Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Historia prodigiosa

[Cuento - Texto completo.]

Adolfo Bioy Casares

Yo siempre digo: no hay nadie como Dios.
Una señora argentina

I

Lo que me mueve a escribir no es el agrado de hablar de estas cosas ni el instinto profesional, que ávidamente debería registrar y aprovechar acontecimientos como los que después ocurrieron, no solo melancólicos, sino portentosos y terribles. De verdad, la conciencia me exige, y Olivia me pide, que deje aclarados algunos episodios de la vida de Rolando de Lancker, episodios que determinados sectores últimamente comentaron, difundieron y tergiversaron. Sin duda porque la mente humana trabaja con frivolidad, lo primero que el nombre Rolando de Lancker evoca para mí son las imágenes del interior, oscuro y de cuero, de un break que rueda por un camino barroso, de los leves cartuchos celestes de los Bay Biscuits, de una estudiosa muchacha rubia, de un parque simétrico y abandonado con dos leones de piedra y, más lejos, tres calles de altos eucaliptos que se estremecen en la tormenta. Nada aciago hay en todo esto, o apenas la luz con que retrospectivamente lo veo. Sin embargo, el destino para el que tales imágenes sirven de inadecuado emblema, recogido por una pluma menos inepta que la mía, depararía a muchos una lección aterradora.

Como todo el mundo en Buenos Aires —me refiero al mundo de nuestra profesión— yo sabía quién era Rolando de Lancker. No digo que supiera nada concreto, sino vagamente que existía, que había publicado tal libro, que estaba enemistado con tales colegas. Por intercesión de su primo Jorge Velarde llegué después a conocerlo.

He aquí, pues, el comienzo de la historia. Una mañana yo estaba trabajando en la editorial, se abrió la puerta y percibí el inconfundible olor a valijas de cuero y a correas. Levanté los ojos. Por cierto ahí estaba, auroleado por ese olor tan típicamente suyo, Jorge Velarde, que firma Aristóbulo Talasz y despotrica semanalmente sobre los estrenos del cinematógrafo desde la notita de Criterio. Yo sospecho que debe a su olor y a su formato que lo apoden el Dragón; pero como algunos amigos de infancia lo llaman San Jorge, cabe tal vez inferir que un apodo haya salido de otro. «Carga manuscrito», me dije y encomendé el alma. Increíblemente, el Dragón no extrajo, del lugar más inesperado, la compilación de poemas, algo nuevo, en verso libre, que yo temía, ni el nutrido ensayo, lo que la masa lectora reclama, una interpretación psicoanalítica de los caracteres de La Bruyére, ni siquiera la novela policial a publicarse con seudónimo, pues el autor guardó silencio por más de un año y qué va decir la gente cuando vea que ahora sale con esta sandez: porque todo esto hay que sobrellevar en las editoriales. No, con apreciado buen gusto, mi visitante omitió cualquier referencia a su obra inédita, habló del calor que iba a concluir en una tormenta de padre y señor nuestro, pasó a temas de actualidad, tan opresivos como el calor, y desembocó bastante pronto en su primo Lancker. Hablándome de cerca y obligándome, para evitar el olor a cuero, a empotrar la nuca en el respaldo de mi sillón funcional, me dijo que el primo había organizado, o proyectado, una suerte de academia de literatura y que deseaba mi colaboración. En aquellos años, los más fervorosos de la vida, me aquejaba la temeraria certidumbre de que todo lo podía la lógica y de que el arte era plenamente comprensible y transmisible. Como además de su futura academia, Rolando de Lancker disponía de un casco de estancia en Monte Grande, le había pedido al Dragón que me invitara a pasar allí el fin de semana. Creo que me desagrada vivir en casa ajena, pero acepté en el acto.

El sábado a la noche gruesas gotas golpeaban los vidrios del viejo vagón del Ferrocarril del Sud (que así todavía se llamaba) en que viajé a Monte Grande. Miré las gotas, pensé «a lo mejor me resfrío», me acurruqué en el asiento, noté la levedad de mi traje y, maravillado, me perdí en Magic de Chesterton: un tomito verde que en esos días había llegado a las librerías. Hacia el fin del trayecto, en la comedia de Chesterton se había desatado una tormenta y en Monte Grande había cesado de llover. Entre las sombras del andén divisé al atlético Velarde, alias el Dragón, que murmuró «Ni siquiera trae los diarios»; después, a un hombrecito perfecto y con capa, de trazos delicados, de pensativos ojos de fuego; después, a una muchacha rubia, considerablemente más alta y más gruesa que el hombrecito, con pelo lacio, estirado hacia atrás, con ojos verdes, con facciones hermosas y cutis que no parecía limpio, con suelto pullóver, con andar sereno. Velarde me presentó al hombrecito:

—Rolando de Lancker.

Lancker, hablando con rapidez y energía, en tono machacado, me presentó a la muchacha:

—Olivia, mi discípula.

Y en el acto, con eficacia irreprimible, me desembarazó de mi valijita. Olivia, a su vez, quiso tomarla, pero adelantando una mano con anillos, entrecerrando los ojos, ladeando la cabeza, Lancker la disuadió. Con alguna solemnidad nos encaminamos hacia la salida. Afuera aguardaban tres o cuatro automóviles y un enorme break, al que estaba atada una yunta de espumosos caballos oscuros. Los caballos levantaron las orejas; desde el pescante descendió laboriosamente un anciano, de cara roja, de ojos redondos, de paso inestable. Cargó la valijita, me interrogó con la mirada. Balbuceé una excusa por traer tan poco equipaje.

—Olivia y Jorge a un lado —dijo Lancker, señalando la portezuela— nosotros del otro, el señor a mi derecha.

Ceremoniosamente escalamos el vehículo y nos distribuimos en su interior. El cochero, con la aparatosa torsión de un hombre aquejado de tortícolis, miró a Lancker. Éste dijo:

—¡Vogue la galère!

La fugitiva luz de un automóvil que partía entró en el coche e iluminó las piernas de Olivia. Parodiando a nuestro querido amigo el filósofo de La Emiliana, ese infatigable comentarista del sexo femenino, me dije: «Parecen torneadas por un dios voluptuoso». Francamente, aquella noche las piernas de Olivia me dejaron impresionado. Con un sacudón arrancamos, reflexioné que arrullado por los redobles de los casos viajaría indefinidamente y nos detuvimos. Habíamos rodeado la plaza. Lancker miró pausadamente a Olivia y como quien intenta grabar un precioso precepto en la mente de un niño pronunció:

—Cuatro docenas de Bay Biscuits.

La muchacha bajó del vehículo; yo la seguí, murmurando palabras, principalmente el verbo acompañar y el sustantivo damas. En el bar, Olivia me preguntó:

—¿Vio los árboles?

—Hermosísimos —repliqué instintivamente.

—No —corrigió Olivia—. Nunca lo fueron y ahora, con la poda, están horrorosos. Pero no me refería a eso. Me refería a los letreros que les han pegado.

Nos entregaron el paquete. Pagué. Olivia me previno:

—Son para Rolando.

—Qué le vamos a hacer —contesté.

A la luz de los faroles de la plaza, blancos y con globos redondos, miramos los árboles. Cada uno tenía un papel ovalado, con una inscripción. Riendo, Olivia leyó algunas. Creo recordar estas dos: Mujer ¡más decencia! e Indecencia en el vestir = indecencia en el vivir. Entre las ramas, cortas como muñones, vi un cielo complejo y tormentoso. Había olor a tierra mojada.

—Rolando espera —dijo Olivia.

Ya en el coche, mencioné los letreros. El Dragón, sacudiendo la cabeza y entornando benignamente los ojos, explicó:

—Las brigadas del padre O’Grady. Esos muchachos son el diablo.

—Bajo su aspecto más nauseabundo —contestó Lancker.

—No se detienen en nada —aseguró el Dragón.

—Ni siquiera en recordarnos su tontería mediante versitos mnemotécnicos —agregó Lancker—. Las otras tardes leí en los arboles que hay frente a la iglesia:

 

Si no observas decoro en el vestir,
Si provocas miradas atrevidas,
Del Cristo sangran todas las heridas
Y Belcebú triunfal se echa a reír.

 

El Dragón observó:

—Perdoname, viejo, pero el segundo verso no está mal,

—Poeta nascitur —contestó enigmáticamente Lancker—. Oigan esta copla que leí en otro árbol:

 

En verano y en invierno
Cubre con medias las piernas,
No sea que a esas carnes tiernas
Las tueste el diablo en su infierno.

 

(Ahora, que he conocido a Lancker, sospecho que él improvisó los versitos; hasta creo recordar que la muchacha se ruborizó, como si esas locuras de su maestro la avergonzaran un poco).

El camino era largo y, en partes —como entonces entreví y luego confirmé— a través de campo tendido. Muy pronto llovió furiosamente. Evoco, aún hoy con íntima exaltación, el arreciar de la lluvia contra las cortinas de cuero del break y el chapalear de los caballos. Cruzamos un portón.

—Los Laureles —anunció Lancker.

Avanzamos entre árboles, primero sinuosamente, después en línea recta. Se oyó el crujir de canto rodado bajo las ruedas y muy pronto el coche se detuvo. Lancker abrió la puerta, saltó, de pie en la lluvia ofreció el brazo a Olivia; ésta saltó y ambos corrieron a guarecerse en el corredor. Los seguimos. El break, lentamente, giró y se perdió en la noche. Nos quedamos unos instantes mirando las tinieblas. Ocasionales relámpagos iluminaban el mundo y entonces aparecían, no lejanos, trémulos, altísimos eucaliptos.

Alguien dijo:

—Con tal que uno de estos rayos no caiga aquí.

Manejando gallardamente la capa, Lancker me contestó:

 

El laurel que te abraza las dos sienes
Llama al rayo, que evita, y peligrosas
Y coronadas por igual las tienes.

 

Pensé que provisto de una nariz más larga Lancker sería un irreemplazable Cyrano en una compañía pueril. Él concluyó:

—El resto del soneto, en Quevedo. Las virtudes del laurel, en Plinio.

Se volvió, abrió una puerta que daba a un pasillo y a una escalera con barrotes de hierro, globo de bronce y pasamanos de caoba, golpeó las manos.

—¡Ave María! —gritó.

Después gritó Olivia:

—¡Pedro!

Nadie apareció.

Olivia y Jorge siguieron gritando. Estas afanosas invocaciones produjeron finalmente a un hombre de saco blanco, de cara roja, de ojos redondos que expresaban alegría impávida, de nariz con punta levantada, de acento incompatible con toda sutileza: Pedro.

Lancker me preguntó si había comido.

—No —respondí—, pero no importa…

Con un ademán de todo el brazo acalló mis protestas.

A Pedro le ordenó:

—El señor va a tomar té.

El criado se alejó con mi valija. Nosotros nos internamos por largos y oscuros corredores, por un vítreo jardín de invierno, con jarrones de porcelana azul, con plantas con hojas como pantalla, por una sala sesgada con muebles enfundados. Llegamos al comedor, donde había una mesa rodeada por más de veinte sillas, con una sopera de plata en el centro; en el extremo del cuarto, simétricamente se levantaba, se amontonaba y se distribuía, arquitectónica como un palacio, la chimenea, de madera labrada y rubia; en las restantes paredes, el zócalo, de igual madera, alcanzaba alturas excesivas para que uno pudiese mirar, sin estirarse en puntas de pie y sin forzar la nuca, los tenebrosos cuadros enmarcados en oro. En esa actitud tensa contemplé uno que misteriosamente me atrajo desde que penetré en el comedor. Asistido por Olivia, no tardé en descubrir que representaba al infierno: desde una fosa en que hormigueaban los réprobos alzábase una llama en cuyo ápice bailaba, diminuto y de color naranja, el demonio.

Los amantes de Teruel de Benlliure —explicó Lancker.

Reconocí los amantes. Él, con levita negra, con puños de encaje, con pantalones abrochados debajo de la rodilla, saltaba, con un movimiento de piernas enérgico pero acaso vulgar, por encima de otro réprobo y llevaba o empujaba a ella, con vestido blanco, de novia ¿hacia dónde? En este mundo no lo sabremos. Volví a mirar la llama que surgía de la fosa; ladeé la cabeza, como un entendido que aprecia una obra de arte. Por una operación inexplicable, ante mis ojos la llama se convirtió en Satanás y el diminuto demonio, en un violín de color naranja. Lancker dijo:

—El demonio toca el violín para los condenados.

—Attenti, Rolando, vos que te aburrís en los conciertos —gritó el Dragón, con esa vulgaridad trivial que le era tan propia.

De nuevo ladeé la cabeza: de nuevo el violín fue un demonio, Satanás, una llama. Precavidamente, con la esperanza de haber descubierto algo, con el temor de que mi descubrimiento fuera una simpleza, comenté lo que pasaba con el cuadro.

—Eso parece indicar —Lancker declaró con indiferencia— que Benlliure pintó una llama y un violín diabólicos; pequeña sabiduría que, pictóricamente hablando, le resulto un arma de doble filo.

Pedro apareció de saco negro, trayendo una bandejita de plata en la que había una hermosa y brevísima tetera, también de plata, labrada en espirales, dos tazas, un plato con pocos paquetes de Bay Biscuits.

—Lo acompañaré al señor a tomar té afirmo Lancker.

—Ya le traje taza —dijo Pedro.

—El señor lo toma con tostadas afirmó Lancker—. Con tostadas de pan francés. Los bizcochitos son para mí.

Dijo bizcochitos, en diminutivo, con esa ternura peculiar, mezclada de voracidad, con que nombramos algunos alimentos.

Levantando la voz, que resultó aguda, echando hacia atrás la cabeza, Pedro anunció animadamente:

—Se acabó el pan.

Nos sentamos, yo a un lado, Lancker junto a la bandeja, en la cabecera; desde allí me alcanzó una taza y un paquete de Bay Biscuits. Era extraordinaria la voracidad con que el hombre devoraba esos leves bizcochos; particular afición que impresionó mi recuerdo con relieves durables.

Pedro me preguntó:

—¿Con qué desayuna el señor?

—Té, no más. Con tostadas —respondí.

—¿Está seguro que no prefiere café solo con pan negro? —Solícitamente inquirió Lancker.

Le contesté que prefería el té, pero que tomaría de buen grado el desayuno que me trajeran.

La taza de té y el casi aéreo bizcocho que fueron mi única cena no aplacaron el hambre. Suspirando me dejé sacar del comedor. Me llevaron por corredores laterales, progresivamente más pobres, por dependencias con olor a trapo de rejilla, por recovecos de techo inmediato, con acre olor a betún, donde se amontonaba calzado, especialmente botas de montar, por una escalera de madera gris, en cuyo descanso había una pequeña ventana de vidrios de colores, condenada por una tabla transversal, hasta el piso alto y hasta el cuarto de huéspedes. Allí, junto a la mesa de luz con vaso de agua, me dejaron solo. ¡Qué nochecita, amigos míos! Fue como el presagio, demasiado wagneriano para mi gusto, de la molesta querella de sacrilegios y de portentos que nos abrumaría a continuación. La tormenta estremecía los vidrios en las ventanas y diríase que el colérico dios del mundo quisiera arrancarme de ese cuarto en que yo velaba, intimidado no sé por qué, entre muebles de sombras desconocidas. Menos mal que el mosquitero, como una casita familiar y polvorienta, me amparaba y aun me abrigaba, lo que era oportuno porque desde el principio noté alguna levedad, alguna insuficiencia de ropa, sobre las piernas. Por fin debí dormirme. Lo cierto es que al día siguiente habían dado las once cuando bajé al corredor, donde estuve sentado con Lancker, en sillas de paja pintadas de color violeta, mirando la lluvia, mirando el césped, de dibujo francés, con una fuente en el centro, con las Gracias, rodeado por caminos flanqueados por dos leones de piedra; fumando cigarrillos Imparciales; mirando los eucaliptos, mirando las inestables pagodas que formaban las últimas ramas y, para nuestra desgracia, conversando. ¿De la proyectada academia literaria? En modo alguno.

Mi culpa, mi grandísima culpa. Yo empecé, como dicen los chicos refiriéndose a una pelea (no; los chicos dirían: él empezó). Pregunté por Olivia e, inocentemente, provoqué ese diluvio de horrores. Creo que las primeras palabras de Lancker fueron:

—Está en Monte Grande, en misa, con el Dragón, que no se cansa de comer hostias. Cómo son las mujeres. A mi lado, usted sabe, nunca ha faltado una discípula. Una muchachita sucia, con el pelo rubio y lacio atado atrás y con pullóver. Bueno, de todas las que tuve ninguna mereció como ésta el honroso calificativo. Sin embargo, ahí tiene.

—¿Ahí tengo? —inquirí.

—Sí, ahí tiene, fue a misa. ¿Le parece poco? Olivia sabe que me hiere, pero no le importa. Yo creo que estos católicos creen que en el fondo uno cree; que uno se hace el esprit fort, pero cree. Si no, serían menos tercos. ¿A que no sabe cómo se presentó?

—No sé.

—Con medias.

—¡Peccato! —exclamé irresistiblemente—. Con esas piernas tan lindas.

En seguida me ruboricé. Lancker me miró en silencio, con desdeñosa curiosidad. Vivamente continuó:

—Yo le dije que había un límite. Si quería observar las convenciones, de acuerdo, que fuera a misa: no soy yo quien va a refutar a Confucio. Pero, agregué con la solemnidad que mis palabras reclamaban, si no trataba deliberadamente de apenarme debía sacarse en el acto las medias. Usted no lo creerá: titubeó. Miedo, tal vez, de enojar al cura o a la curia o a lo desconocido, vaya uno a saber. Le ordené que bajo mi responsabilidad las sacara. La pobrecita obedeció. Fui muy duro, lo sé, pero ¿podría permitir que las brigadas del padre O’Grady me batieran en mi propia casa?

Y ahora yo titubeo. No hay escapatoria para el dilema. Si no repito las palabras de Lancker, la historia moral que estoy contando perderá su significado. Si las repito… No es el miedo a lo desconocido lo que me retrae, aunque actualmente me acosa una picazón en la mano derecha, aguda en el dedo mayor, y una suerte de entumecimiento, como si un agente sobrenatural me estorbara, para no dejarme escribir. No, todo ello me tiene sin cuidado. Lo que pasa es que yo a veces presumo que más vale no tocar algunas cuestiones, ni en pro ni en contra. El ateo que discute irónicamente el contrasentido de la infinita bondad y de la omnisapiencia y de la omnipotencia de Dios no queda mejor que el novelista de moda, católico por supuesto, que se propone justificar las relaciones de causa y efecto entre nuestra conducta, en este efímero valle que entibia el sol, y el férreo sistema ideado por la mente divina para castigarnos eternamente. He ahí, pues, el dilema, el bicornuto listo para toparme; sin embargo, a esta altura del relato ¿puedo elegir el camino? Acaso lo que afirmé de algunas cuestiones sea una verdad; pero es una verdad frívola. Si yo he de escribir la historia de Lancker debo escribirla íntegramente, así arda mi mano como una antorcha. Solo me resta cerrar los ojos y topar el primero. ¡Adelante!

—Sospecho —manifesté para no seguir con la boca cerrada— que usted no es lo que suele describirse como todo un cristiano.

¿Qué me contestó ese patético mosquetero, ese ridículo espadachín en continuo asalto contra el más allá? Descaradamente dijo:

—Tiene razón, pero no es mi culpa. Nadie puede creer, religiosamente creer, en un mundo fantástico, imperceptible desde la tierra, poblado de dioses y de muertos, detallado topográficamente, con cielo, infierno y purgatorio, si ese mundo no lo deslumbra, no lo atrae, ni siquiera le gusta. Vea usted, la mitología cristiana, por increíble que le parezca, me deja frío. Hay que reconocer que es muy «sofisticada», pero en estas cosas que reputamos fundamentales, creo que lo obvio es de buen tono. Aparte de que el soplo de toda vida, aun el del poeta Tristan Tzara, es divino, los dioses, créame, son de otra naturaleza, llámelos Diana, Thor o Moloch. No pertenecen a una familia de gente de campo, que posan con caras de buenos para el fotógrafo del pueblo. ¿Y qué me cuenta de los santos, tan mansos y tan quietos, y de las vírgenes arropadas? Si no fuera por los ángeles y alguna paloma, yo preferiría los demonios, aunque ésos también, con sus alas de murciélago, sus garfios y sus colas, evidentemente son concepciones de una mente cursi y de mal gusto.

En el margen apunto: dijo todo esto, no paró, siguió cavando su tumba. ¡Gaffeur! Lo malo es que a mí, simple relator, me hagan pagar las consecuencias. Ya no me vienen presagios del más allá; me viene el castigo; la picazón, antes dispersa por todo el dedo, ahora se concentra en un foco, es una tea en llamas, es un cráter de volcán, es literalmente, un panadizo. ¿Me convertiré en mártir de la pluma? Espero que no. Espero que hacia el final de la historia mi buena fe resplandezca.

—Eso en cuanto al sentimiento religioso, pero queda la moral. Creo que sobre ella estamos de acuerdo —me apresuré a decir, para que simpatizáramos en algo—: Moralmente ¿quién no es cristiano?

—Yo —me contestó ése, implacable—. A mí me desagrada una moral proselitista, que groseramente instituye premios y castigos, que despacha al infierno a los que no tienen fe, que está obsesionada, como una mujer soltera, vieja y rencorosa, con los amoríos de la gente. El cristianismo va contra la vida misma; quiere estrecharla, apagar los impulsos. ¿No ha despoblado al mundo de los dioses antiguos, que eran las fuerzas que ayudaban a vivir? Mire, yo no me canso de lamentar la caída del panteón pagano. La nueva religión es morbosa; halla deleite en la pobreza, en la enfermedad, en la muerte. Como la fábula de Fausto, castiga al que trata de saber y al que trata de vivir, al que trata de compartir más plenamente el mundo. Hay que tener una vidita, como dijo una muchacha, pero no saber nada de la vida eterna. Parece que la Iglesia y Goethe quieren que los hombres sean como esos pobres que de puro humildes, se quedan en su lugar y no cuestionan ni pretenden.

En mi perplejidad yo pensaba «El mentado Lancker me resultó un ateo de envergadura», u otra frase de igual tenor, con el inocente agrado que proporciona, en este mundo de medianías, descubrir algo extremo en su género. Buen desengaño iba a llevarme. Lancker dijo:

—Es cuestión de tiempo. La batalla final todavía no se empeñó. Para entonces la victoria estará del buen lado. Los dioses nunca mueren.

No percibí en el acto el alcance de estas palabras. Cuando mis tardíos centros nerviosos recibieron la descarga, pregunté:

—¿No era que no creía en Dios?

—En Dios, no; en los dioses.

Interpreté que por animosidad contra Dios lo subdividía para atenuarlo y que su politeísmo era una expresión literaria de su ateísmo. Quizá me equivocaba.

—De nuevo el mito de la Hidra —comenté burlonamente, para probarle que no me doblegaba con sus falacias.

¿Cómo iba a doblegarme, si yo no las entendía? Prosiguió:

—No hay corderos en el altar, los templos están rotos, pero no pierda coraje: los dioses no andan fugitivos.

—No andan matrereando, como Cruz y Fierro —comenté.

—Los dioses no están abandonados —me aseguró—. Los dioses no necesitan de los hombres. ¡Los hombres son los abandonados!

Esa mañana había oído cosas horribles; ninguna me pareció peor que los últimos párrafos. Por pudor no seguí escuchando. Mientras Lancker machacaba no sé qué inepcia de que los dioses no necesitan templos, pero los hombres sí, para acercarse a los dioses, yo pensaba que el ateo era una raza extinguida para siempre por ahora, como el té de la tarde, la casa de renta, los libros de Coni y otros rincones pintorescos de nuestra juventud. Sospecho que el último ateo fue el juguetero del Bazar Colón, hombre de muy variadas lecturas, que un día, cuando alguien dijo «pero algún dios habrá», exclamó dolido «cómo, ¿usted también?» como si dijera «¿Tu quoque?». «Porque, vamos a ver» continuó el juguetero «los hombres al inventar a Dios, crearon un personaje divertido y curioso; no hay que ser como los chicos, que no se conforman con que Pinocho, el muñeco de madera, exista en un libro sino que piden que haya vivido en el mundo».

Con su voz machacona, Lancker estaba diciendo:

—Las epifanías (acostúmbrese a buscar el término en el diccionario) no son raras.

—Soy francamente contrario de la riqueza de vocabulario —respondí.

—Touché, mió caro, touché —exclamó—. Con su permiso retomo el argumento: ¿Quién alguna vez no percibió, en el decurso de cualquier actividad, la repentina presencia de un dios? El ejemplo más típico, después de otro, es el del escritor que recibe la musa, vale decir que está inspirado. El otro incumbe a Venus.

Hizo una pausa y entendí que la prolongaría hasta que yo interrogara; interrogué:

—¿A Venus?

—¿No comprende? ¿O usted no…? —En su tono armonizaban el estupor, la irritación y el desprecio.

—Sí, hombre, es claro —afirmé, rápidamente.

—No hay pobre diablo que no lo haya sentido alguna vez —dijo escrutándose como si me acusara—. En medio de un amor resplandece Venus. Con Olivia nos pasa a cada rato.

Ahora me tocó el turno de mirarlo desde mi altura, con desdeñosa curiosidad. Tales indiscreciones, tales impudores, en efecto no me parecen del mejor gusto y no constituyen el desiderátum de la charla de un caballero. De paso anoto, aunque sin duda el hecho carece de toda importancia, que en ese preciso momento retoñó en mí, ya encaprichada, la idea de conquistar a Olivia. Ese ingenuo de Lancker, insensible por la borrachera de su vana elocuencia, continuó.

—De pronto nos percatamos que una fuerza cósmica recorre los lugares y llega a lo más íntimo de nuestro pecho; quedamos sobrecogidos de júbilo o de pavor: es el gran dios Pan. Stevenson escribió sobre la flauta de ese dios: lea el artículo.

Lo interrumpí con una cita al caso:

 

Si alzas la crin y las narices hinchas
y el espacio se llena
de un gran temblor de oro,
es que has visto desnuda a Anadiomena.

 

—No leemos los mismos autores —respondió con impaciencia—. Pero de acuerdo, de acuerdo. Las otras tardes, al salir de Constitución, doblé por Brasil y con rumor de locomotoras y de ruedas de hierro sopló un viento que parecía venir del lejano sur de la provincia, y que no era tanto un golpe de viento como algo que a su paso cambiaba el ánimo, no solo de la gente, que se quedaba un poco sorprendida, como si hubiera vislumbrado un presagio, sino de las casas y de la calle entera: todo se oscureció y por un instante fue más intenso y más significativo. Otro caso registrado por la experiencia común es el del viajero que llega a una ciudad y de pronto siente que si permanece ahí le ocurrirá algo atroz. Detrás de tales cambios de luz una divinidad nos previene. Sí, créame, en los bosques y en los arroyos todavía hay ninfas y el mundo está poblado de dioses. Un dios, conocido o no, sei deo, sei deae, preside toda actividad. A mí se me manifiestan continuamente; yo los advierto, los reverencio, y ellos me protegerán. ¡Mire! —Su mano señaló el parque, más allá el cielo con un arco iris y, lo reconozco, ese inopinado regreso de las disquisiciones generales al mundo real, casi me conmovió—. Mire, apareció Iris, mensajera de los dioses: toda la naturaleza la saluda.

Como una presencia nueva, como una gloria surgida de todas partes, resplandeció el mundo. Los troncos de los eucaliptos alcanzaron los últimos extremos del amarillo y del rojo, cada gota de agua en las hojas pareció plata vibrátil y el verde del pasto fue vividamente oscuro. ¿Confesaré que algo en mí se puso a tono con ese jardín expectante? La nota curiosa fue que Iris, para quien estaba ofrendado ese homenaje de la creación, esa intensidad unánime, a último momento se vio suplantada por otra diosa; quiero decir llegó a Monte Grande el break con Olivia, acompañada, eso sí, por Jorge Velarde. Por increíble que parezca, desde entonces la conversación fluyó trivialmente. Creo que nos enteramos de que había mucho barro en el camino, de que había muchos fieles en la iglesia y de alguna otra circunstancia de igual monta. Olivia nos hablaba apoyada en el respaldo de una silla, de modo que la mitad inferior de su cuerpo quedaba oculta. Parecía nerviosa, parecía con prisa por retirarse. Exclamó:

—¡Qué tarde! ¿No llamaron para el almuerzo? Pobrecito, usted se ha de morir de languidez.

El final, por supuesto, estaba dedicado a mí. Lo agradecí con palabras, con miradas y con ademanes efusivos y me guardé bien de revelar que mi disposición para comer era netamente mediocre. Nada como el café con leche tibio, que fue el desayuno que me sirvieron aquella mañana, para cortarme el hambre.

—Voy a pedir el almuerzo —dijo Olivia.

Soltó la silla a la que parecía aferrada y corrió hacia el interior de la casa.

—¡Alto! —gritó Lancker—. ¿Por qué tanto apuro? ¿Te pones un poquito aquí, a la luz, Olivia? Quiero verte. ¿Qué te ha pasado en las piernas?

Ruborizada, con los ojos bajos, Olivia regresó. Por fin explicó sofocadamente:

—-A la altura del Kyrieleison empezaron a dolerme y en el Agnus Dei se me hincharon de la rodilla a los talones.

Se alejó, sollozando. No era para menos: informes como patas de elefante, sus piernas no parecían las mismas que yo había admirado la víspera.

—Un milagro —opinó valientemente el Dragón mientras yo en mi fuero interno lo aplaudía—. Un milagro. Por haberla mandado sin medias a misa, con esa carnadura que es un verdadero boccato di cardenale.

—¡Pobrecita! —exclamó Lancker y vi que una lágrima rodaba por su rostro; la enjugó con un pañuelo vaporoso, níveo y de tamaño considerable, que nos dejó sumidos en la fragancia del agua de Jean-Marie Farina, luego, llevando la mano derecha al corazón, interrogó. —¿Un milagro? ¡La más acabada expresión de lo ridículo, de lo mezquino, de lo perverso! ¿Qué prueba? ¿Que en el cielo, como en la tierra gobiernan los peores? Lo que es yo no me someto, caiga quien caiga.

—Hasta ahora siempre cayeron los otros —comentó tristemente el Dragón—. Pero yo no estaría demasiado seguro. Cada milagro golpea más cerca. Attenti.

Lancker fijó en su primo unos ojos quietos y distraídos; luego se fue tras de Olivia.

—¿Golpean más cerca? —pregunté—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Lo que oye. El primero de esta serie cayó a quinientos metros de aquí. Las otras noches dábamos los últimos toques a una cena de lo más tranquila, familiar si se quiere, cuando a Rolando no se le antoja nada mejor que hacerse el gracioso. Da otro beso al Nebiolo, se levanta como puede, se declara Papa negro y en esa calidad horrible bendice el arroz con leche, que se torna duro como elaborado con mezcla de Portland. Nadie lo prueba, porque la gente anda quemada, si usted me entiende, y quien más quien menos todos ya hace rato que manoteamos los postizos. Sirven el postre maldito a los cerdos y estos señores se pasan la tarde rascándose el vientre con la pezuña. Al otro día se declara la gastroenteritis en el chiquero, a escasos quinientos metros de aquí. El segundo milagro da un paso agigantado, que es toda una advertencia para el que no quiere oír, y cae en la cocina. Se materializa en la carne crecida, llámele vegetaciones, de la nariz de la propia cocinera que le adobó el lechoncito para Semana Santa. Si no interviene el primer bisturí del Rawson muere asfixiada la ladrona. El último alcanzó a Olivia, que ya está en el habitat, vale decir el dormitorio, de Rolando. Reconozcamos que el sujeto, aunque primo hermano mío, razona de una manera que no trepidaré en calificar de rarita. Concede importancia capital a fenómenos harto discutibles, viciados de subjetividad, en los que ve manifestaciones de los antiguos dioses paganos, hoy demonios. Pero eso no es todo; óigame bien: se obstina en desdeñar un bombardeo de milagritos cristianos, públicos y notorios, que muestran, como el mamboretá, dónde está Dios. A éste le doy las gracias por haberme salvado de sus milagros.

—Bien pudo salvar a Olivia —dijo con rencor.

—¡Qué muchacha! —exclamó Velarde, entornando los ojos—. Distinguida, inteligente y provista de un corpacholi que bueno, bueno… Confiemos que los efectos del milagro sean pasajeros.

II

Fueron pasajeros. Tres o cuatro días después la Maravilla curativa de ese doctor norteamericano del botiquín, resultó vencedora y ni restos quedaron de la prodigiosa hinchazón. Si no me equivoco, ningún otro episodio memorable ocurrió en aquel week-end. De la proyectada academia literaria conversamos la última tarde, largo y tendido, mientras bebíamos tazas de té, pero muy pronto descubrí que el espíritu de Lancker vagaba por regiones distantes. Resuelto a cortar nuestro laborioso coloquio pregunté por fin:

—¿Usted piensa en otra cosa?

—¿En otra cosa? —respondió como un eco—. No, siempre en la misma. En el milagro de las piernas.

—Así que arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados, como dicen las Escrituras.

Verlo comer tantos Bay Biscuits me incitó a imitarlo; ya mi estirada mano se abría sobre un cucurucho, cuando tropezó con el plato de las tostadas, hábilmente interpuesto por el anfitrión. Me resigné a las tostadas y al dulce de frambuesa.

—No sé lo que dicen las Escrituras, pero sé que ya no hay reconciliación posible —contestó; luego de una pausa, en un tono menos impersonal, agregó—: Quizá usted considere que no estoy bastante interesado en el asunto de la academia. Lo estuve, le aseguro. Ahora solo pienso en el milagro, y en la guerra en que me veo envuelto. Después del triunfo enseñaremos literatura.

—¿Tan seguro está del triunfo?

—Del triunfo, no, pero sí de la guerra a muerte. Lo que es yo, le juro por esta cruz, no daré cuartel.

Esto es lo que se llama tentar al diablo. Como Lancker siguió machacando con sacrilegios y con profanaciones, me volví a Buenos Aires en el tren de las 19 y 45; pero no abandoné a mis amigos. Durante la semana tuve ocasión de ver a la muchacha; sobre todo de hablar con ella, telefónicamente las más veces. No sé por qué mis vinculaciones con esa gente quedaron circunscriptas a Olivia. ¿Por qué noticias demasiado repetidas me describían a Lancker ensañado en su horrendo paganismo? Sea por lo que fuere, yo llamaba, casualmente, cuando Lancker no estaba en casa. El hecho no me preocupaba; me preocupó, en cambio, que la modulada voz de Olivia se transformara siempre en la tosca voz de Pedro, que se atenía a las tres palabras: Señorita no está. Sin duda la impaciencia me había perdido. Antes de que en el espíritu de Olivia madurase, dulce y despótica, la certidumbre de cualquier afinidad con el mío, abrí fuego con la artillería gruesa de mi galantería. El resultado fue calamitoso. Había que maniobrar; maniobré. El azar me deparó un encuentro con Lancker en un medio auspicioso para las expansiones de la cordialidad: la propia casona (como se complacen en decir mis amigos del diario) de la Sociedad de Escritores, sita en la calle México. Aprovechando que la primavera caía el 21 de septiembre y que estábamos a 20, lo invité al baile de los artistas en Les Ambassadeurs.

Tráigase a Olivia —le propuse—. Buena bebida, la típica de Pichuco y la jazz de Bartolino, un ambiente… ¡Qué diablos! Hay que esperar juntos la primavera.

—No estoy para bailes —contestó él, desanimado.

Quiso perorar sobre su lucha y sobre la adamantina determinación de humillar al cristianismo; lo interrumpí.

—Prométame —le dije— que si Olivia quiere, la va a llevar.

—Prometido —respondió.

Le estreché la mano y desde la puerta grité:

—Mañana a las nueve llamaré para saber la respuesta.

Ya la sabía. Lancker estaba fey, como dicen los escoceses; había caído en la trampa. Mi estratagema no podía fallar. ¿Las mujeres te cuentan que se aburren en los bailes y que están cansadas de la gente? No les creas. Por absurdo que parezca, las mujeres no pueden rechazar la invitación a un baile. Con perdurable puerilidad se figuran que las fiestas son maravillosas. En cuanto a mí —¿por otra expresión de una puerilidad similar?, ¿por algún horrible acuerdo?— creo lo contrario. Yo creo que son aterradoras, que los más pavorosos infortunios ocurren en las fiestas; que las mujeres borrachas son demonios imprevisibles y que las más fieles amanecen en las garçonières de los amigos de sus amantes, quejosas de la fatiga y de la cefalalgia, pero sin culpa, porque el alcohol no tiene memoria.

Como yo lo había previsto, a las nueve del otro día, Lancker me dijo que aceptaba la invitación; pero eso no fue todo: incontenible, Olivia lo despojó del teléfono, jubilosa, debatió conmigo un problema que apasiona a estas compañeras que elegimos para compartir la visión del mundo, a estas semidiosas en cuyo altar se consume nuestro espíritu y ¡ay! también nuestro tiempo; hasta mediodía debatimos el problema de los disfraces. Con desdén condenamos las crasas derrotas de la imaginación que se llaman dominó, pierrot, diablo. Celebramos, en cambio, algunos productos heterodoxos —por ejemplo, el irrefutable hombre al revés, con la cara pintada en la nuca— verdaderas acrobacias de un ingenio netamente físico, a las que preferí, revelando acaso mi fondo conservador, mi oscura estrechez de miras, el corte más clásico de un traje de oso, de payaso, de arlequín. Y ahora desnudaré mi alma, lo confesaré humildemente; yo quería disfrazarme de arlequín. Desde chico imaginé que así caracterizado perdería los escrúpulos y la timidez, cambiaría de personalidad. Pero siempre conjeturé que éste era un sueño cursi, y cuando Olivia me dijo «No, mejor que te vistas de ángel, de ángel de la guarda de Rolando» me sometí al dictamen, sin detenerme a defender, apenas un cuarto de hora, aquel ideal de toda la vida. A Lancker precipitadamente le asignamos un traje de bestia; para reprimir de raíz cualquier discusión, proclamé:

—La bella y la bestia.

Olivia intuyó en el acto que el traje de bella le haría justicia; pero insaciable, como lo quería su juventud, vanidosa, como lo quería su hermosura, anhelaba también los de hawaiana, esclava, apache y midinette. Mi campaña para desterrar tan peligrosos errores fue larga y enredada. Lo cierto es que esa noche llegaron a Les Ambassadeurs una bella espléndida, una bestia distraída y un ángel intimidado.

No tan intimidado; en el bar degustamos algún aperitivo y, por lo menos, retuve la cabeza hasta elegir la mesa estratégica, ni demasiado próxima a la orquesta —no cosquilleaba nuestras orejas el trombón— ni demasiado lejana; cubría la música la conversación y los petits rien du tout que decíamos a la amiga no eran interceptados por el amigo. Sobre el festín que ofrecí, ustedes juzgarán. Cuando el maître d´hotel presentó el menú, grité:

—¡Comeremos a todo trapo!

Y ahí no más ordené frivolités rojales, consommé riche à la d’Arenberg, pejerrey con papas, pavo asado con frutas y diablotins, budín del cielo, duraznos del Tigre, café, cigarros. Concebí un escrúpulo.

—Septiembre es mes con «r» —confié al maître— ¿el pavo será correcto?

—Le propongo uno de agosto —declaró el maître.

—Encantado —respondí.

¡Funesta ligereza! Desde entonces cavilo, no estoy en caja, consumo una enormidad de bicarbonato Poulenc.

Con el sommelier tuve un diálogo no menos chispeante.

—¡Qué la veuve corra por nuestras venas! —exclamé.

—¿Clicquot? —interrogó.

—¡Ponsardin! —Rubriqué—. ¡Sin fecha!

Naturalmente, Olivia quedó cautivada. Las mujeres tienen olfato, descubren con finura dónde está aquello que les conviene. Pese a un trasnochado snobismo en favor de la canaille, no hay vuelta, en el verdadero gentleman encuentran un no sé qué que las fascina. Envalentonado por el champagne, que literalmente regaba la comilona, procedí con desenvoltura. Quiero decir que festejé sin ambages a la muchacha, arrimándome, tocándola asiduamente, abrazándola cada cinco minutos, para celebrar cualquier tontería, así como oyen, no solo cuando bailábamos, sino en las propias barbas de Lancker. En algún momento se agregó a nuestra mesa un diablo, en que reconocí, o creía reconocer, a un señor Sileno Couto, lúgubre caballero argentino, que se me presentó en el Royal Monceau, allá en el París del 27, muy pálido y tan de luto que parecía todo él pasado por la tintorería, con el traje, el pelo, las cejas y el bigote destilando negrura. De diablo rojo resultaba más natural y menos tétrico; pero ¡qué me importaba a mí aquella noche de la ropa que sentaba al señor Couto o de la identidad de un señor, tal vez el mismo Couto, sentado a nuestra mesa!

Como lo he sugerido, yo estaba en otra cosa, de modo que seguí fragmentariamente la plática entre el desconocido, a quien de ahora en adelante, como dicen los contratos, llamaremos el diablo, y Lancker. Este último daba signos de gran nerviosidad. ¿La causa? A no dudarlo, mi detestable comportamiento. Como el amor propio, la educación o el temor de enojar a Olivia, le impedían interpelarme, Lancker buscó desahogo acometiendo a su habitual fantasmón: la religión cristiana. Con impertinencia lamentable aseguró que Venus lo protegía y durante un rato divertió al diablo con bromas contra Dios. Mientras yo procedía con Olivia, aquella plática se transformó, no sé cómo, en disputa. Al principio el diablo recibía con aparente beneplácito los dardos que mi amigo disparaba no solo contra Dios padre, sino también el Hijo y, horresco referens, contra el Espíritu Santo; pero sin duda las pesadeces lo fatigaron, porque, de pronto, dijo:

—En privado puede usted opinar lo que quiera ¡y aún así! Pero no le permito que se mofe de medio mundo, que siembre una duda que no es constructiva, que niegue las creencias más arraigadas.

Yo estaba quizá un poco perturbado por tanto champagne y tanta Olivia. Inopinadamente me encontré formulando este pensamiento: «En cuanto a la voz, no es Couto». En efecto, Couto tenía un vozarrón bajo y apagado; este diablo emitía una vocecita ridícula, muy alta, muy chiquita, idéntica a la de un colega bastante conocido y, también, ridículo. El diablo continuó:

—¿Dios no existe? ¿El diablo no existe? ¿No hay vallas para la natural maldad de los hombres? No, amigo mío. Usted se equivoca y me apena. Dígame: ¿tampoco existen las cárceles, verdaderos establecimientos modelo, donde reprimidos a los delincuentes y aun a otros que, en su triste frivolidad, olvidan que no es posible ofender al prójimo? Deponga sus burlas y créame: hay cielo, hay infierno, y el infierno es tan necesario como el cielo. Confiese que todo existe, lo espero de su buen corazón, y estrecharé su mano.

El diablo extendió sobre la mesa una mano enorme. ¿La estrechó Lancker? Personas de naturaleza no belicosa, yo por ejemplo, creeríamos que ni siquiera la vio; pero sin duda la vio y la ignoró despectivamente. Dijo:

—Mire, lo que no creo es que usted exista. Profiere todas las idioteces que andan dispersas por el mundo, pero que nadie se atrevió a expresar.

A medida que Lancker hablaba el otro se transfiguraba, cambiaba de color, parecía aumentar de volumen.

—¿No estrecha la mano que le ofrezco? —inquirió rápidamente el diablo—. ¿Me ofende? ¿Elige ofenderme? Acepto el reto.

Con un guante que extrajo de no sé dónde abofeteó a Lancker.

—Mis padrinos lo visitarán —anunció.

Yo olvidé a Olivia; estaba francamente inquieto. En cambio Lancker había recuperado la calma.

Dos máscaras, de aspecto triste, una con cabeza de asno, otra de chivo, ambas con apretados mamelucos de cuero negro, se apersonaron. Dijeron que venían para obtener una retracción o, en su defecto, una reparación por las armas, etcétera.

—Reparación por las armas —resonó marcialmente la voz de Lancker.

—¿Aquí hay una quinta, no es verdad, especializada? —preguntó el padrino de cabeza de chivo, en tono de confidencia y con acento extranjero.

—Exacto —confirmó Lancker—. Una quinta en Caballito, que todos conocen. ¿Cómo se llama el dueño?

Esta pregunta iba dirigida a mí. Yo me apoyé sobre sus hombros y murmuré:

—¿Sabe quién es el diablo? ¡Un famoso duelista internacional! Estamos a tiempo para dar un pretexto ad usum, postergar el duelo sine die y perdernos de vista ipso facto.

Sospecho que entonces yo carecía de fundamento para afirmar que ese diablo era un gran duelista; sin embargo no estaba improvisando una mentira bien intencionada; dije lo que imaginaba saber o, acaso, lo que había oído. El que pareció no oír, en cambio, fue Lancker. Exclamó:

—Necesitó un padrino. Cuento con usted, que vale por medio, y me falta otro. ¿Usted, señor, querría acompañarnos en la patriada?

Se había dirigido a uno de esos abribocas que no escasean donde hay tumultos. Éste, en particular, llevaba traje de dominó y ya se sabe lo que pensamos con Olivia de quienes, deponiendo el cetro de la imaginación, comparecen con disfraces francamente anodinos en bailes de alta fantasía. ¿Qué más quería el infeliz que apadrinar a Lancker y de paso curiosear un poco? Aceptó, es claro que aceptó.

Muy pronto los ocho —Olivia, que no se apartaba de Lancker, éste, yo, el dominó, el diablo, sus padrinos y un médico, disfrazado de gallo— nos despachamos en dos taxímetros a Caballito. No sé lo que nosotros parecíamos vistos de afuera; el otro taxi parecía una jaula de animales vestidos como gente. Admito que esto pudiera ser, para alguien, motivo de risa; para mí no lo fue. Cuando los vi, iluminados por la luna, en el paso a nivel, quedé aterrado. En verdad, en ese cuadro había un toque diabólico, un toque sugerido, vaya uno a saber, por los cuernitos del disfraz de diablo.

Frente a la quinta hubo que forcejear con Olivia. La pobrecita quería bajar. Como referee actuó Lancker.

—Te quedas en el coche —ordenó.

Se acabó esa discusión y empezó otra con el chauffeur, que tampoco se resignaba a esperarnos. Con promesas de volver pronto me despedí de ambos. Penetramos por calles de eucaliptos, hasta la casa, con estatuas, corredores y mirador. Nos recibió un matrimonio de ancianos. ¡Qué viejo simpático! Mientras la señora nos hablaba, como si fuera de sus hijos, de pistolas y de sables, él exponía las diferencias de las escuelas francesa e italiana de florete, para luego narrar, puntualizando el aspecto técnico, los duelos más lastimosos. Con un mohín la señora nos prometió:

—Después del pum, pum —guiñó un ojo y apuntó con el dedo—, como después de la primera comunión, la clásica taza de chocolate ¡con tostadas con manteca y azúcar y biscochitos Bay Biscuits!

Se equivocó. No hubo pum, pum. Hubo lance a espada, en un lugar al que sinuosamente bajamos por un sendero, entre plantas de olor. Más allá de dos leones de piedra, chicuelos y contrahechos, pero que eran la copia exacta de no sé qué pantera florentina, según afirmó el propietario, estaba la cancha: un espacio rodeado por rocas artificiales y cactos, que me inspiró el comentario, dirigido a mi colega el dominó:

—Aquí debe ser la entrada del infierno.

—¿Invierno? —interrogó.

¿Qué otra cosa cabía esperar de un dominó?

Por mi parte, como ustedes lo recordarán, yo era un ángel o, según lo había ordenado Olivia, el ángel de la guardia de nuestro amigo, y en aquel momento encarné el disfraz, tuve la certidumbre de que mi deber era salvar a Rolando y enfáticamente murmuré en su oído:

—Digamos que fue una broma. La vida es maravillosa, hay Olivia y ¿por qué lo va a perder todo?

—Un caballero siempre está listo a perder todo por cualquier causa —contestó.

—Ese diablo no vale un sacrificio tan grande —aseguré.

—Ya me da por muerto —dijo.

—¡Qué absurdo! —protesté en el acto—. Pero, créame, cuando bebamos la taza de chocolate caliente que nos prometió la señora, usted no nos acompañará ¿por qué, se puede saber? Por una niñería que ya no interesa a nadie.

—Entonces —me dijo con una sonrisa melancólica— tendrá usted que beber dos tazas, la suya y la mía.

Para no dejarle la última palabra, mientras lo veía cuadrarse con la espada, le grité:

—Me caerán como plomo.

Dirigido por el viejito, que procedía con agradable desenvoltura, empezó el duelo. ¿De dónde había sacado yo que el diablo era un contendiente peligroso? Ahora supongo que del nimbo sobrenatural en que esa noche nos movíamos. En todo caso, el diablo era imbatible. Con qué resolución, con qué valor peleó Lancker su batalla perdida. Yo abandonaré mis propósitos píos, yo quebraré mi palabra mojigata, pero a esta suerte de epitafio que estoy componiendo para Lancker no lo oscurecerán oportunas generalidades en loa de la verdadera religión y en vituperio de los réprobos. Cada cual recoja la moraleja que quiera. Mi pluma recordará tan solo la nítida rectitud de alma con que mi amigo llevó la guerra contra el cielo y el infierno, y su impávido coraje, que no se amparaba en la esperanza. De otros valerosos no podríamos afirmar tanto.

Lancker atacaba infatigablemente, el combate no parecía desparejo, hasta que por fin la capa del diablo se inflamó, como dos alas rojas, y la espada acometió, rápida y mortal, como el rayo. El cuerpo de Lancker, a la altura del corazón, de parte a parte quedó ensartado. Nos precipitamos, generosos de tardío socorro. Un prodigio, el último de la serie, nos detuvo: vimos humo, como de pequeña fogata, que salía de abajo del cadáver, respiramos olor de azufre y oímos un descorrer de cadenas. Santiguándose, murmuró el dominó:

—Se fue al infierno.

Ya se sabe que por boca de los tontos habla la verdad.

Insensiblemente desapareció de nuestro lado el matador. ¿Era éste el señor Couto, de aspecto lúgubre y de plácidas temporadas en París? No lo crean. Era el diablo, el verdadero diablo, llámenlo Satanás o como quieran. Inútil fue buscar a esa máscara por la quinta. Inútil buscar a los padrinos, al de cabeza de chivo y al de cabeza de asno. Los tres se habían esfumado. No eran máscaras.

Lo que sí quedó fue el cuerpo muerto, que muy pronto plantearía trámites enojosos y aun policiales. Me pareció lamentable que un amigo meramente circunstancial, yo, por ejemplo, los enfrentara. Aproveché el teléfono, que a veces funciona, para llamar a Jorge Velarde, alias el Dragón. Le dije que su primo estaba mal y que viniera sin demora a la quinta.

¿Me traslado con Monseñor? —inquirió.

Me irrité, con gusto dudoso intenté una broma sobre los responsos, que nunca llegan tarde, y corté la comunicación. En el automóvil conté no sé qué cuento de hadas a la pobrecita Olivia y para alejarla de todas esas tristezas me la traje a mi departamento.

*FIN*


Historia prodigiosa, 1956


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