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Honor

[Cuento - Texto completo.]

William Faulkner

I

 

Crucé la antesala sin detenerme.

—Es que está reunido —dijo la señorita West, pero no me detuve. No llamé a la puerta. Estaban charlando. Calló y me miró desde la mesa.

—¿Con cuánta antelación necesita que le avise de que me marcho? —le dije.

—¿Cómo que se marcha? —dijo.

—Lo dejo. Me voy —dije—. ¿Bastará con un día de antelación?

Me miró con ojos de rana.

—¿Es que no le vale nuestro coche, no es bueno para sus demostraciones? —dijo. Apoyó sobre la mesa la mano en la que sujetaba un puro. Lleva un anillo con un rubí del tamaño de la luz de freno—. Solo ha estado tres semanas con nosotros —dice—. No creo que sea tiempo suficiente para entender qué significa esa palabra que hay en la puerta.

No tiene ni idea, pero tres semanas es más que de sobra. Con dos días más hubiera batido el récord. Y si tres semanas son para él todo un récord, podría haberle estrechado la mano al nuevo campeón sin levantarse de la poltrona.

Lo malo es que nunca he aprendido a hacer nada. Ya se sabe cómo eran las cosas en aquellos tiempos, cuando hasta las universidades estaban llenas de uniformes británicos y franceses y nosotros muertos de miedo solo de pensar que la cosa terminara antes de tener tiempo de ingresar y lucir unas alas de piloto en la guerrera. Y después de ingresar, encontrar algo que a uno le fuese como anillo al dedo, claro está.

Por eso, después del Armisticio seguí enrolado un par de años como piloto de pruebas. Fue entonces cuando empecé a dedicarme al vuelo acrobático, asomándome incluso al ala del aparato a hacer exhibiciones de funambulista, más que nada para aliviar la monotonía. Un tipo llamado Waldrip y yo nos escondíamos a bordo de un DH9 a tres mil pies de altitud, donde los oficiales ya no alcanzaban a vernos, y yo salía a hacer numeritos. Y es que la vida militar es harto aburrida en tiempos de paz: no hay nada que hacer, uno pasa el día mano sobre mano, entre siesta y siesta, y jugando al póquer durante toda la noche. Y el aislamiento no es bueno para el póquer. Empiezas a perder a crédito y a crédito terminas por caer en barrena.

Había un tipo llamado White que perdió mil en una sola noche. Estaba perdiendo sin cesar; quise dar por terminada la partida, pero yo iba ganando y él quería seguir, a pesar de que había entrado en barrena y perdía todas las manos. Me dio un cheque y le dije que no se apurase, que lo diera por olvidado, que no por nada tenía esposa en California. A la noche siguiente quiso volver a jugar. Intenté convencerle de que no lo hiciera, pero se puso como loco. Me llamó gallina. Esa noche perdió otros mil quinientos.

Le dije que nos lo jugábamos todo, doble o nada, a una sola carta. Sacó una reina.

—Bueno, con eso seguro que no puedo. Paso de cortar.

Recogí la carta que había sacado y barajé. Descartamos un montón de figuras y tres ases. Él insistió.

—Pero hombre —le dije—, ¿qué más da? Las probabilidades están en mi contra, lo estarían incluso con la baraja al completo.

Insistió. Así que saqué carta: el único as que quedaba. Hubiera pagado lo que fuera por perder. Le ofrecí de nuevo hacer pedazos allí mismo los cheques, pero siguió sentado y me insultó. Lo dejé sentado a la mesa, en mangas de camisa, con el cuello desabrochado, mirando fijamente el as.

Al día siguiente nos salió un trabajito, probar el aparato de alta velocidad. Yo hice todo lo que pude. No estaba en mi mano ofrecerle de nuevo los cheques. No me importa dejar que un tío que está quemado me insulte una vez, pero no pienso permitir que lo haga dos veces. Nos salió un trabajito, probar el aparato de alta velocidad. Yo no quise ni tocarlo. Ni hablar. Él ascendió a cinco mil pies e inició un descenso en picado. Se le desprendieron las alas del fuselaje a dos mil pies y con el gas abierto al máximo.

Así me vi convertido de nuevo en civil tras cuatro años en el ejército. Y aún andaba dando tumbos sin saber qué hacer —fue la primera vez en que intenté ganarme la vida vendiendo automóviles— cuando conocí a Jack y me habló de un piloto que andaba buscando a un funambulista para su circo volante. Y así la conocí a ella.

 

II

 

Jack, que fue quien me dio una nota de presentación para Rogers, me dijo que era un piloto fenomenal y me habló también de ella. Por lo visto, o según se decía, era desgraciada en su vida con él.

—Pues vaya panorama aburrido que me pintas —dije.

—Es lo que se dice —dijo Jack. Cuando conocí a Rogers y le di la nota en mano (era un tipo tranquilo, delgado), me dije que era precisamente uno de esos individuos capaces de casarse con una mujer caprichosa, apasionada, guapa, a las que era bien fácil cazar durante la guerra, pues bastaba con lucir unas alas de piloto en la guerrera, aunque luego se fugara a la primera de cambio. Creí que no había riesgo. Supe que no tendría ella que esperar otros tres años a que apareciera otro como yo.

Contaba, así pues, con que me había de encontrar con una de esas mujeres altas, morenas, sinuosas como una serpiente, rodeada de plumas de avestruz, rociada de perfume barato, fumando cigarrillos finos en el diván, mientras Rogers iba corriendo al ultramarinos de la esquina a comprar unas lonchas de buen jamón y una ensalada de patata que traería en platos de cartón. Me equivoqué. Apareció con un delantal por encima de uno de esos vestidos claros, ceñidos, con harina o algo así en los brazos, sin pedir disculpas, sin aturullarse por nada. Dijo que Howard —así se llamaba Rogers— le había hablado de mí.

—¿Y qué fue lo que le dijo? —pregunté.

—Supongo —contestó en cambio— que todo esto le resultará bastante tedioso para pasar la velada, tener que echar una mano para guisarse la cena. Imagino que preferiría marcharse por ahí a bailar con un par de botellas de ginebra.

—¿Y por qué se lo imagina? —dije—. ¿Es que no parezco capaz de otra cosa?

—Ah, ¿lo es?

Luego, después de lavar los platos, nos sentamos ante la chimenea con las luces apagadas, ella en un cojín en el suelo, con la espalda apoyada contra las rodillas de Rogers, fumando y charlando.

—Sé que ha pasado usted una temporada aburrida. Howard propuso que fuésemos a cenar fuera y a bailar a algún sitio. Yo le dije que antes tendría usted que aceptarnos como somos. Antes y después. No me dirá que lo lamenta…

Podría parecer que tenía dieciséis años, sobre todo con el delantal. Para entonces ya había comprado uno para que lo usara yo, y los tres íbamos a la cocina a guisar la cena juntos.

—Tampoco es que contemos con que te lo pases de maravilla haciendo esto. Y no es que a nosotros nos encante, claro —dijo cuando ya había confianza—. Es que somos bastante pobres. Entre los dos, no somos más que un aviador.

—Bueno, Howard desde luego sabe pilotar de una forma que vale por dos —dije—. Y eso nunca está nada mal.

—Cuando me dijo que también eres piloto de acrobacias, me dije… ¡Dios del cielo! ¿Y además funambulista? Si piensas elegir a un amigo de la familia, le dije, ¿por qué no eliges a uno al que podamos invitar a cenar con una semana de antelación y no solo contar con que venga, sino también con que otro día nos invite a salir y se gaste el dinero con nosotros? Qué va: tenía que elegir a uno tan pobre como nosotros somos.

Una vez le dijo a Rogers: «A Buck tenemos que buscarle una chica. Si no, cualquier día se cansará de nosotros». Ya se sabe cómo se suele decir esta clase de cosas: son cosas que suenan como si quisieran decir algo, hasta que uno las mira y descubre que tienen la mirada extraviada, con lo que uno se pregunta si de veras estaban pensando en uno y si, además, de veras estaban hablando de uno.

O a lo mejor es que tendría que invitarles yo a cenar y a un espectáculo.

—Pero no quise decir lo que pareció que dije —dijo ella—. No era una indirecta, una invitación para que nos invitaras a salir.

—Y lo que dijiste sobre aquello de buscarme una chica… ¿tampoco iba en serio? —le pregunté.

Me miró con aquellos ojos muy abiertos, inexpresivos, inocentes. Fue entonces cuando los invité a los dos a tomar un cóctel en donde yo me alojaba, aunque Rogers no bebía nunca, y al volver por la noche me encontraba en el lavabo restos de maquillaje, o bien su pañuelo, o lo que fuera, y me iba a la cama con un olor en la habitación tal como si ella siguiera estando allí.

—¿Quieres que te busquemos una? —dijo, pero sobre ese asunto nunca más se volvió a decir nada, y al cabo de algún tiempo, cuando surgía una de esas pequeñas cosas en las que un hombre ha de ponerse al servicio de una mujer, subir un peldaño, abrirle una puerta, lo que fuera, y que implican un roce entre ambos, ella se volvía hacia mí como si fuera yo su marido, y no él, y hubo una noche en que nos sorprendió una tormenta en la ciudad, así que fuimos a donde me alojaba yo, y ella y Rogers durmieron en mi cama y yo dormí en un sillón en el cuarto de estar.

Una noche, cuando me estaba vistiendo para salir, sonó el teléfono. Era Rogers.

—Estoy… —dijo él, pero se cortó. Fue como si alguien le hubiera tapado la boca con la mano. Y entonces los oí hablar, murmurar. Mejor dicho, la oí a ella—. Bueno, qué… —dice Rogers. En ese instante la oí a ella respirar en el auricular y decir mi nombre.

—No se te olvide que vienes esta noche —dijo.

—No se me había olvidado —dije—. ¿O es que entendí mal la fecha? Si ésta no es la noche…

—Anda, sal ya y ven para acá —dijo ella—. Adiós.

Cuando llegué me recibió él. Tenía la misma cara que siempre, pero no entré.

—Adelante, pasa —dijo.

—A lo mejor sí que me he equivocado de fecha —dije—. Así que si vosotros dos…

Abrió la puerta del todo.

—Adelante, pasa.

Ella estaba tendida en el sofá. Estaba llorando. No sé qué pasaba, algún asunto de dinero.

—No lo aguanto, es que no lo aguanto —decía—. Lo he intentado por todos los medios, pero no puedo más.

—Ya sabes qué mensualidades he de pagar por la póliza del seguro —dijo él—. Si pasara algo, ¿dónde estarías tú?

—¿Y dónde crees tú que estoy? ¿Qué mujer que viva alquilada en un barrio de mala muerte no tendrá más que yo? —no había levantado los ojos y seguía tendida boca abajo, con el delantal torcido bajo su peso—. ¿Por qué no lo dejas de una vez, por qué no haces algo en lo que te saques una póliza de seguros que sea asequible, como tantos otros hombres?

—Creo que tengo que marcharme —dije. Allí no pintaba nada. Me fui sin decir más. Él vino conmigo hasta la puerta, y los dos nos quedamos mirando la escalera desde abajo, hacia la habitación en que ella seguía tumbada boca abajo en el sofá—. Tengo algún dinerillo ahorrado —dije—. Y digo yo que por haber comido tantas veces en vuestra mesa, no he tenido ni tiempo para gastarlo. Si se trata de algo urgente… —los dos nos quedamos donde estábamos, él sujetaba la puerta abierta—. Claro está que no quisiera meterme donde no…

—Yo en tu caso, desde luego, no lo haría —dijo—. Nos vemos mañana en el aeródromo.

—Claro —dije—. Mañana en el aeródromo.

A ella no la vi durante casi una semana entera, ni tuve noticias de ella. A él lo veía a diario.

—Y… ¿qué tal está Mildred? —le pregunté al fin.

—Se ha marchado a visitar a su madre.

Durante las dos semanas siguientes estuve con él todos los días. Cuando salía al exterior de la avioneta le miraba a la cara, los ojos tras las gafas de aviador. Pero nunca mencionamos el nombre de ella, al menos hasta que un día me dijo que había vuelto a casa y que esa noche me invitaban a cenar.

Fue por la tarde. Pasó el día ajetreado, llevando pasajeros de acá para allá, así que yo me quedé sin nada mejor que hacer, aparte de pasar el rato esperando a que llegara la noche y pensando en ella, imaginando alguna cosa, pero más que nada pensando en ella, en que estaba de nuevo en casa, respirando el mismo humo, el mismo hollín que respiraba yo, cuando de pronto decidí ir allí sin esperar a más. Fue tan claro como una voz que me dijera: «Ve. Ahora, ahora mismo». Y fui. Ni siquiera perdí el tiempo en cambiarme de ropa. Estaba sola, leyendo delante de la chimenea. Fue como la gasolina que se vierte de una manguera rota y que prende en llamaradas alrededor de uno.

 

III

 

Tuvo gracia. Cuando salía al exterior de la avioneta me volvía a mirarle a la cara, parapetado como iba tras el cristal de la carlinga, y me preguntaba qué sabía. Tuvo que darse cuenta casi en el acto. Es lógico, digo yo, si ella no tenía ninguna discreción. Era de las que hacen y dicen sin pensar, supongo que se me entiende: insistía en sentarse pegada a mí, en tocarme de ese modo tan distinto, nada que ver con el modo en que uno sujeta un paraguas o les acerca una gabardina para guarecerlas de la lluvia, un modo del que cualquier hombre se da cuenta al primer vistazo, y más por hacerlo cuando creía ella que él no la estaba viendo: no cuando sabía que no podía verla, sino cuando creía que tal vez no la viese. Y cuando me desabrochaba el cinturón y salía al ala a gatas, me volvía a mirarle a la cara y me preguntaba en qué estaría pensando, cuánto sabía, qué sospechaba.

Iba allí por las tardes, cuando él estaba ocupado. Me entretenía hasta comprobar que él iba a estar liado el resto del día, y entonces le daba una excusa y me largaba. Una tarde estaba ya listo para irme, esperando a que despegara, cuando cerró el gas, se asomó y me hizo una seña.

—No te vayas —dijo—. Quiero hablar contigo.

Entonces supe que lo sabía, y esperé a que terminase el último vuelo con pasajeros, de corta duración, y a que fuese a la oficina a quitarse el mono. Me miró, le miré.

—Vamos a cenar —dijo.

Me estaban esperando cuando llegué. Ella se había puesto uno de esos vestiditos ceñidos; vino a saludarme y me rodeó con ambos brazos y me plantó un beso mientras él nos miraba.

—Me voy contigo —dijo—. Lo hemos hablado y estamos los dos de acuerdo en que ya no nos queremos, ni podemos querernos ya más después de esto; sabemos que esto es lo único sensato que se puede hacer. Y él ya encontrará a una mujer a la que pueda amar, una mujer que no sea tan mala como yo.

Él me estaba mirando y ella me acariciaba la cara con las dos manos a la vez que emitía una especie de gemido sordo con los labios pegados a mi cuello, y yo estaba como una piedra o algo así. ¿Sabes qué estaba pensando? No estaba pensando en ella, ni mucho menos. Estaba pensando en que estábamos él y yo allá arriba y en que acababa yo de descubrir que había soltado la palanca del encastre y pilotaba solo con el timón y en que él sabía que yo me había dado cuenta de que volábamos sin palanca, así que todo estaba en orden, pasara lo que pasara. Por eso me quedé como un trozo de madera contra el que se hubiese apoyado otro trozo de madera cuando ella se echó para atrás y me miró a la cara.

—¿Es que ya no me amas? —dijo mirándome a la cara—. Si me amas, dímelo. Yo a él ya se lo he dicho todo.

Quise no estar allí. Quise echar a correr. No tenía miedo. Fue porque todo fue de repente caluroso, sucio. Quise alejarme de ella solo un rato, quise que Rogers y yo estuviésemos lejos de allí, donde todo era frío, duro, sosegado, para zanjar las cosas entre nosotros.

—¿Qué es lo que quieres hacer? —dije—. ¿Le vas a conceder el divorcio?

Ella me miraba la cara con gran atención. En ese momento me soltó y fue corriendo a la repisa de la chimenea, y ocultó la cara en el hueco del brazo para echarse a llorar.

—Me has mentido —dijo—. No me has dicho lo que de verdad sentías. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho?

Ya se sabe cómo es. Como si hubiera un momento para cada cosa, como si nadie fuera nada en sí mismo: como una mujer, que, incluso cuando la amas es para uno mujer solo parte del tiempo, y el resto del tiempo no es más que una persona que no ve las cosas de la misma forma en que un hombre ha aprendido a verlas. No tiene las mismas ideas sobre lo que es decente y lo que es indecente. Así que me acerqué y la rodeé con los brazos mientras pensaba: «Maldita sea, ¡si al menos te mantuvieras solo un poco al margen de todo esto…! Los dos intentamos por todos los medios cuidar de ti como es debido, para que no te duela».

Y es que la amaba, yo la amaba, ya lo ves. No hay nada que a dos personas las llegue a unir tanto como un pecado común a los ojos del mundo. Y él había tenido su oportunidad. De haber sido yo quien la conociera antes, de haberme casado yo con ella, de haber sido él quien era yo, hubiera tenido mi oportunidad. Pero fue él quien la tuvo.

—Entonces di lo que me dices cuando estamos solos. Ya te lo he dicho: se lo he dicho todo —dijo ella.

—¿Todo? —respondí en el acto—. ¿Se lo has dicho todo? —él nos estaba mirando—. ¿Es cierto que te lo ha dicho todo? —le pregunté.

—Eso no importa —dijo—. ¿Tú la quieres? ¿Tú la amas? —añadió sin darme tiempo a contestar—. ¿Vas a ser bueno con ella, la vas a tratar bien?

Se le había puesto la cara grisácea, como cuando ves a alguien después de mucho tiempo sin verlo y te dices: «Dios santo… ¿Ése es Rogers, seguro?». Cuando por fin me marché, el divorcio estaba pactado.

 

IV

 

A la mañana siguiente, cuando llegué al aeródromo, Harris, el propietario del circo volante, me habló de un encargo especial que tenía para mí. Supongo que se me había olvidado. Él de todos modos insistió en que ya me lo había dicho. Al final le dije que no iba a volar más con Rogers.

—¿Por qué no? —dijo Harris.

—Pregúnteselo a él.

—Y si él está de acuerdo en volar con usted, ¿subirá con él?

Así que dije que de acuerdo. Y entonces llegó Rogers. Dijo que sí, que volaría conmigo. Por eso creí que en todo momento había estado al tanto de lo del encargo especial y que me la había jugado, que me tendió una trampa al no decirme nada. Esperamos a que se fuese Harris.

—Así que por esto ayer noche estabas tan reacio a hablar claro —le dije. Lo maldije—. Ahora me tienes en tus manos, ¿no es eso?

—Ocúpate tú de los mandos —dijo—. Yo haré tu número.

—¿Has hecho alguna vez un trabajo como éste?

—No, pero puedo hacerlo, al menos mientras tú pilotes el aparato como es debido.

Lo maldije otra vez.

—Te sientes como nunca —dije—. Me tienes pillado del todo. Vamos, hombre: sonríe, que se note. ¡Vamos allá!

Se dio la vuelta, se dirigió al aparato, subió y se acomodó en el asiento delantero. Lo sujeté por el hombro y le di un tirón. Nos miramos uno al otro.

—Ahora no te voy a partir la cara —dijo—, si es eso lo que andas buscando. Espera a que estemos de nuevo en tierra.

—No lo creo —dije—. Porque a mí me gustaría devolverte el golpe a la primera.

Nos miramos. Harris nos estudiaba desde la oficina.

—Muy bien —dijo Rogers—. Déjame tus zapatos, ¿quieres? Yo no llevo suelas de goma.

—Anda, quédate en tu asiento —dije—. ¿Qué más dará? Supongo que estando en tu lugar yo haría lo mismo.

El trabajo consistía en hacer el número de acrobacia pasando por un parque de atracciones. Allá abajo debía de haber unas veinticinco mil personas, como hormigas de colores. Aquel día asumí riesgos que nunca había asumido, riesgos que no se llegan a ver desde tierra. Pero en todo momento el avión quedaba justo debajo de mí, manteniéndome en equilibrio frente a la presión lateral y todo lo demás, como si él y yo obedeciésemos a una misma intención y fuésemos una sola mente. Pensé que estaba jugando conmigo, date cuenta. Le miraba a la cara y le soltaba un alarido:

—Vamos allá, tío. Ya me tienes en tus manos. ¿Tienes arrestos o no tienes?

Supongo que estaba bastante desquiciado. De todos modos, cuando pienso en nosotros dos, allá arriba, gritándonos sin descanso el uno al otro, y en todos los insectos que nos miraban, a la espera del gran número final, del loop… Él me oía bastante bien, pero yo a él no le oía. Solo le veía mover los labios.

—Venga, hombre —le grité—, menea un poco el ala, ya verás qué fácil me desprendo, ¿eh?

Estaba bastante desquiciado. Ya se sabe cómo es: uno tiene unas ganas locas de precipitarse y de que suceda algo que sabe que va a suceder, lo mismo da de qué se trate. Imagino que es una sensación que conocen bien los amantes y los suicidas.

—Quieres que no se note, ¿eh? Claro, si caigo con el avión en vuelo rasante la cosa no quedaría nada bien, ¿a que no? Pues como quieras —grité—, allá vamos.

Volví a la sección central del ala superior y lancé la cuerda de seguridad para que pasara por delante de los puntales y así afianzarme con ella, y me volví a mirarlo y le hice la señal. Estaba bastante loco. Seguía gritándole. Pensé que a lo mejor ya me había caído, que estaba muerto, que no me había enterado. Los cables comenzaron a zumbar y me vi de pronto mirando derecho a tierra, a los puntitos de colores. Luego, los cables silbaron que daba gusto y abrió el gas y el plano de tierra comenzó a correr como si se deslizara bajo el morro del avión. Esperé hasta que desapareció y el horizonte se deslizó de nuevo por debajo y no vi otra cosa que el cielo. Solté entonces un cabo de la cuerda y le di un tirón para lanzársela a él a la cabeza y extender los brazos cuando el aparato entró a todo gas en un segundo loop.

No estaba empeñado en matarme. No estaba pensando en mí. Estaba pensando en él. Intentaba enseñarle quién era yo, tal como él me había enseñado quién era, darle algo ante lo que fallara, tal como él me dio algo ante lo que fallé. Intentaba humillarle.

Rebasamos el cénit del loop antes de que me perdiera. El terreno había vuelto a su sitio, lleno de puntos de colores, y perdí entonces la presión en las suelas de los zapatos e inicié la caída libre. Di medio salto mortal, y había empezado el primer giro en barrena, vuelto de cara al cielo, cuando algo me golpeó de plano en la espalda. Me dejó de pronto sin resuello; durante un segundo debí de estar completamente inconsciente. Abrí los ojos entonces y me encontré tendido boca arriba en el ala superior, con la cabeza colgando del borde posterior.

Estaba demasiado alejado, en la pendiente de la combadura del ala, para doblar las rodillas por el borde anterior; además, notaba que el ala se me iba escurriendo por debajo. No me atreví a moverme. Sabía que si me empeñase en incorporarme y hacer resistencia a la corriente de propulsión saldría despedido por detrás. Por la posición de la cola y por el horizonte vi que íbamos en picado, un descenso no muy pronunciado, y vi también a Rogers de pie en la carlinga, soltándose el cinturón, y aún pude girar un poco más el cuello y ver que cuando me desprendiera tampoco llegaría a tocar el fuselaje, o que acaso me golpease con el hombro.

Por eso me quedé como estaba, notando escurrirse el ala por debajo de mí, notando que ya los hombros me colgaban sin apoyo, contando las vértebras a medida que resbalaban sobre el borde del ala, viendo a Rogers reptar a lo largo del fuselaje, hacia el asiento delantero. Lo miré un buen rato, avanzando palmo a palmo en contra de la presión propulsora, sacudiéndosele las perneras del pantalón. Al rato aún le vi introducir las piernas en la carlinga delantera y entonces noté sus manos en mí.

En mi escuadrón había un tío que no me caía nada bien. Él me odiaba con toda el alma. Cosas suyas, a mí qué. Un día me sacó de un embrollo de cuidado, cuando me quedé atrapado a quince kilómetros del frente con una válvula de aire averiada. Cuando aterrizamos me dijo: «No te vayas a pensar que he ido a sacarte de ahí. Fui a cepillarme a un boche, y me lo cepillé». Me insultó con las gafas de aviador subidas sobre la frente y los brazos en jarras, me maldijo tal como estaba sonriendo. Pero eso está bien. Cada uno va a los mandos de un Sopwith Camel; si uno cae abatido, mala cosa; si cae el otro, pues qué pena. Nada que ver con el instante en que uno se halla en la sección central y él está con la palanca en la mano, cuando solo con atorar el motor un instante o con virar lo justo el timón en el cénit del loop…

Pero yo entonces era joven. ¡Dios mío, vaya si era joven! Recuerdo la noche del Armisticio, en el 18, dando vueltas por todo Amiens con un asco de prisionero que nos habíamos llevado por la mañana en un Albatross, procurando que la policía militar franchute no le echara el guante. Era un buen tipo, y los condenados soldaditos de infantería se habían empeñado en meterlo a toda costa en una pocilga donde estaban los del Servicio de Suministros y los cocineros borrachos como cubas y demás ralea. Me dio pena el muy hijoputa, tan lejos de su casa, hecho puré y todo eso. Ya te digo si era joven.

Todos éramos jóvenes. Me acuerdo de un tipo de la India, un príncipe que había estudiado en Oxford, con su turbante y sus charreteras y sus insignias de chichinabo, que dijo que todos los que habíamos combatido en la guerra estábamos muertos. «A lo mejor no os habéis dado cuenta —dijo—, pero estáis todos muertos. Con una diferencia: a aquéllos, los de allá —y señaló con el pulgar hacia el frente—, les da lo mismo, mientras vosotros no lo sabéis». Y dijo algo más, no sé qué, respirar aún mucho tiempo, una especie de entierros andantes, los catafalcos y las tumbas y los epitafios de los que murieron el 4 de agosto de 1914 sin saber que habían muerto, dijo. Era un tío raro, un excéntrico. Y no era mal tipo.

Pero no estaba yo del todo muerto allí tendido sobre el ala superior del Standard, contándome las vértebras a medida que resbalaban sobre el borde del ala como una hilera de hormigas hasta que Rogers me sujetó. Y cuando aquella noche vino a la estación a despedirme, me trajo una carta de ella, la primera carta suya que recibí. Su caligrafía era igualita que ella; casi se llegaba a percibir el aroma que empleaba para perfumarse, sentir el tacto de sus manos. La rasgué en dos sin abrirla y tiré los pedazos. Pero él los recogió y me los devolvió.

—No seas idiota —dijo.

Y eso es todo. Ahora tienen un niño, un crío de seis años. Rogers me escribió para contármelo; la carta me llegó a los seis meses. Soy su padrino. Tiene gracia, tener un padrino que no te ha visto nunca, y al que nunca llegarás a ver.

 

V

 

—¿Bastará con un día de antelación? —le dije a Reinhardt.

—Con un minuto es más que suficiente —repuso. Apretó el timbre. Entró la señorita West. Es buena chica. De vez en cuando, si me veía necesitado de un desahogo, nos íbamos a almorzar en una heladería, al otro lado de la calle, donde le hablaba de cómo se portan, de cómo son las mujeres. Son lo peor que existe. Ya se sabe: a uno le llaman para que haga una demostración con el coche de prueba y aparecen todas juntas, esperan a la entrada y allá que nos vamos, el coche lleno, de compras. A mí me toca sortear el tráfico denso, encontrar un sitio donde aparcar, y ella dice: «Es que John se ha empeñado en que pruebe este coche. Pero lo que yo le digo, es natural, es que me parece una bobada comprar un coche tan difícil de aparcar como parece que es éste, ¿no cree?».

Y van atentas a mi cogote, mirándome con recelo, con dureza, luminosas. Sabe Dios qué se pensaban que teníamos; a lo mejor habían imaginado un coche que se plegara como una hamaca para dejarlo recogido y apoyado contra una toma de incendios. Qué demonios, no sabría yo venderle un alisador del pelo ni siquiera a la viuda de un negro muerto en un accidente de ferrocarril.

Así que llega la señorita West; es buena chica, solo que alguien le dijo que yo había tenido hasta tres o cuatro empleos en un año, que no me duraban, y que había sido piloto de guerra, y no hizo otra cosa que freírme a preguntas, interesadísima en saber por qué dejé la aviación, por qué no volvía a volar, ahora que los aviones eran mucho más comunes, puesto que vender automóviles no se me daba nada bien y tampoco sabía hacer otra cosa; es típico de las mujeres. Ya se sabe: apremiantes y desbordantes de simpatía, y no se les puede hacer callar como se hace con un hombre.

—Vamos a dejar marchar al señor Monaghan —dijo Reinhardt nada más la vio entrar en el despacho—. Dile que pase por caja.

—No se tome la molestia —le dije—. Quédeselo, cómprese un aro para ir a jugar al parque.

*FIN*


“Honor”,
The American Mercury, 1930


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