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Hay en el vasto contorno…

[Poema - Texto completo.]

Joaquina García Balmaseda

Leyenda del siglo XV

I

Hay en el vasto contorno
De la provincia de Ávila,
Un pequeño pueblecillo
De una colina a la falda
Que Villarejo del Valle
Se nombra, y al que dan fama

Los Condes del nombre mismo
Que en ella su origen hallan,
Y alto castillo feudal
En su recinto levantan.

No se halla en él labradora
Más apuesta y más galana
Que la gentil Mari-Ramos
Hija de Pero de Gracia.

Ni hay ojos que más deslumbren
Bajo la toca nevada,
Ni boca que más provoque
Al trastorno de las almas,

Ni talle más torneado
Con el justillo de grana,
Ni pie que más bello asome
Por entre la burda saya.

Fuera Mari-Ramos digna
Por su hermosura galana,
Su candorosa inocencia,
De otra fortuna más alta;

Mas como si Dios quisiera
Que porque más resaltaran
Sólo belleza y virtudes
Fuesen sus únicas galas,

Pobre nació, único vástago
De quien la tierra que labra
Sus frutos no ha de ofrecerle
Aunque el sudor suyo empapa.

Tierra es del conde D. Sancho,
Señor de aquella comarca,
Con merced de horca y cuchillo
Sobre la gente villana,

Que no por ver estas muestras
De su castillo a la entrada
Por rendirle vasallaje
Unos a otros se adelantan,

Que vale el conde D. Sancho
Por la nobleza del alma,
Más que valen sus escudos
Y riquezas heredadas;

Que si éstas le dan derechos,
Pechos aquélla lo gana.
No hay pobre que no le adore,
Ni vasallo que no alzara

Su voz proclamando serlo
Del que mercedes derrama
Sobre el pobre, el afligido
Y el que a su piedad se ampara.

Vive Ramiro, vasallo
Del Señor de la comarca,
Que de vasallo nacido
Al vasallaje le llama.

Cinco lustros sólo cuenta
El buen Ramiro de Azara,
Y es apuesto cual ninguno,
De alma fuerte y mano airada,
Torpe para humilde esteva,
Fuerte para ruda lanza.

Cautivo vive en los ojos
De Mari-Ramos de Gracia,
Y es fama que no le escucha
Sin agrado la villana,

Cuando una tras otra copla
Ramiro, a su puerta canta,
Y en más de un sitio los vieron
Platicando en voz tan baja,

Que aún el viento no murmura
Por escuchar sus palabras,
Y ni el viento a saber llega
Lo que se dicen sus almas.

No va con el cantarito
Mari-Ramos a por agua,
Sin ir a rezar al Cristo
Que está en la ermita cercana;

Si bien la gente murmura
Que es de tal devoción causa
El buen labriego Ramiro
Que cerca el arado arrastra.

Murmuradora es la gente,
Y en murmurar anda osada,
Que si ante un Cristo se citan
Dos almas enamoradas,

Es que vivir apetecen
De Cristo bajo la guarda,
Y respetar se debiera
Amor que a Cristo se ampara.

II

Aguarda al morir la tarde
Al pie de un álamo viejo
Que muy cercano a la ermita
Le da sombra y nombre a un tiempo,

Que ermita llaman del álamo
Aún más que de Villarejo,
La villana Mari-Ramos
Más hermosa que el sol bello.

Breve rato ha que aguarda
Después de acabar sus rezos,
Cuando un mancebo se acerca
Diligente con extremo,

Y al verle llegar la joven
Clava su vista en el suelo.
-Mi María, mi señora,
Con enamorado acento

Dice Ramiro, posando
La vista en su rostro bello.
Nunca tan dichosa el ave
Es al ver a sus hijuelos,

Ni la flor al recibir
De la aurora el casto beso,
Como yo cuando a tu lado,
María gentil, me encuentro.

Bendito tu corazón
Que dio al mío justo premio!
Bendito Dios que nos da
Para querernos, aliento!

Mas qué tienes tú, mi vida,
Que con ademán suspenso
Ni cual sueles me sonríes,
Ni respondes a mi acento?

-¡Ay mi Ramiro! murmura
Con triste amoroso eco
La gallarda labradora
Del Valle de Villarejo:

Siento pesar en el alma,
Sin saber porqué le siento;
Pero hoy mi padre no envía
Granos de oro al raudo viento,

Que al castillo del buen Conde
No ha mucho partir le hicieron
Órdenes de su señor
Que acatar es lo primero.

No sé porqué este mensaje
De temor llena mi pecho.
-No temas, si de mi lado
No te arranca el hado adverso.

-Mi Ramiro!…
-Mi María!…
-Me quieres?
-Que si te quiero!

-Calla, que lo sé, bien mío,
Harto en tu rostro lo leo!
Y si no ¿por qué al mirarme
Bajas los ojos al suelo,

Cual si al mirarme quisieran
Revelar dulce misterio,
Que de los dos en el alma
Vive escondido hace tiempo?

Por qué cuando en mí te fijas
Confuso mis ojos cierro,
Cuando mirarme en los tuyos
Fuera mi mayor anhelo,
Por si en ellos se retratan
Escondidos pensamientos?

Por qué te hallo suspendida?
Por qué a mi vez me suspendo?
Es que no encontramos frases
O no las busca el deseo,

Por qué aunque estamos callando
Callando nos entendemos?
Ay! benditos los instantes
En que dos así suspensos,
Cuando palabras les sobran
Confusos guardan silencio.

Jamás tu labio me diga
Palabras, que puede el viento
Llevarse por el espacio
Si no las guarda tu seno;

Que por muy dulces que sean,
Han de decir mucho menos
Que lo que dicen tus ojos
Con sus miradas de fuego.

-Mi Ramiro!
-Mi María!…
No siente crecer tu pecho,
Por ventura de los dos,
Este amor que es mi embeleso?

Dime que el tiempo le aumenta,
Dime que no cede al tiempo.
-Ceder? si sólo son vivos
Cuando nacen los afectos,

Nace el tuyo cada día
En el fondo de mi pecho,
Según cada día grande
Más que el anterior le siento.

¡Acaso de Dios las obras
Nacer cada día vemos,
y ves que siempre nos dejan,
Siempre, el ánimo suspenso?

Desde el instante en que abriste
A la luz tus ojos negros,
No viste en el valle flores
Con cien matices diversos?

No recibiste del aura
Los embriagadores besos?

No admiraste de la luna
El brillar dulce y sereno,
Y allá, en la callada noche
Estrellas mil en el cielo?

y sin embargo, esas flores,
De la luna los reflejos,
El suspirar de la brisa,
El brillar de los luceros,

Hubo un instante, uno sólo,
Que al admirarlos de nuevo
No impresionaran tu espíritu,
No conmovieran tu pecho?

Pues así, así de tu labio
Los misteriosos acentos,
Así la ignorada magia
De tus miradas de fuego.

Nuevas siempre al alma mía
Turban del alma el sosiego;
Encadenan mis palabras
Y embotan mi pensamiento.

Ay! siempre nueva tu imagen
Más y más grabo en mi pecho,
Y nueva siempre la admiro,
Como nuevas siempre creo

Las flores que ornan el valle,
Del aura el suspiro tierno,
La luz de la blanca luna
Y las estrellas del cielo

III

Aquí del dulce coloquio
Los enamorados llegan,
Cuando su plática cortan
Pasos que de cerca suenan.

Vuelven entrambos los ojos,
Y ven que hacia ellos se acerca
Un anciano, que azorado
Quiere llegar con presteza,
Cual si olvidase sus años
Por dar quizá faustas nuevas.

-Padre, murmura la joven,
Adelantándose inquieta,
Por qué en vuestro rostro advierto
De agitación claras muestras?

¿Quizá señor incurristeis
En falta por vez primera,
Y por vez primera, falta
Al buen Conde la clemencia?

Hablad, que se halla mi alma
De vuestros labios suspensa.

-¡Ojalá fuese una falta
Motivo de mi tristeza,
Que, piadoso mi señor,
Nunca su rigor emplea

Contra el que leal vasallo
Delinque por vez primera!
Nuevas bien dichosas son
Las que traerte me ordena,

Mas por serlo tan dichosas
Atada tienen mi lengua,
Que temo que con su dicha
Labren tu desdicha eterna.

-Padre!
-Señor!… de Ramiro
Murmura torpe la lengua,
Hablad, de una vez sepamos
Si vida o muerte la espera.

-Llamome el Conde, cual sabes,
Con su paje, y con presteza
Al mensajero seguí,
Cual vasallo que desea,

A la orden de su señor,
Oponer la diligencia.

Paso el puente me ofreció,
Que hizo jugar sus cadenas,
Y puse mi débil planta
En la señorial vivienda.

Crucé salas, cuyas tapias
La vista busca y no encuentra,
Bajo armas y coseletes,
Bajo venablos y flechas,
Bajo cabezas y pieles
De jabalíes o ciervas,
o bajo retratos, todos
De mirada tan severa,
Que a reñirme parecía
Que todos se dispusieran,
Por haber puesto mi planta
Donde ellos la faz conservan.

Entré a un camarín, do el Conde
Sentado junto a una mesa
De púrpura revestida,
Y apoyando la cabeza
En el sillón que sus armas
Coronan con noble enseña,
Me aguardaba para darme
Tan inesperadas nuevas.

Nunca su rostro animó
Expresión más placentera,
Ni el dictado de, buen Conde,
Mejor le otorgó mi lengua.
«Pero, dijo, dar resuelvo
A mis estados Condesa,
Señora y dueña a mi casa,
y a mi vida compañera.

Esposa elegir podría
De grande alcurnia y riqueza,
Que por sus timbres valiese
Tanto como por sus prendas.

Yo, sin embargo, que en poco
Tengo las glorias ajenas,
Porque juzgo que las propias
A más de diez honor dieran;
Esposa humilde elegí,
y del Rey tengo licencia
Para elevar hasta mí
La que ya en mi pecho reina.

No adivinas en quién puse
Los ojos y el alma entera?»
«No, murmuré, mas dichosa
Debe llamarse la sierva,
Besando el polvo que pisa
Su señor, que a tal grandeza
La levanta compartiendo
Con ella nombre y riqueza.»

«Dame entonces, Pero, albricias,
A tu hija Mari las lleva
Que quien vive hace ya tiempo
En mi corazón, es ella:
Ve, mi resolución dile,
Que yo te sigo de cerca.»

Y aquí me tenéis, añade
El anciano con tristeza,
Primer portador, sentido
De aportar dichosas nuevas.

Sin saber lo que les pasa,
Mudos, con el alma yerta,
Los dos jóvenes le escuchan
Sin que un ¡ay! su alma conmueva.
Breve pausa entre los tres
Por unos momentos reina.
Míranse Mari y Ramiro,
Con mirada tan intensa,

Que salir parece el alma
Entre la mirada aquella.
-¡Mi María!
-¡Mi Ramiro!
-¿Qué harás?
-Morir, que esto es fuerza;

Pues poder y amor unidos
En separarnos se empeñan.

-¿Sabe el Conde nuestro amor?
-Y aunque acaso le supiera,
Por un vasallo, su gusto
Quieres infeliz que tuerza?

-¡Ah, bien dices! ¡el señor
Manda, el vasallo ni aun piensa!
Su ley es obedecer,
Contra el señor no hay defensa,

Y si un capricho lo arrastra…
-Detén, mancebo la lengua,
Que ni mi gusto es mi ley,
Ni el ser vasallo tu mengua!

Mudos los tres se quedaron
Ante estas frases severas,
Que del Conde su señor
Les revelan la presencia.

Baja María los ojos
Que abundoso llanto ciegan
Pero de Gracia murmura
Súplica sentida y tierna,

Y Ramiro, en cuyos ojos
El enojo se revela,
Ni escusa busca, ni cede
En su mirada altanera.

El buen Conde contemplando
Expresiones tan diversas,
Con ademán mesurado
Prosigue de esta manera:

-No es hoy la primera vez
Que en una doncella mesma,
Señor y vasallo cifran
Amor, dicha y existencia.

No sé a lo que otro osaría
Si en mi lugar estuviera,
Sé lo que a mi hacer me toca,
Y en ello mi honor se empeña:

Si tú a Mari-Ramos quieres,
Mi única ventura es ella,
y ni es justo tu cariño
Atropellar con mi fuerza,
Ni, porque soy tu señor,
He de dejarte la prenda
Que a mi igual disputaría
Cuerpo a cuerpo en lid sangrienta.

Preste aquí, pues, la razón
Contra la pasión defensa!

Dispuesto estás a luchar
Sin sacrificio y sin tregua,
Por llegar a merecer
Lo que hoy la suerte te niega?

-A luchar, y hasta morir,
Si no triunfo en la contienda,
Que es Mari-Ramos mi vida
Y ésta la pierdo al perderla!

-Basta, desde hoy en olvido
Queden arado y esteva,
Y en busca de medro o muerte
Parte Ramiro a la guerra.

Cuando vuelvas más honrado
Y espada manejar sepas,
Con las armas en la mano
Me disputarás tu prenda,
Haciéndote yo un honor
Que nunca soñar pudieras.

En las Cortes que en Medina
D. Juan ha poco tuviera,
Dineros y hombres nos pide
Para rechazar sin tregua
A Navarra y a Aragón
Que, con airada insolencia,
En vez de estarse en las suyas
Se meten por nuestras tierras.

A enviar voy cien jinetes
Al frente de mi bandera.
Parte con ellos; un plazo
Fija tú para tu vuelta,
Y si al cabo de él no vienes,
Dueño de más altas prendas
Mari-Ramos vendrá a ser
De mis estados Condesa.
-¡Oh, señor, a vuestras plantas
Dejadme besar la tierra!
-Alza.
-Viva mi señor.
-¡Bendita tu piedad sea!
Murmura la casta joven
Con tímida y torpe lengua.

-Basta ya, fijad un plazo…
-¡Dos años!
-Cuando ellos venzan,
No vengas, aquí Ramiro
Por tu ya perdida prenda,
Que a fuer de buen castellano,
Te juro no he de cederla
Ni a los ruegos, ni al cariño,
La osadía ni la fuerza;
Hoy es tu propia humildad
Quien vence mi resistencia!

IV

Todos los nobles acuden,
y a D. Juan II acorren,
Que aprestos para la guerra
Con nuevo brío dispone.
Todos compiten a una,
Y hacen que su esfuerzo asombre:
Todos arman los jinetes
En los que encuentran más dotes,
Para que sus estandartes
Más campo adentro tremolen.

Ya en torno de su castillo
El conde D. Sancho oye
El relinchar de los potros,
Los pífanos y atambores,
El chocar de los arneses,
El piafar de los bridones,

El tumulto de cien ecos
Que a otros cien ecos responden,
Ya con tierna despedida
Ya con belicosas voces,

Del claro sol en los cascos
Reflejan los resplandores,
Y en las cotas y en las lanzas
De los bravos campeones,

Que detrás de la celada
Rostro juvenil esconden,
Y detrás de cada malla
Un pecho henchido de amores.

Dichoso el que con victoria
A los patrios lares torne!
¡Ay de aquél que con la muerte
Su noble empresa corone!

De uno en su andar agitado
La impaciencia se conoce,
Que quizá al partir más pronto
Volver antes se propone.

Brillante arnés cubre el pecho
Que, palpitando de amores
Bajo la parda bayeta
Dejaba sentir sus golpes,

Y espuelas ornan los pies
Que vistieron hasta entonces
Calzas, y casco con plumas
Completa su marcial porte.

Aún más lucido ropaje
En el corazón vistiose,
Que el amor y la esperanza
Con sus risueños colores
Para cubrirle de galas
Se han puesto entrambos conformes.

Ya se ordenan los jinetes,
Ya se presenta el buen Conde,
Ya por todos los semblantes
Rebosa ardimiento noble,
Y amor patrio, afán de gloria,
Todos los pechos esconden.

Torna el Conde la bandera
En que va escrito su nombre
En seis vistosos cuarteles
De matizados colores,

Que así escribirle supieron
En todo tiempo los nobles,
Y así el del Conde trazaron
Ilustres progenitores.

La toma, y de sus jinetes
Al frente, dice el buen Conde:
-Aquí lleváis, mis valientes,
De cien caudillos el nombre,
La fama, el blasón, la gloria
Que no empañaron traidores.

Aún sus hechos resplandecen
Cual luz de otros tantos soles,
Y aún alienta su memoria
En los bravos corazones;

No temo que la ultrajéis,
Pues vuestros pechos esconden
Noble sangre castellana
Que la traición desconoce;

Mas aquel que de vosotros
Más brioso al campo corre,
A esta enseña con su brazo
Mástil glorioso le otorgue.

Cien ecos contestar quieren
Y ofrecerse se proponen,
Cuando un jinete, de un salto
Del corcel las filas rompe,
Y junto al Conde llegando,
Pide ser el que tal logre.

-¿Tú, Ramiro?
-Mi señor…
Coronad vuestros favores,
Dejando que esa bandera
Mis nobles hechos pregone.
-Tómala, pues, y no olvides
Los deberes que te impone.

-Conmigo volverá honrada
Al campo de mis mayores,
O mi sudario glorioso
Será en la guerra, buen Conde!

Vivas a D. Sancho suenan,
Vivas a D. Juan responden,
Y difundiendo en los aires
Los pífanos sus acordes,

Por los campos de Castilla
Se alejan los escuadrones
Que de Villarejo ilustre
Van a sostener el nombre

Contra los aragoneses,
A los que batir dispone
El Rey D. Juan, el segundo
Que hubo España de tal nombre.

Fama, del Rey alcanzaron
Los castellanos pendones,
Contra Aragón y Navarra
Que mutuamente se acorren.

En cien gloriosos encuentros
Los guerreros, que del Conde
De Villarejo sostienen
En la guerra fama y nombre,

Airosamente supieron
Sacar su glorioso escote;
Mas la batalla de Olmedo,
Cara por su mal costoles,

Que muchos ¡ay! con la vida
Sellaron su arrojo noble;
Y Ramiro, que una lleva
Y otra bandera arrancole

A un enemigo, cercado
Se ve por número doble…
Lucha, pelea… vencido
Casi está el valiente joven…

Pasar hace sus banderas
A mano segura entonces…
Y con nuevo brío arrostra
Del combate los furores.

Nadie volvió a saber de él,
Y muerto, o entre prisiones,
Quedó el valiente guerrero
Que con tal brío portose,
Añadiendo un nuevo timbre
Al nombre de sus señores.

V

Todo son fiestas y galas
De Villarejo en la villa,
Todo algazara en los rostros,
Todo júbilo ha tres días,

Que esos hace que el buen Conde
Su ventura apetecida
Cumplirse ha visto, llevando
Al altar a su María.

Con grandes fiestas el Conde
Tal ventura solemniza,
Y aún más con sus beneficios
La celebra y la publica,

Que en la de los otros, halla
El pecho hidalgo su dicha.
Festeja a la par también
La victoriosa venida

De los bravos campeones
Que, término a las fatigas
De la guerra dan, volviendo
Con natural alegría

Al campo de su señor
A quien todos ver codician,
Y recibir de él el premio
De su valor e hidalguía.

Triste los miró alejarse!
Más triste los ve María
Cuando cumplidos dos años
A sus hogares volvían,
Y Ramiro, que fue entre ellos,
Entre ellos ¡ay! no venía!

Todos sus brillantes hechos
Con lengua franca atestiguan,
Todos arrancar le vieron
La enseña a mano enemiga;

Mas ninguno desde entonces
A Ramiro visto había,
Y eso que D. Juan Segundo
Prometió en su alta justicia

Mercedes y señoríos
A quien, en su mano altiva,
Humilló a la castellana
La aragonesa divisa.

Lágrimas riegan las galas,
Por las que trueca María
Su justillo y burda saya,
Su toca y su monterilla;

Mas, aunque triste y llorosa,
Jamás se vieron unidas
A preseas más preciadas
Belleza más peregrina.

Paño de Flandes bordado,
Traje que en la tierra frisa,
Su talle ciñe, el que cubre
Manto de grana finísima.

Toca de perlas mantiene
Su cabellera cautiva,
Y collar con tres patenas,
Con Jesús, José y María,

Adornan con ricas piedras
Su garganta alabastrina.

Galán el conde D. Sancho
Junto a la novia camina,
Pero más que con sus ropas,
Se engalana con su dicha,
Que son sus ojos ventanas
Donde asoma la alegría,
Rebosando de su pecho,
Do estar no sabe escondida.

El primer día recorren
En brillante comitiva
Los hogares más humildes
Que en todo el condado había,
Dejando en ellos los dones
Que su caridad les dicta,

Para que todos celebren,
Sin clases ni jerarquías,
El día en que su señor
Cumplir ha visto su dicha.

El segundo, al monte acuden
con monteros y jauría,
Que es de todos los placeres
Que el Conde tiene en estima,

El que le aficiona más
La caza de montería.
En bella alazana blanca
Con bordada mantellina,

La Condesa iba con ellos
Cual reina de la partida,
Y al recibir los trofeos
Que a sus pies todos rendían,
Mal la sonrisa sus lágrimas
Disimular pretendía.

Para el tercero, el buen Conde
Las justas dispuesto había:
Se ve la plaza cercada
Y no lejana a la villa,

Y en ella el estrado alzado
Y engalanado se mira
Con ricos paños de Flandes,
Y adamascadas cortinas,
Desde el cual entrambos cónyuges
El torneo presidían.

Mantenedores del campo,
Cinco jinetes en fila
Se ven, los más esforzados
Que al Monarca de Castilla
Secundaron en Simancas,
Olmedo y otras cien villas.

Da la señal el rey de armas:
De dos el valor se admira,
Que, calada la visera,
Adarga con mote encima,
Malla ajustada en el cuerpo
Y en la diestra lanza en ristra,
Se encuentran en su carrera
Valerosa y atrevida.

Salta una lanza en pedazos,
Espadas desnudas brillan,
Y a los primeros reveses
Uno en tierra cae sin vida.
Tocan seña, y un segundo
Toma carrera, y aprisa
Consigue de su contrario
Volar la lanza hecha astillas.

Ya la victoria por éste
Iba a quedar decidida,
Cuando caballo y jinete
Ruedan por la arena fina,
Quedando al fin el primero
Con la victoria y la vida.

Todos los cuatro vencidos
Caer los ve en buena liza,
Y ya a recibir el premio
Ya con expresión altiva,

Cuando la señal anuncia
Nuevo adalid, que al oírla,
La valla del campo salta
Con arrogancia atrevida.

Las negras plumas del casco
Amoroso el viento riza,
Férrea malla de su cuerpo
Los contornos modifica,

Y en la adarga que presenta,
Y la muchedumbre admira,
Lleva este lema, que forma
Del encubierto divisa.

No lidia para vencer
Quien sólo morir codicia
Reñida fue la contienda;
Dos veces se inutilizan
Las armas, y otras dos veces
Otras piden, y ambos lidian.

Por fin el recién llegado
Las victorias conseguidas
Suyas hace en un momento,
Dejando a sus pies vencida
La mano que consiguiera
Cuatro victorias seguidas!

Bravos y aplausos el viento
En sus alas difundía,
Y tímido el caballero,
Quizá con alma sentida
Por la victoria alcanzada,
A avanzar no se atrevía,
Ni a tomar la roja banda
Que tiene harto merecida.

Tan tímido para el premio
Cuanto audaz es en la lidia,
Trémulo ante la Condesa
Llega y dobla la rodilla,
Y al tomar la banda roja
Con mano trémula y fría

Triste gemido se escapa
Por la celada bruñida,
Y dos lágrimas rodando
Por su tostada mejilla,
Dejan al besar la banda
En ella dos manchas vivas.

Siente entonces la Condesa
Emoción desconocida,
Levántase del estrado,
Vuelve a su castillo aprisa,
Y todas sus camareras
Cuentan al siguiente día,

Que el lecho de su señora
Intacto encontrado habían,
Mientras que a cuantos los ven,
Sus ojos rojos decían
Que las dos ardientes lágrimas
Que en la banda visto había,
El manantial de las suyas
Descubrieron por desdicha.

VI

No durmió, no, la Condesa,
Ni su rostro de marfil
Descansó sobre la almohada
Aquella noche, en que fin
Dieron las fiestas dispuestas
Por su himeneo infeliz.

Asomada a la ventana
Del severo camarín,
Ayes da al viento, que juega
Con su cabello sutil.

De repente, al pie del muro
Parécele distinguir
Sombra que se va acercando,
Y al cabo se para allí.

Dulce música de cítara
Alcanza su oído a herir
Y voz dulce y lastimera
Que evoca recuerdos mil

En su pobre pensamiento,
Y hace el corazón latir,
Lleva hasta ella este romance
Que hace sus dichas morir.

«Dicen los que te conocen,
Los que viven junto a ti,
Los que observan tus acciones,
Que no te acuerdas de mí;

Y al mirarte yo, señora,
El torneo presidir,
Junto a quien supo matarme
Sin dar a mis males fin,

Y ni mi lanza se escapa
Ni se dobla mi cerviz,
Ni sobre la arena ruedo
Falto de aliento viril,
Juzgo que verdad afirman
Los que afirman por ahí,
Que ni yo de ti me acuerdo
Ni tú te acuerdas de mí.

¿Mas por qué al tocar mi mano,
Temblar la tuya sentí,
Y las rosas de tu cara
Tornarse de nácar vi?

¿Por qué entre las mil venturas
Sueño realizado al fin
Con que te brinda la suerte,
Sueles triste sonreír,
Y entre la oración suspiras,
Y hasta en el mismo festín
El llanto empaña tus ojos
Si no te acuerdas de mí?

¿Por qué yo, que hace dos años
Tus ecos de amor perdí,
En todas mis impresiones
Vuela mi mente hacia ti,
Y ni en medio del combate
Ni de agitado dormir,
Desechar puedo tu imagen,
Que está siempre, siempre aquí?

Ay! en tanto que a los dos
No nos llame Dios a sí,
En tanto que nuestro pecho
Sienta el corazón latir,
Hasta que el último sueño
Ponga a nuestra vida fin,
Viendo al par de la existencia
Nuestras desdichas morir…
Yo, murmuraré tu nombre!
Tú, te acordarás de mí!!»

Entregados estos ayes
Al viento que huye sutil,
El trovador aquejado
Pártese presto de allí.

Síguele de la Condesa
La vista fija y febril,
Y ya verle no podía
Y aún le ven sus ojos ir…

Y viéndole todavía
La aurora la encuentra allí!
Vístese ropas de luto
Y dispónese a salir,
Y cuando las cumbres dora
El sol con rojo matiz,
Asomándose a las puertas
Que aurora acaba de abrir,

Encubierta la Condesa
Con un paje tras de sí,
A la ermita se dirige
Del Cristo, que veces mil,
Se dignó de un puro amor
Los juramentos oír.

Con lágrimas acompaña
Lo que al Cristo va a pedir,
Y es ¡ay! valor para ella!
Para el mancebo infeliz,
Fortuna, mucha fortuna,
Mas lejos, lejos de allí!

Cuando enjugados sus ojos
Consiguen ya distinguir,
De frescas flores el campo
Hecho con mano gentil,
Ve un ramillete harto humilde
Sobre el blanco altar lucir.

Abalánzase y le toma,
Y huye azorada y febril,
Como si el hurto que lleva,
En su frente de marfil
Fuese escrito por la mano
Del Dios que la vio salir!

De entonces día por día
Con rosas, mirto y jazmín,
Se ve ornado el santo altar
Del Cristo, que veces mil,
Quiso de Mari y Ramiro
Los juramentos oír:

Flores con que la Condesa
Quiere el hurto resarcir,
Sin comprar así la calma
De su espíritu infeliz,
Pues suelen sus camareras
En sus cuentos referir,

Que atribulada su ama
Pasa noches más de mil
Asomada a la ventana
Del severo camarín,
Dando suspiros y que el eco
Suele a veces repetir;

Mas nadie ha visto jamás
Acercarse por allí
Galán, encubierto o paje,
Que los pueda recibir.
Son suspiros que se escapan
Sin rumbo, objeto ni fin,
Hijos de memorias tristes
Que Dios sabe a do han de ir!

De entonces va unida al Cristo
De Villarejo, y yo oí,
Una piadosa leyenda
Que al corazón va a decir
Que la imagen Sacrosanta
Del Redentor que está allí,

Del amor que es tierno y puro
El lenguaje quiere oír,
Y suerte ofrece a la virgen
Que dobla ante él la cerviz
Dándole resignación
Si su amor hace morir.

Por eso acuden las niñas
De Villarejo al confín,
Y en la ermita, se prosternan
y a su frente de marfil,
Mientras que reza su labio,
El rubor suele salir.

Por eso el altar del Cristo
Ornan siempre flores mil,
Que la piedad y el amor
Colocan de intento allí,
Y al Cristo de Villarejo
Van por su amor a pedir.



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