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 Humanidad pigmea, 
tú que proclamas la verdad y el Cristo, 
mintiendo caridad en cada idea; 
tú que, de orgullo el corazón beodo, 
por mirar a la altura 
te olvidas de que marchas sobre lodo; 
tú que diciendo hermano, 
escupes al gitano y al mendigo 
porque son un mendigo y un gitano: 
allí está esa mujer que gime y sufre 
con el dolor inmenso con que gimen 
los que cruzan sin fe por la existencia; 
¡escúpela también…! ¡anda…! ¡no importa 
que tú hayas sido quien la hundió en el crimen 
que tú hayas sido quien mató su creencia! 
¡Pobre mujer, que abandonada y sola 
sobre el oscuro y negro precipicio, 
en lugar de una mano que la salve 
siente una mano que le impele al vicio; 
y que al fijar en su redor los ojos 
y a través de las sombras que la ocultan 
no encuentra más que seres que la miran 
y que burlando su dolor la insultan…! 
Y antes era una flor… una azucena 
rica de galas y de esencias rica, 
llena de aromas y de encantos llena; 
era una flor hermosa, 
que envidiaban las aves y las flores, 
y tan bella y tan pura, 
como es pura la nieve del armiño, 
como es pura la flor de los amores, 
y como es puro el corazón del niño. 
Las brisas la brindaban con sus besos, 
y con sus tibias perlas el rocío. 
Y el bosque con sus álamos espesos, 
y con su arena y su corriente el río; 
y amada por las sombras en la noche, 
y amada por la luz en la mañana, 
vegetaba magnífica y lozana 
tendiendo al aire su purpúreo broche; 
pero una vez el soplo del invierno 
en su furia maldita, 
pasó sobre ella y la arrancó sus hojas, 
pasó sobre ella y la dejó marchita; 
y al contemplar sin galas 
su cáliz antes de perfumes lleno, 
la arrebató implacable entre sus alas 
y fue a hundirla cadáver en el cieno. 
¡Filósofo mentido…! 
¡Apóstol miserable de una idea 
que tu cerebro vil no ha comprendido! 
Tú que la ves que gime y que solloza, 
y burlas su sollozo y su gemido… 
¿Qué hiciste de aquel ángel 
que amoroso y sonriente 
formó de tu niñez el dulce encanto? 
¿Qué hiciste de aquel ángel de otros días, 
que lloraba contigo si llorabas 
y gozaba contigo si reías…? 
¡Te acuerdas…! Lo arrancaste de la nube 
donde flotaba vaporoso y bello, 
y arrojándole al hambre, 
sin ver su angustia ni su amor siquiera, 
le convertiste de camelia en lodo: 
¡Le transformaste de ángel en ramera! 
¡Maldito tú que pasas 
junto a las frescas rosas, 
y que sus galas sin piedad les quitas! 
¡Maldito tú que sin piedad las hieres, 
y luego las insultas por marchitas! 
¡Pobre mujer…! ¡Juguete miserable 
de su verdugo mismo…! 
Victima condenada 
a vegetar sumida en un abismo 
más negro que el abismo de la nada 
y a no escuchar más eco en sus dolores, 
que el eco de la horrible carcajada 
con que el hombre le paga sus amores. 
¡Pobre mujer, a la que el hombre niega 
el sublime derecho 
de llamar hijo a su hijo! 
¡Pobre mujer que de rubor se cubre 
cuando le escucha que la grita madre! 
Y que quiere besarle, y se detiene, 
y que quiere besarle, y calla y gime, 
porque sabe que un beso de sus besos 
¡se convierte en borrón donde lo imprime! 
Deja ya de llorar, pobre criatura, 
que si del mundo en la escabrosa senda 
caminas entre fango y amargura, 
sin encontrar un ser que te comprenda, 
en el cielo los ángeles te miran, 
te compadecen, te aman, 
y lloran con el llanto lastimero 
que tus ojos bellísimos derraman. 
¡Y que te burle el hombre, y que se ría! 
¡Y que te llame harapo y te desprecie! 
Déjale tú reír, y que te insulte, 
que ya llegará el día 
en que la gota cristalina y pura 
se desprenda del lodo 
para elevarse nube hasta la altura. 
Y entonces en lugar de un anatema, 
en lugar de un desprecio, 
escucharás al Cristo del Calvario, 
que añadiendo tu pena 
a tus lágrimas tristes en abono, 
te dirá como ha tiempo a Magdalena; 
Levántate, mujer, yo te perdono. 
 
1869
  
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