Una bella y joven dama que comprobó la fe
Narración XVIII - El heptamerón
[Cuento - Texto completo.]
Margarita de NavarraDonde se habla de una bella y joven dama que comprobó la fe de un joven estudiante amigo suyo antes de concederle licencias sobre su honor
En una de las mejores villas del reino de Francia, había un señor de rancio abolengo que asistía a las enseñanzas de los maestros del saber, deseando llegar a averiguar cómo adquieren virtud y honor los hombres honestos: Y llegó a ser tan sabio que a la edad de diecisiete o dieciocho años era ejemplo y doctrina para los demás. Mas, después de sus lecciones, el amor no dejó de cantarle la suya, y para ser mejor oído y recibido se ocultó tras los ojos y el rostro de la dama más bella del país, que no se sabe por qué razón había llegado a la villa. Pero antes que el amor intentara vencer al hidalgo por la belleza de esta dama, ya ganara el corazón de ella, al ver las perfecciones que se daban en el caballero; porque en galanura, gracia, buen sentido y donoso hablar, no había nadie, de cualquier condición, que le aventajara. Vuesas mercedes, que saben el pronto camino que hace ese fuego cuando prende uno de los cabos del corazón y de la fantasía, comprenderéis que el amor no encontró obstáculo en dos tan perfectas personas, y los sujetó a su yugo y los inundó plenamente de tan clara luz que su pensamiento, voluntad y lenguaje no eran otra cosa que reflejo de este amor, lo que dado su juventud, aunque él engendraba temor, le hacía insistir en su asunto lo más dulcemente posible. Pero quien ya estaba vencida por el amor no tenía necesidad de fuerza; sin embargo, dado el pudor propio de las damas, ella se guardaba de mostrarlo todo lo que podía.
Bien es cierto que, al fin, la fortaleza de su corazón, donde el amor reside, fue arruinada de tal suerte que la pobre dama accedió a lo que ya estaba ella de acuerdo. Mas, para comprobar la paciencia, firmeza y amor de su galán, le concedió lo que pedía imponiéndole una difícil condición, encareciéndole que, si cumplía, ella lo amaría a la perfección, mas que si le fallaba, no volvería a verla en su vida: consistía en que ella se sentiría muy gustosa de hablar con él en la misma cama, acostados los dos con sus camisas de dormir, pero que no le pidiera nada más, como no fuera hablar y, todo lo más, besarla. Él, que pensaba que no había alegría semejante a aquella que se le prometía, accedió; y, llegada la noche, la promesa fue cumplida, de suerte que, a pesar de las caricias que ella le hizo y de lo que él hubo de contenerse, no quiso faltar a su juramento. Y aunque estimaba que esta condición no era inferior a las penas del purgatorio, tan grande fue su amor y tan fuerte su esperanza, que sintiéndose seguro de la eterna continuidad del amor que con tantas fatigas había alcanzado, conservó su paciencia y se levantó de su lado sin haber querido en ningún momento causarle ningún disgusto.
A lo que yo creo, la dama, más maravillada que contenta de tanta bondad, sospechó incontinente que su amor no era tan grande como ella pensaba, o que él no había encontrado en ella tantos dones como pensó, y ya no guardó consideración a su gran honestidad, paciencia y respeto a un juramento. Así que decidió hacer todavía otra prueba para comprobar el amor que él le profesaba, antes de mantener su promesa. Y, para conseguirlo, le rogó que entablara amistad con una muchachita que tenía a su cargo, más joven que ella y más bella, a fin de que los que lo vieran en su casa con tanta frecuencia pensasen que iba tras la joven y no en pos de ella.
El joven caballero, que pensaba ser amado tanto como él amaba, obedeció enteramente lo que se le mandó y se obligó, por amor a ella, a hacer el amor a la muchacha; la cual, viéndole tan bello y bien decidor creyó sus mentiras como no hubiera creído sus verdades y lo amó tanto como si hubiera sido bienamada por él. Y cuando la señora vio que las cosas iban adelante y que el caballero no cesaba a cada momento de instarla a cumplir su promesa, le concedió que viniera a verla una hora después de medianoche, diciéndole que había comprobado el amor y la obediencia que él le profesaba y que era razón de que fuera recompensado por su gran paciencia.
Ni que decir tiene la alegría que recibió este fiel servidor, que no dejó de acudir a la hora señalada. Pero la dama, para medir la fuerza de su amor, dijo a su hermosa doncella:
-Bien sé el amor que cierto caballero os tiene, y creo que vuestra pasión no es menor que la de él; me inspiráis tal piedad los dos que he decidido daros lugar y momento de hablar cómodamente juntos y a vuestras anchas.
La doncella se sintió tan transportada de alegría que no supo enmascarar su afecto, diciéndole que por su parte no fallaría y, obediente a su consejo, se desnudó y se acostó sola en un gran lecho que había en una habitación, cuya puerta dejó la dama abierta, encendiendo luces para que su claridad dejara ver más fácilmente la belleza de la joven. Y, fingiendo irse, se ocultó cerca del lecho donde no se la podía ver. Su infeliz enamorado, creyendo encontrarla tal como ella prometiera, no faltó a la hora prometida, entrando en la habitación lo más suavemente que pudo; y después que cerrara la puerta y se hubo desnudado y quitado sus borceguíes forrados, fue a meterse en el lecho, donde pensaba encontrar a la que deseaba, y apenas alargó los brazos para abrazar a la que imaginaba su dama, cuando la infeliz muchacha, que creía que el caballero le pertenecía por entero, le echó los suyos al cuello al tiempo que le decía palabras tan cariñosas y con rostro tan amantísimo, que cualquiera que no fuera un eremita hubiera perdido el “paternos ter”.
Mas cuando la reconoció, tanto por la vista como por el oído, el amor que con tanta diligencia lo llevara a acostarse, aún más aprisa lo hizo levantar, al ver que no se trataba de aquella por la que tanto había sufrido; y mostrando tanto despecho hacia la señora como hacia la doncella, dijo a la muchacha:
-Ni vuestra locura, ni la de quien con malicia aquí os colocó, podrían hacerme otro del que soy; poned empeño en ser mujer de bien que por mi culpa no perderéis vuestro buen nombre.
Y, al decir esto, furioso como no era posible más, salió de la habitación y estuvo largo tiempo sin volver a ver a su dama. Sin embargo, Amor, que jamás pierde la esperanza, le aseguraba que tanto más grande era la solidez de su amor, avalada por la experiencia, tanto más largo y feliz sería su goce. La dama, que oyera los términos en que se expresó, se sintió tan contenta y envanecida de ver la magnitud de su amor, que se le hizo largo el tiempo hasta el momento de volverle a ver para pedirle perdón por todos los sinsabores que le había hecho pasar. Y en cuanto pudo encontrarlo, se apresuró a alabarlo tanto por su honestidad y buenos propósitos que no solamente olvidó él todas sus penas, sino que incluso las dio por bien pasadas, dado que se habían tornado en gloria y en la seguridad perfecta de su amor, del que desde aquella fecha en adelante, sin impedimentos ni enfados, tuvo la entera posesión que podía desear.