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Huelga de plumas

[Cuento - Texto completo.]

Saki

—¿Has escrito a los Froplinson para darles las gracias por lo que nos enviaron? —preguntó Egbert.

—No —respondió Janetta, con un matiz de fatiga y desafío en la voz—. Hoy he escrito once cartas expresando nuestra sorpresa y gratitud por los diversos e inmerecidos regalos, pero no a los Froplinson.

—Alguien tendrá que escribirles —añadió Egbert.

—No discuto esa necesidad, lo que no creo es que ese alguien vaya a ser yo —replicó Janetta—. No me importaría escribir una carta de colérica recriminación o sátira implacable a algún receptor que lo merezca; la verdad es que disfrutaría bastante con eso, pero mi capacidad de expresar amabilidad servil ha tocado a su fin. Once cartas hoy y nueve ayer, todas redactadas en la misma vena de agradecimiento extasiado: no puedes esperar que me siente a escribir otra. ¿No se te había ocurrido que tú mismo puedes escribir?

—He escrito casi tantas cartas como tú y además me he ocupado de mi correspondencia profesional habitual. Además, no sé lo que nos han enviado los Froplinson.

—Un calendario de Guillermo el Conquistador —contestó Janetta—. Con una cita de uno de sus grandes pensamientos para cada día del año.

—Imposible —respondió Egbert—, no tuvo trescientos sesenta y cinco pensamientos en toda su vida; o si los tuvo, se los guardó para sí. Era un hombre de acción, no de introspección.

—Bueno, pues entonces sería Guillermo Wordsworth. Sé que el nombre de Guillermo estaba en alguna parte —añadió Janetta.

—Eso ya me parece más probable —aceptó Egbert—. Bueno, colaboremos en esa carta de agradecimiento y escribámosla. Yo puedo dictar y tú la escribes. «Querida señora Froplinson: le agradecemos muchísimo a usted y su esposo el hermoso calendario que nos han enviado. Fue muy amable de su parte el pensar en nosotros».

—No puedes decir tal cosa —le interrumpió Janetta, dejando la pluma.

—Es lo que digo siempre, y lo que me dice todo el mundo —protestó Egbert.

—Les enviamos algo el día vigésimo segundo —explicó Janetta—, así que tuvieron que pensar en nosotros. No tenían otra posibilidad.

—¿Qué les enviamos? —preguntó Egbert con voz melancólica.

—Marcadores de bridge, en una caja de cartón, con una estupidez escrita llamativamente en la cubierta, algo así como «labra tu fortuna con picas reales». En cuanto lo vi en la tienda, me dije a mí misma, «los Froplinson», y pregunté al dependiente, «¿cuánto?»; cuando me respondió «nueve peniques», le di la dirección, añadí nuestra tarjeta, pagué diez u once peniques para cubrir los gastos de envió y le di las gracias al cielo. Ellos acabaron agradeciéndomelo con menos sinceridad y muchísimos más problemas.

—Los Froplinson no juegan al bridge —dijo Egbert.

—Se supone que uno no debería notar ese tipo de deformidades sociales, no sería cortés —respondió Janetta—. Por otra parte, ¿es que se molestaron en descubrir si nosotros leemos con alegría a Wordsworth? Por lo que ellos saben o les interesa, podríamos sostener con frenesí la creencia de que toda poesía empieza y termina con John Masefield, por lo que podría enfurecernos o deprimirnos el hecho de que nos lanzaran cada día del año una muestra de los productos wordsworthianos.

—Está bien, sigamos con la carta de agradecimiento.

—Adelante —aceptó Janetta.

—«Han sido muy inteligentes al conjeturar que Wordsworth es nuestro poeta favorito» —dictó Egbert.

Janetta volvió a dejar la pluma.

—¿Te das cuenta de lo que significaría eso? Un librito de Wordsworth las próximas Navidades, y otro calendario las siguientes, con el mismo problema de tener que escribir cartas de agradecimiento adecuadas. No, lo mejor será abandonar cualquier alusión al calendario y referirnos a otro tema.

—¿Pero qué otro tema?

—Bueno, algo como esto: «¿Qué opinan de la lista de honores de Año Nuevo? Un amigo nuestro nos hizo un comentario muy inteligente cuando la leyó». Añades entonces cualquier observación que te pase por la cabeza; no es necesario que sea inteligente. Los Froplinson no podrían saber si lo es o no.

—Ni siquiera sabemos sus inclinaciones políticas —objetó Egbert—. Y además no es posible abandonar repentinamente el tema del calendario. Seguramente habrá algún comentario inteligente que se pueda hacer sobre él.

—Pues el hecho es que no somos capaces de pensar en ninguno —contestó Janetta fatigosamente—. Los dos nos hemos agotado de escribir. ¡Cielos! Me acabo de acordar de la señora de Stephen Ludberry. No le he agradecido lo que nos envió.

—¿Qué es?

—Lo olvidé; pero creo que era un calendario.

Se produjo un prolongado silencio, el silencio triste de quienes están desprovistos de esperanza y eso casi ha dejado de importarles.

Repentinamente Egbert se levantó de su asiento con aire resuelto. Había en su mirada la luz de la batalla.

—Deja que me siente en el escritorio —exclamó.

—Encantada. ¿Vas a escribir a la señora Ludberry o a los Froplinson?

—A ninguno —respondió Egbert tomando unas cuartillas—. Voy a escribir al editor de todos los periódicos bien informados e influyentes del Reino. Quiero sugerir que debería existir una especie de Tregua de Dios epistolar durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo. Desde el veinticuatro de diciembre hasta el tres o el cuatro de enero se consideraría una ofensa contra el buen sentido el escribir o esperar cualquier carta o comunicación que no se refieran a los acontecimientos necesarios del momento. Las respuestas e invitaciones, decisiones sobre trenes, renovación de subscripciones al club y desde luego todos los asuntos ordinarios y cotidianos de negocios, enfermedades, contrato de nuevos cocineros, etcétera, se tratarán de la manera habitual como algo inevitable, como una parte legítima de nuestra vida diaria. Pero toda esa devastadora y abultada correspondencia relacionada con la estación festiva deberá ser abolida para dar a estos días la posibilidad de ser un tiempo realmente festivo, sin problemas, con paz y buena voluntad continuas.

—Pero tendrías que expresar algún reconocimiento por los regalos recibidos, pues si no la gente nunca sabría si han llegado —protestó Janetta.

—Por supuesto que he pensado en ello. Todo regalo enviado se acompañaría de una tarjetita con la fecha del envío y la firma del remitente, junto con algún jeroglífico convencional que transmita el hecho de que es un regalo de Navidad o Año Nuevo; habría una matriz con espacio para la firma del receptor y la fecha de llegada, por lo que lo único que tendría que hacer uno sería firmar y poner la fecha en la matriz, añadir un jeroglífico convencional que significara el agradecimiento y la sorpresa más sinceros, ponerlo todo en un sobre y enviarlo por correo.

—Parece deliciosamente simple —comentó melancólicamente Janetta—, pero a la gente le parecería demasiado seco y rutinario.

—No más rutinario que el sistema actual. Sólo tengo a mi disposición el mismo lenguaje convencional para agradecer al querido coronel Chuttle su delicioso queso Stilton, que devoraremos hasta el último bocado, y a los Froplinson por su calendario, que nunca miraremos. El coronel Chuttle sabe que le agradecemos el Stilton sin necesidad de que se lo digamos, y los Froplinson saben que nos aburre su calendario por mucho que digamos lo contrario, al igual que sabemos que a ellos les aburren los marcadores de bridge a pesar de que nos hayan asegurado por escrito que nos agradecen nuestro pequeño y encantador regalo. Más todavía, el Coronel sabe que aunque de repente nos hubiera entrado una aversión por el Stilton, o nos lo hubiera prohibido el médico, seguiríamos escribiéndole una carta de sincero agradecimiento. Por tanto, te darás cuenta de que el actual sistema de reconocimiento es tan rutinario y convencional como lo sería la matriz de reconocimiento, sólo que diez veces más fatigoso y devastador para el cerebro.

—Ciertamente, tu plan sería un importante paso adelante para la realización del ideal de unas Navidades felices.

—Claro que hay excepciones —añadió Egbert—. Como las personas que tratan de introducir un aire de realismo en sus cartas de agradecimiento. Por ejemplo la tía Susan, cuando escribe: «Os agradezco mucho el jamón; no tiene un sabor tan bueno como el que me enviasteis el año pasado, que tampoco era especialmente bueno. Los jamones ya no son como antes». Sería una pena privarnos de sus comentarios navideños, pero esa pérdida se englobaría en las ganancias generales.

—Entretanto, ¿qué voy a decirles a los Froplinson? —preguntó Janetta.

*FIN*


Beasts and Super-Beasts, 1914


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