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Hay una bomba N también para las hormigas

[Cuento - Texto completo.]

Alberto Moravia

A las siete de la mañana, en el mar, después de abrir la ventana, le gusta tirarse totalmente desnudo en la cama, tomar el primer libro, o revista o diario que tenga a mano y leer durante diez, quince minutos cualquier cosa, para despertarse del todo, para retomar contacto con el mundo. Preferiblemente, algo dramático, tal vez catastrófico, quizá para equilibrar la sensación de profunda tranquilidad que llega de la ventana, colmada de un cielo todavía frío y vacío, donde se advierten, aquí y allá, vagos y rosados trazos de aurora. Esta mañana tiende la mano al piso, recoge al azar el diario que la noche anterior dejó caer, vencido por el sueño, y lo abre. Sí, haría falta algo dramático, quizá catastrófico. Aquí está, a cuatro columnas, el título que buscaba, sobre el pro y el contra de la bomba N. Excelente, ¿qué más catastrófico que el fin del mundo? Se acomoda mejor la almohada bajo la cabeza, lleva el diario a la altura de los ojos y lee.

En sustancia, se dice mientras lee, es probable que la humanidad haya equivocado el camino en algún momento, quién sabe cuándo, quizás en la época del Renacimiento, y corra hacia su extinción. Ya ha ocurrido: muchas especies animales erraron el camino y se extinguieron, por ejemplo, los dinosaurios. Solo con la condición de dejar sentada esta premisa, reflexiona, es posible ocupase de la bomba N. De cualquier modo, ¿cómo están las cosas?

Están del siguiente modo. 1) La bomba N mata a los hombres sin destruir las casas, las obras, los monumentos, etcétera. 2) Tiene un efecto selectivo y circunscrito, es decir, extermina un número limitado de personas y por añadidura a las afectadas directamente por la explosión. 3) Al revés de la bomba atómica tradicional, puede ser accionada sin provocar el fin del mundo; o sea, puede aspirar a convertirse, oportunamente, en una de las armas llamadas convencionales. 4) Como arma convencional, es muy probable que sea empleada en Europa, predestinada a ser el campo de batalla en un conflicto entre la URSS y los EE. UU.

Siempre a partir de la premisa de que la humanidad desea su propia muerte, él ahora se pregunta qué puede hacerse para evitar el uso de la bomba N. Esta vez piensa detenidamente al respecto, descartando una tras otra soluciones que le parecen, casi inmediatamente, superficiales y parciales. Al fin se topa con la única respuesta posible: el remedio de todo esto reside en que la humanidad «no» siga deseando su propia muerte.

Es hora de levantarse. Saca las piernas de la cama, pasa al baño, del que sale unos veinte minutos después, lavado y afeitado, en camiseta, calzoncillo y sandalias. Va a echar una mirada a la playa desde la ventana de la casa estival: aún está tricolor, con la arena blanca totalmente seca, la arena marrón claro todavía húmeda por la marea de anoche, y por fin la arena marrón oscuro en contacto con el agua. El cielo ya es luminoso y azul, pero el sol todavía no se ve. Por un instante observa con atención el mar, serenísimo, casi inmóvil, salvó por una breve onda que se forma y muere a dos pasos de la orilla, y después pasa a la cocina, donde se preparará el desayuno.

Qué desdicha: tal vez por causa del intenso calor reinante desde hace varios días, las hormigas han tomado, como se dice en las novelas de aventuras, el sendero de la guerra. Una fila negra y activa, llena de un apretado ir y venir, ha llegado al vaso de miel que alguien, imprudentemente, dejó al descubierto sobre la mesa. El vaso está punteado de hormigas; otras, en número sorprendentemente alto, han logrado, quién sabe cómo, pasar por el muy pequeño espacio que separa el vidrio del vaso y el metal de la tapa, y ahora se ahogan en la miel. Ese vaso ya es para tirar; de modo que esta mañana deberá abstenerse de su miel.

La negra raya de hormigas baja por la pata de la mesa, cruza el piso de la cocina, pasa bajo la puerta de vidrio. El abre la puerta, sigue paso a paso al atareado ejército de himenópteros. Estos costean por un trecho considerable la pared de la villa, se apartan de la pared en la esquina, atraviesan la vereda, se pierden en el arriate, bajo el follaje de los pitósporos. «Ya las arreglaré», se dice, rabioso contra las hormigas que han entrado en la casa y tomado por asalto la miel.

Vuelve a prisa a la cocina, busca en varios armarios el cilindro de insecticida, pero no lo encuentra. Entretanto las hormigas siguen yendo y viniendo hacia arriba y abajo por la pata de «su» mesa, en medio del piso de «su» cocina, a lo largo de la pared de «su» villa, a través de la vereda de «su» jardín. Esta idea acrecienta su rabia. Sin pensarlo dos veces, agarra una hoja de diario, la enrosca, le acerca un fósforo encendido. El diario se inflama. Acerca la llama a la pata de la mesa: las hormigas, quemadas inmediatamente, caen al piso una tras otra.

La puerta se abre, entra la mujer, también ella en camiseta, bombachas, sandalias. Bien peinada, fresca, graciosa. Exclama:

—¿Qué haces?

—¿No lo ves, acaso? —contesta él.

—Para las hormigas está el spray. Y además, no me agradó tu expresión mientras quemabas esas pobres hormigas.

—¿Qué expresión tenía?

—No sé bien. De crueldad. Espera, te doy el spray. —Con sencillez, se va a otra parte de la casa, vuelve con el cilindro rojo y verde del insecticida, se lo alcanza—: Toma, usa esto.

Él lo hace girar entre las manos, lee las habituales recomendaciones inscriptas bajo la negra figura de una hormiga enorme: «Pulverizar el producto manteniendo el cilindro a una distancia de 5 a 10 cm de la superficie donde se lo aplica…»; saca la tapa, inclina el cilindro hacia el piso, donde la línea de hormigas aún está intacta y, oprimiendo la válvula con el dedo, dirige el chorro hacia los insectos. El efecto, se le ocurre pensar, es en verdad instantáneo, incluso si esa instantaneidad le concierne más a él, que pulveriza, que a las hormigas, pulverizadas. Así es, porque no puede saberse cuál es el tiempo para las hormigas. Para él, un instante es un instante; para las hormigas, en cambio…

Instantáneo o no, el efecto es por cierto letal. Inmediatamente después de rociadas por la rígida nubecilla del spray, las hormigas se desparraman girando, se inmovilizan, volcadas, se diría, de espaldas, en suma, muertas. No tiene tiempo de detenerse en la muerte de las hormigas, porque la mujer, desde la mesa a la cual se ha sentado, frente a una taza de té, lo incita:

—No basta matar las que entraron en casa. Hay que seguirlas afuera, tal vez hasta encontrar el hormiguero.

Él no contesta, sigue al ejército de hormigas y, poco a poco, lo desbarata con el chorro de insecticida. Ya ha salido de la cocina, ahora pulveriza la pared de la villa. Después ataca la retaguardia, en la vereda del jardín. Al llegar al arriate de pitósporos lo detiene esta reflexión: «Les he dado una buena lección. Por hoy basta. Al menos durante varios días no volverán».

Pero este pensamiento suscita otro: ¿por qué, después de la lección, no han de volver las hormigas? ¿Porque han «entendido»? ¿O bien por falta de soldados, en espera de que el hormiguero llene con otras hormigas los vacíos abiertos por el insecticida en el ejército? Ciertamente, la cuestión es importante: en el primer caso, se trataría de una especie de conciencia; en el segundo, del ciego instinto vital.

Por otra parte, piensa, ¿cómo contestar semejantes preguntas si, en la realidad, no es posible tener contacto directo con las hormigas? Habrá exterminado, puede calcularse, mil. Pero ese estrago se desarrolló en silencio, él no oyó nada. Y sin embargo, cómo saberlo, tal vez las hormigas se quejaban, gritaban, aullaban. Y por añadidura, ¿quién ha visto jamás la «expresión» de la hormiga en el momento en que muere bajo el golpe del insecticida? Para los hombres es un puntito negro, nada más.

Ahora vuelve a la cocina. La mujer tiene en la mano el diario que él llevó ahí del dormitorio, lee y, mientras tanto, de vez en cuando se lleva a los labios la taza de té. De pronto pregunta, desde atrás del diario:

—¿Puede saberse qué es esto de la bomba N?

Él se sienta, se sirve a su vez el té. Después dice:

—Es un lugar común, pero, en definitiva, ¿por qué tener miedo a los lugares comunes? Nosotros somos hormigas y nuestro insecticida será la bomba N.

—Pero nosotros pensamos. No me dirás que las hormigas piensan. ¿Por qué no aplicamos nuestro pensamiento a encontrar una manera de evitar la bomba N?

Él medita un poco al respecto, y con un suspiro responde:

—No utilizamos nuestro pensamiento porque, en el fondo, queremos morir.

—Pero yo no quiero morir. ¿Y qué quieren las hormigas? No me dirás que también las hormigas quieren morir.

—No, por lo contrario, las hormigas quieren la miel, o sea, quieren vivir.

—¿Cómo se entiende, entonces? Los hombres, a tu juicio, desean morir, y las hormigas, en cambio, vivir. Pero a todos, al fin, nos extermina el insecticida.

De nuevo él suspira, y dice:

—¿No has leído el Eclesiastés? Hace varios millares de años, dijo: «Nada nuevo hay bajo el sol». Nadie puede decir: «Mira, eso sí que es nuevo». Este pensamiento del Eclesiastés fue válido, digamos, hasta 1945; es decir, hasta la bomba atómica. Ahora no tiene más validez: hay muchas cosas nuevas y, al menos por el momento, no logramos hacernos una idea clara de ellas. La última de esas novedades es la bomba N. ¿Puedes acaso decir, acerca de la bomba N, nada nuevo hay bajo el sol? Y bien, no, de ningún modo. Y entonces, quizá, sobre las cosas de las que no se puede hablar, es mejor callar.

*FIN*


1983


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