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Hermanos argentinos

[Cuento - Texto completo.]

Carlos María Gutiérrez

A medianoche, en su hotel, el exiliado se cepilla los dientes vestido con el viejo piyama de Montevideo, los dos automóviles contornean el Obelisco y el Angosto reacomoda su pistola Star en el cinturón desbordado por la gordura. El exiliado se enjuaga la boca, va hacia la cama con el libro comprado esa tarde y el Puma mira la hora en el Seiko digital que le sacó a un desaparecido, da un codazo al Tejerita titubeante para que se coma la luz roja en Esmeralda y Corrientes, bosteza porque lleva dos noches de guardia. El exiliado abre el libro, pero permanece unos instantes mirando al techo, con la cabeza en la almohada confortable. En el asiento trasero del primer auto, junto al Angosto maloliente a sudor (pero sin rozarlo) el Mayor uruguayo, de civil, viene rubio y altanero, bien peinado y en silencio. Como si los argentinos fuéramos basura, rumia el Angosto mirándolo de reojo y con los pies sobre la caja de las granadas. El Puma, adelante, chupa un charutito brasilero medio apagado y en su hotel el exiliado tiene sueño, se deja invadir por la paz modesta del fin de jornada, quiere olvidarse sólo hasta mañana de toda la pobre gente que ha venido a verlo o lo ha encontrado en cafés de Flores o del Bajo: unos pesos para pagar la pensión senador, senador queremos que identifique los cuerpos y así los entregan, senador no me reciben en el albergue, gracias senador y viva Batlle. El sueño flota cerca de sus ojos, pero se propone leer por lo menos el primer capítulo de Garaudy: “Nuestra sociedad está en trance de desintegración. / Es necesario en ella una transformación fundamental, / la cual no puede llevarse a cabo según métodos tra- / dicionales. ”E1 Mayor dice que ahí y el Tejerita tuerce el Falcon para pasar a una camioneta de reparto, acelera ruidosamente y se le atraviesa, atraca con las ruedas delanteras sobre la vereda del hotel. La camioneta patina y el tucumano va a insultar, pero identifica a tiempo el automóvil terrible y sin matrículas, mira cómo se abren las cuatro puertas al mismo tiempo, ve a los hombres (tres con pistolas en la mano, el rubio con la Uzi colgando del hombro caño hacia abajo) y a la gente que se repliega atropelladamente para que pasen, oye a los hombres que gritan ¡adentro! ¡adentro! y cómo se rompen los cristales y entonces acelera, se vade ahí, segunda, tercera, tengo hijos. Cristo. El Tejerita (siempre lerdo para cuando hay barullo, piensa el Angosto) espera al segundo auto con el cabo del chupadero y los otros tres uruguayos, que también se sube a la vereda. Desde el edificio de la Telefónica, en una esquina de enfrente, los policías de la custodia miran la escena a la sombra de las columnas. Arriba, en el tercer piso, el exiliado abre la ventana. Alarmado aliviado tranquilo, reconoce los Falcon, tan demorados pero al fin tan puntuales, por qué iba a salvarme yo precisamente, por qué yo entre todos, pero ya la puerta que se astilla a patadas y el Puma pálido y maldormido parado en la puerta del dormitorio, la cadena de oro con crucifijo entre la camisa de seda verde abierta sobre la barriga velluda, la melena negrísima y cortada a navaja que le tapa las orejas, los ojos grises que parecen muertos, la vocecita de boxeador: qué te habías creído, comunista hijo de puta, para venir a este país a jodemos, y ya la pistola hundida dolorosamente bajo el mentón, ya otro que le hace una llave y está dándole rodillazos en los riñones. Desde el umbral, sin haber descolgado su arma, el Mayor dice déjenlo que se ponga los zapatos y un abrigo, porque va a tener mucho frío, pero alguien también soñoliento, que todavía no entiende nada, lo toca de atrás y el Mayor gira rapidísimo rastrillando la Uzi, animal feroz y bien entrenado, con la flexión aprendida en las antiguas maniobras contrainsurgentes de Fort Gulick y encañona al muchachito recién salido de su cuarto en el corredor. Es el hijo, avisa uno y el Puma empuja al padre (ya trabado por las esposas, que el Angosto recibe golpeándolo con la Star empuñada) y pone al muchachito su propia pistola sin seguro en el pescuezo, sentate en ese sillón y ni respirés, ni respirés guacho de mierda. No te muevas, no te muevas hijito, piensa el exiliado, chiquito no te muevas ni hables nada, y también piensa: van a matarme, o no van a matarme y no van a matarte, o no nos matarán aquí, o quizás te dejen, hijito, pero dice en voz alta identifíquense, con qué derecho. Ahora lo meten a empellones en el ascensor y desciende en un extraño silencio, solo con el Mayor. Oye el tropel y el griterío de los que bajan por la escalera, pero el hijo ha quedado arriba, o no. Ninguna puerta se ha abierto en los otros cuartos, nadie ha salido a ver qué pasa. Siente la oreja y la sien dormidas por el culatazo; la sangre del oído con el tímpano roto le corre por dentro del piyama humilde de Montevideo. Abajo, el empleado nocturno tiene los brazos en alto y la cara contra el mapa Peuser de la pared. Uno de los uruguayos del chupadero sigue pateándole los tobillos para que mantenga las piernas bien abiertas y le incrusta la escopeta de cañón recortado entre las nalgas, que ni temblés, porque llegás a darte vuelta, llegás a mirar y te dejo el culo como una espumadera, maricón, y el muchacho, si no he mirado, no vi nada, señor. El exiliado cruza el vestíbulo casi llevado en vilo entre el Angosto y el Puma, la cara llena de sangre y la mirada celeste, límpida, que ve todo, que recuerda todo, que no cesa. El Mayor, más rubio bajo las luces escandalosas de la marquesina, acomoda la Uzi en el hombro, manda que pongan al exiliado en el segundo auto y dice en el micrófono que sacó de su Falcon, fase dos afirmativa vamos a fase tres. En la acera de enfrente se agrupan los curiosos, indecisos intimidados fascinados al fin por la línea de protección que forman en medio de la calle el cabo y dos de los uruguayos, con las escopetas horizontales, imprevisibles. Los espectadores empiezan a salir de los teatros de varieté y a entrar en las pizzerías bulliciosas. Los puestos de libros y discos difunden a Soljenitsin en ediciones piratas y a Vivaldi y Marianito Mores en cassettes ordinarias. El tránsito de la medianoche sigue pasando Corrientes abajo, desviándose para eludir a los hombres armados e inmóviles: en algunos colectivos los pasajeros se despabilan de pronto, pero al comprender apartan los ojos de la ventanilla, tengo hijos, yo no he mirado, nada ocurre. El automóvil verde arranca hacia atrás con un bramido, atruena con su escape libre, dobla en U hacia el Sur y a contramano. Desde el asiento trasero, ensangrentado, invadido por una extraña plenitud, el exiliado mira con avidez final la fachada del hotel donde vivía, la imagen del hombre rubio que junto al otro Falcon habla por un micrófono y parece canceroso bajo el resplandor amarillo, las luces de la calle Corrientes, la noche de Buenos Aires que vuelve a cerrar sus aguas espejeantes.

*FIN*


Los ejércitos inciertos y otros relatos, 1991


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