¡Hasta la vista!
[Cuento - Texto completo.]
Alberto MoraviaPortolongone es un castillo antiguo, en la cima de una roca colgada sobre el mar. El día en que salí soplaba el lebeche, un viento fuerte que cortaba el aliento, y el sol brillaba enceguecedor en el cielo barrido. Quizás a causa de aquel viento y de aquel sol, quizás debido a la emoción de la libertad, me sentía aturdido. Así, cuando pasé por el patio y vi al director que estaba allí, al sol, hablando con un guardián, no pude menos de gritarle:
—¡Hasta la vista, señor director!
Inmediatamente me mordí la lengua porque comprendí que aquel “hasta la vista” no era lo adecuado; podía parecer como si yo tuviera intención de volver a la cárcel o estuviera convencido de que volvería. El director, una buena persona, me corrigió en seguida, sonriendo, haciéndome un gesto de despedida:
—Querrás decir “adiós”.
Y yo repetí.
—Sí, adiós, señor director.
Pero ya era demasiado tarde; ya había dicho una tontería y no había nada que hacer.
Aquel “hasta la vista” continuó resonando en mis oídos durante todo el viaje, y luego también en Roma, cuando me encontré en mi casa. Quizás fue por la acogida: afectuosa, se comprende, por parte de mi madre, pero mucho peor de lo que me había imaginado por parte de los otros. Mi hermano, un muchachito sin seso, estaba a punto de salir para ir a un partido de fútbol y apenas si me dijo:
—Oh, adiós, Rodolfo.
Mi hermana, esa gata acicalada, llegó incluso a escapar de la habitación, gritando que si yo me quedaba en casa ella se iba. En cuanto a mi padre, que no habla nunca, se limitó a recordarme que mi puesto en la carpintería no estaba ocupado aún; si quería, podía comenzar a trabajar ese mismo día. En resumen, todos se fueron y yo me quedé en casa, solo con mi madre. Ella estaba en la cocina, lavando los platos de la comida. De pie ante el fregadero, pequeña y raída, los cabellos grises en desorden, los pies enfundados en dos enormes pantuflas de fieltro para protegerse del reumatismo, mientras aclaraba la loza empezó a soltarme un sermón que, a decir verdad, aunque era bien intencionado, me sentó peor que los chillidos de mi hermana o la indiferencia de mi hermano y de mi padre. ¿Qué me decía? Lo que dicen todas las madres, sin tener en cuenta, como siempre, que en este caso toda la razón estaba de mi parte y que yo había herido para defenderme, como hubiera podido de mostrar en el proceso de no haber sido por el falso testimonio de Guglielmo.
—Hijo querido, ¿ves a dónde te ha llevado la violencia? Cree a tu madre, que es la única que te quiere y que en tu ausencia ha sufrido más que la Virgen de los Siete Dolores, créeme: olvida la violencia, en la vida es mejor soportar cien que hacer una sola… ¿No sabes que quien a hierro mata, a hierro muere? Aunque tengas razón, con la violencia lo que consigues es estar equivocado… A Jesús le hicieron violencia, poniéndolo en una cruz, pero El perdonó a todos sus enemigos… ¿Y tú pretendes ser más que Jesús?
Y así sucesivamente. ¿Qué podía decirle? Que no era verdad, que la violencia me la habían hecho a mí; que toda la culpa había sido de aquel cerdo de Guglielmo, que a la cárcel deberían haber mandado al otro… Preferí, finalmente, levantarme y salir.
Habría podido dirigirme a la carpintería, en la calle San Teodoro, donde me esperaban mi padre y los demás obreros. Pero no me apetecía, el mismo día de mi llegada, como si nada hubiera ocurrido, volver a colgar la chaqueta del clavo y vestirme el mono con las manchas de cola y de grasa que me había echado dos años antes. Y, además, quería gozar de la libertad, sin preocupaciones: volver a ver Roma, reflexionar sobre mis asuntos. De forma que decidí pasear durante todo el día y comenzar a trabajar a la mañana siguiente. Vivimos por la via Giulia. Salí y me encaminé hacia el Puente Garibaldi.
En la prisión había pensado que, cuando volviera a Roma, libre, las cosas se me aparecerían, por lo menos durante los primeros días, de una manera especial, según el sentimiento que experimentaría al volver a verlas: alegres, nuevas, hermosas, apetitosas. En cambio, nada; como si no hubiera estado en Portolongone durante tanto tiempo, sino que, es un suponer, hubiera pasado unos días en la playa de Ladispoli. Era uno de los clásicos días de siroco romano, con el cielo color estropajo sucio, el aire pesado y la indolencia metida hasta en las piedras de las casas. Al caminar volvía a encontrarlo todo como antes y como siempre, sin novedad ni alegría: los gatos reunidos en torno al paquete de restos, en la esquina de una callejuela; los urinarios con sus feos adornos secos; las inscripciones de las paredes con los “viva” y los “muera”; las mujeres sentadas, espatarradas, charlando en los umbrales de las tiendas; las iglesias con el ciego y el tullido en las escalinatas; los carritos con higos secos y naranjas; los puestos de periódicos con revistas ilustradas llenas de actrices americanas. La gente, además, me parecía tener unas caras realmente antipáticas: unos, la nariz muy larga; otros, la boca torcida; otros, enormes ojeras; otros, las mejillas caídas. En resumen, era la Roma de siempre y los romanos de siempre: me los encontraba tal como los había dejado. Cuando llegué al Puente Garibaldi me asomé al parapeto y miré al Tíber: era el Tíber de siempre, lustroso, henchido y amarillo, con las barracas flotantes de las sociedades de remo, y el gordinflón de costumbre en paños menores que se ejercitaba en el remo fijo, y los habituales desocupados que lo miraban. Para animarme un poco pasé el puente y fui al Trastevere, a la callejuela del Cinque, donde había cierta hostería. El dueño, Gigi, era el único amigo que me quedaba en el mundo. He dicho que fui para animarme; en realidad, me atraía también el taller de afilador de Guglielmo, que no distaba mucho de la hostería. Y, en efecto, cuando lo descubrí de lejos, la sangre se me revolvió, y primero me sentí ardiente y luego helado, como si fuera a desvanecerme.
Entré en la hostería, desierta a aquella hora, fui a sentarme a un rincón oscuro y llamé en voz baja a Gigi, que estaba destrás del mostrador leyendo el periódico. Él acudió y, cuando me reconoció, me abrazó en seguida, con espontaneidad, repitiendo que estaba muy contento de verme; y me sentí reconfortado porque, salvo mi madre, éste era el primer cristiano que me había demostrado un poco de afecto a mi regreso. Me senté sin aliento, con los ojos llenos de lágrimas, y él, tras unas frases de circunstancias, comenzó:
—Rodolfo… ¿Quién me había dicho que volvías?… Ah, sí, Guglielmo.
No dije nada, pero sentí que todo se removía ante ese nombre. Gigi continuó:
—Quién sabe cómo lo había sabido… Lo cierto es que vino a decírmelo, con una cara…, tenía miedo, se veía.
Dije, sin levantar los ojos:
—¿Miedo, de qué? ¿Acaso no ha dicho la verdad? ¿No ha cumplido con su deber de testigo? Y, además, ahí están los carabineros para protegerlo.
Gigi me palmeó en el hombro.
—Rodolfo, eres el mismo de siempre, no has cambiado nada… Bueno, tiene miedo porque conoce tu carácter… Dice que él no creía que te perjudicaba: le ordenaron decir la verdad, y la dijo.
No abrí los labios; y Gigi, tras un momento, continuó:
—¿Sabes que me disgusta que dos personas como tú y Guglielmo os odiéis y tengáis miedo uno de otro? Oye, ¿quieres que lo tranquilice, que le diga que no tienes nada contra él y que le has perdonado?
Empecé a comprender dónde quería ir a parar y le respondí:
—No le digas nada.
—¿Por qué? —se informó con precaución—. ¿Todavía la tienes tomada con él? ¿Después de tanto tiempo?
—El tiempo no existe —dije—; he llegado hoy y es como si hubiera sucedido ayer… Para los sentimientos, el tiempo no existe.
—Pero, vamos —insistió él—, vamos, no te obceques de ese modo… ¿Qué te importa?… ¿No conoces la canción: lo que ha sido ha sido, al que le toca le ha tocado, olvidemos el pasado?… Créeme, olvida el pasado y bebe.
—Lo que es beber, sí… —respondí—. Tráeme medio litro…, seco.
Mi tono era duro y él, sin insistir más, se levantó y fue a coger el vino. Pero, cuando volvió, no quiso servirme en seguida y dejando la jarra a un lado, como si quisiera imponerme alguna condición, me preguntó con seriedad:
—Rodolfo…, no querrás hacer alguna locura…
—Sírveme y no te preocupes —contesté.
—Reflexiona —insistió—, Guglielmo es un pobre hombre, tiene familia, mujer y cuatro hijos… Es preciso un poco de comprensión.
—Sírveme —repetí— y no te ocupes de mis asuntos.
Esta vez me sirvió, pero muy despacio, sin dejar de mirarme. Le dije:
—Coge un vaso… Bebamos… Eres el único amigo verdadero que tengo en el mundo.
Aceptó de inmediato, llenó su vaso, se sentó y continuó:
—Precisamente porque soy tu amigo quiero decirte lo que haría en tu lugar: iría junto a Guglielmo, espontáneamente, y le diría: lo pasado, pasado; abracémonos como hermanos y no se hable más…
Tenía el vaso a la altura de los labios y me miraba fijamente. Respondí:
—Hermanos, puñales… ¿No conoces el refrán?
En aquel momento entraron dos clientes y él, tras vaciar su vaso de un trago, me dejó.
Bebí lentamente el medio litro, reflexionando. El hecho de que Guglielmo tuviese miedo no me calmaba, al contrario, encendía no sé qué furor en mi ánimo. “¡Cobarde! Tiene miedo…”, pensaba. Y apretaba con fuerza el vaso de vidrio grueso, como si hubiera sido el cuello de Guglielmo. Me decía que era un cobarde y que, después de haberme hecho condenar con su falso testimonio, ahora se encomendaba a Gigi para que yo lo perdonara. Así acabé el medio litro y encargué un segundo. Gigi me lo trajo y dijo:
—¿Te encuentras mejor? ¿Ya te lo has pensado?
—Me encuentro mejor —contesté— y ya me lo he pensado.
Gigi observó, sirviéndome el vino:
—En estas cosas hay que ir despacio… no dejarse arrastrar por los sentimientos… Tienes la razón de tu parte, no se discute, y por eso precisamente debes mostrarte generoso.
Me fue imposible no observar, ácido:
—Te ha adoctrinado bien Guglielmo, ¿eh?
Él no se ofendió y respondió con sinceridad:
—¿Adoctrinado? ¿Qué dices?… Soy amigo de los dos y quisiera que hiciérais las paces… Eso es todo.
Seguí bebiendo, y entonces, quizás por efecto del vino, mi pensamiento pasó desde Guglielmo a mí mismo, y empecé a pensar en todo lo que había pasado en esos dos años, en lo que había sufrido, en todas las vejaciones que me habían hecho; y los ojos se me llenaron de lágrimas y me acometió una gran compasión por mí mismo y, de rechazo, por todos. Yo era un desgraciado, sin culpa ni razón, como muchos, como todos; y también Guglielmo era un desgraciado; y Gigi era también un desgraciado; y mi padre y mi hermano y mi hermana y mi madre: todos unos desgraciados. Ahora veía a Guglielmo con ojos nuevos, y poco a poco me fui convenciendo de que quizás Gigi tenía razón: me convenía mostrarme generoso y perdonarle. Ante esta idea sentí un redoblado afecto por mí mismo; y me agradó que se me hubiera ocurrido porque, aunque con la cabeza estaba casi convencido de que perdonar era mejor que vengarse, no hubiera podido hacerlo nunca sin que el corazón me lo dictara. Pero, ahora, tenía miedo de que este impulso bueno se desvaneciera; comprendía que debía hacerlo en seguida. Había acabado ya el segundo medio litro y llamé con fuerza:
—Gigi, ven aquí un momento.
Vino y le dije en seguida:
—Gigi, en el fondo tú tienes razón; me lo he pensado bien; si quieres, estoy dispuesto. Vamos a ver a Guglielmo.
—¿No te lo había dicho? —respondió—. Un poco de reflexión y de vino sincero, y habla el corazón.
No dije nada y, de repente, hundí la cara entre las manos y comencé a llorar: me veía otra vez en Portolongone, en el taller de la prisión, vestido con el uniforme carcelario, ocupado en cepillar tablas para ataúdes. En la cárcel trabajaban todos, y de la sección de carpinría salían todas las cajas de muerto para Portoferraio y los otros pueblos de la isla de Elba. Y yo lloraba al recordar que, cuando fabricaba estos ataúdes, había deseado a menudo que uno fuera para mí. Entre tanto, Gigi me palmeaba el hombro, repitiendo:
—Ea, no lo pienses más… Ya ha pasado todo.
Tras un momento, añadió:
—Ahora vamos a ver a Guglielmo; os abrazáis, como amigos, y luego venís aquí y bebéis juntos la copa de la reconciliación.
Me sequé las lágrimas y dije:
—Vamos junto a Guglielmo.
Gigi salió de la hostería y yo lo seguí. Recorrimos unos cincuenta metros y luego, al otro lado de la calle, entre una panadería y un marmolista, descubrí el taller del afilador. Tampoco Guglielmo había cambiado: pequeñito, gris, gordezuelo y calvo, con una cara meliflua mitad de Judas y mitad de sacristán; lo reconocí en seguida, de pie, de perfil, en el interior del taller, atareado junto a la rueda. Afilaba, y estaba tan absorto en arreglar el filo de un cuchillo, volviéndolo y revolviéndolo bajo la gota, que no nos vio entrar. Tan pronto lo divisé sentí que la sangre se me alborotaba; y me di cuenta de que no podría abrazarlo, como quería Gigi. Al abrazarlo, podía darse el caso que le arrancase la oreja de un mordisco, así, a mi pesar. Luego Gigi, con voz festiva, dijo:
—Guglielmo, aquí está Rodolfo, que ha venido a estrecharte la mano… Lo pasado, pasado…
Él se volvió y vi que se demudaba y hacía un gesto como para refugiarse al fondo del taller. Entonces, mientras Gigi nos animaba —“Vamos…, abrazaros y no hablemos más”—, algo estalló en mi pecho y se me nublaron los ojos. Grité:
—¡Cobarde! ¡Me has arruinado! —y me lancé contra él, intentando agarrarlo por el cuello.
Él soltó un aullido y, como un verdadero cobarde, escapó hacia el fondo del taller. Hizo muy mal, porque con todos aquellos anaqueles llenos de cuchillos hasta un santo habría caído en la tentación. Imagínense yo, que esperaba este momento desde hacía años. Gigi gritaba:
—¡Rodolfo!… ¡Detente!… ¡Sujetadlo!
Guglielmo gritaba como un puerco al que están degollando; y yo, agarrando un cuchillo entre tantos, me abalancé sobre él. Mi intención era darle en la espalda, pero él se volvió para defenderse y el cuchillo se clavó en lo alto del pecho. En ese mismo momento alguien me agarró el brazo mientras lo alzaba para darle otra cuchillada; y luego me encontré fuera del taller, rodeado de gente que gritaba y que, en el frenesí del alboroto, intentaba golpearme en la cara y en los hombros.
“¡Hasta la vista!” Se lo había dicho al director de Portolongone y, en efecto, esa misma tarde me encontré en una celda de Regina Coeli, junto con otros tres. Para desahogarme, conté lo ocurrido, y uno de ellos, entonces, que parecía muy sabihondo, observó:
—Hermano, cuando dijiste “¡hasta la vista!” era tu subconsciente quien te hacía hablar así… Tú ya sabías que lo ibas a hacer.
Quizás tenía razón él, pues hablaba muy difícil y sabía incluso lo que era el subconsciente. Pero entre tanto yo estaba dentro y el “¡hasta la vista!” se lo había dicho a la libertad, por esta vez.
*FIN*