan en el río que hay cerca de donde trabajan. Pero todo el cuerpo de Jabavu, cada átomo de su cerebro y de su cuerpo, está concentrado en la necesidad de que su madre le preste servicio: que caliente agua especialmente para que él pueda lavarse ahora mismo. En cambio, en otras ocasiones Jabavu descuida su limpieza.

La madre coloca el bote sobre las piedras, sobre las llamas rojas y rugientes y, casi de inmediato, se alza una voluta de vapor azulado por encima del agua agitada. Oye a Jabavu suspirar de nuevo. Ella mantiene la cabeza gacha, pensativa. Piensa que es como si algún animal hambriento viviera dentro de Jabavu, su hijo, mirara por sus ojos y hablara por su boca. Quiere a Jabavu. Lo considera valiente, cariñoso, listo, fuerte y respetuoso. Cree que es todo eso, que el animal feroz que ha instalado su guarida dentro de él no es su hijo. Y sin embargo su marido, los otros niños y, desde luego, todo el pueblo, lo llaman Jabavu el Bocazas, Jabavu el codicioso, el fanfarrón, el mal hijo, el que sin duda se escapará un día a la ciudad de los blancos y se convertirá en un matsotsi, un joven delincuente. Sí, eso dicen, y ella lo sabe. Incluso a veces ella misma lo dice también. Sin embargo… Hace quince años hubo un año de hambrunas. No era una hambruna como la de otros países, de los que esta mujer nunca ha oído hablar, como China, tal vez, o India. Fue una estación de sequía y murió gente y muchos pasaron hambre.

El año anterior a la sequía habían vendido su grano como siempre a la tienda africana y habían conservado lo suficiente para su propio consumo. Les pagaron un precio que era justo para ese año. El hombre blanco de la tienda, un griego, almacenó el grano, como era costumbre, para volvérselo a vender a los mismos nativos cuando se quedaban sin, como solía ocurrir: eran una pandilla de descuidados, siempre dispuestos a vender más de lo necesario para disfrutar del brillo de aquellos chelines que les permitían comprar gorras, pulseritas, telas. Y ese año cambiaron los precios en los grandes mercados de América y Europa. El griego vendió todo el maíz que tenía a las tiendas grandes de la ciudad y envió a sus hombres a los poblados de los nativos, a persuadirlos para que vendieran todo lo que tenían. Ofreció un poquito más de lo que estaban acostumbrados a cobrar. Compraba por la mitad de lo que le pagaban luego en la ciudad. Y todo habría salido bien si no llega a ser por la estación de sequía. Porque el maíz se marchitó en los campos y las mazorcas se esforzaban por madurar pero seguían pequeñas como puños. El pánico invadió los pueblos y la gente arrolló la tienda del griego y todas las otras tiendas africanas del país. El griego dijo que sí, que tenía maíz, él siempre tenía maíz, pero a un precio distinto, por supuesto, marcado por el gobierno. Y, también por supuesto, la gente no tenía suficiente dinero para comprar aquel maíz tan repentinamente caro.

Así que en los pueblos hubo un año de hambre. Durante esa época la hermana mayor de Jabavu, que tenía tres años, se acercaba juguetona a los pechos de su madre y se encontraba con que la apartaban a bofetadas, como si fuera un cachorro molesto. La madre estaba aún alimentando a Jabavu, que siempre había sido un crío hambriento y exigente, y ya tenía otro hijo de un mes. El invierno fue frío y polvoriento. Los hombres salían a cazar en busca de liebres y gacelas, las mujeres rebuscaban todo el día entre los matorrales para encontrar vegetales y raíces y apenas había grano para el porridge. El polvo cubría los pueblos, colgado en sombrías nubes del aire, se metía en las chozas y en las fosas nasales de la gente. La niña se murió; dijeron que había tragado demasiado polvo. Y los pechos de la madre colgaban vacíos y cuando Jabavu le tironeaba del vestido ella lo alejaba a bofetadas. Se moría de pena por la muerte de la cría, y también de miedo por su bebé. Porque ya escaseaban las liebres y las gacelas, perseguidas sin piedad, y no se puede vivir solo de hierbas y raíces. Pero Jabavu no soltó los pechos de su madre tan fácilmente. Por la noche, cuando ella se tumbaba en su esterilla, con el nuevo bebé a su lado, Jabavu se abría camino a empujones para llegar a su leche y ella se despertaba, asustada, y decía:

—Eh, qué fuerte es este hijo mío.

Pese a que solo tenía un año, ella necesitaba recurrir a todas sus fuerzas para apartarlo. En la oscuridad de la choza, su marido se despertaba, asía a Jabavu, que no dejaba de llorar y patalear, y lo alzaba para apartarlo de la madre y del bebé. El bebé murió, pero para entonces Jabavu ya se había amargado y luchaba como una cría de leopardo para hacerse con cualquier pedazo de comida. Era un pequeño esqueleto, con la piel marrón holgada y unos ojos enormes, desesperados, que escudriñaban la oscuridad en busca de algún copo maíz caído, o un resto de vegetal amargo.

En eso piensa la madre mientras se agacha y contempla las volutas de vapor que se alzan desde el agua. Para ella Jabavu es tres niños a la vez, aún lo quiere con toda la pasión desconsolada de aquel año terrible. Piensa: fue entonces, cuando era tan pequeño, cuando apareció el Bocazas. Sí, ya entonces la gente lo llamaba Bocazas. Sí, la culpa de que Jabavu sea como es la tiene la Larga Hambruna.

Pero por mucho que lo disculpe de ese modo, no puede evitar el recuerdo de cómo era de recién nacido. Las demás mujeres se reían cuando lo veían mamar. “Ese ha nacido con hambre —le decían—. Será grande de mayor.” Porque era un crío tan grande, y mamaba con tal ferocidad y siempre lloraba para pedir comida… Y de nuevo lo disculpa con cariño: si no llega a ser así, si no hubiera alimentado sus fuerzas desde que nació, habría muerto como los otros. Al pensar eso alza la mirada, llena de amor y de orgullo, pero en seguida la vuelve a bajar. Porque sabe que a un muchacho grande como Jabavu, que ya casi tiene diecisiete años, le molesta que su madre lo mire así, acordándose de cómo era de pequeño. Jabavu solo sabe cómo es ahora, e incluso eso lo tiene muy confundido. Sigue apoyado en la pared de adobe. No mira a su padre, sino al agua que está calentando para él. En su interior hay toda una tormenta de rabia, amor, dolor y resentimiento: siente tantas cosas, y todas a la vez, como si se le hubiera metido por dentro un viento diabólico. Sabe de sobras que no se está portando bien, pero no puede portarse de otro modo; sabe que entre los suyos es como un toro negro en un rebaño de cabras, y sin embargo ha nacido de ellos; solo quiere la ciudad de los blancos, pero no sabe nada de ella, aparte de lo que le cuentan los viajeros. Y de repente llega un pensamiento a su mente: si me voy a la ciudad de los blancos mi madre se morirá de pena.

Ahora mira a su madre. No la ve joven, vieja, hermosa o fea. Es su madre, que llegó a su padre con la debida dote, tras el debido pago de cierta cantidad de cabezas de ganado. Ha parido cinco hijos, tres de los cuales siguen vivos. Es buena cocinera y respetuosa con su marido. Es una madre como debe ser, según las viejas ideas. Jabavu no desprecia esas ideas: simplemente, no están hechas para él. No hace falta despreciar aquello de lo que ya te has liberado. La mujer de Jabavu no será como su madre: no sabe por qué, pero lo sabe.

De hecho, según sus propias ideas nuevas, su madre aún no tiene treinta y cinco años, es una mujer joven que todavía estaría guapa con un vestido como los que llevan las de la ciudad. En cambio ella lleva una tela de algodón azul, atada sobre el pecho para dejar libres los hombros, y una falda azul de algodón recogida para que el calor no le abrase las piernas. Ella nunca se ha visto a sí misma como vieja, joven, moderna o anticuada. Sin embargo, también ella sabe que la mujer de Jabavu será distinta y piensa en esa mujer desconocida con una curiosidad respetuosa pero temerosa al mismo tiempo. Piensa: quizá si este hijo mío encuentra una mujer como él dejará de portarse como un toro salvaje entre bueyes domesticados. Ese pensamiento la reconforta; deja que caiga suelta la falda, se aparta del calor abrasador y retira el depósito de las llamas.

—Ya puedes lavarte, hijo mío —le dice.

Jabavu agarra el depósito como si se le fuera a escapar y se lo lleva afuera. Luego se detiene y lo baja lentamente. Con amargura, como si le avergonzara este nuevo impulso, vuelve a entrar en la choza, coge la manta, que sigue donde la dejó, la pliega y la deja en el estante de barro. Luego enrolla su esterilla de junco, la deja junto a la pared y enrolla y recoge también la de su hermano. Echa un vistazo a su madre, que lo mira en silencio, ve sus ojos suaves y compasivos… pero no lo puede aguantar. Lo invade la rabia; sale.

Ella está pensando: ¿lo ves? Este es mi hijo. Con qué orden y rapidez recoge la estera y la deja junto a la pared. Qué poco le cuesta levantar el depósito de agua. Qué fuerte es, y qué amable. Sí, piensa en mí y vuelve para recoger la choza y se avergüenza de su rudeza.

Así va rumiando, diciéndose una y otra vez lo amable que es su Jabavu, aunque sabe que no es cierto, y que sobre todo no es amable consigo mismo; sabe que cuando se deja llevar por un impulso gentil como el que acaba de tener, Jabavu lo interpreta como si hubiera hecho una obra mala, en vez de buena. Sabe que si se lo agradece le contestará con un grito. Mira por la puerta abierta y ve a su hijo, fuerte y poderoso, su piel de bronce brillante de salud bajo el sol nuevo de la mañana. Pero su cara está tensa de rabia y rencor. Se da la vuelta para no verla.

Jabavu lleva el depósito de agua a la sombra de un árbol grande, se desnuda el torso y se empieza a lavar. La reconfortante agua caliente fluye por su cuerpo; le gusta el cosquilleo del jabón fuerte. Jabavu fue el primero de todo el pueblo en usar el jabón de los blancos. Piensa: “Yo, Jabavu, me lavo con agua limpia y caliente y con buen jabón. Ni siquiera mi padre se lava al despertarse…”.

Ve pasar a unas mujeres y finge no haberlas visto. Sabe lo que están pensando, pero se dice: estúpidas aldeanas, no saben nada. Yo sé que Jabavu es como un blanco, que se lava nada más despertarse.

Las mujeres pasan despacio y llevan la pena en la cara. Miran hacia la choza donde se arrodilla su madre para cocinar y menean la cabeza y hablan de la compasión que les provoca esa pobre mujer, su amiga y hermana, que ha criado semejante hijo. Pero en sus voces hay otro rastro de emoción y Jabavu lo sabe, aunque no puede hablar con ellas. ¿Envidia? ¿Admiración? Nada de eso. Pero no es la primera vez que en un pueblo se cría un muchacho como Jabavu. Y esas mujeres saben de sobras que para entender su comportamiento basta con pensar en el mundo de los blancos. Los blancos han traído muchas cosas buenas y malas, cosas dignas de admiración y de temor, y es difícil distinguir unas de otras. Sin embargo, cuando un avión los sobrevuela como un escarabajo brillante por el aire, y cuando los grandes coches pasan por el sendero hacia el norte, también piensan en Jabavu y en los jóvenes como él.

Jabavu ha terminado de lavarse. Se queda bajo el árbol, de espaldas a las chozas del pueblo, casi desnudo, tapando con la palma de la mano lo que nadie debe ver. Las manchas amarillas del sol tiemblan y se balancean en su piel. Siente la calidez móvil y se pone a cantar de placer. Luego, un pensamiento desagradable interrumpe el canto: no tiene para ponerse más que el taparrabos propio de los aldeanos. Tiene unos viejos pantalones cortos que ya le quedaban pequeños hace años. Eran del hijo del griego de la tienda cuando tenía diez años.

Jabavu coge los pantalones de una rama del árbol e intenta subírselos hasta la cadera. No pasan. De pronto se rajan por detrás. Se da la vuelta con cuidado para ver si la raja es muy grande. Le asoma una nalga bajo la tela. Frunce el ceño, coge una aguja grande de las que se usan para coser los sacos de grano, lo cose con grandes puntadas de fibra arrancada de debajo de la corteza del árbol y va trazando una red de fibra por el trasero. Lo hace sin quitarse los pantalones: sigue de pie, retorcido, sosteniendo la aguja con una mano y los bordes de la tela rasgada con la otra. Al fin termina. Los pantalones le cubren con decencia. Son viejos, le aprietan tanto como la corteza de un árbol aprieta la madera blanca, pero al menos son pantalones, no un taparrabos.

Luego clava con cuidado la aguja en la corteza, enrolla el taparrabos en una rama y coge un peine que tiene atado a unas hojas. Se arrodilla ante un trozo minúsculo de espejo que encontró en un montón de desperdicios detrás de la tienda del griego y se peina la espesa cabellera. Pasa el peine hasta que se le cansa el brazo, pero al menos ha conseguido que se le vea la raya hasta el cuero cabelludo. Se encaja el peine con desenvoltura en el cogote, como si fuera la cresta de un buen gallo, y se mira con alegría al espejo. Ahora va peinado como si fuera blanco.

Levanta el depósito y deja caer el agua en un chorro fino y brillante sobre los matorrales, contemplándola gotear como una ducha reluciente. Una gallina vieja, que pretendía refugiarse del calor, echa a correr cacareando. Jabavu suelta una carcajada al ver a la gallina vieja aleteando. Luego tira el depósito a los matorrales. Es nuevo y brilla entre las hojas. Lo mira, mientras lo invade un impulso; ese mismo impulso que tanto le duele siempre, que lo deja aturdido y confundido. Está pensando que su madre, quien pagó un chelín por el depósito en la tienda del griego, no lo va a encontrar. Sigilosamente, como si hiciera una maldad, levanta el depósito, lo lleva hasta la puerta de la choza y, estirando la mano con cuidado hacia la apertura, lo deja dentro. Su madre, que está echando carne al agua para el porridge, no se da la vuelta. Sin embargo, Jabavu sabe que ella sabe lo que hace. Espera que se dé la vuelta: si lo hace y le da las gracias, le gritará; ya siente la rabia como un puño en la garganta. Y cuando su madre no se da la vuelta siente aún más rabia, una negrura ardiente le atraviesa los ojos. No puede soportar que nadie, ni siquiera su madre, entienda por qué se arrastra como un ladrón para hacer una buena obra. Regresa con aire arrogante a la sombra del árbol, murmurando: “Soy Jabavu, soy Jabavu”. Como si con eso respondiera a cualquier mirada de tristeza, alguna palabra de reproche o un silencio comprensivo.

Se pone en cuclillas bajo el árbol, pero con mucho cuidado para que no se le desarme por completo el pantalón. Mira hacia el pueblo. Es un poblado de nativos, como los que se ven por todas partes en África, un informal arreglo de chozas redondas con tejados cónicos de hierba. Hay algunas cuadradas, influenciadas por las viviendas angulosas de los blancos. Jabavu piensa: “Esto es mi pueblo”. De inmediato sus pensamientos lo abandonan y se van a la ciudad de los blancos. Jabavu lo sabe todo de esa ciudad, aunque nunca ha estado en ella. Cuando alguien vuelve de allí, o cuando pasa alguien por su pueblo, Jabavu corre para escuchar los cuentos de esa vida maravillosa, la aventura, la excitación. Tiene una imagen del lugar muy clara en su mente. Sabe que las casas de los blancos siempre son de ladrillos, no de barro. Ha visto casas así. El griego de la tienda tiene una casa de ladrillos, dos habitaciones bonitas con sillas y mesas y camas con patas para no tocar el suelo. Jabavu sabe que la ciudad de los blancos estará llena de casas así, muchas, muchas casas, tal vez tantas como para llegar desde donde está sentado hasta la carretera grande que va hacia el norte, a más de medio kilómetro. Se le ilumina la mente de asombro y excitación al imaginársela y luego mira al pueblo con impaciente insatisfacción. El pueblo es para los viejos, para ellos está bien. Y Jabavu no recuerda haber sentido en ningún momento algo distinto de lo que siente ahora; como si hubiera nacido con la conciencia de que ese pueblo pertenece a su pasado, no a su futuro. Además, nació con el anhelo por el momento en que podría abandonar el pueblo. Un hambre de ciudad lo corroe. ¿Qué es esa hambre? Jabavu no lo sabe. Es tan fuerte que le habla una voz al oído, quiero, quiero, como si sus dedos lo atenazaran al moverse. Queremos, como si cada fibra de su cuerpo cantara y gritara, quiero, quiero, quiero.

Lo quiere todo y no quiere nada. No se dice a sí mismo: quiero un coche, un avión, una casa. Jabavu es inteligente y sabe que los negros no poseen esas cosas. Pero quiere estar cerca de ellas, verlas, tocarlas, tal vez estar a su servicio. Cuando piensa en la ciudad de los blancos ve algo hermoso, de ricos colores, extraño. Para él la ciudad de los blancos es el arco iris, o una agradable y cálida mañana, o una clara noche de baile. Y esa vida excitante lo espera a él, a Jabavu, que nació para eso. Se imagina un lugar de luz, calidez y risas, gente que dice: “¡Eh! ¡Ahí va nuestro amigo Jabavu! ¡Ven, Jabavu, siéntate con nosotros!”.

Eso es lo que quiere oír. No quiere oír más las voces apenadas de los ancianos: el Bocazas, mira al Bocazas, ya está el Bocazas otra vez con sus palabras.

Su deseo es tan fuerte que le duele el cuerpo de tanto anhelar. Empieza a soñar despierto. Ese es su sueño, y se le escapa, medio avergonzado, por la mente. Se ve a sí mismo caminando hacia la ciudad, entra en ella y un policía negro le dice:

—Hombre, Jabavu, ahí estas. Soy de tu pueblo, ¿te acuerdas de mí?

—Amigo —contesta Jabavu—, nuestros hermanos me hablaron de ti. Me han dicho que ahora eres hijo del gobierno.

—Si Jabavu, ahora trabajo para el gobierno. Mira, tengo un bonito uniforme, un lugar donde dormir y amigos. Tanto los blancos como los negros me respetan. Te puedo ayudar.

El hijo del gobierno se lleva a Jabavu a su habitación y le da de comer: tal vez pan, pan blanco, como el que comen los blancos, y té con leche. Jabavu ha oído hablar de esas cosas a los que vuelven al pueblo. Luego el hijo del gobierno lleva a Jabavu al hombre blanco para el que trabaja.

—Éste es Jabavu —le dice—, mi amigo del pueblo.

—Así que Jabavu —contesta el blanco—. He oído hablar de ti, hijo. Pero nadie me había dicho que fueras tan fuerte y tan listo. Tienes que ponerte este uniforme y convertirte en hijo del gobierno.

Jabavu ha visto a esos policías porque una vez al año pasan por los pueblos a recaudar impuestos. Hombres grandes, importantes, negros uniformados. Jabavu se ve a sí mismo con ese uniforme y el anhelo brilla en sus ojos. Se ve caminando por la ciudad de los blancos. Sí, baas; no, baas. Y es muy amable con su gente. Ellos dicen: “Sí, es nuestro Jabavu, el del pueblo, ¿te acuerdas? Es un buen hermano, nos ayuda…”.

El sueño de Jabavu ha volado tan fuerte que se desploma, y al despertarse pestañea. Porque ha oído cosas de la ciudad que le dicen que su sueño es una tontería. No es tan fácil convertirse en policía e hijo del gobierno. Hay que ser listo de verdad. Jabavu se levanta y se acerca a una piedra grande y lisa, echando antes un vistazo alrededor por si alguien lo está mirando. Levanta la piedra, saca de debajo un rollo de papel, la suelta y se sienta encima. Ha guardado ese papel de algunos paquetes de compras de la tienda del griego. Algunos están impresos, otros tienen imágenes pequeñas de colores, muchas juntas, como para contar una historia. Las hojas grandes con fotos son lo que más le gusta.

A Jabavu le han enseñado a leer. Estira las hojas en el suelo y se inclina hacia ellas, formando las palabras con los labios. La primera imagen es de un gran hombre blanco montado en un gran caballo negro con un arma grande que escupe fuego rojo. “Bang”, rezan las letras que hay encima. “Bang —pronuncia Jabavu lentamente—. B-a-n-g.” Es la primera palabra que aprendió. En la segunda imagen se ve a una hermosa chica blanca con el vestido caído en un hombro y la boca abierta: “¡Socorro!”, dicen las letras. “Socorro —dice Jabavu—. Socorro, socorro.” Pasa a la siguiente. Ahora el gran hombre blanco ha cogido a la chica por la cintura y la levanta hacia el caballo. Algunos blancos malvados con grandes sombreros negros apuntan con sus armas a la chica y al blanco bueno. “Abrázame, cariño”, dicen las letras. Jabavu repite esas palabras. Avanza lentamente hacia el pie de la página. Se sabe de memoria la historia y le encanta. En cambio, la de la página siguiente no es tan fácil. Trata de unos hombres amarillos con caras pequeñas y retorcidas. Son malos. Hay otro hombre blanco que es bueno y lleva un látigo. Lo que inquieta a Jabavu es el látigo, porque lo conoce; una vez el griego de la tienda le soltó un latigazo por descarado. Las letras dicen: “Grrr, chinos, así aprenderéis”. El blanco ataca a los hombrecitos amarillos con el látigo y Jabavu no siente más que confusión y desánimo. Porque en la primera historia él es el hombre blanco que rescata a la chica guapa de los malos. Pero en la segunda no puede ser el blanco por culpa del látigo. Jabavu ha pasado muchas, muchas horas dándole vueltas a esa historia, y sobre todo a las palabras que dicen: “Sois como serpientes amarillas…”. La cola del látigo traza una curva en el dibujo y durante mucho tiempo Jabavu creyó que la palabra “serpiente” se refería a eso. Luego se dio cuenta de que las serpientes eran los hombres amarillos… Al final, como ha hecho tantas otras veces, pasa la página, renuncia a esa historia tan difícil y empieza otra.

Jabavu no solo recuerda las historias de los dibujos, sino también algún texto simple. En el montón de desperdicios que hay fuera de la tienda del griego, una vez encontró un alfabeto de un niño o, mejor dicho, medio alfabeto. Le costó mucho tiempo entender que solo era medio. Solía sentarse y pasar hora tras hora encajando las letras de su alfabeto en palabras como “¡Bang!”. Y luego en otras palabras inglesas que ya conocía por las penosas y admiradas historias que se contaban de los blancos. Negro, blanco, color, nativo, kaffir, maíz, olor, malo, sucio, estúpido, trabajo. Esas eran algunas de las palabras que había aprendido a pronunciar antes de poder leerlas. Al cabo de mucho tiempo completó él solo el alfabeto. Mucho tiempo: le llevó más de un año de sentarse bajo aquel árbol a pensar y pensar mientras la gente del pueblo se reía y lo llamaba perezoso. Aún más adelante intentó leer el texto sin los dibujos. Le costaba tanto que era como si no hubiera aprendido nada. Pasaron los meses. Despacio, muy despacio, la hoja de letras negras adquirió significado. Jabavu no olvidará mientras viva el día en que completó una frase por primera vez. Era la siguiente: “El africano debe comer también legumbres y verduras además de carne y frutos secos para mantener la salud”. Cuando entendió esa frase larga y difícil rodó por el suelo orgulloso, se rió y dijo: “Los blancos dicen que hemos de comer siempre eso. Es lo que comeré yo cuando me vaya a la ciudad de los blancos”.

Hay algunas palabras que no consigue entender por mucho que se esfuerce. “Cualquier persona que contravenga algunas de las provisiones de la normativa (que contiene cincuenta cláusulas) será multada con 25 libras o con tres meses de prisión”. Jabavu ha dedicado muchas horas a esa frase y sigue sin significar nada para él. Una vez caminó ocho kilómetros hasta el pueblo más cercano para preguntarle lo que significaba a un sabio que sabía inglés. El tampoco la entendió. Pero enseñó mucho inglés a Jabavu. Ahora lo habla bastante bien. Y ha señalado todas las palabras difíciles del periódico con un trozo de carboncillo y cuando conozca a alguien capaz de explicarle lo que significan se lo preguntará. ¿Tal vez cuando regrese algún viajero de visitar la ciudad? Pero no esperan a nadie. Uno de los jóvenes, el hijo del hermano del padre de Jabavu, tenía que haber vuelto ya, pero se fue a Johannesburgo. Hace un año que no saben nada de él. En total, hay siete jóvenes del pueblo que trabajan en la ciudad, y otros dos en las minas de Johannesburgo. Cualquiera de ellos podría regresar la semana que viene, o tal vez el año que viene… El hambre de Jabavu se agranda y murmura: “¿Cuándo iré? ¿Cuándo, cuándo, cuándo? Tengo dieciséis años, soy un hombre. Sé hablar inglés. Puedo leer el periódico. Puedo entender las imágenes…”. Pero en ese momento se acuerda de que no entiende todas las imágenes. Vuelve la página con paciencia y busca la historia de los hombrecitos amarillos. ¿Qué habrán hecho para que les den con el látigo? ¿Por qué unos son amarillos, otros blancos, unos negros y otros broncíneos como él? ¿Por qué hay guerra en el país de los hombrecitos amarillos? ¿Por qué los llaman serpientes y chinos? ¿Por qué, por qué, por qué? Pero Jabavu no consigue concretar las preguntas que requieren respuesta y la frustración alimenta su hambre. Tengo que ir a la ciudad de los blancos, allí me enteraré, allí aprenderé.

Sin demasiado convencimiento, piensa: “¿Y si me fuera solo?”. Pero la idea le asusta, no tiene suficiente valor. Se sienta bajo el árbol, apático y desgarbado, trazando con la mano rastros en la tierra mientras piensa: “A lo mejor viene alguien de la ciudad y me puedo ir con él. O tal vez pueda convencer a Pavu para que venga conmigo”. Pero solo de pensarlo le da un vuelco el corazón: sin duda, su madre y su padre se morirían de pena si se fueran los dos hijos a la vez. Porque su hermana se fue hace tres años para trabajar de niñera en una granja a treinta kilómetros de distancia, o sea que solo la ven dos o tres veces al año, y apenas por un día.

Pero el hambre crece hasta el punto de consumir la pena por sus padres, y entonces piensa: “Hablaré con Pavu. Lo convenceré para que venga conmigo”.

Jabavu está sentado pensando debajo del árbol cuando vuelven los hombres del campo, su padre y su hermano entre ellos. Al verlos se levanta de golpe y se va a la choza. Ahora tiene hambre de comida, o más bien se trata de que quiere llegar antes para que le sirvan el primero.

Su madre está echando algo de porridge blanco en cada plato. Los platos son de barro, los ha hecho ella misma y los ha decorado con figuras negras sobre el rojo del barro. Son bonitos, pero Jabavu quiere platos metálicos, como los que ha visto en la tienda del griego. Las cucharas son de latón y le da gusto tocarlas.

Después de echar porridge en los platos, la madre alisa con mimo la superficie con el reverso de la cuchara, para que quede bonito y brillante. Ha hecho un guiso de raíces y hojas del monte, y echa un poco por encima de cada montón. Deja los platos en el suelo, sobre una esterilla. Jabavu empieza a comer. Ella lo mira. Quisiera preguntarle: “¿Por qué no esperas a que empiece tu padre, como debe ser?”. No lo dice. Al entrar, el padre y el hermano dejan las azadas y la lanza apoyadas en la pared. Luego el padre mira a Jabavu, que come en un silencio desagradable, con la mirada baja, y le dice:

—El que está demasiado cansado para trabajar está demasiado cansado para comer.

Jabavu no contesta. Casi se ha terminado el porridge. Está pensando que queda suficiente para comerse otro plato lleno. Le consume el ansia de comer y comer hasta que le pese el estómago. Se traga a toda prisa los dos últimos bocados y empuja el plato hacia su madre. Ella no se lo rellena de inmediato y a Jabavu le renace la rabia, pero sin darle tiempo a que salgan las palabras burbujeando por su boca; su padre, que se ha dado cuenta, empieza a hablar. Jabavu deja caer las manos y se sienta a escuchar.

El viejo está cansado y habla despacio. Ya le ha dicho todo eso antes. La familia escucha, pero no escucha. Lo que dice ya existe, como las palabras sobre un papel que se puede leer o no, escuchar o no.

—¿Qué le pasa a nuestra gente? —pregunta, apenado—. Antes, en nuestros poblados había paz, había orden. Cada uno sabía lo que debía hacer y cómo debía hacerlo. El sol salía y se ponía, la luna cambiaba, llegaba la estación seca, luego las lluvias, nacía un hombre, vivía y se moría. Entonces sabíamos lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Su esposa, la madre, piensa: “Anhela tanto los viejos tiempos, en los que lo entendía todo, que ha olvidado cómo se acosaban las tribus, ha olvidado que en esta parte del país vivíamos aterrados por culpa de las tribus del sur. Hemos pasado media vida como los conejos de las colinas y a las mujeres nos llevaban como si fuéramos ganado para convertirnos en esposas de los hombres de otras tribus”. No dice nada de lo que piensa. Solo:

—Sí, sí, marido mío, eso es verdad.

Saca más porridge de la olla y se lo pone en el plato, aunque él apenas ha tocado la comida. Jabavu lo ve; tensa los músculos y en su mirada, fija en la madre, hay hambre y resentimiento.

El viejo sigue hablando:

—Y ahora es como si hubiera caído una gran tormenta entre los nuestros. Los hombres se van a las ciudades, a las minas y a las granjas, aprenden cosas malas y cuando vuelven son extraños, no respetan a los ancianos. Las jóvenes se vuelven prostitutas en las ciudades, se visten como las blancas, aceptan a cualquier hombre como marido sin tener en cuenta las leyes de las relaciones. Y el blanco nos usa de sirvientes, y no hay límite para este tiempo de castigos.

Pavu se ha terminado el porridge. Mira a su madre. Ella le sirve un poco más en el plato y le echa por encima la guarnición de verduras. Entonces, después de servir a los hombres que trabajan, sirve al que no trabaja. Le da a Jabavu lo que queda, que no es mucho, y rasca el resto de guarnición. No lo mira. Conoce el dolor, el dolor infantil que lo abrasa por que le ha servido el último. Y Jabavu no se lo come precisamente por eso. Su estómago no lo quiere. Se queda sentado, amargado, y escucha a su padre. Lo que dice el anciano es cierto, pero también hay muchas cosas que no dice, que no puede decir jamás porque es viejo y pertenece al pasado. Jabavu mira a su hermano, ve su cara prieta y concentrada y sabe que está pensando lo mismo que él.

—¿Qué será de nosotros? Cuando miro al futuro es como si viera una noche sin fin. Cuando oigo lo que cuentan de las ciudades de los blancos mi corazón se oscurece como un valle en plena tormenta. Cuando oigo cómo corrompen los blancos a nuestros hijos es como si se me llenara la cabeza de agua enlodazada, no puedo pensar en eso, es demasiado difícil.

Jabavu mira a su hermano y mueve un poco la cabeza. Pavu se disculpa educadamente ante su padre y su madre, y esa educación deberá bastar por los dos, pues Jabavu no dice nada.

El hombre se tumba al sol en su estera para descansar media hora antes de volver al campo. La madre recoge la olla y los platos para lavarlos. Los jóvenes se van al árbol grande.

—Hemos tenido que trabajar mucho sin ti, hermano —son las palabras de reproche que oye Jabavu.

Ya se las esperaba, pero frunce el ceño y dice:

—Estaba pensando.

Quiere que su hermano le pregunte con interés acerca de sus maravillosos e importantes pensamientos, pero Pavu sigue con lo suyo:

—Aún falta medio campo y lo justo es que esta tarde vengas a trabajar con nosotros.

Jabavu siente que un rencor extraordinario le va creciendo por dentro, pero consigue acallarlo. Entiende que no es razonable esperar que su hermano comprenda la importancia de los dibujos del papel, y de las palabras impresas:

—He estado pensando en la ciudad de los hombres blancos —dice.

Mira a su hermano con aires de importancia, pero Pavu se limita a contestar:

—Sí, ya sabemos que pronto te llegará la hora de abandonarnos.

A Jabavu le indigna que se hable de sus secretos con esa naturalidad.

—Nadie ha dicho que me tenga que ir. Nuestro padre y nuestra madre hablan todo el rato hasta que les duelen las mandíbulas de tanto decir que los buenos hijos se quedan en el pueblo.

Entre risas y con amabilidad, Pavu contesta:

—Sí, hablan como ancianos, pero saben que a los dos nos llegará el momento de irnos.

Primero, Jabavu frunce el ceño y mira a su hermano fijamente; luego, exclama:

—¡Vendrás conmigo!

Pero Pavu baja la cabeza.

—¿Cómo quieres que vaya contigo? —dice, para ganar tiempo—. Tú eres mayor, está bien que te vayas. Pero nuestro padre no puede trabajar solo en el campo. Tal vez yo vaya más adelante.

—Hay otros padres que tienen hijos. Nuestro padre habla de las costumbres, pero si una costumbre es algo que pasa siempre resulta que ahora la costumbre es que los jóvenes abandonemos el pueblo y nos vayamos a la ciudad.

Pavu duda. Tiene la cara arrugada de sufrimiento. Quiere ir a la ciudad, pero le da miedo. Sabe que Jabavu se irá pronto y si pudiera viajar con ese hermano, grande, fuerte y listo, no tendría miedo.

Jabavu lo ve todo en su cara y de pronto se pone nervioso, como si hubiera un ladrón por ahí. Se pregunta si su hermano soñará y hará planes para ir a la ciudad de los blancos como él; al pensarlo, estira los brazos en un gesto que sugiere que se está guardando algo. Siente que su deseo es tan fuerte que no le basta nada menos que toda la ciudad del hombre blanco para él, ni siquiera un resto para su hermano. Pero luego suelta los brazos y dice con astucia:

—Nos iremos juntos. Nos ayudaremos mutuamente. No vamos a estar solos en un sitio donde, según los viajeros, a los extraños les pueden robar, o incluso matar. —Mira a Pavu, que parece como si escuchara la voz de una amante—. Es bueno que los hermanos estén juntos. Un hombre que viaja solo es como un hombre que va solo a cazar a una tierra peligrosa. Y cuando nos vayamos nuestro padre no necesitará cultivar tanta comida, porque ya no tendrá que llenar nuestras tripas. Y cuando se case nuestra hermana tendrá su ganado y el dinero de la dote…

Habla y habla, intentando mantener la voz suave y convincente, aunque se le eleva sola en las olas del apasionado deseo que siente por todas esas cosas buenas de la ciudad. Intenta hablar como hablan los hombres sensatos de las cosas serias, pero le tiemblan las manos y no consigue dejar quietas las piernas.

Cuando el padre sale de la choza y mira hacia ellos, él sigue pronunciando palabras y Pavu sigue escuchando. Los dos se levantan y lo siguen hasta el campo. Jabavu va porque quiere ganarse a Pavu, no por ninguna otra razón, y sigue hablándole con suavidad mientras caminan entre los árboles.

En el monte hay dos terrenos agrestes. Allí crecen los cereales y, entre ellos, las calabazas. Son plantas desgreñadas, dan pocas calabazas. No hace mucho vino un hombre blanco en un coche de la ciudad y se enfadó al ver esos campos. Dijo que los cultivaban como ignorantes y que en otras partes del país los negros seguían los consejos de los blancos y en consecuencia sus cosechas eran abundantes y provechosas. Dijo que el suelo era pobre porque había demasiadas cabezas de ganado; pero no quisieron oírlo. En los pueblos sabían de sobras que cuando los blancos les aconsejaban reducir el ganado solo era porque querían quedárselo ellos. El ganado significaba riqueza y poder; había que ser de fuera para pensar que es mejor tener una vaca buena que diez malas. Debido a ese malentendido acerca del ganado la gente de aquel pueblo sospechaba de cualquier cosa que dijeran los hijos del gobierno, ya fueran blancos o negros. La suspicacia es una carga terrible, como una nube instalada en sus vidas. Y la llegada de cualquier viajero de la ciudad incrementa esa suspicacia. Corren murmullos y rumores sobre nuevos líderes, nuevos pensamientos, rabia nueva. La gente joven, como Jabavu, o incluso Pavu a su manera, lo oyen como si no fuera tan terrible, pero a los mayores les da miedo.

Cuando llegan los tres al campo que han de arar, el anciano se burla del consejo que les dio el hombre de la ciudad; Pavu se ríe con educación, Jabavu no dice nada. El hecho de que su padre insista en las viejas formas de cultivar el campo forma parte de su impaciencia con la vida del pueblo. Ha visto los nuevos modos en el pueblo que queda a ocho kilómetros. Sabe que el hombre blanco tiene razón.

Trabaja junto a Pavu y murmura:

—Nuestro padre es estúpido. Este campo produciría el doble si hiciéramos lo que nos dicen los hijos del gobierno.

Pavu contesta con amabilidad:

—Calla, que te va a oír. Déjalo que haga lo que sabe. La vaca vieja sigue el sendero que aprendió cuando era ternera.

—Bah, cállate —murmura Jabavu, y acelera el trabajo para estar solo.

¿Para que sirve llevarse un crío así a la ciudad?, se pregunta, enfadado. Y sin embargo, debe hacerlo, porque tiene miedo. Y se esfuerza por compensarlo, por llamar la atención de Pavu para que puedan trabajar juntos. Pavu finge que no se da cuenta y trabaja en silencio junto a su padre.

Jabavu pasa el azadón como si tuviera un diablo dentro. Cuando se pone el sol, ha recorrido un tercio más de terreno que los otros. En tono de aprobación, su padre le dice:

—Cuando te da por trabajar, hijo mío, lo haces como si solo comieras carne.

Pavu guarda silencio. Está enfadado con Jabavu, pero también espera, con cierta ansiedad y cierto miedo al mismo tiempo, el momento en que se reanude esa conversación, dulce y peligrosa a la vez. Después de cenar los hermanos salen a la oscuridad y se pasean entre los fuegos de los guisos mientras Jabavu habla sin cesar. Así siguen las cosas durante mucho tiempo, pasan las semanas, luego un mes. Jabavu pierde la paciencia y Pavu se amarga. Luego Jabavu vuelve con palabras amables y tranquilas. A veces Pavu dice que sí. Luego vuelve a decir: “No, ¿cómo vamos a abandonar los dos a nuestro padre?”. Y Jabavu, el Bocazas, sigue hablando, con la mirada inquieta y brillante, el cuerpo tenso de tanto anhelo. En esa época los hermanos pasan más tiempo juntos que en los últimos años. Se los ve de noche bajo el árbol, caminando entre las chozas, sentados ante su puerta. Mucha gente dice que Jabavu está convenciendo a su hermano para que se vaya con él.

Sin embargo, Jabavu no sabe que los demás se dan cuenta de lo que está haciendo; solo se ve a sí mismo y a Pavu.

Llega el día en que Pavu accede, pero solo si antes se lo dicen a sus padres; quiere que el suceso desagradable se suavice al menos por el respeto a la obediencia. Jabavu no quiere ni oír hablar de eso. ¿Por qué? Él no lo sabe, pero le parece que su huida a la vida nueva no será feliz si no es robada. Además, le da miedo que la pena de su padre debilite las intenciones de Pavu. Discute; Pavu también. Luego se pelean. Durante una semana entera se interpone entre ellos un feo silencio, roto tan solo por intervalos de palabras violentas. Y todo el pueblo dice: “Mira: Pavu, el hijo bueno, se resiste al sermón de Jabavu, el Bocazas”. La única persona que no lo sabe es el padre, y tal vez se deba a que no quiera enterarse de algo tan terrible.

Al séptimo día Jabavu se acerca a Pavu al atardecer y le enseña un fardo que ha preparado. Dentro está su peine, sus trozos de papeles con palabras e imágenes, un jabón.

—Me voy esta noche —le dice a Pavu.

—No me lo creo —contesta éste.

Sin embargo, se lo cree a medias. Jabavu es muy atrevido y, si se va solo, tal vez Pavu no vuelva a tener otra oportunidad. Pavu se sienta a la entrada de la choza y en su rostro se nota la agonía de la duda. Jabavu se sienta a su lado y le dice:

—Ahora, hermano, tienes que decidirte ya porque no puedo esperar más.

Entonces sale la madre y les dice:

—Bueno, hijos míos, ¿os vais a la ciudad?

Habla con tristeza y al oír el tono de su voz el hermano menor solo desea asegurarle que jamás se le ha pasado por la mente la idea de abandonar la aldea. Pero Jabavu, enfadado, grita:

—Sí, sí, nos vamos. No podemos seguir viviendo en esta aldea donde solo hay niños, mujeres y viejos.

La madre mira hacia otra choza, donde el padre está sentado junto al fuego con unos amigos. Sus sombras oscuras contrastan con el fuego rojizo y las llamas se desparraman por la oscuridad. Es una noche negra, buena para huir. La madre dice:

—Lo más seguro es que vuestro padre se muera.

Piensa: “No se morirá, igual que los demás padres cuyos hijos se van a la ciudad”.

Jabavu grita:

—Así que nos hemos de quedar nosotros en esta aldea hasta que nos muramos, por la estupidez de un hombre incapaz de ver en la vida de los blancos nada que no sea malo.

Ella contesta en voz baja:

—No puedo evitar que os vayáis, hijos míos. Pero si lo vais a hacer, idos ahora, porque ya no soporto veros peleando y enfadados día sí, día también.

Y luego, como el dolor le atenaza la garganta, coge a toda prisa una olla y se va con ella, fingiendo que necesita agua para cocinar. Pero no llega más allá de la primera sombra espesa bajo el árbol grande. Se queda allí de pie, mirando hacia las luces difusas y temblorosas de los muchos fuegos y hacia las chozas, que desde allí se ven negras y contrastadas, y hacia el brillo lejano de las estrellas. Está pensando en su hija. Cuando se fue, la madre lloró tanto que creyó que iba a morir. Y en cambio ahora está encantada de que se fuera. Trabaja para una señora blanca muy amable que le da vestidos, y ella tiene la esperanza de que termine casándose con el cocinero, que se gana bien la vida. La hija ha ido mucho más allá que la madre y ésta sabe que si fuera más joven también se iría a la ciudad. Sin embargo, tiene ganas de llorar de pura tristeza y soledad. No llora. Le duele la garganta por las lágrimas que encierra.

Mira a sus dos hijos, que hablan rápido y en voz baja, con las cabezas juntas. Jabavu dice:

—Venga, vamos. Si no nos vamos, nuestra madre se lo dirá a nuestro padre y él nos lo impedirá.

Pavu se pone en pie lentamente. Dice:

—Ah, Jabavu, mi corazón está débil por este asunto.

Jabavu sabe que es el momento de la decisión final. Dice:

—Piénsatelo, nuestra madre sabe que nos vamos y no está enfadada, y le podremos enviar dinero desde la ciudad para que la vejez de nuestros padres sea más llevadera.

Pavu entra en la choza, descuelga del techo su arpa de boca y saca su hachuela del estante de barro. Está listo. Se quedan de pie en la choza, mirándose con miedo; Jabavu lleva sus pantalones rotos, desnudo de cintura para arriba; Pavu va con taparrabos y una camiseta agujereada. Están pensando que cuando lleguen a la ciudad serán objeto de burla. Todos las historias que han oído sobre los matsotsi, que roban y matan, los cuentos de hombres reclinados para las minas, las historias de las mujeres de la ciudad, que no se parecen a ninguna mujer que hayan conocido… Todo eso se les acumula en la mente y no se pueden mover. Entonces, Jabavu dice con desenvoltura:

—Venga, hermano. Así nunca emprenderemos el camino.

No miran hacia el árbol donde está su madre. Pasan delante de los hombres balanceando los brazos al caminar. Entonces oyen unos pasos rápidos. Su madre corre hacia ellos y les dice:

—Esperad, hijos míos. —Notan que les busca las manos y les deposita en ellas algo duro y frío. Les ha dado un chelín a cada uno—. Es para el viaje. Esperad…

Ahora les pone un paquete en las manos y ellos saben que ha preparado algo de comida para el viaje y lo ha conservado hasta ese momento.

El hermano menor vuelve el rostro, lleno de vergüenza y pena. Luego abraza a su madre y echa a andar deprisa. Jabavu siente gratitud primero y después resentimiento; una vez más, su madre lo ha entendido demasiado bien y eso le molesta. Está clavado al suelo. Sabe que si dice una sola palabra se echará a llorar como un crío. Con voz suave en medio de la oscuridad su madre dice:

—No dejes que le pase nada a tu hermano. Eres terco y valiente y podrías meterte en problemas que él evitaría.

Jabavu grita:

—Mi hermano es mi hermano, pero también es un hombre.

Ella le lanza una mirada tierna desde la oscuridad, y luego unas palabras de súplica:

—Y tu padre se morirá si no sabe nada de vosotros. No tenéis que hacer como muchos otros hijos. Enviadnos algún mensaje con el Comisario para los Nativos, así sabremos qué se ha hecho de vosotros.

Y Jabavu grita:

—El Comisario para los Nativos es cosa de babuinos e ignorantes. Yo sé escribir, así que recibirás cartas mías dos…, no, tres veces por semana.

Al oír esa exageración la madre suspira y Jabavu, aunque no pretendía hacerlo, le coge una mano, la aprieta y luego la aparta de un empujoncito, como si el deseo de estrecharla hubiera sido de la madre, y no suyo. Después se aleja silbando entre las sombras de los árboles.

La madre se queda mirando hasta que ve a sus hijos caminar juntos, luego espera un poco más, al fin se vuelve hacia la luz de los fuegos gimiendo primero en voz baja y después, a medida que se fortalece la pena, a gritos. Llora porque sus hijos han abandonado la aldea en busca de la perversidad de la ciudad. Es por su marido, con quien pasará un duelo amargo de muchos días. “Los vio de espaldas cuando se fugaban con sus fardos”, dirán los demás. A ella se le llenará la voz de ansiedad y de amargos reproches. Porque además de esposa es madre y una mujer puede sentir algo como madre y lo contrario como esposa y, sin embargo, ambos sentimientos pueden ser verdaderos y honestos.

Jabavu y Pavu, mientras tanto, caminan en silencio asustados por la oscuridad del monte hasta que, al llegar a las afueras de la aldea, ven una choza abandonada. No les gusta caminar de noche; tenían la intención de salir al amanecer; así que ahora se meten en esa choza y se tumban, insomnes, hasta que llegue la primera luz del día, gris primero y luego amarilla.

Ante ellos se extiende el camino, unos ochenta kilómetros para llegar a la ciudad. Pretenden llegar esa noche, pero el frío acorta sus pasos. Caminan con los riñones y los hombros encogidos contra el frío y aprietan los dientes para que no se note el castañeteo. La hierba que los rodea es alta y amarilla, sembrada de una multitud de diamantes resplandecientes que se van apagando poco a poco y al final desaparecen, y de pronto el sol les calienta los cuerpos. Caminan más tiesos y la piel de los hombros se relaja y respira. Ahora andan con más soltura, pero en silencio. Pavu vuelve su carita cautelosa a uno y otro lado en busca de nuevas vistas, sonidos nuevos. Está reuniendo valor para enfrentarse a ellos, pues teme que su pensamiento ha regresado al pueblo para encontrar consuelo: “Ahora mi padre estará caminando solo hacia el campo, muy despacio, por el peso de la pena en sus piernas; ahora mi madre estará calentando el agua al fuego para el porridge…”.

Jabavu camina con decisión. Toda su mente se concentra en la gran ciudad. “¡Jabavu! —oye en su cerebro—. ¡Mira, por ahí llega Jabavu a la ciudad!”

Les llega un rugido y tienen que saltar a la cuneta para esquivar a un camión grande. El salto es tan violento que aterrizan de cuatro patas en la hierba espesa. Miran boquiabiertos y ven que el conductor blanco se inclina hacia ellos y les sonríe. No entienden que ha derrapado para que tuvieran que saltar y divertirse a su costa. No saben que ahora se ríe porque los encuentra muy divertidos, allí agachados entre la hierba y mirándolo como palurdos. Se levantan y miran hacia el camión, que desaparece a lo lejos entre una nube de polvo claro. La parte trasera va llena de negros; unos gritan, otros saludan y se ríen. Jabavu dice:

—¡Uau! ¡Qué camión tan grande!

Tiene el pecho y la garganta henchidos de anhelo. Quiere tocar el camión, mirar las maravillas de su construcción, quizás incluso conducirlo… Ahí sigue, con la cara tensa y hambrienta, cuando suena otro rugido, un sonido estridente como el cacareo de un gallo. De nuevo saltan los hermanos a un lado, aunque esta vez aterrizan de pie, mientras el polvo revolotea en torno a ellos.

Se miran y luego desvían la mirada para que no se note que no saben qué pensar. Sin embargo, se interrogan: “¿Querrán asustarnos a propósito? ¿Por qué?”. No lo entienden. Han oído historias sobre desagradables hombres blancos que intentan burlarse de los negros para reírse a su costa, pero eso no tiene nada que ver con lo que acaba de pasar. Piensan: “Caminamos solos, sin meternos con nadie, y estamos bastante asustados. ¿Para qué quieren asustarnos más?”. Pero ahora caminan despacio y van mirando hacia atrás para que no los pillen por sorpresa. Y cuando llega por atrás un coche o un camión se apartan hacia la hierba y se quedan esperando hasta que pase. Hay pocos coches, pero muchos camiones y todos van llenos de hombres negros. Jabavu piensa: “Pronto, tal vez mañana, cuando tenga trabajo, iré en uno de esos camiones…”. Está tan impaciente porque ocurra eso que acelera el paso y de nuevo tiene que saltar a un lado cuando el siguiente camión derrapa cerca de él.

Llevarán acaso una hora caminando cuando adelantan a un hombre que viaja con su mujer y sus hijos. El hombre va delante con una lanza y un hacha, la mujer detrás con las ollas y un bebé a la espalda, y el otro hijo va agarrado a su falda. Jabavu sabe que no son gente de la ciudad, que van de un pueblo a otro, y por eso no los teme. Los saluda, ellos devuelven el saludo y caminan juntos, hablando.

Cuando Jabavu explica que están recorriendo el largo camino a la ciudad, el hombre le pregunta:

—¿Ya has estado allí?

Jabavu no soporta confesar su ignorancia y contesta:

—Sí, muchas veces.

—Entonces, no hace falta que os advierta que es un lugar muy malvado.

Jabavu guarda silencio y lamenta no haber dicho la verdad. Ya es demasiado tarde, porque al llegar a un sendero que se desvía de la carretera la familia se va por él. Mientras se despiden, pasa otro camión y el polvo se alza entre ellos. El hombre mira hacia el camión y menea la cabeza.

—Son los camiones que llevan a nuestros hermanos a las minas —dice, al tiempo que se retira el polvo de la cara y sacude la manta—. Está bien que conozcáis los peligros de la carretera, porque si no estaríais en uno de esos camiones, llenando de polvo las bocas de la gente honesta y riéndoos de los que se asustan por el ruido de la bocina.

Tras echarse de nuevo la manta al hombro, se da la vuelta, seguido por su mujer y sus hijos.

Jabavu y Pavu caminan despacio y van pensando. Cuántas veces han oído hablar de los reclutadores de las minas. Sin embargo esas historias, contadas por tantas bocas, se convierten en algo parecido a las feas imágenes que se cuelan en los sueños difíciles e incómodos. Cuesta pensar en ellos ahora, con ese sol tan fuerte. Pero ese hombre hablaba de los camiones con horror. Jabavu siente la tentación. Piensa: “Ese hombre es un aldeano, como mi padre, solo ve las cosas malas. A lo mejor, mi hermano y yo podríamos viajar a la ciudad en uno de esos camiones”.

Luego el miedo se infla en su interior y las dudas frenan sus pasos, pero cuando pasa a su lado el siguiente camión se queda parado en la cuneta, mirándolo con los ojos grandes como si deseara que se detuviese. Y cuando al fin se detiene le late tan rápido el corazón que no sabe si es por miedo, excitación o deseo. Pavu le tironea del brazo y le dice:

—Vayámonos corriendo.

Pero él responde:

—Le tienes miedo a todo, como los niños que aún huelen a la leche de su madre.

El blanco que conduce el camión asoma la cabeza y mira hacia atrás. Dedica una larga mirada a Jabavu y su hermano y luego vuelve a meter la cabeza. Entonces sale de la parte delantera un negro y camina hacia ellos. Lleva ropas de blanco y camina con desenvoltura. Jabavu, al ver a ese hombre elegante, piensa en sus pantalones y pega los brazos a las caderas para taparse. Pero el hombre elegante se acerca sonriendo y dice:

—Sí, sí, muchachos, ¿queréis subir?

Jabavu da un paso adelante y nota que Pavu le tira del codo. No presta atención a sus tirones, pero los toma como un aviso, se queda quieto y planta los dos pies con fuerza en el suelo, como un buey cuando se resiste al yugo.

—¿Cuánto? —pregunta.

El hombre elegante se ríe y contesta:

—Qué listo eres, muchacho. Nada de dinero. Os llevamos a la ciudad. Podéis escribir vuestro nombre en un papel como los blancos y viajar en el camión grande y luego tendréis un buen trabajo.

El hombre se yergue y sonríe, y sus dientes blancos resplandecen. Desde luego, es un tipo muy elegante y el hambre de Jabavu es como una mano aferrada a su corazón y piensa que él también será así.

—Sí —contesta con ansiedad—. Puedo escribir mi nombre, sé leer y escribir; y también entiendo los dibujos.

—Muy bien —contesta el hombre elegante, riéndose todavía más —. Entonces eres un chico listo, muy listo. Y tendrás un trabajo para listos, escribirás en una oficina con buenos hombres blancos y mucho dinero… Diez libras al mes, ¡o tal vez quince!

A Jabavu se le oscurece la mente, cual si sus pensamientos huyeran como el agua. Tiene un brillo amarillento en la mirada. Se da cuenta de que acaba de dar otro paso adelante y el hombre elegante sostiene una hoja de papel toda cubierta de letras. Jabavu coge el papel e intenta distinguir las palabras. Conoce algunas; hay otras que no ha visto nunca. Se queda mucho rato mirando el papel.

El hombre elegante le dice:

—Bueno, chico listo, no quieras entenderlo todo de golpe. El camión espera. Pon una cruz al pie del papel y súbete corriendo.

Jabavu contesta con resentimiento:

—Soy capaz de escribir mi nombre como un blanco, no necesito poner una cruz. Mi hermano pondrá una cruz y yo escribiré mi nombre, Jabavu.

Se arrodilla, apoya el papel en una piedra y coge el trocito de lápiz que le da el hombre elegante y luego piensa dónde va a poner la primer letra de su nombre. Entonces oye al hombre:

—Tu hermano no tiene suficiente fuerza para este trabajo.

Jabavu se da la vuelta, ve que Pavu tiene la cara amarilla de miedo, pero además está muy enfadado. Está mirando a Jabavu horrorizado. Deja el lápiz y piensa: “¿Cómo que no tiene fuerza suficiente? Muchos van al pueblo cuando todavía son niños, y sin embargo trabajan”. Acude a su mente el recuerdo de que alguna vez le han contado que cuando reclutan para las minas solo cogen a los hombres fuertes, de buenas espaldas. Él, Jabavu, tiene la fuerza de un toro joven, está orgulloso. Sí, irá a las minas, por qué no. Pero, entonces, ¿va a dejar a su hermano? Alza la cabeza para mirar al hombre elegante, que está impaciente y no lo esconde, mira también a los negros que van en la trasera del camión. Ve que uno de ellos menea la cabeza, como si le advirtiera. En cambio, hay otros que se ríen. A Jabavu le parece una risa cruel y se levanta de repente, devuelve el papel al hombre elegante y dice:

—Mi hermano y yo viajamos juntos. Además, ha intentado engañarme. ¿Por qué no me ha dicho que este camión iba a las minas?

Ahora el hombre elegante está muy enfadado. Esconde la dentadura blanca en la boca cerrada. Sus ojos brillan.

—Negro ignorante —le dice—. Me haces perder el tiempo. A mí y a mis jefes. ¡Te enviaré a la policía!

Da una zancada hacia delante y levanta los puños. Jabavu y su hermano se dan la vuelta como si sus cuatro piernas formaran un solo cuerpo y salen corriendo hacia los árboles. Mientras huyen escuchan las carcajadas de los hombres del camión y ven que el hombre elegante vuelve a la cabina. Está muy enfadado. Los dos hermanos ven que los hombres se ríen de él, no de ellos, y se agachan entre la maleza, bien escondidos, pensando en el significado de todo eso.

Cuando el camión desaparece entre el polvo, Jabavu dice:

—Nos ha llamado negros, y eso que su piel tiene el mismo color que la nuestra. No es fácil de entender.

Pavu habla por primera vez:

—Dice que no tengo suficiente fuerza para ese trabajo. —Jabavu lo mira sorprendido. Nota que su hermano está ofendido—. Según el Comisario para los Nativos, tengo quince años. Y ya llevo cinco trabajando para mi padre. Y este hombre va y dice que no tengo fuerza.

Jabavu ve que la rabia y el miedo pelean dentro de su hermano, y no parece claro cuál de los dos va a ganar. Le dice:

—Hermano, ¿has entendido que este camión recluta gente para las minas de Johannesburgo?

Pavu guarda silencio. Sí, lo ha entendido, pero su orgullo habla tan alto que ninguna otra voz puede oírse. Jabavu decide no decir nada. Sus propios pensamientos corren demasiado. Primero piensa: “Qué tipo tan elegante, con su buena ropa blanca”. Luego: “¿Tan loco estoy que pensaba ir a las minas? Vamos a una ciudad dura y peligrosa, pero pequeña en comparación con Johannesburgo, o al menos eso cuentan los viajeros. Y ahora mi hermano, que tiene corazón de gallina, tiene el orgullo tan herido que está dispuesto a ir no solo a la ciudad pequeña sino incluso a Johannesburgo”.

Los hermanos caminan juntos por la maleza, aunque la carretera está vacía. Les cae el sol encima y sus estómagos empiezan a hablar de hambre. Abren los paquetes que les ha preparado su madre y encuentran unas tortas de maíz, pequeñas y planas, cocinadas en las ascuas. Se las comen y eso apenas acalla a medias sus tripas. Las falta mucho para llegar a la ciudad y a conseguir algo de comida, y sin embargo permanecen en la seguridad de los matorrales. Avanzan despacio y cada vez que pasa un camión vuelven la cara mientras caminan entre la hierba de la cuneta. La vuelven con tal firmeza que se llevan una sorpresa al darse cuenta de que se ha parado otro camión, y miran con cautela para ver a otro tipo elegante que les sonríe:

—¿Queréis un buen trabajo? —les dice con una sonrisa educada.

—No queremos ir a las minas —contesta Jabavu.

—¿Quién habla de minas? —se ríe el hombre—. Trabajo en una oficina, por siete libras al mes, a lo mejor diez, quién sabe.

No es una risa muy fiable. Jabavu aparta la mirada de las buenas botas negras que lleva el dandi y está a punto de decir que no cuando Pavu pregunta de repente:

—¿Y también hay trabajo para mí?

El hombre duda, tanto tiempo que podría haber dicho que sí varias veces. Jabavu ve la fuerza del orgullo en la cara de Pavu. Entonces el hombre contesta:

—Sí, sí, también hay trabajo para ti. Con el tiempo crecerás y serás tan fuerte como tu hermano.

Está mirando los fuertes hombros de Jabavu, y sus gruesas piernas. Saca un papel y se lo pasa al hermano, no a él. Y Pavu se avergüenza porque nunca ha cogido un lápiz y el papel le parece ligero y difícil de coger, así que lo agarra entre los dedos, como si se pudiera volar. Jabavu está rojo de rabia. Tendría que habérselo propuesto a él; es el mayor, el líder, y sabe escribir.

—¿Qué pone en ese papel? —pregunta.

—En ese papel está escrito el trabajo —contesta el hombre, sin darle importancia.

—Antes de poner nuestros nombres en el papel vamos a ver qué trabajo es —dice Jabavu.

El hombre le clava la mirada y dice:

—Tu hermano ya ha puesto su cruz, así que pon tu nombre también. Si no, tendréis que separaros.

Jabavu mira a Pavu, que exhibe una sonrisa a medio camino entre el orgullo y el mareo, y le dice en voz baja:

—Eso ha sido una estupidez, hermano. Los blancos hacen cosas importantes con esas cruces.

Pavu mira asustado al papel en que ha puesto su cruz y el tipo elegante patalea de risa y dice:

—Es verdad. Al firmar este papel has aceptado trabajar en las minas durante dos años. Si no lo haces, rompes un contrato y vas a la cárcel. Y ahora —se dirige a Jabavu— firma tú también, porque como tu hermano ha firmado nos lo llevamos al camión.

Jabavu ve que la mano del hombre elegante se dispone a coger a Pavu por el hombro. Con un solo movimiento da un cabezazo al tipo en el estómago y empuja a Pavu, y luego salen los dos corriendo. Corren a saltos entre la maleza y no paran hasta llegar muy lejos. Sus vistazos de miedo hacia atrás confirman que el hombre elegante no intenta perseguirlos, pero se los queda mirando: al perder el aire en la tripa se le ha oscurecido la mirada. Al cabo de un rato, oyen gruñir al camión, después retumba y luego se va por la carretera, dejando el silencio tras su paso.

Tras mucho pensar, Jabavu dice:

—Es verdad que cuando nuestra gente se va a la ciudad cambia tanto que su familia no la reconocería. Ese hombre que nos ha mentido tanto, ¿hubiera sido tan malo en su pueblo? —Pavu no contesta y Jabavu sigue pensando hasta que le entra la risa—: Sin embargo, ¡hemos sido más listos que él! —dice.

Recuerda el cabezazo que le ha dado en la tripa al hombre elegante y rueda por el suelo, muerto de risa. Luego se sienta porque Pavu no se ríe y tiene en una mirada que Jabavu conoce bien. Pavu tiene tanto miedo todavía que le tiembla todo el cuerpo y vuelve el rostro para que Jabavu no se dé cuenta. Jabavu le habla con ternura, como hablaría un joven a una chica. Pero Pavu no puede más. Le ha entrado en la mente la idea de volver al pueblo y Jabavu lo sabe. Suplica hasta que la oscuridad empieza a filtrarse entre los árboles y se ven obligados a buscar dónde dormir. No conocen esa parte del país, están a más de seis horas de camino de casa. No les gusta dormir a campo abierto, donde podría verse la luz de su fuego, pero encuentran unas rocas con una hendidura en la que encienden una fogata y la alimentan como hicieron sus padres antes que ellos, y se tumban a dormir con frío en las piernas y los hombros desnudos, con mucha hambre, sin la perspectiva de encontrar al despertarse un porridge rico y caliente. Jabavu se duerme pensando que cuando se despierten por la mañana y el sol se cuele amable entre los árboles, Pavu habrá recuperado el valor y se habrá olvidado del reclutador. Sin embargo, al despertarse, Jabavu está solo. Pavu ha huido muy pronto, nada más aparecer la luz, tan temeroso de la lengua lista del Bocazas como de los reclutadores. A esas alturas ya habrá recorrido la mitad del camino de vuelta. Jabavu está tan enfadado que se agota de bailar y gritar, hasta que al final se calma y se pregunta si debe echar a correr detrás de su hermano o darse la vuelta y seguir su camino. Luego se dice que es demasiado tarde y que al fin y al cabo Pavu no es más que un chiquillo y no le sirve de nada a un hombre valiente como él. Durante un rato piensa que también va a volver a casa porque le da mucho miedo llegar solo a la ciudad. Luego decide irse de inmediato: él, Jabavu, no tiene miedo a nada.

Sin embargo no es tan fácil abandonar el refugio de los árboles y tomar la carretera. Se queda allí, reuniendo valor, diciéndose a sí mismo que el día anterior fue más listo que los reclutadores, cuando los demás no suelen serlo. “Soy Jabavu —dice—. Soy Jabavu, demasiado listo para los trucos de los blancos malos y los negros malos.” Se golpea el pecho. Baila un poco, patalea entre las hojas y la hierba hasta que se levantan en un remolino. “Soy Jabavu, el Bocazas…” Sus palabras se convierten en una canción.

 

Aquí está el Bocazas de las verdades inteligentes.
Voy a la ciudad,
a la ciudad grande del hombre blanco.
Camino solo, ¡hau!, ¡hau!
No me dan miedo los reclutadores,
no me fío ni de mi hermano.
Soy Jabavu, el que camina solo.

 

Después abandona la maleza y la hierba, toma la carretera y, cuando oye pasar un camión, sale corriendo hacia los árboles y espera hasta que haya pasado.

Como tiene que esconderse tan a menudo, avanza muy despacio y cuando el sol empieza a enrojecer para el ocaso aún no ha llegado a la ciudad. ¿Se habrá equivocado de carretera? No se atreve a preguntar. Si pasa alguien a su lado y lo saluda, él guarda silencio por temor a las trampas. Es tanta su hambre que ya no merece ese nombre. Su estómago se ha cansado de hablarle del vacío y se ha vuelto hosco y silencioso, mientras que sus piernas tiemblan como si se hubieran ablandado los huesos y la cabeza le parece grande y ligera como si tuviera viento por dentro. Se arrastra por la maleza para buscar raíces y hojas, las mordisquea mientras su estómago le dice: “¡Eh, Jabavu! ¿Así que me das hojas después de un largo ayuno?”. Luego se acuclilla debajo de un árbol, con la cabeza gacha, las manos caídas y quietas, y por primera vez le vuelve a nacer el miedo a lo que encontrará en la gran ciudad, lo atraviesa una y otra vez como una lanza y desea no haber salido de casa. Cae el crepúsculo, los árboles se alzan primero gigantescos y negros, después se funden con la oscuridad general y Jabavu ve el resplandor de un fuego bastante cercano. La cautela paraliza sus piernas. Luego consigue ponerse en pie y camina hacia el fuego con mucho cuidado, como si estuviera acechando a una liebre. Desde una distancia segura, se agacha para mirar hacia el fuego entre la maleza. Hay tres personas, dos hombres y una mujer, sentadas junto al fuego, y están comiendo. A Jabavu se le hace la boca agua, como si fuera un depósito bajo la lluvia. Escupe. El corazón lo llama a martillazos. No te fíes de nadie, no te fíes de nadie. Luego el hambre abre sus fauces por dentro y Jabavu piensa: “Entre nosotros el viajero siempre ha podido pedir hospitalidad junto a un fuego. No puede ser que todo el mundo se haya vuelto frío y hostil”. Da un paso adelante, empujado por el hambre, frenado por el miedo. Cuando lo ven las tres personas, se ponen rígidos, lo miran fijamente, hablan entre ellos, y Jabavu se da cuenta de que temen que les desee algún mal. Miran sus pantalones rasgados, que ya no le aprietan tanto, y luego lo saludan con amabilidad, como la gente de los pueblos. Jabavu devuelve el saludo y suplica:

—Hermanos, tengo mucha hambre.

La mujer le aparta en seguida unos panes blancos y lisos y algo de una sustancia amarillenta que Jabavu devora como si fuera un perro hambriento. Tras acallar el hambre pregunta qué ha comido y le dicen que es comida de la ciudad, ha comido pescado y bollos. Jabavu los mira y ve que van bien vestidos, llevan zapatos —incluso la mujer—, camisas en buen estado y pantalones, y ella tiene un vestido rojo y una gorra amarilla de punto en la cabeza. Por un momento regresa el miedo: son gente de la ciudad, ¿quizás maleantes? Tensa la musculatura, los fulmina con la mirada, pero ellos le hablan, se ríen, le dicen que son gente respetable. Jabavu guarda silencio mientras se pregunta por qué viajarán a pie como los de los pueblos en vez de ir en tren o en camión, como suelen hacer los de la ciudad. Además, le preocupa que hayan entendido tan rápido lo que estaba pensando. Pero su orgullo se calma cuando le dicen:

—Cuando los de pueblo llegan a la ciudad siempre creen que todos somos maleantes. Es más sabio eso que fiarse de todo el mundo. Haces bien en tener cuidado.

Guardan las sobras de comida en una caja cuadrada y marrón que tiene un cierre metálico. A Jabavu le fascina ver cómo funciona, pide al hombre que le deje accionar el cierre y ellos sonríen y le dan permiso. Luego echan más leña al fuego y hablan tranquilos mientras Jabavu escucha. Solo entiende a medias lo que dicen. Hablan de la ciudad y del hombre blanco y no lo hacen como la gente de los pueblos, con voces tristes, admirativas, temerosas. Tampoco hablan de la ciudad como la considera Jabavu, un camino excitante hacia un nuevo mundo en el que todo es posible. No, miden sus palabras y hablan con una cierta amargura que molesta a Jabavu, pues le están diciendo: “Qué tonto eres, con tus grandes esperanzas y tus sueños”.

Entiende que la mujer es esposa de uno de ellos, el señor Samu, y hermana del otro. Nunca ha conocido a una mujer igual, ni ha oído hablar de algo así. Cuando intenta concretar en qué es diferente, no lo consigue por su falta de experiencia. Lleva ropa elegante pero no es coqueta como se dice que lo son todas las mujeres de las ciudades. Es joven y se acaba de casar, pero habla con seriedad como si lo que dice tuviera la misma importancia que lo que dicen los hombres, y además no usa las mismas palabras que su madre: “Sí, marido mío, es verdad, marido mío, no, marido mío”. Trabaja de enfermera en el hospital de mujeres de la ciudad y Jabavu abre bien los ojos cuando se entera. ¡Tiene estudios! ¡Sabe leer y escribir! El señor Samu y el otro también tienen estudios. Saben leer, no solo palabras como sí, no, bien, mal, negro y blanco, sino también palabras largas como regulación y documento. Mientras hablan, se llenan la boca con palabras como ésas y Jabavu decide que les va a preguntar qué significan las palabras de los papeles que lleva en el fardo, marcadas con carboncillo. Pero le da vergüenza preguntar y sigue escuchando. El que más habla es el señor Samu, pero es todo tan difícil que a Jabavu se le espesa la mente y se dedica a toquetear los bordes del fuego con una ramita verde mientras escucha el chisporroteo de la savia y ve cómo se elevan las chispas hacia la oscuridad. Arriba, las estrellas brillan quietas. Adormecido, Jabavu piensa que tal vez las estrellas sean chispas de todos los fuegos de la gente… Chispas que se elevan hasta llegar al cielo y luego tienen que quedarse allí como moscas en busca de una salida.

Se mueve y titubea:

—Señor, me puede explicar…

Ha sacado del bolsillo el trozo de papel plegado y manchado y, de rodillas, lo extiende ante el señor Samu, que ha dejado de hablar, quizás algo molesto por esa interrupción tan irreverente.

Lee las palabras difíciles. Mira a Jabavu. Luego, antes de explicarle nada, hace algunas preguntas. ¿Cómo aprendió a leer? ¿Lo hizo solo? ¿Sí? ¿Para qué quería leer y escribir? ¿Qué opina de lo que lee? Jabavu contesta con torpeza, temeroso de que esa gente tan lista se ría de él. No se ríen. Descansan apoyados en un codo y lo miran con ojos amables. Les habla del alfabeto partido, de cómo lo terminó él solo, cómo aprendió las palabras que explicaban los dibujos y luego las palabras sueltas. Mientras habla, su lengua pasa al inglés, por puro contagio de lo que está diciendo, y les cuenta las horas, semanas, meses y años que ha pasado bajo el árbol grande, enseñándose a sí mismo, preguntándose cosas y respondiéndolas.

Las tres personas inteligentes se miran y sus ojos dicen algo que Jabavu tarda en entender. Entonces la señora Samu se inclina hacia delante y le explica lo que significan esas frases tan difíciles con mucha paciencia, con palabras sencillas, y también le cuenta cómo son los periódicos, unos para los blancos, otros para los negros. Le cuenta la historia de los hombrecitos amarillos y le explica que es perversa… Y a Jabavu le parece que aprende más en unos minutos de esa mujer que en toda su vida. Quiere decirle: “Espere. Déjeme pensar todo lo que ha dicho, si no lo olvidaré”. Pero ahora los interrumpe el señor Samu, quien también se inclina hacia delante para hablar con Jabavu. Al cabo de un rato a Jabavu le parece que el señor Samu no lo ve solo a él, sino a mucha más gente: su voz es cada vez más alta y fuerte y sus frases suben y bajan como si ya hubieran existido mucho antes exactamente de la misma manera. Esa sensación es tan fuerte que Jabavu mira hacia atrás, pero no, no hay más que oscuridad y árboles que reflejan un leve brillo de las estrellas en sus hojas.

—Es una época triste y terrible para la gente de África —dice el señor Samu—. El hombre blanco se ha instalado en África como una langosta y, como las langostas al amanecer, no puede levantar el vuelo por el peso del rocío en sus alas. Pero el rocío que tanto pesa al hombre blanco es el dinero que gana con nuestro trabajo. Los blancos pueden ser tontos o listos, valientes o cobardes, amables o crueles, pero todos, todos, dicen lo mismo aunque lo digan de maneras distintas. Dicen que el hombre negro ha sido escogido por Dios para sacar agua del pozo y partir leña hasta el fin de los tiempos; pueden decir que el blanco protege al negro de su propia ignorancia hasta que la supere; doscientos años, quinientos o mil… Solo se le concederá la libertad cuando aprenda a sostenerse sobre las piernas como un niño que suelta las faldas de su madre. Pero digan lo que digan, todos hacen lo mismo. Nos llevan a todos, hombres y mujeres, a sus casas para cocinar, limpiar y cuidar de sus hijos; a las fábricas, a las minas; viven de nuestro trabajo y sin embargo, cada día, cada hora de cada día, nos insultan, nos llaman cerdos y negritos y críos, vagos, estúpidos, ignorantes. Tienen tantos nombres feos para llamarnos como hojas hay en ese árbol, y cada día los blancos son más ricos y los negros más pobres. Cierto, es un tiempo maldito y muchos de los nuestros se vuelven malvados, aprenden a robar y matar, aprenden a odiar con facilidad, se convierten en esos cerdos que los blancos los acusan de ser. Y sin embargo, aunque es una época terrible, deberíamos estar orgullosos de vivir ahora, pues nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, mirarán hacia atrás y dirán: “Si no llega a ser por ellos, por los que vivieron en la época terrible y sobrevivieron con coraje y sabiduría, nosotros viviríamos como esclavos. Somos libres gracias a ellos”.

Jabavu ha entendido muy bien la primera parte del discurso, porque ya la había oído con frecuencia. Su padre habla igual, y también los viajeros que llegan de la ciudad. Él nació con esas palabras en los oídos. Pero ahora se vuelve más difícil. La voz del señor Samu continúa en un tono distinto mientras alza y baja la mano y dice palabras como: sindicato, organización, política, comité, reacción, progreso, sociedad, paciencia, educación. Cada vez que una de esas palabras nuevas y pesadas entra en la mente de Jabavu, él la coge, la aferra, la examina, trata de entenderla, pero a esas alturas ya ha pasado por sus oídos otra docena y Jabavu está perdido y abrumado. Aturdido, mira al señor Samu, quien sigue inclinado hacia delante, bajando y subiendo la mano, con la mirada intensa y concentrada en la suya, y le parece que esos ojos se sumergen en su interior en busca de sus pensamientos más íntimos. Desvía la mirada, pues desea conservarlos en secreto. “En la aldea siempre tenía hambre, siempre esperaba el momento de alcanzar la plenitud de la ciudad de los blancos. Toda la vida, mi cuerpo ha hablado con las voces del hambre: quiero, quiero, quiero. Quiero diversión y ropa y comida; como el pescado y los bollos que he comido esta noche; quiero una bicicleta y quiero a las mujeres de la ciudad; quiero, quiero… Y si escucho a esta gente inteligente, mi vida quedará ligada de inmediato a la suya y no consistirá en bailes, música y comida, sino en trabajo, trabajo, trabajo y problemas, peligro, miedo.” Porque Jabavu acaba de entender que esta gente viaja así, de noche, a pie por el monte, porque van a otra ciudad con sus libros, que hablan de cosas como comités y organización, y a la policía no le gustan esos libros.

Esta gente lista, gente rica, gente buena, con ropa para vestirse y buena comida en la tripa, viaja a pie como los nativos de los pueblos. El hambre de Jabavu se alza y dice en voz alta: “No, no para Jabavu”.

El señor Samu se fija en su cara y se calla. La señora Samu dice con amabilidad:

—Mi marido está tan acostumbrado a soltar discursos que no es capaz de parar.

Se ríen los tres y Jabavu se ríe con ellos. Luego el señor Samu dice que es muy tarde y que han de dormir. Pero antes escribe algo en un papel, se lo da a Jabavu y le dice:

—Ahí te he apuntado el nombre de un amigo mío, el señor Mizi, que te ayudará cuando llegues a la ciudad. Le impresionará mucho si le dices que aprendiste a leer y escribir tú solo en la aldea.

Jabavu le da las gracias y guarda el papel en el fardo. Se tumban todos a dormir junto al fuego. Los otros tienen mantas. Jabavu tiene frío y se le contrae la piel del pecho y de la espalda de tanto temblar. Parece que hasta los huesos le tiemblan. Los párpados, cargados de sueño, se abren de golpe para protestar por el frío. Echa más leña al fuego y luego mira hacia el bulto de la mujer, arrebujada bajo la manta. De pronto la desea. Qué mujer tan tonta, piensa. Necesita un hombre como yo, en vez de uno que no hace más que hablar. Pero no se cree lo que acaba de pensar y cuando la mujer se mueve él desvía la mirada deprisa para que no se lo note y se enfade. Mira la maleta oscura que hay al otro lado del fuego, encima de la hierba. El cierre metálico brilla y destella bajo la temblorosa luz roja. Deslumbra a Jabavu. Se le cierran los párpados. Está dormido. Sueña.

Jabavu es un policía y lleva un uniforme bonito con botones de latón. Camina por la carretera con un látigo en la mano. Ve a esos tres por delante; la mujer lleva la maleta. Corre tras ellos, atrapa a la mujer por un hombro y le dice:

—Así que has robado esta maleta. Ábrela, a ver qué hay dentro.

Ella tiene mucho miedo. Los otros dos se han escapado. Abre la maleta. Dentro hay bollos, pescado y un libro grande y negro con el nombre Jabavu. Jabavu dice:

—Has robado mi libro. Eres una ladrona.

La lleva al Comisario para los Nativos, que la castiga.

Jabavu se despierta. El fuego está casi apagado, un montón gris bajo el cual queda un brillo rojizo. El cierre de la maleta ya no destella. Jabavu se arrastra boca abajo entre la hierba hasta la maleta. Apoya una mano encima y mira alrededor. Nadie se ha movido. La coge, se levanta sin hacer ruido y echa a andar hacia la oscuridad por el sendero. Luego se pone a correr. Pero no llega muy lejos. Se detiene porque es muy oscuro y a Jabavu le da miedo la oscuridad. De pronto, se pregunta: “Jabavu, ¿por qué has robado esta maleta? Son buena gente que solo quieren ayudarte y te dieron de comer cuando estabas muerto de hambre”. Pero su mano se aferra a la maleta, como si hablara otro lenguaje. Permanece inmóvil en la oscuridad; su cuerpo entero proclama el deseo de poseer la maleta, mientras unos pensamientos pequeños y asustados se cuelan en su mente. Faltan cuatro o cinco horas para que salga el sol, y va a pasar todo ese tiempo solo en el monte. Tiembla de miedo. Pronto, su cuerpo se retuerce de frío y miedo. Quisiera seguir tumbado junto al fuego, no haber tocado la maleta. Arrodillado en la oscuridad, con las rodillas doloridas por la aspereza de la hierba, abre la maleta y tantea en su interior. Hay bultos húmedos y suaves de comida, y libros de tacto duro. Es demasiado oscuro para ver nada, solo puede tocar. Pasa mucho tiempo allí, arrodillado. Luego cierra la maleta y vuelve con sigilo hasta que alcanza a ver el débil fulgor del fuego y los tres cuerpos, aún inmóviles. Se desplaza como un felino sobre el suelo, suelta la maleta donde estaba y luego se tumba. “Jabavu no es un ladrón —dice con orgullo—. Jabavu es un buen chico.” Duerme y sueña, pero no sabe lo que sueña, y se despierta de repente, atento, como si hubiera algún enemigo en la cercanía. Una luz gris se abre camino entre los árboles y muestra el montón de cenizas grises junto a los tres durmientes. A Jabavu le duele el cuerpo de frío y tiene la piel áspera, como si fuera de tierra. Se levanta despacio, permanece quieto un momento en la postura del corredor a punto de dar la primera gran zancada. Ahora, su hambre le dice: “Vete de aquí, Jabavu, rápido, antes de convertirte en uno de éstos y vivir siempre atemorizado de la policía”. Se va saltando entre la maleza con grandes saltos voladores y el rocío lo empapa de frío. Corre hasta que llega a la carretera, desierta por lo temprano de la hora. Luego, cuando pasan los primeros coches y camiones, mucho más tarde, se aparta un poco hacia la maleza, al lado de la carretera, para viajar sin que lo vean. Hoy llegará a la ciudad. La busca cada vez que remonta una cuesta: sin duda está a punto de aparecer. ¡Un brillante sueño de riqueza al otro lado de la colina! A media mañana ve una casa. Luego otra. Las casas continúan, desparramadas a distancias cortas, durante media hora de camino. Luego asciende una cuesta y al bajar por el otro lado ve… Pero Jabavu se queda quieto y se le abre la boca.

Ah, qué bonita, qué bonita es la ciudad del hombre blanco. Mira qué formas trazan las casas, esas suaves calles grises que dibujan trazos entre ellas como las marcas que dejaría un dedo inteligente. Mira cómo se alzan las casas, blancas o de colores; el sol les cae de un modo que resplandecen. Y mira qué grandes son, caramba, la casa del griego, comparada con éstas, es una perrera. Estas se levantan como si fueran tres o cuatro, una encima de otra, todas rodeadas de jardines con flores rojas, violetas y doradas, y en los jardines hay cintas de agua que brillan en la oscuridad, y en el agua flotan flores. Y mira cómo se extiende la ciudad por el valle, ¡Incluso sube por el otro lado! Jabavu sigue andando, sus pies se suceden sin ayuda de los ojos de tal modo que va trazando curvas aquí y allá hasta que el frenazo de un coche le advierte y de nuevo salta a un lado y se queda mirando, solo que ya no hay polvo, solo un asfalto suave y caliente. Camina despacio, cuesta abajo, sube por el otro lado y llega a la parte superior de la siguiente cuesta y se queda parado allí un buen rato. Porque las casas continúan hasta donde le alcanza la vista y se extienden a sus dos lados. No se terminan nunca. Tiene una nueva sensación. No dice que tiene miedo, pero siente el estómago frío y pesado. Piensa en el pueblo y Jabavu, que lleva tantos años anhelando este momento, convencido de que no tenía nada que hacer en el pueblo, oye cómo le habla la voz de la aldea: Jabavu, Jabavu, yo te hice, me perteneces, ¿qué vas a hacer en esta ciudad, que parece más grande que cualquier otra? Porque ya se ha olvidado de que esa ciudad no es nada en comparación con Johannesburgo, o con otras ciudades del sur; más bien, no se atreve a recordarlo de tanto miedo que le da.

Ahora las casas son distintas; algunas son grandes, otras endebles como la del griego. Habrá distintas clases de hombres blancos, dice lentamente la mente de Jabavu, pero es una idea demasiado complicada para absorberla de golpe. Hasta entonces, siempre ha pensado en todos ellos con la misma riqueza, poder e inteligencia.

Jabavu dice a sus pies: caminad, caminad. Pero sus pies no le obedecen. Se queda parado mientras recorre con los ojos las calles de casas; son ojos de niño pequeño. Entonces le llega un chirrido, el caucho de unas ruedas al frenar, y se planta a su lado un policía africano en bicicleta. El policía apoya un pie en el suelo y mira a Jabavu. Mira sus pantalones, viejos y rotos, y ve su cara de desdicha. Amable, le dice:

—¿Te has perdido? —Habla en inglés.

Al principio Jabavu dice que no porque en ese momento admitir que no sabe algo es contradictorio con sus intereses. Luego, hosco, afirma:

—Sí, no sé adónde ir.

—¿Buscas trabajo?

—Sí, hijo del gobierno. Busco trabajo.

Habla en su propio idioma. El policía, que es de otro distrito, no le entiende, y Jabavu vuelve a hablar en inglés.

—Entonces tienes que ir a la oficina de licencias y pedir una licencia para buscar trabajo.

—¿Y dónde está esa oficina?

El policía se baja de la bicicleta y, tomando a Jabavu del brazo, le habla mucho rato seguido:

—Has de seguir recto más de medio kilómetro, y luego tuerces a la izquierda donde se juntan las cinco carreteras y después vuelves a torcer y sigues recto y…

Jabavu escucha y asiente y dice que sí y que gracias y el policía se aleja con su bicicleta y Jabavu se queda desamparado, porque no ha entendido nada. Entonces echa a andar y no sabe si sus piernas tiemblan de hambre o de frío. Al encontrarse al policía el sol le caía en la espalda y cuando sus piernas deciden dejar de caminar por voluntad propia, por debilidad, le cae el sol en la cabeza. Lo rodean casas por todas partes, mujeres blancas sentadas en los porches con sus hijos, hombres blancos que trabajan en los jardines, y ve más gente en las aceras, gente que habla y ríe. A veces entiende lo que dicen, a veces no. Porque en esa ciudad hay gente de Nyasaland y de Rodhesia del norte y de la tierra de los portugueses, y no entiende ni una palabra de lo que hablan y les tiene miedo. Pero al oír su propia lengua sabe que la gente señala sus pantalones rotos y su fardo, y se ríen y dicen: “Mira, un muchacho recién llegado de la aldea”.

Se queda parado en un cruce, mirando a uno y otro lado. No tiene ni idea de adonde le ha dicho que fuera el policía. Camina un poco más hasta que ve una bicicleta apoyada en un árbol. En la parte trasera hay una cesta, llena de barras de pan y bollos como los que comió la noche anterior. Los mira y se le hace la boca agua. De pronto su mano se estira y coge un bollo. Mira alrededor. Nadie lo ha visto. Se echa el bollo al bolsillo y sigue andando. Tras dejar atrás la calle, saca el bollo y sigue andando mientras se lo come. Pero al terminar, parece que su estómago le diga: “¿Qué? ¿Solo un bollo después de pasar toda la mañana vacío? ¡Para eso es mejor que no me des nada!”.

Jabavu sigue andando, buscando otra cesta en alguna bicicleta. Varias veces tuerce en una esquina para tomar una calle que se parece a la anterior pero no es la misma. Pasa mucho rato antes de saber qué quiere. Y ahora no es tan fácil como antes. Antes tu mano se ha movido sola y ha cogido el bollo, mientras que ahora la mente le está avisando: “Ten cuidado, Jabavu, ten cuidado”. Está cerca de la cesta, mirando a su alrededor, cuando una blanca le grita desde su jardín, por encima del seto, y Jabavu corre hasta llegar a otra calle y dar la vuelta a la esquina. Allí se apoya en un árbol, temblando. Es una calle estrecha, llena de árboles, tranquila y sombreada. Entonces sale una niñera de una casa con los brazos llenos de ropa y se pone a tenderla. Mira a Jabavu por encima del seto.

—Hola, muchacho del pueblo, ¿qué quieres? —le grita, y se ríe—. ¡Mira, un tontorrón de pueblo!

—No soy de ningún pueblo —contesta él, enfurruñado.

—Mira qué pantalones —dice ella—. Uy, lo que se ve por ahí…

Y se mete en la casa, con gestos burlones. Jabavu se queda apoyado en el árbol, mirándose los pantalones. Es verdad que están a punto de caérsele. Pero todavía son decentes.

No hay nada que ver. Las calles están vacías. Jabavu mira la ropa tendida. Hay mucha: vestidos, camisas, pantalones, camisetas. Piensa: “Esa chica era muy descarada”. Le sorprende lo que le ha dicho. Vuelve a pegar los brazos a las caderas, encorvado, para tapar los pantalones. Tiene la mirada fija en la ropa. Jabavu acaba de saltar el seto y está tirando de unos pantalones. No consigue soltarlos de la cuerda, hay un gancho de madera que los sujeta. Estira, el gancho se suelta, coge los pantalones. Son cálidos y suaves, recién planchados. Tira de una camisa amarilla; la tela se desgarra por el gancho, pero consigue soltarla y al instante salta el seto de nuevo y echa a correr. Dobla la esquina y mira hacia atrás: el jardín permanece vacío y en silencio, parece que nadie lo ha visto. Jabavu camina sobrio por la calle, tocando la cálida tela de los pantalones y la camisa. Le late el corazón, primero como un polluelo tambaleándose al salir del huevo, y luego con más fuerza, como un viento airado al golpear la pared. La violencia de su corazón agota a Jabavu y se apoya en un árbol para descansar. Pasa despacio un policía en bicicleta. Mira a Jabavu. Luego vuelve a mirar, da la vuelta y se detiene a su lado. Jabavu se lo queda mirando y no dice nada.

—¿De dónde has sacado esa ropa? —pregunta el policía.

La mente de Jabavu da vueltas y de su boca salen estas palabras:

—Se las llevo a mi amo.

El policía mira los pantalones rotos de Jabavu y su fardo.

—¿Dónde vive tu amo? —pregunta, astuto.

Jabavu señala hacia delante. El policía mira hacia donde ha señalado Jabavu y luego lo mira a la cara.

—¿Qué número tiene la casa de tu amo?

De nuevo la mente de Jabavu se apaga y recobra la vida.

—El número tres —dice.

—¿Y cómo se llama la calle?

Ahora no le sale nada por la boca. El policía está desmontando de la bicicleta para mirar los papeles de Jabavu, cuando de repente se produce una conmoción en la calle de donde acaba de huir. Se ha descubierto el robo. Suenan voces a gritos, agudas y estridentes; es la señora blanca, que le dice a la niñera que baya a buscar la ropa, la niñera llora, y se oye muchas veces la palabra “policía”. El agente duda, mira a Jabavu, vuelve a mirar hacia la otra calle, y entonces Jabavu se acuerda del reclutador. Da un cabezazo en la tripa al policía, a éste se le cae encima la bicicleta y Jabavu corre hacia la acera, supera de un salto un cubo de basura, luego otro, atraviesa como una flecha un jardín vacío, luego otro que no está vacío, y la gente se levanta y se lo queda mirando, después sigue por otra acera y termina la carrera entre un cubo de basura y la pared de un retrete. Se quita los pantalones cortos deprisa y se pone los que ha robado. Son largos, grises, nunca ha visto una tela tan fina. Se pone la camisa amarilla pero le cuesta mucho porque nunca ha llevado camisa y se le enreda en los brazos hasta que descubre por qué agujero ha de meter la cabeza. Encaja la camisa, que le va pequeña, por debajo del pantalón, que le queda un poco largo, y piensa con tristeza en el agujero de la camisa, fruto de su ignorancia acerca de esos ganchitos de madera. Mete enseguida los pantalones cortos bajo la tapa de un cubo de basura y camina por la acera, con mucho cuidado de no correr, aunque sus pies se lo piden a gritos. Camina hasta dejar bien atrás esa parte de la ciudad y luego piensa: “Ahora estoy a salvo; hay tanta gente que nadie se va a fijar en mis pantalones grises y mi camisa amarilla”. Se acuerda de cómo fijaba el policía la mirada en su fardo, se mete en los bolsillos el jabón y el peine, junto con los papeles, y esconde el trapo de envolver el fardo tras las ramas bajas de un seto. Ahora está pensando: “He llegado a la ciudad esta misma mañana y ya tengo unos pantalones grises, como los blancos, una camisa amarilla y me he comido un bollo. Aún no he gastado el chelín que me dio mi madre. ¡Es cierto que se puede vivir bien en la ciudad de los blancos!”. Acaricia con cariño el tacto duro del chelín. En ese momento, sin que se le ocurra ninguna razón para entenderlo, le acude a la mente el recuerdo de los tres que conoció la noche anterior, y de pronto Jabavu murmura: “¡Maleantes! ¡Mala gente!”. Malditos, diablos, jodidos. Porque esos son los insultos que conoce de los blancos y le parecen muy perversos. Los repite una y otra vez hasta que se siente como un hombre mayor, no como el chiquillo a quien su madre solía mirar para decirle con la pena en la voz: “Ah, Jabavu, mi Bocazas, qué diablo blanco se te habrá metido por dentro”.

Jabavu se empuja a sí mismo con tal orgullo que cuando un policía lo para y le pide la licencia, sigue empujando y contesta altanero:

—Soy Jabavu.

—Así que eres Jabavu —dice el policía, plantándose ante él—. Muy bien, chico listo y bueno. ¿Y dónde está la licencia de Jabavu?

La locura del orgullo naufraga en su interior, y contesta con humildad:

—Aún no la tengo. He venido a buscar trabajo.

Pero el policía parece aún más suspicaz. Jabavu lleva ropa buena, aunque tiene un agujero en la camisa, y habla bien el inglés. Entonces, ¿cómo puede ser que acabe de llegar de la aldea? Así que mira la situpa de Jabavu, el papel que todo nativo africano debe llevar consigo, y lee: “Nativo Jabavu. Distrito tal y cual. Aldea no sé cuántos. Certificado de registro nº XO788910312”. Lo copia en un librito, le devuelve su situpa y le dice:

—Te voy a explicar cómo se va a la oficina de licencias y si mañana a esta misma hora no tienes una licencia para buscar trabajo vas a tener problemas.

Se va.

Jabavu sigue las calles que le han explicado y pronto llega a una parte pobre de la ciudad, llena de casas parecidas a la del griego y de gente mulata, de quienes le habían hablado pero no los había visto nunca y a quienes en este país suelen llamar “gente de color”. Luego llega a un edificio grande, la oficina de licencias, lleno de negros que esperan en largas colas que llegan a unas ventanas y puertas. Jabavu se coloca en una de esas filas, piensa que son como el ganado cuando espera para entrar en un charco, y se queda esperando. La fila avanza muy despacio. El hombre que tiene delante y la mujer que tiene detrás no entienden sus preguntas hasta que les habla en inglés, y entonces descubre que se ha equivocado de fila y ha de ir a otra. Entonces se acerca con educación a un policía que pasea por allí para asegurarse de que no haya problemas o peleas, le pide ayuda y lo sitúan en la cola adecuada. Ahora sigue esperando y como ha de estar de pie, sin moverse, tiene tiempo de oír la voz de su hambre, sobre todo del hambre de su estómago, y pronto le parece que la oscuridad y la luz se mueven por su cerebro como agua suelta y su estómago vuelve a decirle que desde que salió de casa, hace tres días, ha comido muy poco, y Jabavu intenta acallar el dolor de sus tripas y les dice pronto comeré, pronto comeré, pero la luz gira con violencia ante sus ojos hasta que se la traga una negrura pesada y nauseabunda y Jabavu descubre que está tumbado en el suelo, frío y duro, y que unas cuantas caras se inclinan hacia él, unas blancas y otras negras.

Se ha desmayado y lo han llevado al interior de la oficina de licencias. Las caras son amables, pero Jabavu está aterrado y se pone en pie a trompicones. Unos brazos lo sostienen y luego lo llevan a una habitación interior, donde tiene que esperar hasta que lo examine el doctor antes de recibir una licencia para buscar trabajo. Allí hay muchos más africanos, pero no tienen nada de ropa. Le dicen que se desnude y todo el mundo se vuelve para mirarlo, sorprendidos porque Jabavu pega los brazos al pecho para proteger su ropa, convencido de que se la van a quitar. Sus ojos bailan desesperados y le cuesta un rato entender y desnudarse y esperar, desnudo, en la misma cola que los demás. Tiene frío por culpa del hambre, aunque fuera el sol calienta como nunca. Uno tras otro, los africanos se acercan a que los examinen y el médico les pone una cosa larga y negra en el pecho y les toca el cuerpo. Todo el ser de Jabavu protesta a gritos, y son muchas voces. Una dice: “¿Acaso soy un buey, para que ese médico blanco me maneje de esa manera?”. Otra dice con ansiedad: “Si no me hubieran dicho que la medicina de los blancos tiene muchas cosas raras y maravillosas, creería que ese tubo negro que usan para escuchar es cosa de brujería”. Y la voz del estómago le dice una y otra vez, sin perder el ánimo, que tiene hambre y se va desmayar de nuevo, y bien pronto, si no llega la comida.

Por fin Jabavu llega al médico, que escucha los ruidos de su pecho, lo golpea con los dedos, le mira la garganta, los ojos, los sobacos y la entrepierna y hurga las partes secretas de su cuerpo de tal modo que la rabia murmura en su interior como un trueno. Siente ganas de matar al médico blanco por mirarlo y tocarlo de esa manera. Pero también hay en su interior una paciencia creciente, el primer regalo de la ciudad de los blancos a los hombres negros. La paciencia contra la rabia. Y cuando el doctor afirma que Jabavu es fuerte como un toro y puede trabajar, lo sueltan. El doctor también ha dicho que Jabavu tiene el bazo inflamado, o sea que ha tenido la malaria y la volverá a tener, es probable que tenga esquistomiasis y cabe la sospecha de un anquilostoma. Pero son malestares demasiado comunes para merecer un comentario y lo que busca el médico son enfermedades que se puedan contagiar a los blancos si va a trabajar en sus casas.

Entonces el doctor, mientras Jabavu se da la vuelta, le pregunta por esa oscuridad que lo ha invadido antes de caer y Jabavu le contesta simplemente que tiene hambre. En ese momento viene un policía y le pregunta por qué tiene hambre. Jabavu dice que no ha comido nada. Al final, el policía, impaciente, pregunta:

—Ya, ya, pero ¿no tienes dinero?

Porque, si no lo tiene, lo enviarán a un campo donde le van a dar de comer y refugio por una noche. Pero Jabavu contesta que sí, que tiene un chelín.

—Entonces, ¿por qué no compras comida?

—Porque he de conservar el chelín para comprar lo que necesito.

—¿Y no necesitas comida?

La gente se ríe al ver que un hombre que tiene un chelín en el bolsillo se permite caer desmayado de hambre, pero Jabavu guarda silencio.

—Ahora tienes te tienes que ir de aquí, comprar algo de comida y comértela. ¿Tienes dónde dormir esta noche?

—Sí —contesta Jabavu, que se temía esa pregunta.

Entonces el policía le da una licencia que le permite buscar trabajo durante dos semanas. Jabavu se ha vuelto a vestir y saca del bolsillo el rollo de papeles que incluye su situpa para juntarlos con la licencia nueva. Mientras los ordena se le cae un papelito al suelo. El policía se agacha enseguida, lo recoge y lo mira. “Mr Mizi, Nº 33 Tree Road, Native Township.” El policía mira a Jabavu con cara de suspicacia.

—¿Así que el señor Mizi es amigo tuyo?

—No —contesta Jabavu.

—Entonces, ¿por qué tienes un papel con su nombre?

Jabavu tiene la lengua paralizada. Tras una nueva pregunta, contesta:

—No lo sé.

—O sea que no sabes por qué tienes ese papel. ¿No sabes nada del señor Mizi?

El policía sigue con sus preguntas sarcásticas y Jabavu baja la mirada y espera con paciencia a que acabe. El policía saca un librito, apunta una larga nota sobre Jabavu, le dice que lo mejor que puede hacer es irse al campo de los recién llegados. Jabavu vuelve a rechazarlo y repite que puede dormir con unos amigos. El policía le dice que sí, que ya se da cuenta de qué clase de amigos tiene, pero Jabavu no entiende el comentario y al final lo dejan salir.

Jabavu se aleja caminando de la oficina de licencias, muy contento por el nuevo documento que le permite quedarse en la ciudad. No sospecha que el primer policía que anotó su nombre lo pasará a la oficina que corresponda para advertir que Jabavu es probablemente un ladrón, ni que el policía de la oficina de licencias pasará su nombre y su número con el comentario de que es amigo del señor Mizi, peligroso agitador. Sí, Jabavu ya es muy conocido en la ciudad al cabo de medio día, y sin embargo mientras camina por la calle se siente tan solo y perdido como un becerro alejado de la manada. Se para en una esquina y se queda mirando la multitud de africanos que recorren la carretera que va al Distrito de los Nativos, a pie o en bicicleta, hablando, riéndose, cantando. Jabavu cree que irá a buscar al señor Mizi. Se suma a la muchedumbre y camina muy despacio porque hay muchas cosas nuevas por ver. Lo mira todo con fijeza, sobre todo a las chicas, que le parecen increíblemente hermosas con sus vestidos elegantes, y al cabo de un rato tiene la sensación de que una de ellas lo está mirando. Pero son tantas que no consigue concentrarse en ninguna en particular. De hecho, son muchas las que lo miran porque está muy guapo con su buena camisa amarilla y sus pantalones nuevos. Algunas incluso lo llaman, pero Jabavu no se cree que se dirijan a él y desvía la mirada.

Al cabo de un rato está seguro de que hay una chica que ha pasado a su lado, ha vuelto atrás y ahora camina de nuevo junto a él. Está seguro por el vestido. Es de un amarillo brillante y tiene grandes flores rojas. Mira a su alrededor y no ve ningún vestido igual, así que ha de ser la misma chica. Ella pasea a su lado por tercera vez, muy cerca, y Jabavu ve que lleva unos zapatos elegantes de color verde y una gorra de punto de lana rosa, y además lleva bolso como las blancas. Se siente tímido mirando a esa mujer tan elegante, pero ella le lanza unas miradas inconfundibles. Desconfiado, Jabavu se pregunta: “¿Debo hablar con ella? Como todo el mundo dice que estas chicas de la ciudad son impúdicas, será mejor que espere hasta entender cómo debo comportarme con ella. ¿Sonrío para que se acerque?”. Pero no le sube la sonrisa a la cara. “¿Le gusto?” A Jabavu le crece el hambre y se le oscurece la mirada. “Querrá dinero, y solo tengo un penique.”

Ahora la chica camina a su lado, apenas un brazo de distancia. Con voz suave, le pregunta:

—¿Te gusto, guapito?

Lo ha dicho en inglés. Él contesta:

—Sí, mucho me gustas.

—Entonces, ¿por qué frunces el ceño y pareces tan enfadado?

—No es verdad —responde Jabavu.

—¿Dónde vives?

Está tan cerca que él nota el tacto del vestido.

—No lo sé —contesta, abrumado.

Ella se ríe sin parar y pone los ojos en blanco.

—Eres un tipo listo y divertido, sí, señor.

Y sigue soltando una risa seca y fuerte que sorprende a Jabavu, porque no parece una risa.

—¿Dónde puedo encontrar un sitio para dormir? No quiero ir al campo del Comisario para los Nativos —explica, interrumpiendo sus risas.

Ella se para y lo mira con cara de auténtica sorpresa.

—¿Eres del campo? —pregunta tras un largo silencio, mirándole la ropa.

—He llegado hoy de mi pueblo. Tengo licencia para buscar trabajo, tengo mucha hambre y no conozco nada —dice.

Baja la voz con tono humilde, y le molesta hacerlo porque quisiera comportarse con esa chica como un hombretón y está hablando como un crío. La rabia contra sí mismo se agita levemente en su interior y luego se acalla: tiene demasiada hambre y está perdido. Mientras tanto ella se ha alejado hacia la mitad de la calzada y camina en silencio, con el rostro fruncido. Entonces le dice:

—¿Aprendiste a hablar inglés en una misión?

—No —contesta Jabavu—. En mi aldea.

Ella guarda silencio de nuevo. No se lo cree.

—¿Y de dónde has sacado esa camisa tan elegante y esos pantalones nuevos de blanco?

Jabavu duda, pero luego, empujado por el orgullo, dice:

—Los he cogido esta mañana al pasar por un jardín.

Y entonces la chica se echa a reír de nuevo, pone los ojos en blanco y le dice:

—Eh, eh, vaya chico listo. Llega del pueblo y se pone a robar.

En seguida deja de reír; solo lo ha dicho para ganar tiempo. Sigue andando y piensa. Forma parte de una banda que se dedica a detectar a los recién llegados de los pueblos para robarles y usarlos como más convenga a su trabajo. Pero se ha acercado a hablar con él porque le gustaba; como un descanso de su trabajo. Y ahora no sabe qué hacer. Parece que Jabavu pertenece a otra banda, o tal vez trabaje solo, y si es así su banda debería saberlo.

Le echa un vistazo más y se da cuenta de que camina con la cara seria, aparentemente indiferente a ella… Se acerca a él rápidamente, pestañeando y mostrando la dentadura:

—¡Mentiroso! Me has dicho una mentira muy grande, ésa es la verdad.

Jabavu se aparta de un respingo. ¡Uau! ¡Cómo son estas mujeres!

—No te he mentido —contesta, enfadado—. Es todo como te digo.

Empieza a alejarse de ella y piensa: “Qué tontería hablar con ella. No entiendo a estas mujeres”.

La mujer lo mira y se fija en sus pies descalzos, que sin duda nunca han calzado zapatos: ha dicho la verdad. Y en ese caso… Se decide en un instante. Un chico recién llegado a la ciudad, capaz de robar sin que lo pillen, tiene un talento que puede resultar muy útil. Lo sigue y le habla con educación:

—Cuéntame cómo ha sido ese robo. Parece muy astuto.

La vanidad espolea a Jabavu para contar la historia exactamente tal como ha sido, mientras ella lo escucha pensativa.

—No deberías llevar puesta esa ropa —le dice al fin—. Por que la señorita blanca se lo habrá contado a la policía y estarán buscando entre los recién llegados para encontrar a quien la lleve.

Jabavu, sorprendido, le pregunta:

—¿Cómo van a encontrar unos pantalones y una camisa en una ciudad llena de pantalones y camisas?

Ella se ríe y contesta:

—No sabes nada. Hay más policías para vigilarnos que moscas en torno a un porridge. Ven conmigo, me quedaré tu ropa y te daré otra igual de buena, pero distinta.

Jabavu le da las gracias con educación, pero se aparta. Ha entendido que ella es una ladrona. Y él no se ve a sí mismo como un ladrón: hoy ha robado, pero no merece ese apelativo. Más bien se siente como si hubiera aprovechado las migas sobrantes de la comida de un rico. Tras una pausa, pregunta:

—¿Conoces al señor Mizi, del 33 de Tree Road?

Por segunda vez, ella se lleva tal sorpresa que se queda callada. Luego la invade la desconfianza y piensa: “Este hombre no sabe nada de nada o, al contrario, es muy astuto”. Con sarcasmo, en el mismo tono que el policía de la oficina de licencias, le dice:

—Tienes muy buenos amigos. ¿Por qué habría de conocer yo a alguien tan importante como el señor Mizi?

Pero Jabavu le explica su encuentro nocturno en el monte, le habla del señor y la señora Samu y de los demás, le cuenta lo que le dijeron, cómo lo admiraron por haber aprendido a leer y escribir a solas y le dieron el nombre del señor Mizi.

Al final la chica le cree, lo entiende y piensa: “Desde luego, no debo dejarlo escapar. Nos ayudaría mucho en el trabajo”. Y hay otro pensamiento, aún más poderoso: “¡Eh! ¡Qué guapo es!”.

Educado, Jabavu pregunta:

—¿A ti te cae bien esa gente? ¿El señor y la señora Samu, el señor Mizi?

La mujer se ríe, burlona y decepcionada, porque solo quiere que piense en ella.

—¿Estás loco? ¿Crees que estoy loca? Son estúpidos. Se llaman líderes de los africanos, hablan y hablan, escriben cartas al gobierno: señores, por favor, dennos comida, dennos casas, no nos hagan llevar licencias para todo. Y el gobierno les tira un chelín después de pasarse años pidiendo y ellos dicen: “Gracias, señor”. Están locos. —Entonces se acerca más a él, le apoya una mano en el codo y añade—. Además, son maleantes, ¿no te diste cuenta? Si vienes conmigo te ayudaré.

Jabavu siente la cálida mano en su brazo desnudo y ve que la mujer balancea las caderas y suaviza su mirada.

—¿Te gusto, guapo?

Jabavu contesta:

—Sí, mucho.

Caminan hacia el Distrito de los Nativos y ella le habla de las cosas buenas que se pueden hacer, de películas, bailes y copas. Se cuida mucho de no hablar de robos ni de la banda para no asustarlo. Y hay otra razón: teme al hombre que dirige la banda. Piensa: “Si le gusto a este nuevo que es tan listo, dejaré la banda y trabajaré sola con él”.

Como no está diciendo lo que piensa, hay algo en sus maneras que confunde a Jabavu y por eso no se fía de ella: además le vuelve el mareo a oleadas y hay momentos en que no oye lo que le está diciendo.

—¿Qué te pasa? —pregunta ella al fin, al ver que Jabavu se detiene y cierra los ojos.

—Ya te he dicho que tengo hambre —contesta él desde la oscuridad que lo rodea.

—Pues has de tener paciencia —responde ella con ligereza, pues hace tanto tiempo que no pasa hambre que ha olvidado lo que se siente. La mujer se irrita por lo despacio que caminan, e incluso piensa: “Este hombre no sirve, no tiene suficiente fuerza para una mujer como yo”. Luego ve que Jabavu está mirando una bicicleta que lleva una cesta en la parte trasera y cuando estira el brazo para coger un pan de la cesta lo detiene con un golpe.

—¿Estás loco? —le pregunta con voz aguda y asustada, mirando a su alrededor.

Porque están rodeados de gente.

—Tengo hambre —repite él, sin dejar de mirar las barras de pan. Ella saca enseguida algo de dinero de algún rincón de su vestido, se lo da al vendedor y le pasa una barra a Jabavu. Este se pone a comer ahí mismo con tal ansia que la gente se da la vuelta para fijarse en él y reírse, mientras ella lo mira con los ojos abiertos de la impresión y le dice:

—Eres un cerdo. No eres un chico listo para mí.

Y se aleja caminando y pensando: “No es más que un chiquillo recién llegado del pueblo. Qué locura fijarme en él”.

Pero a Jabavu no le importa nada. Se come el pan, siente que recupera las fuerzas y los pensamientos empiezan a moverse en su mente como debe ser. Después de terminarse el pan busca a la chica, pero no ve más que un vestido amarillo más adelante y el balanceo de la falda le recuerda la burla de sus palabras: “Eres un cerdo…”. Jabavu acelera el paso para atraparla; llega a su lado y le dice:

—Gracias por el pan, amiga. Tenía mucha hambre.

Ella contesta sin mirarlo:

—Cerdo, perro sin educar.

—No, eso no es verdad —dice él—. Cuando un hombre tiene tanta hambre no se puede hablar de educación.

—Pueblerino —le dice ella.

Sigue balanceando las caderas, pero piensa: “No le hará daño ver que sé más que él”.

Entonces Jabavu, lleno de pan y con fuerzas renovadas, le dice:

—No eres más que una zorra. Hay muchas chicas listas en la ciudad, tan guapas como tú.

Y se adelanta en busca de otra chica guapa, pero ella corre para alcanzarlo.

—¿Adónde vas? —le pregunta, sonriente—. ¿No te he dicho que te ayudaría?

—No me llames pueblerino —contesta Jabavu, majestuoso.

Está lleno de fuerza porque verdaderamente ella no le importa más que el resto de las mujeres que ve a su alrededor. Ella le lanza una mirada rápida de asombro y guarda silencio.

Ahora que ha llenado el estómago, Jabavu lo mira todo de nuevo con interés, de modo que no hace más que preguntar y ella le contesta con tono agradable:

—¿Por qué sale humo de esas casas grandes?

—Son fábricas.

—¿Qué es ese sitio lleno de trocitos de jardín con cruces y piedras con formas de ángeles y vírgenes?

—Es el cementerio de los blancos.

Al fin, tras caminar mucho rato, abandonan la calle principal para entrar en el Distrito de los Nativo y lo primero que observa Jabavu es que, así como en la ciudad de los blancos la tierra queda escondida bajo la hierba, los jardines o el asfalto, allí se levanta en nubes rojas y espesas, muestra al sol una cara amarga y anodina, y hace que los árboles parezcan atacados por una plaga de langostas, de tan rígidos y llenos de polvo como se los ve. Además, los propios africanos lo rodean a él como una plaga, hasta tal punto que tiene que plantarse con fuerza, como una piedra en medio de un río rápido. Aun así sigue preguntando y le contestan que ese terreno grande y vacío es para jugar a fútbol, y ese otro para lucha libre, y así hasta que llegan a los edificios. Allí son como la casa del griego, pequeños, feos, pobres. Pero hay muchos, y muy juntos. La chica camina y va contestando a quienes la saludan con voz aguda y estridente y Jabavu observa que unas veces la llaman Betty, otras Nada, otras Eliza. Pregunta:

—¿Por qué tienes tantos nombres?

Ella se ríe y contesta:

—¿Cómo sabes que no soy muchas chicas al mismo tiempo?

Ahora, por primera vez, él también se ríe como ella, en voz alta y clara, se dobla de risa porque le parece un buen chiste. Luego se pone tieso y dice:

—Yo te llamaré Nada.

Ella contesta enseguida:

—Mi nombre de pueblo para mi chico de pueblo.

—No, me gusta más Betty —dice él de inmediato.

Ella lo roza con sus muslos y dice:

—Mis mejores amigos me llaman Betty.

Él dice que le gustaría ver toda la ciudad ahora mismo, antes de que oscurezca, y ella le explica que no llevará mucho tiempo.

—La ciudad de los blancos es muy grande y cuesta muchos días verla entera. Pero la nuestra es pequeña, aunque somos diez, veinte, cien veces más. —Luego añade—: Eso es lo que llaman justicia.

Lo mira para ver qué efecto tiene la palabra en él. Pero Jabavu recuerda que en boca del señor Samu sonaba distinta y frunce el ceño. Al verlo, ella lo guía hacia delante y le habla de otras cosas. Porque, si bien él no la entiende, ella sí comprende que los hombres iluminados —que así los llaman ahora— han marcado muy hondo la mente de Jabavu con sus palabras. Y piensa: “Si no tengo cuidado se irá con el señor Mizi y lo perderé y la banda se enfadará mucho”.

Cuando pasan por la casa del señor Mizi, en el número 33 de Tree Road, ella hace algunos chistes sobre ese hombre, pero Jabavu guarda silencio y Betty piensa: “¿Y si lo dejo irse con el señor Mizi? Porque si se va más adelante podría ser peligroso”. Sin embargo, no soporta la idea de dejarlo ir; su corazón ya se ha ablandado y late por Jabavu. Lo guía entre las calles con amabilidad y educación, contesta a todas sus preguntas aunque su ignorancia la impaciente a veces. Le explica que las mejores casas, las que tienen dos habitaciones y cocina, son de los africanos ricos, y que las casas grandes de forma extraña se llaman “chozas Nissen” y en ellas duermen veinte hombres solos; los chamizos grandes llamados Old Bricks son para los que solo ganan un poco de dinero; y ese edificio de allí es el Salón, para reuniones y bailes. Luego llegan a un gran espacio abierto lleno de gente. Es el mercado y por todas partes hay policías que caminan con látigos en la mano. Jabavu piensa que aquella barra pequeña de pan, por blanco y agradable que fuera, era poco para su estómago, que es grande y está vacío. Va mirando la comida del mercado hasta que Betty le dice:

—Espera, luego comeremos algo mejor que esto.

Y Jabavu mira a la gente que compra cacahuetes o mazorcas de maíz asadas para la cena y ya se siente superior a ellos por lo que acaba de decirle Betty.

Al poco rato lo saca del mercado porque lleva tanto tiempo viviendo allí que mirar a la gente no le parece tan interesante como a él. Cuando se alejan del centro le dice:

—Y ahora nos vamos a Polonia.

Se sonroja de tanto reír. Jabavu se da cuenta de que es un chiste y le pregunta:

—¿Qué tiene tanta gracia de Polonia?

Ella le contesta deprisa, antes de que se lo impida la risa:

—En la guerra de los blancos que se acaba de terminar, había un país llamado Polonia y hubo unas peleas terribles con muchas bombas y ahora nosotros llamamos Polonia al lugar adónde estamos yendo porque ahí hay muchas peleas y problemas.

Suelta una carcajada, pero se detiene al ver que Jabavu se queda serio y callado. Está pensando: “No quiero problemas y peleas”. Entonces, en voz bajita y alocada, como una niña, ella dice:

—Bueno, pues nos vamos a Johannesburgo.

—¿Y cuál es el chiste de Johannesburgo? —pregunta él, esforzándose por disimular el miedo.

—Ese sitio también se llama Johannesburgo porque en la capital también hay problemas y peleas. —Luego se parte de risa y Jabavu ríe con ella por pura educación. Ella se da cuenta y, tratando de impresionarlo, añade con un suspiro importante—: Ah, los blancos nos dicen: “Os hemos salvado de las perversas guerras tribales; os hemos traído la paz”. Y sin embargo tienen sus guerras y matan a tanta gente que cuando ves los números en el periódico no los entiendes. —Se lo ha oído decir al señor Mizi en un mitin. Al darse cuenta de que Jabavu está impresionado, prosigue—: Sí, lo llaman civilización.

—No entiendo, ¿qué significa civilización? —pregunta entonces Jabavu.

—Es como viven los blancos —contesta ella, como una profesora—. Con casas, cines, vaqueros, comida y bicicletas.

—Entonces, la civilización me gusta —contesta Jabavu, desde el pulso de lo más profundo de su hambre.

Betty suelta una risa amistosa y le dice:

—Menudo tontorrón estás hecho, amigo. Me gustas.

Ahora están en un lugar de aspecto infernal en el que hay muchos cobertizos altos de ladrillos dispuestos en fila y chamizos de planchas hechas con barriles de petróleo aplastados, o con sacos y cajas, y huele fatal.

—Esto es Polonia Johannesburgo —dice Betty, mientras camina con cautela con sus zapatos bonitos entre la suciedad y la inmundicia.

Los ojos fijos y horrorizados de Jabavu ven a un hombre acurrucado sobre la hierba.

—¿No tiene dónde dormir? —pregunta como un estúpido.

Ella le tira del brazo y dice:

—Déjalo, tonto, está enfermo de tanto beber.

Ahora está en su territorio y, aunque asustada, le habla en un tono más natural porque se siente superior. Jabavu la sigue, pero sus ojos no pueden despegarse de ese hombre que parece muerto. Y mientras sigue a Betty siente el corazón pesado y ansioso. No le gusta este sitio; tiene miedo.

En cambio, cuando entran en una casita un poco separada de las demás se siente más a salvo. Están en una sala de ladrillos rojos, con un banco pegado a la pared y unas sillas a un lado. El suelo es de cemento rojo y en las vigas hay cintas de papel de color fijadas con clavos. Hay dos puertas y al abrirse una de ellas aparece una mujer. Es muy gorda, tiene una cara amplia y brillante y los ojos pequeños y rápidos. Lleva la cabeza cubierta con una tela blanca y un vestido limpio de algodón rosa. Lleva de la mano a un crío muy limpio. Mira a Betty con curiosidad y ésta le dice:

—He traído a Jabavu, mi amigo, para que duerma aquí esta noche.

La mujer asiente, mira a Jabavu y éste sonríe. Le ha caído bien y piensa: “Es una mujer agradable de las de antes, decente y respetable, y va con su hijito”.

Entra con Betty en una habitación contigua a la sala grande y está bien que no diga lo que piensa porque ella lo consideraría un tonto sin remedio, pues si bien es cierto que esa mujer, la señora Kambusi, es amable a su manera, además de respetable, no deja de serlo que su inteligencia le ha permitido dirigir el antro más rentable de la ciudad; solo una vez tuvo que ir al juzgado, y en condición de testigo. Esta mujer amable e inteligente tiene cuatro hijos de padres distintos y ha enviado a los tres mayores muy lejos, a la escuela católica, donde crecerán y se educarán y no conocerán el lugar de donde sale el dinero para pagar su escolarización. Y el pequeño también se irá el año que viene, antes de que tenga edad suficiente para entender a qué se dedica la señora Kambusi. Luego pretende que sus hijos vayan a Inglaterra y se hagan médicos y abogados. Porque es rica, muy rica.

Estar en esa habitación le hace sentirse encerrado e inquieto. Es tan pequeña que solo cabe una cama estrecha, una cama con patas y algo de espacio para caminar a su alrededor. Hay unos vestidos colgados de un clavo de la pared en unos palos de madera. Betty se sienta en la cama y lanza una mirada provocativa a Jabavu. Pero él se queda quieto, pasea la mirada entre el techo bajo y las estrechas paredes y piensa: “¡Mis padres! ¡Cómo puedo vivir en una caja, como las gallinas!”.

Viendo que está distraído, ella dice:

—A lo mejor quieres comer ya.

Él la vuelve a mirar y contesta:

—Gracias, aún tengo mucha hambre.

—Se lo diré a la señora Kambusi —dice ella, con una voz suave y sumisa que no acaba de gustarle, y sale de la habitación.

Al cabo de un rato lo llama y él sale de la minúscula habitación, cruza la sala grande y pasa por la segunda puerta hacia un cuarto donde se le abren los ojos de admiración. Hay una mesa con mantel de verdad y muchas sillas alrededor y una cocina grande como las de los blancos. Jabavu nunca se ha sentado en una silla, pero ahora sí lo hace y piensa: “Pronto yo también tendré sillas como éstas para que mi cuerpo esté cómodo”.

La señora Kambusi está atareada con la cocina, de cuyas ollas emana un olor maravilloso. Betty deja unos tenedores y cuchillos sobre la mesa y Jabavu se pregunta cómo se va a atrever a usarlos sin temor a parecer un ignorante. El chiquillo está sentado frente a él y lo mira con ojos grandes y solemnes y Jabavu se siente inferior incluso a ese niño que conoce las sillas, tenedores y cuchillos.

Cuando está listo el guiso, se lo comen. Jabavu consigue que sus gruesos dedos manejen con dificultad el tenedor y el cuchillo, tal como ve hacer a los demás, pero pronto olvida su incomodidad ante el disfrute de las delicias de la comida nueva. Otra vez hay pescado, que viene de los grandes lagos de Nyasaland, y verduras en un líquido espeso y sabroso, y pasteles dulces y suaves con un azúcar rosado. Jabavu come sin parar hasta que siente el estómago pesado y a gusto y nota que la señora Kambusi lo está mirando.

—Has pasado mucha hambre —comenta ella en tono agradable, en su propio lenguaje.

A Jabavu le parece que lleva meses sin oírlo, en vez de solo tres días, y contesta agradecido:

—Ah, amiga, usted es de los míos.

—Lo era —dice la señora Kambusi, con una sonrisa extraña que, de nuevo, lo incomoda. Tiene algo de dureza, y sin embargo no la interpreta como crueldad contra él. Sus ojos son rápidos y astutos, como centellas negras. Le dice—: Escúchame, te voy a dar una pequeña lección. En los pueblos se puede entrar, saludar a los hermanos y aceptar su hospitalidad por derecho de sangre y de familia. Aquí no es igual y todo hombre es un extraño hasta que demuestra ser un amigo. Y las mujeres también —añade, mirando a Betty.

—Eso me han contado, madre —dice Jabavu, agradecido.

—¿Qué te acabo de decir? No soy tu madre.

—Sin embargo, llego a la ciudad y ¿quién me da algo de comer, si no es una mujer de mi propio pueblo?

Ella pasa al inglés y le dice:

—Pagarás por tu comida. Además, estás aquí como amigo de Betty, no mío.

A Jabavu se le congela el ánimo por su frialdad y porque no tiene dinero para pagar la comida. Luego se vuelve a fijar en la mirada inteligente de esa mujer y entiende que se lo ha dicho con amabilidad.

De nuevo en su lengua común, la mujer sigue hablando:

—Y ahora, escúchame bien. Esta chica, cuyo nombre no diré para que no sepa que estamos hablando de ella, me ha contado tu historia. Me ha dicho que te encontraste con hombres iluminados en el monte, por la noche, y que les caíste bien y te dieron el nombre de su amigo de la ciudad. No voy a pronunciar ese nombre porque a los amigos de esta chica que sigue aquí sentada intentando comprender lo que decimos no les gustan los iluminados. Entenderás por qué cuando lleves más tiempo en la ciudad. Pero lo que te quiero decir es lo siguiente: es probable que, como muchos chicos recién llegados a la ciudad, tengas muchas ideas agradables sobre la vida y sobre lo que vas a hacer. Pero es una vida dura, mucho más dura de lo que te crees ahora. Mi vida ha sido dura y aún lo es, aunque me ha ido bien porque he usado la cabeza. Y si me dieran la oportunidad de volver a empezar, sabiendo lo que ahora sé, no desperdiciaría a la ligera ese papelito con un nombre escrito en él. Significa mucho entrar en esa casa como amigo, ser amigo de ese hombre. Recuérdalo.

Jabavu escucha con la mirada gacha. Parece que dentro de él hablen dos voces distintas. Una dice: “Esta es una mujer de gran experiencia, hazle caso, lo dice por tu bien”. La otra: “¡Vaya! Otra metomentodo dándote consejos; una vieja que ha olvidado las emociones de la juventud, otra que te quiere ver tan tranquilo y adormilado como ella”.

La mujer sigue hablando, inclinada hacia delante, con los ojos fijos en él:

—Escúchame. Cuando supe que habías coincidido con los iluminados antes de entrar en la ciudad, me pregunté qué clase de buena suerte será la que te acompaña. Luego recordé que habías pasado de sus manos a las de quien ahora nos acompaña en la mesa, que las mantiene retorcidas con enfado porque no entiende lo que decimos. Tienes una suerte muy variada, amigo. Y sin embargo muy poderosa, porque miles de los nuestros entran en esta ciudad sin saber nada de los hombres iluminados, ni de los de la oscuridad, para quienes trabaja esta chica, más allá de lo que oyen contar a otros. Pero como parece que has de elegir, te quiero decir, y ahora hablo como uno de los tuyos, como tu madre, que si no dejas a esta chica y te vas de inmediato a la casa cuya dirección conoces, serás un tonto.

Deja de hablar, se levanta y dice:

—Ahora vamos a tomar un té.

Sirve en las tazas un té muy fuerte y dulce y Jabavu lo prueba por primera vez y lo encuentra bueno. Mientras bebe mantiene la mirada baja por temor a cruzarse con la de Betty. Porque nota que está enfadada. Además, no quiere que la señora Kambusi se de cuenta de lo que está pensando, es decir, de que no quiere dejar a Betty: tal vez más adelante, pero todavía no. Porque ahora que su cuerpo está alimentado y descansado se llena de deseo por esa chica. Cuando se levantan los dos, él mantiene la mirada baja y así ve cómo Betty deja dinero en la mesa para pagar la comida. ¡Cuánto dinero! Son cuatro chelines por cada uno. Le asombra que estas mujeres manejen semejantes cantidades con esa naturalidad. Luego echa un rápido vistazo a la señora Kambusi y observa que ella le dirige una mirada dura e irónica, como si entendiera muy bien todo lo que pasa por su mente.

—Gracias por lo que me ha contado —dice, porque no quiere perder su favor.

Ella responde:

—Ya me lo agradecerás cuando te beneficies de ello.

Sin volver a mirarlo, coge un libro, sienta al niño en su rodilla y se pone a enseñarle cosas del libro mientras los jóvenes dan las buenas noches y se van.

—¿Qué te ha dicho? —pregunta Betty en cuanto cierran la puerta.

—Me ha dado buenos consejos sobre la ciudad —contesta Jabavu. Luego, como quiere que le hable de ella, añade—: Es una mujer buena e inteligente.

Pero Betty se ríe, burlona:

—Es la mayor maleante de la ciudad.

—Ah, ¿sí? —pregunta él, sorprendido.

Ella balancea un poco las caderas y dice:

—Ya lo verás.

Jabavu no se lo cree. Llegan a la habitación de Betty y Jabavu la empuja hacia la cama y la rodea con un brazo de tal modo que la mano queda posada en el pecho.

—¿Cuánto? —pregunta ella con un desprecio que debería exasperarlo.

Jabavu nota la pesadez de su mirada y se limita a contestar:

—Ya sabes por mi propia boca que no tengo dinero.

Ella se acomoda con soltura en sus brazos y, riéndose para provocarlo, le dice:

—Quiero cinco chelines, o mejor quince.

Jabavu contesta, burlón:

—O mejor quince libras.

—Para ti, gratis —dice ella, suspirando.

Jabavu la toma por placer y deja que ella busque el suyo hasta que no puede más y se queda despatarrado en la cama, medio desnudo, pensando: “Es mi primer día en la ciudad. ¿Hay algo que no haya hecho? Tiene razón la señora Kambusi cuando dice que la buena suerte me acompaña. Incluso he disfrutado de una chica elegante de la ciudad, y sin pagar”. Las palabras se convierten en una canción.

 

Aquí está Jabavu, en la ciudad.
Tiene una camisa amarilla y pantalones nuevos,
ha comido como un león,
ha llenado a una mujer de la ciudad con su fuerza.
Jabavu es más fuerte que la ciudad.
Es más fuerte que un león.
Es más fuerte que las mujeres de la ciudad.

 

La canción circula adormecida por su mente y se desvanece en un sueño y Jabavu se despierta y encuentra a la mujer al pie de la cama, mirándolo impaciente y diciéndole:

—Duermes como las gallinas cuando se pone el sol.

Perezoso, contesta:

—Estoy cansado por el viaje desde la aldea.

—Pero yo no estoy cansada —contesta ella con ligereza. Y luego añade—: Esta noche voy a bailar; contigo, o con quien sea.

Jabavu no contesta. Se limita a bostezar y piensa: “Solo es una mujer como cualquier otra. Ya he gozado de ella y ahora no me importa. Hay muchas más en la ciudad”.

Al cabo de un rato, con esa voz dulce y humilde, ella dice:

—Era una broma. Venga, levántate, vago. ¿No quieres ver el baile? —Luego, astuta, añade—: Así también verás que la señora Kambusi, la lista, lleva un antro.

A esas alturas, a Jabavu no le parece importante la señora Kambusi, ni todo lo que le ha dicho. Bosteza, se levanta de la cama, se pone los pantalones y se peina. Ella lo mira con amargura y admiración:

—Pueblerino —le dice con voz muy suave—. No llevas ni medio día en la ciudad y ya te comportas como si te hubieras cansado de ella.

Eso le gusta, no en vano se lo ha dicho para eso. Le toquetea un poco el pecho, luego las nalgas, hasta que ella le da una palmada de placer y se ríe y salen juntos a la otra sala. Ahora está llena de gente sentada en los bancos en torno a la pared, además de algunos hombres que tocan música en las sillas del fondo. Al otro lado de la puerta abierta ya es de noche y no hace más que entrar gente.

—Entonces, ¿esto es un antro? —pregunta Jabavu, dudoso porque parece un lugar respetable.

—Ya verás lo que es —contesta ella.

Empieza la música. Forman la banda un saxofón, una guitarra, un barril de petróleo que sirve de tambor, una trompeta y dos latas para la percusión. Jabavu no conoce esa música. Al principio la gente no baila. Se quedan sentados con tazas de latón en las manos y mueven las extremidades, al tiempo que agitan la cabeza cuando los penetra la música.

Entonces se abre la otra puerta y entra la señora Kambusi. Parece la misma de antes, limpia y agradable con su vestido rosa. Lleva una jarra grande en la mano y va pasando de una taza a otra, sirviendo licor y poniendo la otra mano para recoger el dinero. La sigue un niño pequeño. No es su hijo, que ahora duerme en la habitación contigua y tiene prohibido ver cuanto ocurre en esa sala. No, es un niño que la señora Kambusi alquila a una familia pobre y su trabajo consiste en salir corriendo a la oscuridad, a un lugar donde hay un barril de licor enterrado, para que si llega la policía no lo encuentre en la casa, además de recoger el dinero y dejarlo en un lugar seguro bajo la pared.

El skokian es una bebida perversa y peligrosa, y es ilegal. Se hace rápidamente, en un solo día, y contiene muchas sustancias diferentes. Esta noche tiene maíz, azúcar, tabaco, alcohol etílico, betún y levadura. Algunas reinas del skokian usan cosas mágicas, como las extremidades de un muerto, pero la señora Kambusi no cree en la magia. Gana mucho dinero sin ella.

Cuando llega a Jabavu, le pregunta en voz baja y en su idioma común:

—Entonces, ¿quieres probarlo?

—Sí, madre —contesta él, con humildad—. Me gustaría probarlo.

—Yo nunca lo he bebido —contesta ella—, aunque lo preparo todos los días. Pero te voy a dar un poco.

Le sirve media taza en vez de llenarla y Jabavu, con esa voz tan hosca, hambrienta y enfadada de la juventud, le dice:

—La quiero llena.

Ella se detiene cuando ya se daba la vuelta y le dirige una mirada de amargo desprecio.

—Eres tonto —le dice—. Este veneno lo hacen los listos para que beban los tontos. Y tú eres de los tontos.

Sin embargo, le sirve más skokian, hasta que se derrama, y sonríe para que nadie se dé cuenta de que está enfadada y luego sigue recorriendo la hilera de hombres y mujeres sentados, haciendo bromas y riéndose, mientras el chiquillo que va tras ella sostiene una bandeja de dulces, frutos secos y pasteles recubiertos de azúcar.

Betty, celosa, pregunta:

—¿Qué te ha dicho?

—Me regala la bebida porque somos del mismo distrito —contesta Jabavu.

Es cierto que ella se ha olvidado de cobrarle.

—Le caes bien —afirma Betty.

Le gusta ver que está celosa. “Bueno”, piensa, “estas chicas lisas son tan simples como las del pueblo.” Y mientras lo piensa dirige una sonrisa hacia la señora Kambusi, al otro lado de la sala, pero se da cuenta de que ella lo mira solo con desprecio y Betty se ríe de él. Jabavu se pone en pie de un salto para disimular su vergüenza y se pone a bailar. Siempre ha sido un gran bailarín.

Traza un baile invitador en torno a la chica, soltando las piernas hasta que ella se echa a reír, se levanta y se une a él, y al instante la sala se llena de gente que se retuerce, grita y patalea, y pronto se llena el aire de polvo y el techo tiembla y hasta las paredes parecen agitarse. A Jabavu le entra sed y se lanza hacia su taza, que se ha quedado en el banco. Bebe un gran trago y es como si hubiera tragado fuego. Tose y se atraganta mientras Betty se ríe.

—Pueblerino —le dice, aunque en un tono suave y admirado.

Jabavu responde a la provocación, alza la taza y se la bebe entera. El líquido penetra por su cuerpo, ilumina de locura sus extremidades, su vientre, su cerebro. Ahora sí que baila de verdad, primero como un toro, plantado ante la chica con la cabeza gacha y los hombros inclinados hacia delante, olisqueándole los pechos mientras ella los menea para él; luego, como un gallo, de puntillas y con los brazos estirados, levantando las rodillas y rascando el suelo con los talones, y la chica no para de retorcerse y agitarse ante él, tiemblan sus caderas, se bambolean sus pechos, gotea sudor por todo el cuerpo. Al poco rato Jabavu la atrapa, la lleva entre los demás bailarines hasta la otra habitación y la lanza a la cama. Luego regresan a la sala y siguen bailando.

Después se acerca la señora Kambusi con su gran jarra blanca y al ver que él extiende el brazo con la taza se la rellena y le dice:

—Claro que sí, mi amigo listo, bebe, bebe tanto como puedas.

Esta vez pone la mano para cobrar y Betty le da dinero. Jabavu se lo bebe todo de un trago y se tambalea por la fuerza de la bebida y la habitación le empieza a dar vueltas. Luego baila en un amasijo prieto de sudor y gente que salta, baila como un diablo y la luz de la locura le ilumina la cara. Más tarde, aunque él no sabe cuánto tiempo ha pasado, se oye un grito de la señora Kambusi:

—¡Policía!

Betty lo agarra y lo empuja hacia el banco. Se sientan, y entre una bruma de alcohol y mareo ve que todo el mundo ha vaciado su taza y el niño las está rellenando con limonada. Entonces, tras una señal de la señora Kambusi, tres parejas se levantan y se ponen a bailar, pero de otro modo. Cuando entran dos policías negros no hay skokian en la sala, el baile está tranquilo y los hombres de la banda tocan una balada que no contiene fuego.

La señora Kambusi, tan tranquila como si estuviera moliendo cereales en su pueblo, sonríe a los policías. Dan una vuelta mirando las tazas, pero saben que no encontrarán skokian porque ya han hecho otras expediciones en ese baile. Es casi como si llegaran unos viejos amigos. Sin embargo, cuando termina el registro de licor, empiezan a buscar gente sin licencia; en ese momento dos hombres se agachan para pasar bajo sus brazos y salir corriendo, y la señora Kambusi sonríe y se encoge de hombros como si dijera: “¿Acaso es culpa mía que no tengan licencia?”.

Cuando los policías se acercan a Jabavu él les enseña su licencia para buscar trabajo y su situpa. Le preguntan cuándo ha llegado a la ciudad y él contesta:

—Esta mañana.

Se miran. Luego uno de ellos pregunta:

—¿De dónde has sacado esa ropa tan elegante?

Jabavu pone los ojos en blanco, tensa los pies, está a punto de salir volando hacia la puerta cuando la señora Kambusi da un paso adelante y dice que se la ha dado ella. Los policías se encogen de hombros. Uno de ellos dice a Jabavu:

—No te ha ido mal, para ser tu primer día en la ciudad.

Lo dice en un tono desagradable y Jabavu nota la mano de Betty en su brazo. Le está diciendo: “Estate callado, no hables”.

Guarda silencio. Al irse, los policías se llevan a cuatro hombres y una mujer que no tenían la licencia adecuada. La señora Kambusi los sigue hasta más allá de la puerta y le pone a cada uno una libra en la mano; intercambian formalidades de buen humor y luego la señora Kambusi regresa sonriente.

Esa mujer lleva tanto tiempo dirigiendo el antro con muchos beneficios no solo porque es muy lista para conseguir que nunca encuentren en la casa su skokian, ni grandes sumas de dinero; también por el dinero que le paga a la policía. Así les resulta más fácil dejarla en paz. Si a un antro de esa clase se lo puede considerar tranquilo, el suyo lo es. Si la policía busca a un delincuente, antes irá a otras reinas del skokian. Ella les envía a menudo un mensaje: ¿Están buscando a Fulano, que se metió anoche en una pelea? Pues está en tal sitio. Ese arreglo es bueno para todos, salvo acaso para la gente que bebe skokian, pero no es culpa de la señora Kambusi que haya tantos tontos por ahí.

Tras unos minutos de calma, por pura cautela, la señora Kambusi hace una seña a la banda, cambia el ritmo de la música y se reanuda el baile. Pero ahora Jabavu ya no es consciente de lo que hace. Los demás lo ven bailar, gritar y beber, pero él no recuerda nada desde la salida de la policía. Cuando se despierta se encuentra tumbado en la cama y ya es mediodía, porque así lo afirman el sesgo de la luz y su color. Jamás se ha sentido como ahora. Dentro de su cabeza hay algo pesado y suelto que rueda cada vez que se mueve, y cada mínimo movimiento levanta oleadas de un terrible mareo. Es como si su propia carne se disolviera y sin embargo luchara por no disolverse, y el dolor lo atraviesa como un cuchillo y siente las extremidades muy pesadas e inútiles. De modo que se queda tumbado, sufriendo y deseando estar muerto; a veces llega a sus ojos la oscuridad y luego desaparece con un resplandor y al cabo de mucho rato siente un peso enorme en un brazo y entonces recuerda la presencia de la chica. Ella también está tumbada y sufre y gime, de modo que siguen así mucho rato. Ya está entrada la tarde cuando se levantan y se miran. La luz sigue temblando en sus ojos, así que no consiguen ver bien de inmediato. Jabavu piensa: “Esta mujer es muy fea”. Ella piensa lo mismo de él y se va a trompicones de la cama a la ventana, donde se apoya, tambaleándose:

—¿Bebes esto a menudo? —pregunta Jabavu, asombrado.

—Te acostumbras —contesta ella, enfurruñada.

—¿Pero muy a menudo?

En vez de contestar directamente, ella le dice:

—¿Qué le vamos a hacer? Solo tenemos un salón de bailes y somos miles. En el salón quizás quepan trescientos o cuatrocientos. Y allí venden una cerveza muy mala, hecha por los blancos, que no se parece a la nuestra. Y la policía nos vigila como si fuéramos niños. ¿Qué esperabas?

Esas palabras amargas no afectan a Jabavu porque no responden a lo que ella considera cierto, sino a lo que ha oído decir en algún discurso. Además, está asombrado de que ella pueda beber ese licor tan a menudo y seguir viva. Descansa la cabeza en una mano y se balancea adelante y atrás, gimiendo. Luego el balanceo lo marea, así que permanece quieto. De nuevo pasa el tiempo y la oscuridad empieza a instalarse fuera.

—Caminemos un poco —propone ella—. Así se nos pasa el mareo.

Jabavu abandona la cama con escaso equilibrio y pasa a la sala. Ella lo sigue. La señora Kambusi los oye, asoma la cabeza por la puerta y, con voz dulce, educada y desdeñosa, pregunta:

—Bueno, mi buen amigo, ¿qué te parece el skokian?

Jabavu baja la mirada y contesta:

—Madre, nunca volveré a probar esa bebida.

Ella lo mira como si fuera a decirle: eso ya lo veremos. Luego, pregunta:

—¿Quieres comer algo?

Jabavu se estremece y, superando el mareo, dice:

—Madre, nunca volveré a comer.

La chica, en cambio, interviene:

—No tienes ni idea. Sí, vamos a cenar. Será bueno para el mareo.

La señora Kambusi asiente y desaparece por la puerta; salen los dos a caminar, moviéndose como gallinas enfermas entre las chabolas de planchas y sacos y luego llegan a la zona de hierba sucia y desmañada.

—Es una mala bebida —dice ella con indiferencia—. Pero si no la bebes cada día no pasa nada. Llevo cuatro años viviendo aquí y la tomo unas dos o tres veces al mes. Me gustan las bebidas de los blancos, pero la ley prohíbe comprarlas porque dicen que podríamos coger malas costumbres, así que tenemos que pagar mucho dinero a los negros para tener nuestra propia bebida.

Les parece que las piernas ya no pueden llevarlos más allá y se quedan quietos, con la brisa del anochecer en la cara, una brisa que llega desde los montes y llanuras que se alcanzan a ver a muchos kilómetros de distancia, amasados en la oscuridad bajo las estrellas primerizas. Hay un viento fresco y el mareo se aquieta en sus estómagos, de modo que regresan caminando despacio pero con más fuerza. En el umbral de uno de los edificios de ladrillos hay un hombre tumbado, inmóvil, y a Jabavu ya no le hace falta preguntar qué le pasa. Aun así se detiene, llevado por el impulso de ayudarlo, porque ve sangre en su ropa. La chica le dirige una mirada larga y ansiosa y le dice:

—¿Estás loco? Déjalo en paz.

Y tira de él para apartarlo de ahí. Jabavu la sigue, pero va echando miradas atrás y dice:

—Es verdad que en esta ciudad todos somos extranjeros.

Habla en voz grave y preocupada. Betty se da cuenta de que está avergonzado y contesta enseguida:

—¿Es culpa mía? Si nos ven cerca de este hombre podrían creerse que lo hemos herido nosotros… —Como Jabavu aún parece desdichado y hosco, sigue hablando con una nueva voz, llena de tristeza—: Ah, mi madre. A veces me pregunto qué hago aquí, cómo se me va la vida entre estúpidos y maleantes. Me crié en una misión de monjas católicas y fíjate a qué me dedico. —Mira a Jabavu para ver cómo encaja su tristeza y comprueba que no le afecta. Su sonrisa le da mucha rabia y grita—: Sí, todo porque todos son unos mentirosos y tramposos. Cinco hombres me han propuesto casarme con ellos para que pueda vivir en una casa como debe ser, como las que alquilan a las parejas casadas. Las cinco veces el hombre se ha largado después de que le comprara ropa, le diera de comer y me gastara en él mucho dinero. —Jabavu camina en silencio a su lado con el ceño fruncido y ella sigue hablando—: Sí, y tú también, muchacho de pueblo. ¿Te vas a casar conmigo? Has dormido conmigo, no una vez sino seis, siete, todas en la misma noche, y no te has gastado ni un penique, aunque he visto que llevas un chelín en el bolsillo porque lo registré mientras dormías, y te he dado de comer y de beber, y te he ayudado.

Se acerca mucho a él, con los ojos entrecerrados y negros de puro odio, y Jabavu se queda boquiabierto de sorpresa porque ella acaba de abrir el bolso y ha sacado un cuchillo y lo mueve con destreza de tal modo que se refleja en su hoja la pálida luz del cielo. “¡Uau! —piensa Jabavu—. He dormido toda la noche con una mujer que me registra los bolsillos y lleva un cuchillo en el bolso.” Pero guarda silencio, aunque ella se acerca tanto que ya tiene los hombros apoyados en su pecho y Jabavu siente la punta del cuchillo en el estómago.

—Si no te casas conmigo, te mato.

A Jabavu se le aflojan las piernas. Luego recupera el coraje a punta de desprecio y le retuerce la muñeca de tal modo que el cuchillo cae al suelo.

—Eres una mala mujer —dice—. No me voy a casar con una mala mujer que lleva un cuchillo y dice cosas feas.

Entonces ella rompe a llorar al tiempo que se arrodilla y tantea el suelo en busca del cuchillo. Se levanta, guarda el cuchillo con cuidado en el bolso y dice:

—Esta ciudad es mala. Aquí, la vida es mala y difícil.

Jabavu no se ablanda porque una voz interior le está diciendo lo mismo y no se lo quiere creer, pues su hambre por las cosas buenas de la ciudad sigue siendo la misma.

Por segunda vez se sienta a la mesa de la señora Kambusi y come. Hay patatas fritas con manteca y sal, y luego maíz hervido con sal y aceite, después más de esos pastelitos con azúcar rosado que tanto le gustan, y para terminar unas tazas de té caliente y dulce. Una vez terminado, dice:

—Tenías razón. Se me ha pasado el mareo.

—¿Ya estás listo para volver a beber skokian? —pregunta la señora Kambusi, en tono educado.

Jabavu le lanza una rápida mirada, porque la calidad de su cortesía ha cambiado. Le parece que sus ojos son ahora aterradores, como si con ese tono frío y silenciosamente amargo le dijeran: “Bueno, amigo, puedes matarte con el skokian, puedes gastar todas tus fuerzas con esta chica hasta que las pierdas del todo, a mí no me importa. También podrías tener sentido común y convertirte en uno de los iluminados. Tampoco me importa. No me importa nada. Ya he visto demasiado”. La mujer descansa su abultado cuerpo en el respaldo de la silla, remueve el té con una bonita cuchara brillante y le sonríe con una mirada fría y astuta hasta que Jabavu se levanta y dice:

—Vayámonos.

Betty se levanta también, paga ocho chelines como la noche anterior y, tras dar las buenas noches, salen los dos.

—No solo he pagado mucho por tus comidas —dice Betty en tono amargo—, sino que duermes en mi habitación y tu querida señora Kambusi, a quien llamas madre, me cobra un buen alquiler por eso, te lo aseguro.

—¿Y qué haces en tu habitación? —pregunta Jabavu, entre risas.

Betty le pega. Él le agarra las dos muñecas con una mano y con la otra le toca el pecho.

—No me gustas —dice Betty.

Él la suelta sin dejar de reír y contesta:

—Ya lo veo.

Entra en la habitación y se tumba en la cama como si tuviera algún derecho, y ella entra sumisa tras él y se tumba a su lado. Jabavu está pensando, y además tiene hasta los huesos cansados y doloridos, pero ella quiere hacer el amor y empieza a toquetearlo hasta que Jabavu le aparta la mano y dice:

—Solo quiero dormir.

Al oír eso, Betty se levanta enfadada y pregunta:

—¿Y tú eres un hombre? No, solo eres un chiquillo de pueblo.

Jabavu no lo soporta. Se levanta, la tumba en la cama y le hace el amor hasta que ella no puede moverse más, ni hablar. Entonces, con un desprecio arrogante, le dice:

—Ya te puedes callar.

Sin embargo, por mucho que se enorgullezca de su conocimiento de la naturaleza de las mujeres, Jabavu está pasando por un mal momento y no consigue dormir. Hay una guerra en su interior. Piensa en los consejos que le ha dado la señora Kambusi y, como le cuesta seguirlos, decide que no es más que una maleante y una reina del skokian. Piensa en el señor Samu, su mujer y su amigo, en lo bien que les cayó y lo listo que lo consideraron, y cuando está a punto de decidirse a ir en su busca, la idea de las dificultades de su vida le hace gruñir. Piensa en esta chica, en lo mala que es, sin pudor ni belleza siquiera, salvo la que le conceden la elegancia de sus ropas, y luego recupera el orgullo y empieza a nacerle una canción: soy Jabavu, tengo la fuerza del toro, mi fuerza es capaz de hacer callar a una mujer muy ruidosa…

Entonces recuerda que solo tiene un chelín y que debe conseguir más dinero. Porque Jabavu todavía cree que tendrá un trabajo de verdad para ganarse la vida, no piensa en robar. Y por eso, aunque hace apenas media hora que ha pedido a la chica que se duerma, la agita en la cama y ella se despierta, reticente, arrugando la piel en torno a los ojos para defenderse del brillo de la bombilla sin pantalla que cuelga del techo.

—Quiero saber cuál es el trabajo mejor pagado de la ciudad —exige.

Al principio Betty pone cara de tonta, pero al entender lo que le está preguntando se ríe con sorna y contesta:

—¿Aún no sabes cuál es trabajo mejor pagado? —Cierra los ojos y le da la espalda. Él la vuelve a agitar y ella se enfada—. Ah, cállate, niñato de pueblo. Te lo enseñaré mañana.

—¿Qué trabajo da más dinero? —insiste Jabavu.

Entonces ella se vuelve, se apoya en un codo y lo mira. Tiene cara de amargura. No es la amargura genuina que se aprecia en el rostro de la señora Kambusi, sino más bien la autocompasión de una mujer. Al cabo de un rato, dice:

—Bueno, tontorrón, puedes trabajar en las casas de los blancos y si te portas bien y trabajas muchos años tal vez llegues a ganar dos o tres libras por mes.

Se ríe por la pequeñez de la suma. En cambio a Jabavu le parece mucho. Por un instante recuerda que las comidas de la señora Kambusi cuestan cuatro chelines, pero piensa: “Al fin y al cabo es una maleante. Seguro que me engaña”. La causa de su confusión es que no consigue creer que a él, a Jabavu, no le vaya a bastar con poner la mano para conseguir lo que quiere. Ha soñado mucho y con mucha pasión con esta ciudad; la esencia de un sueño consiste en que ha de llegar disfrazado, con una amplia sonrisa, y en su cara oculta ha de llevar la leyenda: “Este es el precio”.

—¿Y en las fábricas? —pregunta.

—Tal vez una libra al mes, más la comida.

—Entonces, mañana iré a las casas de los blancos. Es mejor tres libras que una.

—No seas tonto, para ganar tres libras tienes que llevar años trabajando.

Pero Jabavu, habiéndose decidido, se duerme de inmediato. Ahora es ella la que permanece despierta, pensando que ha sido una locura juntarse con un hombre de pueblo que no sabe nada de la ciudad; luego la invade la tristeza, una tristeza antigua, porque está en su naturaleza amar la indiferencia de los hombres y no es ni mucho menos la primera vez que permanece despierta junto a un hombre dormido, pensando que la va a abandonar. Luego le entra el miedo, porque pronto deberá hablar de Jabavu a los de la banda, en la que hay un hombre, que se hace llamar Jerry, tan listo que se dará cuenta de que su interés por Jabavu es más personal que profesional.

Al fin, incapaz de ver una salida a sus problemas, se deja llevar por una amargura que ni siquiera es suya, sino un mero contagio de las cosas que dicen los demás: repite que los blancos son malos y los negros viven como cerdos, que no hay justicia y que si ella es mala no es por su culpa… Muchas cosas por el estilo, hasta que su propia mente pierde el interés y al fin se queda dormida. Al despertarse por la mañana ve que Jabavu se está peinando; está muy guapo con su camisa amarilla. Piensa con maldad: “La policía está buscando esa camisa, así que se va a meter en un lío”. Sin embargo, parece que su deseo de herirlo no es tan fuerte como ella cree, porque saca una maleta de debajo de la cama, coge una camisa rosa, se la tira y le dice:

—Ponte ésta, si no te detendrán.

Jabavu le da las gracias, como si diera por hecho que merece esas atenciones, y luego dice:

—Ahora, enséñame dónde puedo conseguir un buen trabajo.

—No voy a ir contigo —le dice ella—. Tengo que ganar mi propio dinero. He gastado tanto en ti que no me queda nada.

—Yo no te pedí que gastaras dinero en mí —dice Jabavu con crueldad. Ella vuelve a sacar su cuchillo y lo amenaza. Pero Jabavu le dice—: No seas estúpida. No me da miedo tu cuchillo.

Entonces Betty se pone a llorar. Y la masculinidad de Jabavu, tan llena de orgullo que él se siente capaz de cualquier cosa, le dice que debe consolarla. Por eso la rodea con un brazo y le dice:

—No llores. Eres una buena chica, aunque un poco alocada. —Y también le dice—: Te quiero.

Ella llora y contesta:

—Conozco a los hombres. Tú no vas a volver.

Él sonríe y dice:

—A lo mejor sí, a lo mejor no.

Luego se levanta, sale y lo último que ella ve esa mañana son sus dientes blancos asomados a una sonrisa alegre. Betty sigue llorando un rato, luego se enfada y después sale a buscar a Jerry y a los de la banda, pensando todo el rato en esa sonrisa impúdica y en la manera de convencer a los de la banda para que acepten a Jabavu.

Jabavu sale de ese lugar que llaman Polonia y Johannesburgo, cruza el Distrito de los Nativos y toma la ajetreada calle que lleva a la ciudad de los blancos, donde están las casas buenas. Una vez allí se pasea un poco para escoger la casa que más le guste. Su éxito desde que llegó a la ciudad se ha inflado en su mente, e imagina que le bastará con llamar a la primera casa que escoja para que le abran la puerta y le digan: “Ah, ahí está Jabavu. Te estábamos esperando”. Cuando al fin escoge una, entra por la verja delantera y se queda mirando a su alrededor. Una anciana blanca que está cortando unas flores con unas tijeras resplandecientes se dirige a él con voz aguda:

—¿Qué quieres?

—Busco trabajo —contesta él.

—Vete a la parte trasera. ¡Menudo descaro!

Jabavu se queda plantado ante ella con insolencia, hasta que la mujer le grita:

—¿Me has oído? Ve a la parte trasera. ¿Desde cuando se entra por delante en una casa para pedir trabajo?

Así que Jabavu sale del jardín, maldiciendo a la mujer entre dientes y oyendo sus quejas sobre los negritos malcriados, y se dirige a la parte trasera, donde un sirviente le dice que no hay ningún trabajo para él. Jabavu está rabioso. Sale a la acera a grandes zancadas y su rabia se convierte en palabras de odio: puta blanca, mujer asquerosa, todos los blancos son cerdos. Luego entra en la parte trasera de otra casa. Hay un huerto grande, con vegetales, un gato gordo y feliz sentado en el césped y un bebé en una cesta, debajo de un árbol. Pero no se ve a nadie. Espera, se pasea un poco, mira con cuidado por las ventanas, el bebé murmura en su cesta y menea los brazos y las piernas, y Jabavu ve unos cuantos pares de zapatos en el porche trasero, dispuestos en fila para que alguien los limpie. No puede evitar mirarlos. Calcula la talla a ojo y la compara con sus pies. Echa un vistazo a su alrededor; sigue sin ver a nadie. Agarra el par de zapatos más grandes y sale a la acera. No puede creer que sea tan fácil, se le eriza la piel de puro miedo a oír alguna voz enfadada, o unos pies que corran tras él. Sin embargo, como no pasa nada, se sienta y se pone los zapatos. Como nunca ha llevado, no sabe si la incomodidad se debe a que son demasiado pequeños, o a que sus pies no están acostumbrados. Camina un poco con ellos y sus piernas dan unos pasitos cortos y afectados por el dolor, pero Jabavu está orgulloso. Ahora va vestido como un blanco, incluso por los pies.

Llega a la parte trasera de otra casa y esta vez hay una mujer que le pregunta qué sabe hacer.

—De todo —contesta.

—¿Sabes cocinar, o cuidar la casa?

Se queda callado.

—¿Cuánto ganabas antes? —Como sigue sin hablar, ella le pide que le enseñe la situpa. Nada más verla, le dice, enfadada—: ¿Por qué mientes? Acabas de llegar.

Así que sale de nuevo a la acera, molesto y ofendido, pero pensando en lo que acaba de aprender, y al llegar a la siguiente casa, cuando una mujer le pregunta qué sabe hacer, le dirige una mirada humilde y afirma con voz quebrada que nunca ha trabajado en casas de blancos, pero que aprenderá rápido. Está pensando: “Tengo tan buen aspecto con esta ropa que a esta mujer le voy a gustar por mi elegancia”. Sin embargo ella le dice que no quiere a un chico sin experiencia. Ahora, mientras se aleja, Jabavu siente el frío y la desdicha en el corazón y le parece que no hay nadie en el mundo que lo quiera. Silba con desenvoltura, da unos cuantos pisotones con sus elegantes zapatos nuevos y piensa que sin duda no tardará en encontrar un trabajo bueno y bien pagado, pero en la siguiente casa la mujer le ofrece trabajo duro por doce chelines al mes. Jabavu contesta que no puede aceptar doce chelines y ella le devuelve la situpa y le dice que sin experiencia no va a conseguir más que eso. Luego se mete en su casa.

Lo mismo ocurre unas cuantas veces hasta que, ya por la tarde, Jabavu se acerca a un hombre que está partiendo leña en el jardín, a quien ha oído hablar su propio lenguaje, y le pide consejo. Este hombre lo trata bien y le explica que no va a ganar más de doce o trece chelines hasta que aprenda algún trabajo, y luego, tras muchos meses, tal vez consiga una libra. Le darán maíz cada día para que se haga el porridge, carne una o dos veces por semana, y dormirá en una habitación pequeña como una caja en la parte trasera de la casa con los demás sirvientes. Todo eso ya lo sabía Jabavu porque se lo ha oído contar a la gente que pasaba por el pueblo, pero no lo había aprendido por sí mismo. Siempre pensaba: para mí será distinto.

Da las gracias al hombre simpático y sigue paseando por las aceras, con cuidado de no quedarse quieto ni merodear demasiado para que ningún policía se fije en él. Se pregunta: “¿Qué será eso de la experiencia? Yo, Jabavu, soy el más fuerte de los jóvenes de mi pueblo. Puedo arar un campo en la mitad del tiempo que le costaría a cualquiera, y sin cansarme; todas las chicas me prefieren y sonríen a mi paso; hace dos días que llegué y ya tengo ropa, puedo tratar a una de las mujeres más listas de la ciudad como si fuera mi esclava y ella me quiere. ¡Soy Jabavu! Soy Jabavu y he venido a la ciudad de los blancos”.

Baila un poco, arrastrando los pies sobre las hojas caídas en la acera, pero se detiene al ver que el polvo cubre sus zapatos. Pronto empezará a ponerse el sol; no ha comido nada desde la noche anterior y se pregunta si debería volver con Betty. Pero piensa que hay otras chicas y sigue recorriendo despacio las aceras, mirando por encima de los setos hacia los jardines; cuando ve a alguna niñera tendiendo ropa o jugando con un niño, la mira atentamente. Se dice a sí mismo que solo quiere otra chica como Betty, pero al ver a una con su mismo aspecto de atracción clara e insolente, aunque duda, sigue avanzando. Al fin ve a una chica junto a un bebé blanco en un carrito con ruedas y se detiene. Ella tiene una cara redonda y agradable y unos ojos que parecen tener cuidado de lo que dicen. Lleva un vestido blanco y la cabeza cubierta con una tela de color rojo oscuro. La mira un rato y luego le dice en inglés:

—Buenos días.

Ella no le contesta de inmediato, pero lo mira.

—¿Me puedes ayudar? —pregunta.

—¿Qué te puedo decir? —contesta ella.

Por el sonido de su voz Jabavu piensa que tal vez sea de su distrito y le habla en su lenguaje. Ella le contesta y sonríe, y los dos se acercan para poder hablar por encima del seto. Descubren que el pueblo de la chica queda apenas a una hora de camino del suyo y como las viejas tradiciones de hospitalidad son más fuertes que el nuevo miedo presente en ambos, ella lo invita a pasar a su habitación y él acepta. Una vez allí, hablan mientras el niño duerme en su carrito y Jabavu, olvidando cómo ha aprendido a hablar con Betty, trata a esa chica con tanto respeto como lo hubiera hecho en el pueblo.

Ella le dice que se puede quedar a dormir esa noche, tras advertirle que está comprometida con un hombre de Johannesburgo, con el que se va a casar, para que Jabavu no malinterprete sus intenciones. Lo deja solo un rato para ayudar a la señora a acostar al bebé. Jabavu se cuida de que no lo vean, pero se sienta en una esquina porque Alice le ha explicado que la ley le prohíbe quedarse allí y que si llega la policía ha de intentar huir corriendo, porque la señora es muy amable y no merece esos problemas con la autoridad.

Jabavu se queda sentado en silencio, mirando la habitación, del mismo tamaño que la de Betty, de paredes iguales de ladrillo y techo de lata, y ve que allí duermen tres personas, pues en tres esquinas distintas hay petates enrollados, y se dice a sí mismo que nunca trabajará en una casa. Alice regresa al poco rato con comida. Ha preparado un porridge de maíz, no tan bueno como el de su madre porque eso requiere tiempo y haría falta usar la cocina de la señora. Pero hay mucho, y además la señora le ha dado un poco de jamón. Mientras comen, hablan de sus pueblos y de la vida en la ciudad. Alice le cuenta que gana una libra al mes y que la señora le da ropa y mucha comida. Habla de esa mujer con mucho afecto, y durante un rato Jabavu siente la tentación de cambiar de opinión y buscarse un trabajo parecido. Pero una libra al mes… No, eso no es para Jabavu, quien desprecia a Alice por contentarse con tan poco. Sin embargo, ella lo mira con amabilidad y él la encuentra muy guapa. Ha puesto una candela de aceite en la repisa que hay junto a la puerta y, bajo esa luz agradable, le brillan los dientes, los pómulos y los ojos. Además tiene una voz suave, recatada, que le gusta mucho en comparación con la de Betty. Jabavu le toma aprecio y nota que a ella le ocurre lo mismo. Pronto se quedan callados y Jabavu intenta acercarse a ella, pero con respeto, sin tratarla como haría con Betty. Ella se lo permite y se sienta entre sus brazos y le habla del hombre que se comprometió a casarse con ella y luego se fue a Johannesburgo a ganar dinero para la dote. Al principio escribía y le mandaba dinero, pero no ha sabido más de él durante un año. Según le cuentan algunos viajeros, ahora tiene otra mujer. Sin embargo, ella cree que volverá porque era un buen hombre.

—Entonces, ¿Johannesburgo no es tan terrible? —pregunta Jabavu, pensando que ha oído muchas cosas distintas.

—Parece que a muchos les gusta porque van la primera vez y luego siempre vuelven —dice ella, aunque con reticencia.

No le gusta la idea. Jabavu la consuela. Ella llora un poco y luego Jabavu la hace suya, pero con amabilidad. Después le pregunta qué pasaría si hubiera un bebé. Ella le dice que en la ciudad hay muchos niños que no conocen a sus padres. Y luego le cuenta cosas que lo marean de asombro y admiración. ¿Será por eso, entonces, que las mujeres blancas tienen un hijo, o dos, o tres, o ninguno? Alice le explica las cosas que puede usar una mujer, o un hombre; le dice que gran parte de la gente más sencilla no las conoce, o las teme como si fueran pura brujería, pero la gente sabia se protege para evitar tener niños sin padre y sin casa. Luego suspira y le explica cuánto desearía tener un hijo y un marido, pero Jabavu la interrumpe para preguntarle cómo puede conseguir esas cosas de las que hablaba y ella le dice que es mejor pedirle a alguna persona blanca amable que las compre, suponiendo que conozca a alguna persona blanca de esas características; también se las puede comprar a gente de color que trafica con algo más que licores o, si se atreve a enfrentarse a un posible desaire, puede acudir a una tienda de blancos… Hay algunos comerciantes blancos que sí venden cosas a los negros. Pero esas cosas son caras, le dice, y hay que usarlas con cuidado y… Sigue hablando y Jabavu aprende otra lección para vivir en la gran ciudad y se lo agradece. También siente gratitud y ternura por ella porque ser capaz de conservar la amabilidad y la conciencia de lo que está bien y lo que no a pesar de vivir en la ciudad. Por la mañana le da las gracias varias veces y se despide de ella y de los dos hombres que llegaron a dormir a la habitación a última hora y aunque Alice le devuelve el agradecimiento por pura educación, Jabavu nota en sus ojos que le gustaría que ocupara el lugar del hombre de Johannesburgo. Pero ya ha aprendido a temer el modo en que todas las chicas de la ciudad desean encontrar marido y añade que ojalá vuelva pronto su prometido para que sea feliz. La abandona y antes de llegar a la esquina está pensando ya qué hacer a continuación, mientras ella lo ve alejarse y piensa en él con tristeza durante muchos días.

Es pronto, acaba de salir el sol y hay poca gente por la calle. Jabavu camina mucho rato entre casas y jardines, y aprende mientras tanto cómo está ordenada la ciudad, pero no pide trabajo. Cuando ha entendido lo suficiente para orientarse sin preguntar en cada esquina, va hacia la parte de la ciudad donde están las tiendas y las examina. Nunca había imaginado semejante variedad y riqueza. No entiende la mitad de lo que ve y se pregunta para qué servirá todo eso, pero a pesar de su asombro nunca se queda quieto delante de un escaparate; obliga a sus piernas a seguir andando incluso cuando querrían detenerse, para que la policía no se fije en él. Y luego, cuando ha visto escaparates de comida y de ropa, y de otros muchos artículos extraños, va a donde están las tiendas indias para los nativos y allí se mezcla con la gente, escucha la música de los gramófonos y mantiene el oído atento para poder aprender de lo que dicen los demás, de modo que la tarde se le pasa lentamente, escuchando y aprendiendo. Cuando le entra el hambre se fija en todo hasta que descubre un carro lleno de fruta, pasa por su lado caminando deprisa y coge media docena de plátanos con tal habilidad que parece que sus dedos hayan nacido para eso, pues él mismo se sorprende de su astucia. Baja por una calle secundaria comiéndose los plátanos como si hubiera pagado por ellos, con toda tranquilidad; va pensando qué hacer ahora. ¿Volver con Betty? No le gusta la idea. ¿Irse con el señor Mizi, como dice la señora Kambusi que debería hacer? Pero recula ante esa opción: “Más adelante —piensa—, más adelante, cuando haya disfrutado de todos los estímulos de la ciudad”. Mientras tanto, sigue teniendo solo un chelín.

Entonces empieza a soñar. Es curioso que mientras estaba en el pueblo esos mismos sueños eran mucho menos majestuosos y exigentes que los de ahora; sin embargo entonces, pese a su ignorancia, se avergonzaba de esos sueños pequeños e infantiles; en cambio, ahora que sabe que no son más que tonterías, las brillantes imágenes que pasan por su mente lo atrapan con tal fuerza que camina como un loco, boquiabierto, con la mirada vidriosa. Se ve a sí mismo en una de las calles amplias, donde están las casas grandes. Un blanco lo para y le dice: me gustas, te quiero ayudar. Ven a mi casa. Tengo una buena habitación que no uso para nada. Puedes vivir allí, comer en mi mesa y beber té cuando quieras. Te daré dinero cuando lo necesites. Tengo muchos libros; puedes leértelos todos y serás muy culto… Hago esto porque no estoy de acuerdo con las barreras raciales y quiero ayudaros. Cuando sepas todo lo que hay en los libros te convertirás en un iluminado, igual que el señor Mizi, a quien tanto respeto. Entonces te daré dinero para que te compres una casa grande y podrás vivir en ella y ser un líder de los africanos, como el señor Samu y el señor Mizi…

Es un sueño tan dulce y fuerte que Jabavu termina sentándose bajo un árbol, sin mirar nada, muy abrumado. Entonces ve que un policía pasa lentamente con su bicicleta y lo mira, y esa imagen no encaja bien con su sueño, de modo que obliga a sus pies a caminar. Aún lo rodean los tristes y adorables colores del sueño, y piensa: “Los blancos son tan ricos y poderosos que no echarían en falta el dinero dedicado a alojarme y darme libros”. Entonces, una voz le dice: “Pero hay otros muchos como yo”. Jabavu se agita, enfadado con esa voz. No soporta pensar en los demás, su hambre es demasiado fuerte. Entonces piensa: “A lo mejor, si voy a la escuela del Distrito de los Nativos y les explico que aprendí a leer y escribir yo solo me aceptan…”. Pero Jabavu es demasiado mayor para ir a la escuela y lo sabe. Despacio, muy despacio, la alocada dulzura del sueño lo abandona y echa a caminar con serenidad por el camino que lleva al Distrito. No tiene ni la menor idea de lo que va a hacer cuando llegue allí, pero piensa que ya ocurrirá algo que le sirva.

Es última hora de la tarde y estamos en sábado. Hay un aire de fiesta y de libertad, pues ayer fue día de pago y la gente va buscando en qué gastar mejor su dinero. Al llegar al mercado se queda un rato con la tentación de gastar su chelín en buena comida. Pero ahora ese articulito de magia se ha vuelto importante para él. Le parece que lleva mucho tiempo en la ciudad, aunque solo han pasado cuatro días, y durante todo ese tiempo el chelín ha estado siempre en su bolsillo. Tiene la sensación de que si lo pierde perderá con él su buena suerte. También tiene presente cuánto le costó a su madre ahorrarlo. Le asombra que en la aldea un chelín sea tanto dinero, y en cambio allí se lo podría gastar en unas pocas mazorcas hervidas y una torta pequeña. Le molesta haber sentido pena por su madre y piensa: “Qué tonto eres, Jabavu”, pero el chelín permanece en su bolsillo y él sigue caminando, pensando cómo puede conseguir algo de comida sin pedírselo a Betty, hasta que llega al Salón Recreativo, rodeado de oleadas de gente.

Es demasiado pronto para el baile del sábado, así que Jabavu merodea entre la gente para ver qué está pasando. Pronto ve al señor Samu con otros en una puerta lateral y se acerca con la sensación de que va a encontrar quien lo ayude. El señor Samu habla con un amigo de un modo que Jabavu reconoce en seguida: como si ese amigo no fuera una, sino muchas personas. La mirada del señor Samu va recorriendo las caras de quienes están junto a él, siempre moviéndose, como si se sirviera de los ojos para retenerlos, juntarlos, convertirlos en uno solo. Sus ojos se detienen en el rostro de Jabavu y Jabavu sonríe y da un paso adelante… Pero el señor Samu no para de hablar y ya está mirando a otro. Jabavu siente como si algo frío le hubiera golpeado el estómago. Por primera vez, piensa: “El señor Samu está enfadado porque me escapé la otra mañana”. De inmediato se aleja con arrogancia, y se va diciendo: “Bueno, no me importa el señor Samu, no es más que un charlatán, los iluminados son tontos y no hacen más que pedir y pedir favores al gobierno”. Sin embargo, no ha recorrido siquiera cien metros cuando sus pies frenan el paso, se detienen y luego parecen obligarle a darse la vuelta de tal modo que solo puede caminar hacia el Salón. La gente se apiña ante la puerta grande, el señor Samu ha entrado y Jabavu camina detrás de la multitud. Cuando consigue entrar, el Salón ya está lleno y él se queda al fondo, apoyado en la pared.

En el estrado está el señor Samu, el otro hombre que iba con él en el monte y un tercero, al que casi de inmediato presentan como el señor Mizi. Los ojos de Jabavu, deslumbrados por la cantidad de gente, apenas alcanzan a ver el rostro del señor Mizi, pero entiende que se trata de un hombre de gran fuerza e inteligencia. Se pone tan tieso y derecho como puede por si acaso el señor Samu llega a verlo, pero los ojos de éste vuelven a resbalar por él sin reconocerlo y Jabavu piensa: “Pero, ¿quién es el señor Samu? Al lado del señor Mizi no es nadie…”. Entonces se fija en cómo van vestidos esos hombres y ve que llevan ropa oscura, y en algunos casos vieja, o incluso llena de remiendos. En ese salón no hay nadie que lleve ropa vistosa y elegante como la del propio Jabavu, así que el niño pequeño y desdichado que lleva dentro se calma, aplacado, y él consigue guardar silencio y escuchar.

Está hablando el señor Mizi. Tiene una voz potente y la gente sentada en los bancos permanece inmóvil, inclinada hacia delante, con el anhelo pintado en las caras, como si escucharan una bella historia. Sin embargo, lo que dice el señor Mizi no tiene nada de bello. Jabavu no entiende y pregunta al hombre que tiene a su lado qué es esa reunión. El hombre le explica que los señores del estrado son los líderes de la Liga para el Avance del Pueblo Africano; que ahora están hablando de las leyes que tratan a los africanos de forma distinta a los blancos… Son muy listos, le dice, son capaces de entender leyes escritas y eso lleva muchos años. Luego, hablarán a los presentes del trato que se da a la tierra en las reservas, de cómo el gobierno quiere reducir la cantidad de ganado en propiedad de los africanos, de las leyes sobre licencias y de muchas otras cosas. A Jabavu le enseñan un papel con los números 1, 2, 3, 4, 5 y 6, a cuyo lado encuentra palabras como Reducción de Ganado. Le dicen que ese papel es un Orden del Día.

Primero habla mucho rato el señor Mizi, luego el señor Samu, luego otra vez el señor Mizi, y a veces parece que la gente del salón ruge de rabia, otras veces suspiran y gritan: “¡Qué vergüenza!”. Jabavu hace suyos esos sentimientos, parecidos a los de cualquier individuo, y él también empieza a aplaudir, a suspirar y gritar: “¡Vergüenza, vergüenza!”. Sin embargo, apenas entiende lo que se dice. Al cabo de mucho rato el señor Mizi se levanta para hablar de un asunto al que se refiere como Salario Mínimo, y ahora sí que Jabavu entiende todas las palabras. El señor Mizi dice que no hace mucho un miembro del parlamento de los blancos pidió una ley que exigiera que el sueldo mínimo de los trabajadores africanos fuera de una libra al mes, pero los demás miembros de ese parlamento dijeron que no, que era demasiado. Ahora el señor Mizi dice que quiere que firmen todos una petición a los miembros del parlamento para que reconsideren esa cruel decisión. Y cuando dice eso todos los hombres y mujeres del parlamento rugen: “¡Sí, sí!” y aplauden tanto rato que a Jabavu se le cansan las manos. Ahora está mirando a uno de esos hombres grandes y sabios del estrado y todos los nervios de su cuerpo anhelan parecerse a él. Se ve plantado en un estrado mientras cientos de personas suspiran, aplauden y gritan: “Sí, sí”.

De repente, sin saber cómo ha podido pasar, su mano está alzada y acaba de decir:

—Por favor, quiero hablar.

Todos los presentes se han dado la vuelta para mirarlo, y parecen sorprendidos. En el salón hay un silencio absoluto. El señor Samu se levanta enseguida y, tras una larga mirada a Jabavu, dice:

—Por favor, este joven es amigo mío. Dejémosle hablar.

Sonríe y saluda a Jabavu, quien siente un orgullo inmenso, como si un halcón enorme lo hubiera alzado por el cielo con sus alas. Se tambalea un poco. Luego cuenta que acaba de llegar hace solo cuatro días de la aldea, que fue más listo que los reclutadores que querían engañarlo, que no tenía comida y se desmayó de hambre y un médico blanco lo trató como si fuera un buey, cómo ha buscado trabajo… Las palabras fluyen por la lengua de Jabavu como si detrás de él hubiera alguien muy inteligente y le susurrara al oído. Esa persona tan inteligente no menciona algunas cosas, como el robo de ropa, zapatos y comida, o su encuentro con Betty y la noche que pasó en el antro. Pero sí explica que en el jardín de una blanca le ordenaron rudamente que fuera a la parte trasera, “que es el lugar adecuado para los negros” —eso lo cuenta Jabavu con gran amargura—, y que le han ofrecido doce chelines al mes y algo de comida por su trabajo. Y mientras Jabavu habla la gente del salón murmura: “Sí, sí”.

Jabavu tiene aún muchas palabras por decir cuando el señor Samu se levanta y lo interrumpe:

—Agradecemos mucho a este joven lo que ha dicho. Sus experiencias son las típicas de los jóvenes cuando llegan a la ciudad. Todos sabemos por nuestra propia vida que lo que dice es cierto, pero a nadie le hace ningún mal oírlo otra vez.

Luego introduce tranquilamente el siguiente asunto, sobre la desgracia de que los africanos tengan que llevar tantas licencias, y la reunión sigue su curso. Jabavu está enfadado, pues no le parece justo que la reunión pase a otro tema después de las cosas horribles que acaba de contar. Además, se ha dado cuenta de que algunos, al volver la vista de nuevo hacia el estrado, se sonreían entre ellos; esas sonrisas han herido su orgullo. Mira al hombre que tiene a su lado y éste no dice nada. Entonces, como Jabavu sigue mirándolo y sonriendo, exigiéndole unas palabras, el hombre se dirige a él con amabilidad:

—Eres un bocazas, amigo.

Al oírlo, Jabavu siente tal ira que su mano se alza como si tuviera voluntad propia y está a punto de pegar al hombre, pero éste lo agarra rápidamente por la muñeca y murmura:

—Quieto, que te vas a meter en un lío. Aquí no se pelea.

Angustiado, Jabavu susurra:

—Me llamo Jabavu, no Bocazas.

—Yo no digo nada de tu nombre, no lo conozco. Pero aquí no se pelea. Bastantes problemas tienen ya los iluminados.

Jabavu se abre paso hacia la puerta, porque siente como si las burlas repicaran en sus oídos y le repitieran una y otra vez: “Bocazas, bocazas”. Sin embargo, se acumula tanta gente de pie ante la puerta que no puede salir, aunque lo intenta con tal insistencia que termina molestándoles y le piden que se esté quieto. Y mientras permanece allí, rabioso y desdichado, un hombre le dice:

—Amigo, lo que has dicho me ha llegado al corazón. Es muy cierto.

Jabavu olvida su amargura y se siente de pronto calmado y lleno de orgullo; lo que no puede saber es que ese hombre se ha dirigido a él solo para poder ver su rostro con claridad, pues acude a esta clase de reuniones fingiendo ser uno más para irse luego a la oficina del gobierno que desea estar informada sobre los africanos problemáticos y sediciosos. Antes de que se termine la reunión, Jabavu le dice su nombre a ese hombre amistoso, le cuenta de qué pueblo es y le explica lo mucho que admira a los iluminados, información que el otro agradece sobremanera.

Cuando el señor Samu da por terminada la reunión, Jabavu sale tan deprisa como puede y va a la otra puerta, por donde han de salir los oradores. El señor Samu le sonríe y asiente al verlo y luego le estrecha la mano y le presenta al señor Mizi. Nadie le felicita por lo que ha dicho, más bien lo miran como suelen hacer los ancianos de los pueblos cuando piensan: “Este muchacho podría terminar resultando útil e inteligente si sus padres son estrictos con él”. El señor Samu le dice:

—Bueno, bueno, joven amigo, no has tenido mucha suerte desde que llegaste a la ciudad, pero si crees que tu caso es excepcional cometerás un error. —Luego, viendo la cara de desánimo de Jabavu, añade con amabilidad—: ¿Por qué te fuiste tan pronto la otra mañana? ¿Y por qué no fuiste a casa del señor Mizi, que siempre está encantado de ofrecer ayuda a quien la necesita?

Jabavu mantiene la cabeza gacha y dice que se fue corriendo porque quería llegar pronto a la ciudad y en ningún caso quería despertarlos, y que no pudo encontrar la casa del señor Mizi.

Éste propone:

—Pues ven ahora con nosotros, y así la encontrarás.

El señor Mizi es un hombre grande, fuerte, de amplias espaldas. Si Jabavu es como un toro joven, torpe en el manejo de su fuerza, el señor Mizi es un toro mayor, acostumbrado a usar su poder. No es la clase de cara que un joven amaría a primera vista, pues en ella no hay risas ni una calidez inmediata. Es serio, pensativo, y sus ojos lo ven todo. Pero aunque Jabavu no ame al señor Mizi, sí que lo admira y cada vez se siente más como un niño pequeño; cuanto más crece en él la sensación de dependencia, una sensación que odia y le produce rabia, más duda si debe huir o quedarse donde está. Al fin decide quedarse y camina con todo el grupo hacia la casa del señor Mizi.

La casa se parece a la del griego. Jabavu ya sabe que no es nada, comparada con las de los hombres blancos, pero la habitación delantera le resulta muy agradable. Hay un espejo grande en la pared y una mesa grande cubierta con una tela verde suave de la que penden unas borlas gruesas y sedosas; alrededor de la mesa hay muchas sillas. Jabavu se sienta en el suelo en señal de respeto, pero la señora Mizi, mientras saluda a los invitados, le dice:

—Amigo, siéntate en esta silla.

Y se la acerca. La señora Mizi es una mujer pequeña, con cara alegre y unos ojos que van de un punto a otro buscando algo de lo que reírse. Se diría que la señora Mizi tiene tantas risas que ha dejado sin ellas a su marido, mientras que éste piensa tanto que la señora Mizi se ha quedado sin pensamientos. Viéndola a solas parece difícil creer que tenga un marido tan grande, serio e inteligente; en cambio, viéndolo a él, no parece que su mujer haya de ser tan bajita y risueña. Y sin embargo, encajan bien juntos, como si conformaran una sola persona.

Jabavu está tan asombrado de estar allí que tumba la silla y se muere de vergüenza, pero la señora Mizi se ríe con tan buen humor que él empieza a reír también y solo para al darse cuenta de que esos amigos no están reunidos solo por amistad, sino también para hablar de cosas serias.

Sentados en torno a la mesa están el señor y la señora Samu, el hermano de ésta, el señor y la señora Mizi y un joven hijo suyo. La señora Mizi pone el té en la mesa, en unas bonitas tazas blancas, y muchos pastelitos con azúcar rosado. El joven se bebe su taza deprisa y luego dice que quiere estudiar y se va a la habitación contigua con un pastel en la mano, mientras la señora Mizi pone los ojos en blanco y se queja de que se va a morir de tanto estudiar. Sin embargo, el señor Mizi le dice que no sea tonta, así que ella se sienta a escuchar, sin dejar de sonreír.

El señor Mizi y el señor Samu hablan. Parece que hablan entre ellos, aunque de vez en cuando lanzan una mirada a Jabavu, pues no dicen solo lo que les viene a la cabeza, sino lo que creen que éste necesita aprender.

Jabavu no lo entiende desde el principio y, cuando por fin lo hace, se le nubla el oído con una tormenta de rencor. Una voz dice: “Yo, Jabavu, tratado como un crío”. En cambio, la otra: “Escúchalos, son buena gente”. De modo que solo entran en su mente fragmentos de palabras y allí forman una idea tan retorcida y extraña que si esos hombres sabios e inteligentes pudieran verla se llevarían una sorpresa. Pero tal vez sea una debilidad por su parte, pues se pasan la vida estudiando y hablando de cosas como el movimiento de la historia, o el desarrollo de la sociedad, que olvidan sus propias infancias, el tiempo en que esas frases tienen un sonido extraño e incluso terrible.

Así que Jabavu permanece sentado a la mesa, comiéndose los pasteles que la señora Mizi insiste en pasarle, y su cara está primero hosca y reticente, luego brillante y ansiosa, aunque por momentos baja la mirada para esconder lo que piensa y luego la alza de golpe para decir: “¡Sí, sí, eso es cierto!”.

El señor Mizi habla de lo duro que resulta para los africanos llegar por primera vez a la ciudad sin saber nada, encima de que deben dejar atrás todo lo que aprendieron en la aldea. Dice que se ha de perdonar a esos jóvenes si por pura confusión caen en malas compañías.

Ahí Jabavu levanta instintivamente los brazos para cruzarlos por delante de su brillante camisa nueva y la señora Mizi le sonríe y le rellena la taza.

Luego el señor Samu dice que esa clase de jóvenes pueden escoger entre una vida corta, con dinero y diversión, antes de ir a la cárcel, o antes de sufrir alguna enfermedad; o trabajar para el bien de los suyos y… Pero ahí la señora Mizi suelta una carcajada estridente y dice:

—Sí, sí, pero eso también puede representar una vida corta, o la cárcel.

El señor Mizi sonríe con paciencia y dice que a su mujer le gustan las bromas y que hay una diferencia entre ir a la cárcel por tonterías como un robo o ir a la cárcel por una buena causa. Luego sigue hablando y dice que un joven inteligente entenderá enseguida que la compañía de los matsotsi no trae más que problemas y por eso se dedicará a estudiar. Aún más, pronto entenderá que es una tontería trabajar de pinche de cocina, o de sirviente en la casa, o en una oficina, porque allí nunca se juntan más de dos o tres, y por eso preferirá ir a una fábrica, o incluso a las minas, porque… Pero durante unos diez minutos Jabavu no entiende ni una palabra, pues el señor Mizi construye frases relativas al desarrollo de la industria, la clase obrera y la misión histórica. Pero lo que dice el señor Mizi vuelve a ser fácil de seguir cuando afirma que Jabavu ha de trabajar mucho para que todo el mundo se fíe de él, y estudiar de noche, por su cuenta o con otros, pues un hombre que quiera liderar a los demás no solo ha de ser mejor que ellos, sino también más sabio… Y aquí la señora Mizi se ríe y dice que a su marido se le ha subido el éxito a la cabeza y que solo es un líder porque puede hablar más fuerte que nadie. Al oírlo, el señor Mizi sonríe con cariño y dice que las mujeres han de respetar a sus maridos.

Jabavu interrumpe el flirteo entre el señor Mizi y su esposa y pregunta de pronto:

—Dígame, por favor, ¿cuánto dinero ganaré en una fábrica?

Hay tanta hambre en su voz que el señor Mizi frunce un poco el ceño y la señora Mizi hace una mueca y menea la cabeza.

El señor Mizi contesta:

—No demasiado. Tal vez una libra al mes. Pero…

Entonces la señora Mizi suelta una carcajada irreprimible y dice:

—Cuando era pequeña y estudiaba en el colegio católico, solo me hablaban de Dios y me decían que debía ser buena, que el pecado es malo, que querer ser feliz era una perversión y que solo podía pensar en el cielo. Luego conocí al señor Mizi y me dijo que Dios no existe y pensé: “Ah, ahora tendré un marido elegante y guapo, no iré a la iglesia, me lo pasaré muy bien, bailaré y me divertiré”. Pero he descubierto que aunque Dios no exista me he de portar bien igualmente y no puedo pensar en bailar, ni en divertirme, sino en la llegada del cielo a la tierra… A veces creo que estos hombres tan listos son tan malos como los predicadores.

Le hace tanta gracia que se lleva la mano a la boca y mira a su marido con los ojos muy abiertos y éste suspira y contesta con paciencia:

—Hay algo de cierto en lo que dices. Hubo un tiempo del desarrollo de la sociedad en que la religión era progresista y contenía toda la bondad de la humanidad, pero ahora la bondad y la esperanza corresponden a los movimientos del pueblo, en cualquier lugar del mundo.

Jabavu no encuentra sentido a estas palabras y mira a la señora Mizi en busca de ayuda, como miraría un niño a su madre. Efectivamente, ella comprende lo que pasa por su mente mejor que cualquiera de los dos hombres inteligentes, o incluso mejor que la señora Samu, que ya no conserva nada de la niña que fue.

La señora Mizi ve la mirada de Jabavu, que le pide amor y protección contra la dureza de esos hombres, y asiente y le sonríe, como si le dijera: “Sí, yo me río, pero tú deberías escuchar, porque tienen razón”. Jabavu agacha la cabeza y piensa: “Tengo que pasarme la vida entera trabajando por una libra al mes y estudiando por las noches, sin tener ropa buena, ni bailar…”. Y siente el ardor de su vieja hambre, que le dice: “Corre, huye corriendo antes de que sea demasiado tarde”.

Pero los hombres iluminados ven con tal claridad cuál debería ser el buen camino para Jabavu que para ellos al parecer no hace falta añadir nada más, así que proceden a comentar cómo debe organizar su vida un líder, como si Jabavu ya lo fuera. Dicen que esa clase de hombre debe comportarse de tal modo que nadie pueda decir que es malo. Debe mantenerse sobrio y respetar la ley, ha de tener cuidado de no infringir jamás ni la menor regulación de licencias, ni olvidarse de poner una luz en su bicicleta, ni salir tras el toque de queda, pues —y aquí sonríen como si dijeran el mejor chiste— bastante atención les presta la policía tal como están las cosas. Si alguien les confía su dinero han de responder hasta del último penique…

—Como si —interviene la señora Mizi, con una risilla— fuera dinero del cielo y debieran rendir cuentas a Dios.

También dicen que ha de tener solo una mujer y serle fiel, aunque ahí el señor Mizi, juguetón, añade que él tendría solo una de todos modos y que, por lo tanto, no se debe culpar de eso a los males de esa época.

En ese momento todos se ríen mucho, incluso el señor Mizi. Se dan cuenta de que Jabavu no ríe; al contrario, guarda silencio, con la cara arrugada de tanto pensar. Entonces el señor Samu cuenta la siguiente historia, en beneficio de la educación de Jabavu, mientras las demás voces pelean y discuten en su interior con tal estridencia que apenas logra oír la del señor Samu:

—El señor Mizi —dice Samu— es un ejemplo para todos los que deseamos contribuir a que el pueblo africano logre una vida mejor. En otros tiempos fue mensajero de la oficina del Comisario para los Nativos, e incluso interprete, de modo que se le debía respeto y ganaba un buen sueldo. Sin embargo, como empleado del gobierno tenía prohibido participar en las reuniones de la Liga, o incluso ser miembro de la misma. Por eso ahorró todo su dinero, y eso le llevó muchos años, para comprarse una pequeña tienda en el Distrito, y así pudo dejar su trabajo e independizarse. Sin embargo ahora pasa dificultades para ganarse la vida porque para la Liga sería terrible que acusaran a su líder de subir los precios, o de engañar a los clientes, y eso significa que las demás tiendas siempre ganan más que la del señor y la señora Mizi y entonces…

Ya muy entrada la noche, proponen a Jabavu que se quede a dormir ahí esa noche y se ofrecen a buscarle trabajo por la mañana en una fábrica. Jabavu da las gracias al señor Mizi y luego al señor Samu, pero con voz baja y preocupada. Lo llevan a la cocina, donde el hijo de los Mizi sigue sentado con sus libros. En la cocina hay una cama para el hijo y ponen un colchón en el suelo para Jabavu. La señora Mizi dice a su hijo:

—Bueno, ya basta de estudiar. A la cama.

Él abandona los libros con reticencia y sale de la cocina para lavarse antes de acostarse. Jabavu permanece incómodo junto al colchón y ve cómo la señora Mizi prepara las sábanas de su hijo para que duerma mejor: siente el fuerte deseo de contárselo todo, cómo anhela esforzarse por llegar a ser un iluminado y cómo lo teme al mismo tiempo. Pero no se lo cuenta porque le da vergüenza. Luego la señora Mizi se levanta y lo mira con amabilidad. Se acerca a él, le apoya una mano en el brazo y le dice:

—Bueno, hijo mío, te diré un secreto: el señor Mizi y el señor Samu no son tan terribles como parecen.

Suelta una risilla, sin dejar de lanzarle miradas de preocupación, y le aprieta un par de veces el brazo, como si dijera: “Ríete un poco y todo será más fácil”. Pero Jabavu no puede reír. Mete la mano en el bolsillo, saca su chelín y, casi sin darse cuenta, se lo pone en la mano a la mujer.

—¿Qué es esto? —pregunta la mujer, sorprendida.

—Es un chelín. Para la obra.

Lo que más desea en ese momento es que ella coja la moneda y entienda lo que le está diciendo. Ella se queda quieta, mira la moneda que tiene en la mano, luego a Jabavu, asiente y sonríe.

—Eso está muy bien, hijo —dice, con voz suave—. Está muy bien. Se la daré al señor Mizi y le diré que has dado tu único chelín para contribuir a su obra.

De nuevo le apoya las manos en el brazo y aprieta con calidez; luego le da las buenas noches y se va.

Casi al instante regresa el hijo y, tras cerrar la puerta para que no lo vea su madre y lo riña, vuelve a sus libros. Jabavu se tumba en el colchón y siente el corazón agrandado y lleno de amor hacia la señora Mizi por su amabilidad; está lleno de buenas intenciones para el futuro. Luego, mientras permanece tumbado y abrigado, nota que el hijo tiene los ojos rojos de tanto estudiar, ve que es serio y firme, igual que su padre, aunque tiene la misma edad que Jabavu. Siente un frío desaliento y, pese a su deseo de vivir como los hombres buenos, no puede evitar un pensamiento: “¿Tendré que ser también así, trabajar todo el día y luego toda la noche? ¿Y todo eso por los demás?”. Dominado por la miseria de ese pensamiento se duerme y sueña y, aunque no sabe lo que sueña, lucha y llama con tal fuerza que la señora Mizi, quien espía detrás de la puerta para asegurarse de que su hijo ha sido sensato y se ha acostado, lo oye y chasquea la lengua. Pobre chico, piensa, pobre chico… Y se vuelve a la cama, rezando, pues tiene esa costumbre antes de acostarse, aunque la mantiene en secreto porque el señor Mizi se enfadaría si se enterase. Tal como aprendió en la Escuela Católica de la Misión, reza por Jabavu, que necesita ayuda en su lucha contra la tentación de los antros y los matsotsi, y reza por su hijo, a quien más bien teme porque está siempre muy serio y sabe perfectamente en qué quiere convertirse.

Reza tanto rato, sentada en la cama, que el señor Mizi se despierta y le pregunta:

—Eh, bueno, mujer, ¿qué haces?

Y ella contesta sumisa:

—Pues nada de nada.

—Pues a dormir —dice él, en un gruñido—. Para nuestra obra va mejor el sueño que el rezo.

—La verdad es que vivimos tiempos tan malos para nuestra gente —responde ella— que un poco de oración no puede venir mal, como mínimo.

Y él insiste:

—Eres como una cría. A dormir.

Así que ella se acuesta y marido y mujer duermen llenos de alegría por sí mismos y por Jabavu. El señor Mizi ya está planificando cómo va a poner a prueba su lealtad, como lo formará después y luego le enseñará a hablar en las reuniones y después…

Jabavu se despierta de su pesadilla y un halo de luz frío y gris entra ya por la ventana pequeña. El hijo está tumbado en su cama, dormido, vestido aún, pues estaba tan cansado al acostarse que ni siquiera pudo quitarse la ropa.

Se levanta, ligero como un felino, se acerca a la mesa, sobre la que están tumbados los libros, y los mira. Las palabras son tan raras y difíciles que no entiende su significado. Se queda quieto, en silencio, rígido, en aquella cocina pequeña y fría, con las manos prietas, los ojos ruedan de un lado a otro, primero hacia el joven serio y listo, agotado de tanto estudiar, luego hacia la ventana, por donde entra la luz de la mañana. Se queda de pie mucho rato, sufre por la violencia de sus sentimientos. Ah, no sabe qué hacer. Primero da un paso hacia la ventana, luego vuelve al colchón como si fuera a acostarse, y su hambre no hace más que rugir y quemarle por dentro como si tuviera un fuego. Oye voces que lo llaman: “Jabavu, Jabavu”, pero no sabe si invocan a un hombre rico con bellas ropas o a un hombre iluminado con sabiduría y una voz fuerte y persuasiva.

Entonces amaina la tormenta en su interior y se siente vacío, sin ningún sentimiento. Va de puntillas hasta la ventana, corre el cerrojo, salta sobre el alféizar y sale. Abajo hay una mata, tras la que se agacha para mirar a su alrededor. Las casas y los árboles parecen alzarse sobre la mañana entre las sombras de la noche, pues el cielo está ya claro y gris, con largas manchas sonrosadas, y sin embargo aún brilla la palidez de las farolas en la penumbra de las calles. Por esas mismas calles circula un ejército de gente que va al trabajo, aunque Jabavu creía que todo estaría desierto todavía. Si lo llega a saber no se hubiera atrevido a huir; ahora ha de pasar de la mata a la calle sin que lo vean. Sigue agazapado, temblando de frío, mirando a los que pasan, escuchando el rumor de sus pasos, y entonces le parece que alguien lo está mirando. Es un hombre joven, delgado, con la cabeza pequeña, atenta, que lo mira todo. Ha de ser uno de los matsotsi, se le nota por la ropa. Los pantalones son estrechos por abajo, tiene los hombros huesudos, lleva un pañuelo al cuello, de color rojo brillante. Desde encima del pañuelo, al parecer, los ojos escrutan la mata donde se esconde Jabavu. Y sin embargo no puede ser, porque éste no lo ha visto jamás. Se pone en pie, hace ver que está orinando en el seto y camina tranquilo hacia la calle. De inmediato el joven se mueve y camina a su lado. Jabavu tiene miedo y no sabe por qué; no dice nada y mantiene la mirada fija hacia delante.

—¿Qué tal está el inteligente señor Mizi? —pregunta el joven al fin.

—No sé quién eres —contesta Jabavu.

Entonces el joven se ríe y dice:

—Me llamo Jerry. Ahora ya sabes quién soy.

Jabavu acelera el paso y Jerry lo imita.

—¿Y qué dirá el inteligente señor Mizi cuando se entere de que has salido por la ventana? —pregunta Jerry con una voz leve, desagradable.

Se pone a silbar una tonada suave, con una sonrisa en la cara, como si su propio silbido le pareciera hermoso.

—No he salido por la ventana —contesta Jabavu, con la voz temblorosa de miedo.

—Vaya, vaya. Anoche te vi entrar en la casa con el señor Mizi y el señor Samu y esta mañana te veo salir por la ventana. ¿Qué te parece? —pregunta Jerry con la misma voz leve.

Jabavu se queda parado en medio de la calle y pregunta:

—¿Por qué me vigilas?

—Te vigilo por Betty —contesta alegremente Jerry, y sigue silbando.

Jabavu avanza despacio y desea con todo su corazón haber seguido en el colchón de la cocina de la señora Mizi. Se da cuenta de que esta situación no le conviene nada, pero no sabe por qué. Por eso piensa: “¿De qué tengo miedo? ¿Qué puede hacerme este Jerry? No debo comportarme como un niño”. Y dice:

—No te conozco y no quiero ver a Betty, así que lárgate.

Jerry adopta una voz fea y amenazante para decir:

—Betty te matará. Me ha pedido que te diga que vendrá con su cuchillo y te matará.

Y de pronto Jabavu se echa a reír y contesta con toda sinceridad:

—No me da miedo el cuchillo de Betty. Habla demasiado de su cuchillo.

Jerry guarda silencio, respira un par de veces y mira a Jabavu de un modo distinto. Luego se ríe también y contesta:

—Tienes razón amigo. Es una tontorrona.

—Es muy tontorrona —concede Jabavu, convencido.

Se ríen los dos y caminan más unidos.

—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta Jerry en tono suave.

—No lo sé —contesta Jabavu.

De nuevo se detiene y piensa: “Si regreso en seguida puedo volver a entrar por la ventana antes de que se despierten, y nadie se enterará de que he salido”. Pero Jerry parece adivinar lo que ha pensado y le dice:

—Eso de verte salir por la ventana del señor Mizi como un ladrón es un buen chiste.

Jabavu contesta de inmediato:

—No soy ningún ladrón.

Jerry se ríe y responde:

—Eres un gran ladrón, me lo ha contado Betty. Dice que eres muy inteligente. Robas tan deprisa que nadie se entera. —Se ríe un poco y añade—: ¿Y qué dirá el señor Mizi si le cuento lo bien que robas?

Jabavu comete la estupidez de preguntar:

—¿Se lo vas a decir?

Jerry se ríe una vez más, pero no contesta, y Jabavu sigue andando en silencio. Su mente tarda un poco en captar la verdad, e incluso entonces le cuesta creerla. Entonces Jerry, con el mismo tono ligero y alegre, le pregunta:

—¿Y qué dijo el señor Mizi cuando le contaste que habías estado en el antro y cuando le explicaste lo de Betty?

—No le he contado nada —contesta Jabavu, hosco, comprendiendo al fin por qué hace eso Jerry, y luego añade con ansiedad—: No le he contado nada de nada, y esa es la verdad. —Jerry se limita a caminar a su lado con una sonrisa desagradable. Jabavu le pregunta—: ¿Y por qué temes al señor Mizi…?

Pero no llega a terminar la pregunta porque Jerry se acaba de dar la vuelta de golpe y lo fulmina con la mirada.

—¿Quién dice que lo temo? No le tengo ningún miedo a ese… maleante.

Dedica al señor Mizi insultos que Jabavu no ha oído jamás.

—Entonces, no te entiendo —dice éste, con toda su simpleza.

—Claro que no entiendes nada —contesta Jerry—. El señor Mizi es un hombre peligroso. Como a la policía no le gusta nada lo que hace, él se chiva en cuanto se entera de un robo, o de una pelea. Y nos crea muchos problemas. El mes pasado montó una reunión en el Salón y habló de la delincuencia. Dijo que todos los africanos tienen el deber de evitar que la gente beba skokian, las peleas y los robos, y la obligación de ayudar a la policía a cerrar los antros y a limpiar Polonia Johannesburgo.

Jerry habla con mucho desprecio y de pronto Jabavu piensa: “Al señor Mizi no le gusta pasárselo bien, por eso impide que lo hagan los demás”. Pero casi se avergüenza de pensarlo. “Sí, sería bueno que limpiaran Polonia Johannesburgo —piensa primero. Pero enseguida habla su hambre—: Pero a mí me gusta mucho bailar.”

—O sea que… —continúa Jerry, con calma— no nos gusta el señor Mizi.

Jabavu quisiera decir que a él sí le gusta, y mucho, pero no puede. Algo se lo impide. Escucha a Jerry, que sigue hablando de él, insultándolo con todas esas palabras nuevas, y no se le ocurre qué decir. Entonces Jerry cambia de voz y le pregunta en tono amenazante:

—¿Qué le has robado al señor Mizi?

—¿Al señor Mizi? —pregunta Jabavu, asombrado—. ¿Por qué iba a robarle nada?

Jerry lo agarra por un brazo, lo detiene y dice:

—Es rico, tiene una tienda y una buena casa. ¿Me vas a decir que no has robado nada? Entonces eres tonto y no te creo.

Jabavu se queda pasmado por la sorpresa al notar que los dedos de Jerry recorren con la velocidad de la luz sus bolsillos. Luego, Jerry se aparta de él, asombrado por completo, incapaz de creer lo que sus dedos le acaban de confirmar, y vuelve a revisar los bolsillos de Jabavu. No encuentra más que un peine, un arpa de boca y una pastilla de jabón.

—¿Dónde lo has escondido? —pregunta Jerry.

Jabavu lo mira fijamente. Ahí empieza la mutua capacidad para entenderse que algún día, dentro de no demasiado tiempo, provocará serios problemas. Jerry es sencillamente incapaz de creer que Jabavu haya dejado pasar la oportunidad de robar algo; en cambio, para Jabavu, robar a los Mizi, o a los Samu, sería como robar a sus padres o a su hermano. Entonces Jerry decide fingir que lo cree y dice:

—Bueno, me han contado que son ricos. Tienen en su casa todo el dinero de la Liga. —Jabavu guarda silencio. Jerry sigue hablando—: ¿No has visto dónde lo esconden?

Jabavu mueve los hombros sin querer y busca una salida. Han llegado a un cruce y allí se detiene. Es tan simple que piensa torcer a la derecha, por la calle que lleva a la ciudad, con la idea de que podrá regresar a Alice y pedirle ayuda. Pero le basta una mirada al rostro de Jerry para entender que no es posible, de modo que sigue caminando a su lado por la otra calle, la que lleva a Polonia Johannesburgo.

—Vamos a ver a Betty —dice Jerry—. Es tontorrona, pero también es guapa.

Mira a Jabavu para hacerle reír, y Jabavu se ríe tal como el otro espera; al poco, los dos jóvenes hablan de Betty y dicen que si es así y asá, cómo es su cuerpo, cómo son sus pechos, y cualquiera que los viera caminar y reírse diría que son buenos amigos, felices de estar juntos.

Y no deja de ser cierto que Jabavu está en parte estimulado por la idea de que pronto irá al antro y estará con Betty, aunque se tranquiliza pensando que luego huirá de Jerry y volverá con los Mizi, e incluso llega a creérselo.

Da por hecho que van a la habitación de Betty en casa de la señora Kambusi, pero siguen caminado y bajan una cuesta hasta el riachuelo, luego suben por el otro lado hasta llegar a una vieja chabola que parece abandonada. Cruzan deprisa los árboles y setos que rodean la casa para llegar a la parte trasera y entran por una ventana que parece cerrada pero se abre bajo la presión del cuchillo de Jerry, deslizado entre el marco y el pasador. Una vez dentro, Jabavu ve no solo a Betty, sino a media docena de personas, hombres jóvenes y una chica; mientras permanece de pie, invadido por el miedo, preguntándose qué va a pasar, lanzando a Betty una mirada retorcida, Jerry anuncia con voz animosa:

—Y éste es el amigo del que os habló Betty.

Guiña un ojo, pero Jabavu no lo ve. Lo saludan todos y él se sienta a su lado. Esa sala vacía fue en otro tiempo una tienda, pero ahora hay cajas en vez de sillas, y un cajón grande de embalaje en medio con unas cuantas velas enganchadas, barajas de cartas y botellas de diversas bebidas. Nadie bebe, pero ofrecen comida a Jabavu y él la acepta. Betty está callada y se comporta con educación, aunque cada vez que la mira a los ojos se da cuenta de que aún le gusta, cosa que lo incomoda, aparte de que ya bastante incómodo y asustado está por el mero hecho de no saber qué quieren de él. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo va perdiendo el miedo. Parece que se ríen mucho y no son violentos. El cuchillo de Betty no sale del bolso y lo único que pasa es que ella se sienta a su lado y, poniendo los ojos en blanco, le pregunta:

—¿Estás contento de volverme a ver?

Jabavu contesta que sí, y es verdad.

Luego van al Distrito y ven una película y Jabavu pierde el miedo para pasar a un estado de delirio que no le permite darse cuenta de que los demás se miran entre ellos y sonríen. Es una película de indios y vaqueros y hay muchos tiros y gritos y carreras al galope y Jabavu se imagina a sí mismo chillando y disparando y haciendo cabriolas con un caballo, igual que en la pantalla. Quisiera preguntar cómo se hacen las películas, pero no quiere confirmar su ignorancia a quienes la dan por cierta. Luego ya es mediodía y regresan a la tienda abandonada a jugar a cartas, pero ahora van de uno en uno, y de dos en dos, en secreto. Jabavu ya ha olvidado la parte de sí mismo que quisiera ser como el hijo del señor y la señora Mizi. Le parece natural estar jugando a cartas y apoyar de vez en cuando una mano en el pecho de Betty y beber. Beben cerveza africana, hecha como debe ser, lo cual significa que es ilegal porque ningún africano puede destilarla en el Distrito para venderla. Y cuando llega el atardecer Jabavu está borracho pero no de un modo desagradable, y en consecuencia sus escrúpulos por estar allí le parecen de poca importancia, o incluso infantiles, y cuando susurra a Betty que le apetece ir a su habitación ella mira a Jerry y Jabavu se indigna por un momento, pues le parece que tal vez Jerry también duerma con ella cuando quiere… Sin embargo, esta misma mañana lo sabía, pues el propio Jerry se lo ha dicho, y entonces no le importaba. De hecho, los dos la insultaban y decían que era una zorra. Ahora es distinto y no le gusta recordarlo. Pero Betty le contesta sumisa que sí, que puede ir, de modo que se van los dos, pero solo después de que Jerry le diga que se reúna con él al día siguiente para trabajar juntos. Todo el mundo se ríe al oír el verbo “trabajar”, incluso el propio Jabavu. Luego se va con Betty a su habitación, y toma la precaución de cruzar la sala grande cuando está llena de gente que baila, en un momento en que no está la señora Kambusi, porque le da vergüenza verla. Betty lo complace en todo y se lo lleva a la cama como si no hubiera pensado en otra cosa desde que se fue. Lo cual es casi cierto, pero no del todo: Jerry le ha hecho pensar —de un modo desagradable, por cierto— en la deslealtad y la insensatez que cometió al relacionarse con él. Cuando se lo dijo por primera vez, se enfadó mucho más de lo que ella esperaba, aunque ya contaba en parte con eso. La pegó, la amenazó y la sometió a un interrogatorio tan largo y brutal que al fin perdió la cabeza, tampoco tan resistente en cualquier caso, y dijo toda clase de mentiras, tan contradictorias que Jerry terminó sin saber cuál era la verdad.

Primero dijo que no sabía que Jabavu conociese al señor Mizi, luego que sería útil tener en la banda a alguien que pudiera contarles los planes del señor Mizi… Y ahí Jerry le dio una bofetada y Betty se puso a llorar. Luego perdió la cabeza y dijo que pensaba casarse con Jabavu y formar su propia banda, pero no pasó mucho tiempo antes de que se arrepintiera, y mucho, de haber dicho eso. Porque Jerry sacó su cuchillo —destinado al uso verdadero, y no a la mera exhibición como el de Betty—, y al instante ella temblaba paralizada de terror. Así que Jerry la dejó con una serie de órdenes tan claras e indudables que ni siquiera su cabeza alocada podía malinterpretarlas.

Sin embargo esa noche Jabavu solo piensa que está celoso de Jerry y que no permitirá que ningún otro hombre duerma con Betty. Habla tanto de eso que ella le dice, de mal humor, que aún no ha aprendido nada, pues sin duda le bastaría mirar a Jerry para darse cuenta de que las mujeres no le interesan en absoluto. Esas sutilezas de la ciudad son tan extrañas para Jabavu que le cuesta cierto tiempo entenderlo y cuando al fin lo hace no siente más que desprecio por Jerry, y ese desprecio lo lleva a decidir que es una tontería tenerle miedo y que se irá con los Mizi.

Por la mañana Betty lo despierta pronto y le recuerda que ha de reunirse con Jerry en un lugar determinado; Jabavu dice que no quiere ir, que prefiere volver con los hombres iluminados. En ese momento Betty se levanta de un salto y se agacha hacia él con el miedo en los ojos y le dice:

—¿No has entendido que Jerry te va a matar?

Jabavu contesta:

—Antes de que pueda matarme ya estaré en casa de los Mizi.

—No seas tan niño —dice ella—. Jerry no lo permitirá.

—No entiendo por qué no os cae bien el señor Mizi —dice Jabavu—. A él tampoco le gusta la policía.

—A lo mejor es porque Jerry le robó al señor Samu un dinero que pertenecía a la Liga y…

Pero Jabavu se ríe al oírlo y se gana su docilidad con abrazos y le susurra que volverá a casa de los Mizi, cambiará de vida y será honesto y luego se casará con ella. No lo hace queriendo, pero Betty lo ama y entre su miedo a Jerry y su amor por Jabavu no puede más que llorar, tumbada en la cama, con la cara escondida. Jabavu se inclina sobre ella y le dice que no puede más que pensar en la noche en que se verán de nuevo, algo que oyó decir a un vaquero en la película que vieron juntos, y luego le da un beso largo e intenso, exactamente igual que el que se dieron el vaquero y la chica adorable, y después se va, convencido de que llegará en seguida a casa del señor Mizi. Sin embargo, de inmediato ve a Jerry, que lo espera tras una de las chabolas altas de ladrillo.

Jabavu saluda a Jerry como si no lo sorprendiera verlo allí, aunque no lo engaña en absoluto, y los dos jóvenes se van hacia el mercado, que ya está abierto pese a la hora temprana porque los vendedores pasan la noche en sus puestos. Compran mazorcas de maíz hervidas, frías, y se las comen mientras caminan por la calle que lleva a la ciudad. Caminan con otros muchos; algunos van en bicicleta. Son más o menos las siete de la mañana. Hace ya una hora que los sirvientes, los pinches de cocina y las niñeras se han ido al trabajo, de modo que éstos son obreros de las fábricas. Jabavu ve sus ropas ajadas, ve lo pobres que son, ve que son mucho menos listos que Jerry y no puede evitar la sensación de felicidad por no ser uno de ellos. Le provoca tal resentimiento que el señor Mizi quisiera enviarlo a una fábrica, que empieza a burlarse de nuevo de los iluminados y Jerry se ríe y aplaude y de vez en cuando añade algo para espolearlo.

Así empieza el día más asombroso, aterrador y sin embargo excitante que Jabavu ha experimentado jamás. Todo lo que ocurre lo sorprende, le hace temblar, y aún así… ¿Cómo puede no admirar a Jerry, tan tranquilo, tan rápido, tan valiente? A su lado se siente como un niño, y eso que aún no han empezado a “trabajar”.

Porque Jerry lo lleva primero a la trastienda de un comerciante indio. Es una tienda para africanos y pueden entrar fácilmente con los demás, que entran y salen y merodean por la acera. Se quedan un rato en la tienda, oyendo la música de jazz que suena en el gramófono, y luego el indio empieza a mirarlos de un modo extraño y los dos jóvenes se cuelan en una habitación lateral, y de allí pasan a la trastienda. Está atiborrada de objetos de todas las clases: ropa de segunda mano, ropa nueva, relojes de pulsera y de pared, zapatos… No tiene fin. Jerry le dice a Jabavu que se quite la ropa. Lo hacen los dos y luego se ponen ropa normal para parecerse a todos los demás: pantalones cortos de color caqui, con un remiendo en la parte trasera los de Jabavu, y camisas blancas bastante sucias. Sin corbata y con sandalias de tela en los pies. Los pies de Jabavu están encantados de liberarse de los zapatos de piel gruesa, aunque le duela separarse de ellos así sea por un rato.

Luego Jerry coge una cesta grande en la que hay unas pocas verduras frescas y abandonan la trastienda, pero esta vez por la puerta que lleva a la calle. Jabavu pregunta quién es el indio, pero Jerry contesta con brusquedad que solo es un indio que los ayuda en su trabajo, cosa que no significa nada para Jabavu. Echan a andar por la zona de tiendas de africanos y de indios y Jabavu mira maravillado a Jerry, quien parece otra persona, más bien como un simple muchacho de pueblo, con la cara fresca y clara. Solo sus ojos siguen igual, rápidos, astutos, entrecerrados. Llegan a una calle de casas de blancos y Jerry y Jabavu se acercan a una puerta trasera a vender sus verduras. Una voz les grita que se vayan. Jerry mira rápidamente a su alrededor: hay una mesa en el porche trasero con un bonito mantel; lo arranca de un tirón, lo enrolla a tal velocidad que Jabavu apenas ve moverse los dedos, y el mantel desaparece bajo las verduras. Se alejan caminando despacio, como dos vendedores respetables. En la siguiente casa, una mujer les compra una col y, mientras busca dinero en el interior de la casa, Jerry saca por la ventana abierta un reloj y un cenicero, que también terminan escondidos bajo las verduras. En la casa siguiente no hay nada que robar porque la mujer está sentada haciendo punto en el porche trasero para verlo todo desde allí, pero en la siguiente hay otro mantel.

Entonces ocurre algo que hace sentir mal a Jabavu, aunque para Jerry es motivo de grandes risas: un policía les pregunta qué llevan en la cesta y Jerry le cuenta una historia larga y triste, muy confusa, según la cual acaban de llegar a la ciudad por primera vez y se han perdido, de modo que el policía se comporta con mucha amabilidad y les da buenos consejos.

Después de reírse del policía, Jerry dice:

—Ahora vamos a hacer algo serio, porque todo lo que hemos hecho hasta ahora era cosa de niños.

Jabavu contesta que no se quiere meter en ningún lío, pero Jerry le dice que si no obedece lo matará. Jabavu se preocupa, porque cuando Jerry se ríe y dice esas cosas nunca sabe si debe tomárselo en serio. En un instante piensa que es broma; al siguiente está temblando. Sin embargo, en algunos momentos, cuando bromean juntos, siente que le ha caído bien… En definitiva, Jerry le provoca mayor confusión que nadie a quien haya conocido hasta entonces. Se puede decir que Betty es así o asá, que el señor Mizi se comporta de tal o cual modo, pero con Jerry siempre hay una dificultad, una sombra, incluso en los momentos en que Jabavu no puede evitar que le caiga bien.

Van a una tienda para blancos. Es pequeña y está llena de gente. Un blanco atiende tras el mostrador y está siempre muy ocupado. Hay varias mujeres esperando para comprar algo. Una de ellas lleva un bebé en un cochecito, a cuyos pies ha dejado el bolso. Jerry mira el bolso y luego a Jabavu, quien entiende muy bien lo que eso significa. Se le enfría el corazón, pero la mirada de Jerry da tanto miedo que sabe que ha de coger el bolso.

La mujer habla con una amiga y menea el cochecito adelante y atrás, mientras el niño duerme. Jabavu siente que una humedad fría le recorre la espalda y se le aflojan las rodillas. Sin embargo espera hasta que el dependiente blanco se da la vuelta para coger algo de un estante y la mujer se pone a reír con su amiga y en ese momento coge el bolso con un gesto rápido y sale por la puerta. Una vez allí se lo queda Jerry y lo mete debajo de las verduras.

—No corras —le dice con tranquilidad.

Aunque mantiene la cara tranquila, sus ojos vuelan como dardos. Doblan la esquina deprisa y entran en otra tienda. En esa no roban más que un puñado de sal sin ningún valor. Luego, Jerry le dice a Jabavu con auténtica admiración:

—Vales mucho para este trabajo. Betty me dijo la verdad. Nunca había visto a nadie tan bueno con tan poca experiencia.

Jabavu no puede evitar sentirse orgulloso, porque Jerry no es de halago fácil.

Dejan esa parte de la ciudad y siguen robando en otro barrio, donde consiguen otro reloj, unas cucharas y tenedores y luego, por pura casualidad, un bolso que alguien ha dejado en la mesa de una cocina.

Entonces regresan a la tienda del indio. Allí Jerry regatea con el dueño, quien les da dos libras por los diversos artículos, además de las cinco libras que hay entre los dos bolsos. Jerry le da a Jabavu un tercio del dinero, pero éste se enfada tanto de golpe que Jerry finge tomárselo a risa, le dice que solo era una broma y le da la mitad que le corresponde. Luego, le dice:

—Son las dos de la tarde. En estas pocas horas hemos ganado tres libras cada uno. El indio corre el riesgo de vender objetos robados que alguien podría reconocer. Nosotros estamos a salvo. Bueno, ¿qué te parece este trabajo?

Jabavu, tras una pausa quizás demasiado larga que provoca una mirada suspicaz de Jerry, contesta:

—Creo que está muy bien. —Luego añade con timidez—: Pero mi licencia para buscar trabajo solo vale para catorce días y ya han pasado unos cuantos.

—Yo te enseñaré lo que has de hacer —dice Jerry, despreocupado—. Es fácil. Vivir aquí es muy fácil para quien recurre a sus amigos. Además, hay que saber cuándo gastar dinero. Y hay otras cosas. Es útil tener una amiga que se haga amiga de algún policía. Nosotros tenemos dos mujeres así. Cada una de ellas tiene un policía. Si hay problemas, esos dos policías nos ayudan. Las mujeres son muy importantes en este trabajo.

Jabavu piensa, y después contesta con rapidez:

—¿Betty es una de esas mujeres?

Jerry, que esperaba la pregunta, responde con calma:

—Sí, a Betty se le da muy bien la policía. —Y luego añade—: No seas tan tonto. Entre nosotros no hay celos. No lo permito. Yo no tendría mujeres en la banda porque son muy malas para el trabajo, pero son útiles con la policía. Y te advierto una cosa: no pienso aceptar problemas con la policía. Si Betty te dice: “Esta noche viene mi policía”, te callas. Si no…

Jerry enseña un trozo del mango del cuchillo por el borde del bolsillo para que Jabavu lo vea. Sin embargo sigue sonriendo con cara amistosa, como si todo fuera una broma. Jabavu sigue andando en silencio. Por primera vez entiende que ahora forma parte de la banda, que Jerry es el líder, que Betty es su mujer. Y ese estado de cosas… ¿cuánto va a durar? ¿No hay manera de escapar? Tímidamente, pregunta:

—¿Desde cuándo existe esta banda?

Jerry tarda un poco en contestar. Todavía no se fía de Jabavu. Sin embargo, ha cambiado de opinión respecto a él desde esta mañana. El plan original consistía en hacerle robar algo y luego asegurarse de que tuviera problemas con la policía de modo que no hubiera nadie más implicado, para neutralizar su peligro. Pero le ha impresionado tanto la rapidez y la inteligencia de Jabavu para el “trabajo” que ahora desea conservarlo. Piensa: “Después de una semana de buena vida, cuando haya robado varias veces y tal vez se haya metido en una o dos peleas, tendrá demasiado miedo para acercarse al señor Mizi. Será uno de nosotros y no representará ninguna amenaza”.

—Hace dos años que soy el jefe de esta banda. Somos siete, dos mujeres y cinco hombres. Los hombres se encargan de robar, como hemos hecho esta mañana. Las mujeres se hacen amigas de la policía, o de cualquiera que pueda representar un peligro. Además, captan chicos de las aldeas que llegan a la ciudad y les roban. No dejamos a las mujeres salir a robar a la calle porque no lo hacen bien. Y no les contamos las cosas de la banda, porque hablan mucho y hacen tonterías.

Aquí viene una pausa y Jabavu entiende que Jerry está pensando que él también ha hecho las mismas tonterías que Betty. Pero le halaga que Jerry le cuente cosas que se ocultan a las mujeres. Pregunta:

—Me gustaría saber otras cosas. ¿Qué pasan si cogen a uno de nosotros?

—En los dos años que llevo como jefe de la banda —contesta Jerry— nunca han cogido a nadie. Tenemos mucho cuidado. Pero si te pillan no hablarás de los otros, porque si no te pasará algo que no te va a gustar nada. —De nuevo muestra parte del cuchillo y otra vez sonríe como si fuera una broma. Cuando Jabavu le plantea otra pregunta, dice—: Ya basta por hoy. Aprenderás las cosas de la banda a su debido tiempo.

Jabavu piensa en lo que le han contado y entiende que de hecho sabe bien poca cosa y que Jerry no se fía de él. Entonces renace en su interior el anhelo por el señor Mizi y se maldice amargamente por haberse escapado. Sigue pensando con tristeza en el señor Mizi durante el camino, sin fijarse apenas en lo que hacen.

Se han encaminado hacia una hilera de casas donde vive la gente de color. Entran en una que está llena de gente, con niños por todas partes, van hasta la parte trasera y se meten en una habitación pequeña y oscura que huele mal. Hay un hombre de color tumbado en una cama, en un rincón, y Jabavu oye los jadeos de su respiración incluso antes de entrar. El hombre se levanta y, en la penumbra, Jabavu ve a un señor encorvado, enjuto, tan enfermo que su color natural se convierte en amarillo, con los ojos asomados entre la goma blanquecina que le espesa las pestañas y la boca abierta cada vez que jadea. En cuanto ve a Jerry le da una palmada en el hombro y éste se la devuelve con demasiada fuerza, porque el enfermo se echa hacia atrás, tose, resopla y cierra los brazos en torno al dolorido pecho, aunque se ríe también en cuanto recupera la respiración. A Jabavu le asombra esa risa terrible y tan frecuente entre esta gente, pues no encuentra ninguna gracia en lo que acaba de ocurrir. Sin duda resulta feo y terrible que este hombre esté tan enfermo en esa habitación tan sucia y terrible, con niños desastrados y sucios correteando y gritando por los pasillos. A Jabavu lo paraliza el horror del lugar, pero Jerry se sigue riendo y dirige unos cuantos insultos —rudos, alegres— al hombre de color, que se los devuelve entre carcajadas. Luego miran los dos a Jabavu y Jerry dice:

—Ahí tienes otro pinche para tu cocina.

Los dos se parten de risa hasta que el hombre empieza a toser de nuevo y termina tan agotado que se ha de apoyar en la pared con los ojos cerrados, mientras su pecho sube y baja. Al final, con una dolorida sonrisa, jadea:

—¿Cuánto?

Jerry empieza a regatear, igual que antes con el indio. El hombre de color, entre toses y jadeos, se empeña en que quiere dos libras por fingir que Jabavu trabaja para él, y que las quiere cada mes; Jerry dice que diez chelines y al final se ponen de acuerdo en una libra y Jabavu se da cuenta de que ya lo sabían desde el principio, así que no entiende por qué dedican tanto tiempo a ese largo regateo entre esas toses tan feas y dolorosas y el hedor de la enfermedad. Luego el hombre de color le da una nota a Jabavu en la que afirma querer contratarlo como cocinero y escribe su nombre en su situpa. Luego, mirándolo de cerca, muestra sus dientes sucios y rotos y dice en un suspiro:

—Así que serás un buen cocinero, je, je, je…

Los dos jóvenes salen, cierran la puerta y recorren el oscuro pasillo entre los niños para salir a la fresca y adorable luz del sol, que tiene el poder de lograr que esa casa fea y desastrada parezca agradable entre los hibiscos y los franchipanieros.

—Ese hombre morirá pronto —dice Jabavu, en voz baja, desanimado.

La única respuesta de Jerry:

—Bueno, al menos durará un mes y luego habrá otros que te hagan el mismo favor por una libra.

A Jabavu le pesa tanto el corazón por el miedo a la enfermedad y a la fealdad que piensa: “Me voy ahora mismo, no puedo quedarme con esta gente”. Cuando Jerry le dice que ha de ir a la oficina de licencias para que registren su empleo, piensa: “Ahora aprovecharé la ocasión para ir corriendo a casa del señor Mizi”. Pero Jerry no tiene la menor intención de concederle esa oportunidad. Pasea con él hasta la oficina de licencias, compra por el camino una botella de whisky de los blancos a otro hombre de color que se dedica a ese negocio ilegal y mientras Jabavu aguanta en la cola de la oficina Jerry lo espera contento, con la botella bajo la chaqueta, e incluso habla con el policía.

Cuando al fin examinan la situpa de Jabavu y dan el asunto por concluido, vuelve hacia Jerry pensando: “Vaya, qué atrevido es este Jerry. Nada le da miedo, ni siquiera hablar con un policía mientras esconde una botella de whisky bajo la chaqueta”.

Caminan juntos de vuelta al Distrito de los Nativos y Jerry le dice entre risas:

—Ahora tienes un trabajo y eres un chico bueno. —Jabavu ríe tan fuerte como puede. Luego Jerry añade—: Así que tu amigo, el señor Mizi, estará contento contigo. Eres un trabajador muy respetable.

De nuevo se ríen los dos y Jerry dirige a Jabavu una mirada fría y fruncida, porque sobre todo no tiene un pelo de tonto y sabe que la risa de Jabavu suena como si quisiera llorar. Está pensando en cómo manejar a Jabavu cuando se alía la suerte con él, porque la señora Samu se cruza en su camino con su vestido blanco y su gorra, de camino a trabajar en el hospital. Primero mira a Jabavu como si no lo conociera de nada; luego le dirige una sonrisilla fría, mínima, lo máximo que puede hacer, y en realidad se lo debe al corazón de la señora Mizi, que no ha hecho más que repetir: “Pobrecito, no se le puede culpar, solo nos puede dar pena”, y cosas por el estilo. La señora Samu tiene mucho menos corazón que la señora Mizi, y en cambio mucha cabeza, y cuesta distinguir cual de los dos órganos es más útil. Es este caso, está pensando: “Seguro que hay cosas más merecedoras de mi preocupación que un pequeño maleante de los matsotsi”. Y sigue andando hacia el hospital, pensando en una mujer que ha parido un bebé con una infección en los ojos.

Los ojos de Jabavu están llenos de lágrimas y arde en deseos de correr detrás de la señora Samu y pedirle su protección. Pero, ¿cómo puede protegerlo de Jerry una mujer?

Jerry empieza a hablar con inteligencia de la señora Samu. Se ríe y dice que son unos hipócritas. Que hablan de bondades y delitos, y sin embargo la señora Samu es la segunda esposa del señor Samu, quien trató a la primera tan mal que acabó muriendo y ahora la señora Samu solo es una zorra que siempre está dispuesta, incluso se insinuó al propio Jerry en un baile; le hubiera bastado un empujón para hacerla suya… Luego pasa al señor Mizi y dice que es tonto por fiarse de la señora Mizi, que siempre está invitando a todo el mundo con la mirada y no hay ni un alma en el Distrito que no sepa que se acuesta con el hermano de la señora Samu. Todos esos iluminados son iguales, sus mujeres son ligeras, son como una manada de babuinos, no son mejores… Y Jerry sigue hablando así, riéndose de ellos, hasta que Jabavu, que no olvida la frialdad de la sonrisa de la señora Samu, se muestra de acuerdo con poco entusiasmo y luego hace una broma burda sobre el uniforme de la señora Samu, que le aprieta mucho las nalgas, y de pronto los dos se parten de risa y dicen que si las mujeres son esto y lo otro… Después vuelven con los demás, que ya no están en la tienda abandonada porque no conviene pasar demasiado tiempo en el mismo sitio, sino en otro antro, mucho peor que el de la señora Kambusi. Pasan allí la noche y Jabavu vuelve a beber skokian, pero esta vez con discreción por temor a lo que sentirá al día siguiente. Mientras bebe se da cuenta de que Jerry apenas prueba un sorbo de vez en cuando, pero finge estar borracho y al mismo tiempo vigila la forma de beber de Jabavu. Jerry está contento porque ve que Jabavu es sensato, aunque no acaba de gustarle porque necesita creer que solo él es más fuerte que los demás. Y por primera vez se le ocurre que tal vez Jabavu sea demasiado fuerte, demasiado listo, que tal vez algún día se convierta en un desafío para él. Pero esconde todos esos pensamientos tras los ojos fríos, entrecerrados, se limita a mirar y esa misma noche, a última hora, habla con Jabavu de igual a igual y le dice que se han de encargar de que todos esos tontos lleguen a la cama sin sufrir daño alguno. Jabavu se lleva a Betty y a dos jóvenes a la habitación de ésta, donde caen como leños al suelo y roncan de tanto skokian, y Jerry se lleva a una chica y a los demás a un lugar que conoce, una vieja choza de paja al borde de la llanura.

Por la mañana Jerry y Jabavu se despiertan con la mente despejada, dejan a los demás durmiendo la mona y se van juntos a la ciudad, donde roban con mucho provecho e inteligencia otro reloj, dos pares de zapatos, una almohada robada a un niño bajo su cabeza y, lo más importante, unas baratijas que, según Jerry, son de oro. Cuando el indio ve todas esas cosas ofrece mucho dinero por ellas. En el camino de vuelta hacia el Distrito, Jerry dice:

—Y el segundo día sacamos cada uno cinco libras…

Y mira con dureza a Jabavu, para asegurarse de que lo entiende. Jabavu lleva mejor hoy lo del señor Mizi, pues está orgulloso de sí mismo por no haberse bebido el skokian y por haber trabajado tan bien junto a Jerry que no se pueden establecer diferencias entre los dos.

Esa noche van todos a la tienda abandonada y beben whisky, que es mucho mejor que el skokian porque no les marea. Juegan a las cartas y comen bien. Jerry se pasa todo el rato vigilando a Jabavu con una sensación ambivalente. Ve que hace lo que quiere con Betty, aunque ésta nunca se había comportado con esa humildad y ansiedad con ningún hombre. Ve que lleva cuidado con lo que bebe; él nunca había visto a un chiquillo de aldea aprender tan rápido con el alcohol. Ve que los otros, tras apenas dos días, ya lo tratan casi con tanto respeto como a él. Y eso no le gusta nada. No se le nota lo que piensa y Jabavu cada vez lo tiene más por un amigo. Al día siguiente van juntos de nuevo a las calles de los blancos y roban, y luego beben whisky y juegan a las cartas. Lo mismo al día siguiente, y así pasa una semana. Durante todo ese tiempo Jerry habla con suavidad, educado, sonriente; sus ojos fríos y vigilantes se esconden en la discreción y en la astucia; Jabavu habla de sus sentimientos abiertamente. Ya le ha contado cuánto quiere a la señora Mizi, cuanto admira al señor Mizi. Le habla con la libre confianza de un niño y Jerry lo escucha y le tira de la lengua con palabras suaves y taimadas, o con sonrisas, hasta que al terminar la semana empiezan a hablar de una manera bien extraña. Jerry dice:

—Bueno, y los Mizi…

Y Jabavu contesta:

—Ah, son muy listos, y son valientes.

Y Jerry, con voz suave y educada:

—¿De verdad te lo parece?

—Amigo, ésos solo piensan en los demás —contesta Jabavu.

—¿Eso crees? —dice Jerry, con esa voz suave, mortal, educada.

Y luego sigue hablando, sin darle mayor importancia, sobre los Mizi y los Samu, le cuenta que una vez hicieron tal o cual cosa, que si son muy astutos… Y al fin afirma con violencia repentina: “Ah, vaya maleante”. O bien: “Menuda zorra”. Jabavu se ríe entonces y está de acuerdo. Es como si hubiera dos Jabavus y la astuta lengua de Jerry permitiera la existencia de uno de ellos, aunque el propio Jabavu apenas se da cuenta. Parece extraño que un hombre pueda pasar el tiempo robando, bebiendo y haciendo el amor con una chica de la ciudad y al mismo tiempo se vea a sí mismo como algo bien distinto; como alguien que se convertirá en un iluminado. Sin embargo, así lo ve Jabavu. Está tan confundido, tan atrapado en el círculo del robo, de la buena comida y la bebida, del robo otra vez, y luego Betty por la noche, que parece un buey joven, fuerte pero medio destrozado, obligado a trabajar por una cuerda atada a sus cuernos; el hombre no se permite a sí mismo notar la cuerda, pero a veces sí la nota.

Un buen día, Jerry le pregunta como quien no quiere la cosa:

—Así que nos dejarás para irte con los iluminados.

Y Jabavu, con la simpleza de un niño, contesta:

—Sí, eso es lo que quiero hacer.

Por primera vez, Jerry se permite reírse de eso. El miedo recorre a Jabavu como un cuchillo y piensa: “Hablarle así a Jerry es una tontería”. Sin embargo, al poco rato Jerry bromea de nuevo y le dice:

—Esos maleantes…

Como si le divirtiera la tontería de los iluminados. Jabavu se ríe con él. La mayor astucia de Jerry con Jabavu consiste en su forma de usar la risa. Lo va empujando lentamente con sus bromas hasta que se pone serio y, de un momento a otro, le dice:

—Entonces, ¿nos dejarás cuando te hartes de nosotros para irte con el señor Mizi?

Y lo dice con tal seriedad que a Jabavu se le queda la lengua pegada y no puede contestar nada. Es como un buey empujado suavemente hacia el borde del campo, que de pronto siente la presión en la base de los cuernos y piensa: “¿Este hombre no pretenderá burlarse de mí?”. Y como no lo quiere entender se queda inmóvil, con las cuatro patas clavadas firmemente en la tierra, pestañeando como un tonto, mientras el hombre lo mira y piensa: “Pronto llegará la pelea, en cuanto este buey estúpido gruña y ruja y empiece a dar saltos sin darse cuenta de que no sirve de nada porque yo soy mucho más listo”.

De todos modos, Jerry no piensa en Jabavu como piensa el hombre en el buey. Porque, si bien es más astuto que él y tiene más experiencia, hay algo de Jabavu que no consigue manejar. Por momentos, piensa: “Quizá sería mejor dejar que este tonto se fuera con el señor Mizi. ¿Por qué no? Lo amenazaré con matarlo si le habla de nosotros y de nuestro trabajo…”. Pero no puede ser, precisamente por ese otro Jabavu que renace con sus chistes. Cuando esté con los Mizi, ¿no llegará un momento en que anhele la riqueza y la excitación de robar, los antros y las mujeres? Y entonces, ¿acaso no sentirá la necesidad de maldecir a los matsotsi, o incluso de delatarlos a la policía? Los nombres de toda la banda, de los hombres de color que los ayudan, del indio de la tienda… Jerry siente el amargo deseo de haberlo acuchillado mucho antes, la primera vez que Betty le habló de él. Ah, ahora desea haberlos matado a los dos. Sin embargo, él solo mata cuando es verdaderamente necesario y, desde luego, nunca a dos a la vez. Pero su odio por Jabavu, y especialmente por Betty, crece y se vuelve más profundo, hasta tal extremo que le resulta difícil disimularlo, sonreír y fingir tranquilidad y amistad.

Aun así lo hace con tanta gentileza que va empujando a Jabavu por el camino de la risa peligrosa. Sueltan unas bromas terribles y cuando Jabavu se asusta piensa: “Bueno, solo es una broma”. Es que hablan de cosas que apenas unas pocas semanas antes le hubieran hecho temblar. Primero aprende a reírse de la riqueza del señor Mizi, de cómo ese listo maleante esconde el dinero en su casa para engañar a todos los que se fían de él. Jabavu no se lo cree, pero se ríe, e incluso se suma a la broma y dice: “Qué tontos son”. O también: “Es más rentable dirigir la Liga para el Avance del Pueblo Africano que un antro”. Y cuando Jerry le cuenta que la señora Mizi se acuesta con todo el mundo, o que la señora Samu solo está en el movimiento porque así puede conocer a muchos hombres jóvenes, Jabavu dice que la señora Samu le recuerda al anuncio de los periódicos de los blancos: bébase esto y dormirá bien por la noche. Sin embargo, Jabavu no se cree todo eso en ningún momento, admira sinceramente a los iluminados y solo desea estar con ellos.

Luego Jerry aprieta más el lazo y dice:

—Algún día matarán a los iluminados por ser tan maleantes.

Y bromea al respecto de esa matanza. Jabavu necesita unos cuantos días para empezar a reírse de eso, pero al fin le resta importancia y se lo toma a broma, y así consigue reírse. Luego Jerry habla de Betty y cuenta que una vez mató a una mujer que se había vuelto peligrosa y se ríe y dice que las mujeres estúpidas son peores que las peligrosas y que sería buena idea matar a Betty. Pasan muchos días antes de que Jabavu se pueda reír de eso, y al fin lo consigue porque su corazón da saltos de alegría ante la idea de ver a Betty muerta. Es que Betty se ha convertido en una carga cada noche, hasta tal punto que Jabavu la teme. Le hace pasar las noches despierto y le dice: “Cásate conmigo y nos escaparemos a otra ciudad”. O también: “Matemos a Jerry para que seas el jefe de la banda”. O: “¿Me quieres? ¿Me quieres? ¿Me quieres?”. Jabavu piensa en las mujeres de antes, que no hablan día y noche de amor: mujeres con dignidad. Pero al final también se ríe. Los dos jóvenes ríen juntos, a veces dando tumbos por la calle, mientras hablan de Betty y de otras mujeres, dicen que son así o asá, hasta que todo cambia tanto que a Jabavu ya no le cuesta reír cuando Jerry habla de matar a Betty o a cualquier otro miembro de la banda. Hablan de los demás con desprecio, dicen que no son listos para el trabajo y que solo ellos, Jerry y Jabavu, tienen algo de inteligencia.

Sin embargo, por debajo de su amistad, ambos están muy asustados y ambos saben que pronto ha de ocurrir algo, ambos se vigilan de soslayo y se odian mutuamente y Jabavu piensa a todas horas en cómo irse con el señor Mizi, mientras que Jerry sueña por la noche con la policía y la cárcel, y a menudo con matar: sobre todo a Jabavu, pero también a Betty, porque su desprecio de Betty se está convirtiendo en una fiebre. A veces, cuando la ve frotar su cuerpo contra el de Jabavu, lleva la mano sigilosamente al cuchillo y lo toca con los dedos ansiosos por la necesidad de matar.

Toda la banda está confundida, como si tuviera dos jefes. Betty siempre está junto a Jabavu y esa deferencia influencia a los demás. Además, Jerry debe su liderazgo al hecho de que siempre mantiene la mente clara, nunca bebe, es más fuerte que todos. Pero ahora ya no es más fuerte que Jabavu. Es como si una levadura disolvente hubiera afectado a la banda, y para Jerry esa levadura lleva el nombre del señor Mizi.

Llega un día en que decide librarse de Jabavu de un modo u otro, por muy bien que se le dé robar.

Primero le habla con persuasión sobre las minas de Johannesburgo, le cuenta lo bien que se vive allí, cuánto dinero gana la gente como ellos. Pero Jabavu lo escucha con indiferencia y apenas dice: “Ya” y “Ah, ¿sí? ¿Qué sentido tendría para nadie emprender ese viaje peligroso y difícil hacia el sur en busca de las riquezas de la Ciudad del Oro, cuando su vida ya es bastante rica?”. Así que Jerry abandona el plan y escoge otro. Es peligroso, y él lo sabe. Quiere hacer un último intento de debilitar a Jabavu con el skokian. Lo lleva a los antros seis noches seguidas, aunque normalmente sugería a la gente de su banda que no probara el licor porque les ablandaba la voluntad y el pensamiento. La primera noche todo va como siempre: beben todos, menos Jerry y Jabavu. La segunda noche, lo mismo. La tercera, Jerry desafía a Jabavu a competir y éste se niega primero, pero luego acepta. Así que Jabavu y Jerry beben y éste sucumbe antes. Al cuarto día se despierta y se encuentra a la banda jugando a cartas y a Jabavu sentado junto a la pared, con la mirada perdida, recuperado. Jerry siente ahora un odio que no conocía antes. Ha bebido hasta marearse como un tonto por Jabavu, tanto que ha pasado horas seguidas debilitado e inconsciente, incluso mientras su banda jugaba a las cartas y probablemente se reía de él. Es como si ahora el jefe no fuera él, sino Jabavu. Este, por su parte, ha llegado a un punto de su desdicha en el que le ocurre algo muy extraño, como si lentamente el Jabavu real se apartara del ladrón y del maleante que bebe y roba y lo mirase con un tranquilo interés, sin importarle demasiado. Cree que ya no le quedan esperanzas. Nunca podrá volver con el señor Mizi; no podrá ser un iluminado. No hay futuro. Así que se mira y espera, mientras una oscura nube gris de desdicha se instala en su interior.

Jerry se acerca a él, escondiendo sus pensamientos, se sienta a su lado y lo felicita por tener una cabeza más fuerte que la suya. Halaga a Jabavu y luego se burla de los demás, que no lo pueden oír. Jabavu asiente sin mostrar interés. Luego Jerry empieza a insultar a Betty y a todas las mujeres, porque en esos momentos, cuando las odian, es cuando casi parecen buenos amigos. Jabavu sigue el juego, al principio con indiferencia y luego ya pone más voluntad. Pronto empiezan a reír juntos y Jerry se felicita por su astucia. A Betty no le gusta y se acerca; la rechazan los dos y se vuelve con los demás, llena de amargura, y se mete con ellos. Entonces Jerry dice que Betty es una mujer peligrosa y luego vuelve a contar que una vez mató a una chica de la banda que se enamoró de un policía al que se suponía que debía de mantener contento y bien predispuesto. En parte le dice eso para asustarlo, en parte para ver cómo reacciona ante la idea de matar a Betty. Y en la mente de Jabavu se agita una vez más la noción de que sería agradable que Betty desapareciera, porque siempre lo aburre con sus exigencias y sus quejas, pero se deshace de esa noción. Al ver que frunce el ceño, Jerry cambia de tema rápidamente y pasa a la broma de lo bueno que sería robar al señor Mizi. Jabavu permanece sentado en silencio y por primera vez empieza a entender las risas y las bromas, que la gente se ríe sobre todo de lo que más teme, que las bromas son más bien un plan para lo que algún día se hará cierto. Y piensa: “¿Será que Jerry ha estado pensando todo este tiempo en matar de verdad a Betty, o incluso en robar al señor Mizi?”. Y la noción de su propia estupidez es tan terrible que recupera la desdicha, desaparecida en un momento de camaradería con Jerry, y se sienta en silencio, apoyado en la pared, y ya nada le importa. Pero a Jerry eso le gusta más de lo que creía, porque cuando sugiere que se vayan a los antros, Jabavu se levanta de inmediato. En esa cuarta noche Jabavu bebe skokian y lo hace de buena gana, a placer, por primera vez desde que llegó al Distrito y lo probó en casa de la señora Kambusi. Jerry no bebe, sino que lo vigila, y siente un inmenso alivio. Ahora, piensa, Jabavu se tomará el skokian como los otros y eso lo volverá débil como los otros, y Jerry lo dominará como a los otros.

Al quinto día Jabavu duerme hasta tarde y se despierta cuando ya oscurece y descubre que los demás ya están hablando de volver a los antros. Pero solo de pensarlo le entra el mareo y dice que él no piensa ir, que se quedará mientras los demás se divierten. Luego se pone de cara a la pared y aunque Jerry bromea con él y trata de engatusarlo, no se mueve. Pero Jerry no puede contar a los demás que solo quiere que vayan al antro por Jabavu, así que se ha de ir con ellos, amargado y maldiciendo, porque Jabavu se queda en la tienda abandonada. Llega el sexto día y los miembros de la banda están borrachos, mareados y atontados por el skokian y Jerry apenas puede controlarlos. Jabavu está aburrido y tranquilo y permanece en su rincón, apoyado en la pared, concentrado en sus pensamientos, que deben de ser tristes y oscuros porque le pesan en la cara. Jerry piensa: “La noche antepasada, cuando aceptó beber, tenía el mismo humor que hoy”. Provoca a Jabavu para que beba y éste le hace caso. Es la sexta noche. Jabavu se emborracha como la última vez, con los demás, y Jerry permanece sobrio. Al séptimo día, Jerry piensa: “Hoy será el último. Si Jabavu no viene al antro esta noche por su propia voluntad, abandonaré este plan y probaré con otro”.

Ese séptimo día Jerry está desesperado de verdad, aunque no se le note en la cara. Está sentado contra la pared, mientras sus manos reparten y recogen las cartas y las mira como si nada más le interesara. Sin embargo, de vez en cuando echa un vistazo a Jabavu, que permanece sentado frente a él, sin moverse. Los demás están todavía inconscientes, tumbados en el suelo, gruñendo y quejándose con voces pastosas.

Betty está tumbada cerca de Jerry, un bulto desparramado y desagradable; él la mira y la odia. Está lleno de odio. Piensa que hace dos meses tenía la banda más provechosa del Distrito, no corría ningún peligro, tenía bien controlada a la policía y no parecía haber razón alguna por la que eso no pudiera durar mucho tiempo. Sin embargo, de repente Betty le cogió gusto a ese tal Jabavu y ahora todo está a punto de terminar, la banda está inquieta, Jabavu sueña con el señor Mizi y ya nada parece claro ni seguro.

Es culpa de Betty; la odia. Es culpa del señor Mizi; si pudiera lo mataría, porque en verdad odia más al señor Mizi que a nadie. Pero matar al señor Mizi sería una tontería. Bien pensado, matar a quien sea es una tontería, salvo cuando se vuelve necesario. No debe matar sin necesidad. Pero la idea de matar ha invadido su mente y no hace más que mirar a Betty, que rueda borracha por el suelo, y desea matarla por haber originado todo ese problema. Salen las cartas de su mano —¡flic, flic, flic!—, y el ruidito de cada carta le suena como una cuchillada.

De repente Jerry recupera el control de sí mismo y se dice: “Estoy loco. ¿Qué es esto? Nunca en la vida he hecho nada sin pensarlo, o sin una causa, y ahora estoy aquí sentado sin un plan, esperando que pase algo… ¡Desde luego, este Jabavu me ha vuelto loco”.

Mira a Jabavu, frente a él, y le pregunta en tono agradable:

—Esta noche vendrás a pasártelo bien al antro, ¿eh?

Pero Jabavu contesta:

—No, no voy a ir. Ya he probado cuatro veces el skokian y ahora sé que lo que dicen es cierto. No lo volveré a beber.

Jerry se encoge de hombros y desvía la mirada. “¡Vaya! —piensa—. Bueno, ha fallado el plan. Otras veces había funcionado. Pero si ha fallado he de pensar y tomar una decisión. Tiene que haber una manera, siempre la hay. ¿Cuál?” Luego piensa: “¿Y por qué me quedo aquí sentado? Ya me pasó otra vez y se pusieron las cosas difíciles, pero eso era en otra ciudad y me fui para venir aquí. Es fácil. Me puedo ir al sur, a otra ciudad. Siempre hay algún tonto, y los tontos siempre trabajan para gente como yo”. Pero luego, justo cuando su mente empieza a dar la bienvenida a ese nuevo plan, le ataca una vanidad alocada: “¿He de abandonar esta ciudad, en la que tengo contactos y conozco a los suficientes policías y tengo una organización, solo por este Jabavu? De eso nada”.

Sigue sentado y reparte las cartas mientras todos esos pensamientos cruzan su mente sin que su cara los revele, y la rabia, el miedo y la vanidad desdeñosa le hierven por dentro. “Algo pasará —piensa—. Algo. Espera.”

Espera y pronto se hace de noche. A través de los cristales sucios de las ventanas entra un destello de luz rojiza de la puesta de sol y traza manchas y charcos oscuros en el suelo. Jerry los mira. “Sangre”, piensa. Lo invade un anhelo inmenso. Sin pensar, desliza un poco el cuchillo y acaricia amorosamente el mango. Ve que Jabavu lo está mirando y que de pronto se echa a temblar. Jerry siente una satisfacción inmensa. Ah, cómo le gusta ese escalofrío. Desliza un poco más el cuchillo y dice:

—Aún no has aprendido a perderle el miedo como deberías.

Jabavu mira el cuchillo, después a Jerry, y desvía luego la mirada.

—Me da miedo —contesta simplemente.

Jerry vuelve a guardar el cuchillo. Por un momento le vuelve a acosar el mismo pensamiento: “Esto no es más que una locura.” Luego desaparece de nuevo.

Ahora los pies de Jerry están sumidos en un charco de luz rojiza que entra por la ventana; los aparta deprisa, se levanta, coge unas velas que estaban escondidas en un estante alto, las engancha con su propio sebo en las cajas y las enciende. La luz rojiza desaparece. La luz de las velas ilumina la sala y muestra las cajas de embalar, las botellas amontonadas en los rincones, los cuerpos acurrucados de los borrachos y las telarañas de las vigas. Es la escena familiar de la camaradería en la bebida y en el juego, y el anhelo de matar desaparece. Jerry vuelve a pensar: “He de preparar un plan, no debo esperar que pase algo”. Entonces, de uno en uno los cuerpos empiezan a moverse, gruñen, se sientan, se sostienen la cabeza entre las manos. Luego se ríen con debilidad. Cuando Betty logra alzarse del suelo se da cuenta de que está lejos de Jabavu y se arrastra hacia él y cae tumbada sobre sus rodillas, pero él la aparta con tranquilidad. Al verlo, por alguna razón, Jerry se irrita. Reprime el malestar y piensa: “He de conseguir que estos tontos recuperen la sensatez y esperar a que se les pase el efecto del skokian y luego…, luego prepararé un plan”.

Llena una lata grande de té con agua de la pava que ha puesto a hervir sobre un fuego, en el suelo, y reparte tazas para todos, incluido Jabavu, que la deja a un lado sin tocarla siquiera. A Jerry le molesta, pero no dice nada. Los demás beben y les va bien para el mareo; se van sentando, todavía con la cabeza entre las manos.

—Quiero ir al antro —dice Betty, balanceándose adelante y atrás, a uno y otro lado—. Quiero ir al antro.

Los demás repiten sin pensar:

—Sí, sí, al antro.

Jerry se da la vuelta con brusquedad y los fulmina con la mirada. Luego reprime la irritación. Se les desvanece el deseo con la misma rapidez con que llegó. Se olvidan del antro y se beben el té. Jerry prepara otra lata, aún más fuerte, y rellena las tazas. Beben. Jabavu contempla la escena como si ocurriera muy lejos. En voz baja, comenta:

—El té no tiene suficiente fuerza para silenciar la rabia del skokian. Lo sé. Cuando lo he bebido ha sido como si mi cuerpo quisiera caerse a pedazos. Y eso que ellos llevan una semana bebiendo cada noche.

Jerry permanece cerca de Jabavu y hay un temblor en su cara. Le ha vuelto a entrar una violenta necesidad de matar; la reprime una vez más. Piensa: “Será mejor que abandone a estos idiotas ahora mismo…” Pero una corriente de acrecentada vanidad inunda esa idea sensata. Vuelve a pensar: “Puedo conseguir que hagan lo que yo quiera. Siempre hacen lo que quiero”.

Con calma, les dice:

—Será mejor que cojáis un trozo de pan cada uno y os lo comáis. —Luego se dirige a Jabavu en voz baja—. Cállate. Si vuelves a hablar te mataré.

Jabavu se encoge de hombros con indiferencia y sigue mirando. En la oscuridad de sus ojos hay una mirada vacía que asusta a Jerry.

Betty se tambalea para levantarse y camina, con las rodillas temblorosas, hasta un espejo colgado de un clavo en la pared. Pero antes de llegar dice:

—Quiero ir al antro.

De nuevo los demás repiten sus palabras y se levantan, plantando los pies con firmeza en el suelo para no caerse.

—Callaos. Esta noche no vais al antro —grita Jerry.

Betty suelta una risotada aguda y débil y contesta:

—Sí, al antro. Sí, sí, qué ganas tengo de ir al antro…

Las palabras se han empezado a formar solas y parece que van a continuar, de modo que Jerry agarra a Betty por los hombros y la menea.

—Cállate —le dice—. ¿Me has oído?

Betty se ríe, se balancea, lo abraza y le dice:

—El bueno de Jerry, el guapo de Jerry, oh, Jerry, por favor…

Habla como los niños cuando se empeñan en conseguir algo. Jerry, que se ha quedado rígido mientras ella lo tocaba, vuelve a agitarla y luego la suelta de un empujón. Ella camina hacia atrás a trompicones hasta que llega a la otra pared y se cae despatarrada, venga a reír y reír, hasta que consigue levantarse de nuevo y tambalearse otra vez hacia Jerry; los demás ven lo que está haciendo y lo encuentran muy divertido y van con ella, de modo que Jerry se ve rodeado y todos lo abrazan y le dan palmadas en los hombros y todos dicen con voces infantiles y agudas, entre risas que parecen muelles que se estiraran para abrirse paso y salir por sus labios:

—El bueno de Jerry, sí, el guapo de Jerry, el listo de Jerry.

Y Jerry ladra:

—A callar. Atrás. Os mataré a todos.

La voz los sorprende y se quedan callados un momento. Es aguda, temblorosa, alocada. Se le contrae la cara y le tiemblan los labios. Se quedan a su alrededor, mirándolo, luego se miran entre ellos y se apartan todos para sentarse, todos menos Betty, que sigue delante de él. Tiene la boca estirada de un modo que bien podría dar paso a una sonrisa o al llanto, pero es de nuevo la risa lo que sale, una risa aguda como un cacareo, igual que una gallina; se balancea hacia delante y por tercera vez abraza a Jerry y empieza a pegar su cuerpo al suyo. Jerry se queda quieto. Los demás miran y solo ven que Betty lo abraza y se pega a él, lo rodea con los brazos y con todo el cuerpo, y se ríe sin parar. Luego deja de reír y las manos se sueltan y caen a ambos lados. Jerry la sostiene con una mano por la espalda. Sueltan todos una carcajada porque les parece muy divertido. Betty está haciendo una especie de broma, así que se han de reír.

Pero Jerry, en un arranque de rabia y odio que nunca antes había experimentado, acaba de clavarle el cuchillo a Betty y el movimiento le ha dado un placer que no había sentido jamás en la vida. Ahí está, sosteniéndola, y por un instante no piensa en nada. Después se desvanece la locura de la rabia y el placer y Jerry piensa: “Estoy loco de verdad. Matar a alguien por nada, llevado por esta rabia…”, sigue sosteniéndola, intenta pensar en algo rápido y entonces ve que Jabavu lo está mirando desde el suelo, justo a su lado, con un lento pestañeo de asombro, y se le ocurre el plan. Se tambalea un poco, como si Betty pesara demasiado, y luego, sin soltarla, se deja caer de lado encima de Jabavu para rodar después y apartarse.

Jabavu siente una humedad cálida fluir desde Betty y piensa: “La ha matado y ahora dirá que he sido yo”. Se levanta despacio mientras Jerry grita:

—La ha matado Jabavu. Mirad, ha matado a Betty porque estaba celoso.

Jabavu no habla. Le impresiona lo que está pensando. El enorme alivio de ver a Betty muerta. No se había dado cuenta de lo harto que estaba de esa mujer, cómo le pesaba saber que nunca podría quitársela de encima. Y ahora está muerta delante de él.

—Yo no la he matado —dice—. No he sido yo.

Los demás se quedan quietos mirando como si fueran polluelos.

—Ese maleante… Ha matado a Betty —grita Jerry.

—Que no he sido yo —repite Jabavu.

Ellos vuelven primero la mirada hacia Jerry y le creen, luego miran a Jabavu y le creen.

Jerry no lo dice más. Se da cuenta de que son demasiado estúpidos para mantener mucho rato en la mente la misma idea.

Se sienta en una caja de embalar y mira a Betty, mientras piensa deprisa y con intensidad.

Jabavu, al cabo de un largo, muy largo silencio, sin dejar de mirar a Betty, se sienta en otra caja. Crece en su interior una desesperación tan grande que apenas logra mover las extremidades. Piensa: “Ya no queda nada. Jerry dirá que la he matado. Nadie me va a creer. Y —qué terrible pensamiento—, me ha encantado que la matara. Encantado. Todavía estoy encantado”. De ahí, a oscuras, su mente pasa a la siguiente noción: “Es justo. Es un castigo”. Se queda sentado, pasivo, balanceando las manos en el aire y con la mirada vacía.

Los demás se van sentando poco a poco en el suelo, se acurrucan juntos en busca de Consuelo ante esa muerte que no comprenden. Solo saben que Betty está muerta y concentran los ojos abiertos y vacíos en Jerry, esperando a ver qué hace.

Jerry, después de repasar los planes posibles, relaja su tenso cuerpo e intenta dotar de calma y confianza a su mirada. Primero tiene que librarse del cadáver. Luego ya llegará el momento de pensar en lo siguiente.

Se vuelve hacia Jabavu y le dice con voz ligera y amistosa:

—Ayúdame a sacar a esta estúpida a la hierba.

Jabavu no se mueve. Jerry repite las mismas palabras y Jabavu sigue inmóvil. Jerry se levanta, se planta delante de él y se lo ordena. Jabavu alza lentamente la mirada y menea la cabeza.

Entonces Jerry se acerca más a Jabavu, de espaldas a los demás, con el cuchillo en las manos, y presiona con él ligeramente el cuerpo de Jabavu.

—¿Crees que me da miedo matarte a ti también? —pregunta en una voz tan baja que solo él puede oírlo.

Los demás no ven el cuchillo, solo que Jerry y Jabavu están pensando cómo deshacerse de Betty. Empiezan a llorar un poco, gimotean.

Jabavu vuelve a menear la cabeza. Luego, siente la presión del cuchillo y mira hacia abajo. La punta roza la carne, nota un pinchazo frío. Un pensamiento de enfado acude a su mente: “Me está cortando la chaqueta elegante”. Entrecierra los ojos y dice con furia:

—Me estás cortando la chaqueta.

Jerry piensa que está loco, pero es un momento de debilidad que conoce y entiende bien. Luego, con toda la fuerza de su voluntad, achina la mirada, la clava en los ojos vacíos de Jabavu y le dice:

—Ven, haz lo que te digo.

Jabavu se levanta despacio y, a una señal de Jerry, levanta los pies de Betty. Jerry la coge por los hombros. La llevan hasta la puerta y Jerry, alzando la voz para que penetre la niebla del alcohol, ordena:

—Apagad las velas.

Nadie se mueve. Jerry vuelve a gritar y el joven que duerme por las noches con él se levanta y apaga lentamente todas las velas. La habitación queda a oscuras y se oye un gemido de miedo, pero Jerry dice:

—No encendáis las velas. Si no, vendrá a buscaros la policía. Vuelvo enseguida.

Cesa el gemido. Se oye una respiración pesada y asustada, pero nadie se mueve. Pasan de la negrura de la sala a la negrura de la noche. Jerry suelta el cuerpo, cierra la puerta y luego asegura la ventana con unas piedras. Luego vuelve y levanta de nuevo los hombros. El cuerpo pesa mucho y se les balancea entre las manos mientras lo sostienen. Jerry no dice nada y Jabavu también guarda silencio. La cargan un buen rato entre la hierba y la maleza, sin meterse por los caminos, y al fin la sueltan en una zanja profunda, detrás de uno de los antros. No la encontrarán hasta la mañana siguiente y entonces los sospechosos serán los que hayan ido a beber a ese antro, no Jerry y Jabavu. Luego corren a toda prisa hasta la tienda abandonada y al entrar oyen los aullidos y los lamentos de los demás, entre el terror de la oscuridad y su torpeza de entendimiento. Alguien ha roto un cristal para intentar escaparse por la ventana, pero las piedras han aguantado bien. Están todos apelotonados contra la pared, sin el menor coraje. Jerry enciende las velas y dice.

—¡Callaos!

Vuelve a gritar y consigue que se callen.

—¡Sentaos! —grita.

Se sientan todos. El también toma asiento junto a la pared, coge las cartas y finge que está jugando.

Jabavu se está mirando la chaqueta. Está empapada de sangre. Al estirar la tela sobre el pecho ve que tiene un pequeño corte por donde ha entrado el cuchillo. Se está preguntando cómo puede ser tan tonto para que le importe la chaqueta. ¿A quién le importa una chaqueta? Sin embargo, incluso en ese momento, Jerry señala con un gesto de la cabeza hacia un gancho que hay en la pared, de donde cuelgan varias chaquetas y abrigos, y Jabavu se acerca hasta allí, descuelga una chaqueta azul bonita y vuelve a mirar a Jerry. Sus miradas cruzan con dureza el espacio que los separa. Jabavu desvía la suya. Jerry dice:

—Quítate la camisa y la camiseta. —Jabavu obedece. Jerry da más órdenes—: Ponte una camiseta y una camiseta de las que encontrarás en esa caja.

Jabavu se acerca a la caja como si no tuviera voluntad propia, busca una camiseta y una camisa de su talla, se las pone y luego se pone la chaqueta azul. Entonces Jerry se levanta deprisa, se arranca la chaqueta y la camisa, llenas de sangre, limpia con ellas el cuchillo y le pasa el bulto a Jabavu.

—Llévate mi ropa con la tuya y en fiérrala —le dice.

De nuevo los dos pares de ojos se entrelazan y Jabavu desvía la mirada. Coge toda la ropa ensangrentada y sale. En la oscuridad se encamina hacia la zona en que la maleza es más espesa y allí cava con un palo afilado. Entierra la ropa y vuelve a la tienda. Al entrar se da cuenta de que Jerry ha estado hablando y hablando sin parar a los demás para explicarles que él, Jabavu, ha matado a Betty. Y, por el miedo que nota en sus miradas, sabe que se lo han creído.

Pero es como si al enterrar la ropa sucia y cortada hubiera enterrado también la debilidad con que soportaba a Jerry. Dice enseguida:

—Yo no he matado a Betty.

Luego se va hasta la pared, se sienta y queda listo para lo que vaya a suceder. Ya no le importa. En lo más hondo, no le importa. Jerry, al ver ese profundo abandono, lo interpreta mal. Piensa: “Ahora puedo hacer lo que me dé la gana con él. A lo mejor está bien haber matado a esa mujer. Al fin Jabavu hará lo que le diga”.

Por eso ignora a Jabavu, con quien se siente seguro, y se dirige a los demás para intentar calmarlos. Todos gimen y lloran y algunos gritan para pedir skokian como remedio para el miedo de esa noche terrible. Pero Jerry les habla con firmeza, les prepara otro té fuerte, da a cada uno un trozo de pan y les obliga a comérselo y finalmente les dice que se duerman. No pueden dormirse. Se acurrucan en un grupo, hablan de la policía, de que les echarán a todos la culpa del asesinato, hasta que Jerry les obliga a beberse un té en el que ha echado algo que compró a un indio, algo que sirve para dormir a la gente. Al poco rato están todos tumbados en el suelo, pero esta vez se trata de un sueño que los curará y despejará el mareo del skokian.

Pasan durmiendo las largas horas de la noche, gruñendo a veces, soltando también algún grito, palabras gruesas, asustadas. Jerry se sienta, juega a las cartas y mira a Jabavu, que no se mueve.

Ahora Jerry se siente muy confiado. Hace planes, los examina, los altera; su mente se mantiene ocupada toda la noche y el miedo y la debilidad desaparecen. Decide que matar a Betty es lo más inteligente que ha hecho jamás sin haberlo planificado.

La noche avanza entre el ruido de las cartas y los gruñidos de los que duermen. La luz entra gris por la ventana sucia; luego, cuando sale el sol, se vuelve rosa y dorada para alcanzar al fin una calidez amarilla y estable. Cuando el día llega de verdad, Jerry los despierta a patadas, pero de tal forma que ni siquiera lo recuerden cuando estén despiertos.

Se sientan y ven a Jerry jugando a cartas y a Jabavu desplomado contra la pared, mirándolos. Acude a sus mentes un recuerdo salvaje y confuso de muertes y luchas y se miran y ven el rastro de ese recuerdo en sus caras. Luego miran a Jerry en busca de una explicación. Pero Jerry está mirando a Jabavu. Al recordar que Jabavu mató a Betty sus caras adoptan un color gris y les cuesta respirar. Sin embargo, ya no los atonta el skokian, solo están débiles, cansados y asustados. Jerry está completamente seguro de que podrá manejarlos. Cuando se despiertan del todo y empiezan a mostrar cierto conocimiento en la cara, empieza a hablar. Explica lo que pasó la noche anterior en un tono tranquilo y natural y les cuenta que Jabavu mató a Betty. Jabavu no dice nada.

Lo único que molesta a Jerry es el silencio de Jabavu, porque no contaba con él. Pero está tan seguro que no le hace caso. Explica que, según las normas de la banda, si alguien sospecha de ellos Jabavu debe entregarse a la policía y no mencionar a los demás. Pero si el problema se olvida tendrán que guardar silencio todos y seguir como si nada hubiera ocurrido. Jerry habla con tal ligereza que todos se sienten seguros y uno de ellos sale a comprar un poco de pan y algo de leche para el té y comen y beben juntos e incluso se ríen cuando Jerry hace alguna broma. No es una risa muy profunda, pero les resulta útil. Durante todo ese rato, Jabavu permanece sentado junto a la pared, aparte, sin decir nada.

Jerry ya ha hecho su plan. Es muy sencillo. Si la policía da alguna muestra de poder averiguar quién mató a Betty, se limitará a desaparecer enseguida, recurrirá a algunos conocidos que lo pueden ayudar y viajará al sur con papeles a nombre de otro, dejando atrás todos los problemas. Pero después de haber pasado una semana bebiendo tiene poco dinero. Cinco chelines, quizás. Tal vez sus amigos le presten algo más. A Jerry no le gusta la idea de ir hasta Johannesburgo con tan poco. Quiere más. Si la policía no sabe a quién culpar, Jerry se quedará aquí, en esta tienda, con Jabavu y los demás, hasta la noche. Y luego… Ahora el plan es tan audaz que Jerry se ríe por dentro y se muere de ganas de contárselo a los demás porque es como un buen chiste. A Jerry no se le ocurre otra cosa que ir a casa del señor Mizi, coger el dinero que sin duda habrá allí y huir al sur con él. Cree que habrá dinero, y mucho, en la casa. Hace cinco años robó al señor Samu en otra ciudad y llevaba diecinueve libras. El señor Samu guardaba el dinero en una lata grande de tabaco y la escondía en el techo de hierba de una choza. Jerry cree que basta con ir a casa del señor Mizi para encontrar dinero suficiente para llegar a Johannesburgo, rodeado de lujo y seguridad, con muchos recursos para sobornar. Y se llevará a Jabavu. Ahora Jabavu le da seguridad porque está amargado y tiene tanto miedo que no va a avisar al señor Mizi. Además, debe de saber dónde está el dinero.

Es todo muy sencillo. En cuanto Jabavu le dé el dinero a Jerry, éste le dirá que se vaya con los demás y espere su regreso. Lo esperarán. Tardarán unos días en darse cuenta de que los ha engañado y para entonces él ya estará en Johannesburgo.

Hacia el mediodía, Jerry saca la última botella de whisky y da un poco a cada uno. Jabavu lo rechaza meneando la cabeza. Jerry lo ignora. Mejor así.

En cambio, se asegura de que todo el grupo se siente a jugar a las cartas, de que beban whisky y coman todos bien. Quiere ganarse su favor y su confianza antes de explicarles el plan, que podría asustarlos dada la condición en que se hallan por culpa de la bebida y el asesinato.

A media tarde vuelve a salir y se mezcla con la gente del mercado, donde oye hablar mucho del crimen. La policía ha interrogado a mucha gente, pero no han arrestado a nadie. Será un caso como tantos otros: una matsotsi más asesinada en una reyerta, a nadie le importa demasiado. Los periódicos le dedicarán un párrafo; quizás algún predicador pronuncie un sermón. El señor Mizi podría hacer un nuevo discurso sobre la corrupción del pueblo africano por culpa de la pobreza. Jerry se ríe al pensar en eso y vuelve con los otros de muy buen humor.

Les dice que todo está controlado y luego habla del señor Mizi, en parte por el plan que ha diseñado, pero en parte porque eso le da placer. Hace una buena imitación del señor Mizi soltando un discurso sobre la corrupción y la degradación. Jabavu no se mueve en todo el rato, ni siquiera levanta la mirada. Luego Jerry bromea mucho sobre el señor Mizi y la señora Samu, sobre lo inmorales que son, y se ríen todos menos Jabavu.

Todos, incluido el propio Jerry, malinterpretan el silencio de Jabavu. Creen que tiene miedo, miedo sobre todo de ellos porque saben que mató a Betty. A esas alturas todos lo creen; incluso creen haberlo visto.

No entienden que lo que le pasa a Jabavu es muy antiguo. Su mente se oscurece en la desesperanza, en la aceptación de lo que le depare el destino, y se vuelve hacia la muerte. Esa noción del destino, del azar, es muy fuerte en la vida de la tribu, donde la culpa y la responsabilidad ante el mal se decidían siempre por antiguos medios mágicos. Quizá si esos jóvenes no llevaran tanto tiempo viviendo en la ciudad de los blancos entenderían lo que ahora perciben de Jabavu. Ni siquiera Jerry se da cuenta, aunque en algún momento le preocupa ese largo silencio. Le gustaría ver a Jabavu un poco más asustado y respetuoso.

A última hora de la tarde Jerry saca sus últimos cinco chelines, se los da a la chica que trabajaba con Betty, que está más preocupada que los demás, y le dice que ha sido escogida por su inteligencia para ir a comprar comida al mercado. Ella se va encantada, regresa al cabo de media hora con pan y mazorcas frías y les dice que ya nadie habla del asesinato. Jerry les insiste en que coman. Es muy importante que estén llenos y a gusto; cuando por fin lo están, les cuenta su plan.

—Ahora os voy a contar un buen chiste —les dice, riéndose—. Esta noche robaremos en casa del señor Mizi. Es muy rico. Y Jabavu robará conmigo.

Hay un segundo de incertidumbre. Se miran unos a otros, ven la pesadez en la mirada de Jabavu, dolorosamente alzada hacia ellos, y luego ruedan por el suelo muertos de risa y tardan mucho en parar. Pero Jerry está mirando a Jabavu. Decide provocarlo un poco:

—Negrito de pueblo —le dice—. Estás asustado.

Jabavu suspira pero no se mueve, y el pánico invade a Jerry. ¿Por qué no grita Jabavu, por qué no protesta o demuestra su miedo?

Decide esperar para demostrar su fuerza cuando llegue el momento. Mientras los demás dejan de reír y lo miran en espera del siguiente chiste, Jerry hace muecas a Jabavu para provocar la complicidad de los demás, que sonríen y se miran entre ellos. Enciende las velas y les dice que se reúnan en un pequeño espacio iluminado, en torno a una caja de embalaje. Jabavu queda fuera del círculo, en la sombra, y se ponen todos a jugar a cartas entre risas y ruidos, condicionados por Jerry para que apliquen su excitación a las cartas y no centren su atención en Jabavu. Mientras tanto, Jerry va pensando todos los detalles del plan y concentra su mente en tal propósito.

A media noche, tras guiñar un ojo a los demás, se levanta y se acerca a Jabavu. De tan concentrada como está su voluntad, rompe a sudar.

—Ha llegado la hora —dice con ligereza, y fija la mirada en Jabavu.

Éste no levanta la vista, ni se mueve. Jerry se agacha con mucha rapidez y, tal como hizo la noche anterior, dando la espalda a los demás, apoya la punta del cuchillo suavemente en el pecho de Jabavu. Lo mira con mucha dureza y susurra:

—Te estoy cortando la chaqueta. —Frunce los ojos, presiona a Jabavu con la mirada y sigue hablando—: Estoy cortando la chaqueta. Pronto el cuchillo te atravesará. —Jabavu alza la mirada—. Levántate —dice Jerry.

Jabavu se levanta como si estuviera drogado. Jerry está casi mareado por el alivio de su victoria, pero apoya una mano en la pared y se dirige a los demás:

—Ahora, escuchad lo que os quiero decir. Nos vamos los dos a casa del señor Mizi. Soplad las velas y esperadnos a oscuras… No, podéis dejar una vela encendida, pero ponedla en el suelo para que no se vea la luz desde fuera. Sé que hay mucho dinero escondido en casa del señor Mizi. Volveremos con él. Si hay problemas, me iré corriendo a casa de alguno de nuestros amigos. Tal vez me tenga que quedar allí un día, o tal vez dos. Jabavu volverá aquí. Si no he venido mañana por la mañana os podéis ir de uno en uno, no juntos. No trabajéis juntos durante unos cuantos días y no os acerquéis a los antros, y os prohíbo que volváis a tocar el skokian hasta nuevo aviso. Ya os diré cuándo podemos reunimos de nuevo con seguridad. Pero todo eso es solo por si hay problemas, así que no hace falta. Jabavu y yo estaremos de vuelta dentro de tres cuartos de hora con el dinero. Entonces lo compartiremos. Eso significa que no habrá que trabajar durante una semana, y para entonces la policía ya se habrá olvidado del crimen.

Jabavu habla por primera vez:

—El señor Mizi no es rico y en su casa no hay dinero.

Jerry frunce el ceño y luego arrastra a Jabavu deprisa tras de sí, hacia la oscuridad. Tras su salida, las llamas de las velas se agitan en la sala. La oscuridad los rodea por todas partes, los árboles se cimbrean bajo el viento fuerte y frío, unas nubes espesas recorren el cielo y entre ellas asoman estrellas húmedas, débiles. Una buena noche para robar.

Jerry piensa: “¿Por qué ha dicho eso? Qué raro”. Pero lo más extraño es que durante todas estas semanas Jerry ha creído que Jabavu mentía acerca del dinero y Jabavu nunca ha entendido que Jerry está verdaderamente convencido de que sí lo hay.

—Venga —dice Jerry, con calma—. Pronto habremos terminado. Y ahora, mientras caminamos, piensa en lo que viste en casa de los Mizi y en dónde puede estar escondido el dinero.

Una imagen destella de pronto en la mente de Jabavu, y luego otra. Ve cómo se acercó el señor Mizi a un rincón de la habitación, levantó una plancha del suelo y se agachó hacia el agujero oscuro que había debajo para sacar unos libros. Allí guarda los libros que la policía podría quitarle. Tras esa imagen llega otra que nunca vio, pues acaba de crearla su mente. Ve al señor Mizi sacando una lata grande llena de rollos de billetes. Sí, Jerry es muy listo, porque la vieja hambre de Jabavu alza la cabeza y está a punto de hablar. Luego se desvanecen las imágenes de su mente, y con ellas el hambre. Camina con pasos pesados junto a Jerry y solo piensa. “Vamos a casa del señor Mizi. Ya encontraré la manera de hablar con él cuando lleguemos. Él me ayudará”.

Jerry lo riñe en voz alta:

—No pises tan fuerte, tonto.

Jabavu sigue caminando igual. Jerry va echando vistazos alrededor, hacia la oscuridad, y piensa con nervios: “¿Se habrá vuelto loco Jabavu?”. Porque ese comportamiento le parece muy extraño. Luego se consuela: “Mira que lo de matar a Betty ha salido bien, aunque no era mi intención. Mira que es una buena noche para robar, aunque no la he escogido. Tengo muy buena suerte. Todo saldrá bien…”. No vuelve a decir a Jabavu que no haga ruido al caminar porque el viento agita las ramas de un lado a otro y levanta entre sus pies remolinos de polvo y hojas. Es una noche muy oscura. Las luces de las casas están apagadas, pues caminan ya por la parte respetable de la ciudad, donde la gente se acuesta temprano porque se tiene que levantar pronto para trabajar. Luego Jabavu tropieza con una piedra y hace mucho ruido, y Jerry saca su cuchillo y da un codazo a Jabavu para que se dé la vuelta y lo mire.

—Si te rajas o te intentas escapar, te lo clavo —le dice en voz baja.

Jabavu no contesta. Está pensando que Jerry es un tipo muy raro. ¿Por qué va a buscar dinero a casa del señor Mizi? ¿Por qué se lo lleva a él, a Jabavu? ¿Le habrá afectado matar a Betty y se habrá vuelto loco? Entonces Jabavu piensa: “No es tan raro. Bromeaba con el asunto de matar a Betty y al final la mató. Bromeaba con lo de robar al señor Mizi y ahora lo vamos a hacer…”. Así que Jabavu sigue andando con sus pasos pesados, entre el ruido del viento y la negrura llena de polvo y de hojas, tiene la mente vacía y no siente nada. Solo que le pesan mucho las piernas, pues está cansado de dormir tan poco, de tantas noches de skokian y de baile, y sobre todo está cansado de la desesperanza que le habla en todo momento: “No hay nada para ti, vas a morir, Jabavu. Vas a morir”. Palabras que valdrían para una canción, una canción triste y lenta, digna para lamentar una muerte. “Eh, mirad a Jabavu, ahí va el gran ladrón. El cuchillo ha hablado y ha dicho: “Mirad al asesino, Jabavu, que atraviesa con sigilo la noche para robar a su amigo. Mirad a Jabavu, con las manos ensangrentadas.” Eh, Jabavu, pero ahora venimos por ti. Ya venimos, Jabavu, no puedes huir de nosotros…”

Las farolas —muy separadas, porque en el Distrito hay bien pocas farolas— emiten pequeñas manchas de un brillo amarillento. Jabavu se queda atolondrado bajo una de esas manchas de luz.

—Ten cuidado, idiota —le dice Jerry, con voz asustada y violenta.

Lo empuja a un lado y luego se detiene. Está pensando: “¿Puede ser que se haya vuelto loco? Si no, ¿por qué se comporta así? ¿Cómo voy a llevarme a un loco de remate para un trabajo tan peligroso? Quizás sería mejor que no entrara en la casa…”. Luego mira a Jabavu, que permanece quieto y paciente a su lado, y piensa: “No, lo que pasa es que simplemente me tiene miedo”. Y echa a andar de nuevo, llevando a Jabavu cogido por la muñeca.

Entonces Jabavu suelta una risotada y dice:

—Veo la casa de los Mizi y hay una luz en la ventana.

—Cállate —contesta Jerry.

Pero Jabavu sigue hablando:

—Los iluminados estudian por la noche. No tienes ni idea de algunas cosas.

Jerry le tapa la boca con una mano y Jabavu le muerde. Jerry aparta la mano de un tirón y por un instante tiembla de puro deseo de clavarle el cuchillo entre las costillas. Sin embargo, se controla y se queda quieto. Permanece allí, agitando en silencio la mano mordida, mirando la luz de la casa de los Mizi. Ya casi puede ver el dinero, y el deseo de tenerlo crece en su interior. Ahora no soporta la idea de detenerse, de dar media vuelta, cambiar de plan. Es tan fácil seguir adelante… Dentro de cinco minutos el dinero será suyo y luego dará esquinazo a Jabavu y al cabo de un cuarto de hora estará en casa de un amigo que le ofrecerá un refugio seguro hasta que llegue la mañana. Es todo tan, tan fácil. En cambio, dar media vuelta es difícil y, sobre todo, vergonzoso. Así que aprieta los dientes y se promete: “Espera, negrito de pueblo. Dentro de un rato yo tendré el dinero y a ti te pueden pillar. Y si no te pillan, ¿qué vas a hacer sin mí? Volverás con la banda, pero sin mí sois como un montón de polluelos y en menos de una semana tendrás problemas con la policía”. Esa idea le da un placer tan fuerte que casi se echa a reír. Con buen humor, coge a Jabavu por la muñeca y lo arrastra hacia delante.

Caminan hasta llegar a diez pasos de la ventana, justo un poco más allá de donde cae una luz difusa que ilumina el suelo, burdo y troceado. Bajo la ventana, el seto denso y oscuro. Ven al hijo del señor Mizi tumbado en la cama, vestido todavía. Se ha dormido con un libro en la mano.

Jerry piensa deprisa y dice:

—Entrarás rápido por la ventana. No te hagas el listo. Se me da tan bien lanzar el cuchillo como usarlo desde cerca, o sea que…

Menea el cuchillo sobre la tela de la chaqueta de Jabavu y siente una enorme exultación al ver que éste se aparta. Parece raro que Jabavu no tema por su vida y en cambio le duela tanto la idea de que le puedan cortar o estropear la chaqueta. Se ha apartado instintivamente, casi irritado, como si lo molestara un moscardón. En cualquier caso, se ha apartado y ahora oye la voz de Jerry, fuerte y confiada:

—No te acercarás a la puerta que lleva a la otra habitación. Te quedarás contra la pared, de espaldas, y alargarás el brazo de lado para apagar la luz. No creas que te puedes pasar de listo, porque te iluminaré con mi linterna, o sea que… —Enciende la linterna que lleva en la mano y emite un fuerte chorro de luz, estrecho como un lápiz. La apaga y aprieta los dientes con fuerza para reprimir el deseo de maldecir, porque la sangre del mordisco de Jabavu hace que se le resbale la linterna—. Luego entraré yo, ataré a ese tonto a la cama y entonces me enseñarás dónde está el dinero.

Jabavu guarda silencio y luego dice:

—Dale con el dinero. Te he dicho que no hay dinero. Dime la verdad, ¿por qué has venido a esta casa?

Jerry lo agarra por un brazo y le dice:

—Ya basta de bromas.

—Alguna vez dije que había dinero, pero era cuando bromeábamos. Seguro que entendiste…

Se calla y piensa en la naturaleza de esas bromas. Luego piensa: “No importa. Cuando esté dentro avisaré a los Mizi”.

—¿Cómo puede ser que no haya dinero? —dice Jerry—. ¿Dónde guarda el de la Liga? ¿No viste el sitio donde guardan todo lo que está prohibido? Cuando robé al señor Samu tenía el dinero en un sitio así.

Pero Jabavu ha soltado el brazo y ya camina bajo la luz, hacia la ventana, sin hacer el menor esfuerzo por silenciar sus pasos. Jerry susurra tras él:

—No hagas ruido, idiota.

Entonces Jabavu empuja con fuerza la ventana con un hombro, de tal manera que se abre hacia arriba con un estallido, y entra. A sus espaldas, Jerry patalea y maldice, lleno de rabia. Durante un segundo titubea y piensa en salir corriendo. Luego, como si hubiera visto una lata grande llena de dinero, cruza el espacio iluminado en pos de Jabavu y entra por la ventana.

Los dos jóvenes han entrado por una ventana iluminada y han hecho mucho ruido. El chico de la cama se mueve, pero Jerry se ha echado encima de él, le ha tapado los ojos con una tela y le ha metido en la boca un pañuelo relleno de harina húmeda, al tiempo que se sentaba sobre sus piernas. Lo ata con una cuerda gruesa y el muchacho no puede moverse, ni ver nada o gritar. Pero cuando Jabavu ve al hijo del señor Mizi atado en la cama algo se mueve en su interior y le habla, la pesada carga del fatalismo se desvanece y entonces Jabavu alza la voz y grita:

—¡Señor Mizi! ¡Señor Mizi!

Es la voz de un niño aterrado, pues acaba de recuperar el miedo a Jerry. Éste se vuelve bruscamente hacia él, lo maldice y alza el brazo con el cuchillo. Jabavu salta hacia delante y lo agarra por la muñeca. Se quedan los dos balanceándose bajo la luz, ambos brazos luchando por el cuchillo, cuando suena un ruido en la habitación contigua. Jerry salta a un lado muy rápido, deja a Jabavu tambaleándose y se escapa de un salto por la ventana. Cuando se abre la puerta Jabavu está retrocediendo hacia ella a trompicones, con un cuchillo en la mano.

Son el señor y la señora Mizi. Cuando ven a Jabavu, él da un salto adelante, le agarra el brazo y se lo pega al cuerpo. Jabavu dice:

—No, no, yo soy su amigo.

El señor Mizi se dirige a su esposa, que está tras él.

—Deja al niño. Tráeme una tela para atar a éste.

Porque la señora Mizi está gimiendo de miedo al ver a su hijo tumbado y medio sofocado por el engrudo de harina. Jabavu permanece inmóvil en manos del señor Mizi y dice:

—No soy un ladrón. Yo le he llamado, pero créame, señor Mizi, solo para avisarle.

El señor Mizi está demasiado enfadado para escucharle. Sostiene con fuerza la muñeca de Jabavu mientras mira cómo su mujer libera a su hijo.

Luego se vuelve hacia Jabavu y, casi llorando, le dice:

—Te ayudamos, viniste a nuestra casa, y ahora nos quieres robar.

—No, no, señor Mizi, no es así, se lo voy a explicar.

—Se lo vas a explicar a la policía —dice el señor Mizi con brusquedad.

Jabavu, al ver la dureza y el enfado en su cara, se siente traicionado. En su interior, empieza a llenarse de nuevo el pozo de la desesperanza.

El chico, sentado ahora en la cama y tocándose el mentón dolorido por el tamaño de la masa que le han metido en la boca, dice:

—¿Por qué lo has hecho? ¿Te hemos hecho algo malo?

—No he sido yo —contesta Jabavu—. Ha sido el otro.

Pero el hijo aún no había podido ni abrir los ojos cuando Jerry se los ha tapado con la tela, de modo que no ha visto nada.

Entonces el señor Mizi ve el cuchillo en el suelo y dice:

—Además de ladrón, eres un asesino.

Hay sangre en el suelo. Jabavu contesta:

—No, la sangre debe de ser de la mano de Jerry, porque le he mordido. —Su voz ya suena amarga.

—Nos tomas por idiotas —dice el señor Mizi en tono despectivo—. Te escapaste dos veces. Una vez, del señor y la señora Samu, cuando te ayudaron en el monte. Luego, te escapaste de nosotros cuando te ayudamos. Has pasado todas estas semanas con los matsotsi y ahora vienes aquí con un cuchillo ¿y pretendes que no digamos nada cuando atas a nuestro hijo y le llenas la boca de harina cruda?

Jabavu no ofrece resistencia física al señor Mizi. Se limita a decir:

—No me creen.

La desesperanza recorre sus venas como un oscuro veneno. El señor Mizi lo suelta y su mujer, sin dejar de llorar amargamente, exclama:

—¡Un cuchillo, Jabavu, un cuchillo!

El señor Mizi recoge el cuchillo, ve que no está manchado, mira la sangre del suelo y dice:

—Una cosa sí es cierta. La sangre no viene de una herida del cuchillo.

Pero Jabavu tiene la mirada fija en el suelo y en su rostro hay una pesada expresión de indiferencia.

Entonces llegan de golpe todos los policías; entran unos por la ventana, otros por la puerta. Esposan a Jabavu y toman declaración al señor Mizi. La señora Mizi llora y revolotea en torno a su hijo.

Jabavu solo habla una vez. Dice:

—No soy un ladrón. He venido a avisarle. Quiero vivir honestamente.

Al oírlo, los policías se ríen y explican que Jabavu, tras solo unas pocas semanas en el Distrito, es conocido ya como uno de los ladrones más listos, miembro de la peor banda. Y ahora, por él, los cogerán a todos y los meterán en la cárcel.

Jabavu lo escucha con indiferencia. Mira a la señora Mizi con la mirada amarga del hijo que se siente traicionado por su madre. Luego clava en el señor Mizi la misma mirada. Ellos miran a Jabavu con asombro. Pero el señor Mizi está pensando: “Toda la vida intentando alejarme de la policía y ahora este idiota me hará perder tiempo en los juzgados y mi nombre se asociará a los problemas”.

Llevan a Jabavu al furgón de la policía y lo trasladan a la prisión. Allí pasa la noche y duerme en la oscuridad sin soñar, como todo hombre que se encuentra más allá de cualquier esperanza. Los Mizi lo han traicionado. No le queda nada.

Supone que por la noche lo llevarán al juzgado, pero lo trasladan a otra celda de la misma prisión. Piensa que se trata de algo serio, porque es una celda individual, una habitación pequeña con paredes de ladrillos, suelo de cemento y una ventana alta con rejas.

Pasa un día y luego otro. Los celadores le hablan y él no contesta. Entonces viene un policía a hacerle algunas preguntas y Jabavu no dice ni una palabra. El policía está tranquilo al principio, luego se impacienta y termina amenazándolo. Dice que la policía lo sabe todo y que no va a ganar nada por guardar silencio. Jabavu guarda silencio porque no le importa. Solo quiere que el policía se vaya, y al final lo consigue.

Le llevan agua y comida, pero no come ni bebe más que cuando se lo dicen, e incluso entonces lo hace de modo automático y cuando tiene la taza en la mano, o un trozo de pan, parece a punto de olvidarse y quedarse inmóvil. Duerme y duerme como si el alma le suministrara alguna droga para que pueda deslizarse con facilidad hacia la muerte. No piensa en la muerte, pero está allí con él, en su celda, como una sombra grande y negra.

Así pasa una semana, aunque Jabavu no lo sabe.

Al octavo día se abre la puerta y entra un predicador blanco. Jabavu está dormido, pero el celador despierta a patadas, luego lo agita para que se levante y finalmente se sienta cuando así se lo ordena el predicador. No mira al predicador.

Ese hombre es un tal señor Tennent, de la Iglesia anglicana, que visita a los presos una vez por semana. Camina despacio, habla despacio y da la sensación de desconfiar incluso de las palabras que él mismo escoge pronunciar.

Es un hombre de dudas profundas, como tantos otros de su vocación. Tal vez si fuera de otra Iglesia, de esa que los africanos llaman Romana, entraría en esa celda de otro modo. Esto es pecado, esto es un alma… Podría decir cosas seguras y sus palabras tendrían el peso de la fe que no cambia cuando cambia la vida.

Pero la Iglesia del señor Tennent concede mucho margen a las creencias. Además, lleva muchos años trabajando con los africanos más pobres de la ciudad y ve a Jabavu igual que lo vería el señor Mizi. Primero está el proceso económico; luego, atrapado en él como una hoja en un remolino de aire, está Jabavu. Cree que considerar pecador a un muchacho como Jabavu es una falta de caridad. Por otro lado, un hombre que cree en Dios, si no en el diablo, ha de culpar a algo, o al alguien… ¿A qué o a quién puede culpar? No lo sabe. La visión de Jabavu le quita el consuelo, incluso por sí mismo.

Este hombre que va a la prisión cada semana odia su trabajo desde el fondo del alma porque no se fía de sí mismo. Entra en la celda forzándose a no ceder a la compasión, y se endurece tras echar el primer vistazo a Jabavu. Ha visto con frecuencia a muchos presos que lloriqueaban como niños y llamaban a sus madres, situación que le resulta muy desagradable porque es inglés y desprecia esas exhibiciones emotivas. Ha visto a los tozudos, a los indiferentes, a los amargados. Está mal, pero es mejor que el lloriqueo. También, y muy a menudo, los ha visto como Jabavu: silenciosos, inmóviles, con la mirada perdida. Es la condición que más le desagrada, porque es ajena a su propio ser. Ha visto algunos presos condenados a muerte comportarse como Jabavu; están muertos mucho antes de que el lazo apriete su cuello. Pero a Jabavu no lo van a colgar porque su delito es relativamente leve, o sea que esa desesperanza es totalmente irracional y el señor Tennent sabe por experiencia que no está preparado para enfrentarse a ella.

Se sienta en una silla incómoda que ha traído el celador y se pregunta por qué le costará tanto hablar de Dios. Jabavu no es cristiano, según sus papeles, pero eso no debería impedir que un hombre de Dios hablara de Él. Tras un largo silencio, dice:

—Veo que eres muy desdichado. Me gustaría ayudarte.

Las palabras suenan llanas, flojas, débiles, y Jabavu no se mueve.

—Estás metido en un problema muy grande. Pero si hablas de él tal vez te sientas mejor.

Ni una palabra de Jabavu, que ni siquiera mueve los ojos.

Por enésima vez el señor Tennent piensa que sería mejor dejar el trabajo y permitir que lo hiciera cualquiera de sus colegas que no piensan en tener una casa mejor y ganar un mayor sueldo, en vez de pensar en Dios. Pero sigue hablando con su voz suave y paciente:

—Tal vez las cosas estén mejor de lo que crees. Pareces muy desdichado por tu problema. Solo te van a acusar de faltas menores. Allanamiento de morada y no tener un trabajo apropiado. Nada de eso es serio.

Jabavu sigue inmóvil.

—El caso va retrasado porque hay mucha gente involucrada. Tu cómplice, ese hombre al que llaman Jerry, ha sido denunciado por la banda como la persona que te incitó a robar en casa de los Mizi.

Al oír el nombre de los Mizi, Jabavu se mueve ligeramente, pero luego sigue quieto.

—A Jerry lo acusarán de organizar el robo, de llevar un cuchillo y de estar en la ciudad sin un trabajo apropiado. La policía sospecha que está involucrado en otras muchas cosas, pero no se puede demostrar nada. Le caerá una sentencia bastante dura… O sea, le caerá si lo cogen. Creen que va camino de Johannesburgo. Cuando lo cojan lo meterán en la cárcel. También han cogido a un hombre de color que daba a los africanos, a ti entre otros, empleos falsos. Pero ese hombre está muy enfermo en el hospital y no esperan que sobreviva. En cuanto a los demás miembros de la banda, la policía los acusará de carecer de un empleo adecuado, pero nada más. Ha habido tal lío de mentiras y acusaciones cruzadas que el caso ha resultado muy difícil para la policía. Pero has de recordar que es tu primer delito y que eres muy, muy joven, y que no te va a ir tan mal.

Silencio de Jabavu. El señor Tennent piensa: “¿Por qué he de consolar a este muchacho como si fuera inocente? La policía me ha dicho que saben que está involucrado en toda clase de maldades, aunque no lo puedan demostrar”. Cambia el tono de voz y afirma con mucha seriedad:

—No estoy diciendo que tu condena no se vea afectada por el hecho de que se sabe que eres miembro de una banda. Tendrás que pagar la pena por incumplir la ley. Parece que podría caerte un año de cárcel…

Se detiene al darse cuenta de que para Jabavu es lo mismo que si hubiera dicho diez años. Guarda silencio un rato mientras piensa, porque ha de tomar una decisión y no le resulta fácil. Esa misma mañana ha ido a verlo el señor Mizi a su casa y le ha preguntado si lo iba a visitar en la cárcel. Cuando le ha contestado que sí, el señor Mizi le ha pedido que le lleve una carta a Jabavu. Bueno, entregar cartas a los presos va contra las normas. El señor Tennent nunca ha incumplido la ley. Además, no le gusta el señor Mizi porque no le gusta ningún político. Cree que el señor Mizi solo es un bocazas, un demagogo que se sirve de su habilidad oratoria para obtener poder y gloria. Sin embargo, tampoco puede desaprobarlo por entero, pues el señor Mizi no pide para su gente más que lo que el propio Tennent considera justo. Al principio se ha negado a aceptar la carta pero al final, aunque con cierta rigidez, ha dicho que sí, que lo intentaría… Ahora la carta está en su bolsillo.

Al fin saca la carta del bolsillo y dice:

—Tengo una carta para ti. —Jabavu sigue sin moverse—. Tienes amigos que quieren ayudarte —explica, alzando el tono de voz para penetrar la apatía de Jabavu.

Éste alza la mirada. Tras una larga pausa, pregunta:

—¿Qué amigos?

Al señor Tennent le impresiona oír su voz tras un silencio tan largo.

—Es del señor Mizi —dice, rígido.

Jabavu se la arranca de las manos, se levanta y se planta bajo la luz de la ventana, pequeña y alta. Rasga el sobre, que se le cae al suelo. El señor Tennent lo recoge y dice:

—Se supone que no debería entregarte ninguna carta. —Se da cuenta de que el enfado suena en su voz. Es injusto, porque se trata de su propia responsabilidad y ha aceptado hacerlo. Como no le gusta la injusticia, controla la voz y añade—: Léela deprisa y devuélvemela. Es lo que me ha pedido el señor Mizi.

Jabavu mira fijamente la carta. Empieza: “Hijo mío…”. Al fin las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas. El señor Tennent está avergonzado, molesto, y piensa: “Ahora tendremos una de esas exhibiciones tan desagradables, supongo”. Luego se riñe de nuevo a sí mismo por carecer de caridad cristiana y se vuelve de espaldas para que no le molesten las lágrimas de Jabavu. Además, ha de vigilar la puerta por si aparece demasiado pronto el celador.

Jabavu lee:

 

Quiero decirte que creo que decías la verdad cuando afirmaste que habías venido a mi casa en contra de tu voluntad y que nos querías avisar. Lo que no entiendo es qué esperabas que hiciéramos. Algunos miembros de la banda han venido a contarme que les dijiste que esperabas que yo te encontrara trabajo y cuidara de ti. Vinieron a verme porque creían que los defendería de la policía. No lo voy a hacer. No tengo tiempo para delincuentes. Yo no entiendo este caso, nadie lo entiende. La policía se ha pasado una semana entera interrogando a esa gente y a sus cómplices y han podido probar bien poco, salvo que el cerebro era ese tal Jerry y que te presionó de alguna manera. Da la sensación de que todos le tienen miedo, y a ti también, porque parece que si quisieras podrías contar algunas cosas a la policía.

Ahora, has de esforzarte para entender lo que voy a decir. Solo te escribo porque me ha convencido la señora Mizi. Te diré sinceramente que no siento compasión por ti…

 

Aquí Jabavu suelta la carta y la frialdad empieza a filtrarse hacia su corazón. Pero el señor Tennent, tenso y nervioso desde la puerta, lo conmina:

—Rápido, Jabavu. Léela rápido.

Así que Jabavu sigue leyendo y poco a poco, al disolverse la frialdad, le queda una sensación que no comprende, pero que no es mala.

 

La señora Mizi me dice que pienso demasiado con la cabeza y poco con el corazón. Dice que solo eres un niño. Puede que sea así, pero no te comportas como un niño, o sea que te hablaré como a un hombre y espero que te comportes como tal. La señora Mizi quiere que vaya al juzgado y diga que le conocemos, que te has perdido por las malas compañías y que en el fondo eres bueno. La señora Mizi usa las palabras bueno y malo con facilidad, quizás porque se educó en la misión, pero yo no me fío mucho de ellas, o sea que dejaré que se encargue de eso el señor Tennent, quien espero que te entregue esta carta.

Solo sé que eres muy inteligente y tienes talento y que si quisieras podrías hacer buen uso de tus dones. También sé que hasta ahora te has comportado como si el mundo te debiera mucha diversión a cambio de nada. Pero vivimos en tiempos muy difíciles, hay mucho sufrimiento y no veo ninguna razón por la que tú hayas de ser distinto de los demás. Bueno, tendré que ir al juzgado como testigo porque el allanamiento tuvo lugar en mi casa. Pero no diré que te conocía de antes, salvo por pura casualidad, como conozco a tantos cientos de personas. Y eso es la verdad, Jabavu….

 

De nuevo cae el papel y la sensación de resentimiento invade a Jabavu. Porque esa será la lección que más le costará aprender: que es igual que muchos más, no alguien especial y distinto.

Oye la voz urgente del señor Tennent:

—Sigue leyendo, Jabavu. Ya pensarás más adelante.

Y continúa:

 

Nuestros oponentes aprovechan cualquier oportunidad para mancharnos a nosotros y a nuestro movimiento, y les encantaría oírme decir que soy amigo de un hombre de quien todo el mundo sabe que es un delincuente, aunque no pueden probarlo. Hasta ahora, y con mucho esfuerzo, he mantenido buena relación con la policía como ciudadano ordinario. Saben que no robo, miento, ni hago trampas. Soy eso que llaman respetable. No pretendo cambiar eso por ti. Además, en mi condición de líder de nuestro pueblo, no soy bien considerado. O sea que si hablara bien de ti tendría un doble significado para la policía. Ya han hecho algunas preguntas por las que se ve a las claras que te consideran uno de los nuestros, que creen que trabajas con nosotros, cosa que he negado rotundamente. Además, es verdad que nunca has trabajado con nosotros.

Ahora, hijo mío, igual que la señora Mizi, pensarás que soy muy duro, pero has de recordar que hablo por boca de cientos de personas que confían en mí y no puedo causarles un mal por el bien de un muchacho muy estúpido. Cuando estés en el juzgado hablaré con seriedad y no te miraré. Además, dejaré a la señora Mizi en casa, pues temo la bondad de su corazón. Tal vez pases un año en la cárcel y si te portas bien te acortarán la sentencia. Serán tiempos duros para ti. Estarás con otros delincuentes que tal vez te tienten para regresar a la mala vida, tendrás que trabajar muy duramente y comerás mal. Pero si hay alguna ocasión de estudiar, aprovéchala. No llames la atención de ningún modo. No hables de mí. Cuando salgas de la cárcel ven a verme, pero en secreto. Te ayudaré, no por ser quien eres, sino porque el respeto que me muestras se aplica a la causa que defiendo, que es más grande que cualquiera de nosotros dos. Mientras estés en la cárcel piensa en los cientos, miles de personas de África que están en la cárcel por su propia voluntad, por el bien de la libertad y la justicia. Así no te sentirás solo, pues creo que de un modo extraño y complicado eres uno de ellos.

Te saludo en nombre propio, y también en nombre de la señora Mizi y nuestro hijo, del señor y la señora Samu y de otros que esperan poder confiar en ti. Pero esta vez, Jabavu, has de confiar en nosotros. Nos despedimos de ti…

 

Jabavu suelta el papel y se queda con la mirada perdida. La palabra que más significado tiene para él, entre todas las que aparecen escritas a toda prisa en el papel, es “nosotros”. Nosotros, dice Jabavu. Nosotros. Lo invade la paz.

Porque en la tribu y en la aldea, la vida de sus padres se construyó sobre la palabra “nosotros”. Sin embargo, nunca valió para él. Y entre entonces y ahora ha pasado un tiempo duro y feo en el que solo existía la palabra “yo, yo, yo”: cruel y afilada como un cuchillo. Han vuelto a ofrecerle la palabra “nosotros”, con todo lo bueno y lo malo que conlleva, con la exigencia de todo lo que él pueda entregar a cambio. Nosotros, piensa Jabavu. Nosotros… Y por primera vez el hambre que siente en su interior, el hambre que ha rugido toda su vida como una bestia, sube con la corriente, aceptada al fin, y fluye suavemente hacia la palabra “nosotros”.

Resuenan unos pasos en la piedra, fuera de la celda.

—Dame la carta —dice el señor Tennent. Jabavu se la da y él la desliza rápidamente en el bolsillo—. Se la devolveré al señor Mizi y le diré que la has leído.

—Dígale que la he leído con todo mi entendimiento, que le doy las gracias y que haré lo que dice y que puede confiar en mí. Dígale que ya no soy un niño, sino un hombre; que su juicio es justo y que merezco el castigo.

El señor Tennent mira sorprendido a Jabavu y piensa con amargura que él, el hombre de Dios, ha fracasado; que un agitador desaforado y ateo puede hablar de justicia, del bien y del mal, y alcanzar a Jabavu, mientras que él teme usar esas palabras. Sin embargo, con escrupulosa amabilidad, le dice:

—Te visitaré en la cárcel. Pero no le digas al celador ni a la policía que te he traído esta carta.

Jabavu le da las gracias y le dice:

—Es usted muy amable, señor.

El señor Tennent le dedica su sonrisa seca y dubitativa, se va y el celador cierra la puerta.

Jabavu se sienta en el suelo con las piernas estiradas. Ya no ve las paredes grises de la celda, ni siquiera piensa en el juzgado, o en la cárcel que le espera más adelante.

“Nosotros”, dice Jabavu una y otra vez. Nosotros. Y es como si en sus manos vacías sintiera las manos cálidas de los demás.

*FIN*


“Hunger”,
Five Short Novels, 1953


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