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Hombres trabajando

[Cuento - Texto completo.]

Graham Greene

Richard Skate se ausentó un par de horas del Ministerio para ver si su casa seguía en pie, tras la incursión aérea de la noche anterior. Era un hombre delgado, pálido, de apariencia emaciada, apenas entrado en la madurez. Había empleado toda su vida en mantenerse a flote, dando clases en escuelas nocturnas y fungiendo temporalmente como maestro de lengua y literatura en alguna de las más pequeñas escuelas particulares; en el proceso había adquirido una casita, una esposa y una hija, una chica bastante precoz, con talento para la pintura y que lo despreciaba. Vivían en el campo, y la casa estaba apartada de Skate por la distancia inconmensurable del Londres bombardeado. La visitaba de prisa dos veces por semana, y su mundo lo representaba ahora el Ministerio, aquel edificio sin sentimientos, de elevadores complicados y pasillos largos como los de un trasatlántico y cuartos de baño donde el agua nunca salía caliente y los cepillos de uñas estaban encadenados como Biblias. La calefacción central le daba un olor asfixiante de medio Atlántico, excepto en los corredores donde las ventanas siempre estaban abiertas por miedo a las explosiones y los vientos penetraban silbando. Se esperaba ver gente envuelta en mantas, tendida en sillas de cubierta y los mensajeros llevando actas como si fueran sopa. Skate dormía en el sótano, en un catre, y emergía hacia las diez para desayunar, y aquellas semanas de encarcelamiento comenzaban a darle la apariencia de un caballo de mina, un aire de ofuscamiento en la vista de algo que ha vivido subterráneamente. La rama del Ministerio encargada de las dependencias consideró prudente enviar una circular al personal, aconsejándole pasar una o dos horas del día al aire libre, y de hecho algunos miembros llegaban al King’s Ami, en la esquina. Pero Skate no bebía.

Pero a pesar de todo era feliz. Al mostrar su pase en la puerta externa, haciéndole un saludo al guardia militar que era especialista en costumbres irlandesas antiguas, era feliz. Porque ahora ya se mantenía a flote: tenía empleo permanente, como funcionario del gobierno. Tuvo la ambición de escribir obras de teatro (una puesta en escena dominical en St. John’s Wood le había permitido inscribirse como dramaturgo en el Central Register), y ahora que casi todos las teatros de Londres estaban cenados, ya no lo mortificaba ver el buen éxito de otras personas.

Abrió la puerta de su oscura habitación. La habían construido de triplay en un corredor, pues como el enorme personal se acumulaba como una especie de vida fungosa —en los viejos departamentos brotaban a diario secciones nuevas, que luego se separaban para volverse departamentos y a su vez dividirse—, los quinientos cuartos de aquel gran edificio universitario fueron insuficientes: los rincones de los corredores terminaron siendo cuartos y de la noche a la mañana desaparecían pasillos.

—¿Todo bien? —preguntó su ayudante, la joven de pechos grandes que lo cuidaba maternalmente, trayéndole café cuando parecía estar abatido y encargándose del teléfono.

—Oh, sí, gracias. Allí sigue. Un vidrio que se rompió, eso es todo.

—Llamó un tal señor Savage.

—Ah, llamó. ¿Qué deseaba?

—Dijo que se había enrolado en la Fuerza Aérea y quería mostrarle su uniforme.

—El viejo Savage —dijo Skate—. Siempre fue un poto alocado.

Sonó el teléfono y la señorita Manners lo tomó como si fuera su enemigo.

—Sí —dijo—, sí, R. S. ya volvió. Es H. G. —explicó a Skate. Todo el personal secundario llamaba a la gente por sus iniciales: era una especie de acuerdo social entre el nombre propio y el señor. Hacía de las conversaciones telefónicas algo tan oscuro como un mensaje en clave.

—Hola, Graves. Sí, aún de pie. ¿Estarás en el Comité de Publicaciones? Simplemente no tengo agenda. ¿No puedes inventarte algo? —preguntó a la señorita Manners—. Graves quiere saber quién estaría en el Comité.

La señorita Manners recitó con rapidez al teléfono:

—R. K., D. H., F. L, y B. L. dijo que llegará tarde. Muy bien, yo se lo digo a R. S. Adiós —y dijo a Skate—: H. G. pregunta por qué no anotar en la agenda simplemente Informe en Proceso.

—Tenía que hacer su chistecito —dijo Skate afligido—. Como si pudiera haber algún progreso.

—Le hace falta su té —dijo la señorita Manners. Abrió un cajón y extrajo la cucharilla de Skate. En el Ministerio ninguna cuchara de té se había surtido tras la pérdida inicial de 6,000 en los primeros meses de la guerra, y en verdad que cada vez era más necesario encerrar bajo llave todo lo transportable. Hasta las mantas desaparecían de los refugios antiaéreos. Como los restos de algún avión alemán, el lugar parecía la presa de cazadores de reliquias, así que podía predecirse el día en que solo quedara la pesada piedra portland, despojada de todo, chamuscada por las bombas incendiarias y cacarañada por los agujeros de bala allí donde la Guardia Nacional descargaba sus rifles.

—Oh, Dios, Dios —dijo Skate—, debo preparar esa agenda —su preocupación era superficial: se trataba de un juego jugado en una esquina, bajo la sombra gigantesca. La propaganda era un modo de pasar el tiempo: no se cumplía el trabajo por su utilidad, sino por hacerlo, como una simple ocupación. Con aire aburrido escribió en la agenda: “El problema de la India”.

Al salir de su oficina, Skate se hizo a un lado para dejar el paso a una extraña procesión de ancianos en togas, encabezados por un macero. Pasaron —uno de ellos estornudando— camino del Salón de Cancilleres, como fantasmas humildes que aún cumplieran el ritual de otra época. Alguna vez fueron reyes en este palacio, habían erigido el gigantesco edificio para albergarlos, y ahora los funcionarios civiles pasaban entre aquella procesión como si no tuviera más consistencia que el humo. Mucho antes de llegar a la habitación donde se reunía el Comité de Publicaciones, escuchó una voz familiar que decía: “Lo que necesitamos es una campaña en verdad colosal…”. King, desde luego, echándole el hombro al esfuerzo de guerra: eran brotes que ocurrían periódicamente, como el deseo. King había sido publicista, y con regularidad lo dominaba la necesidad de vender algo. Recuerdos de Ovaltine y Halitosis y Mustard Club buscaban una salida en esos momentos, hasta que de pronto, avasalladoramente, King comenzaba a vender la guerra. Hacienda y la Oficina de Correspondencia se encargaban siempre de que aquellos grandes planes quedaran en nada; solo en una ocasión, por estar de vacaciones alguien, en verdad se puso en marcha una campaña King. Ocurrió cuando la ración de carne fue cortada a un chelín; en todo Londres, los tableros de avisos mostraban un seco mensaje King: “No gruña por lo de la carne. ¿Qué tienen de malo las verduras?”. En el Parlamento, un laborista de la oposición hizo una pregunta y se retiraron los carteles, con una pérdida de 20,000 libras. El Secretario Permanente renunció, el Primer Ministro apoyó al Ministro que apoyó a su personal (“Considero que somos uno de los servicios en combate”) y a King, tras pedírsele su renuncia, terminó por dejárselo a la cabeza dcl Departamento de Publicaciones del Ministerio, con un salario mayor. Se pensó que allí no podría hacer daño.

Skate se deslizó al interior y comenzó repartir copias de la agenda, haciéndolo recatadamente, como una doncella que colocara servilletas. No se molestó en escuchar a King: algo acerca de una serie de folletos que se distribuyeran gratuitamente a seis millones de personas, explicándoles realmente por qué se luchaba. “Decirles lo que significa la libertad”, dijo King, “la democracia, sin usar palabras rimbombantes”.

Hill dijo: “No creo que la Oficina de Correspondencia…”. La débil voz de Hill era siempre la voz de la cordura. Se decía que era el autor de la explicación y defensa oficiales de por qué existía el Ministerio: “Una acción negativa puede tener resultados positivos”.

En la agenda de Skate estaba escrito:

1. Extraído de las actas.

2. Folleto en galés sobre las condiciones de trabajo en Alemania.

3. Ayuda a Wilkinson para que visite la ATS.

4. Objeciones a los folletos Bones.

5. Sugerencia para un desplegado de la Junta de Mercadeo de la Carne.

6. El problema de la India.

La lista, pensó Skate, se ve impresionante.

—Desde luego —continuó King— es necesario resolver los detalles. Es necesario conseguir los autores adecuados. Priestley y gente como él. Pienso que no habría dificultades respecto al dinero si presentamos un caso muy claro. ¿No quieres examinar esto, Skate, e informarnos luego?

Skate aceptó. No sabía de qué se trataba, pero eso no importaba. Se mandarían aquí y allá algunas circulares y en el proceso a King se le calmaría el entusiasmo. Enviar una circular a todos los del gran edificio y recibir de ellos respuesta tomaría por lo menos 24 horas. En casos de urgencia, un intercambio de tres minutos podía ser cumplido en una semana. Afuera del Ministerio, el tiempo transcurría a un ritmo muy diferente. Skate recordó cómo seguían circulando indecisamente las minutas sobre quién debería escribir un folleto “sugerido” sobre los esfuerzos de guerra de los franceses mientras los alemanes rompían la línea, pasaban el Somme, ocupaban París y recibían a los delegados en Compiègne.

Como era habitual, el comité duró una hora; para Skate era siempre una reunión agradable con gente de otros departamentos, el de Religión, el del Imperio, etc. Algunas veces invitaban a otro hombre que les parecía simpático. Daba pie a todo tipo de discusiones interesantes: sobre libros, autores, artistas, obras de teatro, filmes. La agenda no importaba en realidad: era facilísimo inventar una en el último momento.

Hoy todos estaban de buen ánimo; no se habían recibido malas noticias en una semana, y como era política del más reciente Secretario Permanente que el Ministerio nada hiciera que llamara la atención, no había miedo de sufrir una purga en el futuro próximo. Además, la decisión le facilitaba el trabajo a todos. Y había aires de vida real en la cuestión de Wilkinson. Wilkinson era un novelista muy popular, que deseaba hacer sonar las trompetas en favor de las mujeres, y había solicitado permiso para realizar un estudio del ATS. Sin embargo, las autoridades militares negaron el permiso, nadie sabía por qué. Hubo especulaciones por diez minutos. Skate afirmó que Wilkinson era un mal escritor y King estuvo en desacuerdo, lo cual desembocó en una discusión literaria general. Lewis, del Departamento del Imperio, quien había luchado en Gallipoli en la guerra anterior, dormitaba inquieto.

Despertó cuando llegaron al folleto de Bone. Se había pedido a Bone que escribiera un folleto sobre el imperio británico: se lo distribuiría, en 50,000 ejemplares, gratis en las reuniones públicas, pero ahora, ya impreso, los expertos descubrían en él todo tipo de frases faltas de tacto. La India objetaba una referencia a las vacas lecheras canadienses, y Australia objetaba una frase acerca de la bahía Botany. El especialista en Canadá estaba seguro de que la mención de Wolfe antagonizaría a los francocanadienses, y el especialista en Nueva Zelanda sentía que se había subrayado indebidamente lo de las granjas frutales australianas. Mientras tanto, todas las reuniones públicas se habían celebrado y no había modo ya de distribuir el folleto. Alguien sugirió que se lo enviara a los Estados Unidos, para la Feria Mundial en Nueva York, pero entonces el Departamento para los Estados Unidos exigió ciertos cortes en las referencias a la Guerra de Independencia, y cuando estos fueron hechos la Feria Mundial había concluido. Ahora Bone había escrito para objetar su propio folleto, que consideró irreconocible.

—Podríamos lograr que lo firmara otra persona —sugirió Skate, pero eso significaba pagar otros honorarios, y Hacienda, dijo Hill, jamás lo aceptaría.

—Oye, Skate —dijo King—, eres hombre de letras. Escríbele a Bone y trata de apaciguar las cosas.

Lowndes llegó de prisa, oliendo a vino. Dijo: “Siento llegar tarde. Tuve una comida de negocios con un tipo. ¿Oyeron las noticias?”,

—No.

—Otra vez incursiones aéreas de día. Cincuenta aviones nazis derribados. Están apretando las tuercas. Perdimos quince de los nuestros.

—Debemos distribuir el folleto de Bone —dijo Hill.

De pronto Skate, él mismo sorprendido, dijo violentamente: “Eso les dará una lección”, y entonces se sentó, derrumbándose humildemente, como si lo hubieran sorprendido traicionando.

—Bueno —dijo Hill—, no debemos aturdirnos, Skate. Recuerda lo que dijo el ministro: es nuestro deber cumplir con el trabajo, no importa lo que pase.

—Ya lo sé, no quise insinuar nada.

Sin llegar a una decisión sobre el folleto Bone, pasaron al dedicado al mercadeo de carne. A nadie interesaba esto, de modo que lo dejaron en manos de Skate, para que más tarde informara. “Habla con ellos, Skate”, dijo King. “Es una buena idea. Sabes de estas cosas. Pregúntale a Priestley”, agregó vagamente y luego frunció el ceño, pensativamente, ante un viejo lema de las actas, el Problema de la India. “¿En verdad necesitamos discutirlo esta semana?”, preguntó. “Nadie de aquí sabe de la India. Llamemos a Lawrence la semana entrante”.

—Es un buen chico, ese Lawrence —dijo Lowndes—. Escribió una novela pícara llamada Los placeres de un párroco.

—Lo invitaremos —dijo King.

El Comité de Publicaciones había terminado por una semana, y como la habitación quedaría vacía hasta la mañana, Skate abrió las grandes ventanas a las corrientes de aire nocturnas. Muy arriba, en el enorme cielo pálido, breves líneas blancas, como el rastro fosforescente de caracoles, mostraban hombres yendo a casa después del trabajo.

*FIN*


“Men at Work”,
The New Yorker, 1941


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