Historia de un libro y de otros cuatro
Seymour Menton
En diciembre de 2009, la noticia de que el Fondo pensaba sacar otra reimpresión de mi libro más exitoso, El cuento hispanoamericano, antología crítico-histórica, me proporcionó la oportunidad de rejuvenecerme. Por una parte, ¿qué cuentos indispensables podría agregar?; por otra, ya que me voy acercando a las postrimerías de mi carrera, podría emular, modestia aparte, a Rubén Darío con la historia de mis libros. Por casualidad, ya tenía leídos y analizados dos cuentos sobresalientes: “La dilución” del venezolano José Balza y “Las mejores galas” de la mexicana Angelina Muñiz-Huberman. A principios de 2009, la Editorial Alfaguara de Caracas me comisionó un ensayo sobre la cuentística de José Balza, que había de servir de prólogo a una edición de su obra completa. Acepté la comisión con entusiasmo porque había conocido a Balza en el congreso sobre el cuento celebrado en 1987 en Morelia. Quedé muy impresionado con la relectura de sus cuentos y entregué el manuscrito de mi ensayo a Alfaguara en el otoño de 2009, creyendo que “La dilución” era imprescindible para la nueva reimpresión de mi antología por la manera original, artística y sutil en que se denunciaba la situación caótica de Venezuela bajo Hugo Chávez o de muchos países, no sólo latinoamericanos, bajo gobiernos arbitrarios, corruptos e ineptos. En una situación análoga, en el mismo año 2009, ofrecí escribir un ensayo sobre El jardín de la cábala de Angelina Muñiz-Huberman para una colección de ensayos sobre autores judío mexicanos, proyecto auspiciado por el grupo de mexicanistas de la Universidad de California, fundado por Sara Poot Herrera de Santa Bárbara. Aunque la gran mayoría de las piezas de ese libro no son cuentos sino breves ensayos poéticos, poemas en prosa, parábolas o alegorías, todos relacionados con la cábala, sí se destacan dos verdaderos cuentos: “Las mejores galas” y “El gabinete de los sueños¨. Para la nueva edición de mi antología, opté por el primero porque además de su calidad intrínseca, sirve de ejemplo de un cuento socio-histórico y por lo tanto, cabe bien dentro del último capítulo de mi antología, dedicado principalmente al cuento histórico. Se trata de una mujer mal casada con un hombre viejo y rico. Ella se enamora de un vendedor ambulante, estudiante de la cábala, en la Polonia del siglo diecinueve o antes.
Como entre 1964 y 2010 se han vendido más de 400,000 ejemplares de El cuento hispanoamericano, a estas alturas me pregunto a qué se debe su éxito. Además de su valor intrínseco como una colección de cuentos excelentes que constituyen una historia de la evolución de ese género en Hispanoamérica con mis comentarios analíticos que ofrecen un instrumento pedagógico a estudiantes de distintos niveles, a autores neófitos y a lectores en general, hay que reconocer también ciertas circunstancias extrínsecas.
Más que nada, se publicó en la década de los sesenta, que presenció el auge del Boom, definido tanto por la alta calidad de las novelas de Carlos Fuentes, García Márquez, Julio Cortázar, Vargas Llosa, José Donoso, Lezama Lima, Severo Sarduy y otros más como por su promoción comercial. Esa década también presenció el gran interés en la América Latina ocasionado por la Revolución cubana y la creación consiguiente en universidades de los Estados Unidos, de Europa y de otros países de centros de estudios latinoamericanos. Además, en la década anterior al Boom el cuento hispanoamericano había ganado tanto prestigio como la novela con autores tan sobresalientes como Borges y Cortázar, Arreola y Rulfo, y Juan Carlos Onetti. Si no recuerdo mal fueron Porfirio Martínez Peñaloza, gran especialista en el arte popular mexicano, y Demetrio Aguilera Malta, cuentista, novelista y dramaturgo ecuatoriano, quienes me animaron a que le entregara el manuscrito de mi antología a Alí Chumacero, director del Fondo de Cultura Económica de México, que en ese momento ya estaba encaminado para destacarse como tal vez la casa editorial más importante de toda la América Latina. La venta inicial de la antología también recibió un gran empujón de Aguilera Malta, radicado en ese momento en México, que escribió una reseña muy positiva, que se publicó en una cadena de periódicos en todos los países hispanoamericanos. A principios de noviembre de 2003, se hizo una presentación de gala en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria, luciendo un cartel enorme con un collage de las portadas de las distintas ediciones de la antología desde la primera, diseñada por Alberto Beltrán.
En contraste con el éxito de El cuento hispanoamericano, probablemente mi libro menos vendido ha sido El cuento costarricense: historia, antología y bibliografía (1964) (el tiraje fue de 600 ejemplares). Sin embargo, se relaciona con el detalle más asombroso de todos mis libros por haber contribuido a la rehabilitación de un preso que languidecía en la colonia penal de la isla de San Lucas, cerca del puerto de Puntarenas: “Formé parte a los veinte años de una banda que asaltó la iglesia de Cartago para robar dos millones de colones (lo que valía la estatua de la Virgen de los Ángeles) y en cuya acción murió un guardia asesinado por mi compañero y por lo que se me sentenció a cuarenta y cinco años de cárcel, lo que quiere decir que no saldré nunca.” ¿Cómo llegamos a conocernos José León y este catedrático que en toda su vida no se ha robado ni una manzana de las carretas del mercado de la Avenida Bathgate en el Bronx de los años treinta? En 1960 me encontraba en San José, acompañado de mi esposa Catalina y nuestro hijo Tim, dirigiendo el primer programa de intercambio entre la Universidad de Kansas y la de Costa Rica. El programa, muy original para esa época, tenía como base la matriculación en la Universidad de Costa Rica por todo el año lectivo de un grupo de alumnos de Kansas que se especializaban en español. Además, incluía un intercambio de catedráticos. Uno de los catedráticos de Kansas que participaban en ese programa era mi amigo Mel Mencher, profesor de periodismo que había asistido a la misma escuela secundaria del Bronx que yo y en los mismos años sin que nos conociéramos: De Wit Clinton. A Mencher se le ocurrió visitar la isla penal de San Lucas para entrevistar a los presos. Ahí conoció a José León Sánchez, quien le entregó a escondidas su novela poligrafiada La isla de los hombres solos. Como se suele decir en inglés, “The rest is history”, o sea “todo lo que sigue ya se conoce” porque aparece en todas las notas biográficas de José León: Mencher le entregó la novela a Menton; a éste le gustó la novela; Menton mandó una carta a José León; éste le envió a Menton unos cuentos; Menton decidió que “La niña que vino de la luna” merecía incluirse en la antología del cuento costarricense que estaba preparando; el libro fue publicado en 1964 en una co-edición con Ediciones De Andrea de México y la University of Kansas Press.
A raíz de esa distinción, José León pidió un traslado a la cárcel de Heredia donde el alojamiento y la comida eran superiores a los de la isla de San Lucas. De ahí, no recuerdo por qué pero la comunicación entre nosotros terminó… hasta 1982 ¡cuando nos encontramos en Stanford University! Durante el congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, yo comenzaba a presentar mi ponencia sobre el realismo mágico cuando un hombre se paró y pidió perdón por haberme interrumpido pero le urgía declarar a todos los congresistas su deuda al doctor Menton por haber contribuido a que lo soltaran de la cárcel de Heredia, y que ahora vivía en San Francisco ¡con el cargo de cónsul de Costa Rica! ¡Fue José León Sánchez!
Para rematar esta historia totalmente verídica, la escribí el domingo 19 de octubre de 2008, inspirado por un artículo publicado en el Los Angeles Times con el título “Escape to a Tropical Alcatraz” sobre la conversión de la isla penal de San Lucas en un parque nacional. El periodista que describía su visita a la isla no fue mi amigo Mel Mencher sino el desconocido para mí Erin Van Rheelen, quien dijo que descubrió la existencia de San Lucas al leer La isla de los hombres solos de José León Sánchez.
“Es un diálogo de sordos”: esas palabras pronunciadas por Emir Rodríguez Monegal en agosto de 1973 en el congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, celebrado en Michigan State University, tuvo un impacto profundo no sólo sobre mi trabajo crítico sino también sobre mi “religión”. De ahí en adelante, poco a poco, me hice converso del realismo mágico. El renombrado Emir reaccionaba en contra de la diversidad de opiniones en cuanto al sentido del realismo mágico, tema oficial del Congreso. Como no había ningún acuerdo entre los críticos, Emir abogaba por el abandono absoluto del término. En la discusión acalorada que seguía, noté que casi todos mencionaban al crítico de arte alemán Franz Roh, cuyo libro Nachexpressionismus, magischer Realismus: Probleme der neuesten europäischer Malerei (1925) era el punto de partida teórico para comprender esa tendencia presente tanto en la pintura como en la literatura a partir de 1918. Sin embargo, quedé convencido que ninguno de mis colegas había leído el libro de Roh. Entonces decidí ahí mismo escribir dos libros sobre el realismo mágico. El primero, sobre la pintura y dedicado a mi padre, pintor dominical, me costó casi toda una década. Consulté una gran variedad de libros sobre la historia del arte y quedé asombrado de la poca importancia dada al realismo mágico, en parte porque fue opacado por el surrealismo, que contaba con la hegemonía cultural de París. Por lo tanto me parecía muy apropiado el título Magic Realism Rediscovered, 1918-1981 (1983). El libro quedó embellecido por reproducciones en color de cuadros, entre otros, del precursor italiano Giorgio de Chirico, del holandés Carel Willink, de los alemanes Anton Räderscheidt y Franz Radziwill, de los norteamerianos Grant Wood y Peter Blume, y otras en blanco y negro como el famosísimo Christina’s World (1948) de Andrew Wyeth. La simetría de las fechas en el título, 1918-1981, refleja el realismo mágico: las cosas más inverosímiles pueden ocurrir en la vida de cualquier individuo. Por ejemplo, mientras trabajaba en el libro, Harley D.Oberhelman, ex-estudiante mío de la Universidad de Kansas, descubrió en Aracataca que Gabriel García Márquez había nacido el 6 de marzo de 1927, en vez de 1928 como decían las solapas de todos sus libros. Oberhelman publicó una nota al respecto en la revista Hispania (setiembre de 1978, p. 541), que después fue confirmado por Germán Vargas y por el mismo García Márquez en su libro de memorias Vivir para contarla (2002). Así es que de la noche a la mañana no sólo me convertí en gemelo de Gabo (yo también nací el 6 de marzo de 1927), sino que de repente me encontraba contagiado de su modo de hablar y de escribir: exagerando, distorsionando y mintiendo.
Si dediqué casi toda una década a la elaboración del desmentimiento de Emir Rodríguez Monegal, pasé casi dos décadas trabajando en el segundo tomo sobre el realismo mágico. Por una parte, quedé muy desilusionado con la recepción del primer tomo. Como no pertenecía al gremio de los historiadores del arte –me consideraban un fuereño atrevido–, la única reseña publicada que conozco, bastante positiva, fue escrita por David Scrase, profesor de literatura alemana de la Universidad de Vermont; el libro no se ponía a la venta en ninguna librería de museo y no se encontraba en ninguna de las mesitas donde se exhibían, pero no se leían, los libros de arte en las casas elegantes de Newport Beach, California.
Sin embargo, no me rendía porque ya tenía la base para el segundo tomo. Entre los aspectos más novedosos figuraban la identificación del gato como emblema de la tendencia tanto en la pintura como en la literatura, parecido al cisne como emblema del modernismo hispanoamericano; el señalar la distinción entre el realismo mágico y lo fantástico en los cuentos de Jorge Luis Borges; y el análisis de El último justo de André Schwarz-Bart, Premio Goncourt de 1959, comprobando la deuda a Borges en la primera parte de la novela judío-francesa y las prefiguraciones de las otras partes a Cien años de soledad. Aunque García Márquez vivió en París entre 1955 y 1957 en un barrio pobre, lo mismo que Schwarz-Bart, y aunque la traducción al español de Le dernier des Justes circulaba en los años sesenta entre los literatos hispanoamericanos en México cuando vivía García Márquez ahí y aunque contraté detectives culturales mexicanos, colombianos, dominicanos y franceses, ninguno de ellos pudo establecer un contacto directo entre los dos autores. En otro capítulo comprobé que el realismo mágico no era una tendencia exclusivamente latinoamericana. Se titula “El tema de los invasores misteriosos o el asalto inminente desde Islandia a Israel” e incluye el estudio de una serie de cuadros titulados Interiores norteamericanos del pintor islandés radicado en París Gundmunsson Erro; de cuentos del argentino Julio Cortázar y del cubano Antonio Benítez Rojo; de cuentos y novelas del brasileño José J. Veiga y del italiano Dino Buzzati; de novelas del alemán Ernst Jünger y del israelí Aharon Appelfeld. Ahí me paré porque no podia encontrar otras obras mágicorrealistas de alta calidad cuyo análisis proporcionaría la extensión adecuada para un libro.
La clave para completar el libro la descubrí con mi lectura del primer tomo de la Obra periodística de García Márquez, publicada en 1981 por Jacques Gilard. Ahí me encontré con la reseña, escrita por García Márquez, del cuento “Miriam” de Truman Capote, que conocía, y otra de la novela Retrato de Jennie de Robert Nathan, que no conocía, y que se había adaptado para una película. No tardé mucho en redactar otro capítulo contrastando el realismo mágico y el surrealismo estudiando los cuentos de Un árbol de noche y otros cuentos de Truman Capote y la novela de Robert Nathan bajo el título de “Niños mágicorrealistas y adultos surrealistas”. Ese contraste también sirvió para abrirme los ojos: ya que había contrastado el realismo mágico con lo fantástico en el capítulo sobre Borges y con el surrealismo en el capítulo sobre Capote y Nathan, tenía que rematar mi libro con el contraste entre el realismo mágico y lo real maravilloso, tendencia con la cual se confundía más. Después de escudriñar lasdefiniciones teóricas de lo real maravilloso, hechas por Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias y el haitiano Jacques Stéphen Alexis, comenté las semejanzas y las diferencias entre las dos tendencias ejemplificadas en siete novelas, escritas en francés o inglés, seis de ellas por mujeres: Pluie et vent sur Télumée Miracle y Ti Jean l’Horizon de Simone Schwarz-Bart, esposa guadalupeña de André, La mulâtresse Solitude de André Schwarz-Bart y Moi, Tituba, sorcière de Maryse Condé, Tar Baby de Toni Morrison, So Far from God de Ana Castillo y Dreaming in Cuban de Cristina García.
Termino la historia verdadera de este segundo tomo sobre el realismo mágico con dos sucesos mágicorrealistas. Ya tenía un contrato con la editorial Joaquín Mortiz gracias a mi amistad con José Agustín cuyo hijo era el director literario. A última hora, el hijo me mandó un correo electrónico diciendo que el contrato se había cancelado porque el consorcio europeo que había comprado la Editorial Joaquín Mortiz les había cortado el presupuesto. Totalmente deprimido, consulté a mi amigo Jacobo Sefamí sobre cuál era la mejor manera de suicidarme: tirarme al Mar Pacífico o comerme un gran pastel de fresas recargado de crema y azúcar (ya saben que soy diabético). Jacobo me contestó: “No te precipites, Seymour, la semana que viene llegará Adolfo Castañón, gran amigo mío, poeta y director literario del Fondo, y yo te arreglo un encuentro donde Starbucks. Como a Adolfo le encantó el café, aceptó en el acto publicar mi libro. Además, colaboró también el gobierno alemán emitiendo en esos días una serie de estampillas como homenaje a los pintores mágicorrealistas. Recordando el refrán de la novela Astucia de Luis G. Inclán, que había aprendido en 1949 en México, “Con astucia y reflexión se aprovecha la ocasión”, incluí entre las ilustraciones en colores la foto del sobre con estampillas que reproducían cuadros de Georg Schrimpf y Franz Radziwill, sobre que había recibido de un amigo alemán radicado en München.
Ese segundo tomo dedicado al realismo mágico se publicó en 1998 con una presentación exitosa en diciembre de ese año en la Feria del Libro de Guadalajara.
En realidad, la presentación fue dos veces exitosa porque poco antes de la presentación, platicando con Adolfo Castañón, él, con su estilo modesto, poco dramático y algo enigmático, me preguntó si me interesaría publicar con el Fondo una selección de mi obra crítica. Me dijo que necesitaba mi decisión dentro de dos semanas. Mi primera reacción fue soltar un chorrazo de adrenalina que me permitió olvidarme del peso de mis siete décadas y aguantar después, pese a mi diabetes, las alegres y desveladoras cenas de la Feria. Después de pensar profundamente por dos segundos, le anuncié a Adolfo mi decisión en portugués: “aceito, sim.”
La mañana siguiente, ya pasada la euforia, me di cuenta del tremendo desafío que significaba este proyecto. De cierta manera, tendría que empezar de nuevo: releer todos mis libros, articulos, reseñas, notas y ponencias escritos desde mi primera estadía en México en 1948-49 hasta el presente. ¿Cuántos de esos escritos serían dignos de rescatar? ¿Me atrevería a volver a publicarlos en su forma original o tendría que rectificar errores, modificar juicios, eliminar detalles gratuitos o ampliar las pruebas de mis afirmaciones? ¿Me sentiría obligado a agregar nuevos escritos para dar un carácter más íntegro al volumen?
Al mismo tiempo, el proyecto me ofrecía la posibilidad de hurgar en el fondo de mis archivos, de mis apuntes, de mi mente, para encontrar las bases teóricas de mi acercamiento a la literatura: ¿bases constantes o bases sujetas a la evolución inevitable de la crítica literaria?
El primer paso, o en realidad, el último paso fue escribir el prólogo, sólo que pensando en la frase susodicha de “empezar de nuevo”, decidí cambiar la palabra común y corriente de “Prólogo” a “Volver a empezar”, título en español de una de mis canciones predilectas, “Begin the Beguine”, cuyo arreglo de 1940 por la orquesta de Artie Shaw la convirtió en uno de los discos más vendidos de todos los tiempos. No sólo eso sino que con ese disco aprendí, todavía imberbe, a bailar.
Recordando mi pasión por la geografía, heredada a mi papá, decidí estructurar el libro con base geográfica. Adolfo Castañón me sugirió el título de Caminata por la narrativa latinoamericana. La portada luce el mapa de la América Latina con líneas verdes que indican las rutas aéreas y con seis estampillas de México, Costa Rica, Cuba, Chile y la Argentina que representan distintos modos de transporte. El cierre del prólogo evoca algunos de los vehículos más pintorescos de mi propia caminata por todos los países latinoamericanos que he pisado: el conductor del tren urbano (léase tranvía) de Celaya, México me entregó en 1949 las riendas de la mula mientras él hacía sonar la corneta para prevenir a los peatones. El lanchero en La Unión, El Salvador, viéndome cara de contrabandista o revolucionario, me pidió doscientos dólares por llevarme de noche a través del Golfo de Fonseca hasta la orilla nicaragüense. No se los pagué, optando por montar al autobús de la línea Flecha Roja que me llevó hasta Choluteca, Honduras, donde me recogió un camión de carga que me llevó hasta Managua, con el único inconveniente de verme amenazado durante el viaje de doce horas por las tarántulas anidadas entre los racimos de bananos. El cacique cuna me entregó en 1960 un canalete para que lo ayudara a dirigir el cayuco entre los islotes San Blas después de que bajé con cuatro estudiantes de Kansas de la avioneta de Jungle Jim Airways, que había aterrizado en la pista más pequeña del mundo entero. Podría seguir con estas anécdotas absolutamente verídicas, pero ya es hora de cerrar este prólogo, tal como lo empecé, con una canción, un bolero que en México me animaba a bailar en 1948 como neófito, pero en 1949 como profesional: “Caminemos” del trío Los Panchos.
La gran alegría que sentí cuando se publicó Caminata se multiplicó aún más cuando releí el epistolario que consta de cartas personales que me habían dirigido Borges, Cortázar, Abel Posse, Monteforte Toledo, Roa Bastos, Rosario Castellanos y Severo Sarduy. En cambio, se nubló cuando abrí el libro a la “Galería de narradores, 1960-2000” y me di cuenta de que las transparencias en colores, que había escaneado mi hijo Allen con su acostumbrado cuidado, aparecieron en blanco y negro, por la ineptitud del encargado de la edición, cuyo nombre y apellido (Jesús Guerrero), que forman un oximoron, no lo salvaron de ser despedido poco después. Sin embargo, prevaleció mi buena suerte, cuando apenas dos años después, el nuevo director literario Joaquín Diez-Canedo sacó una segunda edición con las fotos en colores. Además, esto me proporcionó la ocasión de agregar tres nuevos ensayos sobre Margarita, está linda la mar de Sergio Ramírez y El cristo feo de Alicia Yáñez Cossío y mi “Historia personal de la novela costarricense: 1952-2003”. Con Caminata, tengo que cerrar este ensayo rubendariano con una nota personal. Estoy profunda y sinceramente agradecido a mi papá por haberme servido de modelo en muchos aspectos y cuya niñez desventurada me ha proporcionado, por compensación, la buena suerte que ha complementado mi talento, mi energía y mi empeño.
FIN
“Historia de un libro y de otros cuatro”, Seymour Menton, Universidad de California en Irvine, Ciudad Seva, 22 mayo 2010, ciudadseva.com.