Empresa temeraria de un hidalgo
Narración IV - El heptamerón
[Cuento - Texto completo.]
Margarita de NavarraEn él se cuenta la empresa temeraria de un hidalgo contra la princesa de Flandes, y el perjuicio y deshonra que esto le acarreó.
Vivía en el país de Flandes una dama de una familia ilustre como pocas, viuda por segunda vez y sin descendencia. Durante su viudedad fue a vivir con un hermano suyo, quien la amaba tiernamente y era gran señor, pues estaba casado con una hija del rey. A este joven príncipe le gustaba la buena vida, era amante de la caza, de los pasatiempos y de las damas como lo requería su edad, pero su mujer era de mal carácter y le disgustaban los entretenimientos de su marido; por eso se preocupaba de que su hermana la acompañara pues era alegre y de buen trato, siempre prudente y honesta. Pero había en la casa de este señor un hidalgo que sobrepasaba a todos sus compañeros por bravura, belleza y gallardía. Este hidalgo, viendo que la hermana de señor era alegre y divertida, quiso comprobar si le desagradaría la propuesta de una amistad honesta y así lo hizo. Pero encontró en ella una respuesta contraria a su conducta. Se trataba de una princesa y mujer de honestidad, pero viéndole tan guapo y bien apuesto le perdonó galantemente tal audacia, no mostrando desagrado de que le hablara con tal de que no volviera a sus despropósitos. El gentilhombre se lo prometió para no perder la alegría y el honor que le causaba entretenerla, pero con el tiempo se le aumentó el deseo y se olvidó de lo que le había prometido, aunque no se arriesgó a hacerlo de palabra pues, a su pesar, se encontró con que ella podía siempre responder sabiamente. Pero pensó que si podía verse con ella en un lugar adecuado, tratándose de una viuda joven, madura y de buen talle, quizás se apiadase de él y de sí misma.
Para conseguir sus fines, sugirió a su señor que había junto a su casa una buena reserva de caza en la que podría matar tres o cuatro ciervos en el mes de mayo si era de su agrado pues no habría para él mejor pasatiempo. El señor, no sólo por el afecto que sentía por el gentilhombre sino porque le gustaba la caza, aceptó la oferta y fue a su casa, bella y limpia como correspondía al más rico caballero del país. Y alojó a su señor y a su esposa en un ala de la casa y en la opuesta a aquella que él amaba más que a sí mismo, cuya habitación hizo tapizar y alfombrar decorando igualmente los techos de tal manera que era imposible notar una trampa que había entre la cama y la pared que comunicaba con la habitación ocupada por la madre del hidalgo, una anciana dama que siempre estaba acatarrada; y como temía molestar con la tos a la princesa que se hospedaba en la cámara de encima de ella, cambió de habitación por la de su hijo.
Cada tarde esta dama anciana llevaba confituras a la princesa para la cena a la que asistía el gentilhombre a quien, por disfrutar del afecto y confianza de su hermano, le permitía estar presente cuando ella se vestía y desvestía, con lo que veía la ocasión de aumentar su cariño para con ella. De manera que una noche, después de velar a la Princesa tan tarde que ésta, rendida de sueño, se retiró a su cámara, él se fue a la suya para ponerse la camisa más perfumada y almidonada que tenía y un gorro de dormir tan elegante que no le faltara nada; y mirándose al espejo, creyó que ninguna dama resistiría a su belleza y donaire. Por lo que prometiéndose un feliz éxito, se acostó en su lecho donde no esperaba estar largo tiempo debido a la impaciencia que tenía de acceder a otro más halagüeño.
Pronto echó a todos fuera de la habitación, se levantó para cerrar la puerta y se puso a escuchar largo rato por si se oía algún ruido en la habitación de arriba de la Princesa; y cuando estuvo seguro de que todo estaba tranquilo, puso manos a la obra y poco a poco quitó la trampa que estaba acolchada para no hacer ruido alguno, y por entre la cama y la pared penetró en la cámara de la Princesa que comenzaba a dormirse. Al instante, sin preocuparse del respeto que debía a su señora, ni a la casa en que estaba la dama, sin pedirle permiso y sin reverencia alguna, se acostó entre sus brazos sin darle tiempo a percatarse de su llegada. Pero como ella era fuerte, se desprendió de sus manos, le preguntó quién era y se puso a golpearle, morderle y a arañarle; ante el miedo a que pidiera ayuda, intentó él taparle la boca con el cubrecamas, pero le fue imposible porque en cuanto vio que no cejaba él en sus esfuerzos por causarle la deshonra, tanto más ahorraba ella los suyos por conservar el honor y llamó como pudo a su dama de honor que dormía en su habitación, mujer sabia y más juiciosa que él, y ésta, en camisa, corrió en ayuda de su señora.
En cuanto el Hidalgo vio que le habían descubierto, tuvo tal miedo de ser reconocido por la dama que descendió por la trampa lo más rápidamente posible, y cuanto mayor había sido su deseo y seguridad de ser bien recibido, tanto mayor fue su desesperación al tener que regresar en tal estado.
Encontró el espejo y la vela sobre la mesa y viéndose la cara llena de arañazos y mordeduras que le había causado ella, cayéndole la sangre sobre la camisa que parecía más sangrienta que dorada, exclamó:
-¡Belleza mía! Tú puedes ahora vanagloriarte de tus méritos pues por tu vana promesa yo he emprendido conseguir lo inalcanzable, pues en lugar de aumentar mi alegría he logrado incrementar mi desdicha y estoy seguro de que si ella supiese que, en contra de lo que le había prometido, he cometido esta locura, perdería la confianza que había merecido más que ningún otro. No debí haber ocultado en las tinieblas lo que merece mi gloria, pues debí haber hecho valer mi belleza y buena gracia; pues para ganar el amor de su corazón no debí haber tratado de ganar por la fuerza su casto cuerpo, sino haber esperado con mucha abnegación y paciencia a que saliera victorioso el amor, pues sin él no sirven para nada ni el valor ni el poder del hombre.
Y pasó la noche llorando, con tales sollozos y gemidos que no se pueden relatar; al llegar la mañana, al verse la cara tan desfigurada, simuló estar enfermo y no salir a la luz hasta que todos estuvieran fuera de su casa.
La dama se sentía victoriosa, sabiendo que no había en la corte de su hermano nadie que hubiera osado emprender tal hazaña a no ser el patrón de la casa. Y cuando hubo buscado inútilmente con su dama de honor por todos los rincones de la habitación para ver quién era, dijo con gran cólera:
-Aseguraos de que no es otro que el señor del lugar y por la mañana yo me aseguraré de que con su cabeza se garantice mi castidad.
Y la dama de honor, viéndola tan enfadada, dijo:
-Bien veo la estima en que tenéis vuestro honor, por cuyo engrandecimiento estáis dispuesta a disponer de la vida de alguien que la ha expuesto por el amor que os tiene. Pero quien tal hace por acrecentarlo tanto más lo disminuye, por lo que os ruego me digáis la verdad de lo ocurrido.
Y cuando la señora le contó los hechos, la dama de honor le preguntó:
-¿Podéis asegurarme que no ha conseguido de vos más que los arañazos y puñetazos?
-Os aseguro que nada más y si mañana no encuentra un buen cirujano, creo que mañana notaremos las señales.
-Puesto que es así, mi señora -dijo la Dama de honor- creo que tenéis más motivos para alabar a Dios que de vengaros de él, pues bien podéis pensar que si tuvo la osadía de emprender tal hazaña, tras el despecho que siente de haber fracasado, nada le será más fácil soportar que la muerte. Si realmente deseáis tomar venganza, dejad que lo hagan el amor y la vergüenza, que le atormentarán mejor que vos. Y si lo hacéis por vuestro honor, guardaos bien, mi señora, de hacer lo que él, que cayó en semejantes engaños, pues en lugar de conseguir el placer que imaginó, ha sufrido la mayor humillación que puede experimentar un caballero. Así pues, señora, creyendo incrementar vuestro honor, pudierais tal vez mermarlo; y si os quejáis, haríais público lo que nadie sabe, pues de su parte nadie se enterará. Y cuando vuestro hermano administre la justicia que vos demandáis condenándolo a muerte, correrá la noticia de todo lo que hizo de vos a su antojo. Y la mayoría pensará que es difícil que un hidalgo llegara a hacerlo si la dama no le ha brindado ocasión. Sois joven y agraciada, vivís alegremente con todos y no hay nadie en esta corte que no haya notado que miráis con agrado a este hombre de quien os quejáis, por lo que pensarán que si se atrevió a hacer tal felonía, no pudo llevarla a cabo sin vuestra ayuda. Y vuestro honor que os ha permitido hasta ahora llevar la cabeza levantada, será puesto en tela de juicio doquiera que se cuente esta historia.
Al escuchar estos razonamientos de la dama de honor, la princesa comprendió que tenía la razón y que sería justamente difamada por haber puesto buena cara al hidalgo y preguntó a la dama de honor qué podría hacer:
-Señora, puesto que os complace recibir mi consejo y sabéis que os lo ofrezco con cariño, creo que deberíais gozar de la mayor alegría al comprobar que el hidalgo más bello y honesto que haya visto en mi vida, no os ha podido hacer descarriar ni por amor ni por la fuerza; y ante esto os debéis humillar delante de Dios reconociendo que no fue por vuestra virtud, pues muchas mujeres que llevaban una vida más austera que vos, se vieron humilladas y menos dignas de ser amados que él; por lo que debéis temer más que nunca cualquier indicio de amistad, pues muchas mujeres sucumbieron la segunda vez a peligros que superaron en la primera. Recordad, señora, que el amor es ciego y deslumbra de tal manera que el camino que os pareció más seguro puede transformarse en el más resbaladizo. Y me parece que no debéis hacer sospechar de lo que os ha ocurrido ni a él ni a ningún otro, por lo que si os quisiera decir cualquier cosa, intentad no hacerle caso para evitar dos peligros: uno la vanagloria de la victoria conseguida y otro disfrutar recordando cosas agradables a la carne, pues hasta las más castas tienen que guardarse para no sentir las chispas por mucho que quisieran huir de ellas. Pero además, señora, por si pensara él que había hecho algo que os sirvió de contento, soy de la opinión de que poco a poco os alejéis de la compañía a que le habéis acostumbrado, afín de que sepa cuánto despreciáis su locura y cuán grande es vuestra bondad, que se contenta con la victoria que Dios os ha concedido sin pedir ninguna otra venganza. Y que Dios os conceda la gracia, señora, de continuar en la honradez que puso en vuestro corazón, y que, reconociendo que todo viene de Él, le améis y sirváis con más ardor todavía.
La Princesa creyó en los consejos que le había dado su dama de honor y se durmió alegremente como con tristeza veló el Hidalgo le hacía velar su tristeza.
A la mañana siguiente, el señor planeó marcharse no sin antes preguntar por su huésped, pero le dijeron que estaba tan enfermo que no podía tolerar la luz del día ni hablar con nadie por lo que el príncipe se extrañó mucho y quiso ir a verle. Pero al oír que estaba dormido no quiso despertarle y salió de la casa sin decirle adiós, llevando consigo a su mujer y a su hermana. Ésta, al enterarse de las excusas del hidalgo para no despedir al príncipe ni al séquito, se aseguró aún más de que había sido él quien la había atormentado y que no osaba enseñar las marcas que le había causado ella en la cara. Y por más que el príncipe le invitara a que volviera a la corte, no lo hizo hasta que no estuvo completamente curado de todas las llagas, menos la del amor y despecho que le habían hecho en el corazón.
Cuando volvió y se vio delante de su victoriosa enemiga no lo hizo sin ruborizarse, y el que había sido el más osado de toda la compañía, perdía ante ella la serenidad, lo que le aseguró a ella que su sospecha era cierta y poco a poco se fue alejando de él, no sin que se diera cuenta; pero jamás se atrevió a darse por aludido por miedo a empeorar la situación, aunque guardó este amor en su corazón con la paciencia y el alejamiento que había merecido.