Casa digital del escritor Luis López Nieves


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¡He ahí…!

[Cuento - Texto completo.]

William Faulkner

El Presidente se encontraba inmóvil en la puerta del vestidor presidencial, completamente vestido, pero sin haberse puesto aún las botas. Eran las seis y media de la mañana y nevaba; ya había pasado una hora entera ante la ventana, viendo nevar. Se encontraba ahora junto a la puerta de acceso al pasillo, completamente inmóvil, en calcetines, levemente encorvado por su delgadez y su estatura, como si estuviera pendiente de algo y aguzase el oído, en el rostro una expresión atenta, pero sin rastro de humor, puesto que el humor había abandonado su situación y su visión de la misma casi tres semanas antes. En el puño, pegado al flanco, bajo, lacio, sujetaba un espejo de mano de elegante diseño francés, tal como el que debiera haber estado descansando sobre el tocador de una señora: desde luego, a esa hora de un día del mes de febrero.

Por fin posó el puño sobre el pomo de la puerta y la abrió infinitesimalmente; bajo el peso de su mano, la puerta se abrió unos centímetros sin hacer ningún ruido; aún con ese mismo silencio infinitesimal arrimó el ojo a la rendija y vio, sobre la gruesa, lujosa alfombra del pasillo, un hueso. Era un hueso cocinado, una costilla; aún tenía adheridas unas hebras de carne en las que eran visibles en dos medias lunas mudas, superpuestas, las huellas de unos dientes humanos. Con la puerta abierta también le llegaron las voces. Aún sin hacer ruido, con un cuidado extremo, elevó y adelantó el espejo. Por un instante se fijó en su reflejo y se detuvo un rato, y con una suerte de fría incredulidad examinó su rostro, el rostro del luchador taimado y corajudo que había sido, del experto punto menos que infalible a la hora de anticiparse a los demás, de controlar al hombre y sus fechorías, en ese momento inscrito en el aturdimiento desamparado de un niño. Luego inclinó un poco el espejo hasta ver el pasillo reflejado. Sentados en el suelo, acuclillados sobre la alfombra, uno enfrente del otro como si mediara entre ellos un arroyo, vio a dos hombres. No reconoció sus rostros, si bien conocía el Rostro, puesto que lo había contemplado de día y había soñado con él de noche durante tres semanas ya. Era un rostro achatado, oscuro, tirando a plano, mongoloide: secreto, decoroso, impenetrable, grave. Lo había visto repetido hasta la saciedad, hasta que dejó de contar, de calcular incluso cuántos eran; también entonces, aun cuando vio a los dos hombres acuclillados, aunque oyó las dos voces hablando quedas, le pareció que en algún momento de idiotez, a fuerza de insomnio atenuado, de esfuerzo, estaba mirando a un solo hombre que se viese en un espejo.

Llevaban gorros de piel de castor y levitas nuevas; quitando el detalle menor de los cuellos y los chalecos iban vestidos de manera impecable —aunque aún era temprano para tales galas— con antelación a la hora, al menos hasta la cintura. Pero es que de ahí para abajo la credulidad y el sentido del decoro eran objeto de un ultraje. De un simple vistazo cualquiera hubiese dicho que habían salido intactos de la Inglaterra picwickiana, quitando que las ropas ceñidas, de colores claros, no estaban rematadas por los consiguientes botines, ni por calzado de ninguna clase, sino por unos pies descalzos, casi negros. En el suelo, junto a cada uno de los dos, había un hatillo de tela oscura perfectamente enrollado; junto a cada uno de los hatillos, a su vez, mudos, punta con punta y tacón con tacón, como si los ocupasen centinelas invisibles enfrentados uno con otro en el pasillo, había dos pares de botas sin estrenar. De un cesto de mimbres de roble de Virginia, junto a uno de los dos hombres acuclillados, asomó de súbito la cabeza como de serpiente y el cuello de un gallo de pelea, que miró al tenue destello del espejo con un ojo amarillo, ofendido. De allí le llegaban las voces plácidas, decorosas, quedas:

—Ese gallo de poca cosa ha servido por aquí.

—Muy cierto. Con todo, ¿quién sabe? Además, no pude dejarlo allá en casa, con esos malditos indios perezosos. A la vuelta no encontraría ni una pluma. Eso lo sabes ya. Pero es un engorro tener que andar con esta jaula de acá para allá y llevarla a cuestas a todas horas.

—Es que todo esto es un engorro, si quieres que te diga lo que pienso.

—Tú lo has dicho. Pasarnos la noche entera aquí sentados delante de esta puerta, sin un arma ni nada. Supón que los malos quisieran entrar en plena noche: ¿qué podríamos hacer nosotros? Eso, claro, si es que alguien quisiera entrar. Porque yo no.

—Nadie quiere. Es un honor.

—¿Honor de quién? ¿Tuyo? ¿Mío? ¿De Frank Weddel?

—Honor del hombre blanco. Tú a los blancos no los entiendes. Son como niños: hay que manejarlos con cuidado, nunca se sabe qué van a hacer después. Así que si es norma que los invitados se pasen la noche entera acuclillados aquí, a la fresca, delante de la puerta de ese hombre, no nos queda otra. Además, ¿no estás mejor aquí dentro que ahí fuera, con la nevada que está cayendo, en una de esas dichosas tiendas?

—Tú lo has dicho. Vaya clima. Vaya país. Yo no me quedaría con esta ciudad ni así me la regalaran.

—Pues claro que no. Pero es que los blancos son así: no hay quien entienda sus gustos. Mientras tengamos que estar aquí, tendremos que actuar como creen los blancos que tienen que actuar los indios. Y es que nunca se sabe, hasta que ya es tarde nunca se sabe qué ha hecho uno para insultarlos o asustarlos. Como es tener que hablar a todas horas como habla el hombre blanco…

El Presidente retiró el espejo y cerró la puerta sin hacer ruido. Una vez más permaneció en silencio, inmóvil, en medio de la estancia, cabizbajo, meditando, desconcertado y a pesar de todo indomable, puesto que no era la primera vez que había de poner al mal tiempo buena cara; desconcertado porque había de dar la cara no a un enemigo en campo abierto, sino que estaba cercado en su propio despacho, encumbrado y solitario, por aquellos para quienes era como un padre por designación legal, si no divina. En el férreo silencio del amanecer invernal, clarividente a través de los muros, le pareció que fuese ubicuo, uno con el despertar de la solemne Casa. Invisible, y preso de una suerte de horror producido por tanta cavilación, era como si formase parte de cada uno de los grupos de sus visitantes sureños —el que se había instalado ante la puerta, el otro más grande, como figuras talladas en piedra, acampado en la rotonda misma de esa apoteosis concreta y visible en que se alzaba la cúpula del orgullo de la juvenil Nación— con sus gorros de piel de castor y sus levitas y su ropa interior de lana. Con los pantalones bien enrollados bajo el brazo y los zapatos vírgenes en la otra mano, decorosos, serenos, tras las caras de asombro y los entorchados de oro, las espadas, las condecoraciones, las estrellas de los diplomáticos europeos.

—Maldita, maldita, maldita sea —dijo el Presidente en voz baja. Atravesó la estancia deteniéndose a coger sus notas de donde las había dejado, junto a una silla, y se acercó a la puerta contraria. De nuevo se detuvo y abrió la puerta con demasiado esmero, con demasiado sigilo, por la fuerza de la costumbre adquirida en tres semanas de fatalismo expectante, aunque del otro lado solo estuviera su esposa durmiendo plácidamente en la cama. Atravesó también el dormitorio con las botas en la mano, deteniéndose a dejar el espejo en el tocador, entre las demás piezas con las que constituía un juego que la recién renovada República de Francia había obsequiado a su antecesor, y de puntillas salió a la antesala, donde un hombre de largo capote se puso en pie, también descalzo. Se miraron uno a otro con sobriedad.

—¿Está despejado el campo? —dijo el Presidente en voz baja.

—Sí, General.

—Bien. ¿Y usted ha…? —el otro le mostró un capote largo, sencillo—. Bien, bien —dijo el Presidente. Se echó el capote sobre los hombros antes de que el otro se pudiera mover—. Ahora el…

Esta vez se anticipó el otro; el Presidente se encasquetó el sombrero inclinándolo bien sobre la frente. Salieron de puntillas, con las botas en la mano.

En la escalera de atrás hacía frío; los dedos de los pies de ambos, mal protegidos por los calcetines, se encogieron alejándose de los peldaños, el vaho del aliento de ambos vaporizado tenuemente. Bajaron en silencio, se sentaron en el último peldaño y se calzaron las botas.

Seguía nevando, copos invisibles entre el cielo del color de la nieve y la nieve que daba color a la tierra, que parecían materializarse con brusquedad violenta y callada sobre el oscuro orificio de los establos. Cada arbusto, cada matojo, parecía un globo blanco cuyos contornos oscuros, velados, descendieran leves, inmóviles, hasta la tierra blanca. Dispersadas a su vez entre ellos, con cierta irregularidad, había una docena de tiendas, de cuyas cúspides ascendía una fina columna de humo en medio de la nieve que seguía cayendo sin el concurso del viento, como si la nieve misma estuviera en un estado de plácida combustión. El Presidente las miró una sola vez, pesaroso.

—Vamos allá —dijo. El otro, cabizbajo, con el capote ceñido en torno al rostro, avivó el paso y se coló a hurtadillas en los establos. Malhadado sea el día en que esas dos palabras se apliquen al militar al mando de una partida, de una nación, aunque el Presidente caminaba tan cerca de él que el aliento de ambos formaba una sola nube. Y malhadado fuese el día en que así se hubiese de aplicar la palabra huida, si bien apenas penetraron en el establo salieron ya montados y al trote, y atravesaron la extensión de hierba, las tiendas escondidas bajo la nieve, camino de la cancela que daba acceso a una avenida todavía embrionaria, que con el tiempo había de ser escenario sobre el cual cada cuatro años desfilara la orgullosa panoplia del codicioso haber de los hombres de la joven Nación para admiración y envidia y pasmo del cansino mundo. En cambio, en ese momento, la cancela estaba ocupada por esos augures más inmediatos que espléndidos.

—Vaya con cuidado —dijo el otro, y tensó las riendas. Se hicieron a un lado, el Presidente se cubrió el rostro con el capote, y dejaron paso a la partida: los hombres chaparros, de anchos hombros y rostro oscuro, oscuros sobre la nieve, los gorros de castor, las levitas de etiqueta, las piernas macizas y cubiertas del muslo al tobillo por unos calzones de lana. Entre ellos se movían tres caballos a cuyos lomos habían afianzado las osamentas de seis ciervos. Pasaron de largo, cruzándose con los dos jinetes sin mirarlos.

—Maldita, maldita, maldita sea —dijo el Presidente—. Han tenido buena caza —añadió en voz alta.

Uno de los del grupo lo miró un instante.

—Más o menos —dijo con cortesía, con placer, sin inflexión de la voz, siguiendo su camino.

—No he visto que porten armas —dijo el otro cuando siguieron.

—Ya —dijo el Presidente pesaroso—. Eso también tengo que verificarlo. Di órdenes estrictas… Maldita, maldita, maldita sea —dijo contrariado—. ¿También llevan los pantalones enrollados bajo el brazo cuando van de caza? ¿Lo sabe usted?

El Secretario estaba desayunando, aunque no comía nada. Rodeado de platos que no quiso probar, estaba sentado en batín, sin afeitarse, con un gesto de preocupación excesiva a la vez que ojeaba el periódico junto al plato vacío. Ante el fuego de la chimenea estaban dos hombres: uno, un jinete con nieve sin derretir aún sobre el capote, sentado en un asiento de madera; el otro en pie, obviamente el secretario del Secretario. El jinete se levantó al entrar el Presidente y su acompañante.

—Siéntese, siéntese —dijo el Presidente. Se acercó a la mesa despojándose del capote, que el secretario se acercó a recoger—. Denos algo de desayunar —dijo el Presidente—. Ni nos atrevemos a ir a casa —tomó asiento; el Secretario le sirvió en persona—. ¿Y ahora qué pasa? —inquirió el Presidente.

—¿Y usted me lo pregunta? —dijo el Secretario. Tomó el periódico y lo miró con el ceño fruncido—. Esta vez, de Pensilvania —golpeó el periódico—. Maryland, Nueva York y ahora Pensilvania. Al parecer, lo único que los arredra es la temperatura del agua en el río Potomac —hablaba con aspereza, irascible—. Quejas, quejas y más quejas. Vea, un granjero de los alrededores de Gettysburg. Su esclavo negro estaba en el establo, ordeñando a la luz de un farol, de noche, cuando —el negro sin duda pensó en doscientos, puesto que el granjero calculó que eran diez o doce— saltaron de pronto en la oscuridad, con sus sombreros de copa, cuchillo en mano, desnudos de la cintura para abajo. Resultado, el de siempre: un establo, con todo su heno y su vaca, destruido al derribar el farol, además de un esclavo capaz al que se vio por última vez abandonar el escenario a una velocidad de espanto, camino del bosque, a estas alturas sin duda muerto de miedo o por intervención de los animales salvajes. Adeuda el Gobierno de Estados Unidos: por el establo y el heno, cien dólares; por la vaca, quince; por el esclavo negro, doscientos. Los exige en metálico.

—¿Es eso? —dijo el Presidente, comiendo con voracidad—. Supongo que el negro y la vaca los tomaron por los espectros de los soldados que allí batallaron antaño.

—Me pregunto si no pensaron que la vaca era un ciervo —dijo el jinete.

—Sí —dijo el Presidente—. Ésa es otra cosa que quiero…

—¿Y quién no los iba a tomar por cualquier cosa que haya en la tierra? —dijo el Secretario—. Todo el litoral del Atlántico al norte del río Potomac está en manos de seres que visten gorros de piel de castor y levitas y calzones de lana, que aterran a las mujeres y a los niños, que pegan fuego a establos y graneros y se llevan a los esclavos, matando ciervos…

—Sí —dijo el Presidente—. Algo querría yo decir al respecto. Al salir me encontré con una partida que regresaba. Seis ciervos traían. Creí haber dado órdenes estrictas de que no se permitiera el uso de armas de fuego.

Volvió a tomar la palabra el jinete.

—No usan armas de fuego.

—¿Cómo? —dijo el Presidente—. Pero si yo mismo he visto…

—No, señor. Usan cuchillos. Rastrean el paradero de los ciervos, los localizan, les cortan el cuello.

—¿Cómo? —dijo el Presidente.

—Como se lo cuento, señor. He visto uno de esos ciervos. No tenía otra marca que el cuello rajado hasta el hueso de un solo tajo.

—Maldita, maldita, maldita sea —volvió a decir el Presidente. Calló, y el Soldado maldijo a sus anchas un rato. Los demás escuchaban con seriedad, apartando la mirada con cuidado, salvo el Secretario, que había tomado otro periódico—. Si pudiera usted convencerlos de que no se quiten los pantalones… —dijo el Presidente—. Al menos estando en la Casa…

El Secretario lo miró con asombro, el cabello encrespado como el de una cacatúa irritada, gris plomizo.

—¿Yo, señor? ¿Convencerlos yo?

—¿Por qué no? ¿Acaso no dependen de su departamento? Yo solo soy el Presidente. Condenación. Si hemos llegado al extremo en que mi esposa ni sale de su dormitorio, ni se atreve a recibir a otras señoras… ¿Cómo le voy a explicar al embajador de Francia, por ejemplo, por qué no se atreve su señora esposa a visitar a la mía, porque resulta que los pasillos y la entrada misma de la Casa están bloqueados por indios chickasaw semidesnudos, que duermen en el suelo o mordisquean unas costillas medio crudas? Y yo mismo he de esconderme y huir de mi mesa y pedir un desayuno, mientras el representante oficial del Gobierno no tiene nada que hacer además de…

—… además de explicar de nuevo, todas las mañanas, al Tesoro —dijo el Secretario con ira subida—, por qué hay que dar otros trescientos dólares en metálico a otro granjero holandés de Pensilvania en reparación por la destrucción de su granja y su ganado, y explicar al Departamento de Estado que la capital no está sitiada por unos demonios llegados del infierno, y explicar al Departamento de Guerra por qué hay que abrir de un tajo a cuchillo un agujero de ventilación en doce tiendas de campaña nuevecitas, del ejército, de un tajo a cuchillo…

—De eso ya me he percatado —dijo el Presidente con suavidad—. Lo olvidé.

—Ja. Su Excelencia se había percatado —dijo con vehemencia el Secretario—. Su Excelencia lo vio y lo olvidó. Yo ni lo he visto ni me puedo permitir el lujo de olvidarlo. Y ahora Su Excelencia se pregunta por qué no les convenzo yo de que no se quiten los pantalones.

—Parece que no sería difícil —dijo el Presidente contrariado—. El resto de su vestimenta parece que les place mucho. Claro que de gustos no hay quien entienda —siguió comiendo. El Secretario lo miró a punto de decir algo, pero no lo hizo. Mientras miraba al olvidadizo Presidente afloró en su rostro una expresión curiosa, disimulada; su cabello crespo, gris y airado, dio la impresión de desinflarse. Cuando habló lo hizo en un tono conciliador. Los otros tres miraban al Presidente con expresiones curiosas, disimuladas.

—Desde luego —dijo el Secretario—. De gustos no hay quien entienda. Aunque sí parece que cuando a uno se le ha obsequiado un disfraz en prueba de honor y de estima, por no decir de decoro, y el obsequio se lo hace además el jefe de una… bueno, de una tribu…

—Es justo lo que pensaba yo —dijo el Presidente con toda inocencia. Dejó de masticar—. ¿Eh? —dijo de pronto, y alzó la mirada. Los tres subalternos apartaron los ojos, pero el Secretario siguió mirando al Presidente con esa expresión conciliadora, secreta—. ¿Qué demonios quiere decir?

Bien sabía lo que quiso decir el Secretario, al igual que los otros tres. Uno o dos días después de que llegara su invitado sin anunciarse, y cuando la sorpresa inicial había disminuido, el Presidente ordenó que les dieran ropa nueva. Con cargo a su propio bolsillo indicó a los sastres y sombrereros que lo hicieran, tal como hubiese ordenado actuar a los armeros y fabricantes de munición en caso de emergencia de guerra; a la sazón, así pudo calcular cuántos eran, al menos los hombres, y en cuarenta y ocho horas transformó al séquito abigarrado y taciturno de su invitado, dándole al menos una apariencia de decoro. Luego, dos mañanas después, el invitado —a medias chickasaw, a medias francés, un hombre chaparro, obeso, con el rostro de un bandolero de Gascuña y los modales de un eunuco mimado, con encajes deslucidos en el cuello y en los puños, que durante tres semanas lo tuvo obsesionado en sus horas de vigilia y en sus sueños interrumpidos con blanda ineluctabilidad— acudió formalmente a verle cuando su esposa y él aún estaban en cama, a las cinco de la mañana, con dos de sus acompañantes que portaban un fardo y con lo que al Presidente le parecieron al menos otros cien, mujeres y niños incluidos, que se apelotonaron en silencio en el dormitorio, al parecer resueltos a ver cómo se lo ponía, y es que era un disfraz —incluso en el espanto y en el sobresalto del momento el Presidente tuvo tiempo para preguntarse enloquecido en qué rincón de la capital lo habría encontrado Weddel (o Vidal)—, una masa, una red de entorchados de oro, con su cinto y su vaina, sus hombreras, su fajín y su espada, sujetos unos con otros de mala manera por medio de una tela verde, brillante, que le obsequió en correspondencia a su obsequio. A eso se refería el Secretario mientras el Presidente lo miraba enojado y mientras los otros tres, a espaldas de ambos, miraban el fuego con inmóvil gravedad.

—Haga su chiste —dijo el Presidente—. Cuanto antes. ¿Ha terminado ya de reírse?

—¿Me río yo? —dijo el Secretario—. ¿De qué?

—Bien —dijo el Presidente. Empujó los platos apartándolos—. Ahora podemos ponernos manos a la obra. ¿Tiene usted algún documento al que necesite referirse?

Se acercó el secretario del Secretario.

—¿Traigo los demás papeles, señor?

—¿Papeles? —dijo el Secretario, y volvió a erizársele la cresta—. ¿Para qué demonios necesito yo ningún papel? ¿En qué otra cosa llevo tres semanas pensando de noche y de día?

—Bien, bien —dijo el Presidente—. Suponga que repasa un momento la cuestión, no sea que se me haya olvidado algún detalle más.

—Su Excelencia es un hombre afortunado si de veras logra olvidarse —dijo el Secretario. Del bolsillo del batín sacó unas antiparras con montura de acero, pero las usó tan solo para mirar de nuevo al Presidente con su enojo de cacatúa crestada—. Ese individuo, el tal Weddel, o Vidal, o como se llame, con su familia o su clan o lo que sea, reclaman de su propiedad toda la región de Mississippi que se halla en la orilla oeste del río en cuestión. Ah, la concesión está en regla, de eso se encargó su padre, un francés de Nueva Orleáns. Bien, pues resulta que frente a sus tierras o plantación o lo que sea se encuentra el único vado que hay en un tramo de unas trescientas millas.

—Todo eso ya lo sé —dijo el Presidente con impaciencia—. Como es natural, lamento que exista siquiera una forma de cruzar el río. Por lo demás, no termino de entender qué…

—Ellos tampoco —dijo el Secretario—. Hasta que llegó el hombre blanco.

—Ah —dijo el Presidente—. El hombre que fue ases…

El Secretario alzó una mano.

—Espere. Permaneció un mes con ellos dedicado ostensiblemente a la caza, puesto que se ausentaba durante todo el día, aunque es evidente que lo que hizo fue asegurarse de que no hubiera otro vado en las inmediaciones. Nunca regresó con las piezas cobradas. Me imagino que se tuvieron que reír de él como se suelen reír ellos.

—Sí —dijo el Presidente—. A Weddel tuvo que hacerle mucha gracia.

—… o Vidal, comoquiera que se llame —dijo el Secretario con nerviosismo—. No parece que sepa ni que le importe cómo se llama.

—Siga —dijo el Presidente—. Estábamos en lo del vado.

—Sí. Un día, pasado un mes, el hombre blanco se ofreció a comprar parte de las tierras del tal Weddel, Vidal, maldita…

—Llamémoslo Weddel —dijo el Presidente.

—… del tal Weddel. No es que fuera gran cosa: una parcela del tamaño de esta sala, por la cual Weddel o Vi… le pidió un precio exorbitante. No por deseo de explotarlo, entiéndame; no cabe duda de que Weddel hubiese dado al hombre aquella parcela sin que mediase pago, o la hubiese perdido jugando al hinque, puesto que a ninguno de los dos se les había pasado aparentemente por la cabeza que la parcela que deseaba el hombre contenía la única entrada o salida posible al vado. No cabe duda de que la negociación se dilató por espacio de varios días, semanas tal vez, como si fuese un juego o un mero pasatiempo en las tardes o noches de ocio, con los testigos riendo a carcajadas, contentos, ante tan feliz escena. Tuvieron que reírse una barbaridad, sobre todo cuando el hombre pagó a Weddel el precio acordado; tuvieron que reírse como locos, ya lo creo, cuando después vieron al hombre blanco bajo el sol, construyendo una verja en torno a su propiedad, pues sin duda no se les pasó por la cabeza que el hombre blanco había vallado la única entrada del vado.

—Sí —dijo el Presidente—, pero no termino de ver…

El Secretario volvió a alzar la mano, pontifical, admonitorio.

—Ni ellos. No al menos hasta que llegó el primer viajero y cruzó el vado. El hombre blanco había construido una valla para cobrar peaje.

—Ah —dijo el Presidente.

—Sí. Y tuvo que resultarles sin duda divertido ver cómo el blanco se sentaba a la sombra, pues había colgado un bolso de piel de ciervo en un poste, para que los viajeros depositaran sus monedas, y tenía la valla dispuesta de modo que la accionaba por medio de una cuerda, desde el porche de su domicilio, de una sola estancia, sin tener que levantarse. Y así empezó a adquirir propiedades. Entre ellas, el caballo.

—Ah —dijo el Presidente—. Ahora veo por dónde vamos.

—Sí. A eso llegaron deprisa. Parece que la competición se disputó entre el caballo del hombre blanco y el caballo del sobrino, y en liza estuvo el vado y el peaje, que el blanco se jugó contra unos mil acres de tierra. Perdió el caballo del sobrino. Y esa noche…

—Ah —dijo el Presidente—. Creo que ya entiendo. Y esa noche el hombre blanco fue ases…

—Digamos que murió —dijo el Secretario con gazmoñería—, que es lo que se dice en el informe que redactó el agente encargado de supervisar a los indios de la región, aunque en un comunicado privado añadió que la causa de la muerte del hombre blanco parece que fue una fractura de cráneo. Pero eso no está ni aquí ni allá.

—No —dijo el Presidente—. Está allá mismo, en la Casa —donde llevan ya tres semanas, hombres, mujeres, niños y esclavos negros, que han venido desde más de mil quinientas millas de distancia en lentas carretas, viajando desde el día de finales del otoño en que el agente de los chickasaw parece que inquirió sobre la muerte del hombre blanco. Mil quinientas millas recorridas, por los pantanales y ríos, en invierno, atravesando la espina dorsal del este del continente, por donde no hay caminos, conducidos por ese déspota manso, obeso, mestizo y patriarcal, dormitando en su carruaje, su sobrino al lado, y una mano gordezuela, cargada de anillos, bajo la catarata de encajes deslucidos, puesta sobre la rodilla del sobrino para que diera la cara ante el delito del que se le acusaba—. ¿Por qué no se lo impidió el agente? —añadió.

—¿Impedírselo? —exclamó el Secretario—. Tuvo que rebajarse al final y adquirir el compromiso de que el sobrino fuese juzgado in situ, por los propios indios, reservándose tan solo la intención de desmantelar la casamata del peaje, puesto que nadie conocía al hombre blanco. Pero ni por ésas. El sobrino ha de comparecer ante usted, para que usted en persona lo absuelva o lo condene.

—¿Y no pudo impedir el agente que vinieran los demás? ¿No pudo evitar que los demás…?

—¿Impedírselo? —volvió a exclamar el Secretario—. Escúcheme. Se trasladó hasta allí y vivió… Weddel, Vi… ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! A ver, ¿por dónde iba? Ah. Weddel le dijo que la casa era suya; pronto lo fue. ¿Cómo iba a darse cuenta de que cada mañana eran menos los presentes, menos que la noche anterior? ¿Se hubiera dado cuenta usted? ¿Se daría cuenta ahora?

—Ni siquiera lo intentaría —dijo el Presidente—. A lo sumo, proclamaría un día de acción de gracias en toda la Nación. Así que se le fugaban por la noche.

—Sí. Weddel y el carruaje y unas cuantas carretas fueron los primeros en partir. Llevaban un mes de ausencia antes de que el agente se diera cuenta de que todas las mañanas mermaba el número de los que aún quedaban por allí. Cargaban las carretas y se largaban de noche. Familias enteras, con los abuelos, los padres, los hijos, los esclavos, los enseres, los perros… Con todo. ¿Por qué no? ¿Por qué iban a abstenerse de estas vacaciones a expensas del Gobierno? ¿Por qué se iban a perder, siendo el precio un simple viaje de mil quinientas millas y en lo más duro del invierno, los privilegios y placeres que comportan unas cuantas semanas o meses de estancia, con sus nuevos gorros de piel de castor, con sus levitas de buen paño, con su ropa interior, en la residencia del benefactor, del Padre Blanco?

—Sí —dijo el Presidente—. ¿Y usted le ha dicho que aquí al sobrino no se le acusa de nada?

—Sí. Y que si vuelven a sus tierras el agente en persona proclamará públicamente la inocencia del sobrino en la ceremonia que ellos consideren más idónea. Y me dijo… ¿cómo lo dijo? —el Secretario había adoptado un tono plácido, casi cadencioso, en imitación del hombre al que citaba—: Todo lo que deseamos es que se haga justicia. Si este estúpido muchacho ha asesinado a un hombre blanco, creo que deberíamos saberlo.

—Maldita, maldita, maldita sea —dijo el Presidente—. De acuerdo. Que se dé curso a la investigación. Que vengan aquí, acabemos de una vez con todo esto.

—¿Aquí? —dijo el Secretario sobresaltándose—. ¿En mi casa?

—¿Por qué no? Yo los he tenido en la mía por espacio de tres semanas. Alójelos usted durante una hora —se volvió a su acompañante—. Deprisa. Dígales que los esperamos aquí para celebrar el juicio de su sobrino.

Y así el Presidente y el Secretario se sentaron tras la mesa despejada y miraron al hombre que permanecía en pie, enmarcado entre las puertas abiertas por las que había entrado, sujetando al sobrino de la mano como un tío que por vez primera guiase a un pariente joven y provinciano por un museo metropolitano de figuras de cera. Inmóviles, contemplaban al hombre barrigudo, blando, de frente a ellos con su rostro blando, mansurrón, inescrutable, la nariz alargada, monacal, los párpados soñolientos, las mejillas fláccidas, color de café con leche, por encima de una espuma de encajes deslucidos, de una elegancia pasada de moda cincuenta años antes, esfumada, y una boca carnosa, muy roja. Con todo, algo había tras su expresión facial, tras su tedioso desencanto, como lo había tras la voz mansa y los modales casi femeninos, algo acechante, distinto: algo terco, taimado, impredecible, despótico. Tras él se habían apiñado, en silencio, serios, decorosos, los miembros de su oscuro séquito, con sus gorros de castor y sus levitas de buen paño y sus calzones de lana, cada uno con los pantalones bien enrollados bajo el brazo.

Permaneció en pie un poco más, mirando de uno en uno hasta dar con el Presidente.

—Ésta no es tu casa —le dijo en tono de blando reproche.

—No —repuso el Presidente—. Ésta es la casa de este jefe, al que yo mismo he nombrado para que sea quien imparta justicia entre mi pueblo indio y yo. Él administrará la justicia.

—Eso es todo lo que deseamos —dijo el tío con una imperceptible inclinación.

—Bien —dijo el Presidente. En la mesa, ante sí, tenía un tintero, una pluma, una caja de arenilla secante y muchos papeles orlados, con sellos de oro, muy a la vista, aunque nadie podría haber precisado si con aquella mirada tan circunspecta había parado mientes en ellos. El Presidente miró al sobrino. Joven, delgado, el sobrino permanecía en pie con la muñeca de la mano derecha sujeta por la gordezuela mano del tío, sobre la que caía la espuma del encaje que le adornaba el puño, y contemplaba al Presidente con serenidad, con seriedad, con reposada atención. El Presidente mojó la pluma en el tintero—. ¿Es éste el hombre al que se le…?

—¿El que incurrió en este asesinato? —dijo el tío con placidez—. Para descubrirlo hemos hecho este largo viaje de invierno. Si lo hizo, si ese hombre blanco verdaderamente no se cayó del caballo nervioso que tenía, y si tal vez no se dio con la cabeza contra una piedra afilada, a este sobrino mío habría que castigarle. No creemos nosotros que sea bueno asesinar hombres blancos como hacen los cherokees o los creek en su perpetua confusión.

Perfectamente inescrutable, perfectamente decoroso, miró a los dos enaltecidos personajes que interpretaban del otro lado de la mesa el zafio engaño con los papeles de pega. Por un instante, el Presidente se encontró con los ojos soñolientos y bajó la mirada. El Secretario, en cambio, permanecía erguido, la cresta como un penacho en alto mientras miraba al tío.

—Habría que haber disputado esa carrera de caballos a través del vado —dijo—. El agua no hubiera causado esa brecha en la cabeza del hombre blanco.

El Presidente levantó la vita de golpe y vio la densa y disimulada cavilación pintada en el rostro del Secretario, en su lúgubre especulación. Pero el tío tomó la palabra casi en el acto.

—Desde luego. Pero es que en tal caso el hombre blanco habría exigido a mi sobrino, seguro, una moneda de dinero para pasar su valla —rió de buen humor, plácido, decoroso—. Acaso hubiera sido mejor que ese hombre blanco hubiese permitido pasar gratis a mi sobrino. Pero eso ya no está ni acá ni allá, ya es lo de menos.

—Desde luego —dijo el Presidente casi con brusquedad, de modo que volvieron a mirarlo. Tenía la pluma en alto sobre el papel—. ¿Cómo es el nombre exactamente? ¿Weddel o Vidal?

Volvió a oírse la voz plácida, sin inflexiones.

—Weddel o Vidal. ¿Qué más da qué nombre quiera darnos el Jefe Blanco? Nosotros somos indios: ayer recordados, mañana olvidados.

El Presidente escribió algo en el papel. La pluma, constante, rasgó el silencio en el que solo llegaba otro sonido: un sonido tenue, constante, menor, que parecía proceder del grupo oscuro e inmóvil, a espaldas del tío y del sobrino. Secó lo que había escrito con arenilla y dobló el papel poniéndose en pie, y dando tiempo a que lo mirasen y viesen en él al soldado que había tomado el mando de los hombres, con acierto, en muchas otras ocasiones.

—Su sobrino no es culpable de este asesinato. Mi jefe, al que he nombrado yo para que imparta justicia entre nosotros, dice que regrese a su tierra y que nunca vuelva a hacer esto, porque la próxima vez no será de su agrado.

Al apagarse, su voz dio paso a un silencio estremecido. En ese instante hasta los párpados soñolientos se movieron, a la vez que desde el gentío oscuro, a su espalda, también quedó suspendido un instante el sonido tenue, incesante, de la fricción engendrada por el calor y la lana, como el tenue, constante batir de las olas del mar. El tío habló en tono de incredulidad y estremecimiento.

—¿Mi sobrino es libre?

—Es libre —dijo el Presidente. La perpleja mirada del tío recorrió la sala.

—¿Tan deprisa? ¿Y… aquí? ¿En esta casa? Yo había pensado… Pero no importa —lo observaron; su rostro de nuevo era suave, enigmático, manso—. Solo somos indios; de seguro que estos ajetreados hombres blancos apenas tienen tiempo para nuestros asuntos de poca monta. Tal vez ya los hayamos incomodado más de la cuenta.

—No, no —dijo el Presidente al punto—. Para mí, mi pueblo indio y mi pueblo blanco son iguales —pero la mirada del tío de nuevo recorría veloz la estancia. De pie uno junto al otro, el Presidente y el Secretario sintieron mutuamente la alarma que aumentaba en ambos—. ¿Dónde había esperado —dijo al cabo el Presidente— que tuviera lugar esta audiencia?

—Te divertirá —dijo el tío mirándolo—. En mi ignorancia, siempre hubiera dicho que hasta un asunto de poca monta como el nuestro hubiera concluido en… Pero no importa.

—¿En dónde? —dijo el Presidente.

El rostro manso, blando, cargado, volvió a detenerse en mirarlo.

—Te reirás. No obstante, yo te obedezco. Pensé que sería en la gran casa del consejo de los blancos, bajo el águila de oro.

—¿Cómo? —exclamó el Secretario con otro sobresalto—. ¿En el… Capitolio?

El tío apartó la mirada.

—Ya dije que te iba a divertir. Pero no importa. De todos modos, tendremos que esperar.

—¿Esperar? —dijo el Presidente—. ¿A qué?

—Esto sí que tiene gracia —dijo el tío, y volvió a reír en un tono jocoso, desapasionado—. Hay otros de mi tribu, muchos más, que están al llegar. Podemos esperarlos, puesto que su deseo es ver y oír —nadie exclamó entonces, ni siquiera el Secretario. Se limitaron a mirarlo fijamente mientras seguía perorando con su blanda voz—. Parece que algunos se han equivocado de ciudad. Oyeron cuál es el nombre de la capital del Jefe Blanco pero resulta que en nuestra región hay un pueblo que tiene ese mismo nombre, así que cuando algunos de la tribu preguntaron por el camino les indicaron mal la dirección y allí que fueron, pobres indios ignorantes —rió con complacencia, jocoso, tolerante, resguardado tras el rostro enigmático y soñoliento—. Pero ha llegado un mensajero; los demás llegarán en una semana. Ya veremos entonces si se castiga a este muchacho tan tozudo —sacudió ligeramente al sobrino por el brazo. Solo que el sobrino no se movió, pendiente del Presidente con una mirada grave, sin pestañear.

Durante un largo instante no se oyó nada más que el rascar constante y tenue de los indios. Entonces tomó la palabra el Secretario con paciencia, como si hablase con un niño.

—Veamos. Tu sobrino es libre. En este papel pone que él no asesinó al hombre blanco y que nadie lo volverá a acusar de eso, pues de lo contrario tanto yo como el gran jefe que tengo a mi lado montaremos en cólera. Puede volver a su tierra de inmediato. Vuelvan todos ustedes a su tierra cuanto antes. ¿Acaso no es acertado decir que las tumbas de nuestros padres nunca descansan en nuestra ausencia?

Volvió a reinar el silencio.

—Además —añadió el Presidente—, la gran casa del consejo de los blancos, bajo el águila de oro, se utiliza ahora para un consejo de jefes que allí son más poderosos que yo.

El tío levantó la mano; espumeante de encaje deslucido, meneó el dedo índice en un gesto de reproche y deprecación.

—No le pidas siquiera a un indio ignorante que se crea una cosa así —dijo. Sin cambiar de inflexión, de tal modo que el Secretario no se dio cuenta de que le hablaba a él y no lo supo hasta que luego se lo aclaró el Presidente, añadió—: Y estos jefes de seguro ocuparán durante un buen rato la choza del consejo de los blancos, claro.

—Sí —dijo el Secretario—. Hasta que las últimas nieves del invierno se hayan derretido entre las flores y la hierba reverdezca.

—Bien —dijo el tío—. Pues entonces esperaremos. Así el resto de la tribu tendrá tiempo de llegar.

Y de ese modo por la avenida llamada a un gran destino avanzó la comitiva bajo la nieve que seguía cayendo, encabezada por el carruaje en que viajaron el Presidente y el tío y el sobrino, seguido por un segundo carruaje en el que viajaba el Secretario y su secretario, seguido a su vez por los soldados en fila de a dos, entre las cuales iba la nube oscura y decorosa de los hombres, las mujeres y los niños, a pie y en brazos; de ese modo, tras la mesa del presidente de la cámara que había de engendrar y contemplar el enaltecido sueño de un destino superior a la injusticia de los acontecimientos y a la necedad del género humano, el Presidente y el Secretario se acomodaron mientras allá abajo, cercados por los manipuladores vivos del destino, y entremezclados con los espectros augustos y vigilantes de los soñadores del mismo destino, el tío y el sobrino permanecieron en pie, tras ellos el oscuro gentío formado por parientes y amigos y conocidos de cuyo seno llegaba el constante, irrefrenable, tenue sonido de la lana y la carne en fricción. El Presidente se inclinó hacia el Secretario.

—¿Tienen preparado el cañón? —susurró—. ¿Seguro que me ven desde la puerta? Supongamos que esas malditas armas revientan. No se han disparado desde que Washington ordenó disparar contra Cornwallis. ¿Me destituirán?

—Sí —masculló el Secretario.

—Pues que Dios nos asista. Deme el libro —el Secretario se lo pasó: eran los sonetos de Petrarca, que el Secretario había tomado al pasar de su mesa—. Esperemos que no se me haya olvidado del todo el latín y que no suene como hablan ellos en inglés o en chickasaw —dijo el Presidente. Abrió el libro, y convertido de nuevo en el Presidente, el conquistador de tantos hombres, el vencedor de batallas diplomáticas, legales y marciales, se irguió y contempló los rostros oscuros, inmóviles, atentos, expectantes; cuando habló, su voz fue la voz que antes que sucediera todo esto había bastado para que los hombres se detuvieran a escuchar y obedecer—. Francis Weddel, jefe de la Nación chickasaw, y tú, sobrino de Francis Weddel, que algún día habrás de ser jefe de la Nación chickasaw, escuchad mis palabras —comenzó a leer con voz sonora, por encima de los rostros oscuros, haciéndose eco en la augusta cúpula, en sílabas profundas y solemnes. Leyó diez sonetos. Luego, con el brazo en alto, peroró. Su voz se extinguió profunda, a lo lejos, y bajó el brazo. Instantes después, desde fuera del edificio, llegó una descarga de artillería. Y por vez primera todo el oscuro gentío se estremeció; en su seno creció un sonido, un murmullo de asombro complacido. El Presidente tomó la palabra—: Sobrino de Francis Weddel, eres libre. Regresa a tu tierra.

Y entonces habló el tío, con el dedo en alto entre la espuma del encaje.

—Muchacho inconsciente —dijo—. Repara en los quebrantos que has causado a estos hombres tan ajetreados —se volvió hacia el Secretario casi con brusquedad; volvió a hablar con placidez, en tono casi jocoso—. Y ahora, en lo tocante a esta cuestión de poca monta que es el maldito vado…

Con el sol del otoño tibio y agradable sobre los hombros, el Presidente puso fin a sus palabras.

—Eso es todo —dijo tranquilamente, y volvió a su mesa a la vez que se marchaba el secretario. Al tomar la carta y abrirla cayó el sol sobre sus manos y sobre la hoja, con su inferencia del espléndido ocaso del año, de la cercanía de las cosechas, de las columnas de sosegado humo de leña, serenos pendones de paz, en las pacíficas chimeneas de la tierra.

De pronto el Presidente se sobresaltó, se puso en pie con la carta en la mano, mirándola con alarma y consternación, mientras aquellas mansas palabras parecían explotar una por una, en su entendimiento, como salvas de mosquetes.

Estimado señor y amigo,

Esto sí que tiene gracia. Este sobrino cabezota, que debe de haber heredado su carácter de la familia de su padre, puesto que mío no es, ha vuelto a causarnos un apuro. Otra vez el maldito vado. Otro hombre blanco viene a vivir entre nosotros, a cazar en paz, pensábamos, puesto que los bosques de Dios y los ciervos que Él ha puesto en ellos nos pertenecen a todos. Pero también éste se obsesionó con la idea de ser dueño de este vado, por haber oído algún cuento entre los suyos, y a la manera curiosa e inquieta de los hombres blancos considera que una de las orillas del agua es superior a cualquier otra, tanto como para pedir monedas de dinero por el privilegio de alcanzarla. Zanjamos el asunto como deseaba este hombre blanco. A lo mejor hice mal, usted dirá. Pero… ¿tendré que decírselo? Soy un hombre sencillo y algún día espero llegar a viejo, y la continua interrupción de estos hombres blancos que desean atravesar el río y anhelan la recolección y el cuidado de las monedas de dinero no es más que un engorro. ¿Qué puede ser para mí el dinero, si mi destino aparentemente consiste en gastar mis años de declive a la sombra de los árboles familiares, a cuya sombra apacible mi gran amigo y jefe blanco ha suprimido la sombra de todo enemigo, salvo la de la muerte? Eso pensaba yo, pero cuando siga leyendo se dará cuenta de que no había de ser así.

Una vez más ha sido este muchacho precipitado e inconsciente. Parece ser que desafió a este nuevo hombre blanco que teníamos entre nosotros (o el hombre blanco lo desafió: la verdad la dejo en manos de su sabiduría infalible, con la que la sabrá desentrañar) a una carrera a nado en el río, jugándose este maldito vado el uno y unas millas de terreno el otro, que (esto le hará gracia) mi sobrino ni siquiera poseía. Tuvo lugar la carrera, pero por desgracia nuestro hombre blanco no logró salir del río hasta que estuvo muerto. Y ahora ha llegado su agente de usted y parece considerar que esta carrera a nado nunca tendría que haberse disputado. Y así ahora no tengo más que hacer, además de sacudir huesos viejos y llevar a este muchacho precipitado a su presencia para que usted le dé una reprimenda. Llegaremos más o menos dentro de…

El Presidente corrió a tirar con violencia del cordón de la campanilla. Cuando entró el secretario, lo sujetó por los hombros y lo hizo volverse a la puerta.

—Que venga el Secretario de Guerra, que traiga mapas de todo el país, la zona desde aquí hasta Nueva Orleáns. ¡Deprisa!

Y así lo volvemos a ver: el Presidente se ausenta y ahora es el Soldado el que se reúne con el Secretario de Guerra ante una mesa sembrada de mapas, mientras los contemplan los oficiales de un regimiento de caballería. En la mesa, su secretario escribe sin descanso mientras el Presidente mira por encima del hombro.

—Escriba con letra grande y clara. Que los indios lo entiendan bien. Sepan todos por la presente —cita— que Francis Weddel y sus herederos, descendientes y nombrados, de ahora y en perpetuidad… con tal (¿Ha anotado ya «con tal»? Bien) con tal de que ni él ni los suyos vuelvan nunca a cruzar al este del río antes descrito… Y ahora al dichoso agente —dijo—. El cartel, por duplicado, a ambos lados del vado. En Estados Unidos no se aceptará ninguna responsabilidad por ningún hombre, mujer o niño, blanco, negro, amarillo o de piel roja, que cruce este vado, y ningún hombre blanco podrá comprarlo, alquilarlo o aceptarlo como donación, salvo sometiéndose a la pena más severa que la ley contemple. ¿Eso lo puedo hacer?

—Me temo que no, Excelencia —dijo el Secretario.

El Presidente reflexionó deprisa.

—Maldita sea —dijo—. Entonces, tache «en Estados Unidos» —el Secretario así lo hizo. El Presidente dobló los dos papeles y se los entregó al coronel de caballería—. Al galope —le dijo—. Sus órdenes son tajantes: impida que lleguen.

—¿Y si se niegan? —dijo el coronel—. ¿Abrimos fuego contra ellos?

—Sí —dijo el Presidente—. Abran fuego contra todos los caballos, mulas y bueyes. Sé que no vendrán a pie. Adelante, váyase —el Presidente volvió a examinar los mapas, el Soldado de nuevo: ansioso, contento, como si cabalgase él al frente del regimiento, o como si al menos en espíritu ya lo hubiera desplegado con la astucia con la que sabía discernir y elegir la ubicación más en desventaja para el enemigo y anticiparse a él—. Ha de ser aquí —dijo. Puso el dedo en el mapa—. Un caballo, General, para que pueda hacerle frente aquí y volver por su flanco y empujarlo.

—Eso está hecho, General —dijo el Secretario.

*FIN*


“Lo!”,
Story, 1934


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