Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Hora muerta

[Cuento - Texto completo.]

Francisco Ayala

A Melchor, fraternalmente

I

La ciudad, plataforma giratoria. Un poco chirriante.

La aurora de la ciudad es una aurora de carteles nuevos. Frescos. Húmedos —ropa limpia— de rocío.

Carteles: sábanas desplegadas —tiernas, refrigerantes—. Toallas para enjugar las últimas miradas turbias de los chicos que van en grupos a la escuela.

Es una aurora entonada con el canto de gallo —ufanía— de las llamadas murales. Canto de color sostenido —orden de plaza— como toques de corneta. (Vibran en la retina los carteles con una gran limpidez.)

(Yo he buscado hoy tinta roja. Y tinta verde. Y tinta azul. He llenado un papel repitiendo esta palabra: cartel, en rojo. En verde. En azul. Para ver si conseguía la sensación auroral de la ciudad.)

La ciudad —aurora débil (de anemia) que se apoya en las paredes—, destacada, violenta, geométrica. Edificios altos, disparados al cielo en línea recta. Puentes de hierro, tiritando. Cables musicales.

Las fábricas respiran con dificultad —pobremente—. Y hasta se producen escenas de sugestión rural: ese mecánico —tendido en el suelo— que agota la ubre de su automóvil…

Luego; exhalaciones. Vertiginosidad. Nubes de humo. Ruidos.

Las chimeneas de fábrica hacen viajar el horizonte. Hinchan el vientre del cielo. Le dan un tinte gris, pesado.

Noche. La luna, quieta, es —también— anuncio luminoso. El bastón colgado de mi brazo me sugiere mansamente un brazo de mujer. Dócil. Sumisa. Y leve.

Pero que me retiene —con eficacia— frente al imperativo de indicaciones gráficas y guiones urbanos.

Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Cine.

La ciudad, gran plataforma giratoria.

 

Capitán de la Marina. Siempre cantando. O silbando. O recitando… Lejanamente.

Con los ojos más azules de su colección. Con la frente alta —una faceta a cada viento—. Con saludos y banderas internacionales.

Ha perdido —definitivamente— el barco o la aeronave, y se ha refugiado en la ciudad. Renunciando a los horizontes geográficos.

Sin embargo, en los oídos —caracolas de la playa— le queda un viento fuerte.

(El bar, mientras llueve. Silbidos de vapor. Entre dientes, canciones marineras.)

Acaricia a los niños. Para robarles —tan sólo— ese aire de primera comunión que van consiguiendo.

Equilibrista, anda por el borde de las aceras. Sin perder pie. Sin perder la pipa de a bordo.

 

Boxeador. Dientes blancos. Frente angosta.

Un ring en cada meridiano. Sonrisas inexpresivas. Apretones de manos también inexpresivos…

No recuerda. No recuerda. Pero… ¡a su lado va el manager!

 

Negro. Sonrisas grandotas. Plebeyez —democracia multitudinaria— de sombrero hongo, muy metido, y cartera en la mano. (En la otra mano, un junco. Y en las dos, guantes amarillos.)

Gran bailarín. Sólo él recoge y sintetiza la formidable ópera de la calle: gritos, claxons, timbrazos de tranvía y parpadeo de los escaparates.

Se va parando ante todos los escaparates, y ante el cartel del circo.

Sonrisas grandotas.

 

Campesino. Oscuro, grave, despacioso. De mirar bajo, de mirar agudo.

(Hace diez años que acaba de llegar.)

 

Motorista. Fino. Eléctrico. Hecho al contrapelo de las carreteras. Con ironía de ruidos fugaces y esguinces violentos.

Ojos dilatados en gafas de velocidad. Acostumbrados a recoger los perfiles desprendidos de las cosas.

Ceñido a las curvas duras —virginales— de las pistas más jóvenes.

Sonrisa donjuanesca de campeón ante la máquina fotográfica.

 

Chino. Sinuosidad. Tormenta-verbena. Relámpagos, ocultos bajo su facha de pobre hombre.

¿Biombos, farolillos y literatura…? ¡Ah, sí! ¡También! En el aleteo de pájaro azul que tiene —cuando lo saca del bolsillo— su pañuelo.

 

Soldados. Todos iguales. Al mismo paso. Con la misma seriedad. Fusil al hombro.

Una esquina los suelta. Otra se los traga. Rasándolos. Afilándolos.

Les duele el pájaro que volaba sobre ellos y que —de pronto: radicalmente— se les ha vuelto. Sin aquella hélice ideal, es más duro el paso —contra aquella pequeña hélice.

Soldados. Soldados. Soldados…

 

Niña. Anita —de blanco— saltando a la comba. Calcetines a rayas: ondas eléctricas… «¡Tas, tas…! ¡Tas, tas…!» En el patio del colegio. Nimbada, orlada de comba, como la Virgen de los Gitanos, en la provincia de los gitanos, con farolillos, sobre una columna alta… —de comba eléctrica.

Los ojos —grandes— bajo el agua.

(¿Qué agua? —¡Ay! Bajo el agua de un estanque inocente, parado.)

Debajo del agua —de tanta claridad como tenían.

Le dije: «¿Qué carta quieres?».

La pequeña Anita cogió el rey de espadas. Se lo guardó en el bolsillo.

En el bolsillo —blanco— tenía bordado —en rojo, rojo— un corazón.

La ciudad, gran plataforma giratoria. Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Y cine.

II

Todos los relojes marcaban la hora retrasada. Sus campanadas —campanadas del revés— eran de regreso. Picoteadas —ya— por los gallos de las veletas.

Eran campanadas muertas, exangües. Caían verticalmente, con las alas cerradas. Como frutos.

Pero el cine —al fin y al cabo— es una concavidad. Bien podía permitirse la broma de dar equivocada la marcha del tiempo. Como un espejo —¿No vemos en los espejos de las tiendas cuándo vamos a cruzarnos por la calle con nosotros mismos?

¡Ah, señor! Se encontraban los que iban con los que volvían… ¡Terrible tropezón!

Carlomagno —barba florida— había olvidado su espada en la bastonera, junto al bastoncillo de Chaplin.

Y Chaplin —Hamlet— atravesaba la cortina con la espada del Emperador. Sin encontrar —por supuesto— el cuerpo de Polonio.

La confusión era espantosa. El reloj hacía horas extraordinarias. (Reclamaba el Sindicato…)

«¡Tac…! ¡Tac…! ¡Tac…!»

Sonó —por fin— hora tardía, la recién muerta. (Todos teníamos su eco en el corazón.) La de los ojos claros y rostro de maniquí.

Asomó entre puertas. Sonrisa triste, estereotipada. Palidez y abanico. Y una mano —guante blanco, paloma al viento—. «¡Ven!, ven a buscarme, ¡oh, tú…!, etcétera…» A mí. Se dirigía a mi horizonte —saludo al viento de ropa puesta a secar—. ¡A mí! ¿Por qué a mí? Es increíble. Y sin embargo…

Me volví al que estaba a mi derecha:

—¿Es a mí, caballero?

Tres cabezadas. Y una sonrisa.

Pensé:

«¡Pues me ha llamado! Y es una dama. De las que yo admiraba tanto en mis carnavales infantiles… Una dama: será preciso complacerla.»

Mi cabeza se había inclinado como si hubieran aflojado la cuerda. Oscilaba tristemente, arrastrando por el suelo miradas turbias.

De pronto, un tirón violentísimo. La cabeza, erguida. Las miradas de repercusión —fusil de repercusión— a la pantalla.

…Y la dama de aquella hora perdida había desaparecido. Totalmente. Sin dejar ni el sitio.

La pantalla estaba ocupada —ahora— por un puente de hierro. Muy estremecido. Muy transitado.

La sugestión del tránsito me empujó a la calle. En busca de la calle. No .hubiera podido permanecer más. Y salí del cine con fiebre. Con violencia interior.

Codazos. Empujones. Brechas. Huecos de perplejidad. Momentos atónitos, imaginativos.

(Jonás persiguiendo al tranvía, que se niega a tragarle.

Un timbrazo aplastado que cae en un charco y se sumerge rápidamente.

Nada.)

La puerta de mi casa me salió al encuentro. A sorprenderme. A darme una palmada en el hombro.

Una ansiedad inexplicable me llevó a la alcoba. Como si me urgiera alguna comprobación. Como si quisiera cerciorarme de que, en realidad, había dejado olvidada la cartera, y no la había perdido en la calle.

…Pero me quedé —allí, en medio de la habitación— parado. Reflexionando. No sabía. No sabía… ¿Para qué tanta prisa?

(Nada. Un absurdo. Una depravación estúpida: sofaldar la cama. Levantarle el vuelo de la ropa. Mi cama era gorda y opulenta. Blanca. Indolente. ¡Ay, señor…! ¡Qué absurdidad! Irremediable.)

Me pasé la mano por la frente. No sabía…

Otra cosa: probar el interruptor de la luz. Fíat lux! Pero…

No me encontraba. Había perdido —era evidente— la dirección…

Ya había intentado coger el pez —eremita— de la pecera, y siempre se me escapaba entre los dedos. ¿Poner a hervir la pecera? ¡Saltaría en el agua como un caballito del circo! Desistí.

Al fin —recuerdo— me tomé el pulso, con algo de alarma. Con aprensión.

Pero fue como si la mano se me electrificase. Encendida. Varillas metálicas.

Descargué sobre el piano mi botella de Leyden y saltaron chispas musicales.

Notas adultas, con su contrapartida adolescente. (Casi niñas, para la Sixtina.)

¡Ah! ¡Oh! ¡Ah! ¡Oh!

…Toda la noche la pasé soñando jugadas de ajedrez.

III

Al día siguiente, por la tarde —asociación súbita—, comprendí de pronto el motivo de aquel quebranto.

(Mis lágrimas —florecidas— saltaron de alegría sobre un plato. Seis rosetas.)

Fue recuerdo súbito de la hora fenecida que me había ordenado buscar la palidez, el abanico y la mano-gaviota del horizonte cinematográfico. Buscarlos —¡claro está!— en el seno del XIX.

¿El seno del XIX? Abierto como una granada… Se me representó la casa que era, con toda su imponencia de casa ignorada. Pasada y repasada de siempre. Sin curiosidad por ella.

Ahora —ahora— me explicaba su entraña maravillosa, para encantamiento. Su algo de cueva de Montesinos.

Y salí a la calle. Decidido. Precipitado. Lleno de aire. Viaducto. Lanzaderas. Gente. Más gente. Más gente.

En medio, mi apresuramiento.

Oí chistar a mi espalda. Pero la llamada me había pasado por encima del hombro, y no quise volverme.

Otra vez, chistar. Y ahora me había picado en la oreja. No hubo remedio.

—Y ¡qué! ¿Dónde vas?

—Voy en busca de Mercedes… Sí. Ya sabes: su carita era de cera… Pero todo esto no importa.

La respuesta me había cantado en el corazón. Era respuesta forzada. Seguramente no había otra.

—¡Ah! Pero llevas el traje de todos los días.

—También ella ha ido al cine a buscarme. Al cine. Ha venido ¡al cine! Además, no tengo esas levitas impecables…

—Un bigote. Al menos, un bigote.

Seguí andando sin responder. En realidad, no hacía falta nada de eso. Hacía falta cumplir, cumplir…

De pronto —sustracción, escamoteo de mí mismo— caí en un portal, ancho y de mármol. ¡Qué maravilla! Sordo. El silencio me golpeaba las sienes. Cerré los ojos, y… Antro. Cueva. Cueva fresca. Angustia en el pecho. Ya.

Al pasar ante los leones blancos, de blanca sonrisa, me quité el sombrero. Un saludo al uno. Otro saludo al otro.

El llamador, dorado. Y el campanillazo, dorado también. Había caído aquel campanillazo en la fuente. Sin duda. Abriendo círculos. Espantando a los peces.

La contracción de un cable —sin mano aparente— abrió la puerta.

Las huellas de mis pies quedaban —transparentes— en la escalera de mármol. Sembradas de luz.

¡El salón! Olía a salón cerrado. Desde el siglo anterior —desde todos los siglos anteriores—. El aire se agitó a mi entrada. Las cortinas, que estaban ciñéndose la liga, dejaron caer la falda precipitadamente, y los espejos —dormidos— estremecieron sus aguas para que temblara mi figura. (¡Quedaron rayados —sin embargo— por las aristas duras de mi siglo XX!) Un libro de la consola se entretenía en doblar y desdoblar sus hojas. La ventana —díptera— me saludó con un cordial y trémulo aleteo.

En cambio, la mascarilla de Beethoven no me miró siquiera. Ni la paloma de porcelana.

Pero el perro disecado —disecado por la familia, que no quería perder nunca su compañía prudente de faldero— me guiñó uno de sus ojos de cristal. Buen amigo. (El perro es el amigo del hombre.)

Sobre la mesa —de mayor a menor: en fila— siete pajaritas de papel. Me incliné sobre ellas. Le soplé a la más grande, y todas escaparon, volando, por la chimenea.

Dijo la ventana:

—¡Ay! Aunque clavada aquí por el entomólogo de las arquitecturas, aún estoy viva. Y yo podría —también— volar.

Yo. No me atrevo. Quién sabe si toda la cristalería vendría abajo. No me atrevo.

Volvió a toser el reloj. Su esfera tenía un livor veteado, asustante. Llegué a temer que diera su hora retrospectiva. Que se abriera su caja —caja en pie—. Y que ella apareciese, sonriendo. Con su abanico y sus guantes. Y su palidez melancólica. Y sus ojos llovidos.

¡Un segundo! ¡Y otro! ¡Y otro…! Mi temor se enriquecía de inminencia. Se hacía angustioso.

Por lo demás, el ciprés del jardín había arañado la platina del cielo, y se cuarteaba el techo del paisaje. Mientras, la ventana sufría una palpitación barométrica.

El gran monóculo del reloj dardeaba la mascarilla de Beethoven, más impasible que nunca: padre de la tormenta.

Beethoven. Alma atormentada. Prisionera. ¡Hija del aire!

La paloma. Ábreme tu pecho, ventanita. Quiero enhebrarlo con mi libertad.

Yo. Libertad. Aires de Marsellesa. Humo de ferrocarril-invento.

El reloj empezó a toser. Daba lástima: tuberculoso.

Y Beethoven se dirigió —patéticamente— a la paloma de porcelana:

—Quita de mi bronce esa mirada única de tu ojo derecho. Ese clavo. Ese ojo providencia por el que reconozco en ti al Paracleto…

Luego —a mí— añadió:

—Me tiene encantado con esa mirada inmóvil. ¡Qué crueldad!

La paloma trató de disculparse:

—No podré quitarle mi mirada mientras no me saquen el alfiler que tengo clavado en la cabeza. Soy la princesa de aquel romance: no miento… Si quisiera… ¡Ay! ¡Si quisiera!

En cuanto al perro, bien claro se veía que estaba sobrecogido su corazón de paja. Y que pronto empezaría —loco— a dar vueltas persiguiéndose el rabo.

El autobús del cielo rodaba ya de nube en nube.

Y apremiaba —mi miedo— la inminencia de la aparición. (Sonrisa. Abanico. Palidez.) En todo mi cuerpo, punzadas de terror. No me atrevía ni a cerrar los ojos.

Un impulso —latigazo— de violencia. De heroísmo casi. Cogí bajo el brazo el perro disecado, y salí corriendo.

(Precisaba salvar al perro: me había guiñado uno de sus cristales, y era mi amigo.)

Corriendo. Cada vez, más. Cancelaba mis huellas anteriores sobre el mármol de la escalera. Me llevaba otra vez mi claridad.

¿Un trueno? ¿Un portazo? La calle. El Viaducto. Mi fuga.

Pero la gente había reparado en mi turbación. Todos sabían ya que había robado —de cierta casa— un perro disecado. Y me persiguieron, gritando.

Me perseguían: gritos-avispas.

Corrí.

El perro, siempre bajo mi brazo. De vez en cuando tiritaba. Pero ¡siempre rígido!

Pronto, una multitud perseguidora. Muchos. Muchos. Muchos. Muchos. ¡Multitud!

Alcanzar aquella esquina. Luego, aquella otra. Las esquinas se abrían y cerraban como biombos. Los anuncios luminosos me chorreaban de sangre, de añil. Me evidenciaban en colores. Corrían tras de mí por los bordes de las fachadas. Me descubrían. Me indicaban, conminatorios.

Y los maniquíes de las tiendas —¡ellos también, villanamente!— me enganchaban de la manga. Trataban de detener mi huida.

Arriba, el cielo se había cerrado.

Portazos —truenos-portazos—, truenos. La tormenta había cerrado todas las puertas del cielo.

La avenida lo encañonaba perentoriamente. Disparos contra su fortaleza.

Avenida larga —demasiado larga— para mi carrera.

No miraba atrás por no perder un segundo. No soltaba al perro.

Pero llevaba colgados del hombro los pasos y los gritos de mis perseguidores.

La avenida —cada vez más estrecha— terminaría por apresarme en lo más agudo, en el vértice —casi— de su ángulo. Y entonces…

(El parpadeo de los anuncios luminosos, muertos de sueño. El jadeo de los anuncios luminosos.)

Era preferible romperse la cabeza contra una de aquellas esquinas desprendidas. Esconderse detrás de uno de aquellos biombos —cubiertos de carteles, como lápidas—. Cualquier cosa. Un refugio cualquiera.

IV

Verja. Lanzas verdes. Verde jardín. Jardín del colegio. Abierto.

Yo respiraba con fatiga de locomotora.«¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!»

Mis seguidores —despistados— habían pasado de largo. Las telarañas del anochecer se les habrían metido en los ojos. No podía ser otra cosa.

(Gotas de lluvia —pocas y gruesas— perforaban las primeras sombras en aquel momento.)

El milagro, acaso.

La pequeña Anita salta a la comba en el jardín del colegio. La cuerda, toda florecida de bombillas eléctricas. ¿Milagro?

Salté —el perro bajo el brazo— dentro de la comba. Riendo sin júbilo. Sin emoción alguna.

A cada salto mi brazo oprimía el vientre del perro disecado. El perro disecado daba —a cada salto— un débil ladrido.

Creyó la pequeña Anita que le regalaba un juguete e hizo un gestecillo de desagrado. Cayeron sus brazos. Se apagó la orla de bombillas eléctricas.

Y ya, en la noche, sólo podían verse las ondas rojas —anillos vibrantes— de sus calcetines, los ojos, bajo el agua temblona de su inocencia.

*FIN*



Más Cuentos de Francisco Ayala